MUÑECOS

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MUĂ‘ECOS


Portada Carmen Navajas


MUÑECOS


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CONSIGNA DEL DOMINGO 19 DE OCTUBRE DE 2014

Tema

LOS MUÑECOS

Ponente

DIEGO ALBÉ

Los conocemos desde muy pequeños aunque ellos son tan viejos, casi eternos. Como evocación de nuestra infancia o anticipación de nuestra vejez. Los muñecos, capaces de los sueños más tiernos o las pesadillas más atroces. Alter ego de nuestras voluntades más festivas o de oquedades inconfesables. Los muñecos no tienen vida y acaso por ello no mueren nunca. El relato que los mencione, sugiera o los haga principales protagonistas, puede estar basado en un suceso real o fantástico; da igual, ya que los muñecos igual se reirán o llorarán por nosotros. A escribir por ellos entonces. Buena semana para todos.

Daniela Acher

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Antonio Lendínez Milla

EL MUÑECO

Gateaba por el suelo de madera, corriendo como una lagartija por toda la casa, manos y pies de rodillas a toda velocidad, se movía a cuatro patas, aún no sabía andar. Sus padres habían quitado todas las cosas que pudiera agarrar y hacerse daño con ellas. Los cantos de la mesita baja del salón estaban protegidos con esponjas y cintas adherentes, para evitar accidentes. Ya había experimentado el golpe en la cabeza al perder el equilibrio, y caer sin fuerza al suelo. Tenía un chichón de hacía unos días. Aún le dolía, cuando su madre o su padre lo bañaban, cuando le rozaba la toalla al secarle la cabeza. De los juguetes que había en su habitación, le intrigaba el tentetieso, con su sonrisa abierta, siempre tieso. ¿Cómo haría para estar siempre de pie, y mantenerse así, siempre derecho? Con lo que a él le costaba no caerse al suelo al ponerse de pie. Empujaba al muñeco y se levantaba enseguida nada más soltarlo, con un ruido especial. Ningún juguete hacía aquel sonido tan extraño. Ya había probado lanzarlo lejos con la mano: siempre aquel ruido, un continuo vaivén, y, otra vez derecho. No era como los demás muñecos: el oso de peluche, o el elefante de trapo que al lanzarlos, quedaban tendidos como caían, no sabían ponerse derechos por sí mismos. Se quedaban tal cual, inmóviles, no sabían ponerse en pie. Siempre estaba frío y tieso, era duro el tentetieso. No podía tomarlo de la mano, cómo hacía con el osito de peluche, o agarrarlo por la trompa como al elefante morado. El osito y el elefante eran suaves, los podía abrazar, como él hacía con su madre y con su padre. El tentetieso no respondía a los abrazos, no tenía brazos, ni piernas, tan sólo los tenía dibujados sobre el cuerpo. Su cuerpo frío y duro, al empujarlo siempre respondía del mismo modo: hacía un ruido extraño, se movía de un lado a otro, y quedaba en pie, rígido y tieso. Le extrañaba aquel muñeco, que sabía ponerse de pie por sí solo, pero que no podía abrazarlo como a los otros muñecos.

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Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

LOS MUÑECOS

Es noviembre. Me encanta sentir el otoño. Los días se acortan, por la tarde oscurece antes... Qué agradable salir del colegio al anochecer, siento el frío seco en las mejillas y en las piernas, pero me da igual, odio la bufanda, el gorro y los leotardos de lana. Me agrada sentir pequeños pinchazos, como alfileres, en la piel... Casi no se siente con el aire frío del otoño. Mis hermanas mayores van delante, a toda prisa, deseosas de llegar a casa y sentir al calor del hogar. Soy pequeña, no puedo ir tan rápido, mis pensamientos me lo impiden; me gusta ir ensimismada en mis imágenes y las prisas me agobian. Vamos por el bulevar, llevo las botas de agua, disfruto enterrando los pies en el manto de hojas secas de los gigantescos plátanos de Indias. Estoy cansada. Quiero llegar a casa. Me quedo parada, ya no ando más. Me siento en el frío banco de mármol y miro fijamente al suelo cubierto de hojas. Me gusta, entro en un caleidoscopio de colores otoñales, la gama de los verdes intensos y los secos, los ocres, los rojos, sepia y amarillo intenso. Estoy tan cansada que me quedo abstraída mirando extasiada el abanico de colores, qué emoción, están ahí... los muñecos. Me siento feliz. Veo la muñeca de trapo, la del vestido de lunares y el delantal, aquélla que pedí en la carta de los reyes magos, pero no me la trajeron. Es preciosa, trata de tirar del pepón de mi hermana, aquél que metimos en la lavadora de turbina y salió desbaratado. Acaban de aparecer los dos guerreros de mi hermano, los veo en clase de artes marciales. Qué sorpresa se va a llevar mi hermano cuando se lo cuente, sus muñecos luchando sin que nadie los mueva. Las figuritas de mi madre acaban de sorprenderme, se han caído e intentan aterrizar, espero que no se rompan, qué miedo, yo no las he tocado Sigo sentada en el banco y siento el apretón de mi hermana diciéndome: Pero bueno, despierta. Fue entonces cuando vi a aquella pepona de plástico, fea y desnuda y grité: No me gusta la muñeca que hay encima del armario, me despierta por las noches y me mira con sus ojos saltones y su pelo de fregona.

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MUÑECOS

Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

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Cecilia Gómez Nale

Cuando lo vi ahí, sentadito y triste, obligado a trabajar de maniquí en una oscura vidriera de Pilar, rodeado de muñecos apócrifos y maniquíes envidiosos, no pude evitar relacionarlo con la consigna de esta semana.

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Eduardo Mizrahi

MUÑECO

El muñeco me mira de costado, no se mueve, pero me mira. (¡Él sabe que yo lo observo!) Disimula, disimula, disimula... (¡Se hace el disimulado!) Me retuerzo entre las sábanas, tengo miedo. (¿Me parece a mí o se está riendo?) Estoy equivocado, es un mal sueño. (¿Entonces por qué se baja de un salto del estante, por qué se viene, por qué me asusta?) Me hago un ovillo, estoy temblando... (¿Qué hace el muñeco entre mis manos?)

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Amelia Molina Burgos

¿MUÑECOS?

