UNIVERSO BORGEANO

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Portada L. Alfonso MartĂ­n


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CONSIGNA DEL DOMINGO 31 DE MAYO DE 2015 Tema

UNIVERSO BORGEANO

Ponente

DANIEL GOLDENBERG

La consigna consiste en desarrollar un relato breve, en el que se incluyan algunos de los siguientes elementos simbólicos, recurrentes en las obras de Jorge Luis Borges: Laberinto Ruinas Libro Biblioteca Tigre Ajedrez Brújula Reloj de arena Monedas Senderos

¡Buena semana para todos!

Daniela Acher

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Antonio Lendínez Milla

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Ven a este laberinto (1), yo te invito a ti a que vengas. Ese libre transitar por un sendero (2), tortuoso entre ruinas (3) maltrechas, sin brújula (4), ni reloj, ni siquiera ese de arena (5), al que tanto le das vueltas. Ábrete a avanzar, se intrépido, no hay tigre (6) que contigo pueda, ese miedo que te aterra. Da el paso y sal de una vez, no seas más rata de biblioteca (7). Abandona ya a ese libro (8), que a hábitos de familia te lleva, rompe con lo que te ata; que vivir es responder con lo malo que heredaste, con tu original respuesta. Ya que vivir es experimentar, fuera y dentro de ti viene a ser lo que es lo mismo-, con tu propia experiencia. En este tablero de ajedrez (9) que es la vida, no se compra el amor con monedas (10), al acabar la partida todas las piezas entran mezcladas en la misma caja, no hay diferencias. Porque si generoso es amar, al que de verdad ama, la vida le recompensa.

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Julio Fernando Affif

LABERINTO Y RUINAS

Tortuosos. Los pensamientos bordeaban lo irreal y fantasmag贸rico. Las voces no acalladas de millones de pensamientos confusos. Como veladas figuras transparentes y fantasmales nadan. Correr desaforadamente hac铆a una constelaci贸n imaginaria. Hurgar entre las sombras de la locura y la desesperanza. Y el universo volcado entre las ruinas, en el laberinto de la vida diaria.

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Paula Ancery

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En 1990 o 1992 me encontraba sentada en un vagón del ferrocarril Roca, a punto de salir de Constitución, cuando una mujer mayor se sentó en el asiento vacío frente al mío, me miró a los ojos y me dijo: “Serás derrotada.” Pensé que era una pobre loca, y medité la conveniencia de ignorarla o de huir, pero en seguida ella siguió hablando:

− Ancery, soy lo que tanto deseabas. ¿No soñaste muchas veces con que una versión de vos misma en el futuro se te apareciera y te dijera que no te preocuparas, que aunque ahora te sintieras mal, el destino te deparaba satisfacciones y amores y dichas? Yo soy ésa, soy vos misma unos cuantos años después. No puedo darte el mensaje que esperabas, pero de todas formas puedo darte uno valioso, para que no pierdas el tiempo. Todo lo que puede salir mal ha salido mal. Era tarde para huir. El tren arrancó y yo, además, me había quedado petrificada. El sol se estaba poniendo y los edificios, los árboles, los postes del tramo hacia Hipólito Yrigoyen proyectaban sombras atigradas en la figura de mi otro yo, a la que de todas formas yo veía claramente, señalada −con cuánta impiedad− por el tiempo. Esperaba que para semejante deterioro hubieran pasado muchas décadas, pero temía que no. Esto me dio una idea.

−¿Cómo esperás que yo te crea que sos Ancery? − Puedo mostrarte el documento − me respondió. − Un documento puede ser fraguado para la ocasión, algo que trajeras preparado para este encuentro. Dame un billete. Los billetes tienen fecha. Ella se metió la mano en un bolsillo y sacó una moneda que me tendió. A simple vista pensé que era falsa o de otro país, porque en uno de sus lados tenía una imagen que yo nunca había visto. Pero mis peores temores se confirmaron: era yo, y no había pasado tanto tiempo, porque la moneda decía “República Argentina – Bicentenario”.

