LA VENGANZA

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LA VENGANZA


Portada Luis Alfonso MartĂ­n


LA VENGANZA


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CONSIGNA DEL DOMINGO 9 DE NOVIEMBRE DE 2014 Tema

LA VENGANZA

Ponente

AMELIA MOLINA BURGOS

Lipeña de estreno, propone que esta semana escribamos inspirados por esta palabra que tiene tan mala prensa. No es necesario que sean venganzas estrepitosas, aunque, por supuesto, se aceptan. Valen las pequeñas, las privadas, los ajustes de cuentas, incluso ese íntimo y personal ahí te quedas y tú ya sabes por qué… Valen la sangre y la risa, la ironía y el desprecio, lo que a cada cual le sugiera. Eso sí, hagamos un pacto de honor: si la experiencia es personal y tiene peligro de ser castigada por la ley, nuestros labios quedarán sellados y no saldrá de aquí. Lo que pase en LIPE se quedará en LIPE. Buena semana para todos.

Amelia Molina

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隆Ven, gansa!, dijo el ganso. Cecilia G贸mez Nale

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Elena Figueres

LA VENGANZA

Me abrís la puerta, me mirás entrar, el deseo desborda en tus ojos, se mueven apenas tus cabellos, un fuerte gesto de tus brazos y tu sonrisa me arrastra hasta la cama. Suena Bach, hay vino, la belleza se concentra en tu voz, me tapás la boca de besos y yo me escapo de mí, como la corza del cazador bajo la plata antigua de la celeste luna de los bosques. Y ya no estoy en los bosques, ni en la habitación, ni en la tierra, estoy volando en pétalos de sangre que vienen todos a caer en la sombra de tu pecho. Los lamo uno por uno y nos perdemos los dos hasta el dolor, hasta el amor. Ya no estás. Ahora, en mi cuarto a oscuras, con las huellas de tus olores urdo fantasmas, temblorosos y ardientes espectros, hidras, voces, lenguas, brazos que enloquecidos me asaltan y me llevan al éxtasis. Vienen, hacen, piensan, se apoderan y ya, definitivamente, no soy yo. Pero todavía, aún, yo sé vengarme: un Diazepam nadando hacia mi estómago y todos los deliciosos espectros se van a hacer gárgaras de ficción. Ya no están y si están no los veo. Ya soy yo otra vez. Ya estoy convencida: la venganza es un plato que se come frío. Y a mí me gustan los platos calientes.

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Daniel Goldenberg

SAMURAI

Sus sentidos, alineados en perfecta comunión, percibieron el frágil equilibrio entre invisibilidad y tiro certero que le ofrecía aquel velado rincón del bosque. Se detuvo a una sombra de distancia del punto ciego en donde el sendero, se hacía uno con el camino. Su respiración, pausada hasta casi extinguirse, apenas si rasgaba el aroma dulzón de los cerezos en flor. El graznido inquietante de la grulla, delataba al único testigo de su posición oculta. Esperó. Un repiquetear apagado de cascos a la distancia fue la señal. Inspiró lentamente la brisa de la mañana, hasta que su mente se fundió en un mismo instante con el paisaje. Extendió su brazo con la firmeza flexible del bambú. La pluma de halcón le acarició los labios con ternura casi infantil, desafiando la ferocidad brutal de su armadura Yoroi. El aroma amargo y seco de la cuerda de cáñamo, eclipsó fugazmente la fragancia de la flor del cerezo. Flecha, arco y arquero, se amalgamaron en una misma entidad letal. El redoblar del galope alcanzó su cenit, y se materializó en la silueta fugaz de un jinete fantasmal, emergiendo desde la espesa niebla del bosque. Fue suficiente. Un silbido serpentino partió en dos aquella mañana del Japón medieval: el traidor yacía tendido sobre una mortaja de pétalos y sangre.

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La flecha y la muerte atravesaban el coraz贸n de su 煤nico hijo. Las 贸rdenes de su Shogun, hab铆an sido cumplidas.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

VENGANZA

Cuando colgó el teléfono, su cuerpo temblaba de excitación. Por fin, después de muchos años de trabajo, había conseguido su reconocimiento. Se encontraba eufórico. Los días se le quedaban cortos, necesitaba más horas. Su estado de creatividad lo desbordaba. No podía perder tiempo. Su nuevo trabajo le producía un estrés desmesurado, no le gustaba esa sensación. Estaba acostumbrado a trabajar libremente. No le importaba equivocarse, pensaba que detrás de una mala actuación aparecía una grata sorpresa y eso lo llenaba de satisfacción. Era muy tolerante consigo mismo. Trabajaba sin miedo. A pesar de que durante el proceso sentía a veces el cansancio, el desengaño y la tristeza, él sabía que el resultado afloraría espontáneamente. Le gustaba todo aquello que era incompleto, imperfecto, a medio camino, desbordado o empastado, veía en ello belleza. Se veía él mismo en su trabajo como Narciso y eso lo hacía feliz. Pasados los primeros momentos de tensión llegó la brisa suave y el apasionamiento, nunca había sentido un placer igual. Su esfuerzo lo hacía crecer. Trabajaba hasta altas horas de la noche, casi no dormía. Estaba deseoso de terminar su trabajo y entregarlo. Presentía un glorioso final. Y llego el gran día. Llamó a su cliente por teléfono, su cuerpo temblaba. Al poco tiempo llamaron a la puerta, él sentía su palpitar mientras la abría, en breve enseñaría su gran obra. Pasaron al taller y allí, en un caballete, estaba su gran trabajo. Le daba una luz tenue, en ese preciso instante se serenó. Quedó extasiado al ver tanta belleza Al verlo, el cliente gritó: Este trabajo es incompleto, imperfecto, a medio camino, está desbordado y empastado. Es feo, no lo quiero, y salió dando un portazo. Él sintió morirse. Desolado y triste, una rabia infinita lo inundaba. Esto no podía quedar así. Tenía que vengarse. Fue entonces cuando cogió su cuchillo y con todas sus fuerzas corrió hacia su lienzo y lo rajó.

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Eduardo Mizrahi

EN CUANTO ME SENTÉ A LA ORILLA DEL RÍO...

− No recuerdo cuánto tiempo hace que me dedico a esto... (¿Toda mi vida?) − Sí recuerdo que me traicionaste. (Me pediste encontrar Eldorado, la ciudad de oro de los incas.) − Me buscaste, me encontraste... (Todos saben que yo soy el guía más pulenta.) − Viniste con los hombres, los pertrechos, las vituallas... las mulas. − Arrancamos veinte, llegamos pocos… (decir pocos era demasiado). −¡Loco de mierda! (¡Egoísta!) - ¡Cómo me vas a dar así, desde atrás, con el mango de la espada! (Y te salió mal, hijo de una gran puta.) − Rodé inconsciente por el barranco, hasta el río. (No me ahogué porque Dios es grande...) − Me salvaron de los rápidos que se ven ahí a lo lejos mi buena fortuna y un tronco atravesado. (Este tronco... ¿lo ves?) − ¿Lo ves, hijo de una gran puta? (No, qué vas a ver... vos ya no podés ver más nada). (En cuanto me senté a la orilla del río supe que iba a ver pasar el cadáver de mi enemigo).

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Amelia Molina Burgos

BRINDEMOS

El concertista es recibido por un público ensordecedoramente mudo. Ante el piano de cola, se sube las mangas dándose un pellizco en un pliegue a la altura de los codos, cierra los ojos e intenta la primera nota. Fallo. No ha calculado bien y, arrogante, levanta el dedo índice para advertir a su ayudante que se acerque. Los segundos que tarda desde las bambalinas le parecen horas al pianista. Llega su ayudante, un gigantón, oscilando con agilidad sobre una sola pierna; la otra, la de palo, rasga y hace crujir el suelo de madera. Con un ademán entre el hastío y la resignación el ayudante se agacha y gira dos o tres veces el taburete hasta situarlo en la posición adecuada: ahora las diminutas manos le quedan sobre el teclado. ─¿Dónde está mi agua con limón? ─atrona rojo de ira el pianista─ ¿Cómo es posible semejante descuido? El ayudante se vuelve apretando la boca con la mandíbula hecha un bloque. Vuelve con una copa tallada de fino cristal que pasa por delante del cuello del pianista y por un momento parece rozarle la yugular. Finalmente desvía la mano y la deja sobre una esquina pulida del instrumento. ─Y el posavasos de lino, ¿También te lo has olvidado? ¡Todo lo que tienes de grande lo tienes de inútil! El ayudante se retira del escenario sin mirarlo, no sea que el pianista le vea en los ojos al francotirador que se le ha colado en la mente y que está deseando iniciar el tiroteo. ─ ¡Maldito enano soberbio! ─murmura entre dientes. Al pianista los picos del frac le arrastran como si fuera un pingüino con un abrigo heredado. Zarandea el pelo ensortijado que le llega hasta los hombros. Altivo, tomando aire con mucha ceremonia, empieza a desplazar sus dedos sobre las teclas iniciando desentonados acordes.

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La suite parece sonar encantadora para los asistentes de las cinco primeras filas que, con gesto expectante y algo desconcertados, siguen sus torpes movimientos. Todos llevan auriculares. En la sexta fila una señorona se sacude en su asiento. Oronda, con un espantoso sombrerillo rojo semejante a una cresta que termina enroscado en un simulacro de cuello en el que se incrusta un collar de cuentas amarillentas, parece la imagen viviente de una gallina; con su pavoneo invade media localidad de su acompañante, un hombrecillo delgaducho y estrecho como un lápiz. ─ ¿Qué hacen todos estos sentados tan cerquita y con auriculares, Vicente? ¿Acaso somos menos tú y yo? “Reservadas para deficientes auditivos”, decía el cartel ¿Eso es que son sordos, Vicente? Pues mira, peor para ellos, nosotros aquí ¡Tan ricamente! ─le taladra al oído con voz chillona. Esponjada en su asiento, se siente la reina y se sacude desde la pechuga haciéndole cosquillas con su echarpe de falsas plumas al sumiso hombrecillo al que no deja de cacarearle a la oreja. ─ ¿A que estoy elegante, Vicente? Si es que yo con nada que me ponga… Y tú te podrías haber esmerado un poquito más, ya te dije que con ese traje pareces una piltrafa, pero cabezón como eres y que no hay quien te saque de lo tuyo, pues nada, aquí de trapillos y hecho un guiñapo. El hombrecillo, tras diez años de discurso continuo, ya casi no la escucha, pero hoy parece que se le ha incendiado algo por dentro, y en un momento que levanta la mirada, se topa con la del ayudante que está tras el escenario. Se entienden con ese único gesto fugaz en el que se intercambian aliento y bríos. ─ ¡Qué vulgaridad, Vicente! ¿No quedaba menos tela para el vestidillo que lleva ésta de al lado? ¡Siempre tiene que haber alguna zorra! En esto, la llamada zorra, que no lleva auriculares, la escucha con toda claridad; como quien no quiere la cosa, inclina su peso hacia ella y con sus afiladas uñas le araña la boa de marabú que empieza a despelecharse y a revolotear su pelillo impostor hasta las filas de atrás en las que casi todos a la vez, empiezan a estornudar por culpa de esa nube de pelusa que se les ha metido por los ojos y por las narices. A la vez, la señorona, puesta en pie, mientras caen al suelo falsas cuentas de collar descosidas, hecha un basilisco, agarra por un rizo a la del vestidillo escueto y le deshilacha el moño de una tarascada. El hombrecillo, envalentonado por primera vez, aprovecha el revuelo y se levanta saliendo sigiloso del teatro.

