Ediciones FUNDECEM / Benito surús

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José del Rosario Márquez Carrero

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Benito Surús

Benito Surús © José del Rosario Márquez Carrero © FUNDECEM Gobierno Socialista de Mérida Gobernador Alexis Ramírez Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida FUNDECEM Presidente Pausides Reyes Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM Ever Delgado / Angela Márquez / Juan Jorge Inglessis Editor: Gonzalo Fragui Ilustración de portada: Néstor Alí Quiñonez Color digital: Juan Jorge Inglessis HECHO EL DEPÓSITO DE LEY Depósito legal: LF49120148002802 República Bolivariana de Venezuela Noviembre - 2014

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José del Rosario Márquez Carrero

José del Rosario Márquez Carrero

Benito Surús

República Bolivariana de Venezuela NOVIEMBRE 2014

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José del Rosario Márquez Carrero

Presentación

José del Rosario Márquez Carrero nació en Santa Cruz de Mora, Estado Mérida, el 1 de octubre de 1933. Durante toda su vida ha escrito cuentos y novelas que permanecen inéditos, a la espera de editor. Entre sus novelas se encuentran: Escenarios, Ignominia, Santa Lucía y una última sin título. En cuentos tiene dos libros: Mientras la lluvia diluye las horas y Cuentos. Del primer libro de cuentos hemos tomado uno de sus relatos centrales, “Benito Surús”, sobre uno de los personajes más emblemáticos de Santa Cruz. Luego de sus estudios en el Seminario, José del Rosario trabajó en un escritorio del pueblo. Durante el día se esmeraba en el cumplimiento de sus responsabilidades laborales. Le movía una voluntad de acero. Pero algo le faltaba para completar esa existencia auténtica que tanto ha dado que pensar a los filósofos a través del tiempo. El acontecimiento microscópico del día a día comenzó a llenar la casa de los espíritus que se divierten tejiendo historias. La imaginación le atormentó el alma y el acoso de la creación ya no le dejaba espacio para seguir posponiendo la escritura. José del Rosario decidió, en lo sucesivo, quedarse en la oficina después de su horario de trabajo y utilizar la última novedad del mercado: una máquina de escribir marca Remington.

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Hoy, a sus 81 años, nos dice: “Heme aquí sentado contando las lunas de una esperanza que de joven soñaba cercana”. No puedo evitar, entonces, el arrastre apresurado de la esperanza en Hesíodo: “El caso es que antes vivían sobre la tierra las tribus de los hombres lejos de los males, tanto del duro trabajo como de las angustiosas enfermedades que acarrean a los hombres la muerte. Pero la mujer al levantar con sus manos la gran tapa de la tinaja los diseminó y a los hombres les aportó calamidades terribles. Sola quedó allí dentro la esperanza entre las compactas paredes de la jarra, por debajo de sus bordes, y no salió volando hacia la puerta, pues antes cayó la tapadera de la tinaja” (Hesíodo, Trabajos y Días) En tono de sentencia inapelable y de esperanza aprendida, José del Rosario esgrime el látigo: “El peso de los años ya no me permite levantar la carga acumulada durante la larga espera. He renunciado a seguir escribiendo. Vean ustedes lo que hacen con lo que pude salvar del vendaval de promesas de publicación incumplidas de los bufones demagogos de oficio”. José del Rosario Márquez Carrero está asumiendo el papel de maestro. Sus reflexiones en claves aforísticas nos alcanzan a todos por igual. Quiere enseñarnos a no renunciar a la humildad. Se empeña en dotarnos de algunas herramientas para no sucumbir a la tentación de los cantos de sirena que la soberbia del poder político suele modular en los recintos de los funcionarios públicos. Nos está recordando que somos transitorios en el cargo burocrático que ocupamos, nos está cantando la sinfonía de la alegría para ejercitar el oído en la escucha y evitar la tristeza de la sordera, quiere enseñarnos la belleza sigilosa de la danza del ser para evadir la blanca ceguera del hombre, descubierta por José Saramago, y se propone ayudar a encaminar por los senderos del buen

