EL CARNAVAL EN VENECIA

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EL

CARNAVAL EN

VENECIA


Portada Luis Alfonso MartĂ­n


EL

CARNAVAL EN

VENECIA


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CONSIGNA DEL DOMINGO 30 DE NOVIEMBRE DE 2014 Tema

TÚ, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

Ponente

MERCEDES ANTÓN CORTÉS

Imagínate en el carnaval de la Venecia del siglo XVIII. Imagina tu disfraz, tal vez una pequeña historia, un fugaz momento, o simplemente una pequeña fantasía en relación con el asunto. Y si es una experiencia personal, mucho mejor. Pero tiene que ser del siglo XVIII. Buena semana para todos.

Mercedes Antón

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PROPUESTA DE ORDEN DE LECTURA DE LOS TEXTOS RELACIONADOS

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Daniel

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Guillermina

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Horacio

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Cecilia

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Amelia

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Antonio

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Luis Alfonso


A felicidade do pobre parece a grande ilus達o do carnaval. A gente trabalha o ano inteiro por um momento de sonho, pra fazer a fantasia de rei ou de pirata ou jardineira, e tudo se acabar na quarta-feira Tristeza n達o tem fim. Felicidade sim

A. C. Jobim

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Daniel Goldenberg

TÚ, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

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« [...] de aquellas máscaras y sofocado por el ardor de la muchedumbre, dejé atrás las galerías y me dirigí hacia los límites inciertos y nocturnos de la Piazza; a la búsqueda de una bocanada de aire fresco. Un grupo de cuatro robustas matronas, harto engalanadas de oros y de platas, interrumpían mi paso con sus voluptuosas generosidades desplegadas al unísono. Sin detenerme, intercalé entre algunos giros de contradanza, una exagerada reverencia; haciendo volar mi tricornio por los aires, para atraparlo en un fingido malabar, antes de que las húmedas baldosas se dejaran acariciar por el negro paño de mi sombrero. Las rollizas damas respondieron a mi magia como el Mar Rojo a Moisés, y un coro de vulgares risotadas hicieron hizo las veces de la mar rompiente, celebrando mi gracia con sus pañuelos de encaje. Continué con paso ágil hacia la columna de San Teodoro, descansando unos instantes sobre el tercer escalón del basamento, de cara a la multitud. Colándose entre los sones de la música, el débil murmullo de un llanto me acorraló por ambos flancos. Me incorporé de inmediato, y caminé rodeando la columna hasta su antípoda, en donde una grácil silueta de mujer, recostada sobre los escalones, sollozaba de cara al Gran Canal, bajo una máscara de plata. Me senté a su lado, rozando su hombro con el mío, sin que ella pareciera sorprenderse de mi atrevida presencia. A excepción de sus ojos, ninguna otra región de su anatomía se encontraba expuesta a la vista: la máscara velaba su rostro desde la frente a la barbilla, los hombros y el pecho estaban celosamente resguardados por un capote dorado y la piel de sus delicadas manos, apagada por largos guantes de seda negra. La gracia de sus formas sugería las bondades de la juventud, aunque bien habrían podido anunciar los contornos de una belleza madura, mas no marchita. Pensé en desplegar suavemente mis alas verbales, y convencerla en un instante de quitarse la máscara de su rostro, pero sin saber la razón, no

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Fragmento manuscrito hallado en la biblioteca del castillo de Dux, en Bohemia, atribuido a Giacomo Casanova, bibliotecario bajo la protección del Conde de Waldstein, desde el año 1785 hasta su muerte en 1798, no incluido en sus memorias.

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pude hacerlo. Las palabras se negaban a mi lengua como jamás se habían negado. Permanecí paralizado a su lado por el hechizo de incontables minutos. Sin apartar la vista de la negrura del canal, la mujer tomó mi mano, entrelazando sus dedos con los míos con extrema dulzura. Un rayo atravesó por su eje todo mi ser, iluminando los rincones más oscuros y tenebrosos de mi alma. Una idea fugaz se hizo clara en mi mente como los fuegos de la noche, vislumbrando aquella imagen de mujer en el espíritu femenino del Todo. En su anónima figura se contenía la completa eternidad de las mujeres que fueron, de las que eran ahora y de las que aún habrían de ser. Las almas de las bellezas que había poseído y de las que habría de poseer, me ofrecían, sin compasión y en una única mano de mujer, aquel extraño sentimiento que me era esquivo dar y aceptar a cambio tras haberlas hecho mías. Esa habilidad amputada de mi ser que me impedía amar y ser amado, más allá de las fronteras de la conquista, se abría a una sensación de plenitud que jamás había experimentado, y que imaginé en ese instante precioso, como la percepción de la verdadera dimensión del amor humano; de un amor absoluto como jamás volví a gozar, frente a centenares de rostros y nombres descubiertos de máscaras [...] » 2

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Es ficción, de mi autoría. Aclaro para los que tienen vocación de crédulos.


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Guillermina Silva D’Herbil

YO, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

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El aire cargado de perfumes y de los aromas pesados de los aceites de las lámparas, era para mí casi irrespirable. Las enaguas se enredaban entre mis piernas, el corsé lastimaba mi piel y mi carne y la capa de dorado brocatto me pesaba sobre los hombros, casi tanto como su ausencia. Detrás de mi máscara plateada no dejé ni un minuto de buscarlo entre la multitud. Dentro de la sala principal del palacio, los cuerpos bailan acompasados, rozándose las pieles y las carnes, amparados en el supuesto anonimato y la impunidad que brindan las máscaras. Mis ojos siguen buscando entre el humo y el calor de los cuerpos. De pronto, detrás de una máscara blanca y negra y debajo de una capa de pesado raso negro, adivino su presencia. Pero... ni está solo ni me está buscando. Sus brazos rodean un delgado cuerpo enfundado en brillante rojo, el pelo también es de fuego y un antifaz dorado deja ver sus labios, de color negro. Ahora sí me falta el aire y necesito salir. Afuera el aire es helado y las estrellas brillantes titilan en el cielo. Corro atravesando la Piazza, y tres rollizas madonas, que adivino están ebrias, lanzan sus carcajadas sin sentir el frío en sus brazos desnudos. Corro y no me detengo hasta llegar al Gran Canal. La luna llena de febrero, está saliendo sobre el mar y brilla formando un camino de plata. No puedo contener mis sollozos, y siento que alguien se acerca.

