ZAPATOS

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Portada Mauricio Castello / Luis Alfonso MartĂ­n


ZAPATOS


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CONSIGNA DEL DOMINGO 15 DE FEBRERO DE 2015 Tema

ZAPATOS

Ponente

FEDERICO CAHN COSTA

Pueden ser deportivos, de fiesta, de ballet. Podemos sentirnos como zapatos o no llegar a la suela de otros. Podemos mirar el mundo desde ahí o caminar el mundo con ellos. Pueden ser nuevos, viejos, cómodos o insufribles. Y podemos estar o no querer estar jamás en los zapatos de otro. Lipeños: ¡a calzarse o descalzarse, y a escribir!

¡Buena semana para todos!

Federico Cahn Costa

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Daniel Dionisi

BOTINES, LA DECISIÓN CORRECTA

1965. Un viaje agotador con escalas en ciudades africanas de nombre difícil de pronunciar. La llegada a Johannesburg y la sorprendente recepción. Conferencia de prensa, algo inédito para los jugadores argentinos. Firma de autógrafos, más inédito todavía. Otro viaje, esta vez más corto, y el equipo ya instalado en Rhodesia, sede del partido inaugural de la gira. Primer entrenamiento… De pronto, el grito de Papuchi Guastella: ¡¡¡Vos no podés jugar con eso!!! Roberto Cazenave, fullback del SIC, era uno de los más jóvenes del plantel y su inclusión en la lista se decidió luego de un drop de mitad de cancha que había configurado un doble milagro. Por un lado, el drop en sí mismo, a más de 50 metros del ingoal, en línea oblicua a la H y con una potencia tal que la pelota pasó los palos con mucho resto. Una patada que no solía verse en aquellos tiempos. La otra parte del milagro fue que ese partido amistoso con Alumni era presenciado por Alberto Camardón, entrenador del seleccionado, quien al llegar a casa llamó a su compañero Guastella para avisarle que ya tenían pateador. ¡¡¡Vos no podés jugar con eso!!! “Eso” era un par de botines Sacachispas, conocida marca de aquellos años que con solo nombrarla arranca un lagrimón a los nostálgicos. Para Bove Cazenave los gloriosos Sacachispas eran su calzado de toda la vida. Incluso el drop que lo llevó a Sudáfrica había sido ejecutado con el botín de tapones de goma. Pero claro, no parecía lo más adecuado para entrar a la cancha en un partido internacional. Acompañado por Guastella, Bove recorrió algunas tiendas deportivas y se hizo de un par de botines nuevos, brillantes, con tres tiras y tapones de madera. Los Sacachispas quedaron en el fondo del bolso, traicionados por su compañero de tantos años. Por fin llegó el momento del debut del seleccionado en la gira del 65. Frente a Rhodesia, los Pumas jugaron un gran partido y marcaron 4 tries. Pero el resultado final no fue favorable: Rhodesia 17-Argentina 12. ¿La razón? El pateador argentino tuvo una tarde negra. Roberto Cazenave, incómodo y ampollado, casi sin saber cómo pararse sobre esos zapatos nuevos, desperdició todas las conversiones y los penales

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que tuvieron los Pumas a favor. Ni un punto salió del pie de Bove ese día. Luego del partido, ya en el vestuario, a alguien le pareció escuchar una risotada socarrona que venía desde las entrañas de la pila de bolsos de la delegación. A partir de ese momento Eduardo Poggi reemplazó a Cazenave como pateador de la gira sorprendiendo a los sudafricanos con su famosa guadaña.

1988. Francia ganó el primer test y se espera una batalla durísima para la revancha en cancha de Vélez. Porta no juega. ¿Quién será el pateador? Los Pumas concentrados en el predio de ADIDAS en Tortuguitas. Último entrenamiento antes del test. De pronto, el grito de Michingo O`Reilly; ¡¡¡Vos no podés jugar con eso!!! En los 80 todo el mundo usaba botines con largos tapones de aluminio, pero Daniel Baetti jamás se acostumbró a ellos. Las pocas veces que los probó terminó el partido con la planta del pie destrozada. Definitivamente el brillante jugador rosarino era fiel a los Adipan, los botines que habían provocado el grito del entrenador de los Pumas. O´Reilly conminó a Banana Baetti a jugar el partido con tapones de aluminio. En su puesto de medio scrum y con la responsabilidad de ser el pateador del equipo, el jugador rosarino no podía dar ventajas. Pero Banana tenía un plan. El día del partido escondió los Adipan en el fondo del bolso y hasta un instante antes de emprender el camino a la cancha lució a la vista de todos unos brillantes zapatos con tiras verde fluo y, por supuesto, tapones de aluminio. Pero en el último minuto, haciéndose el distraído en un rincón del vestuario los cambió por sus botines de toda la vida. En el pasillo que conducía hacia el césped de Vélez el medio scrum se retrasó un poco junto a Madero, su compañero en la pareja de medios, y a Rafa le sorprendió que los tapones de Banana no hacían ruido cuando chocaban contra el piso de cemento. Hubo risas, un cruce de miradas, algún guiño cómplice y todo estuvo bien. El partido de esa tarde fue una verdadera guerra. Argentina y Francia disputaron uno de los choques más violentos que se hayan jugado en nuestro país y el resultado final fue un histórico 18 a 6 para los Pumas, quienes no apoyaron ningún try en el ingoal francés. Todos los puntos argentinos surgieron del talentoso pie derecho de Daniel Baetti. Un pie que esa tarde lucía un viejo y comodísimo Adipan con tapones de goma.

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Baetti no tenía ni la más mínima idea de lo ocurrido 23 años atrás en Rhodesia. Banana apenas conocía de nombre a Bove Cazenave. Pero los grandes jugadores como él llevan una preciosa información en su ADN puma. Esa información que en la legendaria tarde del 88 le permitió tomar la decisión correcta.

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Diego Albé

ZAPATOS

El sauce danzaba nervioso, proyectando a través del sol de la mañana leyendas delgadas y cambiantes. Así la pared del dormitorio se poblaba de personajes que morían con la velocidad del viento. El ritual de ver esas obras antes de levantarse se había convertido en una obsesión más en la vida de Aquiles. Eran cuatro minutos y medio que le marcarían −a su parecer− el destino del largo día. Acto seguido, tres tostadas, queso magro, seis mates y por supuesto, el brillo a los zapatos que como cada noche, quedaban cubiertos de pomada de lustre lo más lejos posible de su cama. Pero en el dormitorio. No podía conciliar el sueño con los responsables de su salud en otro ambiente. Por eso, cada noche antes de acostarse, desplegaba prolija y minuciosamente dos hojas de diario sobre las que dormían sus aliados, abrigados de betún. Solía acostarse sintiendo pena por ellos, guardando una eterna gratitud por preservar sus pies de la miseria, charcos en los que la mugre aceitosa de quien sabe qué inmundicias dibujaba demonios con los colores del arco iris. Comidas semiputrefactas, guanos, cenizas de otras vidas, barros, salivas. Sus zapatos eran la delgada diferencia entre la vida pulcra y el pecado subyacente en la suciedad de los otros. Desde niño le habían enseñado a respetarlos, cuidarlos, preservarlos del paso del tiempo y deshacerse de ellos antes de que fuera demasiado tarde. También había leído sobre la sana y oriental costumbre de dejarlos fuera de la casa. ¿Pero cómo? Si eran como mascotas. Como dos perros negros que lo protegían silenciosos y sumisos, los dientes aplanados por el peso de su cuerpo, los vientres lacerados con la enjundia de todas las asquerosidades de un mundo de suciedad. ¿Cómo dejarlos a merced de más sufrimiento? No, lo menos que podía hacer era llevarlos a descansar sobre una alfombra de diarios y acariciarlos con las cerdas del cepillo. Una mañana en las que el sol ausente lo forzó a recordar las sombras del sauce en la pared, lo esperaba un sobre apenas saliente debajo de la puerta. La empresa en la que trabajaba desde hacía treinta y seis años le comunicaba que prescindiría de sus servicios. A pesar de querer mantener la calma de siempre, sus pasos se confundían con los recuerdos de lo que se suponía debía hacer y las

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tostadas se quemaron hasta el negro más opaco y maloliente. Salió a la calle con el corazón golpeando sus sienes. Corrió sin saber hacia dónde hasta perderse en la bruma de la mañana. Lo encontraron descalzo, el rostro magullado hundiendo la boca en las diminutas lagunas negras que guardan los adoquines. Al abrir el departamento, sus familiares observaron dos zapatos, opacos de betún, inexplicablemente apoyados en el borde de la ventana. Parecían observar el mundo con la insolencia de los cuervos.

