LIBERTEMA

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Portada L. Alfonso MartĂ­n


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CONSIGNA DEL DOMINGO 24 DE MAYO DE 2015 Tema

TEMA LIBRE

Ponente

DANIELA ACHER

Este domingo vamos a dejar tema libre, así se explayan con el género, tema y formato que quieran.

¡A escribir! Buena semana para todos.

Daniela Acher

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Horacio Petre

LIBERTAD TEMÁTICA COMO UN FIN EN SÍ MISMO

La libertad en estas ocasiones puede llegar a ser un salvavidas de plomo... los márgenes desaparecen y el “vale todo” es una suerte de océano inmenso que nos abruma... ¡Dios nos libre y guarde de la libertad! Libres, libres... ¿pero de qué? ¿Un tema libre es lo contrario de un tema en relación de dependencia? ¿O es un tema que anda dando vueltas por el cuaderno o la compu, esperando ser atrapado? El texto como una redecilla atrapamariposas... ¡Interesante imagen! Bueno, creo haber pasado con relativo éxito la rompiente del inicio del texto y me encuentro ya en plena lucha con la parte del medio... Eso sí... ¡libérrimo! ¡Que nadie venga a encajarme un tema o consigna, porque este escrito es un territorio de libertad total y absoluta! Hace ya dos años y un par de meses que me sumé a este invento tan rico e imaginativo como es “Lo Importante Por Escrito”, y en este momento distintas circunstancias más bien alejadas de la creatividad por escrito, me llevan a un temporal receso. Por un tiempo, el presente será mi último texto en el muro lipeño. Atravesada la parte media y encarando ya el final, quiero aclarar que no me borro del grupo, ya que los seguiré leyendo y en lo posible comentando. Espero antes de fin de año retomar mis escritos semanales, cualquiera sea su temática. ¡Salud, lipeños!

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Mariángeles Soules

MICRORRELATO

El hombre con sombrero y gabardina azul introdujo el sobre en el buzón, al verlo me di cuenta que era un detective privado. Luego supe que era la respuesta de una investigación que le encargó un empresario muy conocido en el ambiente de la electrónica. Dentro de esa encomienda había una grabación donde se escuchaba el espionaje empresarial de uno de sus empleados de mayor confianza. Me enteré de todo, al otro día porque yo trabajaba en la recepción y tuve que entregar el paquete a la oficina del Director y pude reconocer aquel sobre.

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Isabel Delvalle

REFLEXIONES SOBRE LA VIDA Y LA VULNERABILIDAD A PARTIR DE LA NOVELA ELEGÍA, DE PHILIP ROTH 1

Philip Roth nos cuenta la vida de un neoyorquino anónimo, ya jubilado, desde sus primeros años hasta su entierro, pasando por aquellas estaciones claves que conforman el derrotero biográfico de cualquier persona: una exitosa carrera profesional como creativo publicitario en New York, los matrimonios fallidos, los vínculos con los hijos de las distintas uniones, los valores familiares, la relación ambivalente con su hermano, las amantes, los sueños artísticos incumplidos, una notable pulsión sexual como expresión perfecta de vitalidad… Una vida de estandarizados éxitos y fracasos. El autor recorre esos distintos momentos biográficos haciendo pie en aquellos eslabones en los que la muerte hizo acto de presencia en la vida del protagonista, ya sea solapadamente, como cuando de niño, durante un veraneo familiar, la descubrió escondida en el hinchado vientre del ahogado arrojado a la playa, o la noche en la que, entre sueños, la sintió taconear por los pasillos del hospital donde estaba internado… Con los años, la muerte de sus pares empezaría a hacer sombra a su propia vida, hasta llegar al enfrentamiento despiadado, cara a cara, con la propia finitud cuando la enfermedad cardíaca decidió empezar a bajarle el dedo a su impulso vital. A los nueve años, la muerte se convertiría en un episodio memorable cuando, de madrugada y en puntas de pié, hizo su entrada formal en la sala de hospital para llevarse a su compañero. Cuando despertó supo, a pesar del disimulado empeño de los biombos, que el niño de la cama de al lado había muerto. Allí descubrió también que la muerte no se dedicaba únicamente al mundo de los mayores. Hasta entonces nunca había pensado en ella; si lo hubiera hecho, le habría asignado un contingente de ancianos donde saciarse. Esa madrugada tan lejana en el almanaque sería uno de sus recuerdos más vívidos.

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"Elegía, una novela de despedida". Artículo de Isabel Del Valle, publicado 2014).


El rostro imaginario de aquel niño al que casi no vio, reaparecería una y otra vez en su memoria de adulto. Tal vez haya sido la imagen que más lo haya acompañado en su vida. “El primer muerto en su vida fue aquel cadáver hinchado; el segundo, el muchacho de la cama vecina”. A pesar de las escaramuzas, esos encuentros inesperados con la muerte ajena fueron tallando en él la sensación de vulnerabilidad. Varios episodios familiares de fragilidad física pusieron lo suyo para que no pudiera sacarse de la cabeza la idea de que algún daño le estaría preasignado. Una noche cualquiera, tan cualquier que sería imposible olvidar, en medio de un mes dado al disfrute, de sexo despreocupado con la mujer indicada en una casa de la playa, sintió miedo. La negrura del mar, la opulencia de estrellas y el frenesí del oleaje hubieran podido embriagar a cualquier espíritu, pero para él, se habían convertido en una pesadilla de negrura y de amenazante inmensidad. No podía saber qué le producía tanto temor. Como si la inmensidad de la nada le preanunciara otra forma de inmensidad nunca experimentada pero sí, temida. El impreciso recuerdo de un remoto futuro que, alguna vez, será presente. “La profundidad de las estrellas le hablaba sin ambigüedad de que estaba condenado a morir.” Siempre había pensado que existiría una edad adecuada para empezar a preocuparse por la propia desaparición. Claramente todavía no tenía por qué sentirse inseguro con el propio cuerpo. Su vida transcurría apartada del fantasma de la enfermedad y el deterioro. Sin embargo el constante zumbido de la caducidad lo atormentaba. “¿Por qué a su edad debían acosarle pensamientos sobre la muerte?... ya habrá tiempo para angustiarse por la catástrofe definitiva…” En una de sus tantas idas a New Jersey, lo sorprendió una angustiante falta de aire. Como por esos días su padre había sido internado, le fue fácil culpar a la noticia de su malestar. Nada le hacía pensar que, a partir de entonces, el corazón entraría en escena para despojarlo de lo que él siempre había llamado “mi vida”. Durante su infancia, solía acompañar a su padre a la relojería familiar que tenían en los suburbios judíos de New York. Pasaba horas