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− Bueno, no todo puede haber salido tan mal – le dije tratando de sonreír, porque en realidad me sentía aterrorizada. –Al menos, en 2010 sigue existiendo la Argentina. ¿O es en 2016? − No está del todo claro que en 2016 vaya a seguir existiendo la Argentina, aunque es bastante posible. Lo que sí es cierto es que yo estoy casi tan derrotada como el país, y que todo parece indicar que en el futuro mis asuntos seguirán yendo como los del país. − ¿Pero por qué me decís que voy a ser derrotada, como si me hubiera metido en una guerra? ¿No podés decirme “fracasada”, simplemente? ¿O es la Argentina la que se metió en una guerra?

− Ninguna guerra. Pero el fracaso puede ser algo puntual. La derrota, en cambio, es total.

− ¿Derrota total? ¿Pero qué hice, qué hiciste? − Todo lo posible. − ¿Todo lo posible para ser derrotada? − No entendés −, me contestó mi mayor. − Hiciste, hicimos todo lo que nos fue posible. Nos equivocamos. Y también es justo reconocer que recibimos alguna ayuda. Seguía sin entenderle, pero ante la desesperación, busqué un atajo:

− Entonces, decime qué no tengo que hacer para no llegar a eso. O qué no estoy intentando y debería. Ella negó con la cabeza y sonrió. Era una sonrisa indudablemente derrotada.

− Como Casandra, que tenía el poder de leer el futuro y la maldición de no poder impedirlo, yo estoy condenada. Lo estás. De los laberintos se sale por arriba. Nosotras, a pesar de nuestras ínfulas, no tenemos alas. Resolví no creerle. Sería cuestión entonces, pensé, de hacer un boquete, de horadar tantas paredes como fuera necesario hasta escapar.

− Sé lo que estás pensando −, me increpó con una sonrisa que ahora era triste, nada más que triste. – Te equivocás, te equivocarás todavía muchas veces por confiar en tu fuerza y en tu perseverancia. La vida no es una meritocracia, además de que sobreestimás tus méritos.

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− No te creo. Vos no sos yo. Alguien, alguien que no me quiere te dijo mi nombre y cómo ubicarme. Venís acá con una moneda falsa y querés desmoralizarme. Lo de que muchas veces me imaginé un encuentro conmigo misma, te lo habrán contado. Pero yo no recordaba habérselo contado a nadie. Ella volvió a sonreír, esta vez con compasión, y me dijo:

− ¿Querés que te diga algo más que te imaginaste muchas veces, y que nunca le dijiste a nadie? De tanto hacer este viaje de siete estaciones entre Lomas de Zamora y Constitución, de tanto aburrirte en el trayecto, algunas veces pensás que éstas son las siete estaciones de la vida. Y que tomando como promedio una vida de setenta años, Banfield son diez años, Escalada son 20, y podés considerarte joven porque todavía no llegaste a Lanús. Pero yo, yo ya estoy en la mitad de la vida, un poquito menos o un poquito más. En las dos esferas que componen el reloj hay casi la misma cantidad de arena…

− ¿Y la historia no puede revertirse en los años que quedan? ¿De dónde sacaste la certeza de que no…? ¡Si todavía queda tanto tiempo, incluso a tu edad! Pero entonces llegamos a Avellaneda, y ella se bajó sin decir una palabra más. Cuando el tren arrancaba, la vi de espaldas en el andén: tenía alas.

