El extraño caso del piano y el cadáver - PRIMERA PARTE

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Los Misterios de Paul Bartle / Francisco García Pimentel

EL EXTRAÑO CASO DEL

PIANO Y EL CADÀVER PRIMERA PARTE

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EL EXTRAÑO CASO DEL

PIANO Y EL CADÁVER PRIMERA PARTE

PRIMER ACTO

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Mi nombre es Ben. Seré su aprendiz. ¿Corto de Benedict? De Benjamin. Benjamin… Potts ¿no es así? Correcto. Yo soy Paul Bartle. El mayordomo. Bienvenidos a Wellesley Terrace. Éste es Atila.

Atila era un perro labrador dorado, que estaba sentado junto a su amo, tranquilo, recto y sin mover un músculo. 2


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¡Ah! El principio de Roy – dije-. ¿Disculpe? – inquirió el mayordomo-. Mis disculpas Mr. Bartle, lo dije sin pensar. El principio de Roy, leí algo al respecto. “Las cosas se parecen a sus dueños” ¿lo ha oído?; los animales o personas que pasan tiempo juntas acaban pareciéndose… un científico americano hizo un estudio… … Y usted considera que yo… ¿me parezco a Atila? ¡No, no! En absoluto, no. Más bien, Atila se parece a usted.

Paul Bartle cerró los ojos y respiró profundamente, haciendo acopio de paciencia. Yo miré a todos lados, esperando que pasara algo que cambiara el tema de la conversación. Pero nada pasó. Uno, dos, tres segundos. Era la muerte. Dije algo, lo que fuera… -

Hace buen tiempo hoy ¿eh? Bendito sol de mayo.

Bartle prefirió retomar el tema central. -

¿Cuántos transportes hacen falta aún? Cinco –respondí, aliviado-. Esto nos llevará por lo menos cuatro días. ¿Cuándo llegan Lord James y su familia? El jueves. Entonces serán tres días ¿no es así? Así parece. Tenemos entonces ese tiempo para acomodar y limpiar la casa de pies a cabeza, así como preparar la cena de bienvenida. El mismo jueves recibirán al 3


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Duque de Norfolk, y sé que él disfruta solo del mejor whiskey escoces, de una malta y añejado. ¿A qué esperar entonces? Haga el favor de llamar a los mozos; a las doncellas; a todo el mundo. Están abajo. ¿Yo? My dear Benjamin, confío plenamente en usted. Me quedaré aquí para recibir a los transportes que faltan. Vaya a la cocina y dígales que Mr. Bartle les llama. Sí señor, inmediatamente.

Tuve que tomar un respiro en cuanto dejé su presencia. ¡Y qué presencia! Paul Bartle era un hombre de media estatura y complexión delgada. No hacía falta muestra alguna para darse cuenta de que era atlético y tenía control absoluto sobre su propio cuerpo. No movía un músculo –ni una pestaña- sin tener plena conciencia y voluntad. Su rostro era un tanto… redondo, y su pelo corto y rubio, ya en franco retroceso. Me apena decirlo, pero era como un perro labrador atlético y con lentes. Llevaba anteojos pequeños de marco redondo. Uno diría, solo de verlo, que vivía en una biblioteca o una relojería –así de recogido y prudente aparecía- si no fuera por la cicatriz sobre su ceja izquierda, que le daba un toque severo y hasta siniestro. Era mitad aristócrata y mitad soldado; pero todo mayordomo. Ahora estaba yo bajo su manto, para aprender los secretos del gran servicio. Como valet, había acompañado a Lord James y su familia por más de diez años en sus diversos puestos como embajador de la corona. Guyana tres años, India cuatro y tres Hong Kong. Ahora mientras el país aún guardaba luto a pocos años del fallecimiento de nuestra Reina Victoria, un nuevo siglo, una nueva era y una nueva 4


