UN CUENTO PARA PAANET

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UN CUENTO PARA os

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Portada L. Alfonso MartĂ­n Delgado


UNosCUENTOs PARA


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CONSIGNA DEL DOMINGO 12 DE OCTUBRE DE 2014

Tema

CUENTACUENTOS. DIVERTIRNOS Y AYUDAR

Ponente

CRISTIAN DEL ROSARIO

La consigna de esta semana es especial. Tiene un fin solidario: colaborar con la fundación Paanet (http://www.paanet.org), integrada por voluntarios que asisten y contienen a chicos y adolescentes que están bajo tratamientos contra el cáncer. ¿Cómo? La idea es escribir cuentos para niños y adolescentes que están en habitaciones de clínicas y hospitales. Los cuentos, luego, serán transformados en audiotextos por voluntarios de Paanet. Por eso al escribir, hay que tener presente que el texto apunte a una narración oral. También, buscar que los chicos se distraigan por el lado del humor y/o lo fantástico, de manera de propiciar la subjetividad del que escucha. La idea es que mediante la narración, los chicos -y sus cuerpos- recobren su individualidad y dejen de ser pacientes/objetos/cuerpos bajo el cuidado de una enfermedad. Buscar la sonrisa, el asombro. Evitar temáticas como la muerte, la soledad, la enfermedad y el dolor. A escribir, como siempre, como en cualquier consigna. Buena semana para todos

Horacio Tort

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PRÓLOGO

ACERCA DE NOSOTROS

Surgimos en el año 1996 desde la Secretaria de Extensión de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Plata, como Programa de Apoyo y Asistencia a Niños con Enfermedades Terminales, a partir de la experiencia personal de un pequeño grupo grupo de profesionales y docentes. Hacia el año 2000 comenzamos a operar en red conjuntamente con otras organizaciones locales y nacionales, teniendo como objetivo fundamental el mejorar la calidad de vida de una población vulnerable como lo son los niños con con cáncer y sus grupos familiares a través del tejido conjunto de estrategias, entendiendo que no solo es el cáncer infantil el que marca el estado de vulnerabilidad. Los proyectos y actividades se desarrollan a partir de un equipo multidisciplinario, la integran tegran alumnos voluntarios y miembros de otras organizaciones (municipalidad, asociaciones, empresas).

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María Gabriela Failletaz

CUENTA CUENTOS PARA PAANET

Pedro tiene un gato que ronronea cantando. Se llama Aristóbulo. Aristóbulo es peludo, todo negro su cuerpo pero con trompa blanca, y en la nariz lleva una mancha, que parece de pintura. Por las mañanas sigiloso se le arrima a la almohada y, marcando huellitas sobre la manta, le hace abrir a Pedro un ojo y después el otro. El vibrar y su cuerpo tibio se le acomoda a su lado y así comienza el remolón, muy instalado, un concierto de ronroneos sin pausa. De a ratos ¡qué tentación! Sola se le va la pata, para atrapar las arañas que Pedro tiene por pestañas. Pero Pedro mucho no lo deja. Como es de imaginar, Aristóbulo interpreta canciones de gatos: “ El gato que pés" "Michi, michi, miau, chacarera de los gatos", “El pollito Pío“ y algunas de Los Ratones Paranoicos. Un día frío, desayunando Neskuic con vainillas el niño, leche sola el gato, a Pedro se le ocurrió una idea fantástica. Pensó... Si los gatos famosos de la tele, Sivestre, Tom y Garfield, actúan y hablan y Kitty gana millonadas en chucherías que compra la gente… ¿no podría el minino mío mostrar al mundo sus dotes de felino cantor? Así fue que a la semana siguiente salieron rumbo a un programa. Viajó Aristóbulo en bolso arrugado. Asomado en la cremallera, iba su hocico manchado. Al llegar al estudio se sintió a gusto porque las luces del decorado se le antojaron calentitas, y entre tantas señoras y señores y camaritas, prefirió quedar muy quieto en una silla acurrucado. Sobre una mesa redonda con mantel de terciopelo rojo solito quedó el gato para cantar la serenata. Con sorpresa para todos enamoró con novedosa melodía.

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"El rey león" desató en la sala mil aplausos y resonó con armonía. Ganó feliz el gran premio, cien bolsas de alimento balanceado sabor pollo y carne, salmón y mariscos y un cd grabado que en la tapa dice: Aristóbulo, gato campeón en ronronear con canción.

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Daniel Casas

EL GRANO

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Esta es la historia de una princesa fea y de un príncipe malo, que no se amaban, aunque se conocían desde muy chicos, porque eran herederos de reinos vecinos. De hecho, habían compartido y peleado desde la salita de 4 años del jardín “El Príncipe Feliz”, al que iban todos los chicos de los reinos vecinos y nunca habían dejado de pelearse por todas las cosas. Ella se llamaba Samantha, pero el pérfido Emmanuel, que así era su nombre, le decía “Escalope”. Y a veces usaba su apellido para marcar aquello que hacía que a él le pareciera tan fea, aunque no lo era. “Magnano, nariz con grano”, le gritaba en los recreos para avergonzarla delante de los otros príncipes. En cambio, ella le decía Ema. A lo sumo, para defenderse, cada tanto le decía “Ema, toma la mema”, pero después se sentía mal por haberlo cargado en público. “Estos dos se pelean tanto que de grandes se van a casar”, decían sus padres cuando se encontraban en el Golfo Club “El Caddie Real”. En realidad, como solía ocurrir entre los nobles, que pensaban siempre en términos de dinero y poder, lo decían en broma, pero la idea no les desagradaba. La unificación de sus reinos los pondría en una situación muy ventajosa frente a los otros reinos de la región y eso siempre era bien mirado. Segismundo, el rey Padre de Emmanuel, apodado “el astuto” había escuchado a su hijo muchas veces hablar con desprecio de Samantha y de su nariz con ese grano tan feo, casi una verruga, pero se esperanzaba en que cuando los chicos entraran en la adolescencia esa mirada cambiaría, porque Samantha daba muestras de que en poco tiempo más se convertiría en una atractiva mujer. Lo que no podía entender era cómo Adalberto, su colega rey, conocido en la región como “el terco”, no había hecho que a su única hija los médicos reales le sacaran ese feo grano, por más que fuera igualito igualito al de su madre y su abuela, una marca de familia, como quien 1

Leí la consigna del escribir un cuento para chicos y pensé que en estos tiempos de animé y series de zombies, un cuento clásico puede ser una novedad para, por ejemplo, una nena de corta edad. No es lo mío, pero me salió esto, espero que sirva.

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dice. Y contra eso no había podido ni la obstinada insistencia de su esposa, la reina, que lo que menos quería era que su hija se pareciera a su suegra. Pero a medida que se acercaban a la pubertad los dos príncipes se llevaban peor. Emmanuel ya se había cansado de despanzurrarle a Samantha sus reales muñecas, estaba cada vez más agresivo y había pasado a llamarla directamente “Grano”, y andaba escribiendo maldades para ella en las paredes y en los carteles de los caminos que unían ambos reinos. “Te odio, Ema, toma la mema”, le decía ella cuando se lo cruzaba, porque a medida que crecía en altura, sus facciones se estilizaban y la cabellera larguísima y negra caía sobre su espalda sin moños ni trenzas, Samantha había aprendido a ser menos buena con ese príncipe molesto que hacía todo por incordiarla. “Y yo te detesto, Grano”, le decía él, que, aunque no podía ponerlo en palabras, estaba molesto consigo mismo, porque una tarde, sin saber por qué, había tenido el impulso irrefrenable de darse vuelta para ver a Samantha cuando se iba. El rey Segismundo, que por algo se había ganado el mote de “astuto”, comenzó a notar los cambios en ambos príncipes y, mientras sacaba cuentas de lo que significaría unificar su reino con el de Adalberto, tramó un plan, con la inestimable ayuda de Leticia, su real esposa. Segismundo, “el astuto”, convocó a un renombrado médico de un lejano reino para que analizara secretamente si había una forma de curar ese feo grano de Samantha, igual al de su abuela, la reina madre, que a su vez lo había heredado de su mamá. El galeno buscó la forma de cruzarse con la reina madre y con su nieta y con sólo verlas dictaminó que una serie de aplicaciones con un ungüento a base de nitrato de plata y el espeso jugo de una fruta que crecía por todos lados, el tamarindo, sería la solución. El médico, que era también muy inteligente, se confabuló con Segismundo para poder entablar un diálogo tanto a la reina madre como a Samantha. Para conseguirlo, su mujer, Leticia, que era amiga de Edith, la mamá de la princesa, le comentó cuando se encontraron en las grandes tiendas “Todo para la reina moderna” que tenía una solución para sacarle a la joven ese feo grano que tanto detestaban todos menos el padre, al que por algo apodaban “el terco”. La reina no dudó ni un instante antes de sumarse a la confabulación. La idea de Segismundo era genial. Sospechaba que la reina madre tenía que odiar o haber odiado tanto como su nieta ese grano espantoso

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heredado como una marca de familia y decidió convencer primera a la anciana dama de sacarse el grano, de tal forma que el terco Adalberto no tuviera ya su principal argumento. Para eso, el médico armó una recorrida por todos los reinos de la región presentando una pócima mágica para limpiar los reales cutis. La reina madre, largamente sexagenaria, aunque siempre había portado con resignación ese horrible grano, era coqueta, y no se iba a perder la oportunidad de ver qué cosméticos traía el enigmático visitante. Y el galeno, que era un gran adulador no desperdició la oportunidad. Con elogios y lisonjas convenció a la reina madre de hacerse un tratamiento de belleza y, como quien no quiere la cosa, le deslizó que él podría sacarle ese grano “que enturbia su natural belleza, majestad”. La mujer dudó, porque de alguna forma esa marca de familia la había acompañado toda la vida, impuesta por los designios de su familia, y ya formaba parte de su identidad. Pero el médico era muy persuasivo y terminó por convencerla no sólo de sacarse el grano, sino de que hiciera el tratamiento en secreto para darle “una bella sorpresa a su hijo, el rey”. En menos de un mes de aplicaciones diarias, ese feo grano, casi una verruga, se fue achicando hasta convertirse en una mancha en la piel y luego de unos días desaparecer por completo. En todo ese tiempo la reina madre evitó reunirse con su hijo, lo cual no fue difícil, porque como era muy terco y siempre quería estar atento a todo lo que pasaba en su reino, la agenda real siempre desbordaba de actividades. Al mes, cuando la reina madre cumplía sus 70 años, el hijo fue a darle un beso en la mejilla y entonces notó que algo había cambiado en la cara de real progenitora. Y aunque su terquedad no le permitía admitirlo en público, el cambio era para mejor. La anciana mujer, que era muy pragmática, no tardó mucho en convencerlo de que no sólo se sentía mucho más bella sino de que hubiera sido mucho más feliz de no haber tenido que lidiar desde su infancia con esa marca de familia. Adalberto, que era terco pero no malvado ni tonto, no pudo menos que pensar en que algo de eso le estaría pasando o a punto de pasar a su hija, que había notado que ya no quería usar aquellos vestidos de nena sino otros, nuevos, que exaltaran sus incipientes formas de mujer. La reina Edith, que lo conocía como nadie, percibió la duda y lo dejó mascullar sus cuitas durante algunos días antes de volver a la carga con la idea de sacarle el grano de la nariz a la princesa, ahora con el argumento de la cura de su suegra a su favor.

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El rey, que como se ha dicho no era tonto, entendió pronto que su batalla por preservar aquella marca familiar no sólo era injusta sino que era, por sobre todas las cosas, una batalla perdida. En menos de un mes, Samantha y la reina madre emprendieron un viaje al reino alejado donde estaba al mando su tía Albertina, hermana de Adalberto, también portadora de ese horrible grano, casi una verruga. Salieron una con y la otra sin grano y cuando volvieron la marca familiar había dejado de existir en las tres mujeres. Los planes de Segismundo estaba marchando viento en popa. Sólo faltaba generar el escenario para que su hijo, el malvado príncipe Emmanuel se diera cuenta de que no era un malo, sino un tonto adolescente, un “pavo real”, como le decía su padre para incordiarlo. El escenario fue una fiesta en un reino vecino. Con el viaje y los preparativos cuando Emmanuel se encontró con Samantha hacía largas semanas que no la veía y hubo algo que no era capaz de definir con palabras que lo dejó con la boca abierta. “Hola, Ema, toma la mema”, lo saludó la princesa. Cuando logró cerrar la boca y borrar la sonrisa tonta dijo “Hola... ¿querés bailar?” Ella lo miró con cara de no entender, luego sonrió casi con conmiseración y, con un brillo de maldad en los ojos, le dijo que no y se fue dándole la espalda. Segismundo, que observaba la escena a distancia, decidió que aún era temprano para hacer cuentas sobre el reino unificado, pero no descartó la idea.

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Andy Pecas

POLICIAL CON FONDO DE LLUVIA

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El detective movió la cabeza, indignado. El amanecer amenazaba cubrirlo con su manto de responsabilidades y todo seguía como siempre. Agazapado en el departamento de la víctima, intentando contener la respiración para no ser descubierto, era la imagen misma de la desesperación. Su instinto, desarrollado por tantos años de profesión, le aseguraba que el asesino volvería al lugar del crimen… ¿O quizás debería concluir con sus lecturas de Agatha Christie? Un chasquido, apenas perceptible, lo arrancó de sus cavilaciones. “Nada”, musitó. Miró el reloj cuyas horas avanzaban con el paso perezoso del caracol. Sus ojos se toparon con la silueta dibujada en tiza, en el exacto lugar en el cual, días atrás, la muchacha rubia yacía estrangulada. No pudo evitar recordar el cuento de Poe, “el cadáver de Mary Rogers flotando en el Sena”… Si no hubiera sido detective en homicidios, hubiese estudiado Letras. Se apasionaba con los libros y podía recitar párrafos enteros cuando sus compañeros o alguna copa de más se lo pedían. Claro que su madre tenía razón: la carrera de Letras no era cosa de hombres. A su alrededor todo estaba tranquilo. ”Todo es silencio en torno… hasta las nubes van pasando calladas…” Le distraía recitar para sus adentros. ¿Por qué recitó eso? Ni siquiera recordaba de qué libro era. Pensó en consultarlo ni bien traspusiera el umbral de su casa.

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Introducción: No es para niños. Es para adolescentes. Pero si por alguna causa, consideráis que no cumple con la consigna, me lo hacéis saber y escribo otro, ya que talento me sobra. (No. Mentira. Si éste no va, lo borramos y listo, je.). Ahora sí.

