ANECDOTARIO DE VIAJES

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ANECDOTARIO DE VIAJES


Portada L. Alfonso MartĂ­n


ANECDOTARIO DE VIAJES


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CONSIGNA DEL DOMINGO 10 DE MAYO DE 2015 Tema

ANÉCDOTAS DE VIAJE

Ponente

VIVIANA GOLDMAN

Debe estar escrita en primera persona del singular. Viaje exótico, viaje ultramarino, viaje a Mar Chiquita. No importa dónde. Pero, contanos alguna anécdota de algún viaje de tu vida. Una anécdota que recuerdes con cariño, alegría. Puede ser cómica, absurda, loca. NO puede ser amarga. Y la tenés que situar en tiempo y espacio reales. ¡Buen viaje!

Daniela Acher

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Horacio Petre

POLONENSES

Acá estamos en el alíscafo, tempranísimo en una mañana de enero. Se nota que las mochilas estaban reprolijas, nada que ver con cómo quedarían... En el bolso de mano Vale tiene el equipo de mate. Ésta la saqué desde el micro que nos llevó de Colonia a Montevideo... no se entiende nada, está todo movido. Bajamos en la terminal Tres Cruces y nos quedaron unas horas para pasear antes de tomar el micro a Balizas. Fuimos a pasear y conocer la costanera montevideana... Por todos lados había carritos que vendían chivitos... Yo me pedí uno completo que traía ensalada rusa, papas fritas, huevos fritos, arvejas, jamón, queso... Vale está a punto de hincarle el diente al suyo. Balizas, justo antes de tomar la pick up para llegar a Polonio. Se ve que ya estaba frescolari, y nosotros bastante cansados. Viajando en la pick up con remolque de El francés, cae la tarde en la costa uruguaya. Valeria feliz haciendo de guía, mientras me pide que la mire, que sonría, y yo agotado y preguntándome cuándo llegaríamos al Polonio. Al día siguiente en la playa. Lo que se ve como un punto chiquito a lo lejos son... ¡Vacas! Acá, luego de 20 minutos de caminata, se las ve más de cerca... Creo que es la foto de este viaje, nunca antes había visto vacas en la playa... Las casitas del Polonio... En el Polonio no había calles, las viviendas estaban desperdigadas a lo largo de la costa, humildísimas y tan bellas. Las botellas interpuestas en el concreto entre ladrillos armando rarísimas tomas de luz... Supongo que desde adentro se verían muy lindas.

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La posada en la que paramos... Yo venía de laburar mucho en Baires, así que decidimos ir al lugar más top, que era éste, donde teníamos un cuarto en el que la cama doble ocupaba el 80% de la superficie, con una bombita de luz colgando en el techo, energía eléctrica de generador sólo hasta las once de la noche y baños compartidos al final del pasillo... A la vuelta de la posada había un muellecito, donde estaban estas barcas de los lugareños que se dedicaban a la pesca. Esta parte del Polonio se llenaba de lobos marinos que venían a comer los peces que tiraban los pescadores... A la mañana nos despertábamos con el ronroneo de estos bichos.

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En ésta, Vale prepara el mate y las galletitas para el desayuno playero. Todos los días fueron así, de insistente sol y aguas tibias y gentiles... Yendo hacia el norte por la playa, la mancha oscura que se ve a lo lejos es el cadáver de un lobo marino. Los dos, usando una roca a modo de trípode y con disparador automático. ¿De qué me reía? Un mediodía, mientras preparaba ensalada griega (queso, aceitunas y tomate, nuestro menú casi diario). Detrás de las rocas se ven los lobos marinos. El día que nos fuimos de caminata a Balizas, a mitad de camino, en el fondo a lo lejos se ven los restos de un barco encallado. Un rato después entre las ruinas de ese barco. Esta después la enmarcó Vale. Aprovechando que no había nadie alrededor. En balizas comiendo chivitos. Recuerdo que le pregunté a la dueña del local cómo era posible que vendieran tanta de esa carne por todos lados si no se veía ganado caprino en los campos... Se mató de risa, y ahí me explicó que los chivitos eran de carne vacuna, pero les decían así por lo cargados de guarniciones que venían... Se ve que era una metáfora lo de chivo, aunque nunca vi un chivo cargado de nada... De regreso a Polonio y haciendo dibujos gigantes en las dunas, como para ser vistos desde un avión. Otra mañana. Tomando impresiones del Polonio con las acuarelas que me había regalado Irene. Mientras yo pintaba, detrás de Valeria pasaban caminando por la orilla una pareja de nudistas. Por alguna razón, esos pezones al aire, esas bolas cara al sol me ponían nervioso, lo cual le causaba muchísima gracia a Vale. Más lobos marinos. Vale y la siesta una tarde que nos quedamos en la posada luego de una comilona regada con abundante cerveza... Leyendo en el atardecer polonés... Recuerdo el total ataque de risa con “Las ménades” de Cortázar.

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Nuestro cuartito en la posada. Lo que se ve colgando en las paredes son las acuarelas que iba pintando en la playa y las poníamos como decoración de interior. Bastante quemaditos ya, preparándonos para volver.

uno

de

los

últimos

atardeceres,

La tarde que llegamos a Montevideo, en la costanera. Hicimos tiempo toda una noche, para tomar el micro hasta Colonia en la madrugada. Uruguay se me presentaba como una especie de trama celeste (la de Bioy Casares), una suerte de Argentina en un tiempo paralelo, con uno o dos pequeños cambios, responsables quizá de la clásica parsimonia y paciencia oriental, de esa apariencia de Buenos Aires fuera de sincro. En la cubierta del barco, el puntito blanco de fondo son los edificios más altos de Buenos Aires, faltaban como tres horas para desembarcar todavía.

Florida, Abril de 2009

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Jorge Pailhé

CUANDO EL CHINO ESTABA MUCHO MÁS LEJOS...

En 1988 -calculo- me designaron para cubrir la gira del presidente Alfonsín a China. Yo ya había hecho otra cobertura similar en Costa Rica, pero claramente ésta era una experiencia más fuerte y un desafío profesional para un cronista sub 30. Entre los trámites que tuve que hacer en la embajada china en Buenos Aires -que estaba localizada, y lo sigue estando, a seis cuadras de mi actual casa- nos dieron a cada enviado unos cartelitos muy bonitos con distintas leyendas escritas en chino y en español, tales como “lléveme a la embajada argentina”; “lléveme al hotel nosecuánto”; “quiero un café y un vaso de agua”, etc. Lo primero que hice fue dejarme olvidados los cartelitos en casa, hecho que luego iba a lamentar. El viaje en avión fue demoledor: 36 horas con apenas un par de escalas de dos horas y monedas sin abandonar los aeropuertos. Creo que la primera fue en EEUU y la segunda en Nagasaki, cuya pertenencia a Japón nadie desconocía por la triste historia de haber sido una de las dos ciudades castigadas por la bomba atómica. El viaje en avión tuvo algunas particularidades relacionadas con hacernos acostumbrar a que cambiaríamos 12 horas de golpe en nuestra vida cotidiana. Recuerdo, por ejemplo, que habíamos dormido a la hora en que en nuestro reloj biológico made in Argentina mandaba. Nos despertamos, pero en lugar de darnos el desayuno nos ofrecieron la cena, y después otra vez apagaron las luces del Tango 01 y medio que nos obligaron a seguir durmiendo. Así y todo, cuando llegamos a Beijing (a eso de las siete de la tarde hora local) yo llegué al hotel y caí muerto en la cama. Para entonces, ya había vivido una experiencia límite en el aeropuerto, donde al arribar nos revisaron las valijas y descubrieron mi frasco de yerba mate (llevo el mate a todos los viajes, sean particulares o laborales, y convertí para la causa a algún mexicano, una haitiana y unos alemanes). Volvemos al aeropuesto. Frente a mí, un empleado bastante mal entrazado y escaso de aseo personal metió una mano con dedos largos y mugrientos en mi inocente (e irremplazable) yerba mate, mientras yo lo miraba fijo y le decía en mis pensamientos “sacá esa mano roñosa de mi

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yerba, chino hijo de remil putas”. El tipo no pareció intimidarse con mi penetrante mirada y siguió lo más tranquilo revolviendo el noble producto litoraleño hasta que habló con otros dos y entre los tres decidieron dejarme ir. Para entonces, yo ya me veía como el protagonista de Expreso de Medianoche (sin la facha de Brad Davis, claro). Aquélla no fue la única anécdota relacionada con el mate en aquel viaje. Una tarde me fui al hotel a escribir mis reportes en la Olivetti portátil que le había robado a mi abuelo para la ocasión, y pedí “hot water” para cebarme unos mates mientras trabajaba. En seguida vino un solícito empleado y me trajo... ¡té! Ante la emergencia, empecé a gesticular y gritar: “¡no! ¡tea no! ¡here, (señalaba el interior de la jarra) hot water! ¡Here (el platito que iba abajo), tea!”. Y antes de que el pobre hombre se fuera, reforcé con un rotundo no de dedo índice: “¡No tea! ¡No tea!”. El tipo cumplió. La estadía en China fue corta (tres días) porque el presi había anunciado una semana antes un plan de economía de guerra y había mandado achicar la duración del viaje (una estupidez, creo, porque el viaje tenía un sentido y un fin -político y comercial- y achicarlo parecía admitir que era un paseo). O sea que partimos un jueves -ponele- y volvimos el miércoles siguiente. Así y todo, en ese poco tiempo pude ir a la Muralla y al Gran Palacio del Pueblo, entre otros lugares históricos, pero en función periodística, ya que fuimos porque iba Alfonsín y debíamos cubrirlo. Sin embargo, en algún momento antes de llegar al Palacio del Pueblo, en la plaza de Tian'anmen, me perdí. Sí, así de corta: ¡ME PERDÍ! Con un inglés horripilante empecé a preguntar desesperado a miles de chinos que se me presentaban ante mi vista y me miraban con ojos desorbitados al escuchar esos extrañísimos vocablos (era domingo a la mañana, y parece que todos los pekineses van a pasear allí, se me ocurrió pensar). La salvación se corporizó en la persona de dos turistas estadounidenses a quienes les dije algo así como “I want to go people's palace”. Como ven, bastante mal estructurada la infantil oración. Así y todo, una de ellas me entendió y arremetió con una catarata de palabras en inglés que yo no entendía. Ante mis gestos, sabiamente sacó un plano y me dijo que ahora estábamos acá y que yo debía ir allá. ¡Glorioso!