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vivir, en tanto que posibilidad de asumir la vida, la propia e intransferible, en nuestra propia obra de arte. Antes de sentarme frente a la computadora tenía previsto hablar de Benito Surús; sin embargo, me ha resultado imposible desentenderme de José del Rosario Márquez Carrero. Y no se trata del conflicto de un crítico literario frente a la obra y el autor. No, ese no ha sido mi problema, lo mío es más terrenal porque no soy crítico literario y puedo darme el lujo de confundir el hombre que tiene un nombre propio con el autor y la obra. Y es que Benito Surús es nombre propio convertido en personaje del ejercicio narrativo y José del Rosario Márquez Carrero es autor traspapelado en una obra que tiene mucho de testimonial crónica de los tiempos que se fueron. Como una modesta contribución a la liberación de la esperanza atrapada en la tinaja, la Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida, FUNDECEM, ha decidido publicarle a José del Rosario este conmovedor relato que ojalá sirva de ariete para abrir las puertas a la publicación de su obra completa. Pausides Reyes Presidente de FUNDECEM

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- ¡Cuando muera Benito Surús, su entierro será el mejor que haya tenido lugar aquí, en este pueblo; y yo, (se golpeaba el tórax con el extremo de su pulgar derecho, como si allí, en su pecho, y solamente allí, radicara su identidad) yo se lo voy a costear!. ¡Yo! Afirmación tan categórica la pronunció el doctor Ramiro D´Amico, un día lunes. Justamente, a las nueve de la mañana. En ese momento, se hallaba el señor Juez del Municipio en “Mercantil La Confianza”, otrora un emporio comercial, ahora en plena decadencia, “apagando brasas”, como el propio doctor D´Amico calificaba el hecho de refrescar el hígado, el primer día de la semana, con un preparado de tamarindo, (“jugo de cabilla”, como lo solían denominar), la especialidad de la casa. Dos campesinos que estaban ese día comprando víveres se convirtieron, sin quererlo, al igual que Jesusito y el señor Juez, en testigos del compromiso que acababa de adquirir el médico, para consigo mismo y para con la comunidad. El aludido, Benito Surús, estaba allí, apoyado en el mostrador, indiferente, apático a cuanto ocurría en torno suyo, como si él no tuviese nada que ver con la promesa recién formulada.

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Su figura resultaría inolvidable, en el transcurso de dos o tres generaciones. Sufría de enanismo, no medía más de un metro con treinta centímetros de estatura. Color de tierra tenía su vestimenta, jamás lavada. Color terroso tenía su rostro, sus manos y sus pies, bien porque padecía de ictericia, bien porque sus padres adolecieron de la mentalidad de que “mucho baño hace daño”. Su rostro, surcado de arrugas, era inexpresivo. Su frente, estrecha. Sus ojos, de color indefinido, apagados, carecían de luz. Su nariz, arriñonada. Sus labios jamás se abrían en la dulce expresión de una sonrisa. Su tórax, estrecho. Sus brazos, cortos. Sus manos habían olvidado (si alguna vez lo habían aprendido) el trabajo creador, pequeñas e inertes como eran. Sus piernas, muy cortas. Sus pies, aplastados y deformes, por el hábito de andar descalzo. ¿Su edad? Podría tener sesenta años, como noventa. Ocurría en los conglomerados provincianos, en la época que nos ocupa, que, carentes de un ateneo o de un ente cultural similar, así como del acceso a la