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Esta vez, el chasquido fue más que evidente. Imposible precisar de dónde provenía. Su corazón latía como nunca. ¿Así habría esperado la rubia su momento final, con esa angustia que otorga la incertidumbre? Algo o alguien le rozó el hombro. Enloquecido, intentó asir aquello que se le escapaba, como burlándose de su impericia. Movía los brazos torpemente, tropezaba en las sombras mientras lo aferraban de los cabellos. Terrible fue el fragor de aquel encuentro. El detective estaba dispuesto a todo: podría acabar muerto, sin duda, pero su agresor no terminaría ileso. El alba acudió en su ayuda. Su débil luminosidad dejó entrever el campo de batalla: en el dormitorio de la asesinada, el detective con el traje azul blanqueado por la tiza, se batía en desigual combate con un murciélago que había osado entrar por el tragaluz. Al darse cuenta de lo humillante de su situación, el buen hombre desapareció más rápido que ligero de aquel lugar. “Ya me han visto por delante… ahora véanme de atrás…”

El asesino suspiró, aliviado. También él estaba fatigado por la espera. Aprovechando la partida del detective, limpió cuidadosamente el lugar de huellas, tomó las fotos y efectos que podrían comprometerlo y se alejó silbando “La Cumparsita”.

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Fer Iñarra Iraegui

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EL JARDÍN

Shhhhh! No corran, ni griten, no hagan ruido... ¡En el horno estamos haciendo una torta "ángel" y cualquier sonido fuerte la puede arruinar! Entonces nuestros pasitos de nenas salían de la cocina hacia el jardín, donde el sol brillaba y nuestra imaginación volaba... El jardín estaba rodeado de plantas. La alfombra de pasto nos invitaba a correr y jugar. Había un rincón en el fondo, muy especial... del lado izquierdo, escondido entre plantas de hojas enormes un espacio mágico con perfume de flores, nos transportaba a un mundo diferente... Allí poníamos muebles o comidita hechas con piedras y hojas porque estábamos seguras de que lo visitaban hadas y duendes. Detrás de este cantero, había un paredón todo cubierto de enredaderas que tenía una pequeña puerta. Esa puertita, daba a una especie de terraza rústica, sin terminar pero con una vista espectacular de las barrancas de San Isidro. Fue allí a donde fue a parar la cabra que un día trajeron del norte. Después de comerse la ropa que colgaba de la soga y casi todo lo que iba encontrando en su camino, ¡la cabra se mudó! Donde comenzaba el jardín, había un frondoso árbol de moras. Nos encantaba buscar las moras, comerla, juntarlas y sobre todo, terminar enchastradas, sucias y pintadas... todo era risas. Los gusanos de seda anidaban en él y esto nos maravillaba pero también nos impresionaba...

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Escondida, estaba la ventana del estudio, un lugar que imponía respeto y a la vez te dejaba entrever los libros y secretos que guardaba.... Libros, madera y paz. Desde el estudio, el jardín se veía como parte de un cuadro, era un todo. Desde el jardín, el estudio se veía protegido y fresco, cubierto por las maternales hojas del árbol que lo cobijaban... Y entre la casa y el pasto, ¡estaba el patio! Baldozones rojos, un enorme cantero con tierra roja y plantitas de menta, nos prestaba sus bordes de ladrillo para hacer equilibrio. Corríamos tirando del carrito rojo y terminábamos siempre revolcadas... Una vez una otra vez la otra, todas por turno. El triciclo, el carrito, en verano... ¡la manguera! De un costado la escalera que llevaba a la habitación de Chela, del otro la galería que daba a todas los cuartos porque era una casa "chorizo" y a nuestras espaldas el "jardín de invierno". En el jardín de invierno, estaba el gran sillón de cuero negro, comodísimo para sentarnos a charlar, leer, cambiar figuritas, pintar dibujos o trepar y saltar sobre él, escondernos detrás. Y lo que más nos gustaba... ¡la pianola! Apenas llegábamos a los pedales, pero tomadas fuertemente con nuestras manitos, del borde del teclado, pedaleábamos con ahínco para sacar esas hermosas canciones que sonaban en toda la casa. Trepábamos para cambiar los cilindros y cada cual tenía su melodía favorita. Sin tele, sin compu, sin play... sin planes para un mañana. Disfrutamos de cada momento como único e interminable y pasamos días maravillosos en el jardín de la casa de Bárbara, nuestra mejor amiga.

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II

LA CASA

La primera vez que me quedé a almorzar en lo de mi amiga, tuve que hacer que llamaran para que me vinieran a buscar. Cuando nos sentamos a comer, me dieron "guiso". Yo nunca había comido de eso, y a las claras se veía que era VOMITADA, así que no quise comer y lloré hasta que vinieron a buscarme... Después de ese episodio, ya vivimos tan mezcladas que aprendí a comer la comida de su casa como ella a comer la nuestra... Usábamos la misma ropa, dormíamos en nuestra casa o en la suya... nos traían y llevaban en su auto o el nuestro, todas a la plaza, todas a la heladería, todas a cerámica, todas a Mar del Plata... Cuando estábamos en su casa, compartíamos un dormitorio colonial, con un armario en el que te podías meter adentro. Porque tenía luz, estantes y un lugar para colgar los vestidos. Una puerta con ventanas de vidrio que te dejaban ver el jardín y el patio; y otra puerta que daba al pasillo de adentro, por el que ibas a los otros cuartos. Tenía los pisos de pinotea y las paredes empapeladas, pero lo más lindo era el cuadro que había pintado Sue, la mamá de Bárbara, sobre el cuento de Cenicienta. Cenicienta, los ratones y el vestido, eran "perfectos", llenaban de magia todo el cuarto y lo convertían en parte de ese cuento de hadas que tanto amábamos... Por la noche tomábamos un vaso de leche, nos intercambiábamos ropa después de bañarnos y compartíamos las camas... Hablábamos en secretito, hasta quedarnos dormidas y a la mañana siguiente, saltábamos de las camas y... ¡a jugar otra vez! El pasillo interior que unía los cuartos, terminaba en el "estudio", lugar de trabajo del papá, al que casi nunca entrábamos pero sí espiábamos por la ventana desde el jardín. Justo a medio camino, en el piso, estaba la puerta del sótano.

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Bajamos pocas veces, pero prendíamos la luz y... sabíamos que estaba allí, iluminando nuestros piecitos inquietos... El dormitorio de la mamá, era muy grande, ¡con un baño para ella sola!, por lo que considerábamos que el baño de "las nenas" era el del pasillo. Tenía un sillón largo, esos donde te sentás de costado como en los cuadros... allí dormía un Snoopy divino y enorme, al que abrazábamos cada vez que podíamos. Y... el cuarto de los angelitos... Ese era nuestro lugar preferido. Tal vez fuese un living para recibir visitas, o una especie de museo familiar, nunca supimos... Entrabamos a hurtadillas, siempre en esa media luz que daban los cortinados cerrados y... nos sentábamos en las faldas de enormes angelitos de mármol que había a cada lado de la puerta... Adornos, figuras de mármol, copas y vajilla inglesas, cristales, cuadros, antigüedades de todo tipo hacían de ese salón un lugar cálido y acogedor pero sobre todo mágico y curioso ya que nunca entrábamos con "los grandes", sólo en expediciones secretas para investigar en cuidadoso silencio y risitas lo que allí atesoraban... ¡Qué divertido era ser chiquita en esa época! ¡Qué suerte haber vivido esa vida! ¡Qué bueno que me lo acuerde! ¡Qué genial tenerte para compartirlo con vos!

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III

EL HADO VERDE

La primavera flotaba en el aire, despeinándonos juguetonamente con su viento floral mientras volvíamos charlando del jardín con Catalina, en horas del mediodía. Ella contaba sus aventuras del día con Maqui, su mejor amiga, mechando el tierno relato con esa risa inocente y musical que me conmueve mientras recordaba los juegos en el parque y el arenero. Sorteando los escollos del camino, atenta a los automóviles y pozos de las descuidadas veredas, su historia me llegaba entrecortada, debido a la distancia entre las dos, a su escasa estatura, al bullicio de la avenida, el constante revoloteo de palomas que se echaban a volar entre nuestros inquietos pasos, así que un poquito entendía, un poquito escuchaba y otro poquito imaginaba. De pronto, para nuestra sorpresa, una figura masculina apareció caminando delante de nosotras. Espigado y joven, orondo pero con cierto aire despreocupado este personaje aparecido de la nada se mezcló entre perfume de azahares y gorriones que parecían envolverlo o acompañarlo en su peregrinar. Llevaba una escoba en una mano y en la otra una pequeña bolsita verde con un cono que al principio no llegamos a dilucidar qué era. Durante toda una cuadra tratamos de acercarnos a él y descubrirlo. Sus pasos eran zancadas que lo separaban de nosotras y aunque intentamos ponernos a su par, cada vez se alejaba más y más. Llegamos a la esquina sólo unos pocos segundos después que él, casi sin aliento, sin embargo ya no lo vimos, ya no estaba. Miramos hacia un lado y… nada. Miramos hacia el otro lado y… nada. Lo buscamos para ver si había cruzado la avenida, pero no, allí no estaba. Atentamente escudriñamos la cuadra del costado larga y fresca, coloreada por ciruelos y jazmines, bañada por la sombra del altísimo edificio de piedra Mar del Plata, mas él no estaba. En esa dulce esquina repleta de tortas, masitas, ilusión y fantasía, ¡nuestro personaje había desparecido frente a nuestros incrédulos ojos! Volvimos a casa preguntándonos quién sería. Era evidente que un ser mágico porque no teníamos otra explicación para su volátil huida. Fue por casualidad, rememorando la semana que por fin lo supimos. El lunes había yo estado hablando con mi amiga Alicia, bruja ella, con largas horas de vuelo. Vuela para ir a ver a su hija, vuela para encontrarse con su hermana, vuela para volver a sus mascotas, vuela

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por su casa toda la semana. Ella me había dicho entre sus dichos que buscara al HADA VERDE y la encontrara. Su profesora del taller de pociones mágicas le había pedido a todas los brujos concurrentes que cada uno a su manera la plasmara, en foto, en poemas o en un cuento pero que de esta semana no pasaran. La busqué yo desde mi casa, busqué entre mis cuentos, mis libros, mis recetas, mis sombreros, mis cachivaches, para ayudarla. La pensé, traté de imaginar dónde estaría, qué podría estar haciendo por mi barrio o por qué barrio volando andaría. Pensé que el último coletazo del invierno tal vez en cama la tendría y el hada azul y la amarilla serían las encargadas de ayudarla hasta que sanara ya que sus colores combinados se fundían en el verde que ella necesitaba para brillar y hacer sus tareas de hada. Fue entonces que, con estos pensamientos, una campanita sonó en el aire y nos dimos cuenta. El hada verde no era un hada nena, era un hada varón, allí estaba nuestra confusión, por eso no la encontrábamos. El hado verde era el vecino que hoy habíamos visto, el brujo bueno con sombrero verde y una escoba, que vive en una casa de tortas y pasteles, que vuela por mi barrio sin ser visto hasta la torre alta donde nadie lo puede atrapar y sólo los ángeles y los pájaros y las hadas lo visitan. El hado verde el día de la primavera se hace visible y camina entre nosotros con su perfume a azahares y frescias, repartiendo rayos de sol y colores para alegrar a todos. ¡Hoy es 21 de septiembre, hoy lo vimos pasar! ¡Feliz primavera!

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Claudia Castañeda

CUENTA CUENTOS

“Había una vez”… así arrancan los cuentos. Este cuento va a arrancar diferente porque este cuento es en presente… ¿arranco? Resulta que andaba cantando por ahí −y hasta me salía eso de chiflar (¡chiflen!)−. Resulta que me encontré con una pared enorme que decía: “ENTRÁ”. La cosa es que entré a esa pared y empecé a dar muchas vueltas. Entre tantas vueltas, me encontré a un pibito que me decía: “es re copado dar vueltas”. Le pregunté −entre vuelta y vuelta− por qué era tan copado y me dijo que esa pared era “recontramágica” porque nos llevaba a una plaza inmensa a donde nos hamacábamos y llegábamos a la luna. La cosa es que de tanto hamacarme llegué a la luna y me encontré con un ratoncito igual a Mickey que me afanó dos dientes. Entonces me pregunté: “¿para qué quiero ir a la luna si me voy a quedar sin dos dientes?” La cosa es que me seguía hamacando y se me salían hasta las muelas de juicio. El pibito que me llevó se hamacaba y se reía con todos sus dientes −creo que le vi hasta las muelas de juicio−. El pibito se llama Juan Ignacio. Cada vez que quiero cruzar ese paredón, lo llamo, nos pegamos una vuelta por la plaza y nos reímos mucho con eso de pegarnos una vuelta por la luna, después de pasar un paredón ¡Es recontramágico!

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M Pilar López O

UN DÍA EN LA CASA DE LA ABUELA LUCHI

Los niños que dormían acurrucados en la maceta de las fresas se despertaron a la vez con el rico olor de las tortitas. Aria aspiró con fuerza y dijo −"¡Mis favoritas, me pido primer!". Lucano dio un salto, se aferró a una fresa casi madura que colgaba y canturreó mientras se balanceaba. −"¡Quiero dos, quiero tres, quiero cuatro tortitas con chocolaaaaate!". Mariposa se estiró como sólo ella sabía hacerlo (tenía muy estudiada a Colita, la gata rayada), y bostezó ruidosamente −"¡Mermelada de naranja, la mía con mermelada de naranja hoy!". Justo en ese momento asomó la cabeza rizada, teñida de rubio rabioso, de la abuela Luchi, con sus gafas redonditas para ver de cerca, bien colocadas en la punta de la nariz, y les cantó: “A levantarse, vamos, tenemos sol y viento, tenemos las canciones y un rico desayuno. ¡A levantarse, vamos!” “Si nos das mermelada, si tenemos tortitas, si nos cantas canciones y si abres la ventana para oler el jardín.” Contestaron a coro los tres. Era su juego matinal. Les encantaba cantarlo a voces mientras revoloteaban hacia la cocina. Aria desafinaba un poquito, pero no se lo decían porque estaba algo insegura de su voz. Todo el mundo sabe que se mejora mucho practicando, así que Aria cantaba todo el día porque quería ser ruiseñor cuando fuera mayor. La abuela Luchi cuidaba de los niños desde hacía años, los duendes crecen muy, muy despacio, siempre tienen hambre de cosas dulces y adoran las canciones, así que formaban un buen equipo, porque ella disfrutaba mucho haciendo pasteles y todo tipo de golosinas y se sabía

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miles de canciones. Además, quería aprender a volar y ¿quién mejor para enseñarle que tres duendes alados? Después del desayuno, Lucano dijo −"Vamos a practicar, abuela Luchi" y todos salieron al jardín.

