Más allá de la política de Carlos Castillo Peraza

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Carlos Castillo Peraza

Lo beisbolero era, por supuesto, mucho más que el nostálgico predio a cien metros de la iglesia del Perpetuo Socorro, a la que acudían cada martes o cada día 14 del mes centenares de muchachas a pedir buen novio y mejor marido a la Virgen. Era, sí, las conversaciones de los lunes por la mañana –antes que sonara el timbre que ordenaba formar filas– y que incluían nombres, apellidos y apodos inmortalizados por las crónicas de Juan Fanático o Chucho el de San Sebastián en la última plana del Diario de Yucatán, periódico pródigo en seudónimos y de tan cuidada como sabrosa escritura. Era también la familia entera encaramada en el graderío del “Carta Blanca” y protagonista de una curiosa división del trabajo: abuelos, padres y adolescentes varones emitiendo juicios en torno de las jugadas; abuelas y madres hablando de cualquier cosa y a veces hasta tejiendo; niños y niñas a la caza del arrugado dueño de la voz, de los cacahuates y las de pepitas envueltos en papel de estraza, publicitados al gutural pregón de “¡peladito, peladito ...!” Los iniciados y conocedores sabían quién era “Trompoloco” Rodríguez, recordaban al “Charolito” Horta, disfrutaban las actuaciones de “Chico” Morillas, Ultus Álvarez y Reynaldo Verde, del catcher cubano Andrés Fleitas y del también isleño manager Adolfo Luque. Por las discusiones se atravesaban los titubeos de Zacarías Auáis. Los lances de Conrado “Babalú” Pérez, los batazos de Luis Ordaz, las atrapadas de Daniel Morejón y las serpentinas del “Zurdo” Cruz. Ángel “Cuco” Toledo, un negro que le pegaba con todo a la esféride, nos enseñó a empuñar la majagua en el colegio mismo y murió viejo y estimado en Mérida. Hubo familias beisboleras en pleno como la de los Montañez –de Motul– y la de los Comas, de la colonia de los santos Cosme y Damián, hoy García Ginerés, Mérida. Y leyendas como José “Indio” Peraza, gran lanzador, y el pitcher de la bola de yuntum (submarina) Luciano Ku, que todavía encontraban las esquinas del pentágono a sus sesenta años de edad. Mucho más tarde, Fernando “el Toro” Valenzuela comenzaría a brillar en Yucatán, donde lo encontraron los scouts de las Ligas Mayores y él halló mujer y contrajo matrimonio. Pero, volvamos a las mañanas de charla beisbolística previa a las clases. Los menos afortunados no iban a ver los juegos y poco hablaban; tenían que conformarse con seguir los partidos gracias a las narraciones de George White –quien se llamaba en verdad Jorge Blanco Martínez– y de Jorge “el Primo” Abraham, entre melodías que invitaban a consumir Chocolate Pérez o a utilizar filos Gillete. Había incluso marginados totales a los que no les permitían oir las transmisiones por la

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