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Julio Fernando Affif

TACO AGUJA

− Yo soy un hombre sencillo, señor, humilde y trabajador. Isidro relataba como podía, medio mareado por los golpes recibidos, el por qué de su intervención.

− No soy pendenciero, ni bravucón, ni delincuente, ni nada que se le parezca. El oficial lo miraba fijamente y de manera gradual iba perdiendo la desconfianza inicial.

− ¿Sabe, don? −y la voz le salió más gruesa y cavernosa, como recitando un tango− Yo soy hombre de los de antes. Para mí, la amistad, la familia, el honor, la lealtad y el respeto son conceptos irrenunciables. El sub-comisario, hombre avezado en problemas de la calle y en el semblanteo de las personas, pensó muy para sus adentros, fríamente, sin que se le moviera un músculo de la cara o lo delatara la expresión de los ojos, “éste es un tanguero de ley”.

− Y sobre todo, –continuó Isidro− el respeto por la mujer. La indignación le crecía de manera sórdida como si estuviera borracho y la mirada se transformó en un turbio reflejo de la violencia contenida en su pecho.

− Hay que ser poco hombre – dijo Isidro− para pegarle a una mujer, pero ésta, oficial, no es una mujer... es una yegua. − A ver hombre, modere sus expresiones, si no lo mando derechito al calabozo. Agachó la cabeza, cosa poco frecuente en él, porque no era de los que reculan y muy suavecito pero con la voz más gruesa, se la mandó:

− Mire comisario, con todo respeto, si el jinete la fustiga, la yegua responde mejor, como que le gusta el guascaso.

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El oficial sonrió al entender la metáfora y se dio cuenta que no era un insulto, sino la interpretación y manifestación de ciertas relaciones humanas, con una expresión dura de la filosofía canyengue. En el cruce de las miradas, esta vez se entendieron y el policía le permitió ir al baño para lavar el pañuelo blanco impecable y a arreglarse el jopo, con el infaltable peine que siempre llevaba acomodado en el pliegue de la billetera.

EPÍLOGO INICIAL: El cafiolo la estaba acomodando a la papusa e Isidro vio la escena desde la ventanilla del colectivo. Se bajó presuroso a defenderla y la mina, se sacó el zapato “taco aguja” y empezó a pegarle en la cabeza al grito de

− ¿Quién sos vos, negro rasposo, para meterte?

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Caro Barba

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Sabía que para sobrevivir a esa situación debía ponerse en los zapatos de aquél que indefectiblemente iba a su ritmo. Pretendía que su tren viajara tan rápido como su avión. Cómo imaginar siquiera ponerse unos zapatos tan rígidos cuando los suyos la hacían volar y ser libre. Cómo calzarse unos llenos de miedo cuando sus pies conocían terrenos rugosos y desnivelados... Ella insistía en poder ponerse en sus zapatos porque alguna vez había escuchado sobre la simetría del amor… hasta que… siempre llega un hasta que, una fuerza impensada la sacó de ese lugar y la puso en uno un poco más real en el que la voluntad de intentarlo la hacía caer y lastimarse. Cada hora de intento la hacía verse diferente. Su mirada se había opacado… y su avión, estaba cada vez más lejos.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

ZAPATO

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Salió el último invitado, qué descanso... Secó las copas de champán y las colgó de la estantería del techo del antiguo comedor de la casa de campo que había heredado de su bisabuela. Estaba deseando sentarse en la butaca de la sala de estar para terminar de tejer una especie de zapato babucha. Estaba deshaciendo una antigua manta de lana gruesa de un tono cobre claro que cubría el viejo sofá. Todas las noches tejía un trozo de babucha y deshacía otro de la manta dorada. Aquella noche nada fue igual. Tejió más de lo habitual; sólo le quedaba la pieza de la suela a la que pegó otra igual de cuero. Cosió las tres piezas y dio por terminada la labor. Colocó la babucha encima del brazo de la butaca. Cogió el almohadón con punta de encaje de bolillo, lo masajeó para mullirlo bien, se recostó y se quedó extasiada contemplando el cuadro que tenía justamente en frente. Vio como los colores del lienzo se balanceaban rozando unos con otros, algo parecido a las células vivas observadas, previamente teñidas, en un microscopio. Quedó aterrada cuando vio salir del lienzo cuatro mariposas de gran tamaño; eran muy vistosas en tonos amarillo, naranja y violáceo. De repente, un gran cáliz de oro y latón que había encima del aparador, comenzó a emanar un líquido espumoso, decorando la habitación con burbujas de color champán; a la vez, las copas que ella había secado y colgado derramaban una espuma efervescente y dorada. Había un tarro de cenizas que expulsó su tapa y lanzo un fluido en spray de color plomo sobre la puntilla de encaje del almohadón. Miles de burbujas con apéndice estaban suspendidas en la atmósfera del lugar. Todo el mobiliario bailaba delante de ella, excepto el zapato babucha de lana cobre. Nada hacía pensar que fuera su confección la responsable de aquel desaguisado.

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Es curioso el proceso creativo. A partir de una ilustración de distintos motivos colocados al azar he hecho el texto. Comparto la ilustración que me ha ayudado a elaboración del texto. Ha sido divertido

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Una mano de dedos largos salió de debajo del almohadón y recogió de un manotazo a todas las mariposas. El cáliz siguió efervesciendo burbujas de oro. La mano quedó quieta con las mariposas entre los dedos. El lienzo seguía vivo. Las copas chispeaban burbujas de champán. Todo estaba en movimiento, excepto el zapato babucha de lana que apareció en el viejo sofá.

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M. Pilar López O.

DE CHAROL ROJO

Tan, tan, tarantán, zapatitos rojos de charol, que te ponen contenta al mirarlos, taconeando al ritmo de unos pasos saltarines , camino de las aulas como un soplo de verano intempestivo. Por las escaleras de piedra, tris, tras, tris, tras, casi como una línea de rojo deslizante, y luego, alejándose a la carrera con un revoleo de tela verdosa, la falda que se pierde flotando sobre dos alegres resplandores. Plan, plan, pataplán, girando felices en un salón enorme y vacío, con los brazos en aspa, peonza luminosa en todos los espejos su risa. Clas, clas, clisclás, por el pasillo larguísimo, el abrigo a cuadros aleteando como un extraño pájaro de carcajadas cristalinas que rebotan en todas las cristaleras y alborotan la casa. Pitín, pitín, pitipín, sobre las puntas casi, asomados a la puerta como dos pequeñas fresas resplandecientes de rocío, inmóviles y atentas, dos ojitos casi en la rendija de luz. Zip, zip, zap, por encima de la alfombra, saliendo con desgana de sus piececitos. Una mano adulta los pone en la esquina, bien alineados. La luz se apaga. Y los zapatitos taconean con precaución, taclás, tapataclás, fruuuufff, y se colocan junto a su cama. Miranda los acaricia suavecito y se arrebuja, bosteza feliz. Buenas noches, y hasta mañana.

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Cecilia Gómez Nale

BAILANDO EN EL CIELO

Sin ser un gran bailarín, o mejor dicho, sin serlo en absoluto me invitó a bailar con toda la seducción de la que es capaz un padre con su hija. Mi manito de infante abrigada en la suya de hombre grande; uno de mis brazos, apenas alcanzando a la mitad de su espalda y el otro extendido con el suyo, cual proa que señala el rumbo. Y mis patitas flacas, que se enredaban intentando seguir sus pasos al tiempo que yo miraba el movimiento de sus pies. Así es más fácil, dijo papá. Y con cierto temor por desconocer la resistencia de sus empeines y el peso pluma de mi cuerpito, hice caso de lo que me pedía y me encaramé sobre sus zapatos y volé junto a él. Desde la extasiada visión de mis cinco años, se convirtió en mi héroe danzarín. Y yo sí recuerdo su cara y su sonrisa en ese baile cómplice; así como quisiera que él siempre recuerde la mía llena de pecas, puros ojos verdes y sonrisa de dientes de leche en la que sin entender la letra y mientras me llevaba bailando al ritmo de "Cheek to cheek" y Fred Astaire cantaba "Heaven... I'm in heaven", yo también estaba en el cielo bailando con papá.