−"¡Túmbate ahora que aún hay rocío", canturreó Mariposa. Todo lo decía cantando, quería ser compositora de tormentas de mayor. Hay que practicar mucho para hacer afinar bien a los truenos. −"¡Eso, seguro que hoy te sale!", animó Aria, "el rocío de verano es el mejor para volar". La abuela Luchi se tumbó con los brazos abiertos sobre el césped mojado y entonó: "Alto, muy alto, como los vencejos, sobre las flores, como las abejas, fibiribí, fibiribó, vuelo yo."

Y enseguida empezó a flotar un poquito, deslizándose hacia los macizos de hierbas aromáticas.

−"¡Eh, funciona, me ha costado mucho menos arrancar!". −"¡Vamos a volar hasta el tejado, hasta el tejado vamos a volar!", cantaron a coro los niños, revoloteando a su alrededor. Bueno, no llegaron hasta el tejado, pero casi, y la abuela aprovechó para recolectar unas peras maduras de la rama más alta del peral viejo, saldría un postre riquísimo para la cena de mañana. Practicaron un par de horas y luego los niños se fueron a clase, porque los duendes deben aprender las lenguas que hablan todos los animales, y eso lleva un montón de esfuerzo y tiempo, os lo aseguro. El profesor se llamaba Rogelio Noctis, era un búho real muy serio en apariencia, pero bastante divertido en realidad, así que se lo pasaban muy bien mientras aprendían gatés de monte, arañil de jardín y truchiano. Y si os parece muy complicado, sabed que es sólo una parte de lo que estudiaban ese trimestre.

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Volvieron exaltados y felices −"ÂĄYa sabemos, ya sabemos hablar con la culebra verde, y dice que se va de vacaciones al prado de Yuri, todo el verano!". La abuela Luchi se alegrĂł bastante, porque no acababan de caerle bien las culebras, ni siquiera las verdes que brillan al sol como joyas cuando se deslizan por el porche.

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Pablo Miguel

CUENTITO PARA CONTAR CONTANDO

Una vez, a un purrete zoquete y meterete se le rompió un juguete que había que arreglar. Y vino el elefante gigante y elegante que dijo muy campante "Yo no puedo ayudar". También vino el mosquito, chiquito y bien maldito, zumbó "Me importa un pito en qué haya que ayudar". Se acercó la pantera, ligera y súper fiera que dijo "No hay manera en que pueda ayudar". Ahí bajó la araña, extraña y medio huraña; siseó "No me doy maña y no puedo ayudar". Asomó la ballena, tan buena pero ajena, y dijo "Es una pena que no pueda ayudar". Y justo pasó el mono que, a tono y muy monono, agregó con encono "Yo no quiero ayudar". Y entonces se miraron, charlaron, se escucharon y juntos lo arreglaron quedándose a jugar.

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Eduardo Mizrahi

I

A MÍ ME GUSTAN LAS RUBIAS

A mí me gustan las rubias. Bueno, las morochas también... pero las rubias... Y no importa que sean teñidas, por supuesto... pero las que vienen así de fábrica... Y Catalina es rubia. (¡Y rubia de veras!) A mí me gusta que me reciban con una sonrisa... Que me mimen, me den un beso... Y Catalina enloquece cuando llego. A mí no me gusta dormir solo...a Catalina tampoco. (Difícil dormir solo estando Catalina.) Somos de salir a pasear, a tomar algo... Pero no se confundan: no somos pareja. Yo soy un tipo grande, ella una pendeja. Además, nunca saldría con la perra de mi novia... Por más rubia que sea.

II

YO COMO CHICLES CON JUGUITO...

Yo como chicles con juguito. Me gusta pegarlos debajo de las mesas. Cuando no me dejan, los pego en la espalda del gato. Si el gato se queja, lo tiro en la cacerola. Si no es de teflón, no sirve. Yo quiero que me sirvan como en el Waldorf Astoria. La historia es aburrida y se repite. Yo como chicles con juguito...

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Roberta Garibotti

LUCERO, LA QUE TENÍA MIEDO

Lucero iba al colegio y brillaba, iba al cine y todo se iluminaba. Nadie podía ver la película si Lucero estaba. Cuando llegaba a una fiesta de cumpleaños, los niños decían “llegó Lucero, la que brilla a lo lejos”. Una noche oscura de otoño, antes de acostarse, no prendió la luz; no le hacía falta. Tomó su cuento favorito, que contaba la historia de un bichito de luz que era atrapado por un chico muy malo llamado Antonio, casi un demonio. La pobre luciérnaga murió muy triste en las manos del maldito Antonio, que la aplastó entre sus dedos pulgar e índice, hasta que su lucecita perdió fuerza y se apagó por completo. Lucero nunca antes había pensado en que podría perder sus dones. Se sentía a gusto dándole luz a todos sus amigos en los campamentos, ayudando a su papá cuando se cortaba la luz, quedándose prendida toda la noche para que su hermanito no tuviera miedo con las posibles pesadillas. Pero desde que pensó en quedarse sin su talento brillante, empezó a dudar, su luz ya no era fuerte y poderosa. Más dudaba, más luminosidad perdía. Todo el tiempo recordaba al bichito de luz del cuento, que había muerto sofocado. Pobrecito, pensaba ella y lloraba desconsoladamente. Es que ya no se sentía la misma, no tenía ganas de comer helado con chispas de chocolate, no dibujaba soles en su cuaderno. La maestra le preguntaba:

−¿Qué te sucede Lucerito?, no veo dibujos que brillen, ni lunas gordas y blancas en tus hojas.

−Es que tengo miedo, seño. Tengo miedo de que se me vaya la luz –le comentó a su señorita llorando como un grillo desafinado.

−Intentá ser valiente como un elefante, que sabe que nadie en la selva

puede lastimarlo. No es malo pero es bien gordo y fuerte −le dijo la seño para consolarla. Pero no había caso, se había apagado. Estaba en off. Un día vio en el parque a un bichito de luz volando cerca de su nariz. La nariz de Lucero era muy chiquita. Sintió cosquillas y empezó a

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estornudar. Notó que una cosa pegajosa y finita se le quedaba pegoteada en la cara. Después de semejante estornudo, miró el piso había una araña peluda y cachetuda: HO-RRI-BLE. El pobre y feísimo arácnido se fue corriendo con sus patas sin depilar. De pronto sintió una voz muy chiquita que despotricaba:

−Rajá de acá, sos fea, tejés re desprolijo, ni el Hombre Araña se querría casar con vos, y encima querés alimentarte de mi pobre panza luminosa. −Ey, ¿vos quién sos? −preguntó la nena. −Soy la jefa del grupo de las luciérnagas VIB (very important bichos). Soy la más valiente, la más power, te ilumino hasta una cancha de fútbol y no me canso ni un poquito. Una vez le di luz a todo un campamento de Boys Scouts. Y no me mirés con cara de no creerme, preguntale al elefante cómo le mostré el camino una noche de tormenta, para que el pobre no cayera en arenas movedizas –le dijo la luciérnaga con los bracitos en forma de jarra apoyados en su cintura brillosa y la patita dando golpecitos con ritmo en el piso, como canchereando.

−No, no… yo sí te creo. Pero no creo en mí, tengo miedo y no se me va – aclaró Lucero secándose las lágrimas que caían como gotas de azar sobre sus mejillas rosadas. −Yo te voy a ayudar −dijo el bichito luminoso. Sólo tenés que cerrar los ojos y buscar fuego en tu panza, sentir que tu cuerpo quema, que tu alma es tan pesada como dos elefantes juntos, que tu vida alcanza para darle luz a todo el planeta. Así de fácil –concluyó la loca luciérnaga. De pronto Lucero se transformó en una niña sol. Su luz se veía en todos los continentes. La gente usaba anteojos para no encandilarse. Si alguien pasaba cerca quedaba bronceado en pleno invierno. Lucero volvió a dibujar soles, elefantes, bichos, arañas, planetas, helados, hasta se enamoró de un niño albino. Lo que nunca más hizo fue leer libros tristes a la noche.

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Cristian del Rosario

FIFA MILENIUM: MONS VS USARS

Sebas era un pibe en general callado, pero tenía claras dos cosas, que jugaba al FIFA en la PLAY3 como los mejores, y que era malísimo en el fútbol de verdad. Sus amigos lo elegían siempre primero en los pijama party, donde se hacían los grandes campeonatos de play, pero también era al que elegían último en los partiditos que armaban en el patio del cole (¡¡y encima lo elegían de arquero!!). Así, Sebas pasaba más tiempo jugando en red con amigos y desconocidos y tenía que soportar las protestas de su mamá… en especial cuando le decía. “Dale Sebas, que con la play no vas a conseguir una novia”. Un día, era de noche, tarde (¡¡pero era sábado, así que no importaba!!)... esperaba en línea que aparezca un oponente y… ¡de pronto la pantalla del monitor se puso verde!, ¡¡luego amarilla!!, y por último ¡¡¡apareció un gran círculo rojo, parecido a la nariz de los payasos!!!

−Ufa −dijo Sebas −se me rompió la play. Pero no, en la pantalla, apareció un chico, como de su edad, con la piel muy blanca con un remera, como térmica, o como de neopreno, ésas como usa Diego −su amigo− que hace surf, pero de una tela más liviana con los colores verde y amarillo, como la camiseta de Brasil, pero con un círculo rojo en el pecho. El chico, además, tenía los ojos muy marrones y era pelado.

−Hola, soy Giud, estoy usando una frecuencia del satélite de la estrella que ustedes denominan ¿Sol...? y que se llama… se llama... ¿Tierra? ¿Es así?... Sebas no entendía bien... pensó que era una propaganda de un juego nuevo para la play.

−Le estoy hablando a usted, terrestre, usted, el que está lleno de pelos… en la… ¿cabeza? −dijo Giud.

−Pero… pero… cómo… ¿cómo me ves...? −preguntó Sebas, mirando a uno y otro lado, confundido, sin saber si le hablaba a él o no.

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−Si, podemos verlo, tenemos tecnología avanzada, no hay tiempo para explicaciones, estamos desesperados, necesitamos su ayuda −contestó el chico del otro lado. −Pero… pero... mira que mi papá no me deja, ni loco, usar la tarjeta de crédito… −dijo Sebas, que había sido muchas veces advertido por sus padres, que no caiga en las trampas de internet, que con cualquier excusa y de cualquier modo podían hacerte comprar juegos. −¿Tarjeta de crédito?... ¿Qué es eso?... ¿Un boletín de confianza?... No... Nos comunicamos con usted... A propósito, ¿cuál es su denominación social, chico lleno de pelos? −pregunto Giud.

−¿¿Ehhhhh??... −Sebas no entendió. −Acá en su pantalla usted aparece como −leyó Giud en otra pantalla más chica que tenía a su costado− @Gasolero-capo-del-sur12... ¿lo llaman así?.

−Noooo... Ése es mi nick… Me llamo Sebas. −...Bien, Sebas… Repito, no hay tiempo que perder... le explico mientras usted ve el video. Desapareció Giud de la pantalla y empezó una película, como las propagandas de celulares, mientras Giud explicaba: −Cada 10.000, de sus años terrestres, en nuestra civilización se decide qué grupo de ciudadanos gobernará nuestro pueblo. Ello se hace mediante una lid, una lucha, una pelea, entre los dos grupos de ciudadanos: los Mons y los Usars. Mientras, Sebas veía en pantallas una ciudad toda de blanco… un cielo azul… con jardines verdes… chicos jugando, adultos felices sonriendo, que iban como a trabajar en especie de almohadones que vuelan casi al ras del piso, todos sonriendo y pasándola bien y todos… pero todos… todos… ¡¡pelados!!

−Los Mons, al grupo que pertenezco, hemos sido los ganadores de los últimos cinco encuentros. Por eso nuestro grupo gobierna y ha decidido llevar una vida tranquila de respeto hacia todos los demás… una vida pacífica. Los Usars, el otro grupo, creen más o menos lo mismo, salvo que ellos piensan que deben conquistar el Universo, para no ser un día atacados por otras civilizaciones. Así, si ganan y ocupan el poder, se lanzarán a la conquista de todas las galaxias, llegando a la de ustedes en… más o menos… calculo... −Giud miraba y apretaba una especie de consola frente a él−…Sí, en seis días terrestres.

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−Ehhhhhhhh... ¿qué les pasa a esos flacos...? −dijo Sebas indignado, porque, si bien nunca le interesó, ni la historia, ni la política, menos la de otra Galaxia, esto era distinto; que unos usars te vengan a conquistar, y justo el Viernes, cuando tenía su primera fiesta con chicos y chicas… Sí, eso era otra cosa.

−Bueno, esta noche, en dos horas terrestres, se lleva adelante esa lid...−dijo Giud. −Yyyy... ¿yo qué tengo que ver? No tengo mucha fuerza para pelear... menos contra un ejército intergaláctico que no sé ni dónde está y menos a esta hora de la noche… ¡¡mis viejos ni loco me dejan salir!!

−Nuestra civilización, Sebas, es muy de avanzada hace mucho tiempo, suprimimos el uso de la fuerza para ver quién gobierna a quién, lo hacemos mediante un juego de estrategia en el que en un lapso de dos periodos de 45 minutos, los dos grupos representados en equipos de 11 jugadores cada uno, deben ingresar, sólo usando el pie, la mayor cantidad de veces una esfera, que simula nuestro planeta, en el rectángulo del contrario… protegido por uno de esos jugadores que, además en este caso, también puede usar las manos.

−¿Me jodes? −dijo Sebas asombrado− ¿¿¿¡¡¡Ustedes deciden quién gobierna mediante un partido de fútbol..!!!!???

−No sabemos que es fútbol... pero sí… jugamos ese juego, pero no con nuestro cuerpo, que innecesariamente puede lesionarse, sino con una representación virtual del mismo... −se escuchaba explicar a Giud mientras en pantalla aparecían imágenes de una especie de juego de play de fútbol….

−Naaaaa... paraaaa… ¿¿¿¡¡¡juegan el FIFA!!!!??? −Sí, creo que así es como ustedes denominan el juego; para nosotros se llama distinto... el juego está explicado en el “Capítulo Segundo” de la “Constitución de la Federación” bajo el nombre de “Lid Interfederaciones Organizativa”, así que lo llamamos por sus siglas, LIO.

−¿Como Messi? −dijo Sebas, y murmuró−…qué grande La Pulga, ¡¡¡está en todos lados!!!.