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Mariángeles Soules

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Desde el primer día que comencé a trabajar en aquella Biblioteca (1) Pública, comencé a ver a Fabián cada mañana. Yo no sabía quién era ni a qué se dedicaba, solamente era alguien que se cruzaba en mi camino a diario, hasta que un día salí a comprar un yogurt y él también estaba en el kiosco, como no me alcanzaba el cambio para pagar me ofreció prestarme un par de monedas (2) ya que trabajábamos en el mismo edificio. Volvimos juntos, aunque él subió al ascensor y yo quedé en planta baja. A la mañana siguiente vino a pedirme un libro (3) y mientras caminábamos por el laberinto (4) de estanterías me invitó a tomar un café cuando terminase mi horario, mi corazón estaba en ruinas (5) y ya era hora que comenzara a repararlo, así que acepté. Conversamos por horas como si fuésemos amigos de toda la vida, hasta que de repente se sobresaltó y me dijo: “Disculpame pero me tengo que ir, es la hora de mi torneo de Ajedrés (6)”. Me sentí desorientada pensé que era una estúpida escusa, que lo más probable sería que estaba casado y se le hacía tarde para ir a su casa con su mujer. Traté de disimular y le dije que no había problema, seguramente él se dio cuenta que fingía y me propuso que lo acompañase y que después podríamos ir a cenar. Me pareció una buena idea ya que mi vida no tenía rumbo y hacía rato necesitaba algo o alguien que me sirviera de brújula (7) para transitar los senderos (8) de la vida. Claro que para llegar al Torneo atravesamos toda la ciudad hasta llegar a un Club de El Tigre (9). Fue muy rara aquella primera cita, pero lo que más me llamó la atención que para que cada contrincante respetara el tiempo que le correspondía sobre la mesa al lado del tablero había un pequeño reloj de arena (10). Así comenzó nuestro romance.

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David Haskel

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No imaginaba que fuera tan fácil matar gente. Dos, a falta de uno. La ametralladora ésta no hace mucho ruido, ni tampoco te sacude fuerte. Apenas rozar el gatillo y sale una ráfaga seca. Papapapapap. A uno sí que le apunté. El otro tuvo la mala suerte de venir corriendo detrás y comerse la lluvia de plomo. Los dos cayeron. Otros, desde mi lado, abrieron también fuego y los cuerpos se zarandeaban sobre la tierra roja y seca. Si ése tuvo mala suerte, entonces a éste, a mí, le tocó −me tocó− la buena suerte, me imagino. Supongo, bah. En esas situaciones uno −al menos yo− no piensa mucho. No sé si no piensa. Yo no pensé. Esperaba más adrenalina. Y, sospecho, que también esperaba que después sobreviniera un aluvión de emociones. La única sensación que llegué a tener fue cierta incredulidad, un dejo de asombro. Y sorpresa, por sentir que sólo sentía incredulidad y asombro. “Entonces, ¿tan fácil es matarse? Con razón hay tanta guerra”. Eso sí que recuerdo haber pensado.

− ¡Bravo compañero. ¡Sos un héroe! − ¿Yo soy un héroe? − Claro. Sos un gran héroe. − Pero yo… ¿Qué carajo podía decir? Yo estaba de lo más tranquilo en el kibutz de frontera y vino la guerra, así nomás. Te dan un arma, te hacen practicar un par de veces, después te dicen “Es tu turno. No te muevas de atrás de estas piedras. No fumes. No te distraigas un segundo. No hagas ruido. Si tenés sed, tomás un solo trago, rápido. No querés que te den ganas de mear. Te quedás aquí hasta que uno de nosotros te venga a relevar. Si vienen de aquel lado, disparás”. “Aquel lado” es la frontera con el Líbano. Sólo un alambrado separando dos países, como dos mundos. La noche anterior, una andanada de granadas enemigas abrió varios boquetes en la cerca de alambre.

