CUENTOS DE TERRORT

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CUENTOS DE TERRORT


Portada Luis Alfonso MartĂ­n


CUENTOS DE

TERRORT


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CONSIGNA DEL DOMINGO 1 DE MARZO DE 2015 Tema

CUENTO DE TERROR

Ponente

HORACIO TORT

La propuesta para esta semana es enfrentar nuestros miedos y escribir un cuento de terror, de esos que ponen la piel de gallina y que no te dejan conciliar el sueño después de haberlo leído. En lo posible, no utilicemos a los personajes tradicionales que todos conocemos, Freddy Krueger, Jason Voorhees, Saw, Chuky, etc., sino que sería bueno inventar uno nuevo que nos obligue a describirlo. Pero esto tampoco es imprescindible, a veces el terror no necesita de un personaje sino que está en uno mismo o en la situación que enfrentamos. Y si alguien prefiere satirizar el género, también está permitido, siempre y cuando algo de genuino terror forme parte de su texto. Ah, una aclaración:.no vale simplificar el terror en una frase augurando un resultado electoral, sea cual sea. Buena semana para todos

Horacio Tort

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M. Pilar López O.

Mamá se ha enfadado mucho hoy conmigo. No quiere que haga los deberes con Luisi, dice que ya soy mayor para tener amigos imaginarios. Luisi se ríe y luego me dice otra vez: "¿Matamos a tu mamá?". A mí no me parece buena idea porque ni Luisi ni yo sabemos cocinar y me cansaría de las latas enseguida. Tampoco sé poner la lavadora y soy muy pequeña para conducir también. Anoche me castigó otra vez. Puse mal la mesa, dice que estoy todo el día en las nubes y que está harta de aguantarme. Luego me encerró en el armario. Luisi se ríe de mí, dice que soy muy tonta, que tenemos que librarnos de ella, que con mirar en Internet es fácil aprender todo lo que necesitaríamos para vivir en la casa sin problemas. Esta mañana me puso un enlace muy guay: cienmanerasdeasesinarsindejarrastro.com Igual tiene razón Luisi. Las hemos leído detenidamente, hay ideas estupendas. Creo que ya encontramos la buena. Ah, y he aprendido a hacer unos macarrones riquísimos, hasta mamá dijo que estaban casi comestibles.

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Mauricio Castello

HACKER

Se sentó frente a la computadora, abrió el explorador e ingresó a Facebook, desde ahí accedió a las novedades del grupo de escritura cerrado al que pertenecía. Este hábito que se repetía varias veces al día, era una dulce trampa en la que caía con felicidad. Siempre le demandaba más tiempo del que disponía, por lo que decidió también conectarse desde su teléfono celular. Desde antes de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes habían estado haciendo investigaciones en el campo del control mental; al concluir ésta, los cerebros de este proyecto fueron repartidos entre los rusos y los franceses; finalizando la década de los cincuenta, los Estados Unidos aprovecharon para reclutar a los científicos que, en el traspaso del poder de Coty a De Gaulle, habían quedado en un limbo administrativo. Como acostumbraba, primero revisó y comentó los comentarios de los comentarios de los comentarios de la consigna de la semana y luego se dedicó a leer con detenimiento los nuevos posteos; sólo en uno tuvo que releer e ir a googlear el significado de Zaurom Hedi-Dari. Fue inútil, no encontró nada que lo ayudara a entender. Los EEUU testearon algunos desarrollos durante la guerra de Vietnam, principalmente los que incluían drogas sintéticas y semisintéticas. En las décadas siguientes, en laboratorios, probaron con drogas de diseño. Pero en este campo fueron los rusos quienes estuvieron siempre a la vanguardia, por constancia ininterrumpida y por asociaciones estratégicas con los chinos. Los resultados más exitosos se dieron combinando letras de determinada manera y al ser leídas reiteradas veces, convertían al lector en un completo esclavo. Había sido quien leyó primero la publicación, esperó a que lo hicieran otros integrantes y los contactó por privado, tenía esas palabras en el portapapeles para pegarlas en cada conversación. Uno a uno fueron charlando al respecto infructuosamente, el tema se propaló más allá de quienes habían leído el texto, incluso se llegó a consultar gente ajena al grupo. Hubo un momento en que perdió la visión, cual cartel de neón, Zaurom Hedi-Dari era lo único que con intermitencia llegaba a distinguir. Los sentidos se distorsionaron de manera caótica, mientras que luces estroboscópicas, quemantes, invadían los ojos; en toda la piel

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se experimentaba el paso de un estado febril intenso a temperaturas bajo cero, quemaduras, cortes y pinchazos; el olfato y el gusto enviaban al cerebro el más repugnante de los recuerdos; y en el oído retumbaban alaridos desgarradores. Fue un descenso incesante al infierno profundo, duró lo que resistió el corazón en decir basta. El tormento dejó al cuerpo contracturado de tal forma que no se pudo enderezar y la mueca petrificada en su rostro jamás fue olvidada por quienes la contemplaron. Durante la Perestroika y luego de la caída del Muro de Berlín, vio su oportunidad y se estableció cierta mano de obra desocupada en forma de Mafia Rusa, llevándose consigo algunos secretos altamente funcionales a la flamante actividad. La vedette se llamó con el tiempo Mind Hacker, consistía en acceder de manera remota a una mente mediante una programación a través de las reiteradas lecturas de un anagrama que resultaba ser el nombre de quien tomaría el mando absoluto. El resto del grupo de escritura y quienes, accidentalmente por un efecto viral, también se programaron, corrieron la misma suerte.

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Guillermina Silva D’Herbil

Era una noche templada de fines de octubre, a decir verdad, ya era madrugada. La luna llena brillaba enorme, muy alta en el cielo iluminando el campo que se extiende interminable hacia el horizonte. En el silencio de la noche sólo se escuchan los cascos de dos caballos que van al paso, como cansados. Sus jinetes se dejan llevar. Vienen de un festejo en una estancia vecina, cortando campo, agotados y aturdidos de tanto de todo: asado, amigos, guitarreada y sobre todo vino. De pronto, el que va a delante detiene su caballo y pregunta:

− ¿Escuchás? − No, ¿qué cosa? − Un llanto... escucho un llanto… El segundo jinete empieza a sonreír pensando en la borrachera de su amigo, cuando efectivamente, sin lugar a dudas, escucha un llanto.

− ¡Tenés razón, es un llanto de bebé! Extrañados, prestan atención, aguzan sus oídos y su vista... saben que no hay ni un rancho en kilómetros a la redonda. La noche es clara y a unos cuantos metros hacia adelante divisan un pequeño bulto que se mueve. Se acercan y desmontan, no saben qué hacer con eso que ven. Un bebé de muy pocos meses solo, desnudo e indefenso, llora en la inmensidad del campo y de la noche. No pueden hacer otra cosa más que cargarlo y llevarlo.

− Mañana vemos que hacemos, dice el que primero lo escuchó, con el niño entre sus brazos. Se siente torpe, nunca acunó a ninguno. Retoman la marcha preocupados y tratan de salir de la nebulosa en la que el alcohol los tiene atrapados.

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No falta mucho para que despunte el alba, están preocupados pero avanzan en silencio. De repente, el que lleva al niño, siente un tirón en el pañuelo que lleva anudado al cuello y escucha una voz que le dice:

− Tatita, mirame los dientes. Sorprendido baja la mirada y entre sus brazos ve un monstruo horrible, los ojos de un demonio se clavan en los suyos. Un alarido sale de su garganta y quiebra la quietud de la noche. Clava los talones en las ancas de su montura y los dos caballos salen al galope mientras la criatura es revoleada por el aire... No se detienen hasta llegar a la casa. Este relato lo escuché infinidad de veces y aterrorizó mi infancia. Lo contaba mi padre como algo verídico, con los nombres y apellidos de los dos jinetes, con el nombre de la estancia, con pelos y señales. Él estaba en el festejo del que volvían. Al día siguiente volvieron cuando el sol estaba bien alto... pero nadie encontró nada.