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Indignado, el pianista se para en seco. Mira a su alrededor buscando a su ayudante al que no ve por ningún sitio. Éste, agazapado tras la cortina, disfruta de un momento único y suculento: contemplar la cara de furia de ese divo rechoncho de pacotilla. Cuatro palmas mal contadas desde la primera fila; con los auriculares encajado y ajenos a todo, no terminan de comprender. ─ ¡Menuda estafa de concierto! Además de no oírse nada no ha durado ni un cuarto de hora. Bueno, al fin y al cabo es benéfico, todo sea por una buena causa ─escucha decir a los de los auriculares el ayudante detrás del cortinaje a la vez que el patio de butacas va quedándose vacío. ─ ¿Benéfico? ¡A beneficio de ti mismo, pequeño chuleta! ─escupe desde su escondite el ayudante. El pianista permanece inmóvil, paralizado por la soberbia. ─ ¡Intolerable! ¡No soporto a este público insensible ante semejante arte! ¡Ven inmediatamente, estúpido, que me retiro! ─ordena hecho un energúmeno. Ahora, el ayudante, con toda la parsimonia y arrastrando la pierna falsa, se acerca al enorme piano ante el que su despótico amo casi se pierde. Goza viéndolo encaramado a la banqueta agitando las piernecillas que no le llegan al suelo. Con una expresión en apariencia amable, le ayuda a levantarse, y el pianista, absolutamente pagado de sí mismo, comienza a hacer reverencias y saludos ante una ya casi inexistente audiencia. Sólo queda la señorona, que, tirada por los suelos, histérica, grita: ─ ¡Vicente! ¿me oyes? ¡Vicente! ¡Pégale a esta sinvergüenza! En el escenario, el ayudante coge en brazos al pianista como si de un muñequito se tratara. Trastabilla voluntariamente fingiendo tropezar mientras éste se agita frenético en su regazo. ─Vaya… Una balda del parquet que se ha soltado ─murmura sardónico el ayudante. Y el pianista cae de bruces al suelo en donde se bambolea como un tentetieso tratando de ponerse bocarriba; su gran barrigón no se lo permite. Vuelve como puede la cabeza hacia su ayudante exigiendo que lo incorpore. Éste lo mira desde su altura, lo ignora, y se gira bajando con calma los escalones hacia el patio de butacas. Lo atraviesa despacio, sin ruido, el toctoc de su extremidad amortiguado por la alfombra, y pasa de largo a la señorona que, fuera de sí, continúa llamando a Vicente.

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Con calma, apaga las luces y saliendo del teatro, echa las llaves. Respira hondo y empieza a caminar calle abajo. Se detiene en el bar de la esquina, acodado en la barra pide un whisky. Antes de llevรกrselo a los labios mira a su derecha y se encuentra al hombrecillo a su lado. Acercan sus vasos y brindan en silencio.

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Antonio Lendínez Milla

LA VENGANZA

La venganza, ¿para qué?, me pregunto yo ahora. Dirás que tengo la sangre de horchata, que no respondes a la ofensa, a ese daño que te hicieron. Es necesaria una respuesta. Es que si no, parece como que no te das cuenta. Mera provocación, en la que no quiero entrar. Es que no me interesa eso, esa acción reacción. Quiero parar esa rueda, que es un continuo trajín, que no va a ninguna parte. Que el rencor se queda en mí si recojo yo ese guante. Batallar, luchar, enfrentarse, para qué en este caso. Harto estoy ya de quien provoca. Y cuando alguien está harto de un plato, deja de comer. Dice: ¡Basta!, porque le acabará haciendo daño. Esa pequeña venganza menor, sí: para llamar la atención. Esa propia medicina, que donde las dan las toman. Puede que hasta diversión sea. Que piense un momento pues, y que no vaya a más, que quede ahí, sin que provoque la ira, la respuesta desatada, en un bucle sin confín. Hay que calibrar, así pues, para no equivocarse, y que quede sólo ahí: en una respuesta que acabe. Parar y dejar pasar, como si conmigo no fuera. ¿Quién me provoca y me altera? No quiero seguir ese juego. Por eso me paro un momento, lo veo, siento, y, lo dejo. No quiero seguir jugando al juego de la venganza. No quiero ya provocar esa ira que se esconde en cada uno y culmina con el ansia de vengarse. Parar ya, quiero que acabe. Es necesario, a veces, templar la provocación. Hacerse fuerte y con fuerza decir: ¡No más ya, conmigo ya no! Que no te paso ni una. Entonces, voy y respondo, no con el ánimo de vengarme, aunque pueda parecerlo, sino con el fin de al otro recolocarlo en su sitio. Que se pare y piense, aunque sólo sea un momento, que sepa lo que está haciendo, que se haga responsable de la consecuencia de esos actos. Nada es gratis, hasta vivir en paz nos cuesta. Hay que morderse la lengua. Harto estoy ya, que me he enterado, y no quiero seguir más. Es difícil, muchas veces, que ese otro, quien reciba la respuesta, reflexione, pare, y vea que aquello ha de terminar. En legítima defensa podría muy bien vengarse. ¿Estaría justificado, responder con otro mal, a ese mal que ya ha causado? Así pues, ¿sería bueno, tomar la justicia por mi mano? Impune no puede quedar quien merece su castigo. Una mera acción de equilibrio. Alguien ajeno ha de ser quien remedie y cure tanto desatino.

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Todos conocemos casos en los que indignados clamamos: ¡Se lo merecía! No podía seguir así, tenía que tener un fin. Parar, actuar, reaccionar, o no reaccionar. Mirar y dar una respuesta, que no quede en reacción automática, que repita lo aprendido. Cada cual sabe su respuesta, la que le dicte el corazón, su consciencia. Hay que desactivar el programa, pagar con la misma moneda, es siempre lo que el otro espera. Hay que cambiar la estrategia. Se vence con la sorpresa, desarticular la reacción rinde al campo de batalla. Te aplasta la reacción, cuando te sales del límite. La venganza es sólo tuya, mira cómo la utilizas, podría ésta hacerte trizas.

Venganza, de quién me vengo, si todo repercute en mí. Soy yo el que sufro y siento, todo se queda por dentro. No quiero más hacer daño, mi venganza no la siento. No puede curar mi dolor, no infrinjo más sufrimiento. Del otro no siento el daño, que en mí, yo solo me siento. Un inútil sufrimiento, que no calma mi dolor.

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Jorge Pailhé

LA VENGANZA

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No digo todos los días, pero capaz que una vez cada tres, o mejor, dos veces a la semana, me venía a la cabeza la imagen de Gustavo y pensaba que más temprano que tarde tendría que hacer algo para reencontrarme con él. Gustavo era mi amigo del alma. Nos conocíamos como nadie. Nos mirábamos y ya sabíamos qué pensaba el otro. Pero qué pensaba de verdad... Nuestra hermandad de la vida se derrumbó cuando yo empecé a salir con Alicia. No sabía, lo juro, que él estaba desesperado por ella. Bueno, tal vez podía llegar a intuirlo, pero juro que no sabía. Lo llamé, le mandé avisos por amigos comunes, le dejé mensajes de voz y de texto, le mandé mails y le escribí en el facebook. Pasaron tres años. Hace dos que con Alicia tomamos caminos distintos, y de pronto, cuando menos lo esperaba, se dio un encuentro mano a mano con Gustavo, mi amigo del alma, aquél con el que nos conocíamos tanto que entendíamos todo con sólo mirarnos. Fue en un asado en el club. Como siempre, me hice cargo de la parrilla, adonde llegó él acompañado por nuestra mediadora, Leti, una amiga común. Nos dimos la mano con cierta frialdad y hablamos de cuestiones del momento. Nos miramos muy poco cara a cara, fue mucho más el tiempo en que poníamos la vista en la parrilla, como si allí fuéramos a descubrir algo nuevo de un minuto para otro. “Seguis haciendo el asado bien alto, bien despacito”, dijo, y fue esa la única vez que esbozó una sonrisa. Le pregunté por su vieja: “Bien”. Por su laburo: “Ahí”.

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Inspirado en la película Los Marziano.

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No pasaba ya gran cosa, cuando Leti me vino a buscar y me pidió que la ayudara a bajar las bebidas y la heladerita del auto. Y ahí me fui nomás con mi amiga. Cuando volví, me di cuenta que ya no conocía con tanta profundidad la mirada de Gustavo: encontré la parrilla bien abajo, con un montón de brasas y de carbones crudos que estaban calcinando y humeando mi asado...

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Daniel Goldenberg

VENGANZA DE CURRO EL PALMO

La sombra grotesca de una manito y el tintinear buf贸n de unos cascabeles, anticiparon bajo el ment贸n burl贸n y gitano de Merceditas, la del guardarropa, la triste caricia de acero de la navaja de El Palmo.