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Daniel Goldenberg

EL ZAPATERO

El estrecho laberinto que serpenteaba los puestos de la Feria Municipal lo enfrentó, al fin, de cara al cartel despintado que pregonaba: ARREGLOS EN EL ACTO El hombre del traje elegante se detuvo frente al pequeño puesto; y sin decir una sola palabra, se quitó sus incómodos zapatos nuevos y los depositó sobre el minúsculo mostrador de madera. El anciano miró, en silencio y por encima de los lentes, a los ojos de su cliente y, bajando la vista, exploró con abnegada dedicación cada detalle de aquel par de zapatos lustrados a espejo: tacos; suelas; costuras... todo estaba en perfecta e impecable condición. Eran, sin duda, unos zapatos nuevos y de primera calidad. — El problema de estos zapatos es que lo llevan a usted siempre al lugar equivocado, ¿verdad? — diagnosticó el viejo arrugando una sonrisa pícara, imposible de disimular. — ¡Exacto! ¿Pero cómo puede usted saber eso sin que yo le haya dicho ni una sola palabra al respecto? —respondió el cliente a la broma del anciano con asombro mal impostado; mientras mantenía el equilibrio sobre los talones, para no ensuciar las medias en el piso mugriento de la feria. — Es muy simple —dijo el viejo con toda calma. — Lo sé, porque yo soy el relojero y el puesto del zapatero es el de al lado.

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Nuria Navajas

ZAPATOS

Nunca pensé que mis pies pudieran crecer durante más tiempo que mi estatura. Escuché a mi madre decir que hasta los veintiún años se crecía y a mí me hacía gracia esta deducción maternal porque nunca entendí su origen científico, aunque a ella así le pasó y fue a la misma edad en que se casó. Mi estatura en la adolescencia superaba a la de muchas niñas de la clase, aunque no el tamaño de mis pies que se estabilizó en un treintaicinco de calzado, aunque luego, a partir de los cuarenta años, creció hasta un treintaiocho. Pero eso a mí no me importaba demasiado e incluso presumía de mis pies porque eran pequeños, delgados y elegantes; eso sí, fríos y secos como mis manos. Recuerdo mis pies caminando en zapatos Gorila, azules oscuros como el uniforme del colegio y duros como esos niños de los años sesenta que con mucha disciplina y obediencia aguantaban las largas horas de clases frías, en aquellos pupitres llenos de escritos y garabatos de otros amores, desamores o de alguna fórmula química. Los zapatos de vestir quedaban reservados para los domingos y se lucían con la ropa nueva guardada para la ocasión. No sé decir cuál de todos los zapatos que han pasado por mis pies recuerdo con más cariño, aunque quizás el cariño se hizo con el calor y confort que el zapato ofreció al pie y no por la estética de éste. Sí es cierto que detesto a las personas que no mantienen sus zapatos limpios y cuidados ya que para mí es una señal de autoabandono personal digna de recibir psicoterapia. Al igual que rechazo ver zapatos portentosos y glamurosos que no aportan comodidad y bienestar al pie. El pie es la raíz de nuestro cuerpo y merece un zapato que dignifique su persona. Podrían existir sinónimos de zapatos y personas: -

Mujer con zapato elegante y tacón alto: mujer elegante con porte superficial. Hombre con zapato sucio: hombre con poca autoestima Pies con zapatos flexibles, planos y limpios: personas sanas que pisan fuerte y seguro.

Quizás será por eso que cada vez hay más gente que mira a los zapatos y no a los ojos, tal vez porque piensen que no están a la altura de ellos.

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Andy Pecas

ZAPATOS

El Dr. Alma miró fijamente a la muchacha y no le encontró nada sospechoso. Por eso se acercó hasta ella (que estaba tan sola y tan concentrada en su lectura, sentada en ese banco infame del Parque Avellaneda). Carraspeó tontamente y con un hilo de voz bastante poco parecida a la suya, le preguntó si era Esmeralda. La tal Esmeralda asintió, sin siquiera apartar la vista de la revista que ocupaba su atención. Incómodo silencio que eternizó los próximos dos minutos del presente relato. Por fin, el Dr. Alma se atrevió a sentarse y, acto seguido, ella cerró la revista y lo miró directamente a los ojos. El Dr. Alma estaba acostumbrado a las miradas femeninas, por lo que le devolvió el gesto sin (casi) pestañear. Esmeralda pronunció dos o tres frases corteses y manifestó su consentimiento para pasar juntos la tarde en un hotel cercano de la Avenida Directorio. El Dr. Alma se felicitó interiormente por haberse inscrito en esa página de encuentros fortuitos en Internet. Ambos se dirigieron, sin prisas pero sin pausa, al hotel Res non Verba. Del poco tiempo que pasaron juntos, hay un rato que dejaremos en blanco para salvaguardar el poco honor que pudiera quedar de alguno de ellos (o de ambos). Cuando el Dr. Alma tomaba su ducha dignificante, Esmeralda decidió irse sin dejarle una nota de adiós (y sin bañarse). Esto (lo de la nota) no molestó al Dr. Alma, a quien siempre le disgustaron las despedidas.

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Comenzó a vestirse con displicencia, comprobando con gran satisfacción, que la camisa no estaba arrugada. Terminó de acomodarse el pantalón y con las medias Burberry´s recién estrenadas, se puso a buscar sus zapatos. Infructuosamente. Porque los zapatos no aparecían por ningún lado. “Maldita fetichista”, masculló. Y con la mayor dignidad posible (bastante poca, en realidad) se dirigió en traje italiano y medias de estreno por toda la avenida Directorio, en la cual, claro está, no se divisaba un taxi ni por casualidad.

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Antonio Lendínez Milla

LOS ZAPATOS

En el suelo arado y seco, gris de la tierra, junto al olivo. Uno junto al otro, como unidos. Los calcetines doblados, metidos en los zapatos. No le iban a servir más, todo lo que anduvieron quedó ya andado. De todos se despidió, como él sabía hacerlo, con delicado amor y cariño. No iba a necesitarlos más. Era su entrega final, quería sentirse libre. Volar como vuelan los pájaros. Liberarse de una vez. No quería someterse más, ni seguir pasos marcados. Por muchos caminos habían transitado. Curtidos por senderos de esfuerzo, amores, gozos, alegrías, trabajos, deseos y constancias. Toda una vida de trabajo. Cuánto sabían de los caminos. No encontraba la paz que anhelaba. Se sentía desolado, perdido. Para aquel vuelo no los necesitaba. Sus pies desnudos, enjutos, blancos y hermosos, alados, pendían junto a sus zapatos. Sobre la tierra arada, junto a él, muy juntos.

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Guillermina Silva D’Herbil

MIRTHA TENIA UN DON

Es verdad que no puede decirse que este don fuera una cosa impresionante, pero a falta de otros dones más espectaculares se consideraba afortunada de tenerlo. Entrando en la pubertad fue cuando se dio cuenta de que lo tenía, seguramente lo traía desde su nacimiento, pero claro, los niños no se fijan en ciertas cosas. Su don consistía en poder catalogar a las personas mediante la observación de los zapatos que usan. Por supuesto que todos sabemos que hay zapatos de oficinista, de pintor, de puta, de médico, de lesbiana, de artista... eso es algo obvio. Su saber iba mucho más allá. Ella podía darse cuenta, con sólo mirar los zapatos que alguien era médico traumatólogo, que estaba casado y que tenía dos hijos, que le debía plata al cuñado y que despreciaba profundamente a su suegra, por ejemplo. Con el paso del tiempo su habilidad alcanzó límites insospechados; podía saber cosas del dueño de los zapatos que ni él mismo conocía. Uno podría suponer que con semejante don a Mirtha le fue muy bien en la vida, pero no... se le fue mirándole los pies a las personas y ningún zapato le vino bien.

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María Gabriela Failletaz

LOS ZAPATOS

— ¿Y el otro? — se cuestionó Cenicienta sorprendida e indignada, al llegar al último escalón de la imponente escalinata de palacio. c¿Qué lo tiró? ¡Más boluda no puedo ser! El zapatito de cristal había quedado tumbado en el extremo de uno de los primeros escalones. — ¡Ahí lo veo! Suerte que voló cerca del limonero. Si reculo no me va a dar el tiempo y el caradenabo me va a ver en harapos y minga me va a regalar la tiara que me prometió para el próximo bailongo real. Cenicienta, a quien solían decirle que tenía el culo más grande que un castillo, divisó un bastón en su extremo curvado que bien podría servirle de herramienta. Sigilosa, a hurtadillas, para no ser descubierta por el guardia de turno, logró adueñarse del bastón en la penumbra con mucha dificultad. Luego trepó a la baranda como cuando era niña y de allí, al arbolito, con tan mala suerte que al inclinarse para alcanzar el objetivo cayó redonda al piso como bolsa de papas enredada en sus propios encajes. — ¡Ah, la mierda! Qué joda ¿eh? — se dijo mientras sacudía las hojas secas de las pollera e intentaba recoger un bretel roto. El impacto sobre las hojas llamó la atención del guardia quien se acercó intrigado. Con su habitual y entrenada compostura le habló: — Señorita… ¿Qué está haciendo usted acá? ¿No le parece peligroso andar sola en la noche una dama de la corte? — ¡No, gil! ¡Qué dama de la corte…! ¡Vine a hacer pis! Imaginate con esos miriñaques en el baño las minas éstas, no se la terminan más. — ¿No le da vergüenza hablar en esos términos vulgares, indecorosos señorita? ¡Yo soy un guardia real!