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No me queda mucho más por comentarles para no aburrir, salvo dos cosillas: 1) Para la vuelta, y pensando en otro viaje kilométrico, me puse un joggin que me había prestado un amigo y que me quedaba bastaaaaante apretadito, sobre todo en el pantalón. Y era de un color... chillón. Era un cartel luminoso hecho joggin, para ser sinceros. Y el señor presidente no tuvo mejor idea, antes de partir, de pedir que nos pusiéramos todos en fila en plena pista, y pasó saludando a uno por uno. Yo estaba en la punta y me di cuenta que venía saludando, sonriendo y estrechando manos mientras miraba de reojo adonde yo estaba. Y el pobre hombre ya no podía detenerse. Fue uno a uno saludando y cuando llegó a mi me apretó fuerte la mano y me miró a los ojos. Son esas ocasiones en las que uno cree que no hace falta hablar para entenderse con otro. 2) El avión presidencial tuvo que partir de Beijing sin la presencia del jefe de seguridad de la presidencia, un militar que había ido a hacer compras a un shopping y llegó tarde al aeropuerto. Sí, así como lo leen... Lo peor fue que el avión hizo escala en la isla de Guam, donde hay una base militar norteamericana. Antes de que cualquiera de nosotros pudiera bajar, subió un militar yanqui como los de las películas: enorme, negro, con traje imponente y fusil amenazante. Preguntó quién estaba a cargo de la seguridad y hubo que decirle: se quedó bagayeando (comprando de shopping) en China. La vuelta fue por el Pacífico y el Presidente accedió a que hiciéramos una escala de unas ocho horas en Papeete, Tahití, en la Polinesia, así que hubo tiempo para ir a la playa (no conozco el paraíso pero se debe parecer bastante) y conocer la historia de Paul Gauguin.

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Federico Cahn Costa

ANÉCDOTA DE VIAJE

Roberto, a quien conozco desde los 12 años, Rogelio, mi amigo desde los 5 años, y yo nos entendemos sin hablar. Salimos de Buenos Aires a eso de las 5:30 de la mañana en el primer vuelo. Hubo que levantarse a las 3:00 y estar en el aeropuerto a las 4:00. Era mucho más barato ir a San Pablo vía el aeropuerto de Iguazú, del lado argentino, y seguir desde Foz, del lado brasileño, que un vuelo directo y la plata no sobraba. Al llegar a Iguazú, alrededor de las 7:00 de la mañana, alquilamos un auto y fuimos hasta el aeropuerto de Foz, sacamos pasajes para el vuelo de la tarde. Hubo que hacer migraciones y aduana. No había lugar y estábamos últimos en la lista de espera. Roberto, un águila a quien siempre quiero tener de mi lado, con sólo 10 dólares consiguió que nos subieran al avión dejando a tres personas de a pié. Milagros de la economía sudaca, donde un par de dólares para nosotros era un desayuno y en Brasil en 1988 era un dinero interesante. A mí esas cosas no me salen. Como teníamos varias horas de espera fuimos a ver las Cataratas del lado argentino. Otra vez migraciones y aduana. Recorrimos esa maravilla al trote, el tiempo no daba para más, y fuimos al aeropuerto argentino a devolver el auto. De ahí en taxi de nuevo a Brasil. Otra vez migraciones y aduana. Por suerte había poca gente en la frontera e hicimos rápido. O ya nos conocían porque era la tercera vez en el día que pasábamos. Como había un rato por delante decidimos ir a mirar las Cataratas desde el lado brasileño. Otra vez al trote sacando fotos y comiendo un sandwich a la carrera. Otro taxi al aeropuerto. Embarcar y bajar en Guarulhos.

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Ir cada uno al mostrador de una alquiladora de autos para conseguir el más barato. Nos dieron un Fusca (el viejo modelo del escarabajo de VW) a alcohol. Olía como un farol sol de noche mal calibrado. Salimos rumbo a Guarujá. Ya en la calle estaba oscureciendo. Salir de San Pablo no es fácil. No teníamos mapa y no habían inventado aún los GPS. A pura pregunta en portuñol básico y siguiendo los carteles de la calle. Hay dos caminos posibles, uno que dice “Santos”, por autopista, llano y fácil, son unos 70 kilómetros, de ahí al puerto y en el puerto un ferry y listo, o… el camino que dice “Guarujá”. El que no conoce toma el obvio, o sea el segundo. Era una ruta infernal en medio de la selva que sube y baja permanentemente de los morros brasileños y donde todos iban más rápido que nuestro modesto y barato Fusca de alquiler. Al timón, Rogelio, hombre ducho al volante en las pampas chatas. A los 20 minutos empiezo a sentir olor a frenos quemados y prestando atención veo que Roge aplicaba frenos como cualquier dominguero pampeano. Tratando de no ofenderlo le digo a los gritos “Boludo, si seguís manejando así nos vamos a quedar sin freno y nos vamos a poner el auto de gorra.”

− ¿Querés manejar vos?, fue su aliviada respuesta. − Dale. Frenó a un costado y cambiamos. Desde entonces manejé yo, no sólo a Guarujá sino en las dos semanas que siguieron ida y vuelta por la ruta que bordea el mar hasta Rio de Janeiro. Pocas veces me divertí tanto manejando y pocas veces le di una paliza peor a un auto que en esas vacaciones. Eran puros rebajes y cambios y el motor del Fusca a alcohol, doy fe, es noble y no se rompe. Pero volvamos al camino a Guarujá. Fueron como tres horas de montaña rusa para dejar de cama a cualquiera.

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Al llegar a Guarujá comenzamos a recorrer edificios hablando con los porteros. Acostumbraban alquilar los departamentos por día y sólo pensábamos quedarnos un par de noches. Conseguimos uno muy bonito en un edificio alto con una vista muy linda por muy poco dinero. Nos acomodamos y bajamos a la playa a darnos un par de chapuzones en el mar. Nos miraban como si estuviéramos locos, bañándonos de noche. Decidimos comer ahí mismo en un chiringuito. Unas cervezas, peixe frito, mariscos, unas frituras de papa y mandioca y alguna cerveza más. Al llegar al departamento cerca de la medianoche caímos en la cuenta de que sólo había pasado el primer día de nuestras vacaciones cuando Roberto preguntó “Che, ¿cuándo fue que salimos de Buenos Aires?”

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Julio Fernando Affif

ANÉCDOTA DE VIAJE

Con el Citröen 2CV más descuidado que viejo, alcanzamos a cruzar el puente de Paso de los Libres y entramos en Uruguayana. Con 25 años, la vida se nos abría como una aventura permanente y la posibilidad de adentrarnos en otros mundos desconocidos era un acicate para nuestro espíritu emprendedor y ávido. El sueño del Brasil forestal y selvático comenzaba a transformarse en realidad y hasta parecía que el aire ya era diferente a sólo quinientos metros de la Argentina. Apenas habíamos entrado unas cuadras en la ciudad recostada sobre el río Uruguay y ya notábamos el cambio de costumbres en la vestimenta, los vehículos, el tránsito, los comercios y el idioma. La gente parecía desplazarse con una gracilidad inusual para la rigidez porteña –mezcla de suficiencia y de desprecio por el otro- y una inefable sonrisa asomaba permanentemente en los rostros de los transeúntes que reconocían nuestro automóvil como de la otra orilla. Un agente policial de tránsito nos detuvo con la mano en alto y se dirigió a nosotros en un idioma que parecía salido de la bocina de un megáfono con música de samba, con una ancha sonrisa, pero ininteligible, haciendo al mismo tiempo gestos que nos indicaban estacionar, para un control de rutina. Nos habían dicho en Argentina que no era tan difícil entender el portugués con sólo decir “fala lento”, pero no era tan sencilla la cosa. Supusimos que nos preguntaban adonde nos dirigíamos y nos desarmábamos en explicaciones sobre ese lugar incierto al que queríamos llegar. Algo más displicente, el agente –que hablaba muy rápido- comprendió nuestra torpeza lingüística y nos hizo señas para que continuásemos nuestro camino y sacarse así de encima un problema idiomático que no estaba en su ánimo solucionar.