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prensa escrita o televisada, el ocio improductivo convertía en ágora una taberna, un bar, una bodega, una esquina de la plaza, un árbol frondoso, cualquier rincón. Tal acaecía, allá en Santa Cruz, con “Mercantil La Confianza”, especialmente por su ubicación, en la esquina de la Plaza Bolívar y al pie de la Iglesia Parroquial. Allí concurrían, pues, el médico, el juez, el prefecto, los comerciantes, los educadores, los telegrafistas, a dirimir disputas y a cruzar opiniones, respecto a los sucesos ocurridos en la comunidad, en los pueblos circunvecinos y, en general, en la nación. Sin embargo, los más asiduos parroquianos eran el doctor D´Amico y Benito Surús. El doctor Ramiro D´Amico era de figura egregia. Su estatura, un metro con ochenta centímetros. Contextura fuerte. Contaba, para entonces, aproximadamente setenta años. Su frente, ancha. Su cabello, ensortijado, ya canoso. Aparentemente, de mirar con los párpados entrecerrados, como si su visión rehuyera a la luz; mas, cuando de dialogar se trataba, sus ojos cobraban una notable vivacidad, en forma tal que no evitaba mirar directamente al rostro o a los ojos del interlocutor. Su tez, más bien morena. Su rostro, surcado de arrugas. Ancho de hombros y membrudos brazos. De manos amplias. Su andar, pausado. Descendiente de franceses, había recorrido toda Europa y vino a asentarse en su lar nativo, persiguiendo y perseguido por una morena de ojos intensamente negros, con quien, al fin, fundó honesto hogar. Graduado de médico en la Sorbona de París, jamás quiso integrarse a la Administración Pública. Ejercía su profesión en Santa Cruz porque, entre todos los bienes de la vida, prefería la tranquilidad.

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El doctor D´Amico vivía a doscientos metros de “Mercantil La Confianza”, donde acostumbraba permanecer por prolongados lapsos de tiempo, en el espacio existente entre el mostrador y la estantería, sentado en una silla de cuero, reservada a él casi con exclusividad, desvencijada ya por los años de uso. Muy cerca del escritorio, destinado para llevar la contabilidad cuando la empresa vivía mejores momentos, había una mesa de mármol con patas de hierro. Apoyado su brazo derecho en ella, su diestra sosteniendo su cabeza, semejante al Pensador de Rodin, el galeno se sumía en profundas y creadoras meditaciones. Al observarlo en esta posición, surgía, como cosa natural, la duda sobre si sus ojos entrecerrados indicaban profundidad de reflexión o simplemente sueño intenso. También Benito Surús solía permanecer hasta una mañana entera, de pie, junto al mostrador, vuelto su rostro hacia la calle, sus ojos entrecerrados, su brazo extendido hacia delante, como apoyado en su bastón, cuyo extremo asía su mano izquierda. Pero esta inmovilidad era vista por el común de la gente como un ensimismamiento estéril. Dos figuras símiles y contrastantes a la vez: símiles, por su capacidad de prolongado estatismo; y contrastantes, por cuanto, si bien es cierto que el mutismo del galeno era en gran modo creador de ideas preclaras, el del Benito, en cambio, era rotundamente infecundo. Sin embargo, a lo mejor por la Ley de los Contrarios, más bien que por la de la afinidad, entre uno y otro se cimentó un estrecho vínculo de amistad. Recíprocamente se permitían pequeñas e inocentes jugarretas, como, por ejemplo, sacudirle su morral. En más de una ocasión, sin

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embargo, el médico sufrió, en sus espaldas, los efectos de los garrotazos, propinados por Benito Surús.

*** En cierta oportunidad, estaba Benito Surús en su sitio y posición acostumbrados, en el interior de “Mercantil La Confianza”. Las diez de la mañana. El establecimiento estaba saturado de clientes. Apenas hizo su aparición el doctor D´Amico, se acercó hasta el singular personaje y lo golpeó en los hombros con una cartera de bolsillo. Ipso facto, de ella se escapó un billete de quinientos pesos, el cual cayó al suelo, muy cerca de Benito. Éste, al sentirse golpeado, instantáneamente reaccionó, asestándole dos bastonazos al agresor, por lo que, al cambiar de posición, involuntariamente y, por ende, sin percatarse de ello, puso su pie izquierdo sobre el signo monetario. El médico, riéndose de la violenta reacción del Benito, pasó a ocupar su silla, reservada a él, casi con exclusividad, en razón de la costumbre y del respeto, a que su condición de ser la personalidad más ilustrada y una de las más adineradas del pueblo, le hacía acreedor. Ya iba a entrar en trance de reflexión, cuando, movido por una duda subitánea, sacó del bolsillo interior de su chaqueta la cartera que allí había guardado. La revisó, contó el dinero y se dio cuenta de la falla. Se levantó y, semiagachado, fija la vista en el piso, fue recorriendo detenidamente el interior del establecimiento. Su propietario, Jesusito, observando su labor indagatoria, le preguntó: - ¿Busca algo, doctor?