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— Ma, qué real. Yo y vos somos clase obrera. ¡Caé de una vez, viejo! Este es un hechizo que contraté para levantarme al hijo del rey. Y te digo algo, en cualquier momento me quedo en pelotas, así que tengo que hacer todo a los pedos para volver a la carroza aquélla, porque si se convierte en calabaza nos quedamos a pata y me tengo que aguantar al Rata que tiene un carácter repodrido. ¿Vos estás blanqueado? ¿Te pagan aguinaldo? Exigí que te tramiten ART loco, ¿eh? Te cuento: estoy sin un mango y me vienen bárbaro los timbos éstos. ¡Haceme la gauchadita! Alcanzame el que quedó allá arriba antes de que aparezca el príncipe enamorado en el descanso de la escalera y se lo quiera llevar ¡Al final no sé para que lo querría! Tal vez de souvenir... — Es que el príncipe es fetichista — arriesga el guardia en tono confidencial. — Ah, la pipeta... ¡Mirá vos, con esa cara de pelotudo!... Bueno, no perdamos más tiempo. Vos traeme el timbo que yo los vendo en el mercado de las pulgas y hacemos 80/20. — ¡No, ni en pedo! 30 y cerramos, sino de acá no me movés — afirmó él, ya más avivado. — 25%. Es mi última palabra. Porque yo de acá tengo que sacar para pagarle a la vieja ladrona del hechizo, que me cobró un huevo, y a Blanca Nieves algo le tengo que tirar que se quedó cuidándome a los críos. ¡Dale! ¡Andá de una vez! ¡Qué bolas pesadas tienen los guardias al final! ¡Y abrí bien los ojos, no sea que te estroles y perdamos el par!

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Horacio Petre

LA BASE ESTÁ

— ¿Venís esta noche a cenar? — No mi amor... no llego, estoy hasta las manos con el laburo... Pero trato de no caer muy tarde, así estamos un rato juntos. — ¿Un rato juntos? ¿Después de dormir a los chicos, decís? — Sí... — OK, te espero... Me dejo los tacos puestos. La última frase de Mariana fue para Marcos un latigazo vía celular. Recorriendo el pabellón de su oreja la imagen de esos zapatos rojos taco aguja se adentró por el conducto auditivo hasta ambientarle por completo el cerebro de una carga de erotismo y deseo extrema. El pantallazo lo distrajo de su tarea, situación que casi le cuesta la vida. Rápidamente se sobrepuso y volvió a ocultarse tras la columna de cemento, prosiguiendo con el tiroteo. Diez minutos más tarde los esbirros del Panza Gutiérrez tenían rodeado al inspector Marcos Salinas... Sabía la que le esperaba si lo agarraban vivo, pero el recuerdo de esos tacos rojos, y las piernas de su mujer elevándose como columnas ingrávidas y poderosas hacia ESE cielo, lo llevaron a aguzar su ingenio y no perder la partida. No llegó a pasar media hora más, y luego de un buen par de kilos de plomo desperdigados por todo el garage abandonado, el móvil de la 47 se llevaba esposado al Panza y dos de sus maleantes aún con vida. Marcos encendía un cigarrillo y bebía una lata de Speed que le había pasado el sargento Urrutia. Otro día más de trabajo, esta vez un poco más complicado, sólo eso... Saludó al personal del móvil, le hizo el chiste soez de costumbre al sargento, y se despidió. De regreso a casa, el corazón le latía de manera alocada, la erección apenas le dejaba caminar hasta su auto, y todo su cerebro no era más que una gran pantalla roja... Esos tacos finísimos, que adelantaban en el ensanchamiento del talón futuros entusiasmos. Esa virtual plataforma de lanzamiento, vitalmente esencial. Una vez más, para otro viaje fantástico. Un despegue inagotable. 28


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Gisela Krapf

MICRORRELATO

Por culpa de esas botas te alej贸 ella de m铆. Y ahora son estas botas las que te lloran a ti.

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Mariángeles Soules

DE ZAPATOS

Ella apenas tenía once años, sus padres de clase media estaban pasando por apremios económicos debido a la enfermedad de su otra hija, así que no podían comprarle ropa ni zapatos, por esta razón siempre recibía lo que descartaba su prima, un año mayor. Era la época en que los cantantes populares hacían su espectáculo artístico en “El Club del Clan”, fue así que a pesar de su corta edad era una de las fans de Johny Tedesco, rubio de ojos claros, siempre presentándose con diferentes y coloridos pullovers tejidos por su propia esposa, con letras alegres y música de Twist, ritmo muy popular para esos años.

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No podía dejar de escucharlo, se lo comentó a su tía menor que solía llevarla a su casa los fines de semana, paseaba y conversaba con ella, como no lo hacía con nadie más. Era en casa de su tía donde se sentía realmente querida, ya que debido a la enfermedad de su hermanita, los padres no le prestaban demasiada atención. Johny acababa de sacar un tema que se llamaba “Tus zapatos de pon pon” el cual hablaba de unos zapatos rojos y ella lo cantaba a toda hora. Un fin de semana de los tantos que su tía la pasaba a buscar al colegio, le comentó que tenía una sorpresa para ella en su casa, obviamente, como todo chico, no daba más de la ansiedad para llegar a casa de la tía sin sospechar siquiera lo que le había comprado. Cuando llegaron y recibió su paquete quedó totalmente muda de la emoción: la tía le había comprado unas chatitas de gamuza roja con dos pompones que se balanceaban sobre los dedos del pie.

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Roxana Conti

ZAPATOS

— ¿Y qué estudia tu novio? — Sociología, abuela. — Ah, la sociedad, qué interesante. — Abuela, ¿sabes lo que es la sociología? — No, pero se lo voy a preguntar a tu novio cuando me lo presentes. No había manera de bajarla del árbol. Ahí creció y ahí estuvo durante su niñez, desde que tenía dos años cuando murió su mamá, en los árboles. El fondo de su casa daba al monte. Un monte achaparrado con algarrobos y talas, típicos de esas tierras del norte salteño. Y ahí pasaba sus días, los tórridos días pueblerinos que transcurrían despacio y sin aristas, donde la siesta era el único respiro del calor que derretía hasta las vías del ferrocarril. Casi no iba a la escuela. Andaba trepada a los arboles, toda sucia y descalza. Sus piecitos, chiquitos, llenos de tierra, no entraban en ningún zapato. Ni falta que hacía. Cuando su hermana Angélica lograba bajarla para ir a misa no podían ponerle los zapatos, así que iba descalza y descalza vivía. De amores anduvo en el monte porque un día su panza creció y ya no pudo trepar a los arboles. Matilde se llamó su niña. Con el tiempo se convirtió en una espléndida morocha. Su piel blanca y su hermoso pelo oscuro cautivaron a un siciliano, viajante de comercio, que se detuvo en ese adormecido pueblo una temporada y al retomar sus viajes se la llevó con él. Con el tiempo llegaron más hijos que nacieron en distintas provincias al compás de sus viajes. Llegó también la pujanza económica, un negocio creciente que la tuvo al frente, tenaz y emprendedora. Ahora calzaba unos lindos zapatos negros abotinados y altos, desparramando elegancia que nunca entendí bien de dónde le vino, pero lo cierto es que la tenía, y hermosura le sobraba, era preciosa. En su casa y por las noches andaba descalza, yo la vi. Lo que más le gustaba era andar descalza en el pasto. Decía que era bueno sentir la tierra que uno pisa. Que los zapatos solo servían para mostrarlos en sociedad.

