HISTORIAS DE PARAGUAS

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HISTORIAS

de PARAGUAS


Portada L. Alfonso MartĂ­n Delgado


HISTORIAS DE PARAGUAS


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CONSIGNA DEL DOMINGO 19 DE ABRIL DE 2015 Tema

HISTORIA DE UN PARAGUAS

Ponente

DIANA LEVINTON

Todos hemos imaginado alguna vez ser un otro, aunque no lo otro. ¿Cómo sería ser un paraguas? ¿Quién sería nuestro dueño? ¿Cómo es cubrir a otro de la lluvia a costa de mojarse? ¿Qué pasa cuando nos olvidan en algún sitio? ¿Nos preocupa cambiar de dueño? ¿Es lo mismo ser un plegable que un largo? Buena semana para todos.

Horacio Tort

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Ce Pérez Hillar

UN PARAGUAS

No sé cómo llegamos a esto o no recuerdo en qué momento dejé de ser compañía para ser cómplice. Porque juntos, eso sí, siempre. Crecí con su abuelo, luego, con su padre como accesorio, Jonás me dio vida. Fui concebido con amor, lo que me hace único entre unos pocos. Creado belleza para enseñorear mis silencios, mis voces. Con pasión de noble, me sorprendí de mi fortaleza hasta que fue hábito. Como aquella vez que atravesamos la gran mudanza del campo a la ciudad. Qué caminos, cuánto sol, cuánta luna, agua, tierra, viento. Las mujeres de la casa iban en carros, los hombres a caballo, qué suerte la mía haber nacido varón y testigo. El niño venía entre sus hermanas, miró hacia atrás todo el viaje; nadie le explicó, por lo que él se salteó preguntar por qué no iba con sus mayores. Concluyó no ser considerado digno, sus ojos dejaron de observar como un pequeño. Yo lo veía desde su abuelo, hubiese querido poder correr, hablar, abrazar, explicarle… pero no, fue justo ahí, sí, una de las noches que cruzábamos el barro en que, a pesar de la oscuridad, temblé, se achicó su mirada negra. En la ciudad todo transcurría más rápido, no sabría explicar por qué. El tiempo, las lluvias, las cartas, los consejos, los amores, los pleitos, el dinero, la risa, los principios y los finales. Cuando por fin pasé de vigilarlo a sus manos. Su Madre me entregó como un rito, sonrió por primera vez, creí entonces que ambos estaríamos en paz. La primera vez que matamos, pensé que además tenía una función que ni su padre ni su abuelo habían precisado de mí, además de proteger de la intemperie y hacer las veces de bastón, jamás me usaron como arma. Debemos concederle que esa mujer no entraba en razones. Ni esa ni ninguna de las otras quince. De haber tenido tiempo, seguramente habríamos acabado con todas.

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Fer Iñarra Iraegui

¡LLUEVE!

¡Estoy feliz! Las gotas grandes y cálidas ruedan por mi cuerpo acariciando mis curvas en una sensación tan placentera que hasta se me eriza la seda de la piel. ¡Cómo disfruto de este juego, la presión de cada gota que va tocando aquí o allá sin aviso todo mi ser! El vaivén que surge de mi único sostén, que se balancea a cada paso, me embriaga plácidamente mientras va sorteando charcos, subiendo cordones, esquivando a otros que como yo, salieron a disfrutar de uno de los mayores placeres de la vida. Parece que no va a durar mucho el paseo, no hay globitos en los arroyos que corren junto al cordón, el cielo no es plomizo y las ráfagas de viento son sutiles soplidos de madres para curar raspones con amor… no volaré este día al cruzar una avenida y mis costillas delgadas no sufrirán al darse vuelta en una esquina embolsadas por un pequeño huracán que nos tome de sorpresa. Está bien, llueve y eso me alegra. No sólo por mí, también por los pájaros y las plantas, por la gente que lo disfruta, porque da un respiro esta lluvia después de tanto calor agobiante… Hace unos meses salí disfrazada de sombrilla, no llovía, sino que el sol estaba en su mayor esplendor y fuimos a pasear por El Jardín Japonés. ¡Me encantó ese paseo! Los peces, las plantas, una cultura que también usa sombrillas y con una elegancia que… ¡me hizo sentir especial! Fue otra linda experiencia y muy recomendable. Mi paseo terminó, estoy en el pasillo del edificio, las últimas gotas que aún conservaba en mí, van dejándose caer hasta el piso de mármol y dibujan caminitos; otros paraguas están aquí también, esperando a ser nuevamente solicitados, los colores y las curvas describen un paisaje que contrasta con el gris del cielo que vemos por el gran ventanal y alegra el panorama. En un rato todos volveremos a caminar por las calles anegadas de gente y paraguas, cataratas ruidosas que caigan de viejos toldos o gotitas traicioneras que vengan de los árboles donde ya no caben más y llegaremos a casa si no tenemos la siempre temida aventura de quedar olvidado en algún lado y cambiar así de dueño y

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comenzar otra historia para comentar en las divertidas charlas de pasillo. Me gusta ser paraguas.

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Antonio Lendínez Milla

EL PARAGUAS

Me estoy aburriendo aquí. Hace tiempo que no salgo metido en el paragüero, junto a estos compañeros. Cuando llueve, mi dueño me saca de paseo; sólo cuando llueve, o la amenaza del mal tiempo le mueve a tomarme de la mano. Me abre presuroso, en cuanto comienza a llover. Me desabrocha el cinto al momento. Aprieta el botón del mango, y raudo yo me despliego. Me siento fortalecido, estirando el fuste y las varillas que se tensan con firmeza. Me siento fuerte y útil de servirle, protegiéndole cuando el mal tiempo arrecia. Me toma fuerte con su mano, me mantiene derecho cuando el viento y la lluvia aprietan, dirigiéndome a su encuentro, firme yo, seguro en su mano y tenso. Sin embargo, ahora que hace buen tiempo, no se acuerda de mí. Me tiene como olvidado metido en el paragüero, a la entrada de la casa en un rincón plegadito, junto a otros compañeros. Paraguas grandes y chicos, metidos alguno en su funda. La mía se la olvidó un día, era azul del mismo color que yo. Parecía que me engullía cada vez que, bien seco, me ceñía el cinto con su velcro y dentro de ella me metía. Ahora estoy atado con mi correa, siento el calor del roce de los otros que me hacen compañía. Me siento muy distinguido. Y muy querido a la vez. Siempre me saca a mí. Soy plegable. Cuando sale de la casa, me despliega cuando llueve. Sé que piensa que le hago un buen servicio. Y yo me siento alagado, de sentirme apreciado. He de reconocer que me mima. Cuando vuelve a la casa, siempre que estoy mojado, antes de meterme en el paragüero, me sacude, me abre y me deja en el suelo. En un rincón en la entrada, bajo el porche, al abrigo de la lluvia hasta que estoy seco. Aunque sea de lona impermeable, y en mi no anide el moho, me deja desplegado. Allí me quedo hasta que estoy sequito. Es un hombre ordenado y me mantiene aseado. Llevo ya años a su cuidado. Él me cuida y yo le amparo de las inclemencias del tiempo. Ambos nos sentimos cuidados. Le sirvo con mucho cariño al sentirme apreciado. Alguna vez me ha olvidado, cuando al salir no llueve, en el paragüero de algún lugar. A veces es despistado He de agradecerle que a pesar de eso se acuerde de mi. Sé que me tiene cariño. Se acuerda de mí cuando llueve y me echa en falta.

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Un día, me dejó abandonado, y sentí que lo perdía. Sí, en aquel restaurante tan elegante al que fue con su mujer. Me quedé solo en aquel paragüero, mis compañeros se fueron marchando, y yo me sentí olvidado. ¡Qué desazón, Dios! Pensé que lo había perdido. Pero al llegar a casa, sentí como se acordaba de mí. Me emocionó su cariño. Sabido es que al estar sobre las cabezas nos enteramos hasta de lo que piensan los humanos que ponen la cabeza debajo de nuestro cuerpo. Esa parabólica forma que adoptamos nos hace receptivos a sus pensamientos más ocultos. Ellos no lo saben. Menos mal que no hablamos. Si no, algunos quedarían desenmascarados. Mira que son ciertos individuos falsos… Llamó enseguida al restaurante. Preguntó si estaba en el paragüero. Y oí como le respondía el camarero. –Sí, caballero, lo tiene Usted aquí. Uno azul, como me dice. - Pasé la noche en aquel lugar extraño. Pero al día siguiente, aunque hacía un día espléndido, llegó, preguntó por mí. Yo le estaba esperando, sabía que no me dejaría abandonado y perdido. Sabía cómo era y pensaba. Eran ya algunos años en que le protegía de la lluvia. Bajo el paraguas y la lluvia surgen muchos pensamientos. Lo conocía bien. Era una persona honesta y leal, amigo de sus quereres, y sincero en sus pensamientos. Le había tomado cariño. Me sentía útil. Protegerle de las inclemencias del tiempo, a mí me daba consuelo.

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Jorge Pailhé

HISTORIAS DE PARAGUAS

Soy un paraguas plegable. Chiquitito, diminuto, casi que entro en cualquier bolsillo más o menos grande, y ni hablar en un bolso, morral, cartera o lo que sea. Y tengo un dueño que vive dudando. Un pelotudo. Duda de si va a hacer frío; duda de si va a llover; duda si almorzar o seguir de largo; si almuerza, duda entre una ensalada y una tarta de verduras, entre un agua saborizada y una coca... Y yo siempre con él, porque el imbécil me lleva a todas partes y no me usa nunca. La otra vez cambió de bolso y me dejó en la casa. Cayeron como 75 milímetros en 20 minutos. El boludo llegó a la casa hecho una sopa y yo al pedo, sequito, sequito, mientras la mujer lo mandaba a bañarse y le recordaba su condición de pelotudo consecuente y sin atenuantes. Esa fue la gota que rebasó el vaso. Por eso vengo a este grupo. Necesito que me entiendan y me acompañen, aunque no será fácil para ustedes ponerse en mi lugar, señores paraguas, enormes, enteros, señoriales, casi bastones. No crean que me fue fácil venir hasta acá. Lo pensé mucho, porque cuando uno está mal ve todo lo negativo... digamos que ve el vaso medio vacío, y la realidad nos cubre con otras circunstancias... También vengo porque me dijeron que este grupo es muy creativo y en las tormentas de ideas siempre surgen pequeñas sugerencias que van humedeciendo como gota de rocío nuestra alma, castigada por la idiotez de aquel oscuro sujeto que alguna vez nos rescató de un estante en un comercio gris y nos sumió en su vida anodina, intrascendente y estúpida. Pero en fin, tampoco quiero ser tan alarmista. No es cuestión de abrirnos antes de la tormenta ¿no? Y de última, mi pena no será eterna: siempre que llovió paró.

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M. Pilar López O.

20 DE MARZO Otro año más. Qué duro se me hace. Tantos felices tiempos pasados, tantas aventuras, peligros y viajes con Adelina Scott-Hansen y ahora esto, olvidado al fondo de un baúl, envuelto en un viejo chal que huele a naftalina y polvo. A veces me pierdo en mis recuerdos. El comienzo, un ajetreado taller, su voz imperiosa al elegirme. "Me gusta, me lo llevo". El contacto de su mano firme, los largos dedos vestidos siempre con delicados guantes de encaje. Viajamos por todo el mundo, yo siempre a su lado. Egipto, el desierto, el viento caliente. ¡Cómo me gustaba salir al sol! Mi negra tela fue perdiendo el brillo, pero no importaba. Siempre allí, en primera línea con ella, junto a las pirámides, montados en un bamboleante camello, los espacios abiertos, el soplo ardiente, la arena brillando, el cálido resplandor sobre mí, día tras día. Y yo en su mano, cerca siempre. Aquella vez en que un ladrón trató de entrar en la tienda, fui arma y me sentí poderoso, afilado, duro contra la cabeza indigna. Reventé de orgullo, mis varillas resplandecieron, estoy seguro. ¿Qué paraguas vio más mundo que yo, aprendió tanto, fue más necesario, estuvo siempre al lado de dueño alguno?

28 DE MARZO Lo sé, me pierdo en remembranzas y el pasado es mi único refugio, pero, ¿qué puedo hacer si no, aquí encerrado, solo, postergado? Ella murió, todas sus pertenencias se empacaron y fueron enviadas a los sobrinos nietos en Chester. "Una gran exploradora, mujer independiente, ejemplo preclaro de valores genuinamente británicos", dijeron los periódicos.

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Supongo que por respeto a su memoria me guardaron y no fui arrojado a la basura. Un viejo paraguas, descolorido por los soles extranjeros tras años de fiel servicio, aún firme, pero tan pasado de moda y tan deslustrado... ¡Cuánto echo de menos a mi dueña, aquellos viajes, su seca voz de acento distinguido, su infatigable energía!

4 DE ABRIL ¡Algo nuevo! ¡Por fin! Abrieron el baúl, me sacaron con el resto de las cosas de la señora, un poco de limpieza y al final la luz. Creo que esto es una tienda de antigüedades o algo similar. Un poco de todo, y yo al fondo a la izquierda, con bastones flexibles y pulidas cabezas de marfil y plata. Lo sé, no luzco como en mis años jóvenes, pero he recuperado la esperanza. Alguien me comprará, lo deseo con tanta, con tanta intensidad...

20 DE ABRIL Noté su presencia, sus ojos clavados en mí, ¿cómo podría verme allí, al fondo del paragüero metálico? Se aproximó decidida y escuché una voz cultivada y firme:

− Me gusta, me lo llevo. El dueño me rodeó con un papel basto y sentí las delicadas manos de ella enviando una corriente de energía a través de cada una de mis viejas varillas cansadas. En la calle me miró de nuevo. Yo ardía, una corriente chisporroteando a través mío. Retiró el envoltorio y acarició mi cabeza, de nuevo brillante y lustrosa.

− Bien, ya has descansado bastante, querido, ahora toca trabajar de verdad.

− ¡Estoy deseando abrirme y volar, ya lo sabes! − Perfecto, vamos allá.

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Soy más feliz de lo que nunca hubiera podido imaginar. ¿Sabéis? Mary Poppins ha dado un nuevo sentido a mi existencia.

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Cristian Williman

EL PARAGUAS DEL CARRERO

Todo lo grande esta en medio de la tempestad. Martin Heidegger

Apenas dos agujeritos y un alambre medio enclenque me habían destinado al basurero. Creí que todavía tenía algo para ofrecer, pero parece que no. Así que amanecí arrumbado junto a un par de cajas en la puerta de la casa. Esa mañana el rocío fue intenso; había humedecido el cartón y aunque estaba acostumbrado a sentirme mojado, sentí pena. En ese momento escuche un ruido a botellas, un chirrido y los cascos de un animal sobre el asfalto. Sentí un movimiento en las cajas y en un instante estaba desplegado. Quien me tenía en sus curtidas manos me miró con aprecio, me giró un par de veces, me sacudió el rocío, revisó los agujeros, pero no les dio importancia. Adivine cierta mueca de aprobación en su rostro duro y ceniciento, y supe que todo cambiaría. Inmediatamente me subió al carro donde había cargado todos los cartones, vidrios y hierros, pero me ubicó con cuidado junto a las riendas sobre el rústico asiento donde, en un extremo, había un palo de escoba que se elevaba como una antena. Lejos habían quedado los días que cubrí la cabeza de un señor distinguido. De caña larga, negro y con mango nacarado, me había comprado en una casa de corbatas finas, y decidió que sería un buen accesorio. En algunos círculos era un símbolo de status, pero me había elegido porque le gustaba pasear bajo la lluvia y sospecho que se sentía Gene Kelly. Siempre bajo lloviznas, garúas o alguna nube amenazante estuve ahí. Lo acompañé a un par de fiestas, y varias veces a sus oficinas. Hasta que un buen día, una tormenta nos sorprendió en una calle de Buenos Aires. El viento entro furioso en una esquina y me arrebató de sus manos. Terminé incrustado en las ramas de un árbol.

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Ya con un par de agujeros y un alambre torcido fui relegado al cuartito de cachivaches. Cada tanto iba al mercado o al colegio de los chicos. Y aunque cumplía mi función que era protegerlos del agua o del sol inclemente, ya no me veía tan bien. Era grande, incómodo para los más jóvenes. Y para mi dueño distinguido, bueno, ya no resultaba un accesorio que lucir. Ahora ya clareaba la mañana en el conurbano y el sol comenzaba a calentar el asfalto. El carro rechinaba y el caballo se movía cansino, siguiendo un recorrido mil veces repetido. El carrero juntaba todo lo que consideraba valioso, lo que podía vender o aprovechar. Así que cuando desplegó mi copa me sentí especialmente valioso. La intemperie le había marcado los rasgos, le había dado un gesto duro y una mirada torva. La intemperie no solo era estar expuesto al clima, sino también a las injusticias de la miseria. Una sociedad más consumista lo llevo a convertir la changa en su oficio y la rutina del cartonero en su vida. Había aprendido a ver valor en el desperdicio de otros. Así fue que la misma tarde que me encontró, se tomó el tiempo y me cubrió los agujeros con un trozo de plástico, me enderezó el alambre y sonrió. Atado al palo de escoba mi nueva función era cubrir al curtido buen hombre de las inclemencias del tiempo. Ahí estaba yo, irónicamente, protegiendo al más desprotegido. En la vida se aprende que las tormentas no se combaten, se atraviesan, porque más allá de las nubes grises confía que sale el sol. Ahora entiendo a donde me llevaron aquellos vientos o, al menos, me gusta pensarlo así. A los pocos días volvimos a pasar por la puerta de la casa de aquel hombre distinguido que había sido mi dueño. Estaba paseando a su perro por la vereda y entonces me vio. Atinó a decir algo, por un instante se cruzaron miradas con el carrero y hubo una conversación callada, sin palabras, y luego simplemente sonrió. En el horizonte truena una tormenta.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

PARAGUAS

Las nubes, el sol, el viento, los árboles, la lluvia, el granizo y la nieve. Todos estos elementos se congregaron el mismo día en aquel paisaje tan variopinto. Aquella mañana, Pedro, el único habitante de aquel lugar, se levantó como de costumbre a la misma hora y en el mismo sitio. Su cuerpo estaba salpicado de enormes gotas. Paraguas todavía no se había desplegado. Estaba terminando de maquillarse en la sala dos del recinto celeste. Paraguas se vistió ese día en tonos rosas y amarillos, era una mañana de abril y todos los elementos atmosféricos estaban dispuestos a tener cierto protagonismo en aquel paisaje cromático. Parasol estaba terminando de arreglarse. Pensaba que iba a ser su primer día de despliegue. Veía desde su punto de encuadre y en diagonal asomarse el sol y a Pedro dispuesto a broncear su pálida piel. Paraguas y parasol dialogaban entre ellos. Hacían apuestas sobre quién se abriría antes. Estaban deseosos de lucir sus atuendos a todo color. Una densa nube apareció en el decorado apretujando a los demás. Ayudada por el viento huracanado se colocó cubriendo el paisaje y enfadada expulsó el agua que contenía, cubriéndolo todo de grandes goterones. Al mismo tiempo se asomó el sol iluminando el lugar y convirtiendo las gotas de lluvia en perlas traslúcidas. Los árboles del lugar estrenaban sus primeros brotes en multitud de tonos llamativos y brillantes. Aquel día de abril fue el día de la fraternidad. La lluvia y el sol se abrazaban. Paraguas y parasol fueron los protagonistas de aquel escenario. Se desplegaron a la vez y aterrizaron en aquel decorado protegiendo a su único habitante.

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Y... colorĂ­n colorado, este cuadro estĂĄ contado.

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María Guerra Alves

PARAGUAS OLVIDADO

Soy un paraguas joven y en perfecto estado. Solange me adquirió en un bonito comercio del centro, una mañana de lluvia. Ese día, cuando salió de su trabajo, había un sol radiante, de modo que me guardó con mucho cuidado en su bolso y regresamos sequitos a su casa. A partir de ese día vivo junto a elegantes sacos y carteras, en el perchero del living. No me puedo quejar. Estoy cómodo y me divierto con las comedias románticas que mira Solange los fines de semana. Hoy el pronóstico meteorológico anunció tormentas. Volví a salir. Conocí varias oficinas. Viajé en colectivo y en taxi, quién sabe cuántos kilómetros. No sé dónde estoy. Me siento preocupado. Solange se olvidó de mí. Me encuentro solo, sobre un escritorio desconocido. No estoy enojado. Ella está con demasiados problemas. Deja la pava en el fuego hasta que se consume el agua, se le quema la comida, se le vencen los impuestos… No, no es una despistada. Ya se le va a pasar. Esto es transitorio. Estoy seguro. ¡No, por favor, señor, no me lleve, no soy de su propiedad! Mi corazón late cada vez más acelerado. Este hombre no entiende mi idioma. No parece mala persona, pero no quiero irme con él. Estoy en la calle. Hay mucho ruido. Sin embargo, puedo escuchar la dulce voz de mi dueña, agradeciéndole al intruso. Mmm... Esas miradas dicen otra cosa… Volví a mi hogar. Estoy feliz. Y no solo por mí, sino también por ella. Pasaron unos días. Todo cambió. Ya no más olor a quemado, pavas en la basura ni intereses por pagar fuera de término. ¡Qué buen perfume! A mi lado, un sobretodo, bien masculino, colgado en el perchero desde anoche…

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Cecilia Mosto

PARAGUAS

多Puede un paraguas, enamorarse profundamente de una sombrilla? 多Existen los prejuicios en el mundo de los objetos encargados de cubrir nuestras cabezas del agua? Pues es el caso de la historia que conozco.

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María Gabriela Failletaz

EL PARAGUAS

Siempre lo estoy diciendo que a mí todo me resbala. Es que es porque soy impermeable. Me pliego a causas justas: un cielo despejado con sol radiante o uno con luna y con estrellas. También tengo buena apertura. Soy blando por fuera pero por dentro, ¡de acero! Las inclemencias me hicieron fuerte. Si alguna vez me tuerzo busco engancharme y así retomo la línea. Estoy un poco viejo, tengo algunas manchas en la piel y sufro de artrosis deformante, me duelen bastante las articulaciones, por eso agradezco los bañitos de sol. Pero ¡atenti! puedo doblarme, pero jamás me quiebro. Aunque soy de los que se la bancan, algunos reclamos tengo para hacer igualmente... ¡Detesto a ese desgraciado! ¿Por qué no va y juega con su pelota de goma? Para mí que le recuerdo a su collar isabelino. Ya me arrancó unas cuantas hilachas de los bordes y esas no te las cose nadie. Otra injusticia es la violencia en las veredas. Es inaceptable la prepotencia de algunos expansivos ¡Te trajiste el del golf! Pasan y te dejan girando como un trompo. ¡Pero por qué no te alquilás una carpa en Punta Mogooótes! Tengo otra: ¡la de viajar sobre el chicle aplastado en el colectivo! ¡Ah, no! A mí no me dejás en ese piso mugriento lleno de escupidas y menos al lado del balde de Pinolux! ¡Empiezo a jadear como un bandoneón del ahogo que me da! Digo yo... ¿No hay leyes para paraguas? ¡Me cacho! Pasemos al mango: ¡Con curvita, viejo! Sólo ¡CUR -VO! ¿Se entiende? Porque si no te cuelgan de un gancho, donde te apoyan, lógico que te patinás… SSBRUM… SSBRUM... ¿Cuántas veces vas a hacer el intento de que me quede derechito? ¿Eh?

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Tengo la última y no jodo más: ¡Exacto! QUE TE DEJEN OLVIDADO. Y esta sí que me sacude y me da ganas de volar como una cometa. Admito que no soy celular, ni billetera, ni llavero pero si me dejás, yo te juro que te deseo algo: ¡Que te mojes hasta el culo! ¡Eso!

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Daniel Goldenberg

PARAGUAS

Fui cetro, lanza, garfio y cimitarra, fui alfanje, mosquete, kalashnikov y cayado, fui caballo, fui bast贸n, fui rodela y estandarte, fui pica, remo, ca帽a y alabarda, fui ca帽贸n, fui vara, fui mandoble y fui muralla. Fui todos los oficios de tus manos chiquitas. Incluso (algunas veces), fui paraguas.

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Horacio Petre

MIL PRIMAVERAS Sigue lloviendo

Carlos miraba la calle a través de las vidrieras del Mil Primaveras. El cielo se había cubierto generando la clásica sensación de alteración del tiempo y orientación en la gente. Las calles iluminadas por el sol de la mediatarde con sus sombras nítidas habían dejado paso a un claroscuro de luces tenues y suaves contrastes. Se veía alguna que otra gota caer, ventarrones, alguien apurando el paso, quien se cubría con un diario y algún que otro precavido abriendo su paraguas. Carlos disfrutaba el espectáculo resguardado, saboreando su café y empezó a cavilar sobre la suerte de tan noble ayudante en los días de lluvia. ¿Cómo sería ser un paraguas? ¿Quién sería nuestro dueño? ¿Cómo es cubrir a otro de la lluvia a costa de mojarse? ¿Qué pasa cuando nos olvidan en algún sitio? ¿Nos preocupa cambiar de dueño? ¿Es lo mismo ser un plegable que un largo? Carlos era un tipo esencialmente generoso, solidario y era muy usual en él la práctica de ponerse en la piel del otro. Sin embargo se sorprendió a sí mismo poniéndose en el lugar de otra cosa... no de una persona. Y empezó a imaginar su vida como paraguas, y los diferentes azares que tal circunstancia le depararía. Estaba en eso, muy metido en sus pensamientos, cuando sintió la puerta del bar abrirse, y junto con el ruido de la lluvia, torrencial en ese momento, entró un grupo de veinteañeros, bastante empapados, pero bastante risueños también. Edi los vio entrar, preparó su bandeja para ir a atenderlos y no se sorprendió al notar que estaban en un estado de total algarabía y festejo. Tomó el pedido a cada uno de los tres, se los veía famélicos y fue a ordenarlo a la barra. Mientras tanto, uno de los jóvenes sacó un cuaderno anunciándoles a sus dos amigos:

− Gente... acá está la letra para cerrar el último tema del disco, escuchen, escuchen un poquito, che...

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“DILETANCIAS DE UN PARAGUAS SIN MÁQUINA DE COSER A SU LADO” se llama... Ahí va: Soy lo que soy ¿o qué? Cuanto más me llevan, menos me comporto. Me dicen: - “Pará el agua, vos...” ¡Pero no! Avistador mangrullero es lo que yo soy... Nadie quiere ver mi identidad y yo les digo: cuando el malón arrecia - “¡Arreglate! Que viene gente” Pero ellos nada, como si nada... Y atisbo el fortín arrasado por la indiada que festeja con su botín de guerra y su cautiva. Los otros dos escuchaban estupefactos, y al terminar la lectura, se miraron fijamente conteniendo la risa por unos instantes... pero no pudieron impedir, casi inmediatamente estallar en una carcajada que dejó atónito y sorprendido al que acababa de leer la letra. Carlos, que no pudo evitar escuchar la lectura, se sintió a un tiempo molesto por la interrupción de sus pensamientos y por otro lado inquieto ante la coincidencia temática. De naturaleza esencialmente sociable, le hizo una señal a los tres de la mesa, y les dijo que estaba viviendo una situación epifánica, ya que venía pensando coincidentemente en cómo sería ser un paraguas, minutos antes de su llegada y lectura de la letra de la canción. Sorprendidos a más no poder, los tres jóvenes se quedaron congelados con sus ojos y bocas totalmente abiertos, impávidos, mudos, mirando a Carlos, lo cual lo inquietó sobremanera. Momento de tensión. Un par de segundos después explotaron en una carcajada, esta vez los tres, aún más fuerte que la anterior... Se reían a los gritos, se agarraban la panza y la cabeza y señalaban a Carlos, que confundido no entendía la gracia de lo que pasaba. Edi miraba la escena y pensaba para sí: “¡Manga de fumones!”.

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Mil Primaveras estaba semivacío, los tres muchachos se reían a más no poder, Carlos desviaba la vista y seguía mirando entre confundido y contrariado a través de los vidrios empañados, Edi levantaba el servicio de las mesas, y en el fondo del bar, una mujer se sumía en silencio, contemplando toda la escena, atónita ante la inusual sincronía de situaciones. La mujer tomaba té y leía, casualmente “Las lluvias contenidas”, novela de Friedrich Kahn. Y precisamente... justo en ese momento, estaba en el pasaje del cuarto capítulo, en el que uno de los protagonistas, el cabo Bustos, soñaba con ser otro, un otro muy lejos de la línea de fortines, que se maliciaba a sí mismo como un porteño improbable y distinto, en un Buenos Aires futuro y desconocido, lejos, muy lejos... Lejísimos.

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Guillermina Silva D’Herbil

UN PARAGUAS

Aquí estoy, agonizando, tiritando, chorreante, destartalado... Después de una existencia miserable, gris, esclavo de una mujer amargada, viviendo en un lugar oscuro, fui arrojado sin piedad. "Paraguas de mierda", fue lo último que escuché. Llueve, unas piernas largas corren esquivando charcos, las veo detenerse a mi lado y agacharse. "¡Qué bueno!... justo lo que necesito", fue lo último que escuché. La vida siempre da otra oportunidad, parece.

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Paula Ancery

EL PARAGUAS MALDITO

Hola, yo soy Chucky, el paraguas maldito. No es culpa mía, me hicieron así. Me fabricaron en China porque es muy barato fabricar ahí, pero soy de buena calidad. Mi estructura es de madera y soy de mango largo, tirando a artesanal: nada de apretar un botoncito para que yo me abra. Mi tela es liviana pero resistente y ultraimpermeable, con una franja azul y otra negra, y otra azul y otra negra, y así, como para no ser tan aburrido pero combinar con cualquier pilcha, de hombre y de mujer. Junto con mis miles de hermanos me exportaron a Buenos Aires; ésa fue la primera separación. De esos miles, nos separaron a cien para una compra que hizo IBM. Querían hacer un regalo corporativo, no muy caro, pero que tampoco hiciera quedar mal a la empresa que nos obsequiaba; y que además fuera útil, para que quienes nos recibieran se acordaran a menudo de IBM y sutilmente, en sus cabezas, relacionaran nuestra efectividad con la de la Big Blue (otro motivo por el que teníamos que tener algo azul). Algunas empresas, incluso muchas de las multinacionales, cuando hacen un regalo así agarran y le estampan a la tela un logotipo de IBM bien visible; pero éste no fue el caso, por suerte. Tengo el logo, pero me lo pusieron en el mango y lo hicieron mediante un estampado muy bonito, que parece grabado a fuego, aunque lo no sea. Sobrio, como todo yo y como todos los empleados de IBM, que no pueden ir a trabajar con un buzo con capucha como en Google, digamos. A mí me regalaron a Paula. Cuando me recibió, ella dijo: “Lindo paraguas, aunque no se puede llevar en la cartera. Ojalá que no se me pierda, porque parece de buena calidad y además combina con todo.” Me sacó a la calle dos días que estaba nubladito, pero no llovió. Se acordó de llevarme de vuelta con ella. Pero la tercera vez, pasó y no pasó lo mismo: parecía que iba a llover, no llovió pero ella se olvidó de que me había llevado, y me dejó en un bar. Sin embargo, se dio cuenta rápido. Al día siguiente volvió al mismo bar y preguntó por mí. El empleado que estaba en el mostrador dijo que el dueño se lo había llevado a su casa porque ésa era su política para cuando los clientes se olvidaban algo en su establecimiento: llevárselo a su casa hasta que el dueño volviera a reclamarlo, porque si no, otros clientes podían ponerse

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en evidencia como amigos de lo ajeno. Lo que pasaba era que ese día el dueño del bar no había ido a trabajar –y por lo tanto, no me había llevado-, porque justo le habían robado el auto y estaba haciendo la denuncia. Paula se rió y se fue pensando: “él me robó el paraguas y ahora a él le robaron el auto”. También pensó en volver a buscarme una vez más, pero llegó a la conclusión de que no tenía tiempo que perder en la improbable eventualidad de encontrarme. Así que no volvió a indagar por mí, y ése fue su error. Tendría que haber insistido lo que hiciera falta hasta que yo me reuniera con ella. El que robó ese auto lo llevó a un reducidor que me encontró en el baúl y me llevó a su casa para cuando hiciera falta. Pero nadie se acordó de mí hasta que un día me encontraron sus hijitos, y se pusieron a jugar conmigo. Alternativamente fui un fusil, una espada y una katana, hasta que los hermanitos empezaron a pelearse por mi tenencia, y mi contera inferior terminó introducida en el ojo de uno de ellos. La madre, una vez que pasó la odisea del hospital y la rehabilitación, me sacó a la calle junto con la bolsa de basura. Era supersticiosa, la señora. Hacía bien. Como yo seguía en perfecto estado, salvo unas gotitas rojas que nadie iba a tomar por sangre, del canasto de la basura me sacó un vecino que por allí pasaba, y también me depositó en su casa para un caso de necesidad. Y otra vez me dejaron olvidado, esta vez en el garaje de la casa del vecino, donde empecé a juntar telarañas. Hasta que me encontró el perro de la familia, un pastor alemán que ya no era cachorro pero igual era joven, y todavía tenía bastantes ganas de jugar. Me sujetó entre sus mandíbulas como si yo fuera un hueso, y fue y vino y fue y vino por toda la casa, el jardín y el fondo, hasta que pretendió atravesar un pasillo más angosto que mi longitud cuando estoy cerrado y horizontal, que es como estaba. Resultado: yo me quedé paralelo al piso, pero inmóvil, mientras que el perro, por inercia, todavía dio unos pasos más, lo que lo llevó a hacer una medialuna y quedar acostado panza arriba, no sin antes darse tremendo golpe en la columna vertebral. Anduvo chueco por algunos días, pero la cosa no pasó a mayores. Por suerte, porque me gustan los perros. En esa familia no quisieron volver a usarme porque yo había quedado todo babeado por el perro –no se notaba, pero saberlo les daba cierto asco-, así que me dejaron guardado por ahí hasta alguna vez, hasta que un día lloviera torrencialmente en el momento en que tuviera que retirarse una visita que hubiera llegado desparaguada, por ejemplo; o hasta que ellos mismos se olvidaran de mis antecedentes. Y llegó el día en que la chica que limpiaba en esa casa tuvo que irse bajo la lluvia y me le enchufaron, todavía en una actitud como si fueran muy generosos y desprendidos. Ése fue el día en que me mojé por primera vez, quiero

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decir, me mojé con agua de lluvia y no con sangre humana ni con saliva animal. Pero la chica se subió al colectivo, no sin antes plegarme cuidadosamente y mantenerme derecho, para no clavarme ni que yo mojara demasiado a los otros pasajeros, porque recuerden que soy grande. El colectivo venía lleno, porque ésa era la hora a que los chicos salen del colegio; y, en el apretujamiento, un sujeto que no era ningún niño quiso buscar un punto de apoyo en la chica que me llevaba, porque ustedes saben lo difícil que es mantener el equilibrio en un colectivo que va a toda velocidad y todos cuyos pasamanos están ocupados. Tan mala suerte tuvo este desequilibrado que me le incrusté contra los huevos, como si él se me hubiera subido a caballito. Y encima, los chicos se reían; estuvo bárbaro. La chica a la que protegí de la lluvia por primera vez quedó tan encantada con la anécdota que no sólo la refiere cada vez que puede, venga a cuento de algo o no, sino que además me cuida muchísimo, porque no quiere perderme por nada. Ya pasaron tantos años que el agua de lluvia me borró totalmente las gotitas de sangre del ojo del pibe, y sigo como nuevo. Pero no tengo ganas de quedarme mucho tiempo más con esta chica, porque le tomé cariño, y no quisiera hacerle ningún mal. Sólo que está en mi naturaleza. No puedo ser un buen chico –aparte de que soy un paraguas grande, y ya entrado en años- a menos que esté con mi dueña, que es Paula. Así es la religión de nosotros, los paraguas chinos: a quien te regalen, de ése serás, y a quien no sea ése, dañarás. Por eso me puse Chucky de nombre (por eso, y porque a los paraguas nadie nos pone nombre propio). Además, la chica con quien estoy ahora es petisa, y Paula, para ser mina, es (¿era?) bastante alta. Yo llegué a escucharla mentar a todo el árbol genealógico de los petisos que se encontraba a su paso los días de lluvia, que le enredaban el pelo con las puntitas de los paraguas que llevaban a la altura de sus mejillas y que no pocas veces estuvieron a punto de sacarle un ojo, a ella también. Y ése es también el daño que me conformo con hacer por ahora, cuando salgo con la petisa que me tiene en posesión, porque algo tengo que hacer. Si ustedes son altos y un día de lluvia les cortan la yugular con una conterita de un paraguas azul y negro, por favor, reaccionen rápido y traten de fijarse si en la empuñadura no dice IBM. Si están leyendo esto, es porque conocen a Paula, así que quizás puedan devolverme a ella y esta cadena de desgracias llegaría a su fin.

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Mariángeles Soules

SOY UN PARAGUAS

Me dicen paraguas, aun no sé por qué, estoy envuelto en una bolsa de celofán transparente y apretado en un gran canasto con otros seres semejantes a mí que solamente se diferencian en tamaño y color, en un negocio de artículos importados. Soy rojo con pequeñísimas flores blancas y amarillas, mi cabeza es de madera y tengo un solo pie, también de madera, sobre el cual estoy apoyado. Hoy se han ido muchos de mis amigos y escuché decir que afuera llueve torrencialmente, no sé qué significa pero cada vez que dicen eso la empleada saca un paraguas del canasto, lo abre, lo muestra y alguien se lo lleva. ¡Oh, Oh!, me acaban de elegir, creo que voy a conocer la lluvia, siiii, así es, una linda chica paga para ser mi propietaria, y ahora me abre y a la calle. ¡Nooo…! Qué extraña sensación, pequeñas gotas caen sobre mi y ruedan sobre mi cuerpo para luego caer hacia el piso, mi dueña está resguardada debajo de mí. Ella me trata con suavidad, ahora llegamos a su hogar y me cierra, me sacude y me coloca en un rincón sobre un pequeño recipiente en el cual hay otro paraguas bastante maltratado, le pregunto que le pasó y responde con un gemido que fue el viento, que casi lo mata y que seguramente ahora lo botarán a la basura porque ya no sirve. La veo venir, toma a mi reciente amigo, se sienta en un sillón, y con una aguja y un hilo comienza a repararlo. Noto que no quiere deshacerse de él, lo vuelve a colocar a mi lado y veo que quedó nuevo. Ella lo mira con dulzura y dice, eres el único recuerdo que me quedó de mi padre, aunque nunca vuelva a usarte siempre permanecerás en casa, ahora ya tengo quien me resguarde de la lluvia, tu trabajo ha terminado y es hora de que permanezcas en reposo. Comprendí con esas palabras que mi trabajo será cuidar que ella siempre permanezca seca.

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Julio Fernando Affif

I WILL WAIT FOR YOU

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La mirada pueril delata la inocencia de los veinte años en el rostro infantil de Catherine, con los ojos vivaces de quien se maravilla con las cosas sencillas y los sentimientos anclados en los rubores de una adolescencia que se resiste a desaparecer. El escaparate le devuelve nuestra presencia como ramillete de flores multicolores sin perfume, pero que la imaginación le permite percibir desde el fondo de la felicidad que la vida le regala. Esperamos ansiosamente el momento en que sus manos delicadas y pequeñas nos acaricien sin que llegue sospechar el sentimiento que despierta y que queda encerrado debajo de la tela que nos cubre. Ninguno de nosotros pudo sustraerse a su encanto ¡Ay! Si supiera la necesidad de acompañarla y protegerla, tan delicada y hermosa, tan frágil y expuesta. Pero no tenemos la posibilidad de decidir y debemos aceptar con resignación nuestra condición de mercancía hasta que algún extraño se apropie de nosotros y nos incorpore a su vida. Hoy la llovizna tenue se ha apoderado de Cherburgo y entre la realidad y la fantasía, Catherine sueña con el amor sin sospechar que, gracias a nosotros, el mundo se abrirá para ella como en un dorado cuento de duendes y princesas.

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La consigna del paraguas, que nunca hubiera imaginado para proponer, me provocó muchas cosas y despertó sentimientos ocultos, nostalgias, recuerdos de la juventud, sentido de pertenencia y otros pareceres de los que voy a tratar de no desprenderme y si el tiempo me da, construiré una seriada para evocar las distintas circunstancias que a lo largo de mi corta vida acontecieron, de manera figurada, de forma real o en mi imaginación, pero generaron en mi el alerta que perduró a través de las diferentes décadas que me tocó transitar.

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Amelia Molina Burgos

AMOR EN EQUILIBRIO

Ninguno de los dos queremos que llegue el invierno. Sólo salimos cuando es verano, para verla a ella. Semioculto bajo el sombrero, apenas se deja ver un retazo de la piel traslúcida de Jim, escondida entre el borde de las gafas oscuras y el filo de su labio superior. Como todas las mañanas, en el banco de siempre, consulta el reloj sobre la muñeca de su mano enguantada, en el momento en el que las agujas se alinean como una flecha certera que marca el medio día. Entonces, llega Brigitta. No sé quién es más hermoso, si ella o su parasol. Una cuerda delgada y firme atraviesa, a modo de puente, el lago que reluce frente a nosotros; y ella, ligera como una ardilla, se coloca sobre uno de los extremos, tras saludar a los espectadores, unos cuantos niños con sus madres, que guardan una distancia, yo diría que reverencial, hasta nuestro banco. Con un ademán gracioso, inclina la cabeza, agita el pelo y nos muestra la margarita de fieltro que adorna su nuca. Brigitta acciona el botón del mango violeta que sostiene su mano derecha. El parasol se despliega y, entonces, estalla el arcoiris. Da los primeros pasos, los dedos de sus pies, desnudos, aferrándose a la cuerda. Los niños aplauden. Jim y yo sonreímos al mismo tiempo. Alguna madre nos echa una mirada de reojo, apartándose con cierta aprensión. Sé que nuestra presencia les inquieta. O más bien la de Jim, embozado bajo tela oscura desde los pies a la cabeza. Yo paso más desapercibido. Justo cuando Brigitta va por la mitad del lago y la margarita de fieltro nos enseña todos sus pétalos, titubea sobre la cuerda, y se agarra con más fuerza al parasol que gira en su mano lanzando destellos. Los colores rebotan sobre los cristales de las gafas oscuras de Jim y yo me esfuerzo, más si cabe, por protegerlo de esa luz caleidoscópica que daña sus retinas. Estoy seguro que he nacido para climas más fríos, que me van más la lluvia y la tormenta; pero no me importa soportar el calor. Si estoy con él ni siquiera me queman los rayos del sol.

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─ ¡Cuidado, Brigitta! ─gritan los niños, con alarma risueña. Y ella, con una mueca exagerada, acentúa aún más el inexistente peligro de su peripecia sobre las aguas hasta que recompone su figura pequeña y vuelve a erguirse. Las enaguas de volantes recuperan la compostura y abiertas, como una campana, se acomodan por encima de sus rodillas. Jim y yo suspiramos al unísono. Yo por sentirlo tan feliz. Y él, lo sé, porque está perdidamente enamorado de ella. Los ojos de Jim, bajo las gafas oscuras, acarician la silueta de Brigitta la equilibrista, que ha alcanzado la otra orilla y vuelve ya de frente hacia nosotros. El reflejo quieto de los árboles del parque sobre la superficie del lago, parece hacer un quiebro que descompone su apariencia de lienzo recién pintado. Por un momento se desdibuja. El agua se riza. Una ráfaga fuerte de viento arranca la margarita de fieltro de la cabeza de ella que se tambalea sobre la cuerda. ─ ¡Cuidado, Brigitta! ─gritan los niños, esta vez, asustados de verdad, mientras las madres los apartan de la orilla. Desde nuestro banco los dos miramos hacia el cielo sobre el que se arrastra una nube. El viento arrecia. Las gafas de Jim caen al suelo. El sombrero que le cubre la cabeza, sale volando. Se lleva las manos a la cara, como un resorte, tratando de cubrir sus ojos glaucos. Se encoge como un bebé e intenta taparse su piel albina. Quiero protegerlo pero el viento hace un remolino cruel que me arranca de su mano y me estampa contra un árbol. Me revuelvo con todas mis fuerzas. No puedo dejarlo tan desamparado. Por más que trato de resistirme, la ventisca, salvaje, me aleja de él dando tumbos y volteretas descontroladas. ─ ¡Brigitta! ─alcanzo a escuchar la voz indefensa de Jim, como derretida por los rayos del sol ─ Te lo suplico, ¡Ayúdame! Sigo dando trompicones hasta que siento dos manos que me aferran con fuerza y frenan mi deambular, cabeza arriba y abajo. ─ ¡Estás hecho una pena! ¿Te podremos recomponer? ─ Escucho mientras me ponen recto derecho.

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Las manos que me han salvado son las de una mujer y resultan mañosas, curativas. No puedo moverme, estoy desollado. Ni siquiera puedo preguntar qué ha pasado con mi Jim y trato de concentrarme para que la mujer me entienda sin palabras. Los dedos intentan encajar mi cuerpo descalabrado, con un movimiento suave, ¡bendita sea!, me gira y... ¡clic! puedo verlos a lo lejos. Jim no lleva el sombrero. En su cabeza se reflejan los colores del parasol de Brigitta, sentada junto a él y apoyada en su hombro. Una punzada de alegría me hace erguirme. Las manos de la mujer terminan de enderezarme, de sanar mi última magulladura. Me despido de Jim desde la distancia. Lo he amado. Y lo amo. Por eso sé que ha llegado el momento de separarnos. El parasol de Brigitta lo cubre. Y a mí me toca sentir por primera vez la lluvia sobre mi cuerpo y empezar mi verdadera vida de paraguas. Ahora, a ninguno de los dos nos importará que el invierno esté a la vuelta de la esquina.

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Isabel Delvalle

LLUVIA

La lluvia está cansada de llover yo / cansado de verla en mi ventana es como si lavara las promesas y el goce de vivir y la esperanza. La lluvia que acribilla los silencios es un telón sin tiempo y sin colores y a tal punto oscurece los espacios que puede confundirse con la noche. Ojalá que el sagrado manantial aburrido suspenda el manso riego y gracias a la brisa nos sequemos a la espera del próximo aguacero. Lo extraño es que no sólo llueve afuera, otra lluvia enigmática y sin agua nos toma de sorpresa / y de sorpresa llueve en el corazón / llueve en el alma.

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Javier Russo

PARAGUAS

Debo estar cerca de la demencia senil porque mi percepción del tiempo está totalmente alterada. Me parece que fue ayer cuando me trajeron a mi primer nieto en brazos y me dijeron ¡ya sos Abuelo! Hoy es día de labranza y voy a colaborar en la granja. Siempre fui bueno con las plantas. Me gustaba tener algunas y cuidarlas bien cuando vivía solo. Después vino este desastre anunciado y bueno… se hizo difícil tener plantas. Mientras me estoy vistiendo mi nieto me mira con aire alegre.

− ¿Vas a la granja viejo? − ¿Me tenés que decir viejo? ¿No me podes decir abuelo? − No te enojes si al fin y al cabo ser viejo es todo un logro estos días. En eso tiene razón, no puedo discutirle, pocos llegan a mi edad en éste mundo que les dejamos a ellos. Veo que mi hijo está escuchando la conversación y ahí viene la reprimenda a los dos.

− ¿Siempre tienen que encontrar algo por lo que discutir? Tiene razón yo me tendría que callar la boca y mi nieto también. “La sabiduría del corazón es mejor que la razón”, diría mi difunta esposa. Cuando me estoy atando los borceguíes escucho a mi nieto.

− Llevá paraguas abuelo. Tiene pinta de llover. Levanto la mirada hacia el paragüero y los veo ahí. Hace 20 años eran de tela y descartables. Cuántos habré comprado en mi vida adulta. La mayoría eran una basura. Si querías algo que durara había que pagarlo.

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En tiempo de mis abuelos nada era descartable, todo era durable. Recuerdo que cuando un paraguas se rompía había quien lo arreglara. Hasta se mandaban a cambiar las telas. Hoy los paraguas no tienen telas, tienen placas y cada tanto se cambian.

− Aguantá un cacho abuelo, yo te acompaño. Salimos los dos, me apoyo en mi nieto y comenzamos a caminar hacia la granja. Antes las granjas eran a cielo abierto ahora son bajo techo por la maldita lluvia ácida.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 26 DE ABRIL DE 2015


LIPE


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