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Inspirada en Daniel Goldenberg.

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Un hombre se sienta en silencio a mi lado, su hombro rozando el mío, y después de unos minutos, mi mano busca la suya. Siempre en silencio, nuestros dedos se entrelazan y a través del encaje de mis guantes, algo pasa. Nos acariciamos largamente antes de vivir la más perfecta noche de amor.

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Horacio Tort

YO, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

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Debo reconocer que la incomodidad y falta de originalidad de estos disfraces, todos de pesadas capas y antifaces similares, se ve compensada con la posibilidad que me da de esconderme de ella. Mi única salvación es desvanecerme entre la multitud de nobles y plebeyos mezclados en el festejo de este carnaval, creado justamente para eso. Y no me escondo porque no me guste, sino por todo lo contrario. Lo hago por miedo a enamorarme. Ella es todo lo que un hombre puede aspirar de una mujer, bella, de hermosa figura, una gracia y simpatía sin par, inteligente, culta, educada en palacio. Sólo un defecto tiene y es que pretende casarse. ¡Una locura a mi edad! Cómo se le ocurre en pleno siglo XVIII exigir un compromiso formal y una vida a su lado plena de fidelidad. Sólo a mí me pasa esto de conocer, y casi enamorarme, de la única mujer casta y pura de todo Venecia. Mejor apartarme de su vida, esconderme, desvanecerme sin dejar rastro. Ya el tiempo se encargará de que ella me olvide. Y confío también en que me ayude a olvidarla. Bueno, claro, el tiempo y esta pelirroja encantadora que sólo quiere pasarla bien en estos carnavales para después volver con su marido, el Barón de Montesquieu.

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Relato encadenado al de Daniel Goldenberg y Guillermina Silva D’Herbil. Se recomienda leerlos en ese orden.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

YO, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

Estoy sentada en la butaca orejera. Me acabo de tomar el té y las tres galletas maría, No sé qué hacer, mi convalecencia ha alterado mi rutina; desaconsejable ejercicio físico durante mes y medio. Me acuerdo de la consigna lipeña; voy a coger mis acuarelas y hacer una mancha multicolor y sacar de ahí un personaje de carnaval. Me inspira escribir sobre una figura que aparece al azar, me da alas. No me apetece pintar, creo que he visto ya demasiadas máscaras y vestuario de carnaval; tantas, que alguna que otra ya ha caído en mi cuerpo. La tele sigue encendida. Me agobio con el programa de la 1, voy a buscar una película... Sí, están emitiendo una película muy buena. Me tumbo cómodamente; he pasado de la butaca al sofá. Qué bien estoy, esto era lo que me pedía el cuerpo. Duro poco en este estado, no consigo concentrarme en la película, miro pero no veo. Vaya tardecita, mi cabeza no para de emitir imágenes y conversaciones. Me acuerdo de mi madre: para acallar la mente, mira a un punto fijo y verás cómo te quedas dormida. Son las seis de la tarde, intento relajar mi cuerpo y mirar fijamente a la pantalla, esto funciona. Pienso: me gustaría transformarme en partícula y meterme dentro de la pantalla. Me levanto y tropiezo con un zapato y caigo hacía delante. Me sorprendo al ver que la pantalla crece enormemente. Estoy metida en un remolino de motas y me precipito con ellas al interior de la imagen. Las partículas revolotean a mi alrededor, son tan pequeñas que no puedo ver nada, es como una niebla espesa. ¡Puedo estar en cualquier parte! Estoy en otro mundo, aquí hay otras leyes... cuanto menos espacio ocupo más rápidamente me muevo. Me pregunto cuál es mi destino, dónde acabaré. Salgo de la pantalla. Caramba, qué viaje tan rápido. Son las seis, el viaje no ha durado nada en absoluto, el tiempo se ha congelado, mi transformación en partícula cuántica me ha permitido viajar a la velocidad de la luz.

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Me tapo los oídos, el tumulto es espantoso. Ya conozco este lugar. Es carnaval, creo que estoy soñando. No, no es ningún sueño, estoy aquí, en Venecia en el siglo XVIII, en pleno apogeo del carnaval. Todos se conocen. Unos llevan elegantes trajes llenos de adornos brillantes, tejidos maravillosos confeccionados primorosamente. Sombreros llamativos con adornos florales. Máscaras con diseños originales. Otros llevan sólo una máscara, son los de clase más humilde; los ricos con los pobres, los nobles con los villanos. También veo alguna orgía sexual que otra. Me extraño al ver como fornican los ricos con los pobres. No hay ricos ni pobres, todos son amigos, lo único que les diferencian son sus máscaras, por dentro todos son iguales. Una fiesta de fraternidad. Estoy viendo el escenario desde un rincón, alejada del tumulto. Alguien descubre mi presencia y se aproxima, lleva máscara con incrustaciones en oro, su cuerpo está emplumado con un traje multicolor, intuyo su gesto de desconfianza hacia mí, me mira como una intrusa, sospecha que estoy conspirando un plan. Siento que la multitud me persigue, no comprendo. Recuerdo haber visto muchas imágenes de disfraces y máscaras y me sentía vestida con dicho atuendo, integrada en la fiesta. Salgo corriendo, y bajo el puente de un canal iluminado por una antorcha, me reflejo en la superficie del agua. Me avergüenzo, veo mi cuerpo desnudo, sólo el contorno estaba dibujado por una línea continua, mi cara con líneas angulosas, un antifaz y un sombrero. Son las seis de la tarde, estoy viendo un libro sobre Picasso y el dibujo. Me encanta, está encima de la mesa y no pasa un día sin que lo abra por alguna página y me quede extasiada con alguno de sus dibujos. Comparto éste que me apasiona con mis amigos lipeños.