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− Esto no va a ser tan fácil −dije−; tenemos que conseguir un mapa porque aquí en cuanto hagamos unos kilómetros nos vamos a perder, y después, a éstos ¿quién los entiende? − Dejame a mí −dijo Rulo−; allí hay un kiosco y seguro tienen. Decidido, rápidamente, se bajó del auto, encaró al encargado del negocio y lo espetó al mejor estilo tarzanesco:

− Mapa… mapa… mí querer mapa. Una repentina rigidez se apoderó del vendedor, mezcla de incomprensión y desconfianza y Rulo insistiendo “mapa… mapa… brrrrr...” Y con las manos hacía gestos de mover el volante del auto y con la boca imitaba el ruido del motor “brrrr… brrrr…” Y entre que no sabía si correr despavorido o tirarse al suelo muerto de risa, el comerciante, muy quedamente, con los ojos muy abiertos le dijo:

−¿Qué te pasa, flaco?

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Mirta Linda Saiegh

ANÉCDOTA DE VIAJE (FICCIONADA)

Años de bohemia y presupuesto ajustado me llevaron a planear conocer Europa sin gastar mucho en hoteles. Opté por los trenes, para recorrer varios países. Fueron muchas horas en vagones. Por lo general, con asientos de tres enfrentados, Cómodos y también estrechos. Al comienzo del viaje sólo percibía cuerpos, rostros. Seres anónimos apoltronados en butacas. Indistintos, indiferentes unos a otros. Para matar el tiempo comencé a imaginar las ocupaciones de mis compañeros de ruta. Recuerdo que en el tramo a España, a partir de unos cabos sueltos, construí esta historia. La señora que viajaba frente a mí, llevaba una bolsa de hule con mandarinas. Cada tanto sacaba una, la pelaba y el vaho nos invadía a todos. Se ocupaba de convidarnos, La apodé La Tana, suponiéndola un personaje salido de una película de Fellini. Como parte del grupo viajaba un viejo, sugestiva papada, párpados arrugados como higos, manos velludas y grandes, con la boca hacía un gesto que parecía masticar algo, una mezcla de silbido y sonido. A un costado de él La Tana y del otro lado la pasajera más provocativa. La Mujer. Una hechicera. Piernas largas, dormía estirada y se reclinaba sobre la ventanilla usando su campera de almohada; el espacio, de por sí angosto, a ella se le reducía más. Al lado mío viajaba un cura; de no haber visto asomarse el borde blanco por su ropa no lo hubiera adivinado. Andaba compenetrado en la lectura, la mirada fija en el libro. Tuve un pensamiento y me sonreí, era bueno viajar al costado de dios, nunca lo había sentido tan cerca, me apaciguó sentirme protegido.

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El espacio se empezaba a impregnar con un dulce olor a mandarina, La Tana cada vez que sacaba una, nos convidaba. Ninguno hasta allí las había probado. Nos manteníamos amables, cautos. Alguien pidió permiso para salir, era La Cigüeña, como la llamé a la mujer de mi travesía. Tenía que pasar delante de mí, se hizo entender clavándome unos intensos ojos negros. Me capturó su mirada misteriosa. Deseé que esta vez pudiera tocarme la fortuna de recibir una buena carta, últimamente las manos de las partidas no me salían buenas. En ese momento, la presencia del cura se me transformó sutilmente de ángel guardián a fiscal censurador de mi deseo, aunque, que yo sepa, el codiciar la mujer de enfrente de tu asiento no forma parte de los 10 mandamientos. Estratégicamente pensé que al levantarse ella, con mi caballerosidad estudiada la podía acompañarla hasta el pasillo y conversar. Me desbarató el plan cuando pronunció palabras en un idioma raro. Por gestos y mímica le pregunté de donde era, me dijo Turquía, precisamente Estambul. Hasta allí lo único que podía asociar era el café a la turca que preparaba mi abuela Mazal, los baños turcos a los que iba mi papá, o la música turca. Nada de eso me servía para armar una charla. Fantaseé con su estirpe turca, la supuse bailando vestida de odalisca, con pañuelos en la cintura, con los pies desnudos, descalza. Otra vez la mano y las cartas que recibí no resultaron buenas para esa partida. Por la ventanilla, después de varias horas de viaje veo que nos arrimamos a la estación. Es distinta a otras. Vidrios empañados por la grasa que se desprende de los negocios de comida. Unos cortos asientos rústicos llenos de inscripciones. Tiempos, soledades, huellas de los pasajeros tatuadas en la madera. Algún que otro pibe, con cara de sueño, apurando una taza de café con leche, mojaba la medialuna inclinando la cabeza para acercarla a la boca, mientras le chorreaba. Descubrí que en España también mojan la tortilla de papas en el café con leche. Voy a tener que probar... 1

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Nota del editor. Se entiende que la anécdota es ficcionada. Si a cualquier español se le ocurre mojar la tortilla de patatas en el café con leche es inmediatamente expulsado del país.

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Mientras bajaba pensé que los viajes no son sólo para ensanchar horizontes y conocer lugares, son además, un buen artilugio contra la melancolía. Sentí que en esta vida que es un gran solar sin indicadores o mojones para orientarse, es agradable dar con puntos de referencia. Para no sentirse navegando sin rumbo. Así es que intentamos crear vínculos, buscando que sean más estables los encuentros azarosos. Había otros, otras soledades, vidas, fragancias, idiomas diferentes. Me fui caminando, empujando mi valija que se trababa con las rueditas, distraídamente metí la mano en el bolsillo, saqué una mandarina, la estuve mirando un rato. Me gustó saborearla.

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María Gabriela Failletaz

LA FIESTA DE CAMPO

Allá por los años 90 viajé a Neuquén, Las Coloradas, departamento de Catán Lil a visitar a una amiga que había elegido vivir en una comunidad mapuche para desarrollar su profesión de trabajadora social. El páramo en medio de la precordillera era de unas quince manzanas más aledaños. Contaba con un sinuoso río de aguas cristalinas revestido en piedras, reverenciado por sauces llorones. Allá, las puntas roma de las sierras de escasa vegetación se dibujan contra el cielo, y musiqueras bandadas de variadas especies, lo atraviesan cada tanto, para sumarse al coro del viento. Fue cuando mi amiga me anunció que iría a trabajar por la mañana, que decidí ir sola al río. Mi bautismo de fuego aborigen, fueron las curiosas miradas de los transeúntes lugareños, hombres de campo, que pasaban justo por mi elegido y preciado rincón de montaña a saludar cordialmente, como es su costumbre. Al volver a la casa, mi amiga me explicó que allá ninguna mujer usaba mallas dos piezas y que eran muy discretas, así que no paraba de reírse de mi. Después del contratiempo adopté un look que me devolviera la dignidad: mis habituales jeans y unas remeras más sueltas y larguitas que me disimularan un poco el culo. A los pocos días, nos invitaron a un cumpleaños de campo. Mi amiga me explicó que el mismo duraría un día entero, desde el almuerzo hasta la mañana siguiente. Nos encaminamos rumbo a la fiesta en unas cuantas camionetas, gente del pueblo más el equipo interdisciplinario (el de mate también) que trabajaba con ella en un proyecto de apoyo a la comunidad con granja y escuela. Había un ingeniero agrónomo, un veterinario, maestros y profesores, mujeres y hombres, y por supuesto, el curita del pueblo: un alemán que por ser cura, caucásico, alto y europeo ya gozaba de un sex appeal extra. Nos dirigimos todos rumbo al gran asado de campo abierto. Yo pantalón y remera negra de varón.

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En mi vida me había sentido más ajena y extraña a un sector de la sociedad. En aquel predio habría unas cuarenta personas que iban llegando, a caballo, en carros, autos y camionetas. La gente era poco conversadora y si hablaban lo hacían murmurando. Las mujeres, apocadas y tímidas, dejaban escapar risitas cómplices entre amigas y parientes, mientras miraban a los hombres de reojo. Otras, abrumadoramente inexpresivas. La mayoría vestían polleras anticuadas a la rodilla muy oscuras y blusas en tonos apagados cuyos abotonados eran por demás discretos. Algún saquito de hilo, alguna chalina y un poco de rouge, con mucha suerte, conformaba todo el ornamento. Sentadas en bancos largos ellas esperaban silenciosas que otros tuvieran la gentileza de traerles el asado o los vasos de plástico que intuyo ni se atrevían a pararse a buscar. Jarras de vino y jugo, algunos cuchillos sueltos, facones y canastos con panes se entremezclaban entre arreglos florales de plástico, sobre los tablones con caballetes cubiertos con manteles de hule. Los hombres, diseminados en grupos de conversación se mostraban más sociables, aunque siempre en voz muy baja. Un conjunto alentaba el espectáculo de chivos estaqueados alrededor del fuego y a sus asadores. Por fin llegó la comida. Mi sorpresa fue ver el ritual completo del momento de ingerir el alimento. Toda una experiencia de primitivismo, regresión a Gaby Neanderthal. Los trozos de carne servidos en el pan debían ser seccionados con el cuchillo en el justo punto, coordinando el tironeo de la mano junto con el opuesto de la cabeza. Había que encontrarle la vuelta para arrancar el bocado que se apoya en el pan. Otra variante es el fraccionado sobre el pan solo. Aprendí las dos. Valía la pena por el sabor del chivo, aunque quedaran todos los dientes llenos de flecos de cuerina. Por eso a continuación llegó el momento de la higiene bucal. Cada comensal tomaba una ramita, tallo o palillo del ambiente natural para ubicarse en su lugar de reposo con el fin de eliminar los restos de comida que quedaran alojados en incisivos y molares. Era sorprendente el silencio sepulcral que reinaba en la tarea y de tal duración que recordaba un velorio. Daba vergüenza ajena. Yo observaba todo absorta en medio de una sensación de desamparo y aburrimiento. Mis ademanes urbanizados se habían replegado al punto de quedar estancada inmóvil en mi silla de mimbre destartalada. Mi voz chillona y carcajadas de noche bolichera porteña se habían ido amoldando a una algodonosa atmósfera de silencios densos y largas esperas. El calor sofocante empezaba a incomodar y el vino blanco