Una mañana más, como cada día, paseaba por la playa con el pantalón remangado y sumergido hasta las rodillas deslizando los pies como rastrillos para llevarme adherido el olor intenso de las algas. Tropecé con lo que creí una concha o una caracola y la recogí. Cuando la tuve en mi mano ─apenas ocupaba mi palma─ vi a una sirenita de plomo, agrietada y guapa; le pasé un dedo por su rugosa superficie y me la acerqué a la nariz formando un hueco con los dedos cerrados; el corazón se me disparó agitado con el olor salino y profundo que emanaba. Cerré la mano y me la guardé en el bolsillo. Cuando ya en casa la despojé de los restos que la ensuciaban, la anclé en la tierra, bajo las hojas de la única maceta que tengo en mi balcón, un naranjo enano que me da unos frutos pequeños y alegres como canicas, y pensé que le sentaba de maravilla la luz que se filtraba entre las diminutas flores que de vez en cuando me regala. Ahí, relumbraba lustrosa. Ese encuentro con la sirenita ha traído una alegría nueva a mi rutinaria existencia, es lo único capaz de entibiar los monótonos y cenicientos atardeceres. Cada tarde, me siento a mirarla, medio hipnotizado, cuando cae el sol y me asalta la sensación de evocar algo indefinible, algo burbujeante que me desborda por dentro como ráfagas de espuma. A veces, no sé si dormito o sueño despierto, me veo sumergido con ella nadando entre corales como en un limbo placentero y confiado, y su compañía estática anima mis anocheceres solitarios. Pero una tarde de tantas, con un chispazo de remordimiento, me asaltó la idea de que tal vez ella se sintiera tan sola y desubicada como me siento yo y me pensé mezquino y egoísta por haberla sacado de su orilla. Entonces, se me ocurrió la loca idea de buscarle compañía y bajé a la tienda de juguetes de la esquina. En ella encontré un buzo trepador, pequeñito y con un cuerpo ágil, al que no dudé en subir a casa y colocarlo entre las ramas del naranjo. Comencé a observarlos a ambos compartiendo aquella pequeña selva. La sirenita permanecía perfectamente quieta, idéntica al día de su llegada y él se había girado como iniciando, intrépido, su escalada hacia arriba sin prestarle la menor atención. No había transcurrido ni una semana, cuando, una tarde en la que se demoró un poco más de lo habitual mi llegada y que llovía a cántaros, encontré a la sirenita caída de espaldas contra la tierra húmeda y ni 10


rastro del buzo trepador, que, volátil, parecía haberse fugado definitivamente. Salí al balcón, y al acariciarla, a pesar de estar embadurnada de fango, me di cuenta de que lloraba. En un acto reflejo, bajé a la calle a plena lluvia con ella, separé los brazos y la recosté en una de mis manos abiertas. Dejé que el agua que caía nos inundara, y un instinto blando y solidario, me hizo comprender cual tenía que volver a ser su morada. Sin cubrirme ni cubrirla corrí hacia el muelle. Me encuentro frente al malecón con ella dentro de mi puño. Firme, despego los dedos y tras rozarla con un beso leve, la devuelvo al mar. Empapado de lluvia y sal, permanezco inmóvil fascinado por el vaivén de las olas. En una de ellas, embravecida crece la espuma y distingo una hermosa y brillante cola que se estrecha hacia una cintura unida a un cuerpo de mujer: La sirenita, hasta ahora inerte, acaba de cobrar vida. La luz del faro que se gira en ese preciso momento, va a dar directamente a su cara; nuestras miradas se encuentran y el océano de sus ojos inunda de pigmentos mi mundo gris. Me sobrecoge el turquesa de un cielo que acaba de despejarse al que atraviesa el trazo anaranjado de alguna nube; tiemblo de emoción cuando me deslumbra el blanco de una gaviota que se posa en el ardiente rojo de la madera de una barca, y lloro un montón de lágrimas dulces mirando los remolinos de esmeraldas que se forman a su alrededor: la sirenita retoza alborotada y libre. A pocos metros de ella, un cuerpo atlético, con pies negros de neopreno, aletea mar adentro. La pareja imposible vuelve a su elemento. Y yo, sosegado, solo y sin juguetes, a la paz detenida de mi naranjo enano.

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María Gabriela Failletaz

MUÑECOS

Luz habla con su tío...

−¡Toto! ¡Toto! Quelo una muneca atí tiquita, lubia, que vi. ¿Tí? Con un metidito atul y do tentita con monitos lojos. Tae calito losa con bebé y polchitas de cololes. Me complás Toto... ¿Tí? Mamá no quele. No pede polque es cala. Cuando mamo a calín... ¿complamo Totito?

−Bueno, mi amor. −¡¡Beto!! ¡¡Beto a Totito!!

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Fer Iñarra Iraegui

I

MONIGOTE

Se acercaba la hora del almuerzo. Un riquísimo perfume a sopa flotaba en el aire. Mientras los chicos se abrigaban para volver a casa, el monigote de tiza los miraba divertido desde el pizarrón. Una vorágine de camperas, bufandas, gorros y cuadernos llenaba de colores un tren que se iba formando paralelo a la pared del frente de la sala. De pronto, un nene de campera polar azul oscuro, se apoyó contra el pizarrón. El monigote casi sin esfuerzo, estiró sus brazos y luego dio un saltito y ¡zas! en menos de lo que canta un gallo, estaba subido a la campera, en un tren y camino hacia la LIBERTAD. Salieron los chicos en fila y cada uno de la mano de sus papás, se fueron dispersando. El monigote, entusiasmado, miraba todo con asombrada alegría. Felipe, que así se llamaba el nene de la campera azul, fue con su mamá al supermercado, antes de dirigirse a casa. Monigote no podía creer la cantidad de cosas nuevas que veía en ese lugar, desde su puesto de vigilancia. Copos, harinas, papeles, latas y de pronto, después de una carrera, la juguetería. Aferrado a la campera, Monigote reconocía juguetes que había en su sala, incluso había pizarrones como aquél del que había escapado, y esto le dio un poco de miedo… no quería quedarse en el super, aunque estuviera tan lleno de cosas para jugar. Después de comprar algunos alimentos, Felipe y su mamá volvieron a casa, en auto. Felipe sentado en el asiento de atrás contaba lo que habían hecho esa mañana y Monigote y mamá escuchaban con atención. Cuando el nene se bajó del auto, Monigote se dio cuenta de que había quedado pintado en el asiento, ya no estaba en la campera. Un cálido rayito de sol comenzó a adormecerlo y cayó en un profundo sueño. Una siesta después del paseo… A las cuatro de la tarde, alguien volvió a usar el auto. Esta vez, mamá manejaba y quien se había subido en el asiento trasero, era Catalina, la prima de Felipe, que iba a danza. Monigote, medio dormido todavía, se

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aferró a la campera rosa de la nena, así, cuando llegaran al estudio, se bajarían juntos. Ya no quería estar más en el auto. Catalina subió los escalones de dos en dos y se sacó la campera que colgó en un perchero lleno de ropa de nenas. Monigote desde su estratégico puesto, tenía el mejor lugar para mirar y disfrutar de la clase de danzas. La música y los tutús, las risas y las zapatillas, los pasos y los juegos, todo le encantó. Bailó en su campera imitando a las bailarinas, aprendió palabras nuevas y hasta se le enredaron las piernas en un descuido tratando de emular un doble salto. Una hora más tarde, Catalina se puso nuevamente su abrigo cuando finalizó su clase. Volvieron a casa cantando canciones del jardín. Monigote pasó así un día inolvidable.

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II

MONIGOTE CONSIGUE TRABAJO

Monigote estaba feliz. Por fin tenía un lugar en la sala del Jardín. Había sido dibujado para el cuadro de asistencia de los varones, esto le mantenía su sonrisa dibujada en todo momento. A su lado habían dibujado una monigote tan linda para anotar la asistencia de las nenas, que sentía que podía ser también el momento de enamorarse. Todos los días, pasaban lista y anotaban a su lado un enorme número que indicaba cuántos nenes habían venido y del otro lado, un sol, un paraguas, un gorro o una bufanda, que le contaban cómo estaba el clima. Era muy divertido participar de las actividades de la sala. La monigote siempre lo miraba con ternura y nunca competía por el número de asistentes. Eso le encantaba. Lo único que empañaba los días del monigote, era Jorgito. Uno de los chicos de la sala que lo miraba con ganas de borrarlo; y no era sólo su mirada, cada vez que pasaba a su lado, trastabillaba a propósito para poder borronearle una parte. Por suerte, la maestra se ocupaba de reponer las partes que desaparecían, en cuanto lo notaba. Pero un día, el mayor de los temores de Monigote, se hizo realidad: Jorgito fue elegido SECRETARIO y junto con su cartel identificatorio, le entregaron el trapo para limpiar el pizarrón… Monigote pensó que se iba a borronear de tanto temblar… puntitos de tiza caían como nieve en pleno invierno austral, en la alfombra debajo de sus pies. Para sorpresa de nuestro amigo y de todo el grupo, Jorgito que siempre patoteaba y hacía travesuras y a quien la maestra se pasaba toda la mañana retando, se tomó la responsabilidad de ser secretario con tanto orgullo y seriedad que ese día fue un ejemplo para todos sus compañeros. Ayudó, acomodó, sirvió la merienda, acompañó a los nenes a lavarse las manos y a devolver el registro y ni una sola vez hubo que llamarle la atención. Fue una mañana iluminada por un sol de armonía y disfrute. Desde ese día, Monigote ya no le teme a Jorgito, se ve que lo que necesitaba era sentirse especial, como se sentía Monigote en su puesto de asistencia.

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Daniel Goldenberg

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LA CRUCIFIXIÓN DE PINOCHO

—No es bueno que Dios esté solo— se dijo Dios a sí mismo, atormentado por el agobiante vacío existencial que le prodigaba la falta de un buen creyente que pudiera otorgarle algún vestigio de entidad a su aburrida y eterna inexistencia, y entonces Dios creó a Geppetto, a su imagen y semejanza; pero no lo manifestó de su propia materia celestial, sino de huesos y tendones mortales; preservando así el statu quo, entre adorador y adorado. Geppetto lo llamó "Señor" y se prosternó ante él y le temió, dejando en manos de su divino designio el vértigo de su consciente destino de mortal. La chispa de conciencia con la que Dios había iluminado a Geppetto para que este pudiese creer en él y obedecerle, también le había otorgado, por añadidura, la insoportable percepción de su propia existencia, y una asfixiante sensación de miedo y soledad infinita, lo invadió por completo. —No es bueno que Geppetto esté solo— se dijo Geppeto a sí mismo, y entonces creó a Pinocho a su imagen y semejanza, pero no lo manifestó de su propia materia mortal, sino de clavos, alambres y madera inerte, preservando así el statu quo, entre adorador y adorado. Pinocho lo llamó "Hermano" y no se prosternó ante él, ni le temió; y renunciando al mandato de los hilos que, en vano, pretendían guiar su destino fatal de marioneta, se proclamó hijo del mismo Dios que Geppetto temía tanto como adoraba. —Todos somos hijos de Dios— repetía, con mirada mística entre perdida e iluminada, el desafiante muñeco de madera, ante el asombro y la indignación casi celestial de Geppetto, quien, no pudiendo soportar la apostasía de Pinocho, lo clavó inmediatamente con tres clavos sobrantes, a su inútil cruz de marioneta.

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II

TULPA

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Con manos y ojos propios percibió, maravillada, las mágicas proyecciones materializadas por las iluminadas mentes de los lamas de Kumbum. Durante una efímera existencia, los etéreos autómatas obedecían a los intangibles hilos de la voluntad de sus creadores, hasta desvanecerse en un definitivo e implacable mandato final. Su fascinación no tenía retorno. Las advertencias de los monjes sobre los peligros de tales prácticas en manos de espíritus poco iniciados, no hacían más que avivar la poderosa llama de su intención: Alexandra debía invocar su propio Tulpa. Al límite de la extenuación, las incontables semanas de ritos y concentración, se materializaron en el rostro espectral de un regordete lama-niño, que le sonreía frente a sus ojos agotados de asombro. Convertido en su fiel discípulo, el pequeño lama reafirmaba, día tras día, su propia identidad; y se aferraba a la vida, visiblemente sólido. Ella lo llamó Yongden y fue un monje más entre los lamas de Kumbum; él le regaló un nombre nuevo, y la llamó «Lámpara de Sabiduría». La naturaleza libre de la materia espiritual de la cual el pequeño Tulpa había sido manifestado, obró irremediablemente su propia voluntad como destino. De forma imperceptible, la sonrisa perpetua del niño lama, comenzó a mudar en un gesto de impredecibilidad inquietante; y las sutiles sospechas de los monjes, resonaron con la estridencia de una verdad anunciada: Alexandra no tenía poder alguno sobre su propia creación. Era tiempo. Debía resignarse a iniciar el arduo y extremadamente peligroso proceso de reversión, antes de que fuese demasiado tarde. Sesenta años después, un viejo librero de Digne-les-Bains, aseguraba poseer una antigua edición de un Manual de Epícteto, perteneciente a

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Sé que la ley protesta en que no se aceptan 2x1, pero este lo tenía escrito, y va bien con la consigna de los monigotes. La historia es muy interesante si quieren investigar algo al respecto. Está basada en un hecho que Alexandra David-Néel narra en sus memorias de viaje como real y acontecido. La vuelta de tuerca del final y algunos detalles, son sólo fruto de mi imaginación.

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Alexandra David-Néel, en cuyo interior, unas borroneadas notas de su puño y letra, confesaban su propia muerte en aquel verano en el monasterio de Kumbum: el fallido intento de reversión del Tulpa, irreductiblemente aferrado a la vida, le había costado la suya. La célebre y carismática aventurera del retorno triunfal en occidente, no había sido más que una tangible y magistral proyección, creada por la etérea conciencia de su inseparable y joven asistente, el enigmático Lama Yongden, quien sólo podía concebir su propia existencia a la luz de su Lámpara de Sabiduría.