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Horacio Petre

IR A FONDO

Fue así, Cata, resulta que Sergio hace un par de semanas se llevó mi laptop al trabajo, pensando que era la de él, porque son muy parecidas, viste... Lo llamo al rato a la oficina y le digo lo que pasó. Se puso un poco nervioso, sobre todo cuando le dije que usaría la de él para enviar algunos mails. No me quería pasar su contraseña para acceder al sistema, así que le dije que entonces yo no le pasaba la mía y él se quedaba todo el día con mi compu sin poder usarla... Al final me pasó su contraseña, yo le pasé la mía y ese día cada uno usó la laptop del otro. Hasta ahí todo bien, abrí el Chrome para ir a mi G-mail, anoté un par de cosas en mi blog, un par de tweets, ya estaba por cerrar y pasé sin querer el cursor por el historial... ¿Viste que en la parte de arriba tenés en Chrome una ventana que te dice el historial? Bueno, no importa, el tema es que me abre una solapa y se leían cosas como “Threesome”, “Facial cumshot”, “Teen hardcore”, todas cosas que yo ni idea... El tema es que me fijo y entro... Y sí.... Todo pornografía asquerosa, algo que jamás había visto ni imaginado... Montones de videos con chiruzas de todos los colores, en bolas MAL, haciéndose todo lo que se te pueda ocurrir con tipos ahí, un asquete... Ahora vos decime... ¿Qué le falta en casa, para que el infeliz este se tenga que andar toqueteando mirando páginas con videos ultraberretas? ¿Qué soy yo? ¿Verdurita? A la noche llega, me da mi laptop, con urgencia me pide la suya y se las pica a su cuarto. Yo como si nada viste, una duquesa... onda “¿Qué tal mi amor? ¿Todo bien en la oficina?”, haciéndome bien la mosquita muerta. Pero no se la iba a dejar pasar así nomás... Fue así que busqué y la contacté a Gladys... le expliqué todo, ella accedió... Obvio que me salió una guita, pero eso no es problema llegado el caso. Me saqué una cuenta de mail, para más seguridad la saqué desde un cyber, y de hecho le fui escribiendo siempre desde compus que no eran la mía. Al segundo mail, con las fotos de la putita esta, sí la tal Gladys, me contesta. Un poco dudando, con miedo de pisar el palito... pero lo conozco... y le fui por el lado que sé que le gusta. Cayó como un caballo el muy animal. La tal Gladys, las fotos se las sacó con una máscara que le tapaba la cara, como habíamos

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convenido. Obvio que lo único tapado era la cara... La cosa es que durante un par de días, meta mail y chat. Me compré un celu nuevo y la seguimos por ahí... Divertido te diré el sexo virtual... lo que nunca se iba a imaginar el otro, es que detrás de los mensajes de Gladys estaba muá. A la noche, en casa, yo como si nada... y él, lo mismo. Turro... Tenés que ver la cara de serio con que me hablaba de los problemas del trabajo y la oficina... A la semana, le propuse de vernos. Ya tenía todo arreglado con esta tipa, y los dos tipos de seguridad del boliche de mi hermano ¿te conté que se puso un bar en Puerto Madero, no? El punto, es que Sergio, cae como un chorlito, pactan una cita, para un jueves a las tres de la tarde... Mirá vos, si yo llego a pedirle de vernos en la semana en ese horario ni loco me da pelota... El depto me lo prestó Freddy también, uno que tiene por Barrio Norte. El asunto es que llega el jueves y al mediodía lo llamo a la oficina, con cualquier excusa... le pregunto cómo está todo por allá y me cuenta que tapadísimo de laburo, que no lo esperara a cenar... Lo que se dice, Cata, todo un pelotudo de real importancia... A las tres, el muy hijo de puta toca el portero eléctrico, y lo atiende la Gladys ésta. Yo estaba con los de seguridad escondida en la cocina. Unos monchos... brazos así, como si fueran muslos, unos lomos descomunales ¡Para comérselos! Ella lo recibe, Sergio la reconoce al ver su cuerpo que había visto en las fotos, además la máscara estaba a propósito ahí en una mesita junto al champagne, nosotros escuchábamos todo detrás de la puerta. Ella le ofrece una copa, y ahí, el muy nabo se toma las cinco pastillas de Valium disueltas en el champagne. Empiezan el juego previo, la mina ésta se lo lleva al cuarto y al minuto y medio golpea la puerta de la cocina. “Ya está” nos dice, así que salimos y ahí lo teníamos frito como un bebé de nursery, ni se había llegado a sacar la ropa. Los dos muchachos se ponen esos slips onda stripper ¿viste? con animal print, y toda esa grasada, sacaron los chiches que les pedí que llevaran, le sacaron la ropa a Sergio, se pusieron los Ray Ban y empezamos a hacer las tomas. Lo divertido es que Sergio, dormido, a veces con la cabeza saliendo de la cama y tirada para atrás, en las fotos daba algo así como éxtasis... Y los muñecos estos pelando lo que hay que pelar para salir en esas fotos macro porno... ¡Una risa! Después sacaron también unas gorras nazis e hicieron algunas poses símil anal sex, qué sé yo, armaron todo un corso divertidísimo. Hay una foto muy cómica en que se ve en primer plano el rostro delirante de placer (en realidad dormido) de Sergio y atrás, muy esforzado haciendo lo suyo, a uno de estos muchachotes... A la hora terminamos. Nos fuimos todos

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menos uno de los de seguridad, que se quedaba hasta que se despertara, y ahí lo echaba a patadas del depto. Y así es como tengo esta hermosísima galería de fotos... Freddy tiene a su experto de sistemas que es hacker. El domingo hace su laburito y mete todas las fotos en la red del estudio donde trabaja Sergio. ¿A que no sabés qué va a haber de fondo de pantalla en todos y cada uno de los monitores de la empresa este lunes? Ah, y la foto del seguridad conmigo NO fue fingida... y ésa, claro, también sube. Mirá... fijate lo que es este muñecote...

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Horacio Tort

ISLERO, EL VENGADOR

Mientras esperaba su turno, vio como sacaban al toro anterior arrastrándolo y sin mayor respeto, como si la vida que éste había dejado en la arena no tuviera valor alguno. Aparentemente, el solo hecho de enfrentarse, en una lucha desleal, donde primero se lo debilita hasta minar sus fuerzas, para que después un torero elegantemente vestido se pavonee frente a él con su capa, no era suficiente para entretener al público. No, no lo era, tenían que dejar su vida en ello. Salvo casos excepcionales, sólo así la faena era completa. Le resultaba innecesario e incomprensible que esto sea lo que muchos seres humanos (¿humanos? ¿qué tendrá esto de humano? se preguntó) esperen de una tarde de domingo. Podía entender el espectáculo, que la gente sienta atracción por ver la competencia entre la habilidad y el valor del hombre, frente su instinto y su fuerza. Que se exalte y vitoree la coreografía entre embates y esquives le resultaba lógico. Los pases o lances que el torero hace con su capote lo enojaban, pero reconocía que tienen su encanto. Pero no lo que venía después. ¿Cuál era el sentido de que entren a caballo para lastimarlo? Si era para mostrar la destreza de jinete y caballo estaba bien, si hasta a el mismo le admiraba cómo esos caballos lo hacían caer en sus amagues, cómo podían anticipar sus movimientos, cómo le giraban a su alrededor buscando el ángulo ideal para entrarle con las banderillas. Pero por qué banderillas, por qué hacerlo sangrar hasta minar sus fuerzas. Si el espectáculo ya estaba dado. Una mancha en el lomo podría ser suficiente, pensó. Hasta podía ser de color rojo como su sangre. Sabiendo que le quedaban pocos minutos para salir a la arena se encomendó al cielo de los toros y se dijo a sí mismo que si no podía hacer nada por cambiar las reglas de juego, al menos iba a hacer lo posible por dar el mejor espectáculo. Y si podía llevarse al torero con él, lo haría en venganza de sus hermanos muertos en esta injusta lucha. Por los parlantes de la plaza de toros Santa Margarita de Linares anunciaron su nombre, Islero, y sus 495 kilos de peso. Se sentía bien y en forma. Miró al cielo despejado y se dijo que era un buen día para morir. De inmediato presentaron al torero. Era Manolete. Las cartas estaban echadas.

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Los diarios del día siguiente, 29 de agosto de 1947, anunciaban con mucho dolor la muerte de Manolete. Decían que el diestro cordobés había entrado a matar al toro muy despacio y ahí fue cuando Islero, en un último esfuerzo, antes de morir, le corneó en el muslo derecho, perforando el triángulo de Scarpa e interesándole la arteria femoral y otros vasos sanguíneos de la ingle derecha.

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Caro Barba

VENGANZA

Venganza... no me gusta ni la palabra ni su búsqueda desenfrenada... Pero, sin embargo, podría justificar sus gritos, su llanto y su sed no saciada... la fe perdida y una voz no encontrada. Podría ver sus grises y su dolor más alto, sus espejismos de locura, pero no podría tocarlos. Tal vez podría comprender aquello que jamás haría... y podría imaginar lo que siente una alma herida.

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Cecilia Gómez Nale

VENGANZA

Ustedes no saben lo que es ver a un gigante derrotado. Ésa era la imagen: “Me cagó, Laura, me volvió a cagar…” Y el metro noventa de Rodrigo se hizo un bollito en mi hombro; el llanto convulsivo me sacudía entera. Hubiera querido decirle “Siempre te cagó, Rodrigo. Marcelo siempre te cagó: desde que te conozco y lo conozco. Pareciera que el objetivo de su vida hubiera sido cagarte, despreciarte, desvalorizarte para destacarse él. Todo lo exitoso que es(¿?) Marcelo en su vida te lo debe a vos; y a falta de reconocimiento, encima, y por enésima vez, te caga.” Pero no podía confesarle lo que pensaba en ese momento, como tampoco atiné en los años que llevábamos juntos a advertirle que en todos y cada uno de los movimientos de Marcelo, había existido la estratégica planificación de sobresalir a costa de él. Hablarle claramente y contarle a Rodrigo todo lo que yo veía; incluso, hacerle saber que el mismo día del velorio de Marga, y hasta el día del entierro, Marcelo intentó seducirme, el muy hijo de puta, habría terminado matándolo. Creo firmemente que Marga cometió un suicidio en cuotas. No me quiero imaginar lo que debe haber sido convivir al lado de ese hombre. Lo que sí puedo afirmar, es que ella era toda vida y entusiasmo; y se apagó demasiado pronto. En el caso de Marga, el cáncer fue piadoso y se la llevó rápido, rescatándola de un sátrapa, inescrupuloso, manipulador como Marcelo, que ni aun estrenando su viudez guardó cierto decoro. Rodrigo y Marcelo eran mejores amigos desde el jardín de infantes, compañeros inseparables en el colegio y en el club y transitaron juntos la facultad para emprender todos los negocios en los que invariablemente Marcelo se llenaba de guita y prestigio y a Rodrigo lo llenaba de deudas y mala reputación. En el discurso de Rodrigo siempre había algo que justificaba el accionar despreciable de su amigo y socio, la excusa encontraba el lugar predilecto en su boca, y de su relato se desprendía que el fracasado y único responsable del lugar al que no llegaba era él. Hasta ese día, que llegó a casa admitiendo lo que ya no podía ocultarse. Y mientras Rodrigo se dormía acunado en mis brazos, agotado de llanto

