Fisiología del gusto

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arpas de los ángeles del cielo y por las arpas de oro tan ponderadas por Ossian. Su voz también era dulce y tenía un timbre divino, lo cual no impedía que fuera un poco tímida; pero cantaba sin hacerse rogar. Cuando empezaba, dirigía al auditorio una mirada que lo hechizaba, de manera que podía desafinar como otras muchas y nadie era capaz de notarlo. La costura y las labores, que no había descuidado, eran manantiales de placeres inocentes y recursos que siempre evitaban el aburrimiento. Trabajaba lo mismo que un hada y cuando se presentaba alguna cosa nueva de esta clase de labores, siempre iba a enseñársela la primera costurera de la tienda de modas más afamada. Todavía permanecía mudo el corazón de Herminia y hasta la presente satisfacía toda su felicidad dentro del amor que a su padre profesaba. Además era apasionadísima del baile, que con delirio le gustaba. Viéndola en un rigodón, parecía que había crecido dos pulgadas y se figuraba uno que iba a volar; pero bailaba modestamente y ejecutaba las figuras sin pretensiones. Contentábase dando vueltas con suma ligereza y entonces dejaba adivinar su graciosa y mágica configuración. No obstante ciertos pasos que daba revelaban sus facultades y pudiera sospecharse que bailando todo lo que sabía nuestra heroína, la señora Montessu tendría una rival poderosa. Hasta en el andar de un pájaro, se ve que tiene alas. El señor De Borose disfrutaba de sus bienes de fortuna administrados con gran acierto y de consideración general justamente merecida, al lado de su hija embelesante, ya fuera del colegio, y esperaba todavía que muchos años venideros fuesen testigos de su felicidad; pero las esperanzas engañan y nadie puede responder de lo futuro. A mediados del último mes de marzo recibió el señor De Borose un convite de algunos amigos, para pasar un día en el campo. Se sentía un calor prematuro, anuncio de la próxima primavera, y remotamente se percibían en el horizonte esos truenos sordos, que el pueblo francés llama al ruido que hace el invierno cuando se quiebra el pescuezo; pero nada de esto impidió que todos se pusieran en movimiento. Sin embargo, no tardó mucho el cielo en tomar un cariz amenazador; las nubes se amontonaron y estalló una tempestad horrorosa con truenos, lluvia y granizo. Cada cual se salvó cómo y dónde pudo. El señor De Borose se guareció debajo de un álamo blanco, cuyas ramas inferiores, inclinadas como un paraguas, parecían que presentaban seguro asilo. ¡Funesto refugio!, la punta del árbol subía hasta las nubes, donde acumulaba el fluido eléctrico, al cual servía de conductor el agua bajando por las ramas. En breve se oyó una detonación espantosa y el desgraciado Borose cayó muerto, sin haber tenido tiempo siquiera de exhalar un suspiro. Vese, pues, que falleció de la misma muerte que deseaba César, 221


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