−¿Cómo…? −dijo Giud sin entender. −Bueno, no importa. Resumiendo, necesitamos que juegues para nosotros esta noche... porque una maniobra conspirativa (seguro de Los Usars) ha impedido que nuestros mejores luchadores estén en línea. Una señal interfiere su participación en el juego, así, casi todo el seleccionado Mons quedó aislado. Con mucho esfuerzo pudimos contactar a otros diez, que no son tan buenos, pero

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igual nos falta uno. Y, desesperados, consultamos a nuestra supercomputadora, que buscó en segundos en todas las galaxias. Entonces resulta que vos sos el mejor o, al menos, el mejor conectado en este momento; bueno... −corrigió Giud− mejor dicho, son dos... el otro chico es de Alaska y estas vos... pero la elección de nuestra supercomputadora fue clara: ¡PONGAN AL ARGENTINO!

−Y sí, genio de la vida... ¿cómo vas a elegir a uno de Alaska para esto…? −dijo Sebas, agrandado− Pero ojo, ni a palos voy al arco −puso como condición Sebas.

−¿Genio de la vida?... ¿Ni a palos al arco? Espera −dijo Giud− que ponga la opción idioma Castellano… Argentino… de Jóvenes… así podemos hablar y escuchar como hablas vos −Giud apretó un botón−; Ahhh … ¿¿¡¡me estabas cargando..!!?? −dijo Giud que hablaba con la misma naturalidad, ahora, que cualquiera de su colegio− Y al Arco ¿es el guarda rectángulo? No, olvídate, imposible que vayas de arquero, ahí tenemos a la mejor de las mejores ¡¡¡a Vectra!!!

−¿¿¡¡Una chica!!?? −dijo Sebas; y cuando iba a protestar, apareció en imagen, en media pantalla, la chica más linda que vio en su vida… también como de su edad, de piel blanca, llena de pecas… de ojos celestes que resaltaban más… porque tampoco tenía cabello.

−¡¡Hola, Sebas!! −dijo la chica y Sebas, al escuchar decir su nombre por ella, ya se había enamorado 100 veces en dos segundos-. Muchas gracias por ayudarnos… vos no sabés lo que significa esto para nuestra gente. −Eh… uh… esteee… −tartamudeó Sebas− no es nada… ehhhh... apretando X se pasa la pelota ¿no? –tratando de disimular que no sabía qué decir.

−Sí, Sebas… ahora vamos a repasar los controles… pero… ¿Giud…? −preguntó Vectra− ¿no le comentaste… de ese detalle… aún? −y ella con el índice se señalaba su cabeza.

−Ahora iba a ello… Tenemos que pedirte un favor, Sebas… Vos sos igual

a nosotros salvo por una cosa: ¡¡tenés mucho pelo, chabón!! −dijo Giud en perfecto argento.

−¿Qué pasa con el pelo…? –preguntó Sebas−Y… acá no se usa desde hace una bocha, como tres millones de años…−dijo Giud−…Necesitamos… que te lo saqués…

−¿Ehhh? -dijo Sebas-¿¡¡¡Que me lo quééééé!!!!?

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−Sebas −dijo Vectra mirándolo a los ojos− es necesario… si no, se van a dar cuenta que no sos un Mons… y además te juro que, creo, te va a quedar bien, mirá, salvo por todo ese pelo que tenés… mirá, los ojos negros… son divinos… acá todos tienen ojos verdes o marrones… muy pocos tienen negros como vos… Perooo… ese pelo ahí arriba… ¡¡guacala!!...−e hizo Vectra una cara de asco. −No… ¿no te gusta? ¿Te gusto más pelado…? −preguntó Sebas. −Sí… creo que vas a quedar mucho más lindo de lo que sos…−y Vectra bajó sus ojos sintiendo vergüenza de lo que acaba de decir.

−Banca…−dijo Sebas y se fue corriendo a buscar la máquina de afeitar de su papá. En diez minutos volvió.

−¿Así?… ¿así está bien?...−si bien Sebas le preguntó a los dos, esperaba la respuesta de Vectra.

−Ah, buenoooooo… alta facha… estás un mil… −dijo Giud, al que su traductor en modo Argentino juvenil le funcionaba de maravillas.

−Eh… estás re… re lin... eh, sí... como… eh… −la que tartamudeaba ahora era Vectra.

−¿Sí? ¿Te gusto? −se corrigió Sebas− digo… ¿les parece ..? −Si −dijo Giud. −Mucho –dijo Vectra, que volvía a mirarlo a los ojos a Sebas… y éste se quedaba hipnotizado sintiendo que todo le giraba alrededor. −Bueno, a ver si la parejita intergaláctica, se pone las pilas… −interrumpió Giud.

−Eh… ¿qué parejita…? ¿qué parejita…? Bobo… dale, ¿cómo hacemos? −dijo Sebas mientras veía sonreír a Vectra en la media pantalla. Así, Giud empezó a explicarle de qué jugaba y cómo era la táctica que usaban y le presentó al resto del equipo. Sebas iba de cinco, el puesto que más le gustaba… “como Masche…” pensó, y no podía dejar de mirar a Vectra, a quien, le parecía, le pasaba lo mismo.

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Y al rato, cuando empezó y jugaba el partido de su vida… se preguntó para sí mismo si todo esto no era un sueño; pero no le importó, porque, si era un sueño estaba genial, y además, en ese sueño –si lo era− en el minuto –terrestre− 44 del segundo tiempo, clavó, desde fuera del área, su segundo gol, el tercero de su equipo… ”¡Genio! ¡¡¡Genio…!!! Barrilete cósmico…” escuchó gritar a Giud. Con ese golazo, no sólo hacía ganador definitivamente a su equipo… −a los Mons− sino que por 10.000 años más se salvaba la Galaxia. Pero a Sebas no le importaba, sólo le importaba dos cosas. Una, ver la sonrisa de Vectra al escuchar a Giud –que seguía en modo argentino- y a él cantar a los gritos: ”USARS, DECIME QUE SE SIENTE, TENER EN CASA A TU PAPÁ…”; y la otra… ¡cómo podía hacer para invitarla a la fiesta del viernes!

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Federico Cahn Costa

INSTRUCCIONES DE CÓMO VIAJAR SIN MOVERSE DEL LUGAR

Leer es mágico. Los cuentos me hacen viajar en el espacio y en el tiempo. Leo cuentos ingleses y creo que estoy en Inglaterra. Leo cuentos chinos y creo que el país que me rodea, por un rato, es la China. Leo cuentos de marcianos y ni te cuento: aparezco en Marte. Y así me pasó con un libro que contaba cómo un señor que se llamaba Francis Chichester había dado la vuelta al mundo solo, en un barquito a vela. ¡Lo leí en una noche y di la vuelta al mundo en barco en esa noche! Claro que no estaba solo como Francis, porque Francis viajaba conmigo. Corrí con él muchas aventuras y ¡hasta una noche de tormentas el barco se dio vuelta! Por suerte volvió a ponerse cabeza arriba y llegamos bien al puerto. Otra vez me puse a leer un libro de Cronopios y de Famas. Desde ese día conozco unos seres muy raros que se llaman Cronopios y Famas y son tan raros que cada persona que leyó sobre ellos los ve de una forma diferente. También leí un cuento de caballeros andantes del Medievo y era como estar en Francia en el año 1100. Había príncipes, princesas, ladrones de caminos y gente muy rara que hacían cosas que ya casi no se ven: herreros que hacían armaduras y espadas, talabarteros que fabricaban monturas y la gente viajaba en carruajes o a caballo. Y aunque no lo creas, leyendo, pude viajar en el tiempo. Un señor que se llamaba Esopo contó por primera vez hace casi 3.000 años unos cuentos que llamó Fábulas. Y cuando las leía parecía que un abuelito re-viejito me las contaba al oído. Hay cuentos de miedo, de risa y de misterio, de policías y de ladrones, de brujas y de hadas, de piratas y de bomberos. Hay cuentos de malos y de buenos. Hay cuentos de todas las cosas que te puedas imaginar.

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Cuando quieras viajar sin moverte del lugar donde estás, buscá un libro o pedí uno prestado y lee un ratito. Te juro que es mágico.

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Horacio Petre

MI AVIONCITO DE PAPEL

Tengo un avioncito de papel y está hecho con una hoja de las de dibujar. Mi avioncito es genial, porque yo me imagino que me subo a él y salgo a volar por todos lados. Empiezo desde mi pieza, carreteando por la cama y vuelo por toda la habitación. Por arriba de las sillas ¡por debajo de los muebles! dando vueltas y más vueltas. Después salgo al pasillo y sigo volando, un poco más alto, otro poco más bajo. Subo hasta el techo dando vueltas alrededor de la lámpara y cuando veo la ventana… ¡Allí voy!! con mi avioncito volador. En la calle, planeo entre los árboles, saludo a los pajaritos y paso cerca de sus nidos. Después voy hasta la plaza y vuelo entre las hamacas y toboganes, entre los nenes y nenas que juegan y entre los gatos y pichichos también. La gente grande y los chicos no me ven, pero los bebés sí… Y me dicen ¡chau! desde sus cochecitos, moviendo sus manitos. Yo los saludo también y les digo que volveré a visitarlos. Luego de dar vueltas junto a los caballos, barquitos y carrozas de la calesita, regreso a mi cuarto, pasando nuevamente junto a los árboles y las otras casas. Entro por la ventana, vuelo por el pasillo y llego nuevamente a mi cama donde aterriza suavemente. Para bajarme de mi avión ¡sólo necesito despertarme! Y ahí está en mi mesa de luz, mi avioncito explorador. Luego, con mis lápices de colores y en mis otras hojas, dibujo todo lo que vi. Y entonces, ya me empiezo a imaginar otros lugares donde ir a volar… en mi avioncito de papel.

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Daniel Goldenberg

CLETA, LA BICICLETA

A Cleta, la bicicleta, le encantaba pasearse sola por el campo, disfrutando del sol y de los mejores colores de la primavera. Cleta era una antigua bicicleta inglesa; y aunque ya vieja y un poco oxidada, todavía rodaba tan feliz como cuando era nueva. Les jugaba carreras a las tropillas de caballos, mientras saludaba a las vacas imitando su mugido con la bocina de su corneta. Cleta iba y venía a su antojo por todos los caminos, y era el asombro de algún que otro jinete gaucho, que se frotaba los ojos incrédulo, al ver una bicicleta andando sola, sin una persona encima. Cierto día algo nublado, Cleta se cruzó en un camino solitario con un chico de guardapolvo blanco y una mochila rota, que cargaba de un solo hombro, como si fuera un bolso. —¡Hola! Soy Cleta, la bicicleta, ¿vos cómo te llamás? —le preguntó la vieja bicicleta, al mismo tiempo que apretaba con fuerza sus dos potentes frenos a varilla y giraba el manubrio para seguir en la misma dirección que el nene. El chico la miró de reojo con desconfianza y continuó caminando a paso apurado sin responderle. —¡Che pibe! Soy Cleta, la bicicleta, ¿vos cómo te llamás? —insistió Cleta por segunda vez acompañando el saludo con dos toques de su corneta. —Hola... me llamo Joaquín —contestó el pibe con timidez, acortando un poco el paso y abriendo los ojos de par en par, sin poder creer que una bicicleta que andaba sola, también le hablara. —¿Queda muy lejos la escuela? —preguntó Cleta. —A una hora de acá, siempre derecho... más o menos... —respondió Joaquín volviendo a acelerar el paso. —¡Dale, subite, que te llevo, así llegás antes de que llueva! —le ofreció Cleta haciéndole un guiño con el farol. —Pero... es que yo nunca aprendí a andar en bicicleta... —susurró Joaquín con cierta vergüenza.

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—¡No te preocupes! ¡Yo me encargo de eso! —dijo Cleta con todo entusiasmo, mientras frenaba coleando con su rueda trasera y, levantando una nube de tierra, se inclinaba para que Joaquín se pudiera subir encima de ella. —¡Arriba! ¡Vamos que se hace tarde! El chico sonrió y no sin algo de temor, puso su mochila en el canasto de Cleta y se montó sobre su asiento. Cleta arrancó a toda marcha dando cornetazos de alegría, a los que Joaquín correspondía con carcajadas de felicidad. Durante el trayecto no faltó una carrerita contra un nervioso potrillo negro, ni un solo de corneta acompañando a un coro de vacas marrones y blancas que mugían al compás. Joaquín le contó que sus padres eran puesteros de la estancia, que eran una familia muy pobre, pero felices; y que todos los días iba y venía caminando a la escuela todos esos kilómetros, sin importar que hiciera calor o frío, porque le gustaba mucho aprender y que, cuando fuera grande, quería ser un escritor. Cleta, a su vez, le contó su historia: una maravillosa historia de bicicletas antiguas, que -excepto ahora Joaquín- casi nadie conocía. Al llegar a la escuela, se despidieron con un fuerte abrazo de manubrio y brazos chiquitos. Sin decir una sola palabra, Cleta dio dos cornetazos y se quedó mirando a Joaquín, que mientras cruzaba de espaldas la puerta de la escuela, la saludaba con ojitos y ceño de nostalgia. Joaquín no pudo pensar, en todo el día, en otra cosa que no fuera en la bicicleta, y la maestra le llamó la atención dos o tres veces por quedarse distraído mirando el camino de tierra por la ventana del aula. Aquel día no llovió, y al salir de la escuela, el sol, reflejado en el todavía cromado farol de Cleta, encandiló con un guiño los risueños ojos de Joaquín, que corrió rápidamente a montarse sobre el asiento de cuero de la bicicleta. —¿A casa? —preguntó Cleta, amagando arrancar con los pedales para un lado y para el otro. —¡A casa! —gritó Joaquín, mientras hacía sonar como loco la bocina de Cleta. Desde ese día, nadie volvió a cruzarse con una bicicleta que andaba sola por el campo; siempre la montaba un chico con guardapolvo blanco que sonreía contento y saludaba a todos con la corneta.