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y verdad cruda aceptada, empecé a descifrar el código de conductas de Marcelo, el patrón táctico de razonamiento y de alguna manera que desconozco, logré conectarme con su pensamiento. A partir de ahí fue todo facilísimo. Un mensaje enigmático. Un cruce casual en el que dejaba entrever una remota posibilidad de encontrarnos. Un comentario ingenioso que daba lugar a una pregunta sin respuesta. Y sobre todo, la alimentación de un deseo cada día más voraz y enloquecedor. Fueron días, semanas, meses. Finalmente se produjo el encuentro y la expresión de poder que había en la cara de Marcelo era indisimulable: la figurita difícil; el último trofeo que le quedaba por arrebatarle a Rodrigo estaba ahí, a su disposición. Hubiera querido contarle a Rodrigo que como amante Marcelo era un desastre: carecía de recursos; emitía unos sonidos previos a la eyaculación absurdos y patéticos; a veces tenía mal aliento. Pero mantener en la clandestinidad y en absoluto secreto todo lo que tramaba era parte de la estrategia de mi venganza. Aprendí a fingir orgasmos antológicos, a negarme para luego acceder a sus estrafalarios pedidos y demostrarle gozo y a la vez culpa; lo que me convertía a los ojos de Marcelo en un misterio indescifrable y desesperadamente atractivo. Empezó a descuidar sus negocios y a perder plata; a distraerse al punto de ser el responsable de un choque múltiple en la autopista con heridos graves; le mentí que lo nuestro se terminaba unos minutos antes de la final de veteranos de rugby y la angustia lo agarró desprevenido con el costo de una fractura de clavícula y varias costillas en una jugada; inventé un segundo amante que casi lo infarta de los celos; le festejé su infidelidad hacia mí con una chirusa, proponiendo un trío y que mejor que tuviera las tetas bien grandes porque siempre había deseado estar con otra mujer; y volvía a llorarle mi remordimiento y mi necesidad de alejarme. “Vos me vas a terminar matando”, deslizó un día. Y sin que me viera, sonreí. Falté a varias citas; una de ellas hasta incluía una escapada de cuatro días a Turk & Caicos para la que ni siquiera me presenté a Ezeiza. No a sus ojos, claro; fue un deleite verlo a escondidas cabecear en el front desk de American Airlines y mandar mensajes desesperados y llamadas angustiosas desde su teléfono. No respondí más mails, ni whatsapps, ni llamadas.

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El tono que le infería a sus comunicaciones iba desde la súplica a la más febril y elaborada de las puteadas. Volví a poner el “últ. vez hoy a las…” en el whatsapp sólo para que se diera cuenta de que había visto su mensaje que rezaba: “Si no me contestás este whatsapp, te juro que me mato.” Rodrigo tuvo que sacudirme varias veces para despertarme. Desde hacía un tiempo sólo lograba conciliar el sueño con pastillas y la mañana me costaba horrores: “Pasó algo terrible, Laura… ¡Laura! ¡Despertate!” “¿Qué, mi amor… qué es tan terrible?” “Marcelo… lo encontraron muerto; se mató. El tipo se pegó un tiro. No lo puedo creer… Yo ni siquiera sabía que tenía un arma. Y mucho menos, motivos para suicidarse. Se mató, Laura…” Lo besé tiernamente y susurré antes de volver a enredarme en las sábanas: “Sí. Terrible. Tuvo el final que se merecía el hijo de puta. Te amo.”

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Diego Albé

VENGANZA Yo no hablo de venganzas ni perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón. Jorge Luis Borges.

Después de caminar durante casi tres horas, bañado en rocío y con los ojos llenos de pinos nocturnamente azulados, Juan se sentó en el banco de plaza. La noche olía a jazmines y entre el perfume tan arraigado en su infancia y el apenas audible coro de las ratas emprendiendo la búsqueda de comida, se acomodó mejor y se recostó en el cemento de su cama improvisada. Sus palmas encontradas y las piernas flexionadas le daban un aspecto infantil. Los ojos perdidos buscaban respuestas en las nubes cambiantes que rozaban las siluetas de los árboles. Hurgó en las fotos del colegio, en las esquelas para las compras que le escribiera su madre, en las noches febriles de su adolescencia tardía. Respuestas. Ni sus autos, ni sus casas, ni sus dos mujeres, ni sus hijos propios y ajenos le arrimaban apenas un indicio. Acomodó aún más su cuerpo cansado y con el brillo que sólo los muertos regalan en su mirada opalina, esbozó un grito sordo y se dejó vencer por el sueño. A la mañana siguiente, el empleado municipal encargado del mantenimiento de la plaza lo despertó casi tiernamente, tocándole el hombro con el mango de su rastrillo. Juan abrió sus ojos a las franjas rosáceas del día que comenzaba. No recordaba su nombre, ni su historia, ni los colores, ni su rostro, ni el sonido que hacen los trenes. Y se echó a llorar. Incontrolablemente, como un niño sin consuelo, como un viejo sin familia, como un sobreviviente. El encargado de la plaza sintió en el último sótano de su alma una congoja que nunca antes había sentido. Fue invadido en un instante por toda esa honda pena que había mordisqueado esa pobre alma durante años. Sin siquiera pensarlo, lenta y firmemente, fue desplazando a Juan de su lugar para recostarse en el mismo banco que lo viera trabajar desde hacía más de veinte años. Juan se incorporó y se alejó lentamente. Cada paso que daba una mueca parecida a una sonrisa dibujaba su rostro como si fuese de arcilla. Después de más de media vida, se había vengado de la tristeza, regalándosela macabramente a un pobre incauto. Su figura espigada y orgullosa se fue perdiendo entre la bruma otoñal.

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Mirta Linda Saiegh

VENGANZA

Nunca me dejaban subir al sillón. Desde chiquito siempre veía cómo los más grandes se sentaban en él y miraban la televisión. Parecían cómodos, lo disfrutaban. Yo no podía subir solo porque mis pequeñas piernas no me lo permitían y ellos no me dejaban. Nunca entendí bien por qué, quizás por ser el más chiquito de la casa y tenían miedo a que pueda caerme, quizás por miedo a que lo rompa o lo ensucie, no lo sé, pero cuando veía que ellos lo disfrutaban, a mí me daban ganas de saber qué se sentía. Fui creciendo y mis piernas se hicieron cada vez más largas, hasta el punto de poder escalar solo al sillón. Un día, cuando toda la familia estaba sentada, quería pasar un momento con ellos, me trepé, me senté al lado y los miré. Se enojaron, me gritaron y me golpearon. Dijeron que no me podía subir. Los miré triste y me fui a jugar con mis juguetes, con un juguete viejo que me encantaba, intentando pasar el mal momento. Ese día entendí que no tenía que hacer eso, al menos mientras los más grandes estén en casa. Ellos seguían disfrutando, yo lo seguía viendo como el objeto deseado, más por el hecho de no poder usarlo que por la comodidad. Un día, cuando todos se fueron, decidí vengarme, vengarme de la falta de explicaciones, de que ellos puedan disfrutarlo y yo no. Me subí al sillón, me acomodé y dormí la siesta más cómoda de mi vida. Desde ese día, cada vez que los grandes se van, aprovecho para acostarme a dormir, pero estoy siempre atento a cuando suena la puerta, para bajarme rápido antes que lleguen ellos, pararme sobre mis cuatro patas e ir a saludar a quien entró moviendo la cola.

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Cristian del Rosario

VENGANZA

Vio la pequeña llaga y supo inmediatamente qué significaba, pues era enfermera matriculada, la mejor de su promoción. Por un segundo recordó cuando se recibió con honores, lo cual no sólo fue el orgullo de sus padres, sino el orgullo de todo su pueblo, Postdam, cerca de Berlín; hasta había aparecido su foto con la noticia en el periódico local. Como buena alemana, ser reconocida por su esfuerzo, le había causado una enorme felicidad. Se miró en el espejo pero apenas reconoció aquella persona que había sido feliz. Tenía veintiséis años, hoy parecía de mucho más, mantenía, pese a todo, la teutona belleza que le daban sus incomparables ojos celestes y su pelo rubio, igual a su padre. Su cuerpo, aunque ahora algo delgado, mantenía sus duras y robustas formas, que, con su altura, se imponía como centro de todas las miradas cuando ingresaba en algún lugar. Volvió a ver la llaga y supo que estaba condenaba a muerte. Porque ser la más inteligente, el orgullo de su pueblo, la más excelsa joven germana, eran cualidades que ya no valían de nada en el campo de concentración. Ser judía la había reducido a la condición de una cosa. Solo su belleza la mantenía viva, había sido rápidamente puesta en la Freudenabteilung, la división de la felicidad, en donde, junto con otras chicas judías y polacas, era obligada a prostituirse como diversión de sus captores, a los que, algunos de ellos, conocía desde chicos. Pronto dejó de asombrarse por la brutalidad y la violencia de aquéllos que consideraba sus compatriotas; y el dolor dio pasó al odio, un odio larvado, feroz, tan preciso como oculto. Cuando meditaba qué hacer escuchó la marcial orden que la llamaba a cumplir con sus deberes, la cual sirvió para despejar todas sus dudas. Se terminó de maquillar –en especial ocultando la herida-, se puso lo más hermosa posible y esa noche se mostró más que predispuesta. Esta

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vez no fue la muñeca rubia sin alma de siempre, por el contrario, fingió haberse rendido, como una buena hembra, a la fortaleza de sus amos. Tuvo sexo con casi todos ellos, aceptó más de uno a la vez en su cama. Ella reía, los besaba, los provocaba, una y otra vez, les hablaba con las palabras que ellos querían oír, creando la ilusión de que había sido seducida, la ilusión de que ellos eran los que habían logrado enamorar a esa mujer, la cual nunca -ni en sus mejores sueños-, hubieran imaginado poseer. Durante horas simuló ser la mejor de todas las putas, hasta tal punto que las demás chicas fueron casi dejadas de lado, al no ser tan participativas como ella. Pero no todo era fingido, sus risas no lo eran. En cada encuentro pensaba en el seguro contagio de la sífilis que había descubierto horas antes en su cuerpo disfrutando la suerte que les aguardaba a sus amantes. Así, esa noche, Tanatos, verdadero señor de Auschwitz, se disfrazó de Eros.