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Horacio Tort

Ella se pasaba el día espiándolo desde la ventana que daba a su balcón. No sabía muy bien cómo se había enamorado de esa forma de alguien con quien jamás había cruzado una palabra, pero así se sentía, perdidamente enamorada y capaz de cualquier locura con tal de sentirse en sus brazos. Lo que le fascinaba era que lo veía siempre sonriente, inquieto, trasmitiendo buen humor y confianza. Soñaba con él tanto dormida como despierta y sus sueños estaban cargados de pasión, pecaminosas fantasías en las cuales ambos se entregaban a un frenesí erótico y a la vez romántico. Sentada siempre en el mismo sillón del cuarto no le sacaba los ojos de encima. Él lo sabía, y hasta le gustaba jugar con esa situación. Siempre en la puerta de su negocio, en la vereda de enfrente, se pasaba el día invitando a la gente a entrar, sin estar seguro, a esta altura, si lo hacía como práctica comercial o para ser parte de ese juego de seducción que se había instalado entre ellos. Le gustaba jugar con la situación, por lo que cada tanto se daba vuelta dándole casi la espalda y de golpe giraba rápidamente y miraba hacia arriba y se cruzaba con sus ojos grandes y negros. No sabía su nombre, solo sabía que estaba casada, porque a veces veía la sombra de un hombre en el cuarto. Y era siempre el mismo, la misma sombra que le hacía desfallecer por el solo hecho de saberla con otro. Aún sin conocerlo, estaba seguro que él no la merecía. Sino ella no estaría tan pendiente de lo que él hacía a diario. Se la veía insatisfecha, su mirada era melancólica, casi inanimada. Era como una princesa apresada en la torre de su castillo, pidiendo a gritos que un príncipe suba a salvarla Así transcurrió el tiempo, hasta que un día de verano la ventana de su cuarto quedó abierta y el viento, al juguetear con las cortinas, dejó al descubierto su torso desnudo, parada frente a la ventana, justo en el momento en que él levantó la vista. Vio sus pechos casi perfectos y sus ojos negros mirándolo fijamente y sintió, en ese instante, que era el momento de hacer algo. Sopesó la situación. Sabía que ella estaba sola, a él lo había visto salir temprano. Era un domingo, día tranquilo en el negocio. Había una brisa favorable, así que sólo tenía que tomar la iniciativa. Y lo hizo. Se soltó de sus amarras y levantó vuelo suavemente hacia el balcón. Se enganchó de la baranda con los pliegues de su brazo derecho y en una contorsión estaba de pie en el balcón frente a ella. Ella se asustó al verlo levantar vuelo y pensó que lo perdería para siempre, por eso al verlo de pie en el balcón se relajó y ni se preocupo por su total desnudez. Si en definitiva era lo que siempre había soñado. El entró la envolvió con sus brazos y la besó apasionadamente. A partir 20


de ese instante todo fue amor, pasión, lujuria. El deseo tanto tiempo restringido desbordó libremente y ambos se entregaron desenfrenadamente como si quisieran recuperar el tiempo perdido. Lo hicieron una y otra vez hasta quedar agotados. Fue recién entonces cuando ambos escucharon sus voces por primera vez. −Te amo y no sé ni siquiera tu nombre, dijo ella. −En verdad no lo sé, pero todos me dicen Danzarín. ¿Y el tuyo?, yo tampoco sé tu nombre, contestó él. −Mi nombre es… no, el que tengo no me gusta, me lo puso él y sólo quiero olvidarlo. Mejor me llamo como tú quieras.

−En ese caso te llamaré Tiare. Esa noche cuando Mario volvió de su trabajo se sorprendió al ver la cama toda revuelta y sin hacer. Ella tampoco estaba. No supo qué hacer, no podía salir a preguntar, no daba para eso. A los pocos días, fue a tomar café al bar de la esquina y escuchó en la mesa de al lado que se lo había visto a Danzarín, el del estacionamiento, pasar volando abrazado a una muñeca. Aparentemente iban hacia el sur y se los veía felices.

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Mariángeles Soules

Hasta la actualidad sigo siendo una apasionada por los muñecos, no importa si son de porcelana, de plástico o de trapo, ya que cada uno de ellos tiene su encanto. De pequeña tenía una repisa llena de una colección de muñecas de plástico, todas iguales, a las que mi tía menor les tejía diferentes prendas, para que yo jugase y las pudiese cambiar. Pero cuando tenía seis años mi mayor deseo era que el día de Reyes me trajesen un bebote, que en esa época eran con el cuerpito de trapo y los brazos, piernas y cabeza de cerámica. Bueno el tema es que llegó el 6 de enero y al levantarme vi en mis zapatos un bebito como el que había pedido pero más chiquito. Pero… en los zapatos de mi hermana cuatro años mayor que yo, el gran bebote que yo quería. Mi madre me explicó que como yo era más chiquita, mi muñeco también lo era, algo que no me pareció justo, pero tenía que conformarme con eso. Lo peor fue que cada vez que yo se lo pedía prestado a mi hermana, ella se negaba alegando que se lo iba a romper. Hasta que un día lo vi, ahí solito sobre la cama, y no tuve otra idea que la de tomarlo en mis brazos, en eso entró mi hermana a la habitación y me gritó que lo soltase, a lo que lógicamente no hice caso y salí corriendo, con tan mala suerte que me tropecé y la cabeza del bebote quedó hecha pedazos. Mamá se enojó mucho y dijo que iba a darme una paliza, por suerte o no tanta, ahí estaba mi papá y dijo que la culpa la tenía mi hermana porque nunca me lo había querido prestar pero como yo lo había roto, tuve que darle el mío a mi hermana. Así aprendí que si tocaba algo sin permiso de una u otra forma sería castigada.

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Horacio Petre

MUÑECA BABA (TANGO INFLABLE)

Arriba el almohadón, tristeza en flor, tu poca condición de espera... Tu pátina de olor menea hacia el fondo plasticoso donde surge lo que espesa. ¡Y vos que me mirás! ¡Con desazón! La vista se me nubla y turba y siempre dale gas vos tan absurda ¡no me amás! me voy tristón. Sacame ya esta pena hacelo desde abajo ¿Acaso no ves, nena, mi corazón perdido? Y hacelo lentamente con ese olor presente amargo y aturdido. ¡Ya sé que te desinflo! ¡Te echo otro fierrazo blandiendo a full un desatino! Pero es este sopor que seca una canción y deja en ese olor que surge de piel artificial hundiendo el sinsabor buscándole un atajo a la razón.

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Un toco de ternura sin calor chorrea tu gemido lento, pasea tu picor de rea. Entre sábanas absurdas veo venir la sabia purga. Abeja sin panal de látex tornasol, mi corazón por vos yo empeño, ¿no ves que voy a tu matriz sólo conmigo e infeliz en el sopor?...

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Elena Herrero Navamuel

MUÑECOS

Perrín era rosa. Era. Ahora es de un color indefinido, casi gris... Nació con Candela, en Buenos Aires, y llegó a casa al mismo tiempo que ella. Desde el primer momento se convirtió en su consuelo, su referencia y su mejor amigo. Transitó con ella por todos sus destinos. Pasó del capazo a la cuna, de ahí a la cama con barrotes y más tarde a la de mayor. Del Río de la Plata viajó hasta la cordillera Andina, acompañándola en su primer colegio y desde ahí hasta tierras hispanas, donde aún permanece. Aprendió a comer alfajores, pastel de choclo y jamón serrano. Supo viajar en coche, en avión, en tren y en autobús. E incluso, ahora anda vestido de british porque Inés, su hermana mayor, le trajo de Londres una vestimenta adecuada. Perrín es su almohada, su paño de lágrimas, su confidente más íntimo, su objeto de arrobo, de cariño ilimitado, el blanco de sus frustraciones y su mejor amigo. Él supo estar a la altura. Cuando la toca ir al destierro (los fines de semana con su padre son una agonía para ella), Perrín, asoma la cabeza por la maleta, le guiña un ojo y le dice sin palabras... "estoy aquí". Y ella lo abraza, lo estruja y sabe que un pedacito de cariño va con ella a todas partes. Perrín cumple la semana que viene 11 años. Y yo ando muerta de miedo con su pre-adolescencia... Es mi cuarto hijo...