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La Bici Cleta. Manesh Mankar

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Carmen Navajas Rodriguez de Mondelo

EL PAÍS DE LOS DEDOS (ILUSTRACIÓN CONTADA)

Érase un país en el que habitaban los dedos. Un lugar en el que las caricias y masajes, las cosquillas y los apretones suaves, los abrazos y cariños en la piel hacían felices a todos sus habitantes. Los dedos se movían de un lado a otro tocando a todo el que pasaba. Unas veces iban los cinco juntos y en orden: pulgar, índice, corazón, anular y meñique en abanico a modo de palma, y era entonces cuando abrazaban y tocaban toda la espalda emitiendo su energía de AMOR. Otras veces se separaban, cada uno iba a un lugar a acariciar con su yema suave y delicada cada zona del cuerpo. El índice indicaba el lugar a acariciar, el pulgar ablandaba la zona elegida, el corazón donaba toda su fuerza para curar en caso de dolor, el anular hacía círculos suaves muy gustosos y el meñique guiñaba a los demás en caso de dolor agudo para que se acercaran a la zona u órgano dañado. Los dedos eran de color verde y emitían una radiación llena de esperanza, bondad, bienestar y AMOR. Tenían unas puntitos por ojos y una raya curva por boca. A pesar del tamaño de sus ojos, veían más allá de lo que cualquier ser puede apreciar. Eran capaces de ver otro reino que estaba allí, pero que nadie podía ver, una barrera gigante hacía imposible ver lo que había al otro lado. También eran capaces de traspasar la barrera y penetrar en FANTASÍA. Ese otro lugar estaba lleno de colores, aromas envolventes, melodías alegres y relajantes. Un lugar en el que no existía el dolor ni la enfermedad. Allí vivían en una continua fiesta; movida alegre y serena. Jugaban y bailaban con los tres señores patos, los conejos, el oso Mussi, el vaquero con sombrero, las caretas de carnaval, el cáliz milagroso y el gigante rojo que lanzaba un rayo fosforescente iluminando a todos los personajes de Fantasía. Los dedos tenían una boca muy pequeña que sólo hablaba cuando era necesario; les gustaba escuchar y observar a los demás, sintiéndose así más unidos a los habitantes del reino.

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Un día, los demás habitantes del reino se dieron cuenta de lo fácil que era ser como ellos; tocar, acariciar, abrazar, sentir el contacto con los demás hacía que se cargaran de energía positiva y reparadora. Al poco tiempo se sintieron plenos y fueron capaces de viajar a FANTASÍA y eso los colmó de AMOR.

El país de los dedos. Carmen Navajas Rodríguez de Mondelo

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Cecilia Gómez Nale

CUENTA CUENTOS

Hacé la prueba: olelo. Al gato, sí; olelo. Decime si no tiene olor a peluche. El pis, no, gil... Y la caca tampoco. Ah, me vas a decir que hacés pis y caca con olor a jazmines, vos. Por eso: olelo al gato. Agarralo, sentilo. ¿Ves? Ya al tacto es como un peluche. Un peluche calentito y con olor a peluche. Es más, hace ruido y no lleva pilas. ¡Cuando ronronea! O cuando maúlla. Ahí hace ruido. Son ruiditos lindos; salvo cuando me ronronea en la cara, temprano a la mañana. O cuando está desesperado de hambre, que maúlla, madre mía, qué lamento como maúlla... Y tené cuidado de no pisarlo, porque se alborota el muy tontorrón y se mete entre las piernas. Aaaahhh... y cuando se acurruca. El gato sabe que necesitás mimos y se te acurruca. Dicen que son muy sabios los gatos. Tanto, que hace unos días vi en Facebook que según un tipo hay gatos extraterrestres, con capacidades extraordinarias; y el tipo aseguraba que podían distinguirse los gatos terrícolas de los otros. En fin, cada loco con su locura. Para mí lo que pasa es que el gato elige a las personas. Uno no adopta un gato. El gato lo adopta a uno. Ah, ¿no sabías? Sí, para mí es así. Y con los perros, preguntás... Sí, para mí con los perros pasa un poco como con los gatos. Tienen más olor a perro; pero supongo que eso es natural. Dicen que acariciar a un perro trae sus beneficios. A mí me gusta acariciar a los perros. ¿Viste que los perros sonríen? Pero claro. Fijate. Hacele un gesto de simpatía al rope y vas a ver que el fulano te sonríe. Es como que se le levantan un poco los costaditos de la boca. Sí, de la boca. El hocico es la nariz de los perros; no, la boca. Bueno, cuando se le levantan los costaditos de la boca, es porque están sonriendo. Y también me gusta cuando suspiran los tipos. ¿Ah, que no? Obvio, Los perros suspiran. Fijate, si no, la próxima, cuando se te eche uno al costadito un rato, de repente se mandan un suspiro. ¿A qué le suspirarán los perros?

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Nota: No sé si en las terapias a las que someten a estos chicos les está permitido tener contacto con animales. Tengo entendido que hay sobradas pruebas de que el mantener un vínculo, aunque sea de un ratito con animales redunda en un gran beneficio para pacientes de distintas dolencias. De no ser posible, descarten esta historia. Lo que menos quisiera es que a uno de esos chicos se les despertara el deseo de acariciar un animal y no se lo permitieran.

Fotografía de Antonio Lendínez

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Diego Albé

EL CIEMPIÉS GIGANTE

Muy pocas personas lo han visto, pero dicen que hace muchísimo tiempo, cuando el hombre aún no conocía los relojes, vivía un ciempiés gigante en lo profundo de un bosque. Los cazadores le temían, pues se comentaba que era muy peligroso. La gente del pueblo evitaba ir al bosque cuando comenzaba a oscurecer y se dormían escuchando el retumbar de sus pies vagando por el campo en el silencio de la noche. Una vez, un pequeño pastor se quedó dormido y al despertar vio la luna iluminándolo todo y sus ovejas dormidas en torno a un pequeño promontorio de piedras. Al recordar las recomendaciones de los mayores, un frío le corrió por la espalda y cuando se incorporó restregándose los ojos, vio los cuatro enormes y brillantes ojos del ciempiés observándolo desde unos pocos metros. Paralizado de miedo, pudo observar que el enorme monstruo recogió un atado de flores silvestres y apoyándolo cerca de él, siguió su camino larguísimo. El pastor quedó perplejo y viendo que sus ovejas seguían dormidas, siguió al enorme animal durante un buen trecho. Cuando caminaba, era como escuchar el galope de una tropilla de mil caballos. Los árboles perdían las hojas débiles y los pájaros volaban a la seguridad de sus nidos. El ciempiés se detuvo y rápidamente, trajo su enorme cara de dos metros de alto a unos centímetros del pastorcito, que quedó nuevamente paralizado del miedo. Los cuatro ojos comenzaron a llorar y ocurrió lo que el chico nunca hubiese sospechado. El monstruo habló. Le contó de su tristeza, que lo de su peligrosidad era una mentira que el pueblo había inventado por el terror que les provocaba su gran tamaño y sus cuatro ojos brillantes. Estaba condenado a salir de noche por los campos y llorarle a la luna, ya que de día no quería asustar a la gente. Por eso se ocultaba bajo la tierra, en una caverna tan espaciosa que podrían caber cien barcos de los grandes. El pastorcito se emocionó y le dijo que ya no sentiría miedo por él, pero que veía muy difícil que la gente lo entendiera. Entonces le pidió lo invitara a conocer su caverna. Al bajar a lomo del ciempiés vio cosas extraordinarias en esa gigantesca madriguera. Había esqueletos de dinosaurios, árboles que crecían sin la luz del sol y en lugar de hojas de sus ramas brotaban papeles dibujados, todos distintos. Hasta un lago interno con agua transparente en donde vivían delfines multicolores que

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ladraban como perros y otros animales parecidos a los cangrejos pero con alas y que en lugar de plumas tenían escamas de oro. Nunca nadie vio jamás al ciempiés y el pueblo llegó hasta a olvidarlo y pudo vivir sin miedo, pero el pastorcito siguió visitando a su amigo por siempre. ¿Las ovejas? Siempre acompañaron muy contentas a su cuidador a la caverna, ya que dentro de ella crecía un pasto delicioso que hacía que cuando estaban llenas de tanto comer, pudieran hablar en latín y volar por un largo rato.

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Caro Barba

CUENTA CUENTOS

Mercedes iba todos los sábados a visitar a su abuela. Muy cerca de allí, había una plaza a la que iba especialmente para treparse a una higuera, el árbol más misterioso que Mercedes había conocido. Aquella higuera era especial: siempre se escuchaban sonidos y Mercedes sentía cosquillas en la cara cada vez que se trepaba a sus ramas. La mamá le decía que lo que seguramente sentía era el sonido de los grillos y el aleteo de las mariposas. Hasta que un día, se preparó para ir a ver de qué se trataba eso que tanto le intrigaba. Mercedes se trepó a la higuera, estornudó y muchas voces al unísono le preguntaron por qué había estornudado en ese árbol. Aquellas voces cobraron vida y se convirtieron en cuatro princesas que no se parecían en nada a las de los cuentos. Una se llamaba Bajilda y era tan pequeña que dormía dentro de un caracol. Otra Viruliana y tenía el pelo igual a lo que usan las mamás para limpiar las ollas. A su lado se encontraba Juaneta quien tenía en uno de sus pies un juanete parecido al de su abuela. Y la más llamativa se llamaba Nazarena y tenía una nariz tan larga que los pajaritos se posaban en ella para cantar. Ninguna era como las princesas de los cuentos que le leía su mamá. No tenían cabellos largos ni brillosos, tampoco llevaban corona ni vivían con un príncipe. Bajilda contó que vivían en un cuento y que habían decidido viajar y quedarse en la higuera para conocer a los niños porque eran los mejores inventores de juegos de todo el planeta. Ese día le pidieron a Mercedes que fuera su amiga y que les enseñara a jugar. Así fue como cada sábado que Mercedes iba a visitar a su abuela, corría hasta la plaza y se trepaba a la higuera para jugar a la mamá, a la maestra o a las escondidas junto a las princesas y a veces también jugaban a andar en carroza colgadas de las ramas o a bailar el vals cuando había mucho viento.

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Mercedes estaba feliz, habĂ­a conocido a las princesas de sus cuentos, que se parecĂ­an a ella y a sus amigas porque todas eran diferentes y tambiĂŠn muy divertidas.

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Antonio Lendínez Milla

¿QUÉ HAY EN EL MAR, EN ESOS FONDOS MARINOS? (UN CUENTO INFANTIL)

Había una vez un niño que miraba hacia la mar, que jugaba con las olas en la orillita del mar. Que jugaba con las olas y se bañaba contento, en el agua tan clarita, que se metía hasta dentro. Le gustaba bucear y ver los fondos marinos, las algas que se movían al pasar los peces lindos. Cuántos colores tenían, verdes, rosas, amarillos; los veía con sus gafas de bucear, siempre vivos, allá en los fondos marinos. Observaba a las lampreas zigzagueando, en silencio; los meros, de labios gordos, los salmonetes triscando entre la arena rebuscando, los bancos de las doradas nadando muy suavemente, los pulpos agazapados mirando calladamente. Los cangrejos de la mar caminando por las rocas, para adelante y atrás. Se quedaba boquiabierto de ver las cosas que había allá en los fondos marinos que de fueran no veía. Y se volvía a la arena, para otra vez mirar la mar, y se preguntaba quieto, ante aquel inmenso mar,

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la de los fondos marinos, dónde la luz no llegaba, ¿qué será lo que allí habrá? ¿qué dentro allí se ocultaba? De pronto tuvo una idea, que le asaltó de por dentro, como si ya al fin supiera lo que quería ser, contento: ¡Aventurero Marino! Para conocer aquellos fondos que ocultos bajo la mar, y descubrir sus secretos, y así poderlos contar.

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Mercedes Antón Cortés

CUENTA CUENTOS

Llegaba el momento de acostarse para Inés y, pese a todo pronóstico, era uno de los más felices del día por cuanto las sombras de su dormitorio se desperezaban para traerle cada vez un mensaje nuevo. Hoy ella había visto un programa televisivo dónde unos jóvenes que participaban en un viaje en barco por el mundo, recalaban en Málaga. Con ese recuerdo se acostó y, como siempre hacía, miró de reojo por encima de las sábanas… Y sí, la sombra de la puerta sobre la ventana comenzaba a cobrar vida propia. Ahora se revelaba la forma de una muralla que parecía vigilar el mar. Más allá la cortina y el reflejo del neón de la calle conformaban lo que parecía rojizo castillo…, luego la luz viraba a verde y muralla y castillo parecían estar cubiertos por densa vegetación. Las cortinas se movían al ritmo de esa luz, e Inés poco a poco se fue adormeciendo, y en aquel sopor pareciera como si del castillo salieran animales variados, bandejas repletas de viandas, y gentes que iban y venían en un incesante vaivén. El blanco pijama que reposaba sobre aquel perchero, simulaba la nieve sobre las montañas… Muy a lo lejos el grifo del baño gotea, como fuente sonora. Su eco se mezcla al sonido de una sirena que huye y parece el aviso de un buque que avanza entre nieblas… Inés se queda dormida metida en su historia, como tantas veces, y como tantas otras se despierta feliz de haber sido capaz de forjar otro sueño, tan emocionante que aún le palpita el recuerdo.

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Profe Ballán

PERSEGUIDO

Caminaba en la noche cuando vio una luz que avanzaba con él. Se asustó, apuró el paso, y la luz seguía ahí. Entonces comenzó a correr, cambiando de dirección de vez en cuando. No importaba lo que hacía, la luz siempre estaba ahí. Primero imaginó que era un ave con las alas brillantes, pero ninguna ave revoloteaba por las noches, y ninguna tenía plumaje luminoso. Pensó en un plato volador, justo ahí, en su camino; sin saber por qué un ovni lo perseguía. ¿Qué haría con él cuando lo alcanzara? No era muy grande, nadie cabría en él, como una pelota de trapo grande, no mucho más. No lo podía mirar, pero aún así seguía viéndolo por el rabillo del ojo. Cansado, confundido, decidió enfrentar a sus miedos, a la luz y a su destino. Miró fijamente, de frente. Miró para ver. Y lo que vio lo dejó perplejo. Junto al camino un espejo de agua lo acompañaba serpenteante, y en él se reflejaba la Luna Llena, con formas cambiantes, con movimientos oscilantes. Siempre ahí, acompañándolo adonde iba. Sonrío, respiro hondo, y siguió caminando en la noche.