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ordenando y repitiendo de memoria las marcas de relojes caros. Quizás disfrutaba del ilusorio poder de tener el tiempo encerrado en un pequeño cofre y controlar su marcha pautada, precisa, previsible. A pesar de ese deleite por la precisión mecánica, nunca el ritmo propio de su corazón había sido motivo de curiosidad ni preocupación. Impensable… ¿Él, con una enfermedad cardíaca? Si nunca había fumado, apenas bebido… sería absurdo que fuera él, candidato a una angioplastia. Pero, ya en la habitación de un hospital de Manhattan y lleno de cables, se sintió al menos por un momento, el niño de la cama vecina. Su hermano vino a visitarlo. No podía entender cómo hacía ese hombre para mantener semejante fortaleza física y anímica teniendo al padre y al hermano enfermos. Seguramente Howie no tenía incrustada del lado de adentro de la mirada, el relieve pétreo del niño esculpido bajo las sábanas. Superado este evento que lo había agarrado desprevenido, se dispuso a retomar, poco a poco, su vida de siempre, confiado en que todo volvería a ser como antes. Nunca hubiera imaginado que la cardiopatía se ensañaría con él de la forma en que lo hizo. De ahí en más, su cuerpo se independizaría y cobraría vida propia, como un colosal adolescente rebelde que de un puñetazo arremete por aquí, golpea por allá, destruyendo todo lo que hasta entonces le pertenecía. “… de la noche a la mañana había pasado de ser un hombre rebosante de salud a uno que la perdía de un modo inexplicable.” Con la misma parsimonia y convicción con la que se aleja un barco de la costa, así veía marcharse su vida de todos los días. No sabía bien si era él mismo o su realidad cotidiana la que se movía, pero la sensación de distanciamiento era cada vez mayor. Todo lo que había sido comenzaba a quedar arrumbado en los caprichosos márgenes de la enfermedad. Sus afectos también se vieron comprometidos. Si bien necesitaba la mullida contención de los vínculos cercanos, la promiscua convivencia con la enfermedad fue despertando en él sentimientos contradictorios. Así llegó a odiar a su entrañable Howie, su confidente, su gran soporte. Su fortaleza y buena salud se habían convertido en un inconfesable motivo de envidia.

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Howie desconocía la debilidad, el deterioro, la inseguridad. Él podía seguir siendo ese poderoso hombre de negocios, que subía y bajaba de los aviones, apto para las mujeres, libre de temores y servidumbres. ¿Cómo aceptar que de toda aquella herencia biológica a él nada le haya tocado? Entendía que Howie no tenía la culpa de semejante don, pero él tampoco, de semejante castigo. Sin embargo no se resignaba a aceptar que el enigma de la desigualdad y la desgracia se haya jugado tan en contra suya. Así como en sus días exitosos de publicista solía despojarse de sus pertenencias cada vez que transitaba por la zona de migraciones en los aeropuertos, ahora la enfermedad lo obligaba a despojarse de diversos aspectos de sí. Uno de ellos era su entrañable afición por las mujeres. Nunca le había temblado el pulso a la hora de la conquista. A pesar de los embates físicos, su apetito erótico sobrevivía; sin embargo, cuando alguna hembra de ese impulso vital amagaba asomar, las alarmas de debilidad y de la inseguridad se encargaban de recordarle que ya no era el mismo. De inmediato, esa incipiente motivación se volvía frustración. “¿No se avergonzaba de aquello en lo que se había convertido? Los cambios físicos, la disminución de la virilidad, los cambios que habían contraído su cuerpo y lo habían deformado.” “…tenía que esforzarse por impedir que su mente lo saboteara con su ávida revisión del pasado pletórico.” Angioplastias, stents, cardiodesfribilador… todo un arsenal de artilugios tecnológicos diseñados para evitar el derrumbe, prometían restituirlo a una vida sin impedimentos ni incapacidades, pero nunca lograron devolverle la confianza. Había momentos en los que se desconocía; en otros, hasta llegaba a odiarse. Le costaba reconocer que ese cuerpo ajado, surcado desprolijamente por los garabatos del bisturí, pudiera pertenecer a alguien que respondiera a su nombre. “…esto, en vez de terminar, ahora continuaba; ahora no pasaba un año sin que tuviera que ingresar al hospital. Hijo de padres longevos, hermano de un hombre mayor en muy buena forma, su cuerpo parecía constantemente amenazado. Se había casado tres veces, había tenido mujeres, hijos, un trabajo interesante, pero ahora eludir la muerte parecía haberse convertido en el asunto central de su vida y la decadencia física en toda su historia.”

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La cardiopatía fue convirtiendo su biografía en historia clínica, a punto tal que a veces pensaba, que si alguna vez decidiera escribir la historia de su vida, la llamaría Vida y muerte de un cuerpo masculino. “Es imposible cambiar la realidad. Debes tomarla como viene”, se decía una y otra vez en un frustrado ensayo de estoicismo. Su sufrimiento era silencioso, oculto. Nada hallaba en él que, al menos, le confiriera alguna forma de grandeza. No se trataba sino del mísero derrumbe de un hombre poderoso. “Todas esas intervenciones y hospitalizaciones lo habían ido convirtiendo en un hombre más solitario y menos seguro de sí mismo. (…) Incluso aquella paz y tranquilidad que tanto apreciaba parecían transformarse en una forma de confinamiento…” No sólo su enfermedad lo exilió de su vida habitual; sus amigos empezaron a emprender la retirada. De a poco, su mundo se empezó a poblar de ausencias. Todo parecía dispuesto de dejarlo… los pares, el cuerpo, las mujeres, el dinero, las certezas… La soledad le estrujaba la carne hasta hacerla crujir, y lo volvía más niño, más temeroso, más vulnerable. Así, cada día de vida no era sino en un magro día de supervivencia, envuelto en la nostálgica bruma de la plenitud pasada. Su vida se convirtió en una gran ronda de despedida. En cada nueva ausencia, él veía reflejado el rostro del niño de la cama de al lado. En aquel lejano verano infantil, el ahogado le enseñó que la vida era una marcha progresiva hacia esa nulidad inmóvil que acunaba la desaparición absoluta. Y en el medio, la vejez como peaje infranqueable. “La vejez es una batalla implacable que se da precisamente cuando estás más débil y eres menos capaz de invocar tu espíritu de lucha.” Elegía es un periplo narrativo por la vida de un hombre sin nombre, en el que se instala la tragedia más cotidiana y a la vez más aterradora de la existencia: la despiadada toma de conciencia de quien sabe que cada minuto de vida contiene el germen de la propia desaparición. Muestra el enfrentamiento con la muerte y los diversos caminos que conducen a ella: la enfermedad, el deterioro, el envejecimiento, la

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vulnerabilidad, la dependencia, el desmoronamiento de lo que había conformado la propia vida. Este Vía Crucis biológico y emocional no sólo tiene que ver con las huellas físicas del tiempo en el cuerpo, sino también con la lenta pero inexorable desaparición del mundo de pertenencia. Un mundo al que van abandonando los viejos paisajes del escenario personal, los compañeros de existencia, las pasiones, el poder, los amores… todo aquello que un día lo fue todo. En otro plano de lectura, simboliza el conflicto solitario del hombre -varón- contemporáneo que deja de ser útil a la vida productiva y dinámica tal como lo exige la vida urbana de los países desarrollados. En este hombre anónimo y universal se representa la condición de los seres perecederos. Elegía es una novela de despedida. Es la puesta en palabras de una biografía en desintegración.