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Federico Cahn Costa

Carlos se bajó del colectivo en la parada de la Colón. Venía del baile, que había estado bueno. Mientras el ómnibus se perdía en la curva de la ruta tras la loma, él comenzó a desandar las cuadras de tierra, cuesta arriba, hacia su casa dejando detrás la calle pavimentada y más allá el cañadón por donde corría el río. Caminó en la noche cerrada unos cien metros hasta que la luz mortecina del cruce perdida a lo lejos ya no proyectaba ni su propia sombra. No había luna pero las estrellas brillaban en todo su esplendor en la negrura del cielo despejado. Iba a meter la mano en el bolsillo para tomar la linterna que lo ayudaría a no tropezar en la oscuridad con las piedras cuando un reflejo a sus espaldas le llamo la atención. Quizás tenía suerte y era el Lito con su Estanciera que lo alcanzaría hasta la tranquera. Al darse vuelta para saludarlo vio dos luces pero no eran las de la camioneta sino dos bolas luminosas que salían del cañadón y cruzando sobre el guardarraíl comenzaban a andar a media altura por el medio de la calle. "Sólo atiné a recular hasta apoyar la espalda contra la pared de la casa de don Picuto mientras me agachaba para agarrar dos piedras. Pasaron a cuatro o cinco metros mío haciendo ffffssss... y siguieron de largo. ¡Imaginate, defenderme de los marcianos con dos piedras! ¡Y te juro que no, que no estaba chupao!"

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Julio Fernando Affif

EL PLOMO

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La tarde se alineaba lentamente sobre el horizonte de tormenta preanunciado el dolor de la siguiente jornada en ese verano intenso que desgataba intenciones. El esfuerzo había sido mucho y los viñedos se extendían en hileras oblicuas alineadas hacia la cordillera mendocina, que como un gigante amenazante parecía querer tragarse la riqueza generosa esparcida con labrada delicadeza en la Tierra del Sol y del Buen Vino. Inmensos bloques de hielo desprendidos del glaciar El Plomo taponaron firmemente la confluencia de los ríos Tupungato y Mendoza, elevando la altura de los ríos hasta que la presión pudo más y con fuerza poderosamente irresistible las aguas se expandieron sobre una importante superficie del territorio viñatero mendocino. El tronar que el aluvión provocaba estremecía de espanto a los pobladores que en pocos minutos se vieron alcanzados por la furia de la naturaleza y arrastrados por una fuerza superior que no les dio la oportunidad de protegerse. Amine alcanzó a subir a los tres pequeños al sulky corriente lo volcara, arrastrando a sus cuatro ocupantes la muerte de los niños ante la mirada de su milagrosamente, enredados sus cabellos en el alambre desesperada como desaparecían tragados por el agua.

antes que la y provocando madre que, de púas, vio

Pasaron muchos años desde aquel 10 enero de 1934 pero Elías, que presenció de adolescente el velatorio de sus tres hermanitos menores, jamás pudo superar el terror que los cauces de agua le causaban y aunque evitaba hablar de ello, no podía disimular el efecto que el recuerdo de su madre abrazada a los féretros, le había dejado.

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EPÍLOGO. Tal vez sea más de horror que de terror, pero yo vi el miedo en los ojos de Elías un día de creciente en el Delta Argentino.

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Mariángeles Soules

EXTRAÑA APARICIÓN

Era casi de noche, la ruta estaba intransitable por la copiosa lluvia que había caído durante tres días, pero nosotros teníamos que llegar al pueblo a la mañana siguiente, por lo tanto no podíamos detenernos en ningún paraje. Había que seguir viaje, la única luz que nos alumbraba de vez en cuando era la de los relámpagos, que para este entonces eran más y más seguidos. Pensé que deberíamos refugiarnos en cualquier parte y esperar a que amainara la tormenta, se lo dije a mis padres, pero a ellos los devoraba la ansiedad por llegar, hacía más de cuarenta años que mi padre, no visitaba a su familia, y ahora estaba tan cerca que no quería demorarse ni un minuto más. Además, estaba el tema de la boda, queríamos llegar a tiempo a la ceremonia de mi primo, al cual ni siquiera conocíamos ya que acababa de cumplir los treinta años. “No, no te detengas, la lluvia ya va a parar”, fueron las palabras de mi madre, por lo tanto seguí manejando a mi pesar. De pronto, vi algo en la carretera, algo grande y pensé que podía ser un auto descompuesto, no alcanzaba a distinguir bien la figura que había más adelante, pero aminoré la marcha, aunque ya iba bastante lento, y cuando casi estaba por detenerme, la imagen que estaba viendo se desvaneció en el aire. Les pregunté a mis padres si habían visto lo mismo que yo, a lo cual me respondieron que sí, pero que no alcanzaron a ver qué era. Entonces apreté el acelerador y traté de alejarme de allí lo más pronto posible, no dejé de manejar hasta haber llegado a la casa de mis abuelos ya casi al amanecer. Después de los abrazos, besos y presentaciones, nos indicaron donde nos alojaríamos, uno de mis primos, Osvaldo, me acompañó hasta su propia habitación, la cual iríamos a compartir esos días en los que permaneciéramos allí. Cuando empecé a desempacar le comenté a mi primo lo que había visto cuando venía llegando al pueblo, él me miró sorprendido y dijo “Son las ánimas que salen las noches de tormenta, porque allí en esa zona que me decís había un cementerio indio”. Pensé que me estaba jugando una broma, pero al mediodía, después de la boda de mi otro primo, Juan José, y mientras almorzábamos, Osvaldo mencionó lo que yo le había contado. Todos hicieron silencio; luego mi abuelo dijo: “Es un buen presagio, si las almas los dejaron pasar es porque presienten buenos sentimientos en ustedes, porque cuando hay tormenta salen a cazar almas perdidas, si hubiesen sentido que ustedes son seres oscuros, hoy en lugar de festejar una boda, estaríamos

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llorando tres muertos, por lo tanto tenemos otro motivo para celebrar, brindo por mi hijo, mi nuera y mi nieto que atravesaron el cementerio indio sin contratiempos”. Yo no estaba seguro si creer o no en lo que me decían pero por si acaso cuando al cabo de diez días teníamos que regresar a casa, tomé otro camino, preferí manejar doscientos kilómetros más a volver a encontrarme con lo desconocido. Aún hoy después de quince años se me eriza la piel de sólo pensar en aquella figura oscura sin forma alguna, sobre la ruta y su extraña desaparición y cada día que pasa parece que la imagen se hace más nítida y a veces en las noches de lluvia presiento que la voy a volver a ver. Nunca regresé a ver a la familia de mi padre porque con el solo hecho de pensar en volver a pasar por allí se me oprime el corazón y vuelvo a sentir esa sensación de frío que me recorre la piel.