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- Pues, ¡chico!, cuando golpié a Benito con esta cartera (la señaló con su mano izquierda) se me cayó un billete de quinientos pesos… Tanto Jesusito, como los clientes que, en ese momento, estaban presentes allí, se dieron a la tarea de colaborar en la búsqueda del billete. - ¿Nada?- preguntó de pronto el doctor D´Amico. - ¡Nada, doctor!. Cinco minutos más tarde: - ¿Nada? - ¡Nada! Ya estaban todos próximos a darse por vencidos, cuando Betty, la hija del galeno, entró y, sorprendida de la posición y tarea en que todos estaban inmersos, indagó: - ¿Buscan algo?- preguntó la muchacha. - Sí, un billete de quinientos que se le cayó al doctor. - ¿Verdad?... Y … ¿no se dieron cuenta dónde cayó? - El sitio exacto, no. - Yo creo que fue dentro del negocio… Es que- explicó de nuevo el médico- yo, jugando con Benito Surús, lo golpié con esta cartera y el billete se cayó… - ¡Aaaah! Entonces, también la dama se dedicó a buscarlo. Ella se hallaba más cercana a la puerta del establecimiento y de Benito Surús. A los dos minutos, exclamó: - ¡Mírenlo! Instantánea, y como automáticamente, todos se irguieron y miraron a la mujer: - ¿Dónde? – inquirió alguien. - ¡Allííí!- y señalaba con su índice derecho los pies de Benito.

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Todos se fueron acercando (en primer término, el médico) hacia Betty y convergieron la mirada en la dirección indicada. Sólo una parte del billete era visible, pues el resto estaba oculto por el pie izquierdo de Benito Surús. Ante este insólito descubrimiento, la carcajada fue general. Mas, cuán digna de ser observada se hizo la actitud del doctor. En todos los demás presentes se anidó la curiosidad por conocer el desenlace de ese singular suceso, por saber en qué forma, de qué medios se valdría el galeno para recuperar su billete. Sin un plan preconcebido, todos se consagraron a la tarea de idear medios y tretas para lograr que Benito Surús mudase de lugar y rescatar el dinero. El doctor se acercó hasta él y le dio un empellón. Benito, con balbuceos ininteligibles, trató de insultarlo y le lanzó un bastonazo, mas su pie izquierdo no se movió ni un ápice. Jamás la persona de Benito Surús había adquirido, ni adquiriría, tanta importancia como en esos momentos, ni, menos aún, su pie izquierdo. Otro le dio un segundo empujón, también inexitosamente. El médico, recordando el aforismo aquel de que “más moscas se capturan con una gota de miel que con un barril de vinagre”, solicitó de Jesusito: - Denos un refresco. - ¿Un “jugo de cabilla”? - Sí. - ¿Cuántos? - Para todos. - Pa´ Benito Surús también? - ¡Sí, claro!

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Apenas Benito Surús olfateó el refresco, abrió los ojos con picardía, y se puso a observar cómo Jesusito sacaba una jarra de cristal de la nevera e iba sirviendo, en vasos de cartón, la bebida solicitada. A medida que cada quien asía uno, la mirada de la pequeña figura iba de la jarra al vaso y del vaso a la boca del consumidor. Sus células gustativas trabajaban aceleradamente. El último vaso servido fue el destinado a Benito. Éste alargó el brazo, pero el médico retiró con rapidez el recipiente, se lo llevó y lo colocó sobre la mesa de mármol. Luego, sentado en su taburete, se consagró a deleitarse en la consumición del suyo, sorbo a sorbo. Los demás, con el vaso en la mano, anhelaban conocer qué iba a ocurrir ahora. Benito se sintió desairado y empezó a reclamar al doctor D`Amico, con guturaciones y gestos. El médico no se levantó. Se limitó a señalarle el vaso que estaba sobre la mesa y a invitarlo, también con señales, a ir hasta él. Benito se negaba. Quería que el doctor le llevara el refresco. El galeno repetía la invitación. El otro continuaba inmóvil. ¡Al fin ocurrió el paso anhelado por todos los presentes! Benito se fue encaminando, remolón, hasta la mesa de mármol. Apenas levantó el pie izquierdo, Betty, con presteza, recogió el billete, lo levantó sobre su cabeza y se lo entregó a su padre. Éste, exaltado por el júbilo, alzaba ambos brazos, para celebrar la victoria.