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Antonio Lendínez Milla

TEMA LIBRE He soñado, he sentido la pasión de tu cuerpo, lo que tanto quería abrazarte en silencio. He soñado tus labios en ardiente deseo, complacer a los míos, recorrer tus secretos. De lo oculto tu fuerza, sus profundos secretos. Lo que desea la vida, satisfacer a ese sueño. He sentido tu cuerpo, anhelante hacia el mío, revolcarse en sus ansias, rebosar su deseo. Ese colmo constante, el vaivén del anhelo, que se sacia bebiendo del amor sus secretos. He mirado a tus ojos, me he encontrado muy dentro, me he sentido querido, desear tú mi cuerpo. Ese mutuo constante, satisfacer de besos, ya cesó nuestra sed, cuanto, amor, sólo serlo. Sin parar otra vez, complacerse de nuevo, y sentirnos unidos, cuando vibran los cuerpos. He sentido tu ser, deseado tu cuerpo, un deseo constante, un colmar nuestro anhelo.

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Daniel Goldenberg

CLASE DE HISTORIA

Los electrodos ya habían comenzado su arritmia intermitente cuando las palabras del Profesor retumbaron en mis sienes: "Morir es la única manera de comprenderlo todo". El émbolo de una jeringa enorme inyectó su suero pálido en mi cuello y me paralizó por completo. Una aplastante sucesión de desvanecimientos, cada vez más profundos, me atropelló como un tren dentro de un túnel y entonces desperté. Cobré conciencia frente a un pelotón de fusilamiento, un instante antes de la orden de fuego y conocí el terror. Luego sobrevino la oscuridad, insondable, indolora y otra vez el terror. El filo de una bayoneta en Gettysburg volvió a sumirme en la transición hacia un nuevo y agónico despertar. A cada renacer le sucedía la certeza de una muerte espantosa y a cada muerte le precedía el horror de renacer. Morí incontables veces. Infinitas veces. Morí en Bataán a un lado del camino. Morí sobre las barricadas de la Liberté. Morí por el látigo en una plantación en Virginia. Morí en los pogroms de Kiev en 1905. Morí de asfixia en una trinchera de Verdún. Morí en la fosa de La Pedraja junto al maestro de escuela. Morí en Treblinka y no pude reconocerme. Morí bajo la metralla infame de Plaza de Mayo. Morí sobre la calle Pasteur. Morí en Hiroshima y Nagasaki. Morí anónimo al sur de Phnom Penh una mañana del Año Cero. Morí en un estadio en Santiago de Chile. Morí en el piso noventa y cinco de una torre en Manhattan. Morí en un ataúd a la deriva junto a setecientos hermanos. Morí en un callejón de una ciudad cualquiera. Morí de soledad, de pena, de olvido. Y entonces comprendí.

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Jorge Pailhé

EL CASO DEL MONAGUILLO ASESINADO

Aquella tarde llegué a la casa de Don Vilchez con una sorpresa. Lo había pensado profundamente, no fuera cosa que lo que creía podía ayudar, terminara perjudicando: le compré un termo. Era una manera de evitar esos mates que me daba cada vez que nos reuníamos, y que iban desde los 150 a los 25 grados, según fuera la longitud del relato. Por supuesto, cuando se lo di le dije que era para evitar que se quemara con la pava y nada más, pero así y todo puso cara de pocos amigos y emitió un sonido gutural que tenía alguna similitud con un “gracias”. Luego, en la cocina, me permitió sacar la pava del fuego cuando yo considerara que la temperatura era la ideal, pero él puso el agua en el termo y se adueñó de la acción − y de la preparación del mate − rápidamente.

− ¿Le conté la historia del monaguillo asesinado?

− hizo la típica pregunta introductoria, y antes de que yo pudiera sacar mi libreta y mi birome ya estaba arrancando.

− Era en otoño, recuerdo. Estábamos una mañana en Homicidios, sin mucho qué hacer, cuando sonó el teléfono. Hizo la primera pausa en el relato para cebar el mate. El agua caía con naturalidad sobre la yerba gracias al pico del termo, pero él seguía su propia acción con gesto adusto y mirada de reproche.

− Les avisaban que habían asesinado al monaguillo − dije, sin lucir demasiado inteligente, más bien todo lo contrario. − Y, sí... − el Viejo hizo un silencio piadoso y siguió − Lo habían liquidado en el atrio en la misma iglesia donde prestaba su servicio. Me alcanzó un mate pero cuando lo hizo fijó su vista detrás de mí, más arriba. Seguí su mirada y me encontré con un alto y frondoso rosal que lucía unas flores multicolores muy particulares, y de cuya existencia no me había percatado jamás. Se acercó embelesado y me señaló un pimpollo que mezclaba rojo, blanco y rosa en forma casi psicodélica.

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−¡Mire esto! ¡Maravilloso! − emocionado como nunca lo había visto, el Viejo gesticulaba y hasta lagrimeaba señalando el pimpollo. − ¿Sabe cuánto hace que estoy esperando que salga este injerto? ¡Ya había perdido las esperanzas! − Es hermoso, y qué curioso que hasta hoy nunca había visto ese rosal − le dije, y como no tenía más comentarios para hacer, preferí retomar la birome, a ver si mi gesto animaba a Don Vilchez a volver al relato. No logré mi cometido en seguida pero dentro de todo la estrategia funcionó. Don Vilchez se dio cuenta de que hablar conmigo sobre injertos y rosales era como hablar con un natural de la Antártida que jamás abandonó su lugar de residencia, y volvió al mate y a la historia.