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Gisela Krapf

No era más que un juego, o al menos, así comenzó. La Ouija ¿Quién creía en eso? Todo iba bien, se agarraron las manos, invocaron un espíritu de bien o un alma blanca. Ella estaba ansiosa por preguntar, y su novio igual por leer las respuestas. Era claro que alguien movía el marcador, pensaba, pero una energía densa se sentía en la habitación. Las preguntas fluían, y las respuestas eran más o menos las esperadas, divertidas, predecibles. Los recuerdos de esa noche se han ido desvaneciendo en su mente, pero recuerda con detalle la discusión, la pelea a gritos por una respuesta que se pudo haber entendido mal. Él se puso violento, el marcador había indicado que ella le era infiel, y él había creído. El tablero voló por la habitación, y el triángulo que marcaba las letras, de yeso, se rompió al caer al piso cuando el dio vuelta la mesa de la bronca. Los ojos bien abiertos de su amiga cuando dijo que no se podía acabar así el juego, que había que despedir al espíritu, que si no se quedaba con alguno de los participantes, quien más le gustara. La noche terminó sin mayores sobresaltos, y cada uno se fue a su casa. Desde esa noche, todo comenzó a cambiar. La rosa negra, húmeda, como recién cortada que reposaba en su almohada cuando llegó a su casa marcó un inicio. Nadie podía haberla puesto allí. La mujer de la santería a quién consultó la siguiente mañana le dijo que el espíritu estaba con ella, que le había gustado su energía y su escepticismo, que se quedaría hasta que se aburriera y en ese momento se la llevaría, y le vendió unas cuantas velas, y un San La Muerte para protección. Un dato fue curioso, las rosas negras no eran más que cincuenta, no podía serlo, y por cada una perdería algo preciado, como castigo por no haber creído, y porque despojada podría ser sólo de él. Una semana pasó y fue su novio el primero. Un accidente en la moto, muerte cerebral. No podía ser más que una casualidad, pensó. El mes siguiente, el día 5, la rosa negra apareció sobre su cama, y al día siguiente enterraron al perro de la familia. La casa donde vivía fue rematada, pero la rosa la persiguió a la nueva. Su mejor amiga se fue del país, por casualidad, o para escaparse de la maldición. Todo a su alrededor se derrumbaba, como decía la profecía, pero las rosas nunca dejaban de llegar el día 5. Es la rosa número 49. Ella está sola, internada en un neuropsiquiátrico. Nadie queda en su familia ni en su círculo, y ella pidió no enterarse de nada más. Cree que a la última rosa, se va a morir, y no quiere que su historia quede inédita. Yo sólo la escucho y escribo para que se conozca la historia.

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Y la escribo hoy, justamente, para que no sea demasiado tarde. Pasé demasiado tiempo con ella, conozco todos los detalles, sé cómo funciona la maldición, y anoche, 5 de Febrero, dos rosas fueron entregadas: la última de ella y la primera para mí.

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Mariano Hipaucha Cortese

EL VIEJO HOTEL

Me había interesado sobremanera el tema del viejo hotel abandonado, siempre me gustaron esas historias. Soy un tipo que no le tiene miedo a nada, o a casi nada. Como ateo, no sólo no creo en dioses sino tampoco en aparecidos, fantasmas, chupacabras o cualquiera de esas pavadas. Salimos de Madryn en las dos camionetas, porque yo seguía para el norte y los chicos volvían, a las cinco abrían de nuevo el local de pesca. Como pasa bastante seguido ahí, no había señal de teléfono, así que no pudimos avisar que salíamos para Puerto Ballena. Me habían contado que en ese hotel, en la década del 60 o del 70, un pasajero, en un arranque de locura había asesinado a cuatro personas: el conserje, una mucama y el matrimonio de dueños, y que desde ese entonces el hotel permaneció cerrado y a merced del clima. Nunca se supo quién fue el asesino. El sol del mediodía arreciaba sobre el llano patagónico, las matas duras ni se movían a pesar del fuerte viento que corría del oeste, como siempre en estos lares. Tomamos por un camino angosto, de tierra y medio borroneado entre las arenas que nos acercaba al mar. Al cabo de unos cuarenta interminables minutos llegamos al viejo hotel: una construcción que debe ser de mediados de 1800, de estilo inglés, pero del cual quedaban pocos vestigios, tanto del estilo como de lo que había sido en su momento. Bajamos de las camionetas y caminamos un trecho hacia la entrada. Me empecé a sentir mal, tenía, como nunca, un feo presentimiento. Ya comenté que soy un tipo bastante centrado, que no cree en fantasmas ni ese tipo de tonterías, pero no sé qué me pasó en ese momento. Los chicos me miraban mientras yo desaceleraba el paso de la caminata. Mi semblante se debe haber aclarado mucho, porque el galenso me miraba extrañado.

− ¿Estás bien? Estás un poco blanco. − Dale, cagón, no me vas a decir que vos tenés miedo de entrar, justo vos − comentó el ruso, con una sonrisa amplia, como sobrándome.

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Al ruido del mar, que estaba muy cerca, se le sumaban otros sonidos: murmullos, voces, ruiditos, chasquidos que yo sé que escuchaba pero temía preguntarles a ellos si también los oían. El ruso entró primero seguido por el galenso. Dudé unos segundos, y entré detrás. La conserjería estaba toda tapiada, por lo que la iluminación de la estancia era apenas penumbras del sol que se colaba por entre las rendijas de las tablas y del marco de la puerta, cuya inexistencia hablaba de vandalismo. En un momento las voces y los murmullos se hicieron más claros. Hay una orden clara, clarísima. A las cuatro de la tarde retomaba la ruta 3 hacia Las Grutas. Por suerte yo había ido solo con mi camioneta. Por suerte no había habido señal en Madryn. Si no ¿cómo explicarles a los oficiales las manchas de sangre en la ropa?

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Caro Barba

Me perseguía y estaba tan cansada de correr como yo de que me persiguiera. No lograba descubrir su sonido ni tampoco su forma... pero estaba conmigo y era tanto mi miedo que me paralizaba y me ganaba en ventaja y velocidad... la gran pregunta era a dónde querría llegar. Yo caminaba y ella parecía querer llegar al mismo lugar. Yo sabía que allí no había lugar para las dos y que si no lograba liberarme de algunos ladrillos ella seguiría ahí conmigo. En el camino había un espejo esmerilado y viejo que no dejaba de reflejar mis ojos de pánico. De ella no escapaban ni los árboles ni los pasos, que como los míos ansiaban volar. Ella era importante o al menos eso me susurraba mientras yo trataba de apartarla como a la mosca más molesta... seguía persiguiéndome y comencé a correr tan rápido que tropecé y caí dentro de una trampa de jabalíes... y ella detrás mío. No pude evitar tenerla frente a mí. Era todo cuanto había estado evitando, era frío y era desamparo y era también el encuentro menos esperado... mi sombra, mi encuentro conmigo y los fantasmas que creía haber alejado.

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María Gabriela Failletaz

LA PUERTA DEL PARAÍSO

Ni bien atravesamos la puerta de su departamento, nos enredamos en una avalancha de caricias obscenas que no supe medir.

− ¡Epa!… me frenó él y presionándome la punta de la nariz, agregó : − Nenita tonta. Sus palabras fueron dos latigazos violentos y machistas. Sentí el amargo de la humillación. Pero era muy tarde para hacerme la ofendida. Continué coqueteándole procurando minimizar su falta de cortesía. Me alzó con rudeza y me llevó hasta su cama donde me dejó caer clavándome sus ojos fijos, hundiendo una mano pesada entre mis piernas. − Dame un rato – dijo, y salió de la habitación cerrando la puerta. Me quedé sentada en la cama aproximados cinco minutos frente a un espejo arreglándome la ropa y el pelo enmarañados. Los cinco minutos se hicieron más de diez. Mi distracción se interrumpió con un giro de llave en el cerrojo. Perpleja, intrigada y presurosa me dirigí a accionar el picaporte comprobando que me habían encerrado. No vacilé. Sabía que no era una broma. Tragué saliva. El filo del miedo me rozó la espalda, la que ahora era un mármol frío.