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Eduardo Mizrahi

MISTERIO EN VENECIA

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Hay quien cree que Venecia no existe. (Yo les digo que sí.) Estuve una vez en esa ciudad de ensueño, de magia, de misterios indescifrables. Había llegado yo de la zona de la Toscana, de Firenze, donde había podido procurarme el sustento de manera digna como pocas veces en la vida, trabajando. No es que me sea demasiado grato, pero debo reconocer que la vida es dura para quien nace en la pobreza. Existen varios destinos posibles para mantenerse dentro de la ley y a la vez no ser humillado hasta el hartazgo... (Ni el clero ni la guerra son lo mío.) Fui forzado a la servidumbre, al escarnio, al desprecio. Encontré consuelo en el saqueo de los talegos de los pudientes, los impíos, los explotadores... Pagué mis errores con sangre: diez años estuve sin ver la luz del día. (Esa humedad... esas ratas...) Vagué de aquí para allá al abrírseme las puertas del presidio. (Pasé frío, hambre, soledad, locura...) Recalé por fin en una obra en construcción y la sorpresa... necesitaban un constructor (más) por mendrugos a la carta.

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Fui feliz mientras duró. (Mi estómago no chirrió de hambre.) La cruz del campanario que coronaba la iglesia se elevó con firmeza rumbo al cielo... (¿O debería decir el infierno?)

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Finalizada la construcción de la infamia, volví a las desventuras de la indigencia. Para no perecer ni robar me escondí en una carreta que transportaba víveres, rumbo al norte. (No fui descubierto.) Llegué por fin a la ciudad que imaginamos y nunca vemos, la mágica... Venecia. Convencí al gondolero con mis súplicas, mis quejidos, mis lamentos... sin ceder a sus instintos carniceros. (No fue una empresa sencilla... tal vez mi perfecto recitado de Virgilio haya colaborado. Aunque no puedo estar del todo seguro, ya que el gondolero no emitía sonido alguno... se limitaba a escupir con parsimonia y puntería excelsa el tabaco pringoso que con fruición mascaba.) Y fue así que desembarqué en una plaza magnífica, bella hasta el dolor, inenarrable como el misterio... el misterio de Venecia.

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Y me perdí entre la gente, los aromas de la feria, el incienso, los perfumes de pescado y los pimientos, el bullicio... De golpe y porrazo me encontré en un patio interno que se abría a la vista luego de pasar bajo una arcada fantasmagórica, inquietante... (Y estaba más solo que Jesucristo en la iglesia.) Y empezaron a brotar las palabras, los números, las letras...supongo que eran los antiguos caracteres que utilizaron los patriarcas de los hebreos para nominar lo innominable y desempolvar el espanto de lo inaccesible. Lo innombrable y nefasto se corporizó frente a mí y se apoderó de mi completa percepción, mi voluntad, mi discernimiento. Salí de ese patio secreto con una máscara rumbo al Carnaval de Venecia... El resto es historia conocida.

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Horacio Petre

NOCTURNO

Un agua densa y negra, como el oprobio. Un veneno pesadísimo, que atrapa mi remo, apenas puedo deslizarme por el canal. Las gentes se agolpan. De lejos las veo acercarse a Piazza San Marco. Mis brazos exhaustos siguen luchando, esa masa oscura y húmeda no me deja escapar, me atrapa como la memoria... Creo desfallecer, quedarme aislado en la negrura sin llegar; pero las luces y las risas, los ruidos de los disfrazados azuzan mi deseo y algo nuevo renace en mí. Alcanzo a distinguirlos... Arlechino, Pulcinella, Doppia Face, Pierrot, Scaramouche... varias veces repetidos, y otros tantos anónimos todos habitados por quién sabe quien, tantos perdidos en lo insondable... Y yo aún aquí, lejos de la Piazza, y este abismo que me atrapa y no me deja acercarme. Ya se escuchan las fanfarrias y fuegos de artificio, ya las gentes ebrias se pierden por completo huyendo de sí mismos y todo ese ajetreo no hace sino motivarme aún más, con un deseo desaforado. Ya logro escaparle al abismo, ya atraco muy cercano a donde todos se agolpan. Dejo mi góndola, y preparo mi máscara. Para ir. Y zambullirme. Para fundirme en eso otro, un estallido. Perderse en el otro. Y después nada.

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Cecilia Gómez Nale

TÚ, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

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Cada día en una cama distinta, gozando de las mieles de jóvenes viriles y potentes. Buen bailarín es buen amante. Y la juventud es garantía de placeres extendidos, hasta que se ponga el sol y, nuevamente, a los bailes. A buscar carnes tiernas y miembros fuertes, que satisfagan mi sed de romances y de hombres rendidos a mis deseos. Después de todo, ¿a quién se le ocurre casar a una doncella joven con un filósofo decrépito, que por más ilustración e ideas ignore a una mujer en su esplendor? Sobre todo, porque dicen que en estos carnavales es posible encontrar al más feroz de los amantes, al más soberbio, al más grande: Giacomo Casanova. Y si mi olfato no falla, tengo por seguro hallarlo; debajo de alguna máscara o detrás de un disfraz de arlequín. Dicen que lo desvelan las pelirrojas y pocas cabelleras reflejan tanto el rojo como la mía; resaltada aún más por el vestido carmín, mi piel de marfil y mis labios pintados de negro que contrastan con el verde de mis ojos. Labios y ojos es lo único que revela la máscara dorada. Sonrío con delicadeza y falsa timidez al joven de capa negra y máscara negra y blanca que me toma de la cintura y me hace volar entre la multitud del salón de baile del palacio. Es muy joven para ser Casanova; pero seguramente sea un buen amante. Solo restan dos noches antes de que finalicen los carnavales. Y Charles ya tiene decidido que en abril nos establezcamos en Inglaterra.