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vida pintaban nuestro horizonte. A mis cuarenta soñaba con sentar cabeza en esta maravillosa casa, Wellesley Terrace. Lord James solo contaba con algunos sirvientes –dos valets, dos doncellas y un chofer- que le acompañamos desde Hong Kong. Cuando compró Wellesley Terrace a la viuda de Sir John Kenworth, la dama insistió en que mantuvieran en servicio a los sirvientes de la casa: desde el mayordomo hasta los mozos. Mientras los coches de la mudanza seguían arribando, yo me preparaba mentalmente para abandonar el servicio personal de Lord James, como su valet, y convertirme en aprendiz de mayordomo. Mr. Bartle llevaba en esta casa más de veinticinco años, y conocía cada recoveco, puerta, entrada y salida; cada mueble, cuadro y libro. La viuda Kenworth había dejado todo para ir a vivir con su hermana Clara a Nueva York. Según me dijeron, cargó sus maletas; tomó su bufanda y salió por la puerta grande sin siquiera mirar atrás. Tardé en encontrar las escaleras. La casa era inmensa, y se hallaban tras un panel en el comedor. En cuanto abrí la puerta pude percibir el ruido, el movimiento y el aroma que provenían de la cocina. Empecé a caminar lento, asomándome de cuándo en cuándo a una puerta o a un pasillo, sin éxito. El lugar era oscuro y la gran cantidad de vapor que escapaba por aquella puerta –seguramente la cocina- hacía que fuera difícil moverse o ver más allá de unos metros. Seguí mi intuición y me acerqué a la puerta prodigiosa, de donde provenían vapores, luces y voces.

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Me detuve de pronto cuando las voces empezaron a subir de tono y de ritmo. Ya no se escuchaba el leve cuchicheo de una conversación normal, sino el feroz golpeteo de una discusión abierta. Hay algo en la súbita violencia de la lengua que hiela la sangre y revuelve el estómago. Paré en seco, sin saber si entrar o huir. Ruego perdón porque sé que escuchar conversaciones ajenas no es propio de personas decentes; pero prometo que no tuve intención. Simplemente me quedé tieso, pasmado, mientras las palabras tensas taladraban mis oídos. Eran dos voces; una masculina y otra femenina. -

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… la vieja se fue! ¡Es ahora o nunca! ¡Cállate te digo! ¡No callo más, no callo más! ¡Lo prometiste! Ahora podemos hacerlo. Nadie lo notaría. Podemos empezar de nuevo. ¡Silencio, Marla!

Confundido por la situación, y sin poder dar un paso atrás ni adelante, decidí interrumpir la discusión, pero un ruido lejano, grotesco y vibrante interrumpió mi interrupción. Me quedé inmóvil. Dos jóvenes –él de pelo negro, ella pelirroja- asomaron por la puerta hacia el pasillo, y apenas notaron mi presencia mientras corrían hacia las escaleras. Corrí tras de ellos. Salimos hasta la entrada, en donde toda una escena se desarrollaba en ese instante. Frente a uno de los coches de mudanza, un inmenso piano de cola se encontraba patas arriba. Teclas de ébano y marfil se hallaban esparcidas por todo el caminillo. Mientras un par de cargadores trataban de poner el instrumento de pie, 6


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otros se acercaban ya para ayudarlos. ¡El piano de Lady Laura, por Dios! Era herencia de su madre. Podía perder mi trabajo por esto. Paul Bartle, sin embargo, se mantenía impasible, lo mismo que Atila. -

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Mr Potts, vaya al pueblo y envíe un cable a Londres, con toda urgencia. Necesitamos que hoy mismo venga Wilson Hogg, el reparador de pianos. Tenemos tres días para ocultar el crimen antes de que llegue Lord James con su familia. Si sube al tren de las 5.32 desde Liverpool Station estará aquí antes de que anochezca. Gracias a Dios, es verano. ¿Tiene usted la dirección del Sr. Hogg? Me parece recordar haber visto su tarjeta en la cámara de la Señora Kenworth, sobre su piano vertical. ¿No tiene usted una libreta de direcciones? Desde luego, pero Lady Kenworth es muy protectora de su piano. Solo permitía que Cristine hablara con ellos, y siempre recibió Mr. Hoggs personalmene. A una señora de tal envergadura, seguramente, se le pueden conceder algunas discretas manías. Por supuesto; lo lamento. Iré por la tarjeta. Espere; la cámara está cerrada. Le daré la llave.