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*** Algo que, en relación con Benito Surús, despertaba hondas suspicacias, era su morral. Consistía en un saco de fique, con una atadura en el centro, el cual llevaba colgado de su hombro izquierdo. Y, precisamente, el posible contenido de dicho morral era objeto de las más diversas conjeturas. - Ahí, lo menos, menos, que carga Benito son cien mil pesos. - ¿Verdad?.. ¿Usted cree eso? - ¡Claro!... ¿Cuántos años tiene, pues? - ¿Edad? - Sí. - Como sesenta o setenta. - Supongamos que sesenta. - Está bien. - Y… ¿cuánto tendrá de estar pidiendo? - Es que Benito Surús no pide… - No pide, pero le dan. Supongamos, pues, que le dan un peso diario… ¿En cuarenta años?... - Vamos a ver… -sacó lápiz y papel y se dedicó a realizar cálculos. Su interlocutor lo seguía con la vista y la atención concentradas en la hoja de cuaderno- En un mes, treinta pesos… ¿En un año? … Treinta por doce… ¿Cuánto es?... tres por dos… seis, tres por uno… tres… Total: treinta y seis… se le agrega un cero, trescientos sesenta… Son trescientos sesenta pesos, en un año… ¿En cuarenta años?... Vamos a ver, cuatro por seis, veinticuatro, escribo cuatro y llevo dos, cuatro por tres, doce, y dos que llevaba, catorce, … ciento cuarenta y cuatro… - Agréguele dos ceros...

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- ¡Ah, sí!, son catorce mil pesos… ¡catorce mil cuatrocientos pesos…! - ¿En cuánto tiempo, dijimos? - En cuarenta años… Usted decía que cien mil pesos… - Bueno, sí, pero es suponiendo que, diariamente, es decir, todos los días, recibiera un peso solamente; pero habrá personas que le darán cinco y hasta diez pesos… Mire, amigo, Benito debe tener en ese costal… por lo menos, por lo menos… ¡cincuenta mil pesos! - ¡Nooo!... ¡Mucho! - ¿Mucho?... ¿por qué? - ¡Claro!... ¿Usted no sabe lo que son cincuenta mil pesos?... Como treinta mil, sí… - Bueno… treinta mil que sean… y… ¿sabe qué?... - ¿Qué? - ¡En morocotas! - ¿Cree usted? - ¡Claro!... Hasta no hace mucho, las morocotas eran moneda común y corriente… - Sí… ¡claro! - Inclusive, ¿no ha oído decir que Benito Surús era hijo de ricos y que los padres de él tenían una buena finca? - Bueno, sí. En torno a ese morral, pues, se tejían y destejían las más disímiles supersticiones y suposiciones, apoyándose especialmente en que Benito Surús era extremadamente celoso del depósito de sus bienes: el que osaba tocarle su morral, recibía un garrotazo de él.

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*** Benito Surús se vestía con pantalones y camisas usados, que le obsequiaban. Comía en la Casa Parroquial. El padre Alberto, el cura párroco, le había hecho fabricar una habitación de paredes de bahareque y techo de zinc, en el solar de dicha Casa. La puerta, de madera, tenía un candado, cuya llave guardaba Benito, atada con una cuerda a la correa de su pantalón. ¡Cuán admirable era la actitud de Benito cuando, a la caída de la tarde, se detenía frente al templo Parroquial. Juntas sus dos manos sobre el pecho e inclinada su frente, con profunda reverencia, se concentraba en ferviente oración! Luego de ello, se encaminaba a su cubil. Esporádicamente, Benito Surús se emborrachaba, porque no faltaba alguien quien, no tanto por maldad, cuanto por el simple disfrute de verlo embriagado, le regalaba un cuarto de ron o de aguardiente. Entonces, bajo la acción desencadenante del licor, su mutismo se rompía y se dedicaba a reír a carcajadas, a tratar de cantar, aunque su garganta sólo emitiese murmullos, a imitar a un violinista, convirtiendo su brazo izquierdo en violín y su bastón en arco. Mas, ¡cuidado y, en ese estado, alguien lo ofendía!. Entonces sus dicterios se hacían más comprensibles y sus injurias más procaces.