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Ni idea de dónde salió ése, tan de repente. Como si hubiera surgido de un hoyo en la tierra, vino corriendo con su fusil. El otro tenía un lanzagranadas, pero lo vi después, cuando caía todo despatarrado. Antes, no lo había visto. Al primero sí lo vi. Era un pibe. Yo también. Los otros mil disparos que segundos después siguieron a los míos demostraron ser sólo fuego preventivo: o venían estos dos solos, o los otros se replegaron o se ocultaron. Qué se yo. Yo de esas cosas no entiendo. Hice lo que tenía que hacer, y punto. Si hubo sangre, no recuerdo. Sí recuerdo polvo levantándose donde pegaban las balas, y bailando un leve remolino con el viento. Y era de tarde, y estaba nublado. Había algunos olivos, y pequeños montículos de piedras amarillas, y dos palestinos muertos. ******** Era de tarde, estaba nublado. La soldado se agachaba sobre mí y me hablaba. Yo no le entendía. Era hermosa, eso sí. Y me decía cosas. Sus manos de pronto estaban llenas de sangre. Ahí entendí: esa sangre era mía. Yo estaba inmóvil, tendido sobre la tierra, y ella intentaba socorrerme. ¿De dónde mierda salieron todos esos disparos? Fue apenas salir un segundo de atrás de las piedras y sentir que me sacudía y caía a tierra. Oí gritos, más disparos, creí detectar soldados que corrían. “¡Kus emmac l’Arabym!” gritó uno cerca de mí. El insulto, como gusta a los israelíes, debe ser proferido en árabe. Emmac es la madre. “Me estoy muriendo”, pensé, pienso. Tendría que estar temblando, pero mi cuerpo no consigue temblar. Algo muy malo debe estar ocurriendo a nivel neurológico. “¿Quién está pensando esto?” Abro muy grandes los ojos. La belleza de la muchacha se incrusta en mis pupilas y se mete en mi cuerpo tratando de frenar el frío. Hasta llego a sentir, brevemente, el roce tibio de una de sus manos. El hilo de alma que aún me queda se erotiza. “Esta es Tierra Santa. Mi sangre riega Tierra Santa”. Extraño pensamiento para un no creyente. La vida te da sorpresas. La muerte también. ******** En esta cama, al cabo de una frondosa vida, me asalta una epifanía. Por supuesto, yo –como todo el mundo– había oído hablar de eso de que en el momento final se acumulan todos los recuerdos. Pero resultó que no eran sólo las memorias de la vida vivida, sino de todas mis vidas posibles, en sus infinitas versiones. Y en todas las épocas, pasadas, presentes y futuras. Cada una de todas esas vidas mías recorre senderos y laberintos que se bifurcan y se entrelazan, desplegando

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amores y muertes y epopeyas y fracasos. ¿Las más bizarras? En una soy criador de cerdos, en otra mucama, en otra prostituta y en otra encargado de mantenimiento de un sector de una vieja nave intergaláctica que ha perdido el rumbo y navega a la deriva quién sabe por dónde. ¿Será este el famoso Aleph? “Viejo hijo de puta”, pensé, pienso, pensaré sonriendo. “¡Kus emmac, ciego de mierda! ¡Jajá…!”

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Isabel Delvalle

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La condición humana se despliega en ese caleidoscopio de magras palabras de gran hondura existencial. No hay duda que la vida es un espacio textual: una hoja en blanco que nos dan en el mostrador de entrada para ser escrita a medida que se la vive. De uno y del destino, dependerá hacer de ese texto, una tragedia, una comedia o un sainete. La identidad, la libertad, los miedos, las elecciones personales, la conciencia agónica... serán temas reiterados de ese libro personal y mayúsculo que es la propia vida. Nuestra única y máxima obra posible. No seremos escritores prolíferos. Estamos autorizados a ser autores de un único texto. Todos transitamos nuestros propios laberintos internos, a veces estrechos pasadizos a media luz, habitados sólo por nuestras servidumbres internas que nos dominan como tigres al acecho; otras veces logramos salir de ellos, con el alma heroica, hinchada, pletórica, abierta a la vida como esas bibliotecas que se brindan generosas a los espíritus mejor dispuestos. Tal vez no seamos del todo conscientes de que cada paso que damos es una partida de ajedrez que le ganamos a la muerte, que con su reloj de arena, nos sigue habilitando unos metros más de ruta. Algún día, uno cualquiera, que de tan cualquiera será inigualable, el sendero ya no tendrá esquinas. No habrá brújula ni punto cardinal. Sólo tendremos que disponer de alguna moneda para el peaje del último cruce.