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Inspirado en Daniel Goldenberg, Guillermina Silva D’Herbil y Horacio Tort.

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Amelia Molina Burgos

YO, EL BARON DE MONTESQUIEU

¡Míradla! Destellante rubí es su pelo, almendras apenas nacidas envueltas por el terciopelo que aún las encierra, sus ojos. ¡Miradla! Lo único que no engaña y la refleja con certeza son esos labios negros de boa constrictor. ¡Miradla! Danza enmascarada, pálida y voluptuosa, haciendo sucumbir a muchachos imberbes, hechizados por el brillo barato de su pelo, ajenos al veneno que destila su talle de niña perversa. ¡Miradla! Ignorante del asco que me provocan los senos insolentes que se asoman a su escote. ¡Miradla! Cegada por ella misma y por la luz de las velas que alumbran el que será su último carnaval. ¡Miradla! Como cae, herida de muerte por mi puñal en su espalda, contra el pecho del joven de ojos ausentes. ¡Miradme! ¡El Barón de Montesquieu! Moviéndome por fin libre entre vosotros, embozados tras vuestras vulgares capas como perros en celo. La oscuridad de la noche me ampara, se acabó vuestro carnaval: ¡Ahora comienza el mío!

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EL BARON DE MONTESQUIEU

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Antonio Lendínez Milla

YO, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

Me sentí no reconocido, era lo que pretendía: no sentirme identificado por las miradas de la gente. No percibir siquiera el juicio escrutador y calificativo de aquella sociedad veneciana que tanto detestaba. Hipócrita e interesada. Nada más adentrarme en la entrada sentí el calor que daban todas las chimeneas del palacio encendidas. La música de un cuarteto: piano, chelo, viola, y violín, se escuchaba en las estancias, desde el salón principal. Un sutil aroma de incienso oriental se percibía al respirar en las habitaciones. Hombres y mujeres ataviados con los más fastuosos trajes. Galas que hablaban de la riqueza del comercio de la que vivían, gente de la aristocracia de la ciudad. Me adentré en aquel lugar deteniéndome por los salones, mirando los vestidos y máscaras de hombres y mujeres todos con su antifaz; representando lo oculto, lo que no se quiere mostrar. Era la noche de la apariencia y el engaño. Todos fingían ser lo que no eran. Era la fiesta en la que parecía interpretar la farsa de la vida. Representando un papel que no era el suyo. Impostando hasta sus propios sentimientos, reprimidos y contradictorios. A tenor de lo que a mi vista se ofrecía, Una sociedad en su más mezquina impresión. La fastuosidad de la hipocresía. Sentía como si se representara la farsa de la vida misma. La mentira de una vida sin sentido. Una sarcástica mascarada. Seguí buscándola en cada rostro de mujer, su porte la distinguiría, sabía que estaba allí, no podía faltar. Estaba seguro que la reconocería. En una esquina del Gran Salón, donde tocaban los músicos, un grupo de mujeres, damas adineradas por sus ricos vestidos, joyas y brocados, reían y conversaban. La vi allí. Su porte esbelto, el color de su pelo, su piel blanca y tersa la distinguían. Su disfraz y máscara no podían ocultar aquella gracia natural que la distinguía. Decidido, y seguro de mi mismo, me dirigí hacia ella. Me miró a los ojos sin reconocerme, la máscara y el disfraz no me delataban. Sabía que el baile le gustaba, y me había preparado tomando clases para la ocasión. No le desagradaron ni mi porte, ni mis palabras de invitación al baile. Al ritmo de la música bailamos silenciosos, indagándonos en las miradas. Sentí cómo en el ir y venir del baile, en los quiebros de aquella música, nuestros cuerpos se alejaban y acercaban. El tacto de su piel cálida mostraba en su firmeza amante, que mi baile le encantaba. La satisfacción era mutua. Sentía cómo su corazón gozaba. Su perfume al acercarme, muy sutil, a mi sentir se hacía intenso. Notaba el transpirar

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de su carne, cuando el ritmo de los músicos permitía nuestro encuentro. Noté al terminar el gozo en ella al concluir la danza. Apartándonos a un lado, continuamos hablando. Mis palabras fueron dulces, elogiosas a su encanto y belleza. Gozamos de la conversación. Nos recreamos en mutua alabanzas. Entonces, cuando desperté su interés, comencé a hablarle de mi amor por ella, de que hacía tiempo que la quería secretamente, que no me había atrevido a acercarme y hablarle, por mi carácter, a veces inseguro y tímido, fruto de la lectura y el estudio de la literatura, filosofía y de las artes, que tanto me complacían. Fue entonces cuando ella, intrigada y curiosa, quiso que le dijera quién era yo. No me reconocía, pero le resultaba tremendamente atractivo por mis palabras, y por el cariz tan ameno que la conversación había adquirido en aquella fugaz hora. Me pidió que le dijera mi nombre, no podía resistirse a saber de verdad quién era yo. Entonces me quité la máscara del rostro. Desnudo, con el corazón abierto, tal cual le había hablado me mostré. Al reconocerme, su sonrisa y alegría se quebró. No tenía nada mi cara que pudiera dar lugar al rechazo que sentí en aquel momento. Tal vez fuera mi juventud, lo que la inquietaba; estaba desconcertado. Quedó inmóvil por unos instantes. Su cara se descompuso. −¿Qué te sucede, te sientes mal?– Le pregunté. Calló, se dio media vuelta. Quedé atolondrado. Comenzó a andar, como si huyera de mí. No entendía nada. Aquella reacción, ¿a qué obedecía? La llamé por su nombre, pero salió corriendo y se perdió entre la gente. La perdí de vista, la busqué desesperadamente. Salí a la Piazza a la que daba el Palacio, sentí el frío y la humedad de la noche y del canal. La luna rielaba en las aguas oscuras de la charca. Acerté a ver su figura alejándose, cómo se acercaba al fuste de la columna, que centraba la plaza y se sentaba mirando a la neblina que avanzaba por el canal. Dudé qué hacer ante aquel rechazo. No quería importunarla. Decidí acercarme, porque quería esclarecer todo aquello, saber a qué obedecía. La quería demasiado para dejarla marchar así. No había explicación. ¿Qué podría haberla importunado? Necesitaba saberlo. Me aproximé hacia donde estaba sentada. Sentí su llanto, en el silencio de la Piazza. Pero, al acercarme, vi que junto a ella, hombro con hombro, un hombre parecía tomar su mano y comenzaba acariciarla.