− ¿Esteban? ¿Qué pasa? ¡Vamos! ¡Por favor, abrime la puerta…! – intenté disimular el pánico que me invitaba a su danza macabra. Todas las células de mi cuerpo se pusieron en alerta. Comencé a temblar con babeos y lagrimeos. Las palpitaciones pujaban por sacar por mi garganta la angustia y la ansiedad. Podía percibir el torrente de sangre avanzar por mis venas. En medio de la desesperación, un hálito de cordura me llevó a correr hasta la ventana. Asomé medio cuerpo

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totalmente en vano. La calle allá abajo era un camino desierto que se perdía en la oscuridad. Demasiado lejos, tras un ventanal, un hombre en su sillón ostentaba la paz de su hogar. Comencé a llorar mi mala suerte y mi desamparo haciendo miles de señas con mis brazos, ahogando el grito de mi voz. Pensé colgarme del cable coaxial para meterme por la ventana del noveno piso, pero eso habría sido un suicidio. Resignada me acurruqué contra el respaldo de la cama a esperar lo peor. Las rodillas bien pegadas al pecho, sometida a las maniobras de mi verdugo. Cada tanto por debajo de la puerta se detenían sus pasos en el segmento luminoso. Mis ojos absortos se desplazaban junto con ellos como la luz de una fotocopiadora. El cuero crujía y se detenía, para luego reanudar su marcha. La tortura duró cerca de dos horas. El villano parecía deleitarse con su juego perverso. Un hilo acerado rozaba de vez en cuando la madera. Uno a uno, iba encendiendo diferentes artefactos eléctricos como mensajes siniestros que acercaba a mi puerta, una perforadora, después una sierra, hasta intimidarme con el peor de los sonidos, el del silencio. Dejó de martirizarme por un rato y entonces comenzaron los golpes secos contra los muebles. Eran varias voces masculinas, ruidos guturales, quejidos y gemidos. Luego llegaron lo que parecían puñetazos, estallidos de vidrios, copas o vasos, y susurros, susurros otra vez detrás de mi puerta, susurros penetrantes para mis oídos atontados. Podía ya oler la muerte. La llave dio su vuelta como un gatillo. La puerta se abrió diez centímetros. Desde mi posición solo podía distinguir una mano huesuda que no era de Esteban. Llegué a ver el orificio del arma enfrentándome y el extremo de una bala dirigiéndose a horadar mi frente. La sentí impactar entre mis cejas. Me desmayé. Desperté desnuda cubierta de sangre. Sin bala en el cráneo. Era un despojo humano. Mi vagina y mi recto ardían como brasas. Tenía una fractura expuesta en el húmero. Parte de mi cuero cabelludo era una masa en carne viva. Me levanté como pude y, arrastrándome, abandoné el dormitorio. Sobre el sillón pude ver la mano cadavérica de Esteban. La mesa ratona aún

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dibujaba dos líneas paralelas de polvo blanco. Había botellas de whisky diseminadas por todo el departamento. Mis pasos querían alcanzar la salida. Llegué al palier y entonces la puerta se abrió: la puerta del paraíso.

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Antonio Lendínez Milla

TERROR

Ya en el vientre de su madre tuvo miedo, lo sentía, ella le transmitió aquel pánico. No soportaba las tormentas, los rayos y relámpagos, ni sus estruendos. Tenía el mismo miedo que les sucede a los perros en esas ocasiones. Tenía miedo a morir o a ser castigado por un rayo vengativo. Era la cruda consciencia y el temor al castigo, lo que lo atenazaba. La educación del miedo religioso con el que había crecido. Jugaba con sus amigos y, al atardecer, era otear el firmamento, comenzar a ver cómo se iban formando las cadenas de cúmulo-nimbos, cuando comenzaba ya a ponerse nervioso. Y era vislumbrar el más fugaz relámpago, en las tardes calurosas del final del verano, cuando comenzaban a crecer aquellas gigantescas nubes sobre las montañas, cuando comenzaba aquel miedo. Era el espectáculo del estallido de las tremendas tormentas eléctricas que se formaban al atardecer. Era ver el más leve fulgor de la tormenta, y correr como un suspiro hacia su casa, para refugiarse bajo las faldas de la mesa camilla, cual oscuro claustro materno que protege de todos los males. Era muy niño todavía. Temía a la oscuridad. No podía andar ni un paso por las oscuras veredas sin luz. Temía a aquel túnel del refugio sinuoso y frío de la casona, que se había utilizado durante la guerra como refugio contra las bombas. Aquel refugio de la casa señorial, de la casa de sus amigos, con los que jugaba. En donde jugaban al fútbol y a las carreras de bicis, también con los miedos; no le gustaba aquel juego. Ir a la habitación de la despensa y adentrarse bajando las escaleras, por el laberinto sinuoso del refugio hasta que desaparecía la luz le daba miedo, no lo soportaba. Sentía el frío y la oscuridad de las paredes ásperas del refugio. Le daba miedo. Le temía a la oscuridad y a lo oculto. Un día de finales de agosto le acompañaba su prima de trece años, como él, que solía venir los veranos a pasar las vacaciones a la isla. Le comentó, años más tarde, cómo la dejó sola, hablando de aquel miedo y pánico a las tormentas, que sentía de pequeño. Cómo salió corriendo dejándola con la palabra en la boca. No recordaba aquel episodio. Lo había borrado completamente de su memoria. Se sintió avergonzado, pero pudo entender entonces, cómo aquellos miedos infantiles habían quedado atrás, superados ya. Cómo le parecían ahora las tormentas, todo un espectáculo del que gozaba en su fuerza y esplendor, cuando se quedaba observando el poder y la plenitud furiosa de la naturaleza.

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Superado el miedo y pánico, había pasado a ser un disfrute su contemplación. Se daba cuenta de cómo aquel miedo era toda una construcción mental. Un miedo a sufrir el dolor físico, la negación y la humillación al someternos al vilipendio del otro. El miedo que se inocula para el dominio. El miedo que cuando no se tiene lo implanta, el poder por el terror. Impone su dominio, careciendo de los más mínimos escrúpulos de consideración hacia el otro. Y no renuncia a someter y mantener su poder con el miedo: la fuerza para imponer su dominio. La falta de empatía humana, que distingue a la vileza y el egoísmo, definen al asesino. Miedo, terror y pánico a sufrir el dolor. Fuerza del bruto sobre el pacífico.

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Horacio Petre

¡HI, SNIPPY!

Nati encendió su compu, como cada mañana, y en la bandeja de entrada se encontró con un correo muy extraño. De un remitente desconocido le llegaba una imagen animada en colores fluo de una gatita que guiñaba el ojo y tenía un logo que decía “Hi, Snippy”. Intrigada, buscó algún link, pensando que se trataría de alguna especie de promoción... Pero nada, sólo la imagen y un texto tipeado abajo que decía “Tu tiempo está por llegar”. Nati pasó por alto el mail, acostumbrada al farragoso tráfico de centenares de correos y páginas webs ofertando de todo, todo el tiempo, y siguió su rutina habitual. Al día siguiente, por la mañana, nuevamente llega el mail de “Hi, Snippy” con la gatita. La novedad es que en la frase venía incluido su nombre: “Nati, tu tiempo está por llegar... ¡en sólo 4 días!”. Este último mail inquietó a Nati. Previsiblemente los días subsiguientes, el mail llegaba cada mañana, primero anunciando que sólo faltaban tres días, luego dos, uno y finalmente, cuando ya no quedaban más días por esperar, fue ansiosa a encender su compu con la única finalidad de abrir el Outlook para ver con que vendría “Hi, Snippy”. Esta vez no volvió a aparecer la gatita. Del remitente usual le llegó un mail con una animación, en el que en un fondo blanco se veía un cubo de Rubik cuyas caras eran todas completamente negras. El cubo giraba sobre sí mismo y en un momento dado en una de sus celdillas se veía la imagen de un botón con una inscripción que decía “SÍGUEME”. Nati tomó el mouse y dirigió el cursor a ese punto, cliqueando en la imagen. De repente la pantalla se puso totalmente blanca, desaparecieron todos los íconos del desktop, se apagó la música que estaba escuchando y sólo se oía un audio de un viento lejano, ruidos de aves, follaje... el sonido de la naturaleza con una nitidez microscópica. Nati se sobresaltó un tanto, pero la curiosidad podía más que el temor. Se quedó esperando, ya que ninguno de los controles del teclado o el mouse respondía, y en un momento apareció en pantalla un cuadro con casilleros para llenar, con su nombre, datos personales y otros items.