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dulce y barato a endulzar la cabeza y los corazones de las mozas y los mozos que reclamaban el inicio del baile. La pista, armada bajo la sombra de unos árboles, atrajo a la noble orquesta de cuatro guitarreros y un acordeón. El chamamé chilló desde las seis de la tarde hasta que se acabó el vino, cerca de las 6 de la mañana. Los hombres sacaban a bailar cabeceando a las mujeres. Yo no cabía en mi asombro. Bailé un poco con los conocidos, ejercitando control mental para moderar mis espontaneidades, hasta que repté, vencida por el sueño, hasta el asiento de una de las camionetas a dormirme como pudiera, a pesar de la música incesante y cubriéndome con escasa campera ni sé de quién. ¡Claro que bailé con el curita! Y no bailé con un príncipe, pero lo hice con un cacique. ¡O sea con un rey!

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Mariángeles Soules

EN TREN DESDE FLORIDA

Estábamos en los últimos días del mes de mayo de 1970. Mi hermana Teresa y Rubén, nuestro concuñado, ambos de 20 años, estudiaban juntos en la Universidad de Ciencias Económicas de Montevideo; yo de 16, cursaba el cuarto año del Secundario. El 1 de Junio sería el cumpleaños de Rubén, quién pretendía festejarlo el 3 visitando la ciudad de Florida, en el día de su Santo Patrono, San Cono. Como le parecía aburrido viajar solo, nos propuso que lo acompañásemos. Éramos tres adolescentes que no sabíamos nada de la realidad que nos rodeaba, solamente habíamos escuchado muchas veces lo hermoso de la fiesta que se realizaba ese día, de la cantidad de gente que allí acudía a saldar sus promesas con el Santo, por los milagros cumplidos, de todo lo que le habían implorado, o a hacer promesas por algo que le pedían, pero no nos imaginamos nunca lo que habríamos de vivir. Sacamos los pasajes con antelación para viajar en el primer tren que salía a las 6 de la mañana, el viaje de ida fue bastante placentero, ya que teníamos boletos en primera clase. Además del entusiasmo de lo desconocido que nos esperaba, nos acortó las cuatro horas que pasamos sentados, conversando, riendo y tomando mate. Llegamos a Florida y creíamos que seríamos los primeros, pero no, la ciudad estaba atestada de peregrinos, fuimos a la Iglesia y luego a la procesión, siempre tomados de la mano para no separarnos. Nunca habíamos visto tan variada y enorme cantidad de ofrendas que la gente depositara a los pies de la imagen de un Santo. Más tarde, cansados de andar y con la necesidad de reponer fuerzas, decidimos almorzar, pero pasamos horas tratando de conseguir algún sitio donde sentarnos a comer, cosa que logramos recién a mitad de la tarde; al terminar nuestro almuerzo-merienda decidimos regresar a la estación y fue ahí donde nos enteramos que el tren que iba hacia Montevideo, recién pasaba por allí a las 17:30 horas. Había tanta gente ya esperándolo que no podíamos ni movernos del andén, el tiempo parecía haberse detenido y las dos horas que estuvimos en medio de ese aglomeramiento nos parecieron interminables.

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De pronto se escuchó el altavoz de la estación donde anunciaban que el tren venía con un poco de retraso, claro que nunca dijeron que ese poco era una hora y media. Ya no sentíamos los pies de tanto estar parados, la única ventaja era que estábamos tan pero tan apretados, que nos manteníamos erguidos en el medio del tumulto. A lo lejos escuchamos el silbato de la locomotora, qué emoción, empezábamos a ver la luz que se acercaba y Rubén nos dijo: “Suban como puedan, no se queden abajo, nos encontraremos al llegar en la entrada del hall central de la estación”. Es aquí donde empieza nuestra odisea, el tren todavía no había terminado de parar y la multitud comenzó a trepar colgándose hasta por las ventanillas, alcancé a ver a mi hermana cómo la subían al vagón de adelante al que yo estaba, pero no sabía si Rubén había podido subir o no. Los vagones no tenían luz, así que no se veía ni donde estábamos, no sé cómo ni quién me empujó, que terminé sentada encima de una señora que muy amablemente me empujó nuevamente hacia el pasillo abarrotado, pisé a varias personas y me acomodé allí, disculpas mediante, a lo cual nadie me respondió ya que todos estaban inmersos en un mar de protestas por el mal servicio y por los interminables zarandeos del tren; las ventanillas sin vidrio dejaban pasar el frío aire de junio y una pequeña llovizna que nos congelaba hasta los huesos. Si habíamos puesto cuatro horas para llegar y se nos pasaron volando, no fue lo mismo en este regreso, ya que la locomotora vieja y destartalada no lograba alcanzar la velocidad adecuada que debía para que llegáramos en el tiempo predeterminado, fue éste el motivo del retraso de su arribo. De repente, en medio de la nada, ya que sólo veíamos alguna luz en la lejanía del horizonte, el tren se detuvo, sí, se detuvo, la locomotora no daba más señal de vida, algunos pasajeros aprovecharon a bajar para descomprimirse un poco, pero los que habían logrado sentarse no querían abandonar su lugar, porque sabían que sería imposible recuperarlo. Fue entonces que me fui al siguiente vagón en busca de mi hermana, tratando de adivinar su silueta en la oscuridad y repitiendo su nombre a cada paso que daba. ¡Al fin la encontré! y me quedé junto a ella, pero de Rubén nada sabíamos. Recordé haber guardado en mi bolsillo el resto de pastillas que había comprado en la mañana, pero sólo quedaban dos, las saqué y le di una a Teresa y la otra me la comí yo, tratando de mantenerla en nuestras bocas el mayor tiempo posible, ya que ni siquiera teníamos agua en el termo y no sabíamos cuánto transcurriría para poder llegar a destino.

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No queríamos bajar a caminar un poco como lo hicieron algunos otros pasajeros ya que la oscuridad era total, estábamos en el medio del campo y varias personas invadidas por el cansancio y el mal humor por todo lo que nos estaba ocurriendo, comenzaron a discutir fuertemente; por los gritos que oímos creemos que algún que otro golpe hubo. Aquel paseo en el cual pensábamos divertirnos y pasarla bien se tornó una pesadilla. Al cabo de un rato el maquinista pudo echar a andar nuevamente la locomotora, todos corrían al costado de la vía para volver a subir al tren. Cuando por fin llegamos a Montevideo, después de seis horas de viaje, papá y mi hermano mayor estaban en la plataforma desesperados por la demora, corrimos hacia ellos y a lo lejos vimos que Rubén bajaba por una ventanilla del primer vagón. Estábamos cansados, angustiados, muertos de sed, hambre y frío. A pesar de que nunca lo volvimos a mencionar creo que ese fue el peor viaje en tren que hemos vivido los tres.

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Antonio Lendínez Milla

ANÉCDOTA DE VIAJE

Era en la antigua Estambul, la encrucijada de tránsitos, de mundos culturas y caravanas, donde por siglos, aventureros, buscavidas y comerciantes, cientos de hombres y mujeres, cruzaron de un lado a otro, de una a otra orilla el estrecho del Bósforo. En la Torre Galatea donde la vista se levanta sobre un suave promontorio, dominando el Cuerno del Oro, mirando al este Asia y al oeste Europa. Todo un espectáculo se desplegaba a mi atención. Caía la tarde, en la vista infinita de la ciudad se perdía la vista. El sol comenzaba a ponerse. Sentía todas aquellas emociones en que se recreaba el espíritu al mirar la ciudad a vista de pájaro. Todo a un tiempo, como si pudiera evocar al instante toda la historia de aquella encrucijada de vida. La ciudad donde habían convivido las tres religiones monoteístas durante miles de años. Bellezas arquitectónicas se mostraban a la vista. Eran el Palacio Topkapi, mirando al Bósforo en la misma colina donde se levantan Santa Sofía y la Mezquita Azul. Las cúpulas de una veintena de mezquitas jalonan aquel paisaje donde se entretenía la mirada. Tras la majestuosa Mezquita de Suleimán, el sol se iba a perder de vista. A punto de acabar el día, el bullicio de la ciudad distante, el ajetreo de los puentes que cruzaban el falso estrecho. Las luces de edificios, las calles, palacios, mezquitas, el puerto, las calles y su ajetreo. De pronto, como al unísono, los imanes por los altavoces de las innumerables mezquitas, irrumpieron en aquel instante llamando con su canto al rezo. Fue un momento inolvidable, mi corazón dio un vuelco. La piel se me puso de gallina. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, una expansión que salía de dentro. Una emoción sostenida me embargó. Cientos de voces de imanes llamando al rezo. No soy creyente, diré, aunque lo fui hace tiempo. Pero, sentí que del corazón salía aquel canto de recogimiento, de amor y deseos de paz. Era mi sentimiento, tal cual lo estaba sintiendo. Me sentí humano en aquel llamamiento. En este mundo de credos, de miserables creencias que aniquilan a otros credos, algunos, ya descreídos, dejaron de ser dominados por ellos.