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Aitor Arjol

CARNAVAL DE OTRA VENECIA EL ESPANTADOR DE ESPOSAS

No todo son canales ni vericuetos ni góndolas. No siempre hay remero que aclimata la sensibilidad de la mujer que lo pasea con una insondable canción de amor. No siempre son lineales historias de parejas felices que, después de unirse en santo y confuso matrimonio, van a adorarse entre los canales de Venecia, y en menos en mes de carnaval. No todo don Juan Tenorio escala balcones, pleitea bóvedas y se esconde entre puente y puente con primor. Pues yo conozco el caso de otro galán, que de veneciano no tenía nada excepto lo pajarero y contador de féminas. Que no se apellidaba Médici ni por asomo ni era primo de los Borgia ni catalejo de Lepanto. Se llama Antonio. Más conocido como el "espantador de maridos". Bebedor consumado. Pastor de rebaños en su tiempo más devoto. Buen cazador de liebres con el arte del lazo y auscultador de baldíos en busca de jabalíes que hociquean por los páramos cercanos. Y en todo, y con todo, y con permiso del párroco y las tardes de tejer, de tan abundante labia, tan ajustada palabra y buen citador de refranes y versos del siglo de Oro que, con abundante canal de aguas con rima, se trajinaba a una y otra mujer, aburrida y dejada de la mano de dios en las casas, por parte de sus descuidados esposos, de natural viajantes, carreteros, talabarteros, militares, funcionarios de capital o cualesquiera profesiones que exigiera faltar al lecho conyugal durante un tiempo respetable. Ahí estaba el espantador. Antonio el de la pica larga. El de la tranca más afamada de todo el cerrato. Para colmo de ausentes y goce de presentes. Carnaval bien macho, pero nada que ver con Venecia.

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Viviana Goldman

TÚ, EN EL CARNAVAL DE VENECIA

Ja, ja, ja… no me encontrará. Correteando entre pesadas faldas, me escurriré hasta llegar lejos. No volveré a trabajar entre calderos, encendiendo brasas, cargando carbón. Mi tamaño me lo permite. Logré desatar el lazo que me esclavizaba. No seré más su lazarillo. Agradeceré por siempre tanta bondad, de haberme recogido y protegido. Pero el costo es alto. No resistiré una vida de lacayo en palacio. Nací para ser libre, lejos de estas inmundas aguas que todo lo inundan; esta humedad oscura que cala los huesos. Ya tengo edad suficiente para hacer los favores a una bella dama que aprecie mis dones naturales y juntos huiremos de esta farsa. Este eterno carnaval.

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Mercedes Antón Cortés

¡Qué inocentes!, creen a buen seguro que soy un hombre viejo y decrépito, subsumido por la edad. Nadie puede imaginar un disfraz que te menoscaba. Sólo he dejado mis zapatos de terciopelo y oro como muestra de mi mismidad, esa necesidad de ser descubierta. Supongo que mi padre no imaginará que lo sigo, que voy tras sus huellas, descubro sus pasiones, esa desaprensión de su carácter bajo su disfraz de fraile. Mi madre en cambio lleva toda su pompa en forma de capa y pelucas doradas, es ella misma también en carnaval. Mis hermanos, mis amigos… a todos descubro sin que nadie me suponga bajo mi supuesta ancianidad. Necesito seguirlos, intimar con ellos, saber la realidad de este mundo que habito, de esta Venecia que discurre como sus aguas, oscura cuando no es carnaval.

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Diego Albé

SUEÑOS

Entré decidido a la librería. Hacía tres noches que soñaba con ese maldito volumen de Piranesi. La empleada consultó en la computadora y me dijo que lamentablemente aún no figuraba en la lista de disponibles. A pesar de mi desilusión, le agradecí su preocupación y, ya que estaba en el lugar, bajé al subsuelo para curiosear en mi sector preferido. Ya conozco de memoria los colores de los lomos, el olor de la tinta fresca que despiden las novedades, la altura en donde se encuentran aquéllos que jamás voy a comprar, como el Leonardo Da Vinci de Johannes Nathan. Pero me encontré frente a frente con un libro de Phaidon, Canaletto, el célebre artista que retratara lo que hoy compone el icono colectivo de la Venecia del siglo XVIII, sus mercados y sus costas, su clima festivo y su fascinante arquitectura. Armado con la confianza que me otorga el hecho de ser un asiduo visitante y la práctica de sostener una mirada franca ante un pedido, me llevé el libro de Cristopher Baker a la proximidad de la confitería del lugar, para difrutarlo tomando un Earl Grey y Brahms de fondo. Una sensación de saciedad espiritual me invadía al tiempo que el té y Brahms jugaban con mis deseos de eternizarme en ese libro, en el mar de esa taza, en el cuidado murmullo de quienes se entregaban voluntariamente al abrazo de miles de autores que acariciaban desde la soledad de los estantes. Mi vista recorría en detalle cada pintura mientras un inexplicable y a la vez embriagador sopor invadía mi estancia. Mis piernas se estiraban como si fueran partes de otro cuerpo y antes de dormirme cabeceé con brusquedad. Mis ojos no daban crédito a lo que me rodeaba. La Piazza llena de gente que detrás de sus máscaras animaba sus almas al disfrute y al olvido. Los canales y la herrumbre llorada por peces de bronce. Como una inmensa jauría de perros amables, la multitud me cercaba sin prestarme atención y a la vez salpicarme con la enjundia de sus deseos. La exultante Venecia del Siglo XVIII me rodeaba, indefenso. Sentí incomodidad y confusión. Una densidad invadía el aire con la pútrida humedad de los canales. Entonces, cuando estaba a punto de echarme a correr para escapar de todo aquello, la vi. Si figura esbelta se despegaba del entorno con la facilidad de un pez untuoso. Vestida de un negro inquietante, su cuerpo estaba enteramente cubierto, lo que hacía que sus cabellos rubios le dieran un aspecto siniestro y amable. Un antifaz bordado con hilos dorados como su pelo cubría su rostro casi en su totalidad. Pero entre el abismo de su vestido y el apenas visible brillo de sus ojos, vivía el universo de su cuello. Nunca había visto algo semejante. Poblado de la cantidad exacta de tendones, sentí