− Llegamos a la iglesia (yo no entraba en una hacía como 30 años) y encontramos al chico ahí tirado, con flor de corchazo en la cabeza, y al cura llorando desconsoladamente sentado en la primera fila de bancos. Me acerqué, lo saludé y le dije un par de frases de ocasión, y él me dijo, antes de que le preguntara, que se trataba de asaltantes, que habían entrado a robar un crucifijo muy valioso y cuyo robo lamentaba, aunque por supuesto no tanto como la vida de Miguel. − La verdad que un robo en una iglesia es algo bastante raro, y menos aún si incluyen un homicidio, ¿no? − maticé, como para forzar una pausa matera en el relato. − En seguida el cura me plantó toda su teoría − a Don Vilchez evidentemente no le importaron ni mi comentario ni mi intento de pausa − y me dio mala espina, vea... Ahí sí detuvo su relato. Parecía que me iba a cebar un anhelado mate, pero así como se había detenido arrancó, muy lanzado a sus recuerdos. − Mire, para no aburrir, le hago un resumen: a mí la teoría del asalto no me cerraba. Nadie en el barrio había visto movimiento de gente entrando al templo (es verdad que había sido temprano, antes de la misa de las 8), y el famoso crucifijo era un misterio, ya que la mitad de la gente que consultamos recordaba la existencia del objeto, y la otra mitad no. − Qué raro esto último ¿no? − ¿Por qué? ¿Usted cuántas veces vino a verme aquí a mi casa? − Y, al menos siete, ocho... − Y nunca vio mi rosal... ¿se da cuenta? La gente se cree que los testigos siempre tienen todas las cosas claras y no es así, porque se le pregunta sobre algo que pudieron haber visto en una escena que no les importaba,

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porque cuando las vieron, o no, no pasaba nada que fuera importante para ellos. Admití que tenía razón y empecé a prepararme para el momento en el que el Viejo comenzaba a develar el misterio, a presentar la solución del caso.

− La cosa es que la teoría del asalto no cerraba, pero tampoco tenía por qué sospechar del cura. Si él tenía algún motivo para deshacerse de su monaguillo yo no lo conocía, y por otra parte es muy difícil pedirle a un religioso que pruebe qué hizo o dejó de hacer a manera de coartada. Un tipo de estos puede decir que estuvo toda la tarde en su cuarto, rezando... ¡y andá a que te cure Lola!

− ¿Y qué hizo, finalmente? − Hice como que cerraba toda la historia y que enfocaba la investigación afuera, sobre el accionar de bandas de chorritos, sobre la actividad de algunos reducidores que podrían intervenir para hacer plata con el crucifijo… ¡Ah! Y lo más importante, empecé a ir a misa… − ¿A misa, usted que es más ateo que un cajón de manzanas? − traté de preguntarle con alguna gracia, aunque no creo que haya tenido éxito.

− ¿Y logró algo? − Don Vilchez hizo otra pausa. Me pareció que estaba buscando las palabras justas para internarse en lo que faltaba de la historia. Alternativamente me miraba a mí, al rosal, luego a la pava. Entrelazó sus dedos.

− Yo no necesitaba saber cómo lo había matado, sino por qué, y pensé que frecuentando la misa, tendría chances. No me acuerdo ahora, pero ya haría cinco o seis celebraciones que me había comido, con todo respeto, cuando por fin apareció un elemento nuevo, aunque nada del otro mundo. Al final de la misa, el cura anunció que por la tarde, luego del oficio de las 19, habría ceremonia de depósito de cenizas en el cinerario de la iglesia. La información no me dijo nada. En realidad, me confundió aún más, así que me pareció pertinente no preguntar nada.

− Fui, claro, a esa ceremonia. Vi varias familias, emocionadas hasta las lágrimas, depositar las cenizas de sus seres queridos, pero entre ellas algunos jóvenes, en no más de dos pequeños grupos, que hacían lo mismo con otra actitud… era como si estuvieran simulando, o actuando… El sacerdote metió las urnas de esos pibes bien adentro del cinerario, como para evitar que se vieran las cenizas cuando las volcaba allí. ¿Qué estaba pasando? No encontraba respuestas... aún.

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Don Vilchez hizo otro descanso en el cual hasta se dio el lujo de girar parsimoniosamente la bombilla. Ahora sí, pensé, ahora se venía la gran revelación.

− Entonces, pensé, si la cosa pasaba por ahí tenía que suponer que no se trataba de cenizas. ¿Podía ser, por ejemplo, cocaína, para asegurar su traslado vaya uno a saber dónde? Al principio me pareció una locura, pero iban pasando los minutos, alternaba mi mirada en las caras de los pibes y del cura y terminé por estar cada vez más convencido. Dejé que terminara la ceremonia por respeto a la gente que acababa de despedir a sus seres queridos, y cuando todos se fueron lo intercepté. Me pareció que trataba de evitarme dando pasitos rápidos adentro de la sotana, pero no le di chances y tuvo que preguntarme qué quería. − ¿Le preguntó o lo acusó? − no pude reprimir saber. − Simplemente le dije que había llamado a la gente de Científica para que viniera a analizar el cinerario. Su cara no pudo evitar sorpresa y contrariedad... y en seguida me miró fijo, contrajo sus facciones y empezó a llorar. Se quebró, como decimos nosotros... Don Vilchez respiró profundamente. Se notaba que no estaba feliz por aquella verdad que había develado.

− Ahí no más me hizo una confesión, que tuve que escuchar con mucha concentración porque hablaba entrecortado por el llanto. “¡Por qué me descubrió! ¡Por qué tuvo que pedirme la mitad de las ganancias a cambio de silencio!”, clamó, y terminó, ya casi sin voz y meneando la cabeza: “Pobre Miguel... Lo tuve que matar... lo tuve que matar”.

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Mirta Linda Saiegh

SIN FECHA DE VENCIMIENTO

En su casa guardaba, cajas, cajetas, llenas de cosas de lo más insólitas, alambres viejos, pedazos de madera, arandelas, goma espuma, zapatos de todo tipo y color, uñas cortadas, corchos de botellas, de todo… hasta pelos de barba. Todo le servía, no tiraba nada. Cuando las cosas fueron ganando lugar a la casa, no supo cómo ingeniárselas con el espacio. Los muebles presentaban un desafío para juntarlos. Las mesas de comedor se sumaron. No quería desprenderse de ninguna. Estaba la que había heredado de la abuela, otra de roble que compró en un remate, y la que llegó a ser la preferida, ésa que consiguió la primera vez que fue a vivir solo. Se le ocurrió apilarlas para poder mantener todas. Era difícil comer y hacer equilibrio sobre la torre de mesas, fue así que empezó a comer sobre la cama, con una bandeja. Algo práctico que ocupaba poco lugar, si se calcula que una bandeja guardada en forma perpendicular no ocupa demasiado espacio. Un día sintió que le dolía la garganta y fue a buscar, en el botiquín del baño un remedio, vio que algunos estaban con las tapas flojas y otros con la caja gastada, tuvo la precaución de verificar la fecha de vencimiento antes de tomar uno. Esa tarde se entretuvo, poniendo en fila y clasificando las cajas de medicamentos. Primero por año y después por mes. La más vieja, de 1994, y así, nostálgicamente, como quien mira fotos, fue recordando cada una cuando la había adquirido. Claro, no sólo era coleccionista de cosas viejas sino que, además, coleccionaba síntomas invisibles para los médicos. Se ofendía si le decían que no tenía nada, justo él que tenía de todo, o al menos, conservaba todo.