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Aitor Arjol

QUE LAS AGUAS ESTÉN EN CALMA

Que las aguas estén en calma. Eso me dictaba la conciencia. Que estén y calma y, después, ya se verá. Un cosmos que no entendía. Y para qué, me pregunté. El rencor es como un autómata con mala leche o poco agüero. No sirve nada más que para verter las lágrimas cabeza abajo. Por eso boté el cigarrillo a la pileta y me marché para allá arriba. Bien lejos de Palermo, no fuera que me atropellara la furia de algún colectivo en pro de mis ojos. Una tarde tranquila con poco por hacer. Parque arriba. Cedro abajo. El mesero, ese que anima tanto al Boca más que al River, me saludó al pasar, con su trapo oscuro colgando del hombro, con el que limpia el relajo de sus clientes, así sea cerveza o un simple café en manos de Dios. Andrea también, la del bazar, la del todo a no sé cuántos pesos o dólares o soles, porque solo sabe su esposo de dónde viene realmente. Pero me sonrió, con una cortesía inusitada, más que por verme pasar, por intentar averiguar la verdadera naturaleza de mi huida. Así que elevó la mano, desde un costado del escaparate y yo seguí mi sendero, sin mayor albur que el doble sentido de la esperanza. Las aguas estarán en calma. Me repetía incesantemente. Volverán a su cauce como el buen capitán que gobierna su propio puente. Me acerqué al quiosco. La prensa del día. El Clarín. A ver qué dicen. Tiroteos. Un par de accidentes de tránsito. La reclamación de una vecina que concluyó en desastre para un porteño de dudoso calibre. Los deportes. El último regalo de Maradona. La pollera de una vieja amante. Nada nuevo bajo el sol. Frase que de alguna parte vino, pero ignoro de dónde. Y continué caminando. Encendí otro cigarrillo nuevamente. Con los labios sueltos. La llama del encendedor ahí seguía. Tardé en desprenderme del encendedor hasta que sentí un vivo escozor en la punta de los dedos. Un joven con sotana se cruzó en dirección contraria y también me sonrió, con un leve arqueo de cejas y continuó su trayecto, me imagino que a la parroquia de esos pocos devotos que todavía quedan y amén por ellos así como por mí. Ya llego. Desde aquí las vistas serán gloriosas. Una especie de Maracaná urbano. El cigarrillo sigue su curso hacia la demoledora desembocadura del filtro y, cuanto más camino, más emigra la sed de una supuesta palabra. ¿Venganza? Pues dejen que les diga que, ante semejante panorama de vida, las aguas siempre vuelven a la calma. Así haya muerto mi padre esta mañana, y me haya recordado en el último suspiro aquellas picanas que antaño cometieron las milicias. Si él me trajo para que la memoria no fuera un vahído ausente, es porque la vida se tomó una justicia más bella. ¿Venganza? Ya pasaron esos tiempos de los ochenta.

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El cosmos de las viejas botas a las que ordenaban sacarle el lustre con la inocente lengua de un recluso. Claro que, como era niño, me escondía debajo de la incipiente colcha de la cama y no me enteré de nada. El caso es que no recuerdo a mi verdadero padre, bien comienzo a buscarlo. ¿Venganza? No sé qué tanta culpa tenía éste que se me fue.

.......... Ambientación: Recuerdo muchas lecturas de narrativa argentina. En particular, los cuentos de Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y una vieja tesis que hice sobre los procesos de memoria colectiva en torno a la dictadura argentina. En particular: el caso de tantos niños desaparecidos, que terminaron en manos de familias afines al régimen. No conozco Buenos Aires y, por lo tanto, cualquier ficción tiene sus severas limitaciones. También desconozco qué tan perfecto sea desde el punto de vista estrictamente literario. Pero se me ocurrió ir desviando la atención para que el lector creyera que la cuestión nada tuviera que ver con un padre. Espero que el desenlace se comprendiera.

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Roberta Garibotti

PRÓXIMA VIDA

Llegué, como todos los jueves, con el tiempo justo, muy justo. No soy buena manejando; apenas logro conducir mi propia vida... y con cierto éxito. Bajé por la colectora, logré cruzar una calle doble mano por la cual se atraviesa un puente para volver a subir a la Panamericana. No fue nada fácil, todos estaban apurados, nadie me daba el paso. Además debía pasar y entrar con el auto a una estación de servicio donde siempre estaciono ya que es un lugar iluminado y seguro. Una vez logrado mi primer objetivo, encontré justito un sitio para dejar mi coche aparcado; era fácil para maniobrar y bien cerquita del ventanal del minimercado de dicha estación de combustible. Como había una camioneta saliendo, esperé que se marchara para colocar prolijamente mi vehículo. Antes de poder realizar mi operación, un joven que manejaba un Volkswagen, se metió raudamente y en una única y acertada maniobra ocupó el feliz espacio que yo estaba esperando con gran regocijo, por haber hecho tantas buenas elecciones. Decidí quedarme en el auto y esperar que el muchacho bajara de su vehículo:

− Flaco, me caminaste el lugar −le dije, al tiempo que bajaba la ventanilla del asiento del acompañante que estaba vacío. Confieso haber levantado un poco la voz y haberme dirigido a él con un tono grosero, no por las expresiones, sí por el estilo verbal, algo popular y desenfrenado. El pibe se rió y me dijo mientras bajaba apurado:

− No me di cuenta. Al responder se acomodó la gorrita (parecía ser operario de alguna fábrica de la zona), e hizo un gesto levantando las dos manos con las palmas hacia arriba como diciendo "qué va a hacer, soy varón, gané". Dejé mi coche desprolijamente estacionado en forma diagonal y obstruyendo la posibilidad de que otros pudieran bajar en el McDonald's que está ubicado al lado; ya nada me importaba. Tenía hambre y sed de venganza.

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Lo seguí cual periodista de Crónica esperando a un presunto violador. Corrí tras él; no quería perderlo de vista. Ya tenía muy claro mi pensamiento hecho palabras. Constaté que el individuo entró a un cajero automático, esperé con paciencia asesina. Cuando retiró sus billetes, los contó, los colocó en el bolsillo del mameluco engrasado, miró para los dos costados y encaró para salir. Ahí, en ese desafortunado (para él) momento, interrumpí su paso; le dije:

− En la próxima vida vas a ser mujer y te van a "garcar".

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Gisela Krapf

FALACIA DE LA MUJER GRIEGA

Ya pasaron muchos años desde que las vi por última vez, mis queridas Clitemnestra y Yocasta. Ese día hicimos un pacto, habíamos decidido hacer infelices a nuestros respectivos maridos. ¿Por qué? Simplemente porque no habíamos tenido elección al casarnos con ellos, no tuvimos voz en decidir con quién íbamos a pasar el resto de nuestras vidas, a quién íbamos a recibir en el lecho, besar, tener su descendencia. Hemos soportado las cosas más injustas y hasta atroces de ellos. Todas teníamos una razón para vengarnos, pero nunca planeamos llevar todo hasta aquel punto. Íbamos a saborear en silencio sus desgracias, de la misma forma en que tuvimos que callar tantas cosas que nos pesaban. Yo, Fedra, tuve que casarme con Teseo, el mismo que se enamoró de mi hermana, Ariadna, a quién perdió en brazos de Dionisio, y claro, yo fui su premio consuelo. Mi marido mató a mi hermano, mi pobre hermano que no tuvo la culpa de nacer un monstruo, y al matarlo fue consagrado como héroe y nos recibió como trofeo a las dos ¿Cómo no iba a enamorarme de Hipólito? Joven, virginal, hermoso, honesto ¿Cómo, si nunca antes estuve enamorada? Sería mi venganza perfecta, hacer infeliz a Teseo, como él hizo conmigo y con mi hermana. Clitemnestra, querida amiga, la esposa abandonada. Tuviste que callar mientras tu hija Ifigenia fue sacrificada en Aulide para que las naves griegas pudieran legar a Troya, por el solo hecho de conquistar un reino. Claro que quisiste hacer que Agamenón pagara por ello. Encontraste en el joven Egisto el sustituto perfecto para esos diez años de soledad, y enardecer los celos de tu marido. Pero no debía llegar tan lejos tu venganza, no terminar en un crimen y manchar tu estirpe completa con la sangre de la familia. Tu nefasto esposo no debía regresar con esa hermosa adivina, Casandra, tan joven, tan pura. Él debía sentir celos, y no pavonearse con su victoria y su nuevo juguete. Y el ingrato de Orestes, tu hijo ¿cómo tomó partido en favor de su padre? ¿Cómo lo hizo Electra? Tú los habías cuidado durante diez años, sola. Él había matado a la hermana de ellos ¿Cómo no se dieron cuenta de que podría haber sido cualquiera de ellos dos quien podría haber estado en su lugar? Aun así te mataron, amiga mía. Y tú, Yocasta, hermosa Yocasta, perdiste a tu amado Layo en manos del propio fruto del amor de ambos, Edipo. Tuviste que renunciar a él, tu único hijo, por un vaticinio, y lo creíste muerto, lo cual heló tu sangre

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definitivamente. Y luego, no sólo lo encontraste vivo, sino que tuviste que casarte con él y tener sus hijos, los cuales ¡qué horror! son tus propios nietos ¿Qué error puede, acaso, ser más atroz que ese? El salvador de Tebas, el que venció a la esfinge, el más justo, amoroso con su pueblo, Edipo, a quienes todos aman, el padre piadoso y venerado ¡por todos los dioses! era tu propio hijo. Te casaron con él, sin saberlo, como agradecimiento por haber salvado a Tebas de las pestes, sin saber que de esa forma condenaban la ciudad aún más. Y el pobre Layo, muerto en el camino por su propio hijo, sin siquiera saberlo, ni poder detenerlo ¿Cómo no ibas a matarte amiga? Tu plan había sido hacer desdichado a Edipo, queriendo que no descansara hasta encontrar al causante de la peste, y que de esa forma se lo despojara del trono para que en su lugar reinara Creonte, tu hermano. Pero eso te llevó a conocer la horrible verdad oculta en tu vida y tu matrimonio, y claro que no la pudiste soportar ¿Quién puede culparte por no querer hacer frente a semejante condena? Yo estoy cansada de tanto dolor. Acaso la mujer griega nunca pueda ser feliz. Lo mejor es huir de la vergüenza, no seguir sintiendo la culpa por la muerte de Hipólito, abandonar el juicio de todos. Debo acabar con el destino que ¿quién sabe dónde más me llevará? No quiero pensar más en el plan que habíamos elaborado, que terminó por matarnos a las tres. Es que, al final, jamás, ninguna de nosotras, pudo elegir.