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unos irrefrenables deseos de besarlo, tocarlo y hasta destrozarlo a dentelladas. Pero solo atiné a acercarme más y allí fue la perdición absoluta de los sentidos para conocer un nuevo mundo. Un mundo en el que no existe otra mujer más que como ella, exhale en un suspiro la frescura de mil campos. Logré ver el verde ambarino de sus ojos rasgados. Mis ojos caminaron su cuello hasta donde nacían sus senos nerviosos, movidos por la agitación como un ciervo joven. Sentí que ya nada existía. El carnaval desaparecía como escarcha entre aceite hirviendo y la multitud se deshacía como un gobelino en un incendio. Cuando sin hablar acerqué mi boca a la suya y mi virilidad estrangulaba cada poro de mi cuerpo, el ruido del pesado volumen en el piso me despertó y me vi nuevamente en la librería. Estaba sudado y confuso. Dejé el libro y el té con fastidio y me fui rápidamente del lugar. Caminé por Florida con la angustiante sensación de extrañarla. Me reía como un enajenado, no pudiendo creer sufrir por una mujer que no sólo no conocía sino que era producto de mis sueños o peor aún, de una incipiente locura. Aún con la sonrisa surcando mi rostro por no querer creer lo que estaba por hacer, volví a la librería a buscarla, con la asqueante sensación de sentirme alienado. Al cabo de unos minutos en los que recuperé en parte la cordura, creí necesario abandonar el suceso buscando entre las voluminosas ediciones de Leonardo. Al levantar la vista por encima de la pesada edición, vi su cuello y su rostro sin máscara. Mi corazón se detuvo y mis pies creyeron hundirse en la ciénaga de mi locura. Sin notar mi sorpresa y mis nervios, se acercó con sus cabellos dorados y su mirada antigua, y desde el fondo del bosque de su voz me preguntó algo sobre el orden de los libros y su dificultad para encontrar a Piranesi. Después de intercambiar algún comentario y custodiados por la serena majestuosidad que otorgan miles de libros, compartimos una quiche y dos cafés y supe que era ella. Al año viajamos juntos a Venecia. Nunca fui tan feliz como la tarde de carnaval en la que le quité el antifaz y le dije que la amaba. Su cuello es hoy el lugar en donde entre besos, encuentro la paz más absoluta. Una paz que no conoce máscaras, ni mentiras, ni cordura.

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Mariángeles Soules

CARNAVAL VENECIANO SIGLO XVIII

Brunetta tenía dieciséis años. Era hija de Tomaso y Caterina, un matrimonio de comerciantes, y ya hacía dos años la habían casado con Rocco, el hijo del Conde Donatello. Vivían en Venecia en el año 1754. Por supuesto que era una chica callada y muy triste por el hecho de haber contraído matrimonio con apenas catorce años y con un muchacho desagradable, mal oliente, prepotente, avaro y al cual, por supuesto, no amaba, pero había sido un arreglo entre los padres de ambos sin consultar a ninguno de los dos si estaba o no de acuerdo. Tomaso y Caterina pensaban que era un modo de subir de statu social al casar a su hija con un futuro Conde y para Donatello era un gran alivio que su hijo se casara con Brunetta, para intentar perpetuar su descendencia, ya que su hijo, además de ser completamente desagradable, era homosexual. Por supuesto que a pesar de que muchas noches habían dormido en el mismo lecho, Rocco jamás había intentado siquiera tener relaciones con Bruneta, pues el sólo hecho de pensarlo le daban náuseas. Bianca, una amiga de la familia de Rocco, al ver a la chica tan infeliz, intentó acercarse a ella y llegaron a entablar una hermosa amistad, por lo que solía vérselas pasear por la ciudad juntas, tanto que comenzaron a contarse sus intimidades y Brunetta le confesó que aún seguía siendo virgen. Si bien había sido algo dicho en secreto, Bianca se lo hizo saber al Conde, el cual se desesperó por saber que su hijo jamás le daría un nieto y propuso a Bianca que intentase convencer a Brunetta de que lo mejor era conseguirse un amante y así embarazarse. Si bien a Bianca no le pareció muy mala idea, pensó que su amiga no iba a estar de acuerdo, por lo que comenzó a urdir un plan sabiendo que a Brunetta le gustaba muchísimo Angelo, un joven sirviente de un comerciante amigo de su padre, pero que, por supuesto, jamás se atrevería a intimar con ella por su inferioridad en la clase social, a pesar de que a Brunetta esto no le importaba demasiado. Se acercaba el Carnaval y era la mejor oportunidad para lograr la infidelidad de Brunetta. Bianca hizo que Angelo fuera a comprar una máscara al negocio de Tomaso y convenció a Brunetta de ir en ese mismo momento, para que se cruzaran y viesen la máscara que cada uno llevaba. Cuando Brunetta se estaba probando su máscara, Bianca llamó a Angelo y le preguntó si le parecía adecuada para la fiesta que daría el Conde, a lo cual el joven respondió que cualquier máscara