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— Mis hijos y mis nietos serán profesionales. El estudio es lo más importante, mi tesoro. — Tus hijos ya son todos profesionales, abuela. Y tus nietos estamos en eso. Pero decime, si vos te criaste arriba de un árbol, ¿de dónde sacaste que los hijos tenían que estudiar, si ni siquiera fuiste a la escuela? — Un día llegaron a Tartagal unos ingenieros. Estaban construyendo un puente importante, eran de la empresa petrolera. Eran tan distinguidos, todo el pueblo corría a verlos cuando se reunían en el centro, los chicos íbamos a verlos trabajar. Había unas máquinas enormes y los señores de acá para allá dirigiendo la obra — contaba mientras entrecerraba sus ojos vivaces. — Y eso sería una novedad en ese pueblo y hace tantos años. — Eso era el progreso, mi tesoro. Yo quería que mis hijos fueran como esos señores. Y para eso tenían que estudiar. Estudiar lo que quisieran, pero tener un título. Mis hijos tenían que bajarse del árbol, ponerse los zapatos y pisar fuerte. Y nunca olvidar de donde venían. Dedicado a mi abuela Guadalupe Zúñiga, que creció arriba de los árboles y vivió descalza. Y cumplió su promesa de estudio para sus hijos y nietos y siempre me repitió, desde que tengo recuerdos, que yo no había traído un pan, sino un libro bajo el brazo cuando nací. Hasta que me lo creí. Y que siempre tenía que pisar la tierra, descalza, para saber de dónde vengo.

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Fer Iñarra Iraegui

LOS ZAPATOS DE FELIPE

Felipito entró corriendo descalzo a la cocina. Nadie hubiera notado su fugaz presencia si esa silla no hubiera caído estrepitosamente rompiendo el silencio de la mañana. Sus suaves pasitos no llegaban a escucharse pero en su rápido andar enganchó en un descuido, un repasador que colgaba de la silla, provocando un terrible estruendo que sonó en la cocina y retumbó en todo el bosque. Mamá, que estaba limpiando hongos para hacer el almuerzo, sin levantar la vista preguntó: — ¿En dónde están tus zapatos Felipito? El pequeño se quedó pensando un momento con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados y de pronto contestó con tono encantador y misterioso: — En un lugar… — ¿En qué lugar, Felipito? — preguntó nuevamente la mamá. — No podemos darnos el lujo de andar perdiendo los zapatos todos los días, hijo, pensá bien. ¿Dónde fue que los dejaste? Felipito, no respondió. Eufórico pero silencioso, salió raudo hacia el bosque, sin decir una sola palabra más acerca del tema pero pensando concienzudamente a dónde podría haberlos dejado. Mientras corría, pensaba, mientras pensaba sacaba conclusiones, mientras elucubraba volvía a escuchar las palabras de su mamá sonando en su cabeza, entonces decidió hacer el camino que había recorrido esa mañana para ver dónde podría haberlos dejado. ¡Ese método siempre le daba buenos resultados! Trepó primero al árbol de magnolias y desde su copa florida miró a lo lejos inquisidoramente pero no vio nada. Bajó pensativo y se dirigió a los añosos árboles con lianas para ver si en esas altas y escalonadas ramas había dejado olvidados sus lindos

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zapatos de hojas de otoño mientras se balanceaba temprano esa misma mañana, pero no los encontró, allí no estaban. Recorrió después el arroyo, pisando las piedras de colores mientras sus aguas cantarinas jugaban entre sus deditos haciéndole cosquillas y rió feliz con su risa de niño. Los peces no los habían visto, no estaban en el lecho. Buscó entonces en la orilla donde acostumbraba jugar pero por más que movió y sacudió con gran cuidado: hojas grandes, hojas pequeñas, hojas perfumadas, hojas suaves, hojas ásperas, hojas verdes, rojas y moradas, no logró encontrarlos. Allí tampoco estaban. Corrió hasta el gran árbol de los duendes. Trepó por la ladera de la suave colina y jadeando llegó hasta la cima. Allí estaba el Sauce. Los duendes que en él moraban, no supieron decirle dónde estaban sus zapatos, sin embargo le sugirieron que le pidiera ayudara al árbol mágico, que era famoso en conceder deseos. Felipito sin mucha convicción, fue hasta el árbol lleno de moños de colores y ató a una rama una cuerda que tenía en su bolsillo. Luego, se despidió de sus compañeros de andanzas, les agradeció la ayuda y cantando bajito retomó el camino hacia su casa. Ya era la hora del almuerzo y Felipito silbaba y miraba el camino, miraba, buscaba y canturreaba camino a casa sin saber qué le diría a su mamá cuando llegara… Al traspasar la puerta, el exquisito perfume a comida que envolvía su hogar, lo abrazó. Felipito seguía descalzo, sin notar nada especial, su mamá le pidió, al sentirlo a su lado, que se lavara las manitos para sentarse a comer. Caminó ensimismado hacia el baño para lavarse y al pasar por la puerta de su dormitorio, descubrió con sorpresa por el rabillo del ojo, que sus zapatos estaban junto a sus pantuflas, allí mismo, en su dormitorio. Exultante, se lavó las manos, agradeció para sus adentros al gran Sauce y volvió corriendo a la cocina para sentarse a la mesa con su familia y contarle entre risas a su mamá que los zapatos habían estado todo el tiempo en el cuarto ya que esa mañana había decidido salir a jugar y disfrutar del sol, el agua y el pasto y no los había llevado.

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Diana Levinton

ZAPATOS

El cuero suave acaricia sus mejillas y llega hasta sus labios. Alguna vez intentó lamerlos para saber si el sabor era el adecuado. Zapatos. Sabe que le van a durar mucho tiempo, de modo que cada vez que compra un par los elige cuidadosamente. Tienen que verse cómodos y acogedores, porque van a ser el hogar de sus pies; estéticamente bellos para que mirarlos sea placentero. Para él y para los demás. Sin cordones para que calzarlos no requiera esfuerzo. El último par que compró tiene ya cinco años. Cinco años de verlos cubriendo sus pies. Cinco años de calzarlos todos los días. Sí, todos los días. Invierno y verano. Primavera y otoño. No le gusta andar descalzo, del mismo modo en que no le gusta usar remera o jeans. Camisa y pantalones, como corresponde a su idea de qué es un hombre elegante. Su mirada busca la del vendedor como pidiéndole consejo. ¿Este par o el que le mostró antes? El vendedor lo mira en silencio y cuando lo interrumpe es para decirle que ambos pares son de excelente calidad y que le van a dar muy buen resultado. ¿Qué quiere decir eso? ¿Que otra vez van a pasar cinco años -o más- hasta que vuelva a comprar otro par? Como si hiciera falta, como si él no supiera que la próxima compra será cuando se aburra de usar el par que ahora va a comprar. Como si cómodos quisiera decir lo mismo para ambos. ¿Qué es cómodo? Ya no lo recuerda. Desde que, hace ya 20 años, el automóvil conducido por un hijo de puta alcoholizado chocó contra el suyo, sus piernas dejaron de ser suyas. Sus pies son sólo el nombre de donde esas piernas finalizan. No sabe si los zapatos le aprietan o si son tan grandes que se le caerían al caminar. Porque no camina. Porque apenas puede mover los dedos de las manos, porque excelente resultado son palabras sin sentido para aplicar a un par de zapatos que jamás se apoyarán en el piso.

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Cristian Williman

ZAPATOS

Alguna vez alguien me dijo que los zapatos hablan de donde uno viene, de los caminos recorridos, de los tropezones, hablan del tiempo... Me fascinaba esa posibilidad cuasi antropológica de descubrir una historia, pero creo que nunca pude entenderlo hasta que un buen día lo encontré en la poesía, en la canción. Aquí comparto una historia que siempre me emociona, donde los zapatos son un protagonista secundario pero que resumen todo el sentido, que habla de donde viene... Del corazón. En Buenos Aires los zapatos son modernos pero no lucen como en la plaza de un pueblo. Dejá que tu luz chiquitita hable en secreto a la canción para que te acaricie un poco más el sol.

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https://www.youtube.com/watch?v=yKZgVcqpsWA

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Cecilia Pérez

ZAPATOS

Ahh… el golpe seco, tan de él, acertar de una en la cerradura. Corrí al baño a mirar si lucia lo más linda cansada posible y nada más me puse un toquecito de corrector en las ojeras que se me acentúan con los viajes. Volví a correr, a tirarme en la cama, para hacerme la dormida lo más sensualmente creíble, nada más que con una camisa suya, lo había visto en no me acuerdo qué película con Meg Ryan. Tardaba en entrar al dormitorio, abrí medio ojo, lo vi parado mirando al suelo. Bien, me daba tiempo para concentrarme en respirar como dormida, vendría perfecto saber si ronco, si rechino los dientes, si no se me oye… Y no venia... y no venia. ¿Se habrá dado cuenta de que llegué? Sí, claro, sí, dejé todo tirado. Me tiene que decir algo malo, seguro. Me va a dejar, eso, está pensando cómo decirme que conoció a alguien en este mes y medio que no estuve. Me va a echar la culpa, encima. No, no, no, el trabajo… sí, lo echaron, pobrecito… Ya me había aburrido de hacer poses y conclusiones, así que grité Pá, ¿sos vos? (como si el gato tuviera también llave de casa). Y se fue arrimando, serio, casi triste. Me miró un rato y dijo sin sonrisa: AMO TUS ZAPATOS.