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Pablo Miguel

MUÑECAS VERSUS MUÑECOS

Una de las mejores respuestas que escuché en mi vida fue dada por mi hija cuando tenía siete años. La nena pasó apurada con una barbie con el torso desnudo y su madre le preguntó por qué no le ponía una remerita. "Es que voy a jugar a la pelea de muñecos con mi hermano y esas son peleas de hombres contra mujeres, porque los guerreros de él son muñecos hombres y las mías son todas muñecas. Entonces los hombres se ponen esas armaduras, los escudos, las espadas... Todo para impresionar. Por eso las mujeres van a pelear sin remera, (abriendo grandes los ojos) ¡para impresionar!"

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Mirta Linda Saiegh

MUÑECO

Hace muchos años viajé a Turquía, precisamente a Estambul. Lugar muy anhelado por mis orígenes turcos, me ilusionaba re encontrar la música, los aromas, y los sabores de las comidas que se preparaban en mi casa, de chica. Un destino que tenía mucho de magia, inundado con la expectativa de ver los palacios, imaginaba que me zambulliría de cabeza en los cuentos de las mil y una noches. Conocer ese lugar fue un amor a primera vista. Las calles, los mercados, los vendedores regateando, las mil especies, los baños turcos, el Bósforo, el narguile. Por recomendación de otros, que ya habían hecho ese destino, me sugirieron que intente ir a ver la danza de los Derviches. El viaje había sido planeado con otras dos amigas. En un momento ellas iban a continuar a Capadocia, yo decidí quedarme en Estambul. Recuerdo que cuando se fueron, al quedarme sola, sentí algo extraño. Iba a estar en una ciudad lejana donde no conocía a nadie, ni nadie me conocía. No sabía el idioma y todo era desconocido. Me producía una mezcla de miedo, vértigo y excitación de pensar cómo me iba a arreglar... Además ese día bailaban los Derviches. No actúan cotidianamente. Hago las averiguaciones del caso, saco la entrada y voy. El lugar me resulta extraño. Íntimo. Nos sentamos en ronda. No hay escenario ni nada parecido a un teatro. Al inicio se produce un largo silencio. Pasados unos cuantos minutos, ante mis ojos se sucede un espectáculo hipnótico, fascinante. Los bailarines Derviches entran en un trance místico, girando sobre sí mismo una y otra vez al ritmo que marca la orquesta de instrumentos tradicionales árabes.

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Extienden sus manos, la derecha recibe la energía del mundo espiritual, superior, del cielo. La izquierda hacia la tierra. Realizan la danza en estado de trance, giran sobre su eje por más de treinta minutos donde su ropa, amplios trajes que se despliegan al moverse forman un círculo que no llegan a rozarse con los otros bailarines. Nada al azar. Todo en un orden místico, mágico y sobrenatural por momentos. En este rodar rítmico buscan entrar en comunión con el Todo. El vestuario es importante, al entrar los derviches llevan sobre si un manto negro, poco a poco se despojan de esa capa y aparece otra blanca, efecto de la alquimia por la que pasa el espíritu. Cada detalle de su indumentaria tiene un simbolismo. Al volver de Turquía me traje un adorno que es un muñequito Derviche, lo puse en la biblioteca de mi consultorio. En el centro de una escultura que es un nudo Borromeo, allí está. Enfrente a mi sillón. Mis pacientes quedan sentados de espaldas a él. Muchos períodos que paso atendiendo lo veo y recuerdo mi viaje. En momentos en que me noto insegura, caída y creo que no soy capaz con algo, percibo que desde la biblioteca el Derviche me mira y guiña un ojo cómplice. Me evoca lo que logré. Me figuro que giro otra vez en mi eje.

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Gustavo Pedace

LOS MUÑECOS

Sentado en el cordón de la vereda de la plaza, todavía con el traje puesto y la enorme cabeza en el costado, Bennett buscaba con la vista fija en los adoquines, alguna hormiga laboriosa, un capricho del moho dibujador de formas, un curso de agua de zanja, que le permitiera poner su mente en blanco unos minutos, no pensar, no sentir ese remordimiento enorme que lo atravesaba. Llegaban ambulancias, patrulleros, paramédicos, movileros del noticiero en una danza desenfrenada y desacompasada que lo rodeaba todo. Por momentos se aceleraba, por momento se hacían lentos en sus movimientos como letanías. No los escuchaba, le preguntaban cosas, hacían esfuerzos por comunicarse con él, pero no los escuchaba. Los veía mover los labios, agitar las manos, buscar su mirada que nunca encontraban, como si se tratara de una pantalla enorme y brillosa de TV cara, 3D. Los sonidos tampoco llegaban claros, eran mezclados, de volumen cambiante y se sucedieron a ese largo silencio, eterno, profundo, que sobrevino después del estruendo. Era de noche a pesar de ser las 6 de la mañana, y los adoquines y la vereda estaban mojados de rocío. El otoño fue duro y Bennett decidió no sacarse ese día su traje de Pluto. No tenía abrigo, y como hacía más de una semana que lo usaba para promocionar las empanadas “Qué repulgue”, se había convertido en su gabán. Dormía en la calle o de prestado, los dueños de la fábrica de empanadas no lo sabían, y el traje era a la vez cobijo y colchón. Esa mañana se despertó peleando con tres perros bravos, pendencieros, por el desayuno escondido entre los trastos. Feo despertar para Bennett, que como pudo agarró los panes, los diarios, el jarro y la enorme cabeza de Pluto y salió corriendo con los perros atrás.

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Cruzó la plaza a la carrera, haciendo equilibrio y patinando con el rocío. Rápido, recorrido por la adrenalina de un despertar chuzo y el entresueño. A la carrera también se calzó la cabezota para poder liberar una mano y cargar con todo. A la carrera desesperada, nerviosa por todo lo que tenía para perder cruzó la calle sin mirar, levantando los brazos. Benito lo vio venir de costado, ya casi cuando lo tenía encima, frenético. Su corazón se detuvo del susto por ver cruzar a Pluto enajenado por la calle desierta, sin poder siquiera atinar a acomodar la carga de su colectivo. No hubo tiempo, no hay tiempo en estos casos en los que todo pasa en un pestañear. El noticiero explicó esa noche que el transporte escolar se incrustó en el paredón de la escuela Normal 1 a gran velocidad, que el chófer, Benito Kohn, de 76 años, había perdido el conocimiento de manera súbita, que las autoridades es hora que hagan algo, que no puede ser que no haya control, que un señor de esa edad maneja un micro escolar, que los padres ya habían advertido de conductas algo sospechosas, que había una petaca sin abrir. Bennett todavía no escucha los sonidos a su alrededor.