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Automáticamente quiso llevar el cursor al casillero de su nombre, pero ni el mouse ni el teclado respondían y empezó a observar extrañada como el casillero se completaba solo con total precisión. Lo mismo ocurrió con su DNI, código postal y dirección física, números de teléfono, documento... La pantalla pasó a una nueva interfaz, con nuevos items como “Primera experiencia amorosa”, “Situación traumática en la vida”, “Una gran felicidad”, “Una desilusión inolvidable”, etc. Previsiblemente estos casilleros se iban llenando con parsimónica exactitud ante la mirada estupefacta de Nati, que ya había pasado de la curiosidad al temor. El sonido de viento y follaje continuaba saliendo por los parlantes, Nati intentaba retomar el control de su compu, pero nada respondía... Optó por desenchufar todo el equipo. La compu continuó en actividad, el monitor también, el audio lo mismo. Nati empezó a mirar las paredes de su habitación, la ventana que daba a la calle... Ahí tomó conciencia de que no se veía ninguna luz de tráfico o vecinos, todo era afuera de una negrura espesa. Tomó su celular y con horror notó que si bien se encendía la pantalla ninguno de los íconos funcionaba... Se llevó el aparato a su oído y sintió el mismo sonido distante del follaje que salía por los parlantes de su compu. Estaba por levantarse para abrir la puerta de su departamento, cuando entre el sonido de los pajaritos y el viento rizando el pasto se escuchó el ¡Clang! clásico de las computadoras. Nati observó que en pantalla se veía un último casillero sin llenar... se quedó fulminada observando. Emitió un gritito ahogado y se tapó la boca al ver las dos palabras que aparecían llenándolo. Todas las luces del cuarto se apagaron, Nati empezó a gritar, se acercó al monitor, llevó sus manos hacia él y en ese momento la imagen blanca que cubría toda la pantalla se esfumó dejando ver monitoreado su cuarto usual sin ella... su cama, su escritorio, su cosas, la ventana abierta y la cortina moviéndose con el viento a la luz de la mañana. Apartó la vista del monitor y si bien tenía plena conciencia de sí, no podía verse a sí misma, tampoco podía tocarse. Aislada, todo desaparecía, no había ya paredes ni piso, tampoco su cuerpo. Sólo se veía el monitor, que repentinamente empezó a achicarse alejándose junto con el audio... Nati intentó gritar, pero ningún sonido salió, vio su cuarto de día ir alejándose dentro del monitor que se perdía en una negrura insondable. Un silencio infinito. Y luego nada. ¡Bah! Nadie podría ya saberlo, tampoco.

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Daniel Goldenberg

EL REGRESO

Sumidas en el frágil limbo de la inconsciencia, las tiernas yemas experimentaron —al tacto— la capacidad onírica de percibir la absurda solidez de la oscuridad. Las facciones etéreas de una bella y tímida joven —a la que unas manos afectuosas peinaban con delicadeza— se desvanecieron en el esbozo de una sonrisa triste; frente al espejo de cristal labrado. La tiniebla infinita se definió, bajo la suave caricia de sus dedos, en los aterciopelados contornos de un sueño incomprensible. El nombre de su amor secreto, apenas si había escapado, desde el descuido inocente de sus labios, hacia el discreto oído confesor de la amiga más querida. La inquietante curiosidad se fue tornando en espantosa desesperación: la impenetrable negrura que la oprimía desde todas direcciones, parecía resistir —intacta— a los perseverantes embates de aquellos pequeños puños, rodillas y pies; que intentaban empujar en vano a la noche, hasta el límite de lo imposible. La trágica verdad resonó, como un silencio sepulcral, desde las palabras imprudentes de su amiga: el amado nombre revelado, era — bajo idéntica discreción— el mismo nombre del amante secreto de su propia madre; la atractiva bailarina italiana que encendía los ardores más aguerridos. Su corazón de niña se detuvo para siempre, partido por el rayo de aquella realidad fatal; el mismo día de su cumpleaños número diecinueve. Las contorsiones desesperadas de su delgado cuerpo, lograron precipitar —al fin— la imbatible oscuridad hacia el vacío; y tras un horrible crujido de huesos rotos, la tiniebla cedió bajo la forma de una pálida rendija de esperanza. Como una promesa cruel de salvación, la brisa helada de la muerte invadió, a miserables borbotones, los asfixiados pulmones de la muchacha.

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Bajo los evasivos destellos de un cirio ardiente en su memoria, un ataĂşd abierto y volteado de lado, le revelaba la verdadera naturaleza de aquella pesadilla macabra; mientras, aferrada a la frĂ­a reja del mausoleo familiar, la joven morĂ­a de espanto por segunda vez, al leer, sobre el mĂĄrmol de Carrara, su propio nombre grabado: Rufina Cambaceres 1883-1902

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Ce Pérez Hillar

No creo que recuerdes cómo las palabras van mutando su significado en el tiempo. Acá vine para que te acuerdes, para que no tengas miedo... y disfrutes mientras puedas, mientras van siendo. ¿Qué significaba la palabra juego cuando eras niño? ¿Y cuando adolescente? ¿Y ahora? Oíamos embelesadas al de quinto B, algunas con esperanzas de arrimarse cuando terminara el discurso. Otras nos daríamos por satisfechas si acaso nos mirara desde sus rulos, su forzada barba, su voz, su puño en alto... ¡qué bello! Así salimos, perdedoras… ¿Qué es perder? De los pelos nos metieron en un auto a las tres. No hablen. No miren. Al suelo. El espanto no avisa, no describe, no permite. A dónde, quiénes, cómo, cuándo, por qué, siempre, nunca. Atadas de ojos, boca, manos. De piernas, no. El golpe, la oscuridad, el silencio, las risas, la nada, todo. Rogamos ser violadas por agua o por pan.

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Cuando nos separaron, nos reconocíamos por los gritos. A todo se adapta, se acostumbra uno. Cuando se desciende atravesando, ya no hay nada que puedas temer. Volvimos a vernos en un… ¿helicóptero? Nos pareció un pájaro grande y amoroso mientras nos mirábamos sonrientes, arrojadas al... ¿vacío? No… ¡A la libertad!

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Isabel Delvalle

CAMINOS CIRCULARES

Una vez más salieron sin rumbo fijo. Paula y Efraín coincidían en esa pasión por hallar esos rincones esquivos a la mirada convencional. Pueblos minúsculos, caserones agrisados por los años, catedrales vestidas de musgo; todos, rincones seculares… La ruta hilvanaba cada nueva escala. Mientras, ellos se encargaban de poblarlos con esos habitantes salidos de su fantasía. Otros hombres y otras mujeres. Otras vidas. Otros destinos. Tal vez en esa recreación imaginaria, ellos mismos se sentían, al menos por unos instantes, personajes legendarios. Así, pasaron días y noches serpenteando rutas, caminos de montaña, haciendo del azar, su destino y de las propias ganas, su brújula. La ópera, su otra pasión compartida, se había convertido en el único testigo admitido. Una mañana decidieron parar en los acantilados. Ni lo dudaron. La prepotencia de la naturaleza volvía Descendieron del coche. El silencio aturdía.

majestuoso

el

lugar.