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*** Nadie sabía que el doctor D´Amico estuviera enfermo. Se impusieron de ello, en forma subitánea, los pocos parroquianos que estaban en “Mercantil La Confianza”, en el preciso momento en que el médico, como a las tres de la tarde, ascendía al automóvil que lo conduciría a una clínica de la capital. La peritonitis aguda exigía premura. De ahí que no hubo despedidas formales. No había tiempo para ello. La última vez que lo vieron los clientes del citado establecimiento fue esa tarde, recostado como estaba sobre blancos almohadones, en el asiento posterior del vehículo, con el rostro macerado por el sufrimiento. El carro partió y sus amigos quedaron en la acera, estáticos, como si precisamente allí, donde segundos antes había permanecido detenida la máquina, se hubiese abierto un profundo abismo, el vacío que deja la ausencia del ser amado, tanto más profundo, cuanto más estrecho es el vínculo que a él nos une. De repente, al volverse, se dieron cuenta de que alguien sufría más que ellos. Recostado a la pared, apoyado en su bastón, cabizbajo, la figura de Benito Surús era sacudida por los sollozos. En un momento en que los miró, todos vieron su rostro bañado por abundantes lágrimas. Dos días después, se conoció el fallecimiento del médico. El cadáver fue traído a Santa Cruz, su pueblo natal. Con la fidelidad de una vestal romana, tanto en el acto velatorio, como en el entierro, acompañó Benito Surús al galeno amigo.

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*** Seis meses después: - ¿Sabe quién está en la policía? - ¿Quién? - Benito Surús. - ¿Verdad?... Y eso ¿por qué está preso? - ¿Preso?... ¡Enfermo!... - ¿Enfermo?... ¡Qué cosa tan rara!... Si está enfermo, ¿por qué está en la cárcel y no el hospital? - En el Hospital estuvo, pero no lo pudieron aguantar y entonces lo tienen en un calabozo. - Pero… ¿qué tiene? - Al parecer, gastroenteritis. Quienes así dialogaban eran Jesusito, el propietario de “Mercantil La Confianza”, y don Antonio, el Juez del Municipio. El Juez, ante tan sorpresiva noticia, se fue directamente a la Comandancia de Policía. - ¿Dónde está Benito Surús? - Venga pa que lo vea. El Comandante se proveyó de una linterna y descendieron ambos por una escalera de concreto que daba al patio de la Cárcel Municipal. En un calabozo, efectivamente, postrado como un fardo, estaba, inconsciente, Benito Surús. - Está malito… El Juez se acercó al enfermo y trató de observarlo, a la luz de la linterna. - Sí. Está muy mal… Yo no creo que llegue a mañana… - No creo… Salían ambos del calabozo, cuando se toparon con el

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doctor Pablo, el médico del pueblo, quien entraba en ese instante, con el maletín en la mano. Alguien lo había hecho venir. Sacó el estetoscopio y se agachó sobre el enfermo. - Por favor, ¿puede alumbrar un poco más bajo?... Aquí, más cerca… Auscultó el pecho del moribundo. Repitió la operación. - Está muerto- dijo - ¡No puede ser!... ¿Verdad?... - Sí. - Aproximadamente, ¿cuánto tendrá de muerto, doctor?- indagó el Comandante. - No creo que tenga más de media hora. - Probablemente ya estaba muerto cuando nosotros llegamos- sentenció el Juez. - A lo mejor. - Murió deshidratado- puntualizó el médico. - Murió como un pajarito- filosofó el Comandante. Luego, con cierta vacilación, propuso: - Oye, doctor,… ya que usted está aquí… ¿por qué no le revisamos el morral? - ¿También usted cree que, en ese morral, hay millones?- inquirió el médico, con una sonrisa, que apenas se notó, a causa de la penumbra del calabozo. - Pues… ¡quién sabe!... yo lo decía, por si acaso… como por salir de dudas…, aprovechando que estamos los tres: usted, que es el médico; el señor, que es el Juez, … y yo… Así ustedes sirven de testigos. - Señor Comandante, ¡cómo se adivinan las ganas que le tiene usted a la plata de Benito Surús!- dijo el médico, con cierta ironía. La carcajada se hizo general.