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Daniel Goldenberg

LEYENDA DEL HOMBRE Y EL TIGRE

El hombre desandaba, una y otra vez, los infinitos pasillos que lo llevaban hacia ninguna parte. El tigre, intentaba orientar sus instintos marchitos, buscando una salida que ya no era capaz de percibir. Cierto día, el tigre y el hombre se enfrentaron en el centro del laberinto, bajo la negra bóveda del reloj de su existencia. Dentro del frágil bulbo de cristal, las intangibles arenas del tiempo llegaban a su fin. Hombre y tigre compartían, sin saberlo, un mismo destino de hecatombe. El hombre abrió los ojos de par en par y sin dejar caer el enorme libro que llevaba bajo el brazo, se aferró con ambas manos a su cayado de bambú. En sus pupilas brillaban todas las miserias del mundo. El tigre se detuvo preciso, meticuloso, insondable. Sobre su blanca mirada, se proyectaban todas las maravillas de un universo negado a sus ojos. Estaba ciego. Como una revelación, el hombre observó a la piel del tigre cambiar sus formas, al mismo tiempo que cambiaban sus formas los intrincados diseños del laberinto que los atrapaba. El hombre comprendió que en el animal se ocultaba el mapa viviente de un laberinto imposible y supo que no debía matar al tigre. Quizás más por instinto que por resignación, el viejo tigre comprendió, a su tiempo, que los ojos del hombre eran ahora sus ojos y supo también que no debía devorarlo. A cambio de unas monedas, el mendigo concluye su historia señalando, sobre mi arrugado mapa carretero, la ubicación aproximada de una pequeña gruta en las afueras de Benarés. Afirma, haber visto con sus propios ojos, a un viejo brahmán y a un tigre ciego, emerger de la cueva cada noche; para internarse en los sagrados senderos que se bifurcan y desde los cuales solo son capaces de regresar, al alba, caminando a la par.

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Daniel Dionisi

UNA IDEA MÍA (HOMENAJE A J L B).

No me importó que ese hombre canoso se sentara en la otra punta del banco. Éramos él y yo, solos en el parque, pero nada podía perturbar ese instante sereno y creativo. Es así, lo sé. Cuando despego, ningún extraño puede alterar la línea recta del vuelo hacia el sereno brillo de la lucidez que me convierte en único e inmortal. Sin embargo, siempre hay un embargo, justo en ese momento, justo cuando la idea parecía enjaulada entre los barrotes de mi inspiración, algo inesperado y desconocido hizo que se deslice, delicada e inexorablemente, hacia el laberinto de mi cerebro. Mi idea huyó, se perdió. Sé porque me lo conté, que derrapó por las curvas mas sinuosas de la superficie blanda. Que se deslizó, mareada, por todos los rincones de los dos hemisferios y trató de aferrarse a alguna de los millones de células piramidales que la abrumaron con su exuberante multitud. Viajó al garete hasta que encontró abrigo en la biblioteca magra y rústica que habita en mí. Ahí se nutrió, retomó fuerzas y, aferrada al axón de una neurona rebelde y luminosa, siguió buscando la salida. El tiempo no sobraba. La semana es corta y cada grano que caía por el agujero del reloj de arena anunciaba de manera fatal, la muerte de mi idea. Pero la neurona le regaló su brújula de mielina y así, cuando ya casi no podía respirar, mi idea encontró el camino hacia la luz. Volvió, se depositó en mi lengua, y justo cuando la iba a verbalizar, el hombre canoso me miró y habló.

− Señor, yo puedo ayudarlo. Sé que lo abruma la consigna de Goldenberg, pero tengo la solución. Imagínese que una idea se pierde en el laberinto de su cerebro y una biblioteca suya, colmada de los libros que usted leyó, la rescata. Lo miré a los ojos, recorrí cada centímetro de su rostro y, extasiado por lo certero, me acerqué al lóbulo de su oreja y solo atiné a una pregunta.

− Señor, ¿donde nació usted? − En Buenos Aires, en la calle Tres de febrero. Allí viví toda mi vida.

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Sin saber, como nunca supe, si la calle homenajea a los héroes de Cepeda o a los que dejaron la vida en el campo de honor de Caseros, pregunté. – ¿En el mildoscientoscatorce? - Si, me respondió el otro. - Entonces usted se llama Daniel Dionisi. Yo también soy Daniel Dionisi. No sé si soñé el encuentro. Tampoco tengo certeza si el otro era otro o sólo mi ser reflejado en un espejo irreal. No sé si era él o yo. Sólo conozco una única verdad. La idea, si es que alguna vez existió, fue mía.