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Fer Iñarra Iraegui

LA VENGANZA BIEN CALCULADA

Algo brillaba junto a la gran puerta de entrada. Era una espada, hermosamente ornamentada. Yo conocía esa arma. Al ver el humo que salía de arriba del edificio, rápidamente supuse lo que había ocurrido. El valiente guerrero, que se paseaba siempre frente a nuestro portal, atento a ayudar a las damas en apuros o a los caballeros que así lo requiriesen, no estaba en su puesto. Seguramente, al ver el humo y escuchar los gritos de auxilio comenzó a subir por los balcones, intrépido, para llegar con presteza al lugar donde el peligro lo llamaba. Sabía que las niñas estaban a merced de Dragón. Había visto partir a la avinagrada madre cuando salía rauda y veloz en su ostentosa carroza con rumbo desconocido. Sin perder un minuto, había trepado, aún poniendo en peligro su propia vida. Al llegar arriba, todavía debía saltar la fosa que separaba el frente de la construcción de las jóvenes en apuros. Dragón las tenía acorraladas, nadie podía acceder hasta ella ni ellas escapar del terrible final. El enorme animal bufaba y chillaba, tiraba zarpazos, mientras sus verdes ojos emitían destellos que erizaban la piel del bravo espadachín. Dragón había estado elucubrando su venganza desde hacía mucho tiempo y en sus ojos se veía ese rencor, cómo iba creciendo, cómo se convertía en un profundo odio y desprecio hacia esa madre castradora que tenía varias caras… En cuanto volvió de aquel veterinario después de esa intervención, ya nunca había sido el mismo. Hoy sería el día. La venganza estaba en marcha. Lentamente fue corroyendo y masticando los cables de las luces del árbol navideño, mientras ella estaba desprevenida. Para estas fiestas, así como ella se había hecho cargo de su descendencia un año atrás, él se estaba haciendo cargo de la de ella, hoy. ¡¡Miau!!

PD: Al final, la amargada del 8° estaba haciendo asado y la espada era del revoltoso del 2°A, que tira todo por la ventana. Más aburrido mi edificio no puede ser. 40


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Paula Ancery

LA VENGANZA

Nunca le había pasado que la realidad se pusiera tan poética: si lo hubiera visto en una sitcom, habría reactivado la incredulidad inmediatamente, porque una casualidad tan enorme era inverosímil hasta la ofensa. “Bollywood”, habría pensado. Y habría cambiado de canal. Pero sucedía. Más de veinte años y vaya a saber cuántos miles de kilómetros después, era ella. Trató de que cupieran dudas, pero no hubo caso. Si bien en El Corte Inglés había una multitud de gente porque se aproximaban las fiestas; si bien a su victimaria de hacía 25 años –lo comprobó con satisfacción- el tiempo le había pegado mal, la imagen se correspondía exactamente con la de ella, aquella “compañera” de trabajo que le había hecho una cama y la había dejado en la calle nada menos que en 1989, el año de la híper. ¿Y por qué le había hecho eso, si trabajaban en diferentes sectores y ella, la que había ido de compras, en aquel entonces no podía afectarla ni para bien ni para mal, ni hacerle sombra ni serrucharle el piso? A ella, la que ahora estaba comprando, le había llevado un buen tiempo entender por qué su ex compañera, la actual vendedora de El Corte Inglés, había usado la influencia de que gozaba en la oficina por ser la amante de un capo para dejarla en la calle en plena hiperinflación, saqueos a los supermercados y un recambio presidencial anticipado. Existe cierto tipo de mujer que ante la evidencia –que suele manifestarse de inmediato- de que en cada empresa puede haber sólo UNA fémina que se destaque, inmediatamente decide que ésa tiene que ser ella misma. Ella, la que ahora estaba vendiendo, habría tenido una mala relación con su madre o, en fin, por alguna cuestión en su historia personal o, quién sabe, por ignorancia o tal vez por simple mezquindad, que es lo mismo, ella era incapaz de concebir que se pudieran tejer alianzas o trabajar en equipo con otras mujeres. Le resultaba inconcebible que otra mujer en el mismo espacio laboral pudiera ser otra cosa que una amenaza, a menos que fuera fea, vieja y tuviera inimputabilidades de solterona. Como todo su poder lo cifraba acertadamente- en el hecho de que era joven y bella, y encima ella, la que ahora estaba comprando, tenía su misma edad y también era bonita, después de unos meses de hacerle la vida imposible, a ver si se iba sola –pero ¿quién hubiera renunciado a un puesto de empleo si lo tenía, en Argentina en 1989?-, finalmente la dejó en la calle sin piedad, poniéndola en la situación imposible de tener que demostrar su inocencia. Ella, la que ahora estaba vendiendo, le imputó a ella, la que 41


ahora estaba comprando, la comisión de un sabotaje informático del que ni siquiera podía probar que no hubiera tenido lugar, porque en 1989, en la Argentina, todavía estaba lejos de ser una realidad aquello de “una computadora en cada escritorio”. Ni ella, la que ahora estaba comprando, ni el jefe de personal de la empresa tenían la familiaridad con tecnología que les hubiera permitido a ella argumentar y al otro comprender. Lo que sí sabía el jefe de personal era que la acusadora era la amante del gran jefe, y que no era cuestión de malquistarse con él. Le había costado mucho conseguir un nuevo trabajo, no sólo porque hubiera crisis en la Argentina, sino porque ella, la que ahora estaba comprando, era realmente joven y sólo tenía experiencia en otra empresa además de en aquélla que no podía mencionar en su curriculum porque de ahí la habían despedido. Pero lo logró. En esa búsqueda aprendió a impostar una confianza en sí misma que estaba lejos de sentir; una dulzura no exenta de proactividad; la manera de dejar pasar afirmaciones descalificadoras hechas como al descuido, como si fuera tonta y no las identificara como tales, pero sin dejar de transmitir que era muy capaz de trabajar como un animal; a sugerir que podía ser muy eficiente pero no por eso –nunca, jamás- más capaz que su eventual empleador. Todos aprendizajes que le fueron muy útiles y que siguió refinando a lo largo de los años, cuando ya estaba lanzada. Una vez que obtuvo su siguiente empleo, y con ello los recursos económicos que necesitaba para seguir estudiando –de noche y de madrugada, sábados y domingos, en vacaciones-, trabajó y estudió hasta que se graduó en la universidad. Y una vez que empezó a hacer carrera en lo suyo, ya no la paró nadie. “Pensándolo bien, me hizo un favor”, reflexionó la compradora en El Corte Inglés; y en seguida se tapó la boca para no dejarse ir en esa dirección, “yo, mujer tenaz y ultracompetente”, porque la verdad era que no lo había hecho sola, que nadie hace nada solo, que a ella, además, la habían ayudado otras personas. Entre ellas, mujeres. Que la habían ayudado por las buenas. De hecho, lo que la llevaba a El Corte Inglés en una fecha tan poco apropiada o, mejor dicho, apropiadísima para desperdiciar una tarde en vacaciones, era un encargo que le había hecho una amiga y colega, en Buenos Aires. “Lo cual no quita que haya que ser tremenda hija de puta para haber dejado a alguien en la calle en Argentina en 1989.” Y su enemiga, ¿se habría redimido? ¿Habría reflexionado? Le escrutó la cara, a ver si podía deducirlo de su expresión. Pero lo único que leyó en ella fue cansancio. No era difícil de entender, y no sólo porque ahora tuviera un trabajo que requiriera estar muchas horas de pie (la que estaba comprando recordaba anécdotas de chicos que eran jóvenes ahora, y que estaban dando sus primeros pasos laborales en lugares como Farmacity: lo que cansaba no era sólo la aridez, la cortedad del salario ni la precariedad del contrato a prueba: era, ante todo, pasarse las horas sin poder sentarse). El devenir de la que estaba vendiendo, 42


después de que se perdieran de vista en 1989, era una historia que se contaba sola. En algún momento, su protector de los 20 años había dejado de protegerla. Librada a sus propios recursos, ella lo intentó hasta que llegó un momento en que, como tantos, puso proa hacia el Primer Mundo, hacia el único país del Primer Mundo cuyo idioma conocía, y se fue dando un portazo, como quien declara “la Argentina no me merece, jódanse”. Se había ido a hacerse la España y había terminado trabajando en El Corte Inglés, igual que podría estar trabajando en un Farmacity si se hubiera quedado en casa. Muchas veces, la que estaba comprando había imaginado ese reencuentro, hasta que hacia 1992, más o menos, por la época en la que se graduó, empezaron a aparecerle otros horizontes que imaginar: los horizontes que ahora eran metas logradas. Ahora, en El Corte Inglés, trataba de recordar qué decía ella en esos reencuentros soñados, para hacerle justicia a la joven desesperada que había sido el año que había pasado hambre. ¿La interpelaba directamente con hija de puta? No, seguro que era algún sarcasmo. Pero ¿cuál? ¿Vine a agradecerte el favor? ¿Qué chico es el mundo? Mientras la que compraba trataba de hacer memoria, la que vendía seguía lejos y sin verla, pero había cambiado de postura. Ahora le había dado el perfil para hablar con un cliente. Tenía la espalda encorvada. Muy. La que compraba no podía quedarse más ahí parada, aunque más no fuera porque no se lo permitían los clientes cargados de compras que iban y venían apuradísimos para seguir comprando, y que ya la habían atropellado cuatro o cinco veces, y apostrofado un par. Tenía que actuar. Evaluó sus opciones y se dio cuenta de que ella, la que estaba de compras, irradiaba, si no belleza, ciertamente prosperidad. El abrigo que llevaba puesto era un Burberry. Era improbable que la que vendía supiera qué era un Burberry, pero ciertamente reconocería la calidad. Volvió a imaginar la escena del reencuentro, que ahora le quedaba a pocos metros y pocos segundos. Rápidamente entendió que no hacía falta buscar epítetos ni ser sarcástica. Bastaba con encararla y preguntarle dónde diantres estaban las medias que le había encargado su amiga, ésas que tienen un entramado en la parte que va en la planta del pie, como unos chupetitos que posibilitan caminar sin zapatos , sin resbalarse y sin estropear las medias. Preguntarle y cerrar la operación como si no la recordara o, si no, si era la otra la que reconocía reconocerla a ella, contestarle con un frívolo “ah, ¿cómo estás?”, cuando era obvio cómo estaban una y otra; o, peor, reconfortarla: “la crisis...” Le dio lástima y se fue.