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Diego Albé

MUÑECOS

Puskás tenía solo siete años cuando se embarcó solo desde Pilis, al sur de Budapest. Nunca olvidaría el frío y la humedad, el hambre, los peces voladores y el rugir de los remaches en la noche oceánica. Aquí, en una casa que alguna vez había sido amarilla, lo esperaba su tío Aurél. Sin sonrisa, sin abrazo, con aliento a vino de quinta y una pierna perdida en la guerra. El niño aprendió de su tío el oficio de la madera antes que escribir. En el barrio lo llamaban Aurelio. Cuando está fresco es un artista, decía la gente, pero se empeda y lo arruina todo; se conoce que le pega al pibe, pobrecito, tiene una cara de bueno; y dicen que labura bien, aprende rápido; también, otra no le queda, Aurelio lo debe cagar a trompadas. Durante el día, el barrio se abría en calles gobernadas por perros y mujeres. A la noche bajaban del tren los hombres y sus deseos de descanso y sexo sin halagos. Al final del andén, iluminado de a jirones por los faroles, se ubicaba Puskás para fantasear con entusiasmo que alguno de los hombres era su padre. Así tuvo padres altos y de espaldas anchas, con dos piernas y andar continuado. El chico armaba en ese rato una vida diferente, para volver luego a esa casa que cada noche era más oscura y cada día más hedionda. Sus brazos fueron siendo más fuertes y diestros con la madera. Aurelio ya ni hablaba y Puskás se hizo cargo de la carpintería. Después de la medianoche, las vetas eran destino de otro trabajo que no estaba en la lista de encargos. El hombre que había venido solito en un barco desde Hungría, elegía cuidadosamente cada trozo de madera; de encina para los brazos, lapacho para el pecho; nogal para las piernas. Cepillo, escofina, gubia y sudores. Puskás, inspirado en tantas noches de hablar solo mientras el vapor del tren se perdía en el rocío, armaba un padre a imagen y capricho. Un padre que lo quisiera como ningún padre quiso a hijo alguno en este mundo. Un padre que con manos pulidas a fuerza de aserrín y lágrimas, le acariciara la frente antes de ir a dormir. Dicen en el barrio que en la primavera del ´62 encontraron a Aurelio muerto, los ojos abiertos y un rictus capaz de silenciar para siempre a un adulto. El muñeco enorme y lustroso había aplastado al viejo quebrando su esternón. Dicen también que se escuchó un llanto desgarrador esa misma noche, que todos los perros aullaron y el aullido cruzó el mar.

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Nunca nadie vio jamรกs a Puskรกs.

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Cecilia Pérez Hillar

LOS MUÑECOS

Desde que empieza el día, espero la noche. Te encontré mucho tiempo antes, en la esquina de la basura para mirar. Todavía me pregunto por qué no te habían llevado, parecías tener largo rato allí. Traías puesta una ropa espantosa, te quedaba grande y vieja. La gente me miraba cargarte, pesado. Te vi desnudo primero, te puse mi sobretodo. Con los días, te probé boinas, pañuelos y ganó ese sombrero negro que tan poco usé. Me olvidé de buscarte un nombre. De a poco o de a mucho, pasaba, te colgaba mis collares, mis carteras, mis mariposas, algún paraguas... Pobre, perdón. Te dejaron por desequilibrado... ¡No, no te enojés! seguí... quise decir que no te podías parar bien, se te rompió no sé qué cosa. Estoy segura fue un viernes de verano, porque dormía casi desnuda, boca abajo como siempre. Sentí un dedo que bajaba desde donde termina la nuca hasta donde empieza la bombacha. Y sentí frío, aunque el ventilador giraba en el tres. Ese frío que estremece, que te arquea como a los gatos cuando... ¿sabés que no recuerdo por qué los gatos se arquean? Habrás oído en una mateada de mujeres, que mi punto G es la espalda. No tuve miedo, tuve ganas, muy. Supe que eras Vos, seguí, no te vayas, te dije. Pero no me mires, dijiste Vos. Con una mano inspeccionaste por debajo, con la otra me corriste el pelo para besar.

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Desde entonces, si quiero darme vuelta, me vendás los ojos. Siempre pensé que te quedabas dormido del lado de la pared, pero no, soy yo la que se duerme a tu merced. A la mañana siguiente, esa, te saludé con una sonrisa... nada. Ya dejé de hablarte... de día. Pero viste que te saqué mis cuentas y bolsitos de colores, ¿no? Te fui comprando ropa. Zapatos no. Me gustás descalzo.

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Maribel Martínez

Pertenecen a distintos periodos. Los fotografío algunas veces, otras los dibujo en papel, o enseño a pintarlos a mis alumnitos. Desde mi amada panterita rosa de tela casi engamuzada, hasta los maravillosos diseños de personajitos (algunos) de Star Trek, más fuertes y ficcionales, o la primera Barbie que mi tía me trajo de Europa. Todos son mis muñecos, juguetes de mi vida que conllevan historias y emociones. Son más que recuerdos objetuales. Hoy pueblan mi mundo visual circundante. Y me agrada verlos. Tienen sus propias vidas en este universo.

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Cristian del Rosario

EL TREN DE LA ALEGRÍA

Después otros se hicieron famosos gracias a él, hubo imitadores, sí, hubo otros héroes que copiaron su estilo, pero yo sé que el de San Bernardo fue el primero y original; y yo estuve presente la noche que ocurrió. Señores, quiero que lo sepan: hubo un antes y un después en el Tren de la Alegría desde ese Hombre Araña. Todo comenzó el segundo sábado de una primer quincena de enero, cuando, tal vez cansado de su papel intrascendente y estático -que también tenían los demás personajes-, agobiado de escuchar los gritos de los chicos histéricos excitados y sin sentido, o su estado sediento y claustrófico, al estar ya tres horas dentro de su disfraz, lo cierto es que algo de eso o la mezcla de todo, lo impulsó a un acto de rebelión personal, a salirse de su rutina. Así, bajó de ese camión lleno de luces -decorado con frente de locomotora y cola de vagón- que iba a paso de hombre por Chiozza y corrió desesperado, como un convicto fugando de su cárcel. Lo hizo unos treinta metros por la calle, entre autos casi inmóviles y la marea de turistas estivales, hasta que, agotado, subió a la vereda y se sentó en una mesa de una pizzería, donde una familia cenaba. Una mirada, mezcla de asombro, terror y admiración unía al grupo familiar, causada por la sorpresiva presencia del hombre araña en la mesa y también, común, el no reaccionar al ver cómo se tomó de un sorbo la cerveza del jefe de familia y se comió una papafrita del plato del nene, en menos -todo- de quince segundos, para verlo volver a salir corriendo y subirse al tren, que sólo se había adelantado unos metros. Las risas y aplausos que provocó esa acción hicieron comprender rápidamente a Spiderman el éxito de su nueva rutina periférica del vehículo. Basta de chicos que te piden upa y bailar como una marmota en ese papamóvil excéntrico. Cuando volvió al tren y los chicos festejaban la incursión, Mickey, su jefe -que tenía un disfraz original, impecable, todo made in usa-, desde la otra punta del pasillo, le hacía con los dedos "montoncito" símbolo internacional de "¿Quééé hacééés?" 37