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El contacto que mantenía con el mundo era mínimo, sólo le servía como lugar de suministro de más cosas, que calculaba bien antes de entrarlas a su casa. El día que tocó el timbre el chico de la farmacia llevando un pedido, ante el primer sonido le respondió. Al abrirse la puerta se sintió el olor a remedio impregnado, característico en esa casa. Le costó reconocer al dueño, veía otra versión. Trascendió que el hombre, tan preocupado por el paso del tiempo había comenzado a desconocerse y llegó a duplicarse. Creó otro que fuera como él. Sin fecha de vencimiento. Tal vez no exista otra manera de pasar el invierno, guardado como todo lo demás.

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María Gabriela Failletaz

BONIFICACIONES

Rumbo a mi trabajo en escuelas de la periferia de Lomas de Zamora, las rutas que me ven pasar cada mañana tienen un no sé qué… un no sé qué voy a hacer si se me queda el auto acá… Una vez atravesado por debajo el arco del puente del Camino Negro, yendo de este a oeste, hacia el Camino de Cintura, uno se va internando en lo que yo apodo Tierradenadiezonaliberada. Quien se aventura a afrontar estas inmediaciones del western está dispuesto a aceptar la volubilidad de las reglas del juego, que a la vez de cierto riesgo de muerte, hay que ver que también traen el beneficio de convertirse en un experto conductor. ¡Tampoco hay que ser un negativo de mierda siempre! Manejar en estas calles es aprender a burlar obstáculos en medio de un tránsito desordenado en el cual conviven: colectivos y camiones, entre los vehículos de mayor envergadura (siempre me impresiona esta expresión); autos con y sin luces o patentes, con y sin cataforesis, con y sin ventanillas, con y sin puertas; camionetas, rastrojeros, carros con caballos inerciales, carros sin caballos, inerciales también (jamás frenan) son los de mediana talla; motos y bicicletas. También se aprende a esquivar perros sueltos o en jauría persecutoria de hembra alzada, niños ¡muchos niños!, muchos y de diferentes tamaños, gatos, pocos, y alguna que otra gallina. Martes y viernes la feria multirubro se extiende desde la amplia plaza que enfrenta a una de mis escuelas para internarse en una bocacalle pueblerina, lo que no ofrece mayor dificultad salvo para el estacionamiento. Debe uno disputarse el espacio con unos cuantos trailers de verdulería, carnicería, artículos de limpieza, películas pirateadas, bombachas calzoncillos y medias, los coches de los profesores del secundario y los de los médicos de la salita. Un poco más allá es la paz… La Paz, Bolivia. Hacia el Camino de la Ribera, se extiende otra feria-americana-callejera, sobre una concurrida calle de doble mano. Fue acertada la construcción de lomos de burro, ya que bordeando las piletas públicas de Villa Albertina, a veces parque, a veces laguna de eucaliptos, según las precipitaciones, se asientan los puestos cuyos propietarios se arriman con notable imprudencia al parque automotor. A continuación, el poblado asentamiento, otrora chanchería, la cual forma un hito lingüístico (hasta la chanchería) a la

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hora de indicar destino a choferes de colectivos. En los comienzos de mi carrera, allá en la juventud, los aromas emanados por el matadero eran razón suficiente para tomar cargo en otras escuelas. Cabe destacar que en la totalidad del trayecto de unas 30 cuadras existen tres baches históricos, un manantial de aguas surgentes y un estanque vitalicio en el asfalto hundido dispuesto en ubicación central, hoy simbólica escultura de material reciclable estilo Minujín. Son llantas, palos y cubiertas, dispuestos en diferentes planos, una suerte de monumento al bache de comuna postergada que crea un bonito desvío bifurcado en forma de V y de paso refresca las superficies resecas de los neumáticos. Los baches restantes, han sido prolijamente emparchados... en este año electoral. Dichas obras favorecen el pisteado en horas de la tarde, cuando el regreso a casa exige no ir endomingado por estas tierras, ya que las probabilidades de asaltos aumentan considerablemente. El arroyo ha quedado muy bien después de su entubado. Nos evitan transitar diez a quince kilómetros de desvío para el ingreso por Puente de La Noria cada vez que llueve. Aunque nunca falta el abordaje de atajos poceados y jabonosos para arribar. Hace unos años Defensa Civil era el remolque obligado de maestros y profesores, cuando la inundación. De lo expuesto se deduce que el plus por zona desfavorable de un docente no se usa para otra cosa que autopartes.

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M. Pilar López O.

TENGO GATO

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Gato gatito, subido en la repisa vigila el salón a través de la rendija brillante de sus ojos entrecerrados. Podría levantarse, estirar su espinazo larguísimo de pronto, afilar las uñas pinchosas en el respaldo del sofá rojo. Aún no le apetece, respirando malicioso relax, parece que se compadeciera de los ajetreos apresurados que me consumen, ¡llego tarde para entregar este trabajo, como siempre! Podría acercarse, mirar, y encaramado a mi lado exigir su ración de atusamiento vespertino. Todavía es pronto, mira y bosteza, juraría que sonríe mientras se reacomoda y me contempla displicente. Gato aplicado, hace sus deberes de gato desde la atalaya con mejores vistas de la casa, me juzga y se sonríe con diversión felina, muerto de risa por dentro. No hay como tener un gato para sentirse huésped en la propia casa, y un poco tonta por no estar ahí tumbada vagueando en lugar de acongojarse rematando trabajos aburridos y poco gratificantes. Me mira, sin pausa. En el fondo me quiere, creo yo, luego se acurrucará a mi vera, ronroneando afectuosamente durante horas. Gato gatito, ¿te ríes de mí espiando desde la repisa? Gato profesional al fin y al cabo, salta repentinamente y se pierde caminando suave, todo elegancia, rumbo a la terraza.

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Medio imaginado, medio biográfico.