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María Guerra Alves

AJEDREZ

Alejandro había ganado sus primeros trofeos de ajedrez cuando aún no sabía ni las tablas de multiplicar. Fueron cuatro años de práctica de un deporte que abandonaría durante mucho tiempo, sin una razón valedera. Aunque no fue consciente de ello, su entrenamiento sirvió para enfrentar varias catástrofes en su vida, siendo muy chico. Su estrategia fue increíble y admirable. Situaciones límite lo llevaron a caminar por senderos que conducían a laberintos de los que sería muy difícil escapar. Un horrible ser, disfrazado de tigre hambriento, seguía sus pasos, intentando transformarlo, con amenazas constantes. Pretendía que fuera un depredador, que lo acompañara en sus tareas de destrucción. No lo logró. Alejandro huyó de todo lo malo que se presentaba ante él, tentándolo por unas pocas monedas. Pudo conservar su esencia. Ese niño bueno que había habitado en su pequeño cuerpo, fue creciendo, manteniendo sus valores, su energía, sus ganas de vivir. Una tarde fue a varias bibliotecas en busca de un libro que necesitaba una vieja amiga. Lo consiguió y se lo llevó a su casa. Emilia lo estaba esperando sentada detrás de un escritorio sobre el cual había un enorme reloj de arena, que recordaba de cuando eran pequeños y jugaban con el paso del tiempo. Se acercó, le dio un beso en la mejilla y se sentó frente a ella. Hacía varios años que no se veían, pero seguían en contacto vía Internet y en forma telefónica. Notó tristeza en su mirada. La notó rara. No se animó a preguntar. Ella le agradeció por lo del libro. Lo tomó de las manos y simplemente dijo: − Tuve un accidente hace unos meses. Quedé paralítica Mi vida está en ruinas. − Contá conmigo, para lo que necesites – le respondió, con la voz entrecortada y lágrimas que no pudo contener.

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Emilia había decidido mantener el secreto hasta ese momento. Se había aislado de todo. Su familia había respetado su silencio y la había ayudado, mudándose de ciudad, manera provisoria y regresando a su lugar de origen, sin comentarlo demasiado. El ajedrez había sido su compañero los últimos tiempos. El tablero y los libros lograban que su mente venciera a los malos pensamientos. De manera que, Alejandro, a partir de ese día, retomó el deporte que había abandonado hacía casi diez años. Al comienzo, la mayoría de las partidas eran ganadas por Emilia. Alejandro no estaba en estado. Pero luego, con la práctica, fue alcanzándola. Visitó bibliotecas, cada semana, ingresando en un nuevo mundo, disfrutando también de la lectura. Y llevó a Emilia a especialistas que le fueron devolviendo la esperanza de volver a caminar. Poco después, dejaron de ser amigos. No fue de golpe. Sus sentimientos fueron transformándose. Se amaron. Y ese amor fue creciendo con ellos. Se admiraron. Formaron un equipo invencible. Lucharon contra monstruos humanos que eran esclavos de los prejuicios, personas sin alma que actuaban como robots, cuya misión era destruir, lastimar, humillar. Y no fue una batalla. Fueron muchas, una tras otra, sin respiro. Aunque eran profundas, curaron sus heridas y disminuyendo su intensidad, con el correr del tiempo.

el

dolor

iba

De a poco fueron dejando la adolescencia, para darle paso a otra etapa. Y se convirtieron en dos adultos, que pudieron ir juntos, de la mano, dispuestos a enfrentar lo que fuera, para hacer realidad sus sueños. No necesitaron de una brújula que les marcara el camino. Tenían muy claro dónde estaban, hacia dónde querían ir y el lugar al que jamás regresarían. En el torneo más importante de sus vidas jugaron en pareja y obtuvieron el premio mayor: Emilia recuperó la movilidad de sus piernas. Y cada uno pudo desarrollarse en forma individual, en lo suyo, pero sabiendo que el otro estaría a su lado siempre, apoyando, en todo momento.