Sin dar respuesta volvió a bajar a la carrera con el tren en movimiento, se trepó por una pequeña tribuna de material de la plaza de medio metro de altura y desde allí hizo un salto felino, más espectacular que arriesgado, cayendo con las piernas abiertas y flexionadas y una mano de tercer apoyo, al lado de un par de quinceañeras asustadas, a las que le robó lo que quedaba de un cucurucho de chocolate y sambayón. Y corriendo con el helado en la mano se volvió a subir al tren donde se comió la mitad del helado y le regaló el resto a la Bella Durmiente -una morocha entrerriana-, quien aceptó el medio helado agradecida, ya que también tenía tres horas sin probar y tomar nada; todo esto ante el festejo del público, dentro del vehículo y el de la calle, que aplaudía y celebraba a su héroe. Mickey, dueño del vehículo y del espectáculo, viendo el éxito de Spiderman, al comprobar que la cola de gente que buscaba -ahorasubirse al "renovado" tren de la alegría aumentaba, lo alentaba con el pulgar para arriba. Mickey, era un suboficial de la bonaerense retirado, nunca había trabajado en Disney, pero sí había visto cuando fue a Magic -en Orlando-, que los Mickeys homologados, eran todos mudos, "...debe ser por la voz de pelotudo que tiene en los dibujos, no garpa, da puto" reflexionó esa vez. Así que él, cuando tenía puesto el traje del ratón más famoso, era profesional y seguía esa tradición: nunca hablaba; lo que le costaba, a veces, comunicar instrucciones más complejas a sus subordinados como "Cuidado con el rubiecito que está trepado en la baranda que la trola de su mamá está embobada mirando los brazos de Superman y no se dio cuenta"; igual tal autolimitación lo hizo desarrollar unas dotes menores que, por ejemplo, lo hacían imbatible en el "dígalo con mímica". Pero volvamos a mi único héroe en este lío: el hombre araña. Éste siguió así toda la noche y en sus nuevas corridas: robó globos al globero y se los regaló a chicos, le puso mayonesa sin permiso en el superpancho de un turista para luego comerse un pedazo y devolvérselo, robó besos de chicas solas o acompañadas, ayudó a una mamá a cruzar la calle con un cochecito, dio dos pitadas a un "fasito" de dos artesanos que vendían colgantes en la calle, el público deliraba de risas y aplausos y muchos esperaban venir al tren sólo por él. Y además, a la vuelta, de cada pasada de esas 7 cuadras lineales -ida por Chiozza y volviendo por costanera-, los esperaba más y más gente para subir. Mickey, eufórico, con señas que sólo comprendía Ariel, la sirenita, un travestí que era su novia, le decía "¡esta noche te llevo al telo y pedimos champagne!".

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Pero lo que nadie había notado era que, el hombre araña, en cada vuelta, casi siempre, mitigaba el calor con "cervezas hurtadas de las mesas sanbernardinas". Se dice que, ese fue el antecedente del desenlace que se avecinaba. No sé, tal vez el calor, más el exceso de cervezas, más la adrenalina y la confianza que provoca en el artista el reconocimiento del público que como dijimos- eufórico aclamaba al arácnido; o, nuevamente, la mezcla de todo eso, provocaba que sus actos fueran cada vez más osados. Así en el quinto "tour de force" que había hecho esa noche el "Tren de la Alegría" -cinco más de sus diecisiete vueltas habituales- se vio al hombre araña, totalmente consustanciado con su papel, salir corriendo del vehículo... treparse raudo por un poste de luz hasta lo más alto y desde allí... desde los cuatro metros y pico de altura, se lo vio saltar al vacío extendiendo sus brazos en V, como un salto ornamental pero con sus muñecas algo quebradas, para que, todos los sabemos, la tela arácnida salga y formar la cuerda de cual debería asirse... así, desapareció detrás de un cartel luminoso de una casa de empanadas. No se lo vio más. No se escuchó nada más, como si fuera tragado por la noche. Toda la gente hizo unos segundos de silencio contenido -mientras, Mickey se agarraba la cabeza- y luego estallaron en una ovación que duro minutos imaginando que esa espectacular salida había sido premeditada. Yo, que había visto desde mi estratégico balcón ubicado sobre la principal de San Bernardo, el nacimiento, apogeo y caída del hombre araña, todo en una noche, supuse, a pesar de mis doce años, que ese final no fue planeado. .............................................................................................................. Al otro día el Tren de la Alegría arrancó y el hombre araña estaba ahí, yo fui el primero en subir. Y rápidamente noté que su traje era nuevo, que Spiderman, ahora era un poco más alto y, si bien seguía con su rutina, ya no tomaba cervezas; es más, cuando se subía al tren se refrescaba con agua mineral. El tren se movía y mientras la gente se distraía con este "nuevo hombre araña", yo me levanté de mi asiento, caminé por el pasillo y me paré frente a Mickey, mirándolo a los ojos.

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Al ver mi mirada desafiante, levantó rápido su cabezota, en un solo movimiento como diciendo: "¿Que querés pibe?". Moví la cabeza a un lado, miré un segundo al nuevo hombre araña y le pregunte directo "¿Qué pasó?". El ratón gigante, con su sonrisa eterna, me miró unos instantes, siempre callado, se agachó y me abrazó fuerte; creo que lo escuché llorar. Cuando, luego de un minuto, me di vuelta para irme... me tocó el hombro, me hizo con la mano enguantada derecha abierta la seña de que espere y mientras, con la otra sacó del bolsillo del pantalón una libreta, que me dio, creo, como regalo o disculpa. Volví a mi asiento, la libreta era un pasaporte de Estados Unidos, con alguna mancha de sangre aún húmeda; decía que era de un tal Peter Parker, profesión fotógrafo, nacido en Nueva York.

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Daniel Dionisi

MUÑECOS

Ella le dijo que tenía ganas de unas vacaciones distintas, que estaba aburrida de tantos años de veranear con los chicos, que el solo hecho de pensar en veinte días de preparar sándwiches a la mañana y barrer arena a la noche la deprimía. Él la escuchó desinteresado, asintiendo sin mucho entusiasmo. Recién le prestó atención cuando ella le contó que iba a tomar una reserva para ir a un crucero con una amiga.