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De la sensibilidad que tenemos han venido algunos críticos a que nadie crea ya en ellos. Se perdió aquel espíritu que sirvió en un principio para establecer órdenes nuevos. Dicen que los cardenales más antiguos, en el Vaticano, cuando nombran uno nuevo, se hacen esta pregunta, “¿Está éste en la creencia, o está en el misterio”. Mientras esto no cambie, y parece va para eterno: seguiremos adorando ese misterio. Cuando se está en el ajo ¿será, o no será éste de los nuestros? Parece como si se perpetuara el desastre en el que nos vemos envueltos. Aquí el orden es el Patrón Oro, como allá es la plata, que nos está pervirtiendo. Ni lo uno ni lo otro, ni sí ni no. La intención crea lo que estamos viendo. Saber lo que se está ocultando aclara todo el misterio.

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Horacio Tort

ANÉCDOTA DE VIAJE

Febrero de 1979. Casi 24 añitos, ya que cumplo en marzo. Mi novia y futura esposa se iba a Europa con su familia, por lo cual decidí tomarme algo más de un mes de vacaciones en el medio de un cambio de trabajo, e irme a Río de Janeiro con dos amigos. Ricardo, un par de años mayor que yo, le pidió prestado el auto al padre como siempre hacía ( sin darle mucho detalle de para que lo necesitaba o cuando se lo devolvía, información que le daba cuando estaba a cientos, sino miles de kilómetros de Buenos Aires) y partimos junto con Marco a Cataratas del Iguazú , donde hicimos noche y pasamos un par de días, y luego cruzamos Brasil hasta llegar a Río, no sin antes hacer dos o tres paradas de las cuales sólo vale la pena mencionar Gramados, una especie de aldea suiza en medio de la selva. Una vez en Río alquilamos un duplex en Leblon, donde también pernoctaban otros 4 amigos que estaban viviendo en Niteroi, un poco alejados de la movida nocturna. Allí pasamos 14 días muy divertidos y luego emprendimos el regreso a Buenos Aires, no sin antes conocer Angra dos Reis, Paraty, Ubatuba, Ilhabela, Guaruja, Sao Paulo, Curitiba, Joinville, Blumenau, Florianopolis, Porto Alegre, Pelotas y alguno más hasta llegar a Punta del Este. En algunos de estos lugares solo pasábamos unas horas, en otros nos quedábamos a dormir, en Sao Paulo pasamos 3 días en lo del hermano de un amigo y en Punta del Este otros 3 días en lo del padre de Marco. Hasta aquí el viaje, que duró 35 días, ahora comparto con ustedes algunas anécdotas. 1) No hay viaje que haya compartido con Ricardo en ese Peugeot 404 Grand Routier (y fueron muchos) en el cual no se haya quedado sin nafta en medio de la ruta. Lo peor es que era premeditado. Intentos de razonar con él al ver el medidor en colorado, ruegos, amenazas, insultos a él, su madre y su abuela, nunca hubo estrategia que sirviera. Invariablemente la estación de servicio quedaba atrás y kilómetros después POF, POF, POF, el auto que detenía su marcha mientras el hijo de mil millones de putas sonreía y preguntaba “¿quién va?”, porque él no se movía de su asiento. Y este viaje no fue la excepción. Una vez de ida y otra de vuelta. Hacer dedo, comprar un sachet o bidón, volver a hacer dedo, etc., mientras el guanaco se dormía una siestita. 2) A Blumenau, a la vuelta, llegamos casi de noche y nos hospedamos en un hotelito que tenía un cuarto grande con una cama matrimonial y

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dos camas. Cada uno durmió en una cama pero al levantarnos se me ocurrió, sin decirles nada a mis dos amigos, hacer prolijamente las dos camas individuales mientras ellos bajaban a desayunar. Antes de unirme a ellos pedí que hicieran la cuenta asumiendo que irían al cuarto a ver si no nos estábamos robando toallas o algo así. Mientras desayunamos, a ellos les llamó la atención que el personal del hotel murmurara y se riera mirando hacia nuestra mesa. “¿Qué bicho les picó a éstos?” se preguntaban. Al emprender el viaje nuevamente les conté lo que había hecho y luego de recibir alguna puteadita, nos matamos de risa imaginando la situación y discutiendo a quién de los tres le habrían asignado el rol activo y a quien pasivo en el triangulo amoroso gay que yo había pergeñado. 3) Como Ricardo ponía el auto, a Marco y a mí nos tocaba hacer las compras, llevar ropa a lavar y cosas por el estilo. Se me ocurrió que lo echáramos a la suerte, sólo que al arrojar la moneda yo proponía siempre “cara, gano yo; seca, perdés vos” (o a la inversa para despistar). Ricardo se dio cuenta enseguida, pero Marco no. A medida que pasaban los días Marco se quejaba de la mala suerte que tenía, y cada tanto me pedía arrojar él la moneda, lo cual no cambiaba nada. Yo le preguntaba qué elegía, “cara” me decía, a lo que yo decía “ok, seca, gano yo; cara, perdés vos” y así una y otra vez. Ricardo llegó al punto que se tenía que ir a otra habitación, porque se tentaba al ver el enojo de Marco por su mala suerte. Ya en Punta del Este se lo hice tres o cuatro veces, cada vez más despacio, pidiéndole que prestara atención a mis palabras, hasta que finalmente cayó en la cuenta del engaño. Nunca olvidaré la cara que puso al darse cuenta y que tuve que correr tres paradores por la playa para evitar que no me alcanzara y se cobrara venganza. Hay muchas más anécdotas de ese viaje pero ya sería aburrirlos. Muchos años después, todos seguimos siendo amigos, nos vemos seguido y no falta el asado en que alguna de estas historias sale a la luz ante algún nuevo oyente. Cosas de la amistad…

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Daniela Acher

LEVANTANDO… VUELO

Recién separada, después de 22 años de matrimonio, y apenas en pie después de tres meses de no poder levantarme de la cama, me invitaron a Madrid a dar unas charlas en un par de colegios sobre mi recientemente publicado libro infantil y para una firma en la Feria del Libro. Era un viaje de sólo tres días en el que me costeaban todo: pasajes, alojamiento, comidas. Ahora después de cinco años de viajar sola al exterior, me resulta hasta tonto pensarlo, pero estaba tan entusiasmada como nerviosa y preocupada. No era una nena, pero era la primera vez en mi vida que viajaba sola en avión: sin hijos, padres, amigos ni marido. Encima viajaba por Air France y debía hacer escala en París con cambio de terminal, una en la otra punta de la otra. No sabía cómo manejarme y creía que mi francés no era muy fluido. Dada mi falta de orientación congénita estaba convencida de que me perdería y por supuesto, también perdería la conexión. El avión (ignoro el tipo) tenía la siguiente disposición por fila: dos asientos, pasillo, cuatro asientos, pasillo, dos asientos. Yo estaba ubicada en el primero de la fila de cuatro. Luego había uno (hasta el momento) vacío y luego una joven pareja que completaba la fila de cuatro. A punto de arrancar el avión, me despedí de mis padres por teléfono; recuerdo que les dije: “Mi compañero de asiento todavía no llegó”. “¿Cómo sabés que es UN compañero?” “Bueno, genéricamente”, dije. Creo que ya fue un presentimiento. Finalmente llegó, y era UN y no UNA, pero juro que apenas lo miré. Por lo poco que habló durante el viaje a la azafata, supuse que era francés. Solo recuerdo que miró la etiqueta de la botellita de vino que había pedido e hizo un gesto de no estar muy convencido de su calidad. Mientras cenábamos, cada cual veía su película, la mía tenía escenas eróticas por lo cual en un momento miré a mi vecino con cierto resquemor, pero él estaba muy concentrado en “Red social”, la muy dialogada película sobre el creador de Facebook, y no daba ninguna señal de notar los cuerpos al desnudo que se veían en mi pantalla. Nada de qué avergonzarse. Todo seguía su curso. Fin de la cena, apagan las luces, momento de dormir. Y yo… no duermo sentada. Puedo dormir a plena luz del día y con una orquesta al lado