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Horacio Tort

CUENTA CUENTOS

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João acababa de cumplir 15 años y había nacido y crecido en medio de la selva amazónica, en una aldea de los indios Matses que estaba a orillas del Rio Yavarí, cerca de la frontera entre Perú y Brasil. Los Matses eran indios que vivían de la caza, la pesca y la agricultura y hasta pocos años atrás no habían tenido contacto con la civilización. Vivían igual que sus antepasados, respetaban los rituales que habían aprendido de sus padres y éstos de sus abuelos, y estaban orgullosos de sus tradiciones y la vida que llevaban. João era un chico delgado, algo más bajito que los otros chicos de su edad, y tenía la piel oscura como un carbón, lo que hacía resaltar el blanco que rodeaba sus grandes ojos negros y los blancos dientes de su sonrisa angelical. Se parecía un poquito a Neymar de chiquito, ése que juega en el Barça junto a Messi. Pero él no lo sabía, porque no tenía televisión. La cuestión es que João era un chico que siempre estaba sonriente. Pero ojo, a no confundirse, porque no era siempre la misma sonrisa. Él era muy pícaro y tenía varias sonrisas ensayadas y las aplicaba según la ocasión. La sonrisa de “soy un goleador” era la que le salía cuando jugaba a la pelota y hacia un gol. ¡GOOOOLLLL! Gritaba con toda su voz y la sonrisa de goleador aparecía a continuación. También tenía su sonrisa de “yo no fui”, que era muy parecida a la de “fue sin querer”, que hacía difícil enojarse con él después de agarrarlo en alguna travesura. Otra era la sonrisa de “por favor, un ratito más”, que ponía a su madre cuando lo mandaba a dormir. Ésa estaba muy trabajada y venía con un movimiento de cabeza torciendo el cuello hacia un lado. La de “se me escapó” es la que ponía cuando se escuchaba un “prrr” y algún olor feíto se empezaba a sentir a su alrededor. Y no nos olvidemos de la sonrisa de “qué linda estás”, que era la que le ponía a Rosinha cuando la veía pasar camino hacia el río. Ella tenía su misma edad. A João le gustaba mucho, y ella lo sabía, entonces cuando pasaba a su lado le devolvía la sonrisa para alentarlo a que João la invite a algún paseo, pero João todavía no se animaba. Era la más bonita de la 3

A diferencia de otras consignas escritas para lipeños con limitaciones de tiempo, ésta está destinada a chicos con tiempo y necesidad de entretenimiento y distracción. Espero no haber exagerado y haberme extendido demasiado (la misma historia me fue llevando y podría haber sido mucho más larga también) y que el cuento sirva para el propósito de esta consigna.

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aldea y João sentía que para tener alguna chance con ella, primero tenía que enfrentar la prueba que todo indio Matsé pasa al cumplir los 15 años. Y así fue como el día llegó, y Makolo, el jefe de la tribu, lo mandó a llamar. Como era costumbre, João fue acompañado por su padre a ver al jefe. Ah, y también por Ronco, su perro, que se llamaba así porque su ladrido sonaba raro, no era el guau-guau común y corriente de todos los otros perros de la tribu, sino que sonaba mas como grow-grow que lo hacía sonar como si fuera un San Bernardo ronco. Y lo gracioso era que Ronco era un perro de pelo corto, blanco con una mancha negra que le cubría un ojo y una oreja, lo que le daba un aspecto de pirata tuerto. Pero también era bajito y flaquito. Un ladrido grande en un perro chico. “João, le dijo Makolo, ha llegado el día de enfrentar la prueba, al igual que tu padre y tu abuelo lo hicieron y también sus padres y sus abuelos. Así ha sido siempre. Si la pasas, ya no serás tratado como un niño sino como un indio Matse capaz de decidir por sí solo que quiere hacer de su vida. y con quien. Podrás elegir tu destino”. João asintió con la cabeza. Las opciones no eran muchas en la selva. Podía cultivar la tierra, ser pescador o cazador como su padre, pero a él no le gustaba cazar animales. Al igual que todos en la tribu entendía que era algo necesario para poder alimentarse. Pero su relación con los animales era distinta a la del resto. Él percibía cómo se sentían, podía darse cuenta cuándo estaban enojados, tristes, intranquilos o cuándo sentían miedo. Eso le permitía no sólo adivinar sus reacciones, sino también entenderse con ellos. Él les hablaba, les sonreía y ellos se tranquilizaban. Así era desde que, una vez, cuando tenía apenas cinco años, se perdió en la selva por tres días y convivió con ellos como un igual. Él se acordaba muy bien de esos días, de cómo, mientras los hombres de la aldea lo buscaban por lugares equivocados, confundidos por la lluvia que había borrado sus huellas, el jaguar lo salvó justo en el momento en que iba a ser devorado por una anaconda gigantesca, de ésas que cuando tienen hambre no entienden razones. Disfrutó de andar a caballo arriba de un oso hormiguero, jugó a la escondida con los monos araña y hasta recordaba haber cruzado el río montando una nutria gigante escoltada por delfines rosados. Entre todos lo alimentaron de frutas y plantas y al cabo del tercer día, el jaguar lo guió de regreso a su aldea y sólo se retiró cuando desde lejos lo vio a salvo junto a sus padres. “João, sabes bien cómo es la prueba que debes pasar, continuó diciendo Makolo. Tendrás que internarte solo en la selva y sobrevivir durante una semana. Llevarás solo una cuerda y un cuchillo. Y de regreso tienes que traer una orquídea blanca, que sólo se da en lo alto del monte Kalunga

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que está a tres días de camino de la aldea. Así sabremos que has ido hasta allí y regresado sano y salvo. La selva te protegerá y te alimentará, o te devorará. Será la selva la que nos diga si estás preparado para convertirte en un indio Matse. Es una prueba dura, João, pero todos en la tribu confiamos en ti”. “¿Puedo llevar a Ronco conmigo?”, preguntó João. Makolo rió y dijo, “ese perrito y tú no se separan nunca, así que no veo como podamos impedirlo. Si lo atamos estará ladrando toda la semana y nos va a torturar con ese ladrido espantoso que tiene”. João sonrió con una sonrisa de agradecimiento, porque también tenía de ésas, se despidió de Makolo, dio un abrazo a su padre y se encaminó hacia la selva. No tenía miedo, confiaba en su habilidad con el cuchillo, conocía todas las plantas comestibles de la selva amazónica y sabía entenderse con los animales. Era una mañana calurosa, como todas en la selva, pero por suerte el viento soplaba y abanicaba las ramas de los árboles interpretando distintas melodías. Para João, sonaban distinto dependiendo si eran palmeras, avellanos, cedros, castañolas, capinuris, capoibas, cerezos o tantos otros árboles como hay en el Amazonas. Es que unos eran altos y otros bajos, algunos muy frondosos y otros de pocas ramas. Unos sonaban agudos y otros graves. Así que mientras se internaba en la selva él iba escuchando distintas canciones sin necesidad de una radio o esas cosas que usaban en las ciudades. João tenía todo bien planeado para el viaje pero las cosas no pasaron como él esperaba. Llevaba un día de camino y estaba bordeando el río Yavarí, saltando de piedra en piedra. cuando una serpiente se asustó al caer él en una piedra que estaba cerquita de ella y dio un salto, no para atacarlo sino de puro susto. Esto distrajo a João que cayó mal y se lastimó el tobillo. Dolorido por el golpe decidió acampar allí mismo esa noche. El tobillo se hinchó rápidamente. João buscó una planta de aloe vera y cortó unas hojas para curar los raspones y puso el pie en alto como le habían enseñado. Cuando fue anocheciendo, mientras Ronco correteaba y le ladraba a una lagartija, haciéndose el valiente cuando ésta se quedaba quieta, pero huyendo despavorido en cuanto se movía, João prendió una fogata y cenó unas frutas que había recogido durante el día. Por Ronco no tenía que preocuparse, chiquito como era se las ingeniaba para conseguir su alimento. João se durmió con la esperanza de que su tobillo mejore durante la noche pero al despertar seguía hinchado. Eso era un problema ya que con el tobillo así no podría llegar al monte Kalunga y volver a tiempo con la orquídea blanca. La tristeza se apoderó de él. Era un sentimiento

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que no conocía, pero se dio cuenta en seguida que no le gustaba. Pensaba en la desilusión de sus padres y sus amigos. Y en Rosinha. Creía que ella ya no querría salir con él de paseo por haber fallado la prueba. Sentado en una roca, apesadumbrado y con su cabeza gacha, dejó caer unas lágrimas en las aguas del río mientras se quejaba en voz alta de su poca suerte. “Ay, qué suerte la mía, lastimarme el tobillo justo en medio de la prueba más importante de mi vida. Si no logro cumplir con ella en la aldea creerán que la selva no está de mi lado y habré fallado”. Todo esto fue escuchado por un papagayo que viéndolo tan triste decidió ayudarlo y de inmediato levantó vuelo para ir a contarle a los otros animales lo que había escuchado. Sin saber sus intenciones, João vio al papagayo levantar vuelo y se quedó rumiando su tristeza y mala suerte, hasta que de golpe un delfín rosado se asomó y se acercó manso hasta donde él estaba y le hacía señas con su cabeza que al principio João no entendía. Hasta que se dio cuenta que sus lágrimas eran las que lo trajeron y que el delfín sólo quería ayudarlo. Pensó un poco y se dio cuenta que el delfín podía llevarlo río arriba hasta las laderas del monte Kalunga. Le pregunto si podría hacer eso por él y el delfín movió su cabeza de arriba abajo. Y así fue como João llamó a Ronco, lo tomó en brazos y montó al delfín rosado. Ronco se sentó entre sus piernas y cuando el delfín sintió que ya estaban ambos seguros emprendió el viaje. Si alguien los hubiera visto desde la orilla no lo habría creído, ya que solo hubiera visto a João y a Ronco sentados navegando río arriba sentados en el agua. En el camino se cruzaron con un par de manatíes, varias tortugas de río y una nutria gigante que pareció reconocerlo y le hizo un saludo con su cola. João se preguntó si no sería aquélla que le ayudó a cruzar el río de chico, cuando se había perdido, pero no podía asegurarlo. Y al cabo de unas horas llegaron al punto más cercano entre el río y el monte Kalunga. João le dio unos golpecitos suaves en la cabeza y el delfín se arrimó a la orilla como si entendiera su pedido. Mientras Ronco se sacudía el agua y correteaba por ahí para estirar sus patitas, João agradeció el viaje y el delfín rosado se hundió en la profundidad de las aguas y volvió a surgir segundos después con un salto muy alto en señal de despedida. João también estiró sus piernas y, mientras lo hacía, miró hacia la cima del monte y miró su tobillo. Se había deshinchado un poco al tenerlo horas bajo las frías aguas del Yavarí, pero todavía le molestaba al pisar. Le pareció que la cima del monte estaba demasiado lejos como para poder llegar con ese tobillo. Pero no se iba a rendir sin intentarlo, así que buscó una rama que terminara en forma de horqueta se fabricó una muleta y emprendió el camino. Su tranco era lento avanzando con una pierna y la muleta, pero no estaba dispuesto a desistir. Para la noche había llegado a mitad de camino y acampó en un claro bajo una castañola. Durante el trayecto recolectó raíces comestibles y algunas

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frutas que le sirvieron de cena, y un coco que cortó por la mitad para beber su jugo. Encendió una fogata para ahuyentar a mosquitos y animales salvajes y se durmió a su lado con Ronco a sus pies. Con los primeros rayos del sol, João despertó con los ladridos nerviosos de Ronco y lo que vio lo dejó sin aliento. Alrededor de ellos, a solo unos pocos metros, había un jaguar, una pantera negra, un armadillo gigante, un oso hormiguero y varios monos. Ronco estaba enfrentándolos valientemente con su horrible ladrido pero ellos parecían no inmutarse, si bien no se veían felices de escucharlo. Sólo lo ignoraban, sabiendo la gran diferencia de fuerza que había entre ellos y Ronco. Estaban tranquilos y no se veían amenazadores. João no percibió peligro alguno y se tranquilizó. Ellos a su vez se sentaron o se echaron al piso como si estuvieran esperando algo de parte de João. El sintió que necesitaba explicarles qué hacía allí, en sus dominios, así que tranquilizó a Ronco, que dejó de ladrar, lo que los animales parecieron agradecer. Les contó de su aldea, de la prueba y hasta de lo mucho que le gustaba Rosinha. También les contó de su tobillo y de cómo habían llegado hasta allí montados en el delfín. Cuando terminó de contarles, se miraron entre ellos y se apartaron unos metros. Parecían conversar pero en realidad no emitían sonido, lo cual era lógico ya que todos hablaban distintos idiomas. Pero parecían entenderse. Minutos después se acercaron nuevamente y la pantera negra se puso a la par de João y con un movimiento de su cuerpo le dio un empujoncito que João interpretó como una invitación a subirse a su lomo como si fuera un caballo. Lo hizo despacio y con cierto temor, no sea cosa que hubiera interpretado mal. La pantera comenzó a avanzar hacia la cima del monte acompañada del jaguar, y el resto de los animales se quedaron en el llano. Ronco, que ya estaba más tranquilo una vez que comprobó que no iban a ser el almuerzo de esos enormes animales, iba a la par del jaguar, tan a la par que a veces caminaba entre sus patas y lo hacía tropezar. A la tercera vez que pasó esto el jaguar sólo tuvo que rugir. En cuanto Ronco escucho el GGGRRRR se apartó hacia el lado opuesto del sendero y no volvió a molestar. Para la noche llegaron a la cima del monte, que era justamente donde la pantera tenía su cueva y donde solía rondar. Así fue como João y Ronco conocieron a la señora pantera y a las tres panteritas que acababa de parir semanas atrás. Con sólo tres semanas eran casi más grandes que Ronco e inmediatamente lo adoptaron como amigo y jugaban con él a las revolcadas. A su vez, la señora pantera le hizo un gesto con la cabeza a João para que la siguiera y lo llevó a un lugar donde había todo tipo de orquídeas y entre ellas varias orquídeas blancas como la que él debía llevar. João decidió no cortarla hasta la mañana siguiente cuando emprendiera el regreso. Esa noche, Ronco, que quedó dormido primero, agotado por la subida al monte, se durmió abrazado con una de las panteritas que así dormidas parecían unas negras bolas de