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Elena Herrero Navamuel

Agotada. Siempre estaba agotada. No recordaba bien cuándo se instaló en ella esa sensación. Apenas recordaba los primeros tiempos en los que todavía había ilusión, ganas de remar, esperanza en el porvenir y resignación neutra, por ese orden. Ni resignación tenía ahora. Se dejaba llevar, día tras día, esperando que algo o alguien, alguna fuerza superior a ella, guiase sus pasos, la dijera qué tenía que hacer, hacia donde debía avanzar. No vio venir los primeros signos. Armando llegaba cada día más tarde a casa, primero nervioso y balbuceando alguna excusa, medio creíble al principio, torpe después y descaradamente falsa más adelante. Empezó a faltar el dinero. No había para el colegio de los niños, no había para calefacción en invierno y en los últimos tiempos ni siquiera para comer..... "Otra mujer" pensó. Era lo más fácil. Ojalá, pensaba ahora. Ése era un enemigo reconocible, casi vulgar. Cuando tuvo que ir a buscarlo a la timba sórdida en donde se parapetaba noche tras noche, cuando tuvo que sacarlo casi a rastras, mientras el la insultaba y gritaba fuera de sí ,cuando la golpeó desencajado ese día y después otro y otro más, se dio cuenta de que luchaba con un enemigo mucho más fuerte que ella. La palabra "ludopatía" vino a instalarse como un manto helado en sus vidas, para no irse nunca más. Esta mañana había perdido su fortaleza endeble, el muro de piedra desde el que se escondía y le había gritado e insultado con todas sus fuerzas, con toda su frustración. Le había echado en cara su inutilidad, el destrozo de sus vidas, la debilidad que lo impulsaba a jugarse todo en una partida de cartas.... No se quitaba de la cabeza su respuesta. "Me vengaré", dijo él, "y entonces sabrás lo que es vivir en el infierno". Infierno... pensaba ella, mientras subía las escaleras arrastrando los pies monótonamente… infierno es mi día a día, aguantar esta vergüenza y esta miseria…

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Al entrar en el recibidor y enfocar la vista hacĂ­a el fondo, allĂ­, colgado de una viga, pintada en contraste con el techo, encontrĂł la venganza. Girando y girando en una mueca absurda y vengativa...

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Alejandra Vitale

LA VENGANZA

Su rostro es la paleta de colores de la muerte. Todo lo que hace lleva la marca del exceso insuficiente y sigue. Decía haber dado tanto amor a los suyos. Creía les pertenecían. Los engañó, los confundió, tejía una trama para adueñarse, poseerlos. Un tiempo logró inmovilizarlos, pero no fue para siempre. Un día despegaron de sus cuerpos los hilos pegajosos de la trampa y comenzaron a partir, a hacer lo propio y de cada uno. Los actos se lo hicieron notar. No lo pudo soportar, enloqueció silenciosamente, no pudiendo controlar el dolor primero y la furia después. Hinchada por líquidos amargos, las venas se hacen ver porque lo que circula es oscuro y con la densidad de lo insoportable. Distintos gritos de desesperación tratando de atraer la atención que pretendía y no pudo reciclar. Primero se arrojó de un auto, obligando a que desconocidos levanten el peso de su cuerpo engordado por el odio y lo entreguen a sus llamados seres queridos. Luego ingirió frascos de pastillas, dos veces, las hospitalizaciones eran urgentes. Su gente expresaba culpa y responsabilidad. La calmaba el suponer que la tela volvía a entramarse intentando no dejar orificios que pudieran dar paso a nada que no lleve el sello de la posesión. Se dijo con esmero diario que los demás sabrían de ella por siempre, revolviendo y mezclando con fuerza terrorífica los ingredientes del horror. Su cuerpo fue el cuenco para la cocción de tanta frustración. Están afuera esperando que de una vez muera. En un grito de dolor, sus dientes estaban teñidos de negro por los ácidos de la venganza.

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Mariángeles Soules

LA VENGANZA SERÁ TERRIBLE

Todas las mañanas, ella salía y encontraba en su vereda el agua sucia con tierra, papelitos y hojas, y en su canasto la bolsa de la basura que la vecina se había olvidado de sacar la noche anterior; por lo tanto, al rato pasaba algún perro y la rompía ¿dónde? En su vereda. Por supuesto, varias veces y de forma amable, le pidió a la vecina que saque la basura a la noche y que cuando lave la vereda no le tire todo a la suya; obviamente se cansó inútilmente de pedírselo por las buenas. Otro día se lo dijo de malas maneras, pero ni así la vecina entraba en razón, por lo que durante una semana juntó la basura dentro de su patio y una noche fue y se la tiró toda dentro del jardín de la vecina.

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Cecilia Pérez Hillar

La verdad, no sé qué decirte, Negro. Yo soy tu amigo, pero cansa… No te ofendas, pero decirte siempre lo que hacer… Ésta y las que vengan decidilas Vos. Yo te banco, te doy la data de nuevo si querés. De lunes a viernes, por colectora, pasa un bondi sin número, justito a las doce. No te preocupes, te deben de reconocer por la cara, como a mí esa vez, porque paran, ni señas les tenés que hacer. Subís y donde veas el cartel VENDOVENGANZAS, te bajás.

que

dice

BIENVENIDOS

A

Son todas como cabañitas, sí, todas de colores, muy bien. Ah, no, cierto. No son todas de colores, las del fondo son oscuras. Vos vas ya con una idea, más bien, vas preguntando precios… ellos te la redondean, todo te explican. Tenés venganzitas, venganzonas, van subiendo de nivel y costo, obvio. ¿Gratis? ¡Qué rata! No, no hay. Ahh, no… Pará… Sí... las del fondo son gratis… ¿Por qué? Y yo qué sé, Debe de ser porque disfrutan el laburo… y vos… y vos quedás pegado para siempre. No hay vuelta. Por eso no hay que pagar. ¿Una revancha? ¿Que vos querías sólo una revancha? ¡¡Me vas a quemar la cabeza, loco!! No creo que vendan. Eso es arte, es otra cosa, talento… Ojo, creo yo. ¡Pero paraaá…! ¿Te acordás cuando la Profe de Dibujo siempre te llamaba a vos? ¿Cómo dejaste...? ¡Qué pecado! En fin… ¡Eso! Daale… Pensala, Vas, clin, clan, ¡TOUCHÉ! Y cuando pares de reírte un poco, venís y me contás la cara que puso.

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Federico Cahn Costa

VENGANZA

Años atrás pasaba, a eso de las 11 de la noche, por la puerta de mi casa, una camioneta grande con un perro en la caja. Iba a alta velocidad levantando el agua del cordón, ensuciando las veredas y salpicando a quien pasara por allí, para alegría del perro que ladraba como loco y de su dueño, que parecía disfrutar de su desconsiderado entretenimiento. Todas las mañanas las vecinas debían lavar las veredas, que duraban limpias hasta las 11 de la noche. Las quejas y el mal humor se palpaban en el aire del barrio. Puse carteles pidiendo que no lo hiciera más y fueron ignorados. Intenté una noche detenerlo haciéndole señas y casi fui atropellado. Ya cansado del asunto, decidí aplicarle el Código de Hammurabi de Villa Ortúzar. Avisé a mis vecinos, que estaban tan enojados como yo, lo que iba a hacer, para que no fueran víctimas de la máquina infernal que construiría y creí ver en sus miradas un brillo de complicidad y satisfacción. Tomé una tabla de un par de metros de largo y unos quince centímetros de ancho y la llené de clavos de buen tamaño. Luego, a eso de las once menos cuarto, puse la tabla en el agua de la calle con unas piedras pequeñas encima para que no flotara. Era simpático ver a los vecinos, y sobre todo a las vecinas, asomados a las ventanas como nunca antes y nunca después. Fue la última vez que pasó la camioneta.

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Maribel Martínez

Francisco Jonatan era un muchacho calmo, buena persona, amaba los animales, soñaba el día de graduarse de veterinario. Uno de sus amigos se mofaba todo el tiempo de él, por su lagartija, sus dos perros y tres gatos negros, y sus tortugas terráqueas, que amaba y cuidaba como a sus niños. Su novia, igual a Fran, estudiaba lo mismo. Llegó ese día de pura burla y desestimación a su ser. Y se vengó. De los cinco conejos preciosos que ese amigote burlón tenía abandonados entre su casa y la calle, Francisco Jonatan se los llevó a su casa, los aseó y les dio abundante comida a esos animalitos maltratados y casi desnutridos. El burlador, fue el hazmerreir de todos y además acusado por el barrio de no proteger a los animales.

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M Pilar López O.

LOS GRIEGOS

Marquitos presionó con fuerza sus orejas, discutían otra vez. Papá susurraba hiriente, mamá lloraba, elevaba poco a poco la voz.

− ¿Por qué me haces esto? No puedo seguir así. − Ya lo hemos hablado, nada de divorcio, no es para tanto, tienes lo que quieres. Mamá dijo algo más; luego, algo inaudible, como un susurro venenoso, le llegó hasta su escondite al fondo del armario. El llanto manso de mamá, los pasos firmes escaleras abajo y la puerta al cerrarse, sin violencia, como siempre. Mamá sigue y sigue, y algo en su desconsolado tono hizo que Marquitos esta vez no saliera a abrazarla fuerte, fuerte, fuerte, a decirle, "mamita, mamita, cura, cura sana, ya no duele más, pasó, pasó…" esa imitación que le salía tan bien y siempre le cambiaba el humor a su mamá. Cogió de nuevo el libro de papá, lleno de palabras largas y raras, donde salía Helena de Troya, que era tan guapísima, seguro que mucho más que Diane Kruger en la peli; Ulises, que volvía después de veinte años y con su hijo Telémaco recuperaba su reino y mataba a todos los traidores pretendientes; Edipo, que tuvo tan mala suerte el pobre... Y las Furias, que todas las películas ponían como brujas, a las que Marquitos imaginaba un poco como a Doña Paz, la profe de Cono, con sus ojos duros que se te quedaban dentro cuando hacías algo malo y ya no puedes repetirlo en semanas porque te quema esa mirada sólo con pensarlo. Se durmió allí adentro, detrás de los abrigos, y ahí le encontraron horas después. Todos lloraban y la tía dijo "¡Por Dios, que no la vea!", y entonces supo que mamá se había muerto, porque lo decía ella tantas veces, "Me estás matando, Marcos, lo sabes, me estás matando", cuando discutía con papá y pensaba que no los oía el niño. Luego todos se volvieron un poco locos y papá le hizo una caricia distraída y vino la policía y todos dijeron que estaba muy deprimida y tomaba esas pastillas porque no podía dormir y que no respondía al

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tratamiento, y eso último no lo entendió muy bien porque a Marquitos siempre le contestaba cuando hablaban. Y pensó para consolarse que ya había descansado. Tantas noches con mamá contando cuentos y él aguantando el sueño para que ella no se quedara despierta llorando. − Otro cuento mamá, no tengo sueño, cuéntame el del caballo Pegaso.

