La hija de Cleopatra, Michelle Moran

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—¿Y los hombres que quieran tomar mujeres? —preguntó Agripa. —Que les paguen a las putas. Llegamos a los peldaños del Gimnasio y una cohorte de soldados con escudos pesados formó una muralla entre nosotros y el pueