viva la fiesta

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gringos rubios, pero no de color como el mío, no: lo mío es mango maduro, lo de ellos trigo que secó el sol y hebra desteñida. Y a mí también me daba rabia que fueran tantos y tan sonsos y que vinieran a esta tierra a encontrar los pecados capitales a precio de realización. No era sino verlos y entrarme el agite de ponerles la mano, pero quién nos viera, que parejita más adorable mientras nos acercábamos, ay, todos sonrisitas y balanceos y hasta dificultad de caminar encima de las piedras, tanto, que nos llovía la ayuda de los gringos: "Señorita", y yo: "ay, que pena", y Bárbaro: "Qué joven más amable. ¿De qué país viene?". "América", secamente. ¿América? Pero si la pisamos, ¿no? ¿O es que se refiere usted al equipo de fútbol? ¿Se está burlando de mí o qué? Allí solamente reía yo, movimientico que era como una sucesión de estornudos ricos. Pero el gringo se quedaba muy serio, no entendía, y le bajaba volumen a la grabadora de cassettes. "No, ¿por qué? El Rock hay que escucharlo bien alto", objetaba Bárbaro y plan, mano al botón de sonido, dedos de seda y tremenda sonrisa bajo ese sol maldito. "¿Sí o no?". "Sí", acordaba el gringo, y ya era que miraba a todas partes pero con qué objeto si yo hacía exactamente lo mismo, comprobando que no había un alma en los alrededores, que estaba lejísimos de su casa y completamente desamparado y casi que a la fija todo hongo en esa quietud mortecina de la una de la tarde. Pero Bárbaro no explotaba aún. Se le ponía de acuerdo con todos los gustos, y el gringo decía: "Claro, me gusta Colombia por los bellos paisajes y la simpatía de la gente (peladitas lindas para enseñarles el misterio del chute) y porque se consigue mariguana y cocaína baratas". "Sí, las mujercitas —decía Bárbaro—. A cuál más se encandelilla ante cualquier gringuito." "Ejem, me llamo Dino."


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