− Vale, mi niño, tienes suerte, nunca serás capaz de entender las cosas malas que hacemos los mayores, siempre serás un niño, mi niño. Y a Marquitos mucho no le gusta eso, aunque ya sabe que no es listo y le ha costado tanto aprender a leer, pero ya sabe, y eso que papá hace años que se cansó de enseñarle sus libros de Mitología y ya nunca le dice eso de "Los griegos fueron el culmen de la civilización," porque es profesor en la Universidad y usa palabras así de raras. Y unos pocos meses después papá se trajo a Marisa, que es rubia y caprichosa, y es hija del nuevo rector. A ella Marquitos no le cae bien, y quiere que papá le mande a un colegio especial, pero papá dice que los abuelos no se lo perdonarían y que hay que esperar. Marisa grita a veces, y a veces también les insulta a los dos, y cada vez dice más a menudo que para eso no ha cambiado ella su vida, para enterrarse en esa casa, y que le arruinará si le pilla con otra y que le pedirá el divorcio y se quedará con todo. Entonces Marquitos se esconde otra vez en el armario que ya no tiene la ropa de mamá porque esta otra la tiró toda. Papá sale cada vez más, como antes, y llama a escondidas a chicas y se ríen mucho otra vez. Ya sabe Marquitos, buscó en sus bolsillos y de nuevo hay recibos de hoteles y de restaurantes, y los guarda también antes de que Alissa los limpie. Ya no es para que mamá no llore. Ahora tiene un plan, que es como los planes de los héroes griegos, y tiene que ir poco a poco porque sabe que no es listo y si sale mal no sabrá arreglarlo. Esa mañana, cuando Alissa salió a hacer la compra, ella se asomó a la alta barandilla y le gritó

− ¡Tú, sube a tu cuarto, no quiero verte espiando por ahí como siempre, pequeño monstruo! Y se apoyó fuerte como hacía siempre. Entonces se rompió el pretil y ella se cayó de cabeza. Quedó abajo, muerta, llena de sangre.

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Marquitos no tiene miedo, las Furias se han callado de repente, las Furias que gritaban cuando mamá lloraba, cuando mamá se suicidó, cuando papá se casó con Marisa, cuando ésta tiró todas las cosas de mamá menos sus joyas. Ya no es más un niño, es un hombre y un hombre tiene que vengar a los suyos, como Orestes, eso es lo que dicen los libros de papá. Cuando llegó la policía él lloró muchísimo y encontraron los recibos donde los había dejado. Y dijo el comisario

− Dos muertes en año y medio, esto me huele muy mal, revisa el caso anterior, González. Ya sabe que nunca imaginarán que él aflojó las barandillas, creerán que papá se cansó también de Marisa como de mamá, porque discutían tanto y todos los criados habían escuchado. Y esa noche Marquitos soñó con su madre, y ella sonreía y comía un pastel de limón y le dio a él la mitad, como hacía siempre, y le dijo, "qué dulce, mi niño, es como la venganza de dulce". Y qué raro que mamá dijera eso, pensó Marquitos en su sueño. Y luego vino Ulises y le dijo "Los hombres de honor defienden y vengan a los suyos" y mamá le dio un abrazo muy, muy fuerte.

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Julio Fernando Affif

LA VENGANZA DE LA CONCIENCIA

La noche se había filtrado lentamente entre los vahos perfumados por azahares de un otoño que hacía poco había comenzado. La quietud palaciega, más que convocar a la placidez y al ensueño, generaba en el ambiente un presagio aterrador que contrastaba con otras veladas de festines y desenfrenos. Acurrucado en las sombras de su laboratorio que ahora le parecía más una prisión que un sitio de investigación, Andrómaco sollozaba internamente clamando por su expecto patronum que él creía lo había abandonado. Lúgubres le resonaban los comentarios de Agripilina y Langosta regocijándose por los resultados de sus maquinaciones. Una extraña sociedad se había conformado entre estas dos siniestras mujeres a pesar de las diferencias de rango y estirpe. Él las había escuchado sin que ellas lo advirtieran; murmuraban quedamente -lo que le impedía oír con claridad- cuáles aspectos tenían que cuidar cuando analizaban sus macabros planes. Era la noche anterior al fatídico 13 de octubre del año 54 de Nuestra Era, que cambiaría la historia de Roma, o lo que es lo mismo, la historia del Mundo. Una frase de Agripina, breve pero terriblemente impactante, lo había trastornado: “Hay que acabar con cualquier obstáculo que pueda interponerse”. Y él era un obstáculo. Se sentía un obstáculo. Y vaya si lo era, porque tal vez fuera la única persona del Imperio capaz de neutralizar los efectos del hongo con forma de pene, terriblemente letal pero de lento efecto, y eso lo transformaba involuntariamente en enemigo de las conspiradoras.

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La madrugada lo sorprendió semi despierto, pero enormemente fatigado por la angustia y el insomnio. Sus ropajes, empapados de un sudor cargado de adrenalina, emanaban un olor que tapaba los perfumes del jardín y una aletargada inmovilidad aumentaba la fetidez del encierro. ¿Qué hacer? Era la pregunta que lo acuciaba insistentemente y, como le sucedería más adelante, las furias de la venganza parecían acosarlo, aun cuando él no era partícipe, sólo cómplice involuntario de uno de los magnicidios más resonantes del Imperio Romano, cuyas consecuencias continuarían repercutiendo 2.000 años después. Pero él, más allá de la condena de su propia conciencia, no era agraviado por ningún ataque conspirativo. Nadie se metía con él. Nadie lo acusaba de nada. Nadie, en definitiva, le hacía cargos por su inacción. Resultaba particularmente notable que lo ignoraran tan abiertamente. A él, que podía echar por tierra con sus conocimientos científicos, las aspiraciones de esta monstruosa familia que no dudaba en aplicar los métodos más abyectos para la consecución de sus fines. Nadie lo atacaba, pero el dolor inmenso de la culpa era más doloroso que cualquier venganza. La venganza más terrible es la que proviene de nuestra propia conciencia.

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Luis Alfonso Martín Delgado

MUERTE A PLAZOS

Le costó decidir qué haría, ahora que lo tenía tan cerca y a su disposición. Esa misma disposición a la que con tanta impostura el otro se puso, tiempo atrás, en la oficina bancaria donde negociaron la hipoteca de su casa el día en que comenzó la ruina de su vida. Aquel contrato sin ningún tipo de problema que acabó siendo el problema de su vida y la de su familia cuando las cosas vinieron mal y se quedó sin trabajo. A partir de ese día, la sonrisa alegre y afectuosa desapareció de la cara del director de la sucursal, sentado en su cómodo sillón tras la mesa de su despacho, para dar paso a una expresión seria y grave que no dejaba lugar a la duda: no había salida. La misma conclusión que expresaban hoy sus labios apretados y su cara desencajada, amordazado y amarrado a una silla en la cocina del pequeño apartamento al que tuvo que mudarse tras perder la casa por desahucio. No hubo salida, a pesar de los intentos de negociación, promesas, súplicas y humillaciones que se sucedieron durante los meses que se prolongó la agonía de su vida familiar, hundida por la desesperación y la ausencia de un futuro que compartir. Tampoco parecía haber salida para el momento agónico que se estaba preparando en esa cocina. La misma avaricia profesional que había provocado la derrota de ese hombre desesperado ahora había provocado también la de su causante. Cuando un grupo de clientes asaltó la sucursal reclamando la devolución de los ahorros que el banco se negaba a devolver amparado en las cláusulas ocultas de un contrato firmado, el director tuvo tiempo de salir por una puerta lateral al portal del edificio y tratar de esconderse en la última planta. En el rellano de la escalera lo encontró el hombre desahuciado, que ahora vivía precariamente en lo que fue la vivienda del portero, en la terraza del edificio. Con la misma impostura que años atrás fue atendido, le ofreció, hasta que se calmara la situación, refugio y protección, cuando en realidad le estaba dando prisión y desamparo. También le ocultó que en el vaso de café que le ofreció no sólo puso unas gotas de edulcorante, sino también otras muchas del somnífero que cada noche se veía obligado a tomar para que su mente olvidara la realidad y pudiera descansar algo.

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Todo eso lo hizo de una manera natural, sin pensarlo ni haberlo deseado nunca. Con una impensada y sólo aparente fortaleza había ido reaccionando a cada golpe que había ido recibiendo. El trabajo, la casa, la familia, el presente y el futuro, todo había desaparecido de su vida en un proceso encadenado que nadie hizo nada por frenar. La justicia… la ley estaba de parte de ellos. Pero ahora tenía la oportunidad de modificar esa frase. Ahora él estaba escribiendo el guión y dirigía la escena. Durante el tiempo que el director estuvo inconsciente pensó y repensó una y otra vez lo que estaba haciendo. Tuvo oportunidad de deshacerlo todo, esperar a que se despertara y ayudarle a salir cuando el problema en la sucursal se hubiera resuelto. Varias veces estuvo a punto de desatar el cable eléctrico que lo amarraba. Tantas como permaneció quieto, mirándolo en su sopor, mientras los primitivos impulsos de venganza cortocircuitaban las conexiones de sus neuronas, impidiéndole razonar de acuerdo con sus principios personales. Finalmente, el director despertó. Cuando miró a los ojos del hombre revivió en unos segundos el proceso que le había llevado a perder todo lo que tenía sin que él hubiera hecho nada por impedirlo. Desde el otro lado de la mirada, los ojos perdidos del hombre perdido estaban ya viendo cómo el director iba a vivir el mismo proceso de forma acelerada en unos segundos, tantos como los que tarda la fuerza de la gravedad en acelerar dos cuerpos unidos a una silla desde una planta 10 a la calle.

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María Gabriela Failletaz

LA VENGANZA

Aunque le resultaba menos tierna y más elástica que la bola de lomo, la nalga o la cuadrada, el Dr. Dark logró filetear aquella masa babosa en finos bifes de milanesa de dos milímetros de espesor. Embebió cada uno en el huevo batido previamente condimentado con abundante sal, nuez moscada, ajo y perejil. Mientras el aceite englobaba en llagas su piel ardida, golpes secos y acompasados de puño cerrado descargaban las tensiones acumuladas en la semana sobre las plantillas irregulares rebozadas en pan rallado. El papel absorbente terminó de dar el punto crujiente a la consistencia. Las colocó en una fuente en forma de rayos alrededor de la guarnición y se sentó a esperar. A las veintiuna horas llegaron los amigos entrañables, los residentes de obstetricia, los mismos que en su despedida de soltero le habían cargado la copa con un cóctel de somníferos y enyesado la pierna completa, yeso que arrastró hasta el altar, y luego al Caribe y a la cama nupcial los diez días que durara su incómoda luna de miel. Dark, ginecólogo y obstetra altamente reconocido, hoy agasajaba a sus invitados con el exquisito menú preparado por sus manos expertas. Al culminar la cena, llenaron las copas de champagne y todos brindaron para felicitar al cocinero. Alzando la copa del ahora vino cristalino, con una mueca irónica y burlona explicó:

− Distinguidos colegas, amigos queridos, sepan que hoy han probado mi nueva especialidad: milanesas de placenta.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 16 DE NOVIEMBRE DE 2014


LIPE


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