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Paula Ancery

LA VIEJA DE LOS GATOS

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Uso como vestido una prenda que alguna vez fue un camisón, un camisón de señora seria, no un camisón sexy, pero que en su cualidad de camisón era de un género finito. Ya era fácil que se me transparentara de por sí, pero además, con tantos años de uso, prácticamente hay que adivinar que el estampado original era con florcitas. Me paso tres o cuatro días sin lavarme los pelos y tres o cuatro meses sin teñírmelos. El último día, directamente ni siquiera me paso el cepillo. Me maquillo poco, pero cuidadosamente mal. Para lograrlo, como todavía no soy lo bastante miope, abro la ducha con agua bien caliente, pero no me baño: dejo correr el agua hasta que el espejo empieza a empañarse, y entonces me doy un par de brochazos en los párpados y en los pómulos, y me pinto los labios de rojo, medio de memoria. Daría igual que para esos menesteres me mirara en la foto del documento. Si hace frío, me echo encima del camisón una campera, y si no, salgo así. Llevo una bolsita con sobras de comida. Si es posible, que sean un poco olorosas. Pero si no, no importa. Nadie se me acerca. Y así es como ejerzo mi rol de vieja que sale a darles de comer a los gatos. Todavía me faltan unos años para vieja, por eso tengo que improvisar el physique du rol. Porque no puedo esperar. No me quedó otra alternativa que salir a darles de comer a los gatos, como mínimo, una vez por semana, desde que tuve el encuentro. Desde que recibí la revelación. Yo andaba en uno de los tantos períodos tenebrosos que suelen atravesarme de vez en cuando y, en la desesperación total, hice lo que nunca: ir a buscar consuelo a una iglesia. No tuve en cuenta que era abril y que eran ya más de las ocho de la noche. La nave estaba vacía. Primero me senté, después me arrodillé y, lógicamente, no me pasó 3

Éste había empezado a escribirlo hace unos meses, para una consigna que no recuerdo, pero lo abandoné porque me di cuenta de que no me salía la consigna. Ahora que nos dieron piedra libre, lo retomé:

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nada. Me fui sintiéndome más inútil que cuando había entrado. Y, al igual que cuando había entrado, sentí en el pórtico un fuerte olor a pis de gato. Yo sabía que era por culpa de esas infaltables viejas que hay en todos los barrios, y particularmente en las iglesias, que salen todos los crepúsculos a darles de comer a los gatos, con lo cual perpetúan la especie. Nunca me llevé ni bien ni mal con los gatos, pero las viejas que les dan de comer como si ellos lo necesitaran y lo agradecieran, ay, me producían desdén. Me fui pensando – seguramente, la verdad es que no me acuerdo de en qué pensaba – que sin embargo esas viejas locas se sentirían mejor que yo, aun en ese barrio oscuro, aun a esas horas peligrosas. No es que la calle de la iglesia careciera de iluminación, pero también estaba llena de árboles, con lo cual se producía un efecto mortecino sucio. “Lo único que me falta es que me asalten”, eso sí estoy segura de que lo pensé, y empecé a mirar para todos lados. Había poca gente, gente que parecía inofensiva, aunque supongo que los atacantes se ocupan de parecer inofensivos hasta el último segundo. Pero había un atacante para mí esa noche, y no tuvo ese cuidado. Apareció en una esquina antes de que yo caminara dos cuadras. Supe que era una figura masculina, pero quise mirarle la cara a ver si era joven (y si lo hubiera sido ¿qué?) y me di cuenta de que no se la veía, de que era una sombra. Podía haber sido la legítima sombra de la oscuridad de la calle, pero a medida que avanzaba, su figura entraba y salía del dibujo de los follajes y los reflectores, y su cara siempre estaba en sombras. Lo único de lo que no me quedaban dudas era de que tenía un sobretodo muy grande, que le llegaba casi hasta los pies, y llevaba metidas las manos en los bolsillos. Como siempre en situaciones así, evalué la conveniencia de cruzarme de vereda a mitad de cuadra. Ustedes conocen esa disyuntiva: si lo hago, ¿no podría ser tomado como una descortesía o como un signo de pavor? “No le demuestres miedo, que se envalentona…” Sin decidirme del todo, di unos pasos en diagonal, para ir acercándome al cordón de la vereda o al bordillo de la acera, como prefieran. Pero mientras yo hacía esto, él también seguía avanzando hacia mí en línea recta, de modo que, cuando me llegó el momento de poner mi siguiente pie en el asfalto o en la acera, sólo nos distanciaban cuatro o cinco pasos. Fue un segundo. El sujeto se abrió el sobretodo en un solo movimiento, una mano tirando de cada solapa, y de su interior saltó un gato profiriendo un maullido de ésos que hielan la sangre.

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No sé si llegué a gritar. Sé que salí corriendo, cruzando la calle sin mirar. Una vez en la vereda opuesta, después de que hube dado cuatro o cinco pasos más, volví la mirada hacia atrás, buscando al sujeto del sobretodo. Pensé que, si no volvía a verlo, me iba a parecer que esa escena me la había soñado, que ya estaba tan perturbada que había empezado a alucinar. No vi nada. El sujeto del sobretodo había desaparecido. Pero al llegar a la siguiente esquina, vi un gato muerto, y supe que era el mismo gato. Me llevó algunos días juntar coraje para volver a la iglesia a una hora en la que estuviera el sacerdote, y contarle lo que me había pasado. Quería saber si otros parroquianos u otros vecinos habían tenido apariciones semejantes. Y en efecto. Me dijo que al príncipe de las tinieblas nunca se le veía la cara, y que el gato que me había tirado encima y el gato muerto eran uno y el mismo. Que los ignorara. Que el demonio hace eso cuando está aburrido, a ver si por casualidad encuentra algún gil a quien ganar para la causa, pero que normalmente se lo puede esquivar con una finta muy sencilla: el sentido del humor, como en “El fantasma de Canterville”. Me recomendó vosearlo y tratarlo de “che” si había una próxima vez, por ejemplo: “¿no tenés NADA mejor que hacer? ¿por qué no me dejás tranquila, que estoy ocupada?” Era amoroso ese cura, pero claro, no me conocía y no sabía que esa noche yo justo estaba en uno de mis momentos tenebrosos. Yo no puedo asegurarles que todas las viejas que les dan de comer a los gatos son como yo, pero hay algo que siempre me pareció obvio: lo hacemos porque no lo podemos evitar. Y sí, después nos sentimos algo mejor.