Sobre ellos convergían los cuatro puntos cardinales. Tal vez allí se sintieron el primer hombre y la primera mujer. Y a la vez, los últimos. Tal vez también allí percibieron la fugaz sensación de lo infinito. En silencio, se arrimaron al borde del acantilado. Allá abajo, entre las rocas, deambulaba un hilo de agua, delgado e irregular. Ramas enredadas. La desprolijidad de la vegetación confundía la mirada. El sol del mediodía disparaba agujas que los fundían contra el suelo. Una de esas agujas arrancó un destello de entre tanta roca seca y opaca. Filoso. Enceguecedor.

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Ambos buscaron el origen de esa flecha lumínica. Se acercaron al borde. Prudentes pero curiosos. Allá abajo, algo metálico provocaba a la luz solar. De repente vieron, confundido entre las piedras, un coche volcado. Su espíritu osciló entre la urgencia por actuar y la parálisis. Nada se oía. ¿Habría alguien en su interior? Pero, ¿cómo bajar?, ¿se animarían a enfrentarse a lo que pudieran encontrar? Seguro ambos pensaron lo mismo aunque no se lo dijeron. Sus rostros hablaban por ellos. Sin embargo, de pronto, algo les congeló toda intención, como si un alambre helado les hubiera envuelto al cuerpo. El coche volcado era exactamente igual al suyo. El mismo color, el mismo modelo. Hasta los mismos autoadhesivos en la luneta trasera. Se miraron con espanto. Adentro había dos jóvenes. Un hombre y una mujer. Inmóviles. Ni siquiera había huellas de agonía. El silencio era atronador. Sólo lo arañaba el balbuceo de la ópera que se escapaba del estéreo. Sin decir nada, sus ojos se clavaron en la pareja. Un grito desesperado desgarró esa temible quietud. Los jóvenes del coche tenían sus propios rostros.

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Horacio Tort

CUENTO DE TERROR

Despertó en plena oscuridad. Al abrir los ojos lo primero que le extrañó fue no ver aunque sea un hilo de luz que se filtre por alguna puerta o ventana. Sentía el cuerpo pesado, como si cargara mil kilos sobre él. Le extrañó su ropa. No podía verse, pero se daba cuenta que estaba vestido muy formal, de traje y hasta con corbata ajustada. Hacía años que no la usaba. Es más, la había desechado cuando empezó a sentir una sensación de ahogo, la misma que sentía en ese momento. Doblando el codo se aflojó el nudo y el botón de la camisa y sintió alivio. No entendía qué hacía así vestido, recostado boca arriba, con los brazos al costado. Trató de levantarse y al intentarlo golpeó con una superficie a escasos centímetros de su cabeza. Flexionó las rodillas buscando impulsar el torso hacia abajo para librarse de lo que pudiera estar sobre su cabeza y éstas también golpearon con la misma superficie. Reconoció el ruido a madera. Intentó girar a su izquierda y encontró el mismo impedimento. Ya nervioso lo intentó hacia su derecha y golpeó de inmediato con una pared de madera acolchada. Contorsionó todo su cuerpo en un arrebato de desesperación y de golpe se dio cuenta que estaba en un féretro. Volvió a patear y ya hacer palanca con todas sus fuerzas tratando de abrir la tapa del cajón y nada. Gritó pidiendo ayuda y nada obtuvo en respuesta. Por unos segundos distintas imágenes pasaron por su mente. La entrevista en el laboratorio, el traje que se puso para la entrevista, la oferta de buen dinero a cambio de prestarse para unos exámenes, la inyección, la conversación con el cirujano en relación al tamaño del chip que le implantarían para monitorearlo, las luces del quirófano desvaneciéndose paulatinamente. Y nada más. Ahora despertaba de traje dentro de un féretro. Algo había fallado, lo habían dado por muerto y ahí estaba, aún vivo. Pero ¿por cuánto tiempo? Tuvo un momento de lucidez como para pensar que no podía llevar mucho tiempo allí, si aún estaba vivo. Golpeó nuevamente la tapa del ataúd y prestó atención al sonido, que no era apagado como él creía debía ser si tuviera tierra encima. No lo habían enterrado aún. Tenía chances de salvarse, pero para eso debía conservar la calma y no malgastar el aire que quedaba en el féretro. Apenas terminó de pensarlo se dio cuenta que era imposible. Sufría claustrofobia. Empezó a hacer fuerza contra la tapa del ataúd, a contorsionarse, a patalear, patear, a gritar con desesperación. Su cabeza le decía que se tranquilice que así

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consumiría el oxigeno más rápido, que debía calmarse, pero le era imposible refrenar sus impulsos, sentía que se ahogaba, no podía respirar pese a que aún había aire suficiente. Necesitaba desesperadamente espacio a su alrededor y no lo había. Supo inmediatamente que moriría de la peor manera, como siempre había soñado en sus peores pesadillas, pero no tenía como evitarlo. Gritó hasta quedarse sin voz, se contorsionó hasta quedarse sin fuerzas. Hizo cosas que ni en sus peores pesadillas había soñado. Hasta que murió. Apenas quince segundos después de su último aliento, la tapa del féretro se abrió automáticamente. En un cuarto vidriado y elevado ubicado a metros del féretro, dos hombres con delantal blanco hablaban entre ellos mirando hacia el centro de la sala donde estaba el ataúd.

− Otro que no tiene signos vitales a pesar de que todo parece haber funcionado bien en la cápsula. Hay que seguir ajustando el timer de reanimación para que coincida con la apertura de la cápsula. Es esencial para poder evacuar la tierra a fin de año.

− Mira el estado en que está, todo rasguñado, el labio cortado por su propia mordida, la oreja casi arrancada. En el formulario de admisión tendrían que haber consultado por antecedentes de claustrofobia. − Si, es cierto, pero si no lo hicieron en 1978 cuando se supo que el mundo terminaría en el 2016 y comenzó el experimento, ya es tarde para agregarlo. Estos son postulantes del 98 y nos vamos quedando sin tiempo. − Anda a saber, si no fuera por eso tal vez hubiéramos dado con la graduación justa del chip. La sangre de las heridas parece fresca. Creo que estamos cerca de lograrlo.

− Espero que no hayamos dilapidado la única chance de lograrlo.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

CUENTO DE TERROR (Enfrentar nuestros miedos)

Aquella noche estrenó su primer camisón largo, tenía diez años. Era la primera luna llena de septiembre. El ambiente estaba húmedo y caluroso. Ese bochorno, acompañado del polvo rancio, le producía asma, le costaba respirar. Su mente estaba abrumada. Pasaba el fin de semana en la Casa de la Viña; en el almacén que años atrás había servido para guardar el grano y luego pasó a ser refugio en la guerra. El almacén se usaba de trastero de muebles antiguos; una zona amplia estaba llena de camastros antiguos alineados. Allí se acostó esa noche junto con sus tíos y sus dos primas. Se levantó y fue hacía el gabinete de estilo isabelino. Caminaba lentamente con pasos pequeños arrastrando los pies con unas zapatillas que le quedaban grandes; aquel sonido al andar se acompasaba con el de una silla vieja y descuajeringada que chirriaba y un viejo cheslón que crujía. La luna llena iluminaba el salón junto con un par de candelabros de cinco portavelas que se encontraban encendidas. Había una cesta con jazmines marchitos y un vaso lleno de un líquido color rojo sangre. Alguien la llamó por su nombre con una voz grave y ella miró fijamente y vio a unos seres luminosos de gran estatura vestidos de túnicas malvas. Sintió una paz infinita. Cuando intentó tocarlos desaparecieron. Un frío gélido le corrió por las venas. Tiritaba, estaba empapada de un líquido rojo sangre con un fuerte olor a vinagre rancio. Empezó a gritar y despertó. En seguida llego su tía y le preguntó qué hacía a esas horas en esa habitación que había permanecido cerrada desde hacía muchos años. Ella no recordaba nada de lo sucedido. Su cabeza le daba vueltas, estaba atemorizada. Pasaron los días y poco a poco tuvo visiones de aquella noche; sentía miedo al recordar lo sucedido. Cuando pasó la adolescencia sintió que era distinta a los demás jóvenes. Había adquirido una sensibilidad especial a la vez que su mente fue recordando lo que ocurrió aquella noche de verano en la que estreno su primer camisón largo.