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- ¡Chiist!- pidió el Comandante, colocándose el índice en la boca- estamos irrespetando la memoria de un muerto… Doctor, de verdad, hablando en serio, ¿por qué no revisa usted el morral y nosotros le servimos de testigos? - Está bien, pues… ya que insiste… El doctor Pablo se agachó de nuevo sobre el cadáver. Trató de zafar el saco del hombro del dueño, pero la cuerda se resistió. - ¿No hay algo con qué cortar? El Juez hurgó en sus bolsillos. - Aquí hay una navaja- dijo. Se la pasó al galeno. El médico liberó, al fin, el saco. Cortó, a su vez, la cuerda que lo amarraba a su centro. Lo abrió. Los dos testigos fueron todo ojos. Las palpitaciones de sus corazones se fueron acelerando. El doctor Pablo extrajo un paltó viejo, un pantalón más desgastado aún, un paquete de velas, una caja de fósforos, un sombrero de fieltro, una camisa sucia y arrugada, otra camisa tan desgastada como la anterior. En último término un pañuelo que había sido blanco hacía mucho tiempo, anudado en un extremo. La expectativa se agigantó. El galeno liberó el nudo con dificultad. Vació el contenido en la palma de su mano derecha. - ¿Por qué no lo cuenta aquí?- sugirió el Comandante, saliendo del calabozo hacia el patio de la cárcel- Aquí hay más luz. La luz ahí, sin embargo, era escasa. Eran ya las seis de la tarde. El sol se ocultaba en el poniente. El médico fue contando y colocando las monedas, una a una, en la palma de la mano derecha del Juez: una de cinco pesos, una de dos, tres de un peso, cinco de cin-

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cuenta céntimos, seis de veinticinco céntimos y treinta de cinco céntimos. Total: QUINCE PESOS CON CINCUENTA CÉNTIMOS. - Cuente usted también, señor Juez- exigió el galeno. El aludido lo hizo, con igual resultado. - Ahora, cuente también usted, señor Comandantepidió, a su vez, el Juez. Igual resultado. - ¡Ni una sola morocota!, exclamaron con un dejo de decepción. - Debe ser, entonces, que le daba a guardar la plata a alguien, por ejemplo a … El médico, por toda respuesta, se encogió de hombros y empezó a ascender la pequeña escalera de cemento, que conducía a la Comandancia y a la calle. - ¡Esos son los misterios de la vida!- sentenció el galeno, ya arriba. - ¿Cómo dice, doctor?- El Comandante se colocó la mano izquierda en la oreja, a modo de audífono, y se empinó un poco en la punta de los pies. - Decía yo- gritó el médico- que esos son los misterios de la vida… - ¿Misterios de la vida?... ¡Zape!... Para mí, que aquí hay gato en mochilao… El galeno esbozó una sonrisa y desapareció en el interior de la Comandancia. El Juez y el Comandante se quedaron en el patio, formulando conjeturas. - Pa mí…- repitió el Comandante- que Benito Surús le daba a guardar la plata a alguien… - Lo que pasa es que Benito Surús no pedía limosna… Benito Surús no era limosnero…