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quedaba bien en ella pues era un ser muy especial. Brunetta se sonrojó y bajó la vista, con lo cual vio la máscara que tenía el joven en sus manos. Luego, cada cual siguió su camino. Cuando llegó el día de la fiesta, Brunetta y Bianca tramaron que buscarían aquella máscara para poder tener un encuentro con Angelo. Después de media noche y cuando todos ya estaban algo ebrios, la chica aprovechó la oportunidad y se acercó a aquel joven con la máscara que había visto en la tienda de su padre, lo invitó a bailar a lo cual el joven accedió y lo hicieron durante largo tiempo; luego ella le propuso ir al patio del fondo y lo llevó hacia un rincón muy oscuro, allí se besaron ardientemente y luego hicieron el amor de tal forma que Brunetta jamás había imaginado que podía sentir algo así. Luego se acomodaron las ropas y volvieron a la fiesta por separado. Cuando Brunetta entró al salón, un hombre se le acercó y le dijo que su máscara le quedaba hermosa, tal cual él se lo había imaginado en el negocio de su padre, cuando lo llamaron para consultarlo. Ella desesperada le arrancó la máscara y vio con horror la cara de Angelo. Entonces entre sollozos le preguntó por qué no llevaba puesta la máscara que tenía en sus manos en la tienda, a lo cual él respondió que en realidad esa máscara la había ido a comprar para el sobrino de su patrón, y señalando al joven que regresaba a la fiesta después de estar con Brunetta, le dijo: “Ve, mi señora, allí está Vittorio con la máscara que yo fui a comprar a la tienda de Don Tomaso”. Brunetta se sintió morir, pues había vivido el mejor momento de su vida con un hombre a quien ni siquiera le conocía su rostro. A partir de ese entonces y en cada carnaval Brunetta buscaba la compañía de cualquiera de los invitados y logró darle al Conde ocho nietos.

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Julio Fernando Affif

CARNAVAL EN VENECIA

Una carrera desenfrenada entre la multitud que había decidido olvidar por algunos días su condición social, lejos de apartarla de su perseguidor, lo acercaba enmascarado en las sombras como un fantasma en una visión sofisticada e irreal. La angustia le cerraba el pecho y sentía que el aire no alcanzaba para reponer el oxígeno de sus pulmones; un temor infundado le impedía escuchar los rumores de la muchedumbre que la rodeaba; su retina no reparaba en los colores de los trajes que las damas lucían con sin igual gracia. Se levantó los pliegues del rojo y vaporoso vestido que había imaginado tres meses antes de la celebración y apresuró aún más el paso para atravesar el angosto puentecito que cruzaba uno de los tantos canales, creyendo que la estrechez le daría alguna ventaja. Pero era inútil. La imagen que hacía pocos instantes estaba detrás, ahora la esperaba del otro lado del puente. Instintivamente dio la vuelta para buscar otra salida, pero allí estaba... y a la derecha sobre el borde del canal y a la izquierda en una embarcación sobre el agua. Miró hacia arriba y la torre de un castillo le devolvió la imagen del arlequín con la sonrisa ancha. Lentamente, en un estado de total inconsciencia fue cayendo en un sopor irreversible. La risa descarnada que la perseguía la envolvió en una sutil fantasmagoría y ya no podía distinguir entre la realidad y la fantasía. Una luz potente y enceguecedora, un destello celeste ambarino y al instante siguiente, como si flotara sobre el canal, enorme placidez y abandono de los sentidos.

♪♫Negro y blanco blanco y va sorteando el damero soñando soñar ♫♪

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Ahora el arlequín la miraba complaciente y la arrullaba con puerilidad, cantando con suavidad como un arrorró.

Cuando lo despertaron al Dr. Juan Marinelli, el apresuramiento de la servidumbre no le permitía entender qué era lo que estaba pasando. Le costó algunos minutos recuperar la lucidez hasta que tomó en cuenta que su hija estaba en peligro. Nadie mejor que él, que era especialista en enfermedades femeninas, para atender la circunstancia. La acomodaron en un sillón de la sala principal y a Giovanni, que aparte de médico era un filósofo ilustre, poco tiempo le llevó comprender que no había ningún daño físico y que posiblemente la ingesta de algo o la mente le habían hecho una jugarreta. Últimamente, Lucrecia se perseguía demasiado, queriendo más que exponer, exponenciar, su criterio acerca del rol de las mujeres y su equiparación con los hombres. En una sociedad misógina, como la europea del siglo XVI, necesariamente esto tenía un costo y ella sabía los riesgos que tendría que afrontar: persecuciones, difamaciones, desprecios, aislamiento… Pero su carácter fuerte, su tremenda capacidad intelectual y los años de formación, no le permitían ver la vida de otra manera. Lo que no sabía era que el principal enemigo estaba dentro de ella misma y el esfuerzo 36


conspiró para llevarla a ese estado de delirio. La luz, tenue al principio, fue volviendo lentamente y algunas voces comenzaron a ser reconocidas. ¿Qué hace la torre del castillo arriba del arlequín? Una especie de vaho cerebral se fue disipando hasta que pude comenzar a distinguir el tablero de ajedrez y las piezas caídas y entonces recordé el esfuerzo mental para concebir el movimiento genial antes de desvanecerme.