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peluche. João se durmió mirando las estrellas que allí brillaban de una manera especial, ya que nada empañaba su brillo en la oscuridad de la selva. Y también soñando, entre despierto y dormido con su querida Rosinha. La mañana siguiente, luego de comer una banana que encontró por allí, João cortó una orquídea blanca y se trepó al lomo del jaguar, que los había acompañado hasta allí para traerlo de vuelta ladera abajo y emprendió el regreso, no sin antes despedirse y agradecer con una sonrisa a sus amigas panteras. El descenso fue mucho más rápido, no sólo porque siempre los regresos lo parecen, sino que al ser en bajada requería menos esfuerzo. Antes del mediodía estaban de nuevo en el claro bajo la sombra de la castañola. A João le seguía molestando el tobillo pese a que todo el tiempo había estado usando su muleta para caminar. Para evitar volver caminando o montando algún otro animal, decidió armar una balsa que lo llevaría río abajo. Dejó la orquídea blanca en un pequeño charco de la orilla del río y empezó a buscar los troncos adecuados. Minutos después se vio rodeado de monos que primero observaban que hacía y luego empezaron a ayudarlo trayéndole troncos. Algunos servían y otros no, pero João siempre les agradecía con una sonrisa. Cuando consideró que tenía los troncos suficientes empezó a buscar unas lianas para atarlos, ya que la cuerda que llevaba no le iba a ser suficiente. En esta tarea sí que los monos fueron de gran ayuda ya que para ellos las lianas eran como líneas de colectivos que te llevan de un lado a otro, así que se cuidaron de conservar las que usaban y le trajeron aquellas que estaban en desuso. En un ratito apenas, tenía las lianas suficientes y ató bien los troncos hasta que la balsa quedó firme y segura. Solo le faltaba encontrar la manera de guiar la balsa para evitar chocar con algunas piedras o ir hacia la orilla llevada por alguna corriente. João estaba analizando si sería mejor construir un timón o si con un remo largo se las arreglaría, cuando dos enormes nutrias salieron del agua y empezaron a empujar la balsa dentro del río. Una vez allí se pusieron delante de la balsa como si fueran dos caballos dispuestos a tirar de un carro y lo miraron. “Ronco, dijo João, tal parece que todos los animales de la selva conocen nuestra historia y nos quieren ayudar sin que tengamos siquiera que pedirlo, es como si la selva nos hubiera adoptado”. Y tomando una liana larga la ató al pecho de una de las nutrias y luego al de la otra, buscó su muleta y la orquídea, y se sentó en la balsa agarrando firmemente los extremos de la liana, como si fueran riendas. Ronco vio que la balsa se empezaba a mover y de un salto se trepó a ella y se sentó entre las piernas de João como era su costumbre. Ya estaban nuevamente en camino. Las aguas de Yavarí estaban calmas y la corriente les era favorable así que el viaje fue un placer. De camino vieron garzas, patos,

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gansos y cisnes, tucanes y martín pescadores, y hasta un papagayo, que a João le resultó familiar, se posó en la balsa. João se dirigió a él y le dijo “No puedo asegurar que seas el mismo que me escuchó lamentarme de mi mala fortuna, pero desde entonces mi suerte cambió, y si tuviste algo que ver en ello, te lo agradezco”. Cuando llegaron al mismo punto de donde habían partido, João guió a las nutrias hasta la orilla, bajo de la balsa, desató las lianas y les agradeció con una sonrisa y caricia en la cabeza. Era el atardecer del cuarto día y ya sólo estaba a un día de camino de su aldea. Decidió aprovechar lo que quedaba de luz para llegar a una cascada que su padre le había mostrado de chico. Se desviaría un poco del sendero más corto hacia su aldea, pero le sobraba el tiempo y el lugar valía la pena. Orquídea en mano, acomodó la muleta bajo su brazo y emprendió el camino. Ronco correteaba y ladraba a todo lo que se movía, que en la selva no es poco decir, pero João ya estaba acostumbrado y el horrible ladrido no le molestaba. Un rato más tarde llegaron a la cascada y acamparon en una playita de arena a pocos metros de la caída de agua. Hicieron noche allí y durmieron como angelitos, cansados como estaban de tanto viaje. A la mañana siguiente João desayunó unas frutas que encontró por allí y emprendieron el último tramo. La orquídea estaba en perfectas condiciones, siempre había estado en contacto con el agua y mantenía toda su belleza. El tobillo se veía algo mejor, pero seguía molestando al pisar. De camino a la aldea João y Ronco fueron encontrando compañía. Y cada uno se sumaba como si los hubieran estado esperando para asegurarse que llegaran bien a destino. Y Ronco ya los recibía con ladridos de amistad, lo que no quiere decir que fueran menos horribles por ello que cualquier otro ladrido de Ronco. Primero fue el oso hormiguero, luego el jaguar, algunos monos, el armadillo y finalmente la pantera negra. Seguían a João a escasa distancia y al llegar al borde de la aldea João paró su caminata y se dirigió a ellos. “Quiero agradecerles a todos lo que han hecho por mí. Siento que estoy en deuda con todos ustedes y veré de hallar la manera de devolverles el favor que me han hecho. Considérenme su amigo, como yo los considero a todos ustedes y a quienes no están aquí, mis amigos. Me gustaría que entraran conmigo a la aldea pero algunos pueden asustarse y reaccionar mal, por eso y sólo por eso, prefiero despedirme aquí de ustedes”. Dicho esto, João se arrodilló y fue abrazando a cada uno de ellos. Bueno, no al armadillo gigante porque su caparazón y sus pinzas eran demasiado ásperas y puntiagudas, pero el armadillo ya lo sabía y se conformó con la palmada de João en su cabeza. Y así fue cómo al atardecer del quinto día João regresó a la aldea con la orquídea blanca a la vista en su mano. A medida que iba cruzando la aldea se iban escuchando los gritos de júbilo de los Matses celebrando

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su regreso. João sólo deseaba ver a Rosinha y a sus padres y no fue mucho lo que tuvo que esperar. Sus padres y Makolo salieron a su encuentro, tan felices como asombrados por lo temprano de su regreso. João quedó en contarles más tarde los pormenores del viaje, ansioso como estaba por ver a Rosinha. Su madre intuyó esto y le dijo que la encontraría en el río y hacia allá se encaminó. Se encontraron a orillas del río y el corazón de Rosinha pareció estallar cuando lo vio, caminando hacia ella con su muleta. Pero al ver la sonrisa en la cara de João y se tranquilizó. Había vuelto sano y salvo y con una actitud distinta que se notaba en su mirada. Ahora todo sería diferente. “Hola, Rosinha, ansiaba verte”, dijo João

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Daniela Acher

LA PRINCESA ESTABA FURIOSA

La princesa estaba furiosa. –Así no empiezan los cuentos. Tenés que decir: “Había una vez…” –No, este cuento empieza así, porque la princesa estaba muy enojada, y eso es lo más importante del comienzo del cuento. Ya sabemos que la princesa vivía en un palacio como todas las princesas y que el palacio estaba en un reino, y que sus padres eran los reyes. Lo que hay que decir en este comienzo del cuento es que la princesa estaba furiosa. –Está bien. ¿Y por qué estaba furiosa? –La princesa no sabía por qué, pero así se sentía. Con muchísimo enojo. No hablaba, solo gritaba y tenía constantes ataques de furia. –Pero vos estás contando el cuento, deberías saber por qué se sentía así. –No, yo no lo sé tampoco. Solo sé que a la princesa nada la hacía feliz. Ni sus carrozas de oro, ni sus caballos bañados en brillantina, ni sus cuatrocientos cincuenta y seis mil vestidos, ni sus edredones de seda, ni su belleza sin igual, ni sus juegos de computadora, ni su televisor en cuatro dimensiones. Pero no solo no estaba feliz, sino que estaba enojada. – ¿Con quién estaba enojada? –Con el mundo entero. Con sus padres los reyes, con la gente que trabajaba en el palacio, con la gente del reino. –¿También con sus amigos? –¿Amigos? No, la princesa no tenía amigos. Como todas las princesas, vivía en un palacio rodeada de doncellas que la vestían y de consejeros que le traían todo lo que pedía. –¿Pero no jugaba? –Sí, claro que jugaba. ¿No te dije que tenía juegos de computadora y un televisor en cuatro dimensiones?

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–¿Y con quién jugaba? –Sola. ¿Podés dejar de interrumpirme así continúo con la historia? –Sí, perdoname. –Por supuesto, el rey y la reina, sus padres, estaban preocupados por el enojo de la princesa. Cada vez que se acercaban a hablarle, ella los retaba. Si le traían calamares con hierbas, la comida que más le gustaba, ella se enojaba y les decía que no tenía sabor. Cuando le compraban el set de maquillaje de doscientos cincuenta y seis tonos de colorado, porque sabían que era el color preferido de la princesa, ella se enojaba aún más. Desesperados, los reyes lanzaron una convocatoria a todo el reino y los reinos vecinos. Aquel que pudiera quitarle el enojo a la princesa podría tener lo que deseara: joyas, vestidos, riquezas, fama. Acudió gente de todo el mundo. El príncipe de Bosirulandia le trajo un gran caracol marino hallado en una isla muy lejana que aplacaba el enojo a todo aquel que lo pusiera en su oído y sintiera el arrullo de las olas. La princesa lo escuchó y lo arrojó con tanta furia contra la pared que el caracol se partió en mil pedazos, generando un eco que calmó a toda la gente del palacio menos a la princesa. El cónsul de Tebia le regaló el último juego de computadora de seis dimensiones y prometía a quien lo usara diversión sin fin. La princesa jugó quince minutos y se enojó más que antes. La reina de Ordoñulia la hipnotizó y le practicó masajes relajantes con una infalible técnica milenaria pero la princesa despertó muy furiosa y echó a la reina del palacio. Un sabio médico del lejano reino de Rosmariante le recetó la increíble pastilla de la felicidad, que hacía reír a todo aquel que la probara anulando hasta el mínimo enojo. La princesa tomó un frasco entero y siguió enojada. No le sirvieron ni las flores tranquilizantes de la Extrema Calma ni el cisne de oro y brillantes ni el “Libro de la Sabiduría y el Fin del Enojo” ni la lámpara mágica de Aladino ni la máquina de hacer dinero. Uno tras otro, gente de todos los reinos vecinos le traían objetos mágicos y técnicas novedosas que ella rechazaba. Todo contribuía más y más al enojo de la princesa. –Bueno, listo. ¿Quién apareció entonces con la solución mágica que aplacó su furia?

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–¡Esperá un poco, qué ansiedad! –¿No eras vos el que tenía prisa por terminar el cuento y no querías que te interrumpiera? –Es verdad pero todo a su debido tiempo. –Decime ya quién apareció con la solución mágica. –Nadie. –¿Cómo nadie? No puede ser. Eso no es un cuento. –¿Cómo te atrevés a decir que mi cuento no es un cuento? Es un cuento desde el momento en que te lo estoy contando. Y uno muy lindo. –Es que en los cuentos los problemas se solucionan y todo tiene un final. –Nadie dijo que este cuento no tuviera un final. Lo tiene, como todos los cuentos. Solo que nadie trajo la solución mágica. –¿Qué ocurrió, entonces? ¿Se “desenojó” la princesa? –Ya vas a ver. Déjame seguir el cuento. Nadie trajo ningún regalo, ninguna solución para calmar el enojo de la princesa. Los reyes, cansados y enojados también ellos porque nadie podía aplacar la rabia de la su querida hija, se dieron por vencidos. Anunciaron a todos los reinos el fin de la búsqueda de la solución para el enfado de la princesa. Y ellos mismos también dejaron de ofrecerle cosas a su bella hija. –Está bien. La princesa no necesitaba nada. –Así es. No necesitaba nada. Lo que ocurrió fue que la princesa comenzó a ponerse triste. No venía gente de otros reinos, sus doncellas no hacían nada para tratar de calmar su enojo y ni siquiera sus padres le prestaban atención. Esto entristeció mucho a la princesa. –Entonces no hubo ninguna solución. –Sí la hubo, porque la princesa nunca había estado triste. Su enojo no le permitía sentir tristeza. –¿Y esa es una solución? ¡Es mejor estar enojada que triste! –¿Vos creés? Sin embargo no fue así, porque al sentir tristeza, la princesa pudo llorar. Lloró durante tres días con sus tres noches, sin parar ni un minuto. Y cuando, el cuarto día, dejó de llorar, miró a su alrededor y vio

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todo lo que tenía: sus carrozas de oro, sus caballos con brillantina, sus cuatrocientos cincuenta y seis mil vestidos, sus edredones de seda, su belleza sin igual (esto lo vio en un espejo), sus juegos de computadora y su televisor en cuatro dimensiones. Y se dio cuenta también de que tenía el amor y de sus padres y de la gente del reino pero que había perdido su atención debido a su enojo. Y al dejar de llorar, se percató de que ya no estaba triste y algo aún más importante: tampoco estaba enojada. Experimentó una sensación desconocida para ella: estaba contenta. No había lugar para el enojo. –¿Y nunca más volvió a enojarse? –Claro que volvió a enojarse pero solo cuando algo le salía mal o cuando perdía en su juego de seis dimensiones. Porque cuando a la princesa se le fue el enojo permanente, otros jóvenes del reino vinieron a jugar con ella y, por primera vez en su vida, tuvo amigos. –¿Este es el final del cuento? –Si a vos te parece, podemos terminarlo aquí. ¿Qué creés? –Que le falta algo. –¿Qué le falta? –“Y todos fueron felices y comieron perdices, aunque muy de vez en cuando, al perder en su juego de seis dimensiones, la princesa se enojara. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.” Ahora sí es un cuento bien contado.

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María Guerra Alves

OBRERA

Beely era la hermana menor de una hermosa familia de abejas. Observadora, inteligente, curiosa, siempre sorprendía a su madre con sus cuestionamientos y comentarios. – Ma… no me gusta la palabra obrera. – ¿Por qué, mi vida? – No sé. Tal vez porque preferiría ser una reina. – Pero hija… La mayoría de nosotros trabajamos, así como la mayoría de los humanos lo hacen. En algunos países hay un rey y una reina y en otros ni siquiera existen. En resumen: un par de privilegiados entre millones de individuos comunes. – Pero la pasan bien, mientras los obreros se sacrifican. – ¿Sabés lo que quiere decir esa palabra que no te gusta? – No. Pero es fea. – Obrero es el que hace obras. Y las obras no sólo son necesarias sino que son queridas por el mundo entero. – Es que… a veces estoy cansada de ir y venir mil veces buscando miel. – ¿Y nunca te pusiste a pensar que nuestro lugar es siempre bello? Estamos rodeados de una de las creaciones más lindas de la naturaleza: las flores. Además, siempre al aire libre y volando, que es una acción que muy pocos pueden hacer. – Mmmm. Creo que un poco de razón tenés, ma. Beely se quedó pensando en la charla que había tenido con su madre. Cuando terminó de desayunar se fue a la escuela con mucho mejor humor que el que tenía cuando se levantó. Le pidió a su maestra que le explicara el significado de la palabra obrera. Y la docente expuso más o menos lo mismo que su mamá. Disfrutó de los recreos como nunca. Tal vez su riqueza se basaba en los seres de bien que tenía a su alrededor.

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Luego, trabajó durante toda la tarde, obteniendo una importante cantidad de miel. Cuando terminó el día se fue a dormir muy cansada, pero feliz por ser quien era. Un individuo único e irrepetible que ponía todo de sí para un mundo mejor.