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Federico Cahn Costa

ZAPATOS

Mi abuelo paterno era un hombre muy particular. A mediados de la década del 50 le preocupaba cómo los plásticos iban a contaminar el medio ambiente y la gente lo miraba como si estuviera completamente loco. En su pueblo adoptivo el único plástico que habían visto era el de las perillas de baquelita de una radio de madera y a válvulas. Maravilloso profesor de literatura alemana en la universidad de Córdoba, su cátedra despoblada al principio de su magisterio, terminó siendo una de las más concurridas en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus alumnos, además, lo visitaban los fines de semana en su casa en las sierras, llevando algunos bocadillos para comer o para acompañar los infaltables mates. Sus conferencias eran seguidas por mucha gente aunque trataba temas bastante áridos para los legos como la literatura alemana en el exilio, por ejemplo. Pero esa genialidad que tenía el intelectual se contraponía con las típicas metidas de pata de los profesores distraídos. Así fue una vez a visitar a un colega con el mantenían una relación epistolar pero con quien no se conocían en persona y en el momento de salir de la casa mi abuela le sugirió que le vendría bien afeitarse antes. Obediente, volvió al baño se aflojó el cuello de la camisa se afeitó, se puso la corbata y salió. Al llegar a la cita su contertulio estaba bastante incómodo. Al preguntarle mi abuelo que le sucedía ya que lo notaba extraño, desviando la vista y con vergüenza le dijo "Profesor, usted tiene puesta dos corbatas". En medio de una risotada se quitó una y la puso en el bolsillo. Al aflojarse el cuello de la camisa para afeitarse, había aflojado la corbata que ya tenía puesta corriéndola a un costado y luego sin mirarse al espejo se puso una segunda corbata antes de salir. Un día daba una importante conferencia en la Universidad a la que iban grandes autoridades y eminencias en los temas literarios que interesaban a esa selecta y fina audiencia y por supuesto fue acompañado por su esposa que asistió sentada en primera fila. Al comenzar la conferencia mi venerable y elegante abuela casi sufre un soponcio.

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El gran profesor, el maravilloso conferencista, la estrella de la reuni贸n, estaba sentado en el escenario, tras una imponente mesa, rodeado por la crema de la cultura de la m谩s antigua universidad argentina, cuna de prohombres de la patria, con un zapato marr贸n y uno negro, a la vista del respetable.

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Jorge Pailhé

ZAPATOS...

Para Juan todo era nuevo. Era nueva esa remera a rayas que ponía a lavar sólo cuando la madrina le repetía por enésima vez que estaba hecha una roña; era nueva la costumbre de tomar la leche a la tarde ¡con galletitas recién sacadas del paquete!; era nuevo levantarse a la mañana sólo con la preocupación de no llegar tarde al cole... Todavía −y tal vez para siempre, aunque Juan no lo sabía− su memoria le traía arteramente el recuerdo del trabajo en los yerbatales, ahi doblado sobre la tierra seca, atravesado por un viento frío que le dejaba los dedos más duros que las propias ramas silvestres que −misteriosamente− salían y salían a la luz desde esas entrañas rocosas, casi perversas. Pero las imágenes posteriores de ese recuerdo eran las de un grupo de personas −había policías y todo, rememora Juan− que llegaba hasta él y lo sacaba de aquel infierno. Nunca más noches durmiendo en un piso duro que no le permitían recuperarse de las 12 horas de trabajo en los yerbatales. Todos los días. Todos, en los yerbatales, ahí doblado en la tierra dura y colorada. Nunca más guisos incomibles que le daban la dosis justa de calor al cuerpo para que siguiera en la cosecha bajo el sol impiadoso o el frío cruel. Y esto también era nuevo. Juan había dicho que no, que ya tenía 16 años y se sentía un poco pelotudo, pero la madrina le había insistido. Tanto, que al final Juan dijo que sí, y disfrutó a pleno esa primera vez. Fue a su cuarto, tomó los zapatos y los puso al pie del arbolito, al lado del balde de agua y el tachito de pasto recién cortado.

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Amelia Molina Burgos

POR SUS PASOS LOS CONOCERÉIS

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Espartanos, los del monje. Trasnochados, los del conde. Castrados, los de la gheisa. Voraces, los del amante. Fugaces, los de la estrella. Pacientes, de costurera. Cansados, de camarera. Tenaces, de bailarina . Medidos, de equilibrista. Curiosos, los del artista. Lúbricos, de fetichista . Endebles, los de modelo. Pacientes, los del labriego. Coquetos, de señorita. Precisos, de futbolista. Sesgados, los del espía. Punzantes, los de la arpía. Vibrantes, los de la amada. Calmantes, los de la anciana. Alados, de soñador. Cuadrados, de dictador. Torcidos, de borrachín. Hirientes, de espadachín. Constantes, de profesor. Perdidos, los de drag queen.

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Para no seguir faltando a esta cita que tanto me gusta, colaboro con esta cosa que no sabría decir muy bien lo qué es pues ha salido así, en plan escritura automática (Es una broma, ruego no la analicéis desde ningún punto de vista pues estoy segura de de que el voto para condenarme a galeras, en ese caso sería unánime)

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Volubles, de adolescente. Candentes, de penitente. Valientes, del insurgente. Audaces, de persistente. Equilibristas de femme fatale. Y cautos, los aún por dar. Medidos y sabrosones, nos quedan, y faltan tantos, los que jugamos, ¡qué locos!, dando pasos de ¿escritores?

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Maribel Martínez

LES SOULIERS

Con un tono suave metalizado en un franco estallido de luminosidad mesurada lucían les souliers de ma grand mere, que hacían convertirse en una reinita única, conjugado con un trajecito turquesa. MI REINA ADORADA. Durante años, nos hablaba de tipo de calzado así. Pero nosotros pensábamos que era sólo por la fiesta de casamiento de mi prima Nadine. ¡No señor! Ella los anhelaba fervientemente, como un antiguo deseo pleno de color y para darse un gusto recordando sus atisbos de juventud.

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Mauricio Castello

ZAPATOS

Acá están los zapatos; ahora, ¿saben a dónde ir?

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María Guerra Alves

ZAPATOS AJENOS

Hilos de luz entraban por la ventana de su dormitorio, cuando empezó a despertar. Se incorporó rápidamente y se puso las sandalias blancas que usaba siempre al levantarse. Junto a ellas, un par de zapatos marrones, de hombre, que le resultaban familiares.

− ¡No entiendo nada! ¡Si yo duermo sola desde hace meses! ¿Cómo llegó este calzado al pie de mi cama? – dijo en voz alta, tomando uno de los zapatos. Fue al baño y se lavó la cara con agua helada. No logró despabilarse. Cientos de imágenes se proyectaban en su mente, como diapositivas. Podía ver y sentir escenas de un dolor tan intenso que le quitaba la respiración. Decidió prepararse un café batido, con crema. Su infusión preferida no podía fallarle. Aclararía sus pensamientos luego de desayunar. Sonidos, sabores, olores, continuaron apareciendo, mezcla de película de terror con ciencia ficción. Ruido de llaves la hicieron regresar al presente. – Hola, Alma. – Hola, Ale, ¿todo bien? – Sí. ¿Estás sola? – preguntó, alarmada. – Sí, ¿qué tiene de raro? – Es que… Carina, tu cuñada, me dijo que se quedaría a cuidarte hasta las ocho y son las siete y media. ¿A qué hora se fue? – ¿A cuidarme? ¿Por qué? No estoy enferma. – Amiga… ¿no te acordás de nada? – Me siento rara. Desde que Francisco murió, nunca volví a lo que se conoce como normalidad. Cuesta. Y mucho.