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pero tengo que estar acostada sí o sí. Insomne, a oscuras, no encontré mejor actividad que mirar a mi vecino de asiento y envidiar cómo dormía sin problemas. Y viéndolo dormir, lo vi por primera vez. Vi sus labios anchos y su pelo lacio. Bajo la impunidad que me daba observarlo sabiendo que no me veía, lo ausculté detenidamente. Vi sus brazos velludos y sus piernas fuertes. Y de repente, fue un: “Bueno, que sea lo que sea. ¡La vida está para disfrutarla! Y los hombres también”. Así que, como quien no quiere la cosa, me fui deslizando, buscando fingidamente posición para dormir, rozando descuidadamente sus brazos desnudos y sus piernas firmes, sintiendo un poco su aliento. Se dio vuelta un par de veces, hasta que en una de esas vueltas, estando yo de espaldas, puso sin querer su brazo sobre mí y se despertó a medias disculpándose con un “Pardon”. “C’est bien” fue todo lo que me salió. A los dos minutos él estaba sentado, despierto, mirándome a los ojos y diciéndome en francés: “No me puedo dormir”. “¿Vos no te podés dormir?”, le dije también en francés. “Hace una hora que te veo dormir a pata ancha. ¡Soy yo la que no me puedo dormir!” “¿Querés dormir?”, me dijo sonriendo. Yo solo lo miré y asentí. Se rió más, me abrazó y me recostó sobre su pecho. De ahí al beso apasionado no hubo ni medio segundo. Y de ahí a agarrar la frazada y cubrirnos enteros, un par de minutos más. La pareja de al lado habrá pensado que éramos un matrimonio, no sé. Después de un largo rato, ya más calmos, nos miramos. “Soy Luc”, me dijo. “Daniela, un placer.” “Para mí, varios.” Y después de recomponernos en el baño, nos pasamos las 12 horas siguientes contándonos nuestras vidas, mostrándonos fotos y videos de nuestros hijos (él era viudo de la primera mujer y separado de la segunda), ingeniero que había venido a una planta en Mendoza y volvía a Suiza donde vivía, previa escala en París, como yo. Nos dimos los teléfonos, mails, skypes, etc. y nos despedimos, pero él insistía en que fuera a comer con su hermana y su cuñado, que vivían en París e iban a buscarlo al aeropuerto para acompañarlo durante la escala. Yo me negué completamente, tenía poco tiempo, no tenía idea de cómo llegar a la terminal, perdería el avión. Mientras la policía de Migraciones de tránsito me paraba a mí y no a él, que era ciudadano europeo, él hablaba por teléfono con la hermana. Cuando la policía se convenció de que no era una inmigrante ilegal, Luc me dijo que ya tenía todo arreglado: almorzaríamos en un restaurante de mariscos en la terminal F, de la que yo salía. Y así fue como yo, que tenía miedo de manejarme en otro país y no sabía qué iba a hacer, estaba comiendo escargots con un amigo francés, como les dije a mis viejos por teléfono, su hermana y su cuñado en un restaurante parisino a los cinco minutos de haber llegado. La hermana

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me preguntó hacía cuánto trabajaba con Luc y cuando le dije que no, que nos habíamos conocido en el avión, hubiera filmado su cara de incredulidad. “Pero parece que se conocen de toda la vida.” La escena final fue todos en mi terminal, Luc dándome un apasionado beso de despedida, y luego los tres saludándome con los brazos en alto mientras yo pasaba el control de seguridad, cual novios que se despiden para un largo viaje. Así, la verdad, puedo decir que tuve una buena entrada a Europa.

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María Guerra Alves

ÓMNIBUS EQUIVOCADO

En su momento lo tomé como algo terrible. Con el tiempo, pasó a ser una anécdota cómica. Había salido hacía seis horas, más o menos, desde la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Mi destino: Benito Juárez. La incomodidad del baño del ómnibus hizo que sintiera estallar mi vejiga, pero que me negara a entrar en ese diminuto habitáculo movedizo. Faltaba poco más de una hora para llegar, cuando el vehículo paró en la terminal de una importante ciudad. Vi que varias personas bajaban sin sus valijas o bolsos, de modo que yo también lo hice. Los choferes estaban comprando algo. Me quedé tranquila, pensando que me sobraría tiempo. Busqué los sanitarios. Todo mi cuerpo lo agradeció. Cuando salí de allí, subí rápidamente al ómnibus. Pero, al llegar a mi asiento, noté algo extraño. Éste, de la misma empresa, exactamente igual al mío, había llegado dos minutos después. Es decir, que cuando bajé al baño, al haber uno solo, no había posibilidades de error. Desesperada, ya que mi bolso iba en el otro micro, avisé a los choferes. De manera inmediata, se comunicaron con sus compañeros, para que me esperaran en la parada de la ciudad a la cual me dirigía, que era la próxima, mi destino. Les agradecí. De no haber sido por su buena voluntad, mis pertenencias hubieran llegado a San Carlos de Bariloche. Luego me senté junto a una mujer a la que le expliqué mi situación y le dije que ella sería la única persona en saberlo, además del personal de la empresa. Sentí vergüenza por mi error y, aunque traté de ocultarlo, no pude. Cuando faltaban cinco minutos para llegar, me llamó la persona que me estaba esperando, para avisarme que mi bolso ya estaba a salvo. Y, por supuesto, tuve que explicarle lo sucedido. Desde ese día, nunca más bajé de un ómnibus, sin preguntarle a los choferes cuánto tiempo tenía, como para poder ir al baño o a comprar algo.

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Diana Levinton

Miro a mi alrededor intentando absorber lo que me rodea. Las caras de la gente, el empedrado, el perfume de los ramos de lavanda que yacen sobre una tabla sostenida por caballetes, el sol que entibia el aire. Mi cuerpo quiere correr, quiere quedarse quieto en ese lugar, quiere retroceder para volver a acercarse, quiere... Mis ojos están llenos de postales anticipatorias que prepararon este momento. Mi historia me inunda y hago un esfuerzo para apropiarme de mí misma y darme cuenta de que esta vez soy yo, de que esta vez no es una película, de que esta vez es pura experiencia, realidad, emoción, sensación. Huelo los sonidos y escucho los colores mientras mis sentidos se confunden y funden. Sí, soy yo. Es a mí a quien esto le está pasando. Soy yo. Estoy acá y esto no es una película, ni una foto, ni un sueño del que voy a despertarme. Esto está ocurriendo y quiero atrapar el momento, meterlo dentro de mí, masticarlo, sentirlo recorrer mi cuerpo, inundar mi alma, cristalizarse en recuerdo para ser mío para siempre. Así podré evocarlo cada vez que quiera, revivirlo en un presente continuo e inagotable. Camino mientras las lágrimas me guían y apenas logro ver los vitraux que son mi brújula. Entro en Notre Dame y por ser atea no rezo aunque le agradezco infinitamente a la vida que me haya permitido llegar por primera vez a esta ciudad a la que amé a la distancia...

Paris, 1985. Primer viaje a Europa.

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Ce Pérez Hillar

ANÉCDOTA DE VIAJE

Hace rato que me parece que el AÑO NUEVO es el que uno decida. Convencida de que la pasión amorosa es el único estado en cuyo transcurso puede ocurrir que un adulto cambie, concedo que, cuando hablamos de enamoramiento, hablemos no sólo de otro, sino del amante, incluyen lo que amás hacer, practicado o no, Así me levanté un día, para nada amante de los ejercicios new age con las desventajas que eso conlleva, también, amo el psicoanálisis, pero no hay nada que supere un click. Me olvidé de todo apego que no fuera con mi sponsor, mi laburo. Sabía que en alguna parte había no una, sino dos mochilas en buen estado que eran (son) de mi hijo, elegí la roja. Me dijeron varias cosas, las que puedo reproducir fueron "valiente", "temeraria"… Nada que ver... es una tremenda "inconsciencia" de la confianza que tengo el bien ser humano. En mi primer viaje compartido, partí hacia el pago. Nos la pasamos cantando Ceratti, Gilda, ningún terminar en una zanja, ni violación, ni "trueque". El ser humano nace bueno. Llegué a Nono, Córdoba mía, con una niebla que incitó a más de uno a rezar en cadena. Yo no podía más que ver la belleza de las nubes a mano en mis Altas Cumbres. Nono me aburrió esta vez, por lluvia me la tuve que pasar un día de camping. Había llevado para mí lo necesario ropa para frio/calor, termo, mate. Ni se me ocurrieron herramientas como cubiertos, abrelatas, linterna, etc.

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Mi primer pendiente fue el mar, el segundo mi amado San Javier. (El tercero por cumplir Machu Pichu y al más allá).

− ¿A cuánto estamos de San Javier? − 36 kilómetros. − Traducime en horas. − Salis ahora, llegás a la noche. Bien, no quería llegar de noche, así que conté morlacos y llegué a 14 km antes. Una pavada para mí, ja. Soberbia del que ignora.