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Luis Alfonso Martín Delgado

EL CARNAVAL SE ACABÓ

Fiel a la promesa que me había hecho a mí mismo este año alquilé un disfraz clásico de la tradición carnavalesca. Lo hice en secreto y elegí para la ocasión representar al médico en los tiempos de la peste. Se me ocurrió que sería una divertida contradicción, aunque en el fondo, el personaje debía acabar curando algo que olía verdaderamente mal a podrido. Sabía que tendría que estar con todos mis sentidos pendientes de no perderla de vista, por eso necesitaba que mi figura no resultara atractiva a nadie, para que no me distrajera de mi misión. Y evidentemente, mi capa negra, desprovista de cualquier decoración, y mi prominente nariz de ave, provocaban el rechazo de todos los que se cruzaban conmigo. Elegí el último fin de semana de carnaval, ya que sabía con certeza que ella no regresaría a casa en esos días, hasta el final de la fiesta. Yo tenía que seguirla y protegerla durante esos días y esas horas para que no ocurriera nada que pudiera estropear mis planes. Como todos los años, antes de salir, creyendo que, como todos los años, yo me quedaría en casa, entró en la biblioteca para que yo la admirara y despedirse con un beso. Dios, estaba espléndida… bellísima… insultantemente joven y bella. Una máscara dorada ocultaba, desde la frente a la barbilla, su rostro de piel de marfil, desvelando únicamente el verde de sus ojos y sus labios pintados de negro. Sobre los hombros y el pecho se derramaba su roja cabellera, que reflejaba el rojo como ninguna otra que yo hubiera visto, acompañada por su vestido carmín, sobre el que llevaba un capote dorado con capucha, complementado con largos guantes de seda negra que resguardaban sus delicadas manos. En esos momentos volvió a nacer en mí el antiguo y feroz deseo de haberla desnudado y poseído salvajemente sobre las alfombras. Sé que le hubiera gustado, pero ya era tarde. El plan previsto estaba en marcha y a él me plegué. Inútilmente, me di cuenta de que seguía estando perdidamente enamorado de ella. Pero todo ese ensoñamiento se rompió cuando se despidió con una carcajada y un portazo que siguieron sonando dentro

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de mí durante un buen rato, el que tardé en preparar mi disfraz y salir a la calle por la puerta trasera dando otro portazo, que fue recibido por las carcajadas de todos los que desde la calle me vieron salir con mi espantoso aspecto. Con la tensión del cazador anduve por las calles buscando el dorado de su capote. Sabía más o menos cuáles eran los sitios que frecuentaba y no me fue difícil reconocerla de lejos al pie de la columna de San Teodoro, a pesar de que unas exuberantes y lenguaraces matronas de generosos escotes se empeñaron en tirar de mi nariz entre risotadas obscenas. Una vez que pude zafarme de sus sudorosos brazos me di cuenta de que no estaba sola. Todo parecía ir saliendo como estaba previsto. Oculto bajo los soportales, pudo ver entre la gente que pasaba qué pasaba al pie de la columna. Disfruté de su disfrute como si hubiera sido yo quien la besaba, quien pasaba los labios por su hermoso cuello de diosa. Pero hacía ya mucho tiempo que tal cosa no sucedía entre nosotros. Estaba claro que su empeño en casarse con un hombre veinte años mayor tenía un objetivo prefijado y el amor que en el principio mostraba tenía fecha de caducidad. La misma que tenía mi capacidad amatoria. Una vez pasada esa fecha y conseguidas la posición y la fortuna llegó el momento tan esperado de vivir su vida, como hacía ahora, subida sobre el vientre de su desconocido acompañante sin haber tenido que desprenderse ni tan siquiera de su máscara dorada. Contemplé extasiado y con lujuriosa envidia todos los asaltos de esa amorosa lid hasta el momento en que decidió cambiar de lugar y acompañante, buscando algún amante vigoroso que la colmara de nuevas sensaciones. Vi cómo elegía a un joven de miembro premeditadamente notorio con el que mantuvo una nueva sesión amorosa de roles cambiados, en la que ella le iba guiando hasta lo más profundo de todos sus orificios corporales mientras las manos no paraban de pellizcar y acariciar, mezclando placer y dolor en una única y contradictoria sensación de abandono y poder que yo mismo podía sentir a través de la mirada. Gocé de esos momentos de una manera avara, como si fuesen los últimos. Finalmente, la vi abandonar a su joven amante y dirigirse al baile del Palacio, hasta donde la seguí a prudencial distancia. Pasó el resto de la madrugada bailando y jugando con unos y otros, dejando en todos ellos avivada la llama del deseo, hasta que escogió a un arlequín, bajo cuya máscara se adivinaban unos ojos ausentes y melancólicos, para salir a la terraza sobre el canal a seguir saciando sus instintos de predadora amorosa.

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Entonces decidí que había llegado el momento. El lugar, una terraza con caída directa al canal, y la hora, ésa en la que el día quiere comenzar y no puede, y la noche no quiere, pero no puede evitar su final, eran los adecuados. Me fui acercando rozándome contra los cuerpos que me separaban de ellos hasta situarme justo detrás de ella en el momento en que se dejaba besar el cuello mirando al cielo. Ciega de placer, no pudo sentir más que un cuerpo que se apretaba contra el suyo por detrás y un dolor atravesándole la espalda y haciendo estallar su pecho contra el del joven de ojos ausentes, también atravesado por el afilado estilete que escondía en el interior hueco del bastón en el que fingía apoyarme. Para garantizar el mortal efecto deseado me abracé a los dos cuerpos ensartados y sentí sus espasmos finales vibrando contra mi cuerpo. En ese momento sentí cómo mi cuerpo se enervaba y la sangre volvía a fluir con fuerza por las venas de mi miembro, provocando una ya olvidada erección que me permitió gozar del momento como hacía años que no hacía. Sus últimas expiraciones fueron coincidentes, como si se tratara de un orgasmo mortal, y puedo decir que el placer me inundó de una manera nunca antes sentida. Abrí mi amplia capa, negra como la noche y la muerte, y empujé ambos cuerpos juntos a las aguas densas y negras del canal, manteniéndolos abrazados. Bajo el ruido de las fanfarrias y los fuegos de artificio, nadie de entre las soñolientas y abandonadas parejas se dio cuenta de lo que había sucedido, puesta su atención en otros menesteres más placenteros. Amanecía cuando, consumada la perfecta ejecución de lo planificado, volví a mi casa, a mi querida biblioteca, donde me esperaban mis fieles libros, que habrían de acompañarme hasta el final de mis días ofreciéndome todo aquello que la vida ya no podía darme. El carnaval había terminado.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 7 DE DICIEMBRE DE 2014


LIPE


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