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Alejandra se sentó junto a Alma y la tomó de la mano. Con calma y tratando ser lo más clara y breve posible, le contó lo sucedido. – Hace un par de días se comprobó que lo de Fran no fue un accidente, entonces sufriste un shock del que recién te estás despertando. – Ahora entiendo… Los médicos me deben haber dado sedantes, porque estoy en el aire. Hoy, cuando me desperté, tuve una alucinación: los zapatos de Fran estaban al lado de mis sandalias, junto a la cama. Y sentí que los tenía en mi mano. ¡Fue tan real! – Tranqui, ¿sí? Alejandra se levantó de la silla y se dirigió a la habitación de Alma. Los zapatos seguían allí, sobre la alfombra. – ¡Todo cierra! Esa HDP no se conformó con dejarte sola en tu estado. ¡Quiere hacerte pasar por loca para cobrar la herencia! Carina entró utilizando su propio juego de llaves. – ¿Qué hacés acá tan temprano? ¡Te dije que vinieras a las 8! – dijo, gritando. – ¿Pensabas ponerte los zapatos de tu hermano para ir a trabajar? – preguntó irónicamente Alejandra. Los pensamientos de Alma se aclararon en segundos. Tomó su teléfono, llamó al 911 y a su abogado. Alejandra tiró los tres juegos de llaves por la ventana. Estaban en el décimo piso. Carina no tenía salida.

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Luis Alfonso Martín Delgado

ZAPATOS BRILLANTES

Pensando en la propuesta de Federico, la primera idea que se me vino a la mente fue la imagen del limpiabotas del Café Central sentado a los pies de un cliente al que lustraba sus zapatos y la curiosa historia de sus cuentas de Tweeter, que recientemente han salido en prensa, y no sólo en la local.

http://verne.elpais.com/…/16/articulo/1424115216_766019.html

Paralelamente, recordé un relato de Cortázar que leí en la revista Cuadernos para el Diálogo allá por 1970, de cuyo texto no recordaba nada, pero cuyo título se me quedó grabado hasta hoy como una especie de mantra: Shine, shine, shoe-shine boy. Después de tantos años he encontrado un enlace para volver a leerlo. https://books.google.es/books…

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Finalmente, llegué al motivo central de mi referencia, un compañero de profesión que tiene la habilidad de visitar las obras con los zapatos relucientes y salir de ellas con el mismo brillo con el que entró. Puede deducirse de este hecho la intensidad del trabajo que desarrolla en dichas visitas de obra. Esté ejecutándose la cimentación o terminándose la pintura, el innombrable aparece con sus mocasines de marca impolutos a la salida, mientras los demás salimos dándonos manotazos en la ropa para eliminar los restos de materiales y polvo adquiridos en el recorrido de la visita y sin poder reconocer el color de los zapatos. Esto también puede dar una idea de qué me supuso colaborar con él en una dirección de obra, pero ésta es otra historia. Por suerte, pude decir a tiempo eso de “una y no más, santo Tomás”, y terminar con la posibilidad de “compartir” trabajo con él, librándome de tener que soportar el brillo de sus zapatos al lado de los míos llenos de barro, cemento o yeso. Supongo que algo de envidia habría en ello. Pero no era ésa su relación zapateril a la que quería hacer referencia, ya que, si no era suficiente la manía que ya le tenía por su insuperable caradura y su forma de despreciar a cuantos no habíamos tenido la suerte de ser ÉL, en un momento de tertulia nos confesó que uno de sus placeres era ir al Central a tomarse un buen café y a que el limpiabotas le lustrara sus zapatos. Creo que ésa fue una de las gotas que hizo rebosar el vaso de mi paciencia (que en realidad más que vaso es un dedal) y dar por imposible la recuperación de semejante individuo. El mero hecho de imaginarlo con su café, hojeando displicente el periódico, encaramado a la silla y sin dirigirle la mirada ni la palabra al tipo que postrado a sus pies se afana en sacar brillo a sus zapatos, me daba tal repugnancia que deseé tener a mano una guillotina prêt à porter, aunque fuera de un solo uso. Por suerte, la obra se terminó y no volví a tener con él más que unos pocos encuentros casuales, airosamente resueltos gracias a las enseñanzas que nuestros padres supieron darnos y nosotros aprender. No obstante, yo puedo decir con un cierto orgullo que desde que dejé de ser niño nadie me ha limpiado los zapatos.

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Diego Pascual

ZAPATOS

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Aquí un pequeño homenaje a los mejores zapatos No sé si los demás estarán tan ansiosos. No estoy tan joven pero siempre espero alguien me elija. Una vez tuve una habitación propia, sólo para mí. Sí que descansaba bien en ese lugar. Hasta olía bien. Hasta tenía alguien que se encargaba de cuidarme. Qué distinto es ahora. Acá estamos todos apretados y olvidados, se parece más a una cárcel que a una habitación. Cuando se abre la puerta no hay tiempo para nada. Primero se llevan a los más jóvenes, después a los adultos y por último a los veteranos si estamos de suerte. Los que son veteranos dañados ya no los elige nadie. Eso me apena, si supieran lo valiosos que son, los días de gloria que han tenido en el campo de batalla. Llegaron. Algo está pasando, la puerta se abrió pero no viene nadie, hay voces de niños si no me equivoco. Algo no está bien, no son los que vienen siempre. Salen los más jóvenes, −son tan brillosos y de tantos colores− bueno supongo que es la juventud. Ahí se fueron los adultos. Y ahora nosotros. Esperen, se van, ya no hay más nadie. Esto no puede ser; me han dejado otra vez junto a los veteranos dañados. No entiendo. Se cerró la puerta… Aguarden, acá están de nuevo. Es sólo un padre con su niño, pero están abriendo la puerta.

− Es éste, hijo. Es el mejor de todos.− Y me está eligiendo a mí; sí, a mí. Qué nervioso estoy. Esto va muy bien, combinamos perfecto con el niño, puedo sentir la química. A él se lo siente relajado y muy cómodo.

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Dedicado a mis amigos: Fullvence, Sportlandia, Sacachispas y a todos aquellos merecedores de este homenaje.

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Allá vamos, es como si fuera mi debut. Hace tiempo que no hacía este recorrido, hasta me parece más largo este túnel. Hay mucha luz y hay un estruendo que viene como una ola. Estamos por salir, nos empuja hacia atrás. Esperamos un segundo, tomamos fuerza juntos y salimos. Acá estamos, verde césped. Firmes y fieles al juramento: “ganar, golear y gustar”.

Firma: Puma Borussia

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David Haskel

ZAPATOS

Consuelo del hombre que quiso y no pudo volar. Lo cargan casi al ras del mundo, para que no pierda detalles, pero suficientemente protegido, aplacando el impacto, cerciorándose de que los rigores de la tierra no sean tantos. Están ahí siempre: resbalando en nuestros primeros escarceos con la vertiginosa posición erecta; en reposo mientras el hombrecito pasa horas eternas sufriendo junto al pupitre; dándole duro a la pelota para lograr la máxima conquista; tratando de domar nuestro mareo cuando damos las primeras rondas a una pista casi abrazando a casi una mujer que ya casi nos está rompiendo el corazón. En los días de trabajo duro, en los vagabundeos, en la soledad y la compañía, en la pena y el contento, están ahí: sosteniéndonos, apuntalándonos. “¡Vamos, vamos! ¡Que todavía hay mucho por recorrer!” De alguna manera los zapatos conocen lo que ignoramos: que hay que seguir andando, porque nunca se sabe dónde y cuándo se dará el último paso. Y que morir por morir, lo mejor es morir con las botas puestas.

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Alejandra Vitale

LOS ZAPATOS

Expresa cansancio de reiterarse en el lamento. Sufro, duele, creo que ya no puedo vivir así. Espero entienda de una vez, ya se lo dije tantas veces, cuántas más necesita. Los pensamientos vienen y como garrapatas se fijan en mi cerebro y chupan, qué, creo que sangre, porque quedo sin energía para sacar mi cuerpo de entre las sábanas. Quiero atrapar una y hay otra que se está prendiendo, voy rápido a ésa y una más, ya aferrándose a mi cuero cabelludo. ¿Algo más tengo que hacer?, dígame usted, imploro, rápido por favor. Una voz, un tono conocido, le da ilusión de no estar solo. Se pone ansioso, deseante de encontrar ahí algún sentido clave que lo alivie del dolor. Enérgicamente le dice, gaste la suela de sus zapatos, venga y hable. Es lo que hago, nada nuevo, refunfuña con gran decepción. Y de pronto en llanto. Usted me habla de zapatos, y yo los odio, son lo primero, con ellos comienzo el día. Son una amenaza de tortura al lado de mi cama. Los zapatos disparan las conversaciones y reproches interiores más atroces. Varias veces salvaron mi vida y hoy la destrozan desde el primer reflejo y me despertar. Había que sacárselos a los que dejaban de respirar, un calzado sano prometía sobrevida, los pies no se congelarían. Tan valiosos que alguno guardado me permitió una ración más de pan. Por un pedazo de cuero con cordones que le prometí esconder bien, clavaron una estaca a un compañero, no llegué a tiempo. Los zapatos hoy son mi prisión, pisotean esta cabeza.