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Roxana Conti

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Me fui de la habitación sintiéndome una estúpida. ¿Qué es peor, me preguntaba, arrepentirse de lo que uno hizo o de aquello que no vivió? Sabía que me arrepentiría de todas formas, pensé fugazmente qué podría evitar la desazón posterior, si el hecho consumado o irme de ahí en ese instante. Después de todo, conocía muchas historias de amantes que se conocieron casualmente y plasman sus ganas sin mayores preliminares. O como en esa película en que se conocen en un tren y terminan haciendo el amor en un parque, luego de algunas horas de conversación y empatía. Sí, aquélla del amanecer que terminó en trilogía. Hacía días que me preguntaba acerca del arrepentimiento. Hasta cosas nimias me producían una cierta ansiedad al no poder decidir por un camino u otro, es que una pequeña acción podía cambiar el curso de la historia y eso me generaba una sensación de angustia. Es que esta duda que aparecía reiteradamente no era algo menor, ocasionaba que me tomara cada decisión con una exagerada responsabilidad. ¿Por qué no dejar fluir las cosas y su curso y así no sentir el peso de cada acción y su inexorable conjunción de consecuencias? Volver a un tiempo donde la madurez y los años no nos impongan esa cuota de responsabilidad ante cada hecho. Un tiempo que transcurra despacio, etéreo y sin peso. Me acordé del llavero. Era un souvenir que alguien me trajo, no me acuerdo quién, pero ejercía en mi una cierta fascinación. Tendría unos nueve o diez años. Un llavero que tenía un cubito de acrílico transparente y en su interior un pequeño reloj de arena. La arena era de color rosa y sobre el acrílico transparente escrito en inglés: El tiempo que dura un beso. Recuerdo esa época de juegos en la vereda y que mi preciado objeto era fascinante también para mis amigos. No recuerdo quién le propuso a quién, pero con el chico que me gustaba y que vivía a dos casas de la mía hicimos el experimento. Para averiguar el tiempo que dura un beso nos encontramos una tarde en la vereda, y decidimos darnos uno mientras yo sostenía el famosos llaverito y los dos mirábamos de reojo la arena rosada caer despacio. Un beso en la boca, los dos haciendo trompita, como esos peces besadores. Me provoca una ternura inmensa ese recuerdo. Me acuerdo que en un momento los ojitos se encontraron y debe ser seguramente porque así era en las películas, los entrecerramos un poco, y durante unos breves instantes

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dejรณ de ser un experimento para parecerse mรกs a un beso de verdad. Si hoy cierro los ojos y lo pienso, puedo sentir el aroma de los arboles de esa calle y un cierto estremecimiento que ese momento me produjo. Ese tiempo de la infancia lleno de posibles caminos que hoy nos depositan en este presente con nuestros aciertos, nuestras sombras y penurias, nuestros arrepentimientos y en definitiva en quienes nos hemos convertido transitรกndolos.

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Viviana Goldman

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A tientas, pero con absoluta precisión en los movimientos, el viejo bibliotecario cerró la puerta cancel detrás del último lector demorado. Había oscurecido. Percibió la noche por los pocos coches que se oían transitar sobre los adoquines de la calle México, y sin apuro desanduvo el camino hasta el salón, oyendo sus propios pasos en el parqué. Palpó las piezas del ajedrez dispuestas en un partido sin terminar, y repasó sus próximas jugadas. Acompañado por los numerosos libros que atestaban estantes y los pesados muebles que habitaban ese paraíso, recorrió con la mente laberintos y senderos. Sin brújula que indique el norte ni reloj que mida los tiempos se animó a enfrentar a su propio tigre. Vencido, se rindió con coraje ante su ruina: la ceguera.

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Guillermina Silva D’Herbil

RELOJ DE ARENA

Nada representa mejor el inexorable paso del tiempo que un reloj de arena. Son objetos perfectos. Bellos y perfectos. El frágil cristal que contiene todos los segundos del transcurrir de la vida, quizás dure eternamente. Nacemos y alguien da vuelta nuestro reloj, y los granos de arena se van escurriendo, se deslizan suavemente convirtiendo el presente en pasado y el futuro en presente. Es fascinante verlos caer, arremolinarse en su transcurrir. Y de a poco el cóncavo cristal que se angosta va quedándose vacío y si fuimos afortunados, el cóncavo cristal que se ensancha quedará hermosamente lleno. Listo para que alguien lo vuelva a voltear.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 7 DE JUNIO DE 2015


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