− Dame un kilo de naranjas. A mitad de camino, supuse yo, no di más. No era el sol del mediodía, ni hambre, ni sed. Era el maldito peso de la mochila llena de cosas que nunca usaría. Miré al cielo, dije protéjeme e hice dedo sin mirar a los ojos. Paró un milagro, un hombre con su hijo, con, sí, créelo, terrible campo en San Javier, que me ofreció y dudé, dos segundos y medio, por si me quisiera cobrar en especie. Nada más bello, ni más cierto. Iba con carpita prestada y me instalé lo más lejos que pude de su casa, de cualquier sonido humano. Lloré de desapego. La noche sola al lado de un hilito de agua que bajaba del Gran Cerro fue y es de los tesoros más preciados. La oscuridad, la nada, el todo, para mí. Los sonidos de la natura, no necesitaba nada ni nadie más. Ni cubiertos, comí con la mano las latas que abrí de... cohete. No dormí, me la pasé mirando cómo anochece y amanece, sólo para mí. Nadar en una pileta de agua que bajaba de la montaña. La música de grillos y de algún puma. Amanecer con vacas y caballos espantados por los perros.

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Anoticiarte que estás en el medio de la formación montañosa primera en el planeta. TU PAGO, TU TIERRA ¡justamente! Me dije que en ese estado, no necesitaba nada más. Y hubiese dado y doy todos mis reinos (hijo, familia, amigos, tesoros invaluables) por ese estado de libertad absoluta, Que cuando me necesiten, bajo. Simple. Así fue que mi planeado el Champaqui, espera. No hay pendiente que resista tu voluntad. No hay tiempo ni edad para serte fiel. Amén

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Isabel Delvalle

SEGUIR LAS INDICACIONES AL PIE DE LA LETRA

Creo que es buen punto de partida que los mortales reconozcamos nuestras limitaciones. A la hora de repartir atributos, algunos nos han llegado generosamente y otros nos pasan de largo… la orientación en las rutas se inscribe en la lista de mis carencias innatas. Chicago es una ciudad de ensueño. Llegar o salir de ella por las carreteras es otra historia… Ese exquisito espiral urbano se torna de repente en un ovillo indescifrable que parece no tener principio ni fin. Nada errado hay en esa diagramación, sino todo pasa por mi incapacidad lógica para interpretarlo. No era mi primera vez en la ciudad, pero sí mi primera salida a las localidades aledañas con un volante a mi cargo. Mi audacia descansaba en que no iba sola: el viaje lo había emprendido con mi amiga Gabriela; ella había vivido allí durante 10 años. No podía haber mejor garantía. Para mí era como llevar a Michelle Obama en el asiento de lado. Cosa de mujeres… el mall más grande americano estaba en las afueras de Chicago. Nunca pude saber cuán “afuera” era ese “afuera…” Gabriela era mi mejor GPS viviente. Casi ciudadana americana. Illinois formaba parte de su ADN, excelente inglés, referencias y comentarios biográficos y anecdóticos a cada metro… qué más pedir. El viaje fue fácil, ameno, bien señalizado. Nos llevaría menos de 40 minutos llegar a la mezquita del consumo. Y así fue hasta que dejó de ser fácil y ameno… ya íbamos por el minuto 60, 75, 94, 122, 138, 159, 181, 212… y del shopping ni noticias. Chicago en octubre no tiene la luz a su favor y el frío empieza a hacer de las suyas. Uno notaba que estábamos en problemas cuando el tono y el tema de la conversación mutó repentinamente. Era evidente que algo estaba mal. Nuestra escala de prioridades cambió de golpe. Estaba tácito que ya no nos importaba llegar al mall; lo primario ahora era saber dónde estábamos. Llevábamos cerca de 3 horas con destino pero sin rumbo.

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La ignorancia no figura en la idiosincrasia americana. Los coches nos pasaban furiosos por los costados, seguros, decididos, convencidos de dónde debían ir y por dónde. Sus carreteras son a prueba de deficientes mentales: informadas, precisas, con carteles, servicios… era evidente que el problema éramos nosotros. En ese derrotero sinuoso nos detuvimos en una estación de servicio. Ya llevábamos 4 horas de desconcierto geográfico y la oscuridad de la noche era aplastante. Nuestro objetivo era modesto: volver a Chicago. Por suerte, siempre aparece una mano dispuesta al rescate y a devolver la esperanza: el conductor del coche de adelante sabía de rutas, no sólo nos guió si no que se ofreció a que lo siguiéramos. Él iba en esa dirección. La gracia divina se había materializado en ese hombre de rasgos gastados y acento enredado. Yo descansaba un poco en el inglés de mi amiga. Ella los entendía mejor que yo… perder un par de líneas interpretativas en esa ocasión podría ser nuevamente desastroso. Así, tras haber comprendido sus indicaciones, cada uno subió a sus respectivos coches. La consigna era seguirlo parte del camino. El saldría antes, en un desvío lateral, pero ya nos dejaba ubicadas en la ruta a Chicago. Algo más relajadas, emprendimos la vuelta. Tratamos de no perderlo de vista. La consigna era seguirlo y eso hicimos… de pronto las rutas anchas y veloces, se hicieron caminos más angostos, avenidas con fábricas, callejones urbanos, sendas barriales… La duda se instaló de nuevo. El coche del hombre se detuvo frente a una casa de generoso jardín. Una mujer salió a recibirlo cariñosamente. Su perro también. Era tarde. Los niños ya estarían durmiendo. Lo esperaban para cenar. A él, No a nosotras. Era evidente que lo habíamos seguido demasiado.

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Amelia Molina Burgos

UN AMANECER

Hace ya años, bastantes. Era en ese momento mágico de los inicios de un amor. Marruecos. El hermano mayor del que por entonces era el causante de que el corazón se me pusiera a mil por minuto, vivía en Rabat en donde estaba destinado por su condición de diplomático. Fuimos a visitarlo. La ocasión era única, él conocía el país perfectamente y le prometió a su hermano llevarnos a lugares únicos y a contrapelo de los turistas. La llegada a Marrakech no fue más que un augurio maravilloso de todo lo que estaba por venir: color, luz, sabores. Y mucha alegría. Realmente mágico. Nos recuerdo en la parte trasera de un 4x4 con las manos permanentemente trenzadas y una sonrisa continua en los ojos con los que nos daba tiempo de acompañar los besos que no parábamos de darnos; eso sí, sin perder ni un solo detalle de los lugares increíbles por los que atravesábamos, ciudades, caminos vacíos plagados de arena blanca y casas rojas. Los conductores, el hermano y su mujer, una mujer adorable, al principio se hacían los tontos, como si nada, pero a los dos días empezaron con las bromas “hacia la pareja del año”, alertándonos de la pena que sería que se nos gastaran los labios con lo jóvenes que éramos... Ourzazate, Tinerhir, las Gargantas del Todra, las Cascadas de Ouzoud… Y el Hotel del catalán en el que hicimos noche. Un hombre de negocios, que había viajado a aquél lugar hacia un par de años, se enamoró hasta tal punto de aquello que lo dejó todo y se quedó instalado allí. Muy interesado por todo tipo de arquitectura y construcciones diferentes a lo que estaba habituado, convirtió una casa de adobe en un lugar repleto de encanto. En la recepción del hotel, que más bien parecía el vestíbulo de una casa, tenía libros con fotografías increíbles. Y de ahí, al desierto. Y a la sorpresa que nos esperaba: dormiríamos en una jayma. Bueno, en dos ¡Sólo faltaba! Los bereberes habían preparado una con mosquitera y flores, a la que llamamos con mucha coña la jayma nupcial, para nuestros acompañantes. Gustosamente, y con más coña todavía, insistieron en que fuera para nosotros. Pero

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elegimos la otra, más sencilla y poblada apenas por un lecho sobre la apabullante arena del desierto. Los bereberes, perfectos anfitriones, nos obsequiaron con una cena escandalosamente rica, repleta de esas especias y picante que tanto me gustan. Después de una gloriosa harira, pastela de pichón, tajine de cordero y no sé cuantas más exquisiteces, empezaron a tocar los tambores, con nosotros cuatro sentados junto a ellos sobre cojines, grandes como almohadones. Durante un rato largo, no sabría precisar cuánto, nos dejamos llevar por ese ritmo hipnótico de la percusión que nos encendía todavía más los corazones de lo que ya los teníamos. ─Nosotros nos retiramos. Esto no tiene fin; está claro que tienen cuerda para rato. Disfrutadlo, pareja ─ se despidieron nuestros acompañantes, confirmando la promesa por parte de los bereberes de que nos despertarían antes del amanecer para subirnos a la Gran Duna en camello. Al poco, nosotros también decidimos retirarnos. Desde la distancia de nuestra jayma desamueblada, que a mí me parecía lo más bonito que la vida podía ponerme por delante en esos momentos, se oían los ecos de los tambores. Y siguieron, y siguieron, y siguieron… hasta que el aire, además del sonido de los tambores, nos hizo llegar el olor dulzón del humo de lo que los percusionistas llevaban fumando desde que empezaron a tocar. En realidad, creo que desde antes. ─Qué colocón más bueno llevan éstos ─nos reímos.─ ¡No hay quien los pare! A altas horas de la madrugada, se hizo el silencio. Nosotros no nos habíamos cansado todavía de mirar las estrellas y nos dormimos bastante más tarde que ellos. Un sobresalto, como si la alarma muda de un reloj se hubiera activado dentro de mí, me despertó y di un respingo. Salí afuera de la jayma. Una luz levísima comenzaba a insinuarse. No se oía un alma. ─ ¡Corre! ─grité ─creo que el sol está a punto de salir. Él se levantó y los dos empezamos a correr, vistiéndonos a trompicones, con los pies hundidos en esa arena que parece harina, escalando la duna. El hermano y su mujer se despertaron sobresaltados por nuestro alboroto. ─ ¡Menuda formalidad tiene el personal por aquí! Tranquilos, pareja, que hay muchos amaneceres. ─Como éste, ninguno ─contestamos a la vez casi sin resuello. Los bereberes no hicieron acto de presencia y a los camellos no se les veía por ninguna parte.