El mayordomo tomó un pesado aro metálico del que colgaban docenas de llaves, separó una de ellas y me la entregó. -

Es la tercera recámara del segundo piso.

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Entré de nuevo a la casa, corriendo por las escaleras, y di pronto con la puerta de la viuda. Tardé un poco en meter la llave –la cerradura crujía- y entré en la habitación. Para mi sorpresa, estaba totalmente desordenada, con ropa colgando de los muebles, cosas vueltas de cabeza en la mesa y las sábanas en grave desarreglo. No me entretuve mucho tiempo pensando en esto y, en cambio, me dirigí al piano color negro que, junto a la ventana, dominaba el paisaje. Sobre la tapa, entre un puñado de otros papeles, pude encontrar sin problema una tarjeta de visita.

La tomé y me dispuse a regresar a la entrada, cuando un detalle llamó mi atención. De reojo y con prisa, casi lo paso por alto. Detrás de la puerta abierta del cuarto de baño, y por sobre la bañera… asomaba un pie humano. La visión me aterró por súbita y mi corazón me recordó que existía. Tuve miedo de acercarme pero ¿es que tenía otra opción? Con pies pesados y saliva espesa, me asomé a la terrorífica visión. Allí, en el centro del cuarto de bajo, en una bañera manchada por completo de sangre ya seca, yacía el cuerpo 8


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envuelto en sábanas de quien, supuse, había llevado en vida el nombre de Margaret Kenworth. Por varios minutos quedé sentado en la cama, estupefacto, sin saber que hacer o decir, hasta que detrás de mí, la voz de Bartle el mayordomo rompió el macabro silencio. -

Parece que, después de todo, tenemos tres días para resolver no uno, sino dos crímenes…

SEGUNDO ACTO

Dicen que el tiempo cura todo, y no tengo duda de que es verdad. Habían pasado dos horas desde el hallazgo. Igual, Bartle me hizo bajar al pueblo a enviar dos cables urgentes: uno al reparador de pianos; el segundo a Scotland Yard. Aunque seguía aterrado, mi corazón latía con mucho más normalidad, y poco a poco tomaba distancia del horror inicial. En menos de tres horas un caballero de apariencia recta tocó la puerta de Wellesley Park. Le recibimos Bartle y yo. -

Inspector Purpledock, de Scotland Yard, a sus órdenes.

No pude decidir si el inspector era un viejo con apariencia de joven, o un joven con apariencia de viejo. Aunque tenía porte y fuerza de juventud, así como una frente sorprendentemente amplia y lisa, su amplio bigote y cabello eran blancos casi por completo. 9


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¿Es usted Bartle? Yo soy –contestó el mayordomo-. ¿Y los dueños? En camino, estarán aquí en tres días. ¿Se les ha avisado? Aún no, pero enviaremos un cable a la estación de Moscú, en donde se espera que lleguen hoy. ¿De dónde viajan? De Hong Kong. Decidieron tomar el recién inaugurado tren transiberiano desde Vladivostok. ¡Es su primer viaje! Dicen que es lujoso. Eso dicen. Muy bien. Espero que nadie haya entrado o salido de la casa. No. Ni siquiera hemos dado la alarma. Cerramos las habitaciones en cuestión y llamamos inmediatamente a Scotland Yard; tampoco hemos tocado el cuerpo. Bien, bien… un hombre prudente. ¿Ha servido en el ejército? Serví en Suez y Boer en mi juventud. Ingeniero de artillería. Ah, vaya… y ahora…? Mi padre era mayordomo, y tras el accidente me uní al servicio y aprendí todo de él. Llevo en esta casa más de veinticinco años. Entiendo. Y ¿quién encontró el cadáver? El recién llegado Mr Potts. Recién llegado, ¿eh?