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- Sí, pero le daban… De medio peso en medio peso, en treinta o cuarenta años… ¡Eso forma un capital!... - Puede ser… - Pa mí… que esa plata la tiene alguien en el pueblo… - ¿El padre Alberto? - ¡Nooo!... ¡Cómo se le ocurre!... Él es un alma de Dios… Ese no se apropia ni de un centavo de nadie!... Más bien le da a quien lo necesita… - Entonces… ¿quién? - Alguien… por ahí… Lo que pasa es que eso es delicado para decirlo… Mire, hermano, nosotros estamos aquí hablando muchas pistoladas… - Verdad es… - ¿Por qué, más bien, no subimos a ver qué se va a hacer con Benito Surús? - Vamos, pues. Cuando ambos funcionarios llegaron a la Comandancia, ya había allí como diez personas, con los rostros consternados. - ¿Es verdad que murió Benito Surús? - Sí, señor… Abajo está… - Pues… ¡que el Señor lo tenga en su Santa Gloria!... - Benito no le hacía mal a nadie… Por ahí, cuando se emborrachaba, que lo insultaba a uno muy feo… - Sí, pero eso era cuando lo provocaban. Cuando no lo provocaban, no. - Sí, es verdad. Si el velorio, el entierro y los novenarios del doctor D´Amico fueron suntuosos, en consonancia con su alta categoría social, los de Benito Surús los superaron con creces.

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Don Julio, el carpintero, obsequió la mejor urna que, en ese momento, tenía, además del servicio fúnebre prestado por la funeraria de su propiedad. Don Avelino y Don Antonio, los carniceros, donaron la carne, por arrobas. Don Juan, el propietario del bar “Jarabe Tapatío”, obsequió una caja de whisky. Otros propietarios de bares, varias cajas de ron. Don Luis, el sastre, un traje recién confeccionado. Don Jesús, el zapatero, un par de zapatos nuevos. Las velas, las verduras, los cigarrillos, el café, dinero en efectivo, todo eso fue donado con generosidad por las gentes del pueblo. Doña Carmelina, una mujer de lengua acerada, sí, pero muy caritativa, se encargó de asear el cadáver y vestirlo, y prestó su casa para que allí fuera velado, aunque el inmueble resultó insuficiente, dada la multitud de curiosos que por ella desfiló durante esa noche. Al día siguiente, por casualidad, se celebraba, en Santa Cruz, una reunión del Clero, en forma tal que el entierro estuvo presidido por el señor Obispo de la Diócesis, con el acompañamiento de más de veinte sacerdotes. Procedentes, tanto de las zonas rurales, como de la urbana, centenares de paisanos de Benito Surús acudieron a acompañarle hasta su última morada. El pueblo resultó pequeño para contener tanto gentío. Se dio el caso, inclusive, de autobuses y automóviles, cargados de pasajeros, de tránsito hacia la capital de la provincia, cuyos conductores, asombrados ante tan nutrida muchedumbre, preguntaban: - ¿Qué pasó?. ¿Quién se murió? - Benito Surús.

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- ¿Benito Surús?. ¿Verdad? - Sí. Anoche.. - Y… ¿por qué no vamos también nosotros al entierro?- proponían a los pasajeros- Vamos. Verán cómo no demoramos mucho. Y descendían del vehículo. Ya sin conductor, los viajeros no tenían otra alternativa que acceder y sumarse al cortejo. Fueron relativamente pocos los que cupieron en el cementerio. La mayor parte se quedó en las afueras. Conmovido por el hecho de que Benito Surús iba a ser enterrado en una zona aislada y rústica, un rico del lugar le cedió, a última hora, una de las fosas del panteón familiar, recién construido. Los viciosos del pueblo parrandearon, con los licores excedentes, durante más de ocho días. Benito Surús disfrutó, pues, del mejor entierro habido en Santa Cruz y sus alrededores. El vaticinio del doctor D´Amico se había cumplido a cabalidad. Pero no, a sus expensas, sino en virtud de la generosidad y el afecto de todo el pueblo. ¡Misterios de la vida!, como acertadamente apuntó el doctor Pablo.

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Este libro

Benito Surús

se imprimió en la Unidad de Literatura y Diseño de FUNDECEM en noviembre de 2014. En su elaboración se utilizó papel bond, gramaje 20, y la fuente Book Antigua en 11 y 14 puntos.

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