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Gisela Krapf

ZAPATOS

Caminando por esa costa, despreocupada y mirando el río, hermoso, majestuoso, pensaba en la suerte de estar en ese lugar. De pronto llegué a encontrarme con unos cuantos zapatos de hombre y de mujer, de metal, amurados al piso, justo al lado del agua. La imagen fue, en un principio curiosa, y luego aterradora cuando uno se entera de lo que significa. ¿Cuántas guerras bañaron esas aguas? ¿Cuánta sangre diluyeron? Cuentan en el lugar que Hungría importó gente de muchos lugares gracias a la cantidad de población perdida ante cada guerra, cada peste, y que por eso los lugareños son tan disímiles entre sí. Pero suele ocurrirme, cuando estoy en ese tipo de lugares, que trato de transportarme a esos momentos, e imaginar cómo ha de haber sido. Quizá sea la suerte, el hecho de no poder imaginarlo de verdad, suerte de que nunca me haya tocado vivirlo, suerte de ni siquiera poder pensarlo. Cientos, miles de años de historia de sufrimiento, ocupación, dominio, servidumbre, matanzas y dolor, como ocurrió en Maérica y muchos otros lugares, hablo de este porque acabo e volver y tengo todo a flor de piel. Me pasó en Praga, entrar a una de las sinagogas del barrio judío, en la cual cuartos y cuartos están pintados con los nombres de los hombres y mujeres que fueron llevados de allí a campos de concentración, que desaparecieron y nunca volvieron a verlos, y ni me imagino los que faltan, los anónimos, los que nadie puedo reconocer y recordar. En Austria, pasear por los palacios de Sissi y Francisco José y comparar esa abundancia con lo que había visitado antes. Un viaje como ese es increíble, hermoso, inigualable, pero hubo muchas cosas que dejaron una sensación amarga en mi cuerpo. La consigna es libre, por lo que me sentí libre de escribir impresiones y no un cuento. Les dejo la historia de los zapatos para quienes no la conocen: “Entre diciembre de 1944 y fines de enero de 1945, la Cruz Flechada cogió a 20.000 judíos del gueto y los fusiló a lo largo de las orillas del Danubio, arrojando los cuerpos al río. El monumento de los zapatos de Budapest conmemora este genocidio. “Los zapatos en el Paseo del Danubio” fueron realizados en 2005 por Gyula Pauer y Can Togay. Estos sesenta pares de zapatos de hierro solitarios, sin dueño, son una alegoría a lo que quedó de estos judíos asesinados y tirados a la corriente de agua por estos fascistas.”

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(http://www.mibauldeblogs.com/‌/judios-Budapest-y-monumento-‌) 29


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María Guerra Alves

UNA MUJER VALIENTE

¿Julieta o Lucía? ¿Qué importa? Ella es ella. Una mujer única, hermosa, plena, valiente. Un ejemplo a seguir. Todo el cielo en sus ojos, toda la pasión en sus labios, toda la claridad en su voz. Un aura luminosa la cubre. Ella es transparente, por donde se la mire, y lo fue aún cuando tuvo que ocultar su identidad, aún cuando tuvo que huir. Hasta sus treinta y cinco años fue Julieta, el nombre elegido por sus padres. Luego fue Lucía, tal vez por la luz que irradiaba, a pesar de vivir en plena oscuridad. Había amado a ese hombre durante muchos años. El mismo que intentó matarla. El mismo que borró el nombre de Julieta de todos los seres que la acompañaron hasta el día que cambió su vida. Todos los seres que la lloraron, creyendo que ya no formaba parte de este mundo. Un grupo de personas desconocidas le regalaron una oportunidad y un nuevo nombre al que pudo adaptarse sin inconvenientes. Su título de docente le sirvió para volver a trabajar en lo que más le gustaba, pero con niños y adolescentes totalmente distintos a los de la gran ciudad que la había visto nacer. Niños y adolescentes que le devolvieron las ganas de soñar. Cinco años pasaron. Cinco años la cambiaron. Cinco años la embellecieron, la rejuvenecieron, la despertaron. Y pudo volver. Y pudo creer. Y pudo crecer. Y pudo amar. La muerte de aquel ser despreciable le dio paso al regreso, tan esperado. Volvió a su lugar, sin perder contacto con cada una de las personas que la habían acompañado allá, lejos, en una escuela de frontera. Libertad, paz, amor, plenitud, fe, esperanza, en una bella mujer con una doble identidad y una única alma, pura, sensible y generosa.

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Ce Pérez Hillar

BYE

Tomó el último sorbito de la copa más bonita que pudo elegir entre dos, tres. Se apretó la bata y se refregó los brazos, venía un fresquito quién sabe a qué y por la ventana podía mirar las cicatrices de la historia, el mar, montaña, edificios... era un vino de pésima calidad, parece, porque empezó a tropezar con las cosas enseguida. Cuando uno sabe dónde se dirige, arrastra los pies o sale corriendo, así es que entonces, no había ni un esbozo de apuro alguno. La llamada la despertó, y del otro lado dijeron una palabra sola:

− Ya. Pegó un grito largo, que paró en seco, sintiéndose torpe. Sí, ya sabía que sucedería de esta manera, de noche, en su ausencia y pronto. Despacito abrió la canilla, se desvistió y no agradeció ni una vez, como de costumbre, el agua calentita, ni el fluir copioso, ni copió los gestos de acariciarse con jabón. Se hubiese quedado a vivir para ducharse nomás. No tuvo ganas de elegir qué ponerse, pero un dedo espeso le señaló que se pusiera el gorro negro, ése que le bajaba hasta la nariz para besarla. El dedo que señalaba habló: − Abrígate, bebita, te va a hacer mucho frío. Tenía razón, a esa madrugada le faltaba gente, no había ni luna, ni señales para ver por entre los árboles, ni estrellas coronando cúpulas, ni baldosas rotas para contar. Como nunca, no había anotado la dirección. Pero él la guiaba. Cuando llegó, se dio cuenta que ni una cuadra había hecho de más.

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La recibieron las letras en dorado de su amado como había sido llamado al nacer. Entró como en cámara lenta sin saludar a nadie, preguntó dónde. Y un dedo, ajenísimo, le señaló el lugar.

− Está dormido, gritó. Está dormido, idiotas, ¿por qué no tiene ropa? Ponía la silla para sentarse a mirarlo y alguien, apenas se descuidaba, se la sacaba. No había una maldita flor y se maldijo por no atender a un florista que, de camino, le arrimó un ramo, como sabiendo. Le abrió los ojos, lo besó en la boca, le sacó un par de puntos negros como a él le gustaba. Le buscó las manos entre un saco de plástico que lo envolvía, estaban tibias. Fue al baño y lloró, vomitó como nunca más volvería a hacerlo, se prometió, como a quien le arrancan los miembros sin anestesia. Alguien dijo:

− ¿Quién? − Ella. Lo acompañó en su último viaje, segura de que molesto estaría por no manejar él. Los recibió a todos otro idiota, que ni siquiera se planchó la camisa para la ocasión, frente al Gran Idiota, el párroco, que dijo rápido las mismas palabras con las que despidió al anterior. Ella se arrodilló para besar su último contenedor. Lo subieron a una cinta que lo transportaba a una ventana, y una góndola de cajones se podía observar desde el agujero.