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Como mejor pude, transmití la historia de mi horroroso hallazgo, así como mi propia situación, y la de Lord James y la de su familia. Después subimos a la habitación. El inspector Purpledock pasó un largo tiempo observando el cuerpo, buscando evidencias, y anotando cosas en su pequeña libreta, mientras musitaba palabras sueltas. … Rigor mortis, cuello, cuchillo, chapa nueva, cortinas limpias, sin huellas en la habitación… Finalmente el detective se detuvo y se dirigió al Sr. Bartle. -

Tengo que hablar con usted. Estoy a sus órdenes.

El detective volteó a verme, e hizo un gesto para que abandonara la habitación, pero Bartle le detuvo. -

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Mr Potts es mi segundo mayordomo, preferiría que se quedara aquí, tengo total confianza en él. Está bien, si usted así lo desea. Necesito que me detalle todo lo que pueda y sepa sobre los últimos días de Lady Kenworth. Con gusto.

Después comenzó, con toda tranquilidad -

Lady Kenworth quedó viuda hace apenas tres meses, y desde entonces no había sido ella misma. Caminaba por la casa de manera triste, y no comía a sus horas habituales. Quien antes era ordenada y meticulosa se volvió descuidada y errática. Por consejo de su hermana Clara, Lady Kenworth decidió vender la casa, tomar el dinero e irse a Nueva York, donde empezaría una nueva vida. 11


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La casa se vendió en cuestión de semanas. Lord James, embajador de la corona, la compró sin verla antes de salir de Hong Kong. Envió la orden de pago sin regatear un solo peso, y aceptó las condiciones de la viuda: mantener en Wellesley Terrace a toda la servidumbre, con excepción de la dama de compañía de Lady Kenworth, Cristine, quien había estado a su lado por décadas. Lady Kenworth fue amable y generosa con todos nosotros. A cada uno nos entregó un billete de doscientas libras como agradecimiento antes de irse. ¡Una pequeña fortuna! El resto del dinero lo depositó en la casa Lloyd’s con una orden de pago a su propio nombre para recoger en Nueva York – la acompañé yo mismo- y así poder hacer el viaje trasatlántico sin dinero en efectivo, más allá del esencial, y solo acompañada por Cristine. El transporte se llevó algunos de sus bienes personales, y su dama se adelantó un día antes a Londres para arreglar los pasajes a Southampton, donde tomarían el vapor hacia América. Lady Kenworth dejó en su habitación diversas cosas; entre ellas algunas joyas y un piano vertical. Lord James estuvo de acuerdo con esto. Lady Kenworth ordenó que esa habitación no se abriera, e indicó que enviaría por el resto de las cosas antes de dos meses, cuando estuviera ya instalada en Nueva York. Cerró la puerta de esa cámara bajo llave, y me entregó a mí la única copia; ella se quedó con la original.

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Solo dos copias ¿estamos seguros? –confirmó el detective-. Absolutamente seguro. Gracias; continúe. El día de su partida apenas se despidió. Cuando llegó el coche, salió visiblemente triste, sin mirar atrás, y partió. ¿Esto cuándo fue? El pasado sábado, hace tres días. Correcto, continúe por favor. En los siguientes días nos dedicamos a arreglar la casa para sus nuevos dueños, Lord James y su familia. El día de hoy, lunes, arribó Mr Potts junto con algunos carros de mudanza. En esto estábamos cuando pedí a Mr. Potts que subiera a la habitación de Lady Kenworth, en donde encontró el cuerpo en la manera que usted ha visto.

El detective tomó algunas notas en silencio, y agradeció. -

Si le parece bien, deseo interrogar a algunos de los otros sirvientes. ¿En dónde puedo hacerlo? En la biblioteca, si a usted le parece bien. Pediré que traigan algo de comer. Le agradezco.

Cerramos de nuevo la habitación con llave, y el resto del día lo dediqué a bajar y acomodar muebles en distintas partes de la mansión, mientras el inspector Purpledock interrogaba a todos los sirvientes. Yo me quedé cerca de él, para ayudarle a buscar a las personas que requiriera y asegurarme de que no le faltara nada.