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Mauricio Castello

ZAPATERO A TUS ZAPATOS

Durante los años locos en Chicago, Luigi pasó de canillita a zapatero del hampa. Había estado aprendiendo el oficio por puro placer. Trabajaba complementando al prestigioso sastre que había sido discípulo de Francesco Cristiani en el Viejo Mundo. Entre ambos fueron marcando la tendencia en el vestir de lo más selecto del hampa. Había sido el responsable del cambio de los zapatos altos con botones o polainas usados desde principio de siglo por zapatos de corte bajo y con cordones. Así fue como impusieron el uso de los de cuero, gruesos de punta alada con la característica distintiva del diseño en "M" perforado alrededor de la caja de los dedos del pie; de los oxford formales usados por la noche, con cordones cerrados, lo que significaba coser los ojales de los cordones por debajo de la empellada. El constante desfile por su taller del Don, Capos y Consigliere, sumado al ambiente relajado que habían creado y al tiempo que requería la toma de medidas y pruebas, hacía que los herederos de la Cosa Nostra hablasen libremente. Aconsejaba los de charol negro brillante a los maduros y los oxfords de cuero de dos tonos a las nuevas generaciones para lucirlos bailando el Charleston. Resultó paradójico que el mismo Luigi haya sido elegido por sus clientes para usar unos zapatos de cemento cuando faltó a la Omertá.

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Daniel Dionisi

RICARDO SORIA, MILONGUERO

Ricardo Soria, setentón, viudo, dos hijos, tres nietos. Alto, flaco, pelo negro artificial, casi azabache. Bancario jubilado y gestor en actividad. Radical sin convicción, solo por herencia genética. Hincha de fútbol, antes fanático y ahora apenas simpatizante de San Lorenzo. Milonguero. Si, por sobre todas las cosas, milonguero. Ahí, en la penumbra de la pista mágica y respirando el aire cargado de bandoneones, Ricardo Soria goza, es pleno, es hombre. Cada noche se planta frente al espejo y revisa que todo esté en su lugar. La camisa, casi siempre de colores oscuros, hoy negra, sin una sola arruga que altere su geografía lisa y simétrica. El pantalón a tono, con esa raya perfecta que solo logra la mano maestra de María Elena, la vecina que desde hace tiempo colabora para hacerle más llevadera esta silenciosa soltería de sus años viejos. Cuando comprueba que el vestuario está en orden, sube la mirada y se concentra en la fundamental tarea de acondicionar el pelo, la frondosa cabellera casi sin entradas que siempre lo acompañó. Tira un par de pasadas de peine y si es necesario hace un toque de la loción negra que le cubre la cabeza. Ahí sí que no negocia. Todas las noches Ricardo Soria chequea que la tintura sea la correcta. Todavía lo persigue el trauma de aquella calurosa velada del "Once Corazones" de Parque Patricios, cuando bailó una tanda entera con la ignominia de un arroyito negro surcándole la frente. Nunca más se animó a volver a esa milonga y desde ese día se ocupó de usar siempre tintura de la buena, la que no destiñe con la transpiración. Ricardo cuida los detalles y siempre deja para el final el momento clave del ritual de precalentamiento milonguero. El gesto que cierra la ceremonia. Todas las noches habla con sus zapatos, con esos tamangos añosos que heredó del padre. Porque Ricardo baila enfundado en los zapatos negros que le dejo el querido viejo. Y les habla. Como cuando la hacía morir de risa a Martita, la compañera de la vida. "¡Dejá de hablarle a esos zapatos, loco!" le gritaba ella a las carcajadas en los días felices. Hoy el silencio gobierna la casa, pero Ricardo Soria le sigue hablando a sus zapatos. Como una suave arenga previa al partido de su vida siempre les dice lo mismo. Antes de salir para la milonga les susurra "¡Hoy bailan solos y me llevan a volar!".

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Ricardo pisa la milonga con paso firme pero sin estridencia. Es un tipo discreto y elegante. Apenas llega empieza a cruzar miradas con las nuevas y con las de siempre. La mayoría de ellas lo buscan porque baila muy bien. Ya es hora de decirlo, Ricardo Soria es el mejor bailarín de las milongas del sur de la ciudad. Y todas, las jóvenes, las medianas y las pares quieren bailar con él. Una morocha de no más de treintaicinco lo mira fijo, sin código y Ricardo cede, la cabecea. Bailan una tanda de Fresedo y la piba es correcta, cumple con el reglamento, está a la altura, pero Ricardo no siente nada. La mina le cumple todas las señas pero le falta corazón. En el intervalo la morocha le muestra sus zapatos de tango, nuevos, carísimos. Le pregunta si participó de la clase de Peredo antes de la milonga y Ricardo, que la última clase que presenció fue en cuarto año del Mariano Acosta hace 62 años, piensa "¡uuuff, otra tanguerita de laboratorio!". Como es un caballero oculta el fastidio, la pasea por la pista durante otra tanda entera y se deshace de la piba con discreción. Se para en la barra y toma un vino. Todos lo conocen y lo respetan pero él es de pocas palabras, casi nunca socializa. Es un solitario que aborrece la soledad y aunque nunca lo diga y aunque nunca lo piense, sueña con una compañera. Una mujer grande, elegantemente enfundada en un vestido negro se apoya en la barra muy cerca del lugar donde Ricardo termina su vaso de vino. Cruzan una mirada fugaz. Pasa un rato y vuelven a mirarse. Ricardo cabecea, salen a la pista, se abrazan y empiezan a rodar. Enseguida se entienden. Ricardo la lleva con sabiduría y la mujer responde. Un mínimo toque con el índice en la espalda y ella va para ahí, un freno y ella gira, un suave acercamiento con el pecho y ella retrocede. Cuando termina la tanda se quedan parados uno frente al otro, se miran, la mujer del vestido negro habla con la mirada y Ricardo sabe leerla. Apenas cruzan unas palabras de austera presentación. Ella se llama Beatriz. En la segunda tanda Pugliese invade la pista. Ricardo y Beatriz acortan distancia, bailan los cuatro tangos cara contra cara, piel contra piel. Levantan vuelo. Cuando se vuelve a callar la música, respetuosos de los códigos de la milonga, se separan pero ya saben que en lo que queda de la noche van a tener pensamientos cruzados. No tarda en llegar el baile pendiente. Ricardo se acerca y cuando Beatriz se levanta para acompañarlo a la pista, por primera vez en la noche le mira los pies. Beatriz calza unos viejos zapatos desangelados de taco corto, de un color café con leche, totalmente divorciado del negro de su vestido. Pero lo que más llama la atención de Ricardo es que el zapato derecho luce una costura deshecha, un grosero descuido alejado del elegante porte de Beatriz. Ricardo se conmueve. Detrás de ese detalle de los pobres y heridos zapatos imagina una realidad difícil. Intuye a una mujer abandonada y necesitada. Sospecha de una dura lucha para

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afrontar la vida. Su pensamiento se solidariza con la compañera de baile. Impactado, baila toda la tanda compungido y a la vez siente un deseo casi sexual de protegerla, de abrazarla más allá del tango, de llevarla por todos los caminos y mostrarle que hay una vida plácida con la sola exigencia de mirarse con ojos transparentes. Ricardo cree que esta vez los zapatos del querido viejo lo llevaron a volar por el cielo justo. Sólo quiere cuidar a esa mujer que tanto lo necesita. Los últimos compases anuncian el final de la milonga. Ricardo, todavía conmovido y Beatriz, serena, salen a la par y disfrutan el viento fresco de la avenida. Con gracia juvenil Beatriz se sienta en el borde de un cantero y de esa bolsa que siempre acompaña a las milongueras saca un reluciente y modernísimo par de zapatos negros con detalles plateados que combinan perfecto con su vestido. Mientras cambia de calzado levanta el viejo zapato descosido como si fuera un trofeo, lo mira a Ricardo y le habla con una sonrisa brillante acompañada de un guiño cómplice. "Éstos bailan solos y me hacen volar. Eran de mi viejita que se fue de gira hace poco. Le dejo la costura descosida porque me ayuda en ese giro que tanto te gustó, ¿no, Ricardo? Tengo el coche a la vuelta, ¿te llevo?" Ricardo suelta una carcajada incomprensible para Beatriz, la toma de la cintura y se van por una calle empedrada juntos, bailando la milonga de la vida.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 22 DE FEBRERO DE 2015


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