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Profe Ballán

PERDIDO EN EL TIEMPO

Horacio caminaba por calle Corrientes buscando su auto, que dejó cerca de calle Tucumán. Al llegar vio a un hombre sentado en el asiento del conductor con intención de llevárselo. Le estaban robando el auto; se paró delante apoyando las manos en el capot, pero el auto arrancó y él cayó a un costado. Comenzó a deambular recordando que era su primer cero kilómetro, lo había comprado a los 32, fruto de un negocio familiar que por fin comenzaba a funcionar. Desorientado, siguió andando sin rumbo hasta que por casualidad, o no, pasó por el edificio donde vivía mientras cursaba su segundo año de Facultad. Ese año habían formado un buen grupo de vecinos los del primer piso, así que decidió visitarlos y tocó el portero de 1° A. Allí vivía Mariana, unos años mayor que él, no recordaba qué estudiaba; todavía vivía ahí, le abrió desde el portero eléctrico y él subió por las escaleras. Estaba igual, tal como la recordaba, con sus 25, su delgadez, su cabello castaño natural (siempre decía que nunca se había teñido) y desordenado. Su expresión cálida, sonriente, relajada, como si nada en el mundo le hiciera perder su calma. Horacio olvidó por completo cómo había llegado allí. Comenzaron a conversar de los antiguos vecinos, ya no quedaba ninguno. Señalando el corcho de la pared, que tenía un artículo de un diario, le dijo: −Mirá, el segundo (de la foto) es Diego, dueño del Autoservicio El Duende (donde siempre compraban al volver de la Facultad). Ya no compramos más en ese lugar.− Sin entender, ni leer el artículo, recorrió el departamento con la mirada casi sin moverse.

−¿Querés ver lo que descubrimos?− Salieron del departamento y en el palier había un hueco cerca de la escalera por donde podía verse el estacionamiento. Se veían los chicos jugando y más allá la esquina. Como un pasadizo secreto hacia otro lugar. Luego de mucho conversar y hacerse de noche, Mariana decidió irse a dormir. Entró en su habitación y le pidió que le alcance el camisolín. Era corto, turquesa y se prendía con botones. Al tomarlo sintió la seda en sus dedos y recordó cuando vendía ropa interior y de dormir. Pensó en voz alta que tenían ese tipo de camisones, pero no en ese color. Ella no le dio importancia y se cambió como si él no estuviese allí. Aunque

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era muy atractiva él no sintió ninguna tensión sexual al verla. Evidentemente ella tampoco, porque no se cubrió, no giró, no le pidió que salga un ratito para cambiarse. ¿Eran hermanos? ¿Habían sido pareja? ¿Por qué actuaban se esa manera? ¿O ella se desvestía delante de él porque con sus 20 años era virgen? ¿Creía que él era homosexual? Sin saludarlo se acostó, se cubrió con la sábana, le indicó dónde estaban sus zapatillas y se durmió. Quedó pensando por qué usaba ropa de dormir si vivía sola. Siempre había fantaseado que las chicas que viven solas duermen en bombacha o con una remera vieja. O con la remera y sin bombacha, para tocarse como lo hacían los muchachos y tener un buen dormir. Se puso las zapatillas y los cordones eran color rosa. Los habían comprado juntos e iguales, pero los de ella tenían cordones de colores y los de él blancos. ¿Por qué compraban zapatillas juntos? ¿Por qué iguales? Quedó meditando sobre toda la situación. Él tenía 20 otra vez, se había mudado de ahí hacía poco tiempo, nunca había estado con una chica, y en la Facultad entendía cada vez menos. Respiró hondo, sonrió, salió de ahí caminando en la noche. Si bien miraba a cada lado al llegar a una esquina antes de cruzar, se decía a sí mismo que tal vez así es como se vivía en la muerte.

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Carmen Navajas Rodriguez de Mondelo

EN LA PLAYA DE LAS CHINAS BLANCAS Y NEGRAS (ILUSTRACIÓN CONTADA)

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I

DECORADO

Los personajes del cuadro están inmersos en un fondo de color turquesa que nos recuerda a las olas del mar. Sus colores van pasando de los beiges a los crema tostada, del rosa al rojo, pasando por el naranja, todos los colores y matices de la piel desnuda antes, durante y después de estar en contacto con el sol directo. Todo está lleno de piedras blancas y negras de la playa cubriendo todo el cuadro.

II

PERSONAJES -

1

Paula Mascota, juguete de peluche Antonio Mirón, trabajador de la caña de azúcar Feliciano, genio de lámpara Ana Sara, madre de Paula Vieja Alfonsa María Luisa, madre de Ana Mariano, mirador de culos

Paula, caperucita celeste

Paula es una niña muy dulce y su madre le suele comprar macetas de merengue.

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Fue el pasado mes de noviembre cuando su amiga Ana le regaló por su cumpleaños la capita celeste con capucha y los zapatitos blancos. Desde entonces, Paula no se quita su ropita nueva y la lleva a todas partes repartiendo dulzura y amor.

2

Mascota, juguete de peluche

Acompaña a las dos familias cuando van a la playa. Es una perrita de peluche con nariz de pajarito. Es tierna y suave al tocarla, lo que da tranquilidad las niñas.

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Antonio Mirón, trabajador de la caña de azúcar


Antonio es de origen cubano. Su abuela paterna nació en Cuba. Él trabaja en el campo desde hace tiempo, sobre todo cuando llega la época de la recolección de la caña. La plantación está cerca de la playa. Es primavera y las hormonas están a punto de estallar, lo que produce en él una neurosis difícil de curar. El jueves santo no pudo más. Estaba sometido a un continuo desasosiego que achacaba a la luna llena. Estaba irritable y angustiado y se fue al campo a trabajar, a dar machetazos, a ver si eso le tranquilizaba. Pero fue cuando vio a las dos mujeres en la playa cuando se curó de toda su inestabilidad. Desde entonces ha cambiado su mono de trabajo gris plomo por otro de color rosa, lo que le ha curado de su enfermedad.

4

Feliciano, genio de lámpara

Feliciano es un hombrecito feliz. Vive en una casa–lámpara. O quizás sea una lámpara–casa. Un día, paseando por la playa de las chinas blancas y negras, encontró una vieja lámpara abollada por las olas del mar. Le pareció que tenía una forma muy bonita y la recogió para una instalación que formaría parte de su próxima exposición de materiales reciclados. Al tocarla, como por arte de magia, la lámpara lo transformó en un hombrecillo con gorro árabe. Feliciano, al verse tan pequeño y la lámpara tan grande, pensó que no estaría mal vivir dentro de ella, así aprovechaba totalmente ese material de desecho. Su afán por limpiar el planeta lo transformó en un genio de lámpara. Su vida cambió al trasladarse a vivir a la playa de las chinas blancas y negras. Ahora lo inunda todo con una lluvia de piedras preciosas que hacen que los bañistas sean más naturales en cuerpo y alma.

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5

Ana

Anita llevaba puesto el vestido que su amiga Paula le había regalado por su cumpleaños. Es un vestido mágico que cambia de color según el lugar en el que se encuentre. Era la primera vez que pisaba la arena de la playa de las chinas blancas y negras. A lo lejos vio al genio de la lámpara y le pidió un deseo: que su vestido de color arena se llenara de piedrecitas blancas y negras. Con su nuevo vestido de lunares Anita disfrutó de los colores del cuadro, inundando a todos de naturalidad.

6

Sara, madre de Paula

Sara es una mujer marroquí. Cuando su hija Paula nació, se inundó de dulzura y sintió la necesidad de trabajar en una pastelería haciendo merengue. Cuando Paula cumplió cinco años emigró a un país más 72


desarrollado. Fue allí donde sintió la necesidad de quitarse el pañuelo color blanco merengue que siempre había llevado en la cabeza. Al poco tiempo, animada por su hija, se dejó su larga melena al viento y sintió por todo su cuerpo una sensación nunca antes sentida. Fue en primavera cuando su amiga María Luisa la invitó a ir a la playa y fue allí donde descubrió su desnudez.

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Vieja Alfonsa

Alfonsa estaba regando sus plantas cuando oyó cantar a Feliciano, el genio de la lámpara. Salió rápida a ver qué pasaba y vio a Sara. Le regañó por estar desnuda. En ese momento el genio dejó de cantar y Sara se puso tensa y rígida.

8

María Luisa, madre de Ana

María Luisa llevaba una época que no dormía. Sufría una crisis de alergia que le cubría todo el cuerpo. Sus picores eran de tal magnitud que se rascaba con tanta fuerza que se llevaba la piel en las uñas. Pasaba los días encerrada en su casa porque no quería que nadie la viera así.

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Un día, descubrió que jugando a las damas se curaba su alergia. Posiblemente, pensar en el juego la centraba y hacía que su sistema inmunológico volviera a funcionar de forma normal. Lo malo de este remedio es que jugaba siempre sola, consigo misma, y cada vez que perdía tenía que quitarse una prenda, por lo que en pocas partidas estaba ya desnuda. Por eso decidió dejar la ciudad e irse a vivir a una playa nudista. Actualmente vive en una ola acompañada de las piedras blancas y negras.

9

Mariano, mirador de culos

Mariano es un turista de origen nórdico. Pasa largas temporadas en esta playa porque en su país no podía tomar mucho el sol, lo que le produjo fuertes dolores de huesos.

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Un día, cuando iba paseando por la orilla del mar se encontró a María Luisa recostada en una ola. Su gozo fue tan sublime que entró en un estado de plenitud como nunca antes había sentido. De pronto, su piel clara fue cambiando y recuperando la melanina perdida, y su camiseta parda cambió a color rosa.

III

CONCLUSIÓN

El color emite una radiación que cambia la vida de las personas: Caperucita celeste transmite dulzura a su madre y ésta recoge el dulce de su hija y descubre una vida más libre. Antonio cambia su mono de trabajo por uno rosa y recupera su equilibrio emocional. Feliciano transforma las chinas blancas y negras en piedras preciosas con poderes mágicos. Ana proyecta todos los colores de la naturaleza a los demás con su vestidito. La Vieja Alfonsa no aporta nada a nuestro cuadro. María Luisa se libera de sus picores y duerme plácidamente en una ola. Mariano cambia su camiseta parda por una de color rosa y esto le hace ser más feliz.

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Julio Fernando Affif

EL FUEGO Y EL AGUA

Hubo un tiempo en que el agua y el fuego eran muy amigos y compartían su existencia en el planeta Tierra. −Hola, fuego, −dijo el agua un día− quisiera calentarme un poco para hacer, con una partecita mía, el té para los niños de la escuela. El fuego, como buen compañero se acercó suavemente hasta el recipiente donde reposaba el agua y se quedó un ratito hasta que la temperatura del agua fue la necesaria para hacer el té.

−¡Gracias! −dijo el agua alborozada− espero poder recompensarte algún día. Las llamitas −rojas y amarillas− bailaban de contentas por haber podido ser útiles y ayudar a los niños con su merienda. En otra oportunidad, el fuego le pidió al agua que enfriara un metal que estaba calentado, para darle forma a una artesanía que estaba modelando para adornar la salita del Jardín de Infantes. Y así pasaban el tiempo entre favor y favor, sintiéndose útiles por la ayuda solidaria que se prestaban mutuamente. Hasta que un infortunio, generalmente así pasa, por culpa de un envidioso malintencionado, el agua se derramó sobre el fuego y casi se apaga totalmente.

−¡Qué has hecho! −exclamó furibundo el fuego− Me has dejado tan maltrecho que no podré calentar las mamaderas, ni podrán hacer la comida de los niños, ni darles calorcito en el invierno, ni…. Y así un montón de quejas que no le permitían al agua explicarle al fuego que no había sido su culpa. Hasta que el agua, cansada de que el fuego no la quisiera escuchar, comenzó a hervir del enojo, tanto tanto, que casi se consume totalmente. Y se desataron las furias y el fuego se encendió tanto que provocó un incendio de grandes proporciones y el agua para combatirlo se transformó en inundación.

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Cuando se aplacaron los enojos, cansados de tanto renegar, se sentaron uno frente a otro y se miraron fijamente.

−¿Qué estamos haciendo? −dijo el fuego al darse cuenta del error cometido− Hemos perdido el control por culpa de otro y estuvimos a punto de desaparecer. Si me perdonas, amiga agua, podemos recuperar el equilibrio y seguir ayudando a los demás.

−Tienes razón, amigo fuego; ambos somos necesarios y si nos comportamos con equilibrio y mesura, podemos ser tan útiles como la Madre Naturaleza pensó que teníamos que ser. Y así, superadas sus diferencias personales, recuperaron la amistad, volvieron a ayudar a sus amigos y aprendieron a no dejarse llevar por las maldades de otros.

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EPÍLOGO

Es el último día de la consigna y se siguen publicando textos. El acto de escribir es un acto íntimo; algunos dicen que uno escribe para ser leído, otros no; otros dicen que uno, en verdad, está contando, de distintas formas, la misma historia, pero otros no admiten eso. Pero esta semana yo sólo tengo una certeza: escribimos con el fin de curar, teniendo en mira lograr un efecto de bienestar en los destinatarios de los cuentos. Pero existe un efecto colateral que no les adverti: al hacerlo, uno es el que también se siente mejor; al menos, me pasó a mí al escribir y también, al leerlos. Así, por la emoción de ver a tantos lipenses llevar a los hechos la palabra solidaridad, de mi parte −que soy sólo el mensajero− les doy las gracias de buscar sanar, mediante este acto tan personal de escribir.

Cristian del Rosario

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ANEXOS MUSICALES

El Lagarto Y La Lagartija. Conjunto Promúsica Niños de Rosario. https://www.youtube.com/watch?v=EDzdz1EJJKw&list=PL82E343603 CA07EAA Habanera Del Primer Amor. Vainica Doble. http://youtu.be/ja-hA8axTic Bajo El Asfalto. Sandra Mihanovich. http://www.youtube.com/watch?v=FjqJwbB-1Yk El Twist Del Mono Liso. María Elena Walsh. http://www.youtube.com/watch?v=tQUhgkdKc40 Cuéntame Un Cuento. Celtas Cortos. https://www.youtube.com/watch?feature=player_detailpage&v=MM9zH F4e810 El Reino Del Revés. María Elena Walsh. https://www.youtube.com/watch?v=KlMQZsifcio El Reino Del Revés. Rosa León. http://www.youtube.com/watch?v=Xy_6qQjHNxY&feature=youtu.be Puff The Magic Dragon. Peter Paul & Mary. http://www.youtube.com/watch?v=Y7lmAc3LKWM Sinfonía Inconclusa En La Mar. Piero. https://www.youtube.com/watch?v=izSmG8R8oVk Rock Del Gato. Ratones Paranoicos. https://www.youtube.com/watch?v=vMd8QFHNNA0

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EDICIONES LIPE DOMINGO 19 DE OCTUBRE DE 2014


LIPE &


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