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A las cinco de la tarde, Miss Marley –el ama de llaves- y Mr Bartley vinieron a buscarme. -

Benjamin –dijo el mayordomo-. ¿Sí, Mr. Bartley?

Mr. Bartley bajó la voz y me apartó de la puerta. -

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Robert y Marla han desaparecido. Se han ido. ¿Quiénes? Robert Tracy, el mesero y Marla McKinney, la ayudante de cocina. Han desaparecido. Hasta donde tengo entendido, usted fue el último en verlos, cuando bajó a la cocina. ¡Es verdad! –dije yo- lo había olvidado. Estaban discutiendo. ¿Sobre qué?

Medí muy bien mis palabras. -

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Ella decía algo sobre… irse. Que tenían que hacerlo ahora. Él no quería. Se callaron cuando el piano se cayó, y fuimos todos a ver. Es necesario que vayas al pueblo inmediatamente, a buscarlos. Creo que son buenos chicos, pero están enamorados. Eso significa que no están pensando con claridad. No quiero que el investigador alcance conclusiones erróneas. Al instante.

Salí a buscarlos inmediatamente; tomé una bicicleta que estaba junto a los establos. En el pueblo, tardé una hora buscando en todas partes; en el pub, en la tienda, en la plaza; pero nada. Finalmente di con una persona en la taquilla de la estación del tren, que me aseguró que dos 14


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jóvenes –uno de pelo negro y una pelirroja- habían tomado el tren de las 6.17 hacia Edimburgo. Regresé tan rápido como pude. Cuando llegué a la casa eran casi las 7.00 de la noche, y una calma total reinaba. Me acerqué a la casa y no vi a nadie. Entré con cuidado, en silencio, sin saber qué hacer. ¿En dónde estaban todos? Escuché una voz lejana que provenía del comedor, y hacia allá me dirigí. Cuando entré, una docena de rostros se fijaron en mí. Todos estaban sentados en la larga mesa –el mayordomo y el ama de llaves, dos doncellas, dos valets, un mesero, un chofer, el mozo, el chico del establo y la cocinera; incluso cuatro cargadores de la mudanza, que parecían exhaustos. -

¡Ah! El que faltaba. Bienvenido, Mr Potts –dijo el inspector Purpledock, quien era el único de pie.

Cuatro gendarmes guardaban las puertas de salida. Continuó el inspector. -

Estaba hablando con todos, y solo faltaba usted. He llegado a una conclusión. Tome asiento, por favor.

Tragué saliva. El inspector tomó aire y empezó a hablar, con ínfulas de importancia. -

Como todos ustedes saben, Lady Kenworth ha sido asesinada; muerta por la envidia de sus propios sirvientes. Deplorable, deplorable en verdad.

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Antes de decir quién es el miserable asesino, permítanme recopilar algunos datos para ustedes. El sábado pasado Lady Kenworth abandonó su casa de toda la vida, después de perder a su esposo y entregar a todos ustedes un generoso agradecimiento. Pero uno de ustedes no estuvo contento ¿no es así? Doscientas libras por una vida de trabajo no parecían suficientes, así que urdió un plan para asesinar a la viuda y quedarse con el dinero. Tras partir el sábado, con el horizonte por delante, Lady Kenworth encontró la muerte. Una persona de su confianza la siguió hasta el pueblo; y la interceptó antes de llegar a la estación. Con algún engaño o distracción la llevó a un lugar solitario y, sin decir más, le encajó un abrecartas o un cuchillo en el cuello. Seguramente sería alguien con conocimiento de medicina o experiencia en batalla, porque con un torniquete o compresa logró evitar que se desangrara allí mismo. Con la viuda muerta o casi muerta, hizo un viaje a caballo desde el pueblo hasta la casa. Quizás en medio de la noche, la introdujo al cuarto de baño y la depositó en la bañera, sabiendo que nadie abriría ese cuarto en por lo menos dos meses. En el cuarto, todo estaba desordenado. Seguramente el asesino buscó joyas o dinero. Si encontró algo, no lo sé, aunque aún algunas de sus joyas se encuentran en la caja del tocador. La 16