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Diego Albé

RESTOS

Arrastrando los pies, deformando las suelas, se deslizaba el Señor Lindberg por la vieja casa, trasladando su cuerpo pesado y maloliente. Las dificultades para caminar recrudecían con el correr de los meses y teniendo el baño en el primer piso, su higiene era precaria y a veces inexistente. La bata que algún día había sido roja estaba raída a la altura de sus asentaderas y poblada de manchas oscuras. El vientre henchido parecía una proa destrozada y dirigía su bamboleo con el capricho de una nave sin timón, haciendo que sus mofletes se encontraran con el suelo sucio más de una vez al día. Las maneras con las que se encontraba consigo mismo en el espejo del corredor eran lo más vivo que en aquella casa había. Vociferaba con el hilo de voz que salía de su pecho malogrado, agitaba torpemente sus manos pobladas de eczemas y lastimaduras supurantes, infecciones que su vida desaseada le dejaba como insignias. Los reproches que se hacía maldiciendo guturalmente terminaban siempre en un llanto que lo llevaba al ahogo. Siempre pensaba que sería el último cada vez que sucedía. Luego de tomar aire como un fuelle poblado de agujeros, se sumía en la ardua tarea de levantar su molosidad cetácea con el peligro de resbalarse en sus propios sudores. Y así, como un ritual en el que su vida miserable cobraba algún sentido, caminaba hacia el comedor en donde silenciosa, firme como una cariátide y con el cabello seco, lo esperaba su esposa. Los codos apoyados en la mesa, el plato inundado de insectos y larvas que serían más insectos en poco tiempo, Susana lo miraba todo con las cuencas de sus ojos. Lindberg veía que el final se acercaba. Susana, quien fuera su vida misma, a quien entregara todos sus esfuerzos y su amor, se estaba agotando. Ya sin piernas y con parte de su columna vertebral desnuda a merced de las moscas, sólo le prometía sus brazos flacos como las alas de un pollo, las mejillas grises y su tronco putrefacto. El sueco tendría alimento para acaso seis días más.

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Nuria Navajas

EL CAMBIO HORARIO

Trabajaba en turno de noche. El hospital era su segunda casa y los enfermos su otra familia. Entró en el servicio con el tiempo suficiente de anotar las incidencias. La noche comenzaba muy tranquila, el olor a café invitaba a la charla y el silencio de las alarmas relajaba la conversación. Lo mejor era que no había camas vacías y lo peor que trabajaría una hora más, a las tres de la madrugada los relojes volverían a marcar las dos. Para Pedro lo más aburrido de su trabajo era registrar las constantes horarias, verde la tensión arterial, roja la temperatura, azul la frecuencia cardiaca, negra la respiración. Una y otra noche la misma rutina. Todo sucedía con el orden normal de las cosas. Pero a las dos de la madrugada algo extraño comenzaba a impregnar el ambiente. Una brisa fría esculpía la piel de los trabajadores, las luces de seguridad parpadeaban, los monitores enmudecieron y las alarmas de los respiradores saltaron chirriantes. Los pacientes seguían durmiendo presas de su sedoanalgesia, salvo uno. Cristina y Pedro corrieron rápidos hacia las habitaciones, debían ventilar manualmente a los pacientes antes de que se produjera una parada respiratoria, mientras, las auxiliares avisaban al médico de guardia. En diez minutos todo volvió a la normalidad. Pareció ser un corte de luz por sobrecarga del sistema. El susto dio conversación para rato y al final los ánimos se suavizaron con las risas. Fuera, en la sala de pacientes, seguía circulando la misma brisa fría. José era el único paciente de los cinco que no necesitaba respiración asistida. De nuevo en la UCI tras su segundo infarto, esta vez en el box 2. Mañana, a primera hora, cateterismo cardíaco. Sentía inquietud. Su familia confiaba en los médicos pero él presagiaba empeoramiento y final. A pesar de la manta no entraba en calor y el lorazepan no venció la ansiedad. El reloj marcaba las 2 horas y 20 minutos; esta vez los enfermeros no habían anotado las constantes. Entró en un duermevela. Una sombra gélida atravesó la habitación. Los latidos de su corazón se aceleraban acompañados del ritmo casi musical del monitor. José se preguntaba para qué entró la sombra, quizás fuera Beatriz bajando la orina, pero esta vez sin linterna. No quería abrir los ojos, esperaba pacientemente al sueño. Fuera, el técnico de rayos volvía a gritar ¡Disparo! Entre risas corrían los enfermeros para evitar la radiación.

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La sombra cayó pesada en el pecho de José, la opresión dolía tanto que no podía respirar. Saltó la alarma del monitor. ¡Este sonido es de infarto! recordaba que decían los enfermeros cuando lo lavaban en la cama y los electrodos se despegaban de su cuerpo. José solo quería que le quitaran el peso doloroso de la sombra en su pecho. Pero de repente, no veía nada, no sentía nada, sólo la oscuridad y el silencio envolvía el sueño eterno, cálido y pacífico.

− ¡Parada! ¡Parada! Avisad a los médicos… Pedro odiaba registrar las constantes y más esta noche. ¿Cómo resolver la hora en que falleció José? ¿Las 2 horas y 30 minutos de qué día, de qué noche, en qué hueco de la gráfica? El cambio horario borró una hora de la vida como la sombra gélida borró la vida en un instante.

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Fer Iñarra Iraegui

Odiaba su vida y tomó la decisión de acabar con el suplicio que ya era insostenible. Se dirigió sin prisa ni pausa, tranquilamente hasta la estación del tren, aquella de las Santa Ritas en flor. Con sus jeans ajustados, la remerita de seda y los zapatos negros y sexies que más le gustaban esperó pacientemente la llegada del tren. Se detuvo en el andén por un momento y al escuchar que se acercaba, algo dentro de sí le avisó que no sería capaz de tirarse aquella mañana. Bajó las escaleras pensativa y distante, cuando al cruzar, el tren que se dirigía al lado contrario, la arrastró varios metros destrozando parte de su cuerpo. Hoy sigue odiando su vida pero desde una silla de ruedas y ya no puede ponerse sus zapatos sexies ni jeans bonitos... Hoy depende de aquéllos que le hacían la vida miserable... una vida que no le da tregua.