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Nosotros corríamos duna arriba. Por fin alcanzamos la cima, rebozados como croquetas y muertos de risa. Nos sentamos abrazados, apretados uno contra el otro, justo en el momento en el que el sol comenzaba a asomarse. Permanecimos muchos minutos en silencio absoluto sobrecogidos por el espectáculo que parecía que se mostraba sólo para nosotros. Entonces él sacó la cámara, extendió el brazo y nos hicimos una foto con la luz dorada bañando nuestros ojos soñolientos y nuestro pelo tieso. Las navidades de ese año le regalé esa fotografía pegada en la primera página de un libro que le compré al catalán del hotel. El tiempo pasó y empezamos a perder esa necesidad de mirarnos, dejamos de sentir las ganas de tener las manos prendidas. Y nuestro amor se fue diluyendo hasta que desapareció. Así es la vida a veces. No he vuelto a ver esa foto en la que tenemos los ojos llenos de felicidad y de sueño. Me gustaría pensar que su nueva mujer es tan competente como para no haberla tirado. O que él ha sido tan astuto como para haberla escondido. Aunque en cierto modo, da igual. Los recuerdos no se rompen y ése es, sin duda, un amanecer que guardaré para siempre.

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Andrea Goldberg

Un bote al que ninguna persona en su sano juicio se sube. Me obligaron.

− O te subís o te volvés caminando al poblado más cercano. Playa de Isla La Tortuga. No había nadie. Nadie, en serio, éramos 4. Ni una leve brisa, así de calmo el mar. Unas ruinas de la guerrilla número 28 u 832, nadie sabe. Comimos un asado de algo que aún hoy no me atrevo a preguntar qué era y algunas otras cosas crudas que sacaban a mano del mar. Agua mineral en menor cantidad que cerveza y ambas calientes.

− ¡¡¡Esto es el paraíso!!! − En el paraíso no hay tantos tiburones, tené cuidado.

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Guillermina Silva D’Herbil

ANÉCDOTA DE VIAJE

En mi vida hubo algunos viajes, no tantos como hubiese deseado ni tan pocos como para quejarme. Hubo viajes a lugares lejanos y viajes hasta acá nomás.... Viajes cortos y otros más largos. Algunos muy felices, algunos reveladores, otros muy divertidos y también aburridos, cómo no. Viajes con amigas, viajes con amigos, viajes en familia. Los hubo relajados, vertiginosos.

para

descansar

y

también

estresantes

y

Algunos se hicieron eternos y de otros quisiera no haber vuelto nunca. Pero el viaje, fue aquél en que lo vi por primera vez. No solo lo vi, también lo olí y lo sentí en mi piel... y ya no pude vivir sin él. El mejor viaje de todos fue aquél en el que por primera vez en mi vida estuve ante la inmensidad del mar. Pasaron muchísimos años y parece que fue ayer.

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Luis Alfonso Martín Delgado

SE RUEGA COMPRUEBEN SUS BILLETES

Teníamos dieciocho años y las ganas de ver mundo intactas. Comenzaba el verano y habíamos organizado un viaje iniciático a la tierra de la libertad. Con mi amigo y su primo, una tienda de campaña, una guitarra y un par de mudas, íbamos al encuentro de otro amigo que trabajaba en un hotel en Es Caná, una cala situada al nordeste de la isla de Ibiza. El 5 de julio por la noche hice el viaje en autobús desde Málaga hasta Benidorm, donde me esperaban mis compañeros de viaje con los pasajes dispuestos para tomar esa noche en Alicante un barco hasta Palma de Mallorca, donde haríamos escala y tomaríamos otro barco que nos llevaría al paraíso. Estaba todo organizado para viajar de noche y aprovechar los días a tope. Así podríamos descansar durante las travesías y serían menos pesadas, ya que sólo podíamos pagarnos billetes de cubierta, nada de camarotes. Pero con esa edad, ese mar y esa luna ¿quién se resistía a prolongar las horas de risas y canciones? ¿Descansar? Eso para los viejos. Era mi primer viaje en barco y resultó ser una experiencia imborrable. La mar estaba en calma y nos sentimos acogidos por una noche de cielo limpio lleno de tantas estrellas como nunca hubiera imaginado que pudieran verse, casi al alcance de la mano. O sea, que nos pasamos toda la noche en las hamacas de cubierta, disfrutando de ser nosotros mismos a pesar de estar donde nunca habíamos estado y hacer algo que nunca habíamos hecho. La escala en Palma también estaba controlada, ya que uno de mis hermanos vivía entonces allí y su mujer se había ofrecido a recogernos y enseñarnos la ciudad y lo que se pudiera ver en el día que íbamos a estar allí. Para eso, lo primero que hicimos, previsores, fue comprar los pasajes para el barco a Ibiza. Escogimos el que salía a las 12 de la noche para disponer de más horas. Así que nos dio tiempo de ver Palma y dar un pequeño paseo por la isla, incluso llegar hasta Valldemossa, un maravilloso lugar intemporal, donde pudimos visitar su Cartuja, en la que vivieron Frederic Chopin y George Sand su extraña historia de amor.

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Llegó la hora de la media noche y subimos al barco dispuestos a cubrir la segunda etapa marítima de nuestro viaje. A pesar del cansancio, tampoco esa noche nos dejaban los nervios pegar ojo, así que volvimos a repetir el esquema anterior de charla, risas, contemplación y guitarra. El espectáculo del Mediterráneo en calma y el cielo limpio nos impedían dormir. Entiendo que debía ser algo común, ya que al poco se nos acercaron unas muchachas catalanas que también estaban en el mismo trance y entablaron conversación con nosotros. Habían creído que éramos franceses y querían probar a ligar, a ver qué salía. Así que entre presentaciones, risas y conversación, al poco ya pensábamos en que eran el complemento perfecto para nuestro retiro ibicenco, por lo que les pregunté −“Y vosotras ¿a qué parte de la isla vais?” Se miraron extrañadas y respondieron −“¿Qué isla?” −“¿Cuál va ser? Ibiza.” −“¿Cómo que Ibiza? Nosotras vamos a Barcelona.” Sobrado, pensé “Serán tontas estas tías… se han equivocado de barco…” Pero una de ellas aclaró −“Nosotras ya hemos estado una semana en Ibiza y ahora vamos de vuelta a Barcelona.” Inmediatamente, sacamos nuestros pasajes y los comprobamos. Efectivamente, eran para el trayecto Palma – Ibiza de las 12:00 del MEDIODÍA y nos encontrábamos en el barco Palma – Barcelona de las 12:00 de la MEDIANOCHE. Imposible describir las polícromas caras de estupor, vergüenza y bochorno, que se nos pusieron en breves pero eternos segundos, hasta que se me iluminó la bombilla. “Cojonudo, así voy a poder conocer también Barcelona. Será el viaje mejor aprovechado de mi vida…” Una vez acalladas las risas de las chicas y retomada nuestra calma, incluso tuvimos la caradura de ir a uno de los responsables del barco a reclamarle por habernos permitido el acceso al barco con los pasajes equivocados, pero al final tuvimos que volver cabizbajos porque realmente fue nuestra culpa y estábamos haciendo una travesía con un pasaje de menor precio. Así que a callar, olvidar e intentar aprovechar lo bueno de tal circunstancia. Y lo bueno no fue bueno, sino mejor. Pasamos toda la noche de charla con las catalanas, que resultaron ser unas chicas estupendas y nos organizaron una visita a Barcelona para todo el día siguiente, por lo que esa noche de travesía tampoco pudimos dormir. Evidentemente, lo primero que hicimos al llegar a puerto fue comprar los pasajes, asegurándonos esta vez que el destino era Ibiza y la hora de salida las 12:00 de la medianoche. Tras un mínimo descanso y aseo, nos volvimos a encontrar, esta vez ya en tierra firme, y pasamos todo el día visitando la ciudad. Una de ellas incluso nos llevó a su casa, nos presentó a su familia y, por supuesto,

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nos hizo contar la anécdota del porqué estábamos allí, lo que, entre lo ridículo del hecho y lo cómico de nuestra puesta en escena, les hizo partirse de risa. Bueno, tenía que notarse que éramos andaluces entre catalanes. Fueron 24 horas anfibias, mitad en mar, mitad en tierra, de una intensidad tal que duran aún, 40 años después. Entre medias, ha habido una amistad incondicional, algún noviazgo temporal y un matrimonio, desgraciadamente truncado por una muerte injusta por temprana. Pero antes de todo esto, al final conseguimos llegar a Ibiza, plantar la tienda en la arena, bajo unos pinos, junto al mar y disfrutar una semana que no conseguiremos olvidar nunca. Pero ésa es otra historia.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 17 DE MAYO DE 2015



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