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puerta estaba cerrada con llave, de manera que nadie entrara por error. La capacidad de preparación, alevosía y ventaja hacen de este crimen un acto deleznable, que seguramente terminará en la horca. El inspector guardó silencio, para aumentar el efecto dramático, mientras paseaba alrededor de la mesa acariciando su bigote. -

He entrevistado a todos los aquí presentes. Y solo uno de ustedes tiene la fuerza del soldado, la pericia del médico y la frialdad de corazón para lograr este crimen. Y, sobre todo, solo uno de ustedes tiene la llave de la habitación.

A un movimiento de sus dedos, los cuatro gendarmes dieron paso al frente y, mostrando armas, rodearon al mayordomo, Mr. Bartle, quien se mostró tranquilo. Elevando la voz y con aires de triunfo, el inspector sentenció: -

¡Paul Bartle, se le detiene acusado del asesinato de Lady Margaret Kenworth!

Un discreto grito de sorpresa recorrió todo el cuarto. Los gendarmes tomaron al mayordomo por ambos brazos, pero él respondió sin inmutarse. -

Caballeros, no es necesaria la violencia. Soy inocente, y con gusto les acompañaré a donde ustedes indiquen.

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Yo mismo no podía dejar de sorprenderme. Aunque había conocido a Mr. Bartle apenas hace algunas horas, me costaba trabajo creer que este hombre serio y responsable fuera el criminal. Y, sin embargo, las pruebas estaban allí. La explicación del inspector era perfectamente plausible y no dejaba lugar a duda. El resto del día fue complicado, por decir lo menos. Los susurros incómodos llenaban todos los espacios de la casa, y los enamorados nunca aparecieron de vuelta. No sabía qué hacer, o si había algo que hacer en absoluto. Eran casi las 9:00 de la noche cuando un tal Sr. Brock, experto en pianos, tocó la puerta de la casa. A estas alturas, ni siquiera me acordaba del piano. -

¿Y el señor Hoggs? – pregunté-. No pudo venir, pues tenía otro compromiso, pero yo trabajo en su taller, y vine en su lugar.

Realmente no importaba. Lo conduje hasta el estudio en donde estaba el piano (o los trozos del mismo) y lo dejé trabajar. Fue hasta las 10:00 de la noche, después de la cena, que pude llegar a mis habitaciones. Estaba agotado, confundido y triste. Allí, sobre mi cama, se encontraba un sobre blanco, cerrado, con mi nombre escrito a mano. Lo abrí inmediatamente.

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Estimado Mr. Potts. Como comprenderá, no existe razón alguna por la cual usted quiera o deba ayudarme, pero le aseguro que soy inocente. Si está leyendo esta carta, probablemente me encuentre ya en la comisaría rindiendo mi declaración, o en una celda. No soy ignorante y sé que las pistas apuntan a mi culpabilidad. Fui yo quien acompañé a Lady Kenworth a dejar el dinero, y soy yo quien posee la única copia de la llave de ese cuarto. Por eso creo que el inspector encontrará en mí la respuesta más sencilla al crimen que se ha cometido. No puedo convencerle de cuánto respetaba y puedo decir, estimaba personalmente a Lady Kenworth, y en estos momentos es innecesario hacerlo. Sé que soy inocente, y tengo otra teoría que, de ser cierta, arrojaría luz sobre este grave asunto. Tengo que pedirle, una vez más, que acuda a la oficina de telégrafo y envíe tres mensajes urgentes, mismos que adjunto en este sobre. Confío en regresar pronto al servicio de Wellesley Terrace. Hasta entonces, la casa está en sus manos, Mayordomo Potts. Por favor, cuide bien de Atila. Agradecido, M. P. Bartley.

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En efecto, tres pequeños sobres se encontraban junto a la carta. Uno para Nueva York, otro para Londres; uno más Edimburgo. -

Ni hablar, Atila. Iremos a tomar un paseo. Espero que tengan servicio nocturno.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

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