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María Guerra Alves

UN EXTRAÑO PASEO

Hacía pocos días que Pía había llegado a su vida. Tenía que dar una buena impresión, no podía mostrarse temeroso, porque ella se alejaría para siempre. Cuando le pidió que la acompañara al cementerio se quedó sorprendido. No sabía qué decir. El sonido del celular de Pía salvó su situación por unos minutos. – Sí, claro. Avisame cuando quieras ir. – Ahora no puedo porque me avisó mi papá que me va a pasar a buscar. – No hay problema. – Me voy con él el finde. El lunes hablamos, ¿sí? – Sí. Pasala bien. La saludó con un beso en la mejilla y se quedó pensando en el extraño paseo que daría con esa chica tan bella y misteriosa que se había mudado justo a la casa de al lado. ¿Qué podía pasar en el cementerio? Su abuela siempre le decía que había que tenerle miedo a los vivos, no a los muertos. Esa noche tuvo pesadillas. El sábado se quedó durmiendo toda la mañana. Estaba agotado. Había corrido, huyendo de horribles monstruos, durante horas. El domingo hubo una reunión familiar, que lo alejó un poco del tema. El lunes a la tarde se cruzó con Pía camino al colegio, cuando iba a la clase de educación física. Hablaron en clave, ya que querían mantener en secreto su próxima salida. Quedaron en encontrarse a las 19:30. Fidel no pudo más. Se lo contó a Pedro, quien prometió no decir una palabra, salvo que llegada la medianoche no dieran señales de vida.

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Ambos fueron puntuales. Caminaron unas quince cuadras. La puerta de acceso al público estaba cerrada, pero no sería difícil treparse y saltar. Pía practicaba deportes desde muy pequeña, de modo que tenía una agilidad envidiable. Y Fidel estaba acostumbrado a subirse a los árboles, cuando iba al campo de sus tíos. Lo primero que hicieron fue observar. Nadie debía verlos. Sólo un gato, que se acercó sigilosamente, sería su testigo y su compañero. Pía tenía un plano que la llevaría hasta su objetivo. Quería corroborar la fecha de fallecimiento de una tía abuela de la que no se podía hablar entre los miembros de su familia, quién sabe por qué razón. Ella la recordaba. La imagen que tenía en su memoria era idéntica a la de las fotos que había visto en un álbum. Sin embargo, sus padres le aseguraban que había muerto varios años antes de su nacimiento. Ya era de noche. Un silencio ensordecedor comenzó a alterar a Fidel. – ¿Y si ponemos un poco de música con el celu? – ¿Qué decís? – Que pongamos un poco d… – Sí, sí, te escuché, pero no te entiendo. – Es que… es raro. – Obvio, che. Estamos en un cementerio, por si no te diste cuenta. – No te enojes. Fue sólo una idea. – Una mala idea. Siguieron caminando, atentos, hasta que el gatito comenzó a alterarse. – ¿Qué le pasa? – preguntó Pía. – Está asustado. Mirá cómo tiene la cola. – ¿Y qué tiene que ver la cola? – Que cuando se les pone así, ancha, es porque tienen miedo. – Ah, no sabía.

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Las orejas del felino estaban hacia atrás, sus pupilas dilatadas y sus dientes, a la vista de quien se atreviera a acercarse. – ¿Habrá algún perro? - preguntó Pía. De repente, sintieron la presencia de un ser extraño que se acercaba por detrás de ellos. Se miraron, aterrados. Un fuerte viento arrancó el plano de las manos de Pía. Corrieron en vano, perdiendo de vista el papel. Volvieron su mirada hacia el gato, que estaba al acecho. Elevaron sus ojos y descubrieron que los tres estaban en peligro. Ante la tormenta que se acercaba, la mamá de Fidel llamó a Pedro porque no se podía comunicar con su hijo y quería ir a buscarlo antes de que comenzara a llover. Pedro intentó evitarlo, diciendo que se quedaría a dormir en su casa. Pero Esther notó demasiado nerviosismo en muchacho y en diez minutos lo tenía frente a frente. La mamá de Pía también estaba llamando insistentemente y al no obtener respuesta se comunicó con Esther. Pedro tuvo que hacerse cargo de la mentira de su amigo. El hombre era alto como un jugador de básquet. Su cara, arrugada y extraña. Su cuerpo, esquelético. Sus movimientos, torpes. – ¡Pero miren quién está acá! La hermosa Pía. – ¿Quién es usted? – ¿No te acordás de mí? El abuelo de tu compañerita de banco, Leila. – Pero si… – Sí, claro, querida. Estoy muerto, por eso me encontrás acá, en mi nueva casa. – Esto no puede ser verdad. Estamos en una pesadilla – dijo Fidel, temblando. – No, muchacho. Tu amiga, tan perfecta, tan inteligente, tan especial, le hizo la vida imposible a mi nietita. Y yo no pude defenderla, porque cuando me enteré estaba en una cama de hospital, despidiéndome de todos mis seres queridos. – ¿Qué nos va a hacer?

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– ¿Vos qué harías? ¿Elegirías ir por el camino de la venganza? – N… - Pía no pudo seguir hablando. – No te la vas a llevar de arriba, mi amorcito. – ¿Qué quiere de nosotros? – preguntó Fidel. – Vamos a hacer un trato. Pía, si vos prometés no volver a discriminar a nadie en toda tu vida, yo los dejo ir sanitos y salvos a su casa. – Dale, Pía, hacelo, por favor. Pía había enmudecido. Comenzó a hacer señas, intentando decirles que no podía hablar. Su mirada expresaba horror. Un helado sudor corría por todo su cuerpo. – Ahora sabés que siente Leila. Ella es muda. No es culpable de ello. Y es la mejor persona que conocí. Y no lo digo porque sea mi nieta. Es verdad, vos no me lo podés negar. Pía buscó un papel y una lapicera en su mochila. Escribió: Perdón. Me arrepiento de todo lo que hice. Prometo no volver a burlarme de nadie. Mañana mismo voy a ir a visitar a Leila. Voy a cambiar. Lo juro por mi abuela que está en el cielo. No le haga nada a Fidel, por favor. Él no es como yo. Si me hubiera conocido de antes, no estaría conmigo, porque me odiaría con toda su alma. – Espero que esto sirva para que otros niños no vivan la pesadilla que vivió Leila mientras fue tu compañera. Pía abrazó a Fidel, llorando a gritos. Había recuperado su voz. El abuelo de Leila continuó caminando, unos metros, hasta que su imagen se deshizo. El gatito recuperó su estado de tranquilidad y se quedó allí, con ellos, que habían decidido dejar de buscar la tumba de la tía de Pía. Minutos después, las mamás de ambos llegaron junto con Pedro. – Perdoná, amigo. – No seas tonto. Está todo bien. – No, chicos, no está todo bien – interrumpió Esther.

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Juntos, caminaron hacia la puerta, que había sido abierta por el sereno, a pedido de las señoras. Pedro tomó en sus brazos al gatito y le preguntó al sereno si era suyo. Ante la negativa, decidió adoptarlo. Pía y Fidel les contaron lo sucedido, pero como era de esperar, nadie les creyó. La mamá de Pía aseguró que la tía abuela había muerto hacía treinta y tres años, o sea que podría explicarse su aparición como algo similar a lo que habían vivido con el abuelo de Leila. Tal lo prometido, Pía fue a encontrarse con Leila, para pedirle perdón. Y cuando regresó a su casa le pidió a su mamá que la llevara a un curso de lenguaje de señas. Fidel, que dibujaba muy bien, creó una historieta situada en el cementerio, con un personaje principal que luchaba contra la discriminación. Pedro lo ayudaba, corrigiendo las faltas de ortografía. Años más tarde, su historieta se convirtió en una revista, que no solo sirvió para que la gente se divirtiera, sino para que cambiara ciertas actitudes frente a las personas diferentes. Pía se recibió de profesora especial para sordos e hipoacúsicos. Todo esto se lo debían al abuelo de Leila, que se animó a salir de su tumba, para hacer justicia.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 8 DE MARZO DE 2015


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