−¿Querés que nos vayamos de viaje con Magda? −No Guillermo, vos no vendrías. Cuando Marina quería ser distante con su marido lo llamaba con las nueve letras de su nombre. En la penumbra del cuarto, mientras Marina dormía profundamente gracias a la pastilla de todos los días, Guillermo miraba el techo sin salir de su sorpresa. Sabía que su matrimonio no era ideal pero hasta ese momento no tenía conciencia de lo rutinario que se había vuelto. Seguía enamorado de su mujer, pero ¿a ella qué le pasaba? ¿Pensaba en otro tipo, Marina? ¿Existía otro? Todos los monstruos que aparecen de madrugada sobrevolaron la cama de Guillermo. Porque esa noche era su cama, no la compartía con nadie. Se sintió solo, lo estaba. A las cinco de la mañana se le angustió el pecho y se le oprimió el alma. Un rato después, en el amanecer de ese día caluroso de final de primavera, durmió un sueño corto, cortado y transpirado. Y en el rincón más oscuro y lejano del laberinto de sus tripas, nació el muñeco. Fue un fin de año difícil para Guillermo. Vacío de sueños y lleno de fantasmas, caminó siempre sobre el pantano de la incertidumbre. Fingió ayudarla a Marina en la preparación de su viaje. Fingió entusiasmo y comprensión. Mentira, sólo había sospechas en su cabeza. El muñeco crecía, feroz, imparable, implacable. Perdió el deseo. Ya no hicieron el amor. Ni siquiera disfrutó del liberador fútbol con sus amigos. Y todas las noches sintió la opresión en el pecho. Un atardecer de enero llegó a su casa. Cansado, mareado, se desparramó en el sillón. Le pesaban los hombros, le dolía el pecho, le crujía la mandíbula, sintió una fuertísima presión, como si algo estuviese por estallar en su interior. Se paró, el camino hasta su 42


habitación fue una maratón. Llegó exhausto, manoteó el teléfono pero se le escurrió entre los dedos. Le costó respirar. Supo que ya era tarde. Logró una última voluntad. Escuchó una canción de la adolescencia, jugó un fulbito como en el colegio, besó a su primera novia (que no era Marina). Y se entregó, perdió. En el cuarto de Guillermo, el cuarto de los fantasmas, de las angustias, de las soledades, se oyó un ruido seco. Una explosión, una implosión, todo junto. Las venas se hincharon, las vísceras explotaron, los huesos se quebraron de adentro hacia afuera, la piel se tensó y estalló, la sangre voló, se pegó a las paredes decorándolas con una mezcla de rojo y un color indefinido que indefinió mas el color que salió de la mezcla. Un color nuevo, desconocido, pero que olía a muerte. Un color oliente. Después de la conmoción, en el cuarto de las paredes manchadas sólo quedó la angustia, la tensión y la niebla. Y cuando se disipó el polvo de la muerte se lo vio al muñeco asesino. Parado en el centro de la habitación, dominante. De materia tan desconocida como inconsistente y esponjosa. Un muñeco sórdido, torvo, torpe, desarticulado, de mirada vacía, vestido con un traje gris, muy gris. No tenía esperanza de vida. La vida no le importaba. Era un muñeco muerto pero a la vez erguido, orgulloso, vencedor. Asqueroso. Ella se enteró en la escala de Ilhabella. Infarto masivo decía el informe médico. Magda insinuó unas palabras de consuelo hipócritas. Treparon al primer vuelo. Ahora Marina mira fijo el cajón que desciende lento, despacito, hacia el agujero final. En ella no hay dolor, ni siquiera una mueca. Tampoco siente alivio. Sí preocupación. No piensa en el pasado. No piensa en él. Piensa en ella, en lo que se viene, en cómo va a pagar las cuentas, en los chicos, en su nueva vida de solitaria, en lo que van a decir sus amigas. Otro muñeco empieza a crecer.

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Luis Alfonso Martín Delgado

DESDE LAS PAREDES

Cada mañana, cuando despierto, son lo primero que veo. Y ellos son los primeros que ven mis ojos entreabiertos. Me vigilan cuando me levanto, cuando intento salir del cuarto sin tropezar, inmerso en el desequilibrio madrugador, sonriendo cuando algún improperio intenta salir de mi boca, aún cerrada, al golpear con mi rodilla la esquina de la cama. Al salir al pasillo, otro grupo toma el relevo del seguimiento. Unos me miran al salir, otros al pasar, otros me esperan a la puerta del baño. Noto que me observan aunque ninguno me mire a los ojos. Disimulan, conversan entre ellos, miran a las esquinas, me dan la espalda. Pero sé que me observan. Toman nota de todo lo que hago. En el salón son multitud los ojos. Intento hundirme en el sillón de orejas para que no me puedan ver, pero no hay ningún punto oculto a sus ojos. Desde una pared, desde otra; con luz, sin ella. Ahí están, siempre están. Lo sé. Y ellos lo saben. Algunos me sonríen. Desde el fondo de sus pequeños ojos se ríen de mí. No conmigo, de mí. Estén serios o risueños, sé que se ríen. Han invadido mi casa y se han adueñado de ella. Han ocupado todos los lugares que eran míos y que ahora son suyos. No hay lugar en el que pueda huir de ellos. Sólo el cuarto de baño mantiene su virginal aspecto esmaltado y hospitalario. Es el único refugio en el que puedo ser yo mismo y controlar un espacio sin ser vigilado. Pero no puedo estar todo el tiempo ahí dentro. Premeditadamente hicimos los baños pequeños para poder dedicar más superficie a los otros usos de la casa. Pero ahora han ocupado ellos todas las demás superficies. Desde las paredes controlan todo lo que pasa en el interior de la casa. Cuando los hijos se fueron de casa pensé ¡Al fin solos! Pero ellos ya habían organizado que se adueñarían de la casa. Y poco a poco fueron conquistando y ocupando cada pared, cada habitación, hasta que acabamos siendo prisioneros de su presencia. Mi mundo ya no es mi mundo. Todo el esfuerzo invertido en tener una casa propia, un mundo propio, se ha desvanecido desde que el mundo de Fantasía ha conquistado todas las paredes de la casa. Muñecos y personajes de todos los tipos, tamaños, formas, colores, actitudes, me controlan desde los cuadros que se amontonan en las paredes de cada habitación, tras las puertas, bajo las camas, ocupando cualquier sitio donde uno se podría esconder de ellos. No hay forma de huir. Hasta que la vida nos separe.

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Mariano Durlach

DE MUÑECOS Y FESTEJOS (SÓLO PARA OVALADOS)

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No sé si el elefante de Hindú califica como muñeco, pero ayer -todavía dentro de los plazos de la consigna donde era protagonista- nos arruinó el festejo y la celebración a los cubanos. Si hay simpatizantes de Hindú Club tienen toda la semana para despacharse. Mis felicitaciones.

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Notas del Autor. - Ovalado: término con el que los simpatizantes del rugby se autodefinen, aunque muchos, ajenos al deporte de la pelota ovalada, lo usen peyorativamente. - Elefante: no sé cuál es el origen del elefante como mascota del Hindú Club. - Hindú Club: tampoco sé el origen del nombre del club y no creo que sea el de un club de la colectividad india y mucho menos hinduista en nuestro país. Jugó las últimas 4 finales del torneo de la Unión de Rugby de Buenos Aires, ganando 3 de ellas. En 2013 y 2014 las jugó con CUBA [Club Universitario de Buenos Aires]. - Cubano: Término con el que se denomina a los simpatizantes del CUBA.

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EDICIONES LIPE DOMINGO 26 DE OCTUBRE DE 2014


LIPE


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