− ¿Qué le van a hacer? − Lo van a cremar, querida. Y salió, sola, como habia llegado, mirando tumba por tumba, lo que la hizo sentir tan humana. Tomó el colectivo... quizá te sirva para explicarte el porqué de algunas caras amargas cuando le preguntas la hora y no te contesta para responderte, si estás cerca de Pichincha e Independencia.

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Llegó y tendió la cama, la deshizo, lavó las sábanas para que se fuera el amor que habitaba en ellas. Mientras miraba por la ventana, erguida, saludando para siempre lo que fué, como un soldado. Su primer orgasmo después de ser madre, su mirada, cuando la vio entrar toda mojada, buscando su paraguas, los besos, las despedidas, las vueltas, insaciables. Los días, los buenos tramos... el sentirse amada y más deseada que por sus padres. Y escupió para nunca, desde un séptimo piso, los años de más. Los años de desencuentro. Las peleas, lo feo... lo enterró para siempre con él, ahí, donde no podría llevar ni una flor, ni contarle, ni pedirle que la viera, donde no podría volver. Está bueno eso, se repitió. Así se despide lo que parecía eterno. El tiempo la encontró sonriendo, como ahora. Porque las historias tienen que completarse, porque lo que no fue, será, a como dé lugar, se dijo mientras acariciaba a aquella que perdió esta jugada, ella. La felicitó por estar de pie, lista para encontrarlo con otro vestido. Certeza de que vendría a mejorar aquello que los juntó, el fuego. Tiró un beso al infinito, porque su vivir, que era más fuerte que el dolor, fue precisamente lo que lo llevó de aquí Para decirle un

− Tonto, postergaste tanto creyéndote dueño del tiempo… Con ella, al menos. Y no le quedó más que agradecer el sobrevivir, para amar, para hacer el amor, otras tantas, para cantar y bailar, honrar el ser elegidos por quién sabe qué, a seguir jugando aquí, otra inmensa y última vez. Lara lará, dabá dabá dabadá....

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Ce Pérez Hillar

CONSIGNA LIBRE

Trepaba puertas como quien respira, ágil, cansado de buscar las llaves. Una tarde, no. Más avanzaba más caía, como si estuviese pintada de jabón. Era una puerta de árbol, azul, tan simple que si no sugería nada por fuera, por dentro... quién sabe. Miró para todos lados, perplejo, avergonzado, que nadie viese su recién adquirida vulnerabilidad. Amasó escalitas para subir de a poco pero seguro. Un, dos, tres… abajo. La llenó de besos por si fuera árbol hembra, le acarició los bordes y la cerradura también, por las dudas. Le susurró muy cerquita de la manija que era preciosa, que él sabría atravesarla mejor que nadie y para siempre. Le pasó por debajo un ramo de jazmines, la perfumó y con su armónica le hizo oír su mejor música, la única que sabía. Le prometió lustrarla, contarle todos los chismes, le preguntó si tenía sed. Le tuvo paciencia un par de soles y otros de luna, la sopló, se durmió, se mojó, se secó y se volvió a dormir y a despertar en ella. No sabía qué más ofrecerle, entonces le rogó, le contó lo que buscaba. Inconvencible, lloró y lloró mucho. Pero no pudo desteñirla ni lograr su atención. Por única vez, le gritó a cosa alguna, le reclamó, mientras la lluvia lo mojaba de a poco. Gritaba, gritabaaa y por otra única vez, la pateó, le dijo que era muy mala que a nadie nunca pedía, que no era justo, que buscaba LA puerta y que no le costaba nada dejarse saltar.

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Ya podía tomar el agua que caía, de tanta. Hacia un poco de frio, pensó en qué suerte que las personas no repararían en su fracaso, prefería que lo tomaran por loco. Cuando un calorcito ajeno pero que le salía del pecho iluminó el picaporte y así la menos pensada se abrió, sencilla a recibirlo.

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Luis Alfonso Martín Delgado

UN SUPREMO AMOR

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Desde muy pequeño, el afán me había llevado a la búsqueda y el disfrute de todo tipo de música que se pusiera a mi alcance. La imposibilidad de disponer de los medios y los conocimientos necesarios para seguir avanzando me hacía estar continuamente al hilo de quien pudiera mostrarme nuevas vías que ampliaran la capacidad de compartir esos sonidos que otros creaban. Los discos aportaban la magia de las increíbles grabaciones de aquéllos que usaban la música como un machete en la selva. Reparaban la gran pérdida que suponía el hecho expresado en la frase que dejó grabada Eric Dolphy en su última actuación: “When you hear music, after it's over, it's gone in the air. You can never capture it again”. 5 Podíamos escuchar una y otra vez cada nota, tener en nuestras manos la funda del disco, estudiar la información que contenía, aprender los nombres de los músicos, las letras de las canciones… En esos tiempos, la audición de un nuevo disco recién salido era una liturgia entre los adeptos y el que lo presentaba al grupo oficiaba como sacerdote y guía musical del resto. En un momento de mi vida conocí a un amigo de más edad, gran aficionado y conocedor del mundo del jazz, que además tenía una gran vocación didáctica por la evangelización jazzística. Así que me confié a sus conocimientos para adentrarme en una disciplina que aportó algo nuevo y maravilloso a mi vida. Después de un año, había pasado el imprescindible tiempo de preparación cubriendo las necesarias etapas iniciáticas. Un día lo preparó todo de una manera especial. Entonces lo vi.

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Haciendo caso literal de la consigna semanal, mi musa se ha tomado la semana libre, así que aporto un texto que escribí para otra consigna (hace más de un año) y que quedó relegado por otro que se adaptaba más a lo propuesto en aquella consigna. 5

Cuando escuchas música, después que se acaba, se va por el aire. Nunca puedes capturarla otra vez.

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Un álbum con una fotografía en blanco y negro de un hombre con una mirada que expresaba búsqueda, honradez y determinación. Y un título que resumía todo eso: A Love Supreme / John Coltrane Lo puso en el tocadiscos y lo escuchamos del tirón, sin hablar, con la necesaria pausa para dar la vuelta al disco. Nunca antes había sentido algo parecido. Ni era ni soy religioso. Pero esa música aportaba algo que no había encontrado en ninguna otra. Algo que trascendía a todas las religiones y a todos los dioses para hacerlos uno solo. Era MÚSICA. Después de ese momento nada en mi forma de escuchar música volvió a ser igual. Han pasado casi cuarenta años desde entonces y vuelvo cada poco tiempo a oir A Love Supreme y a abandonarme dentro de su música. Me carga de energía.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 31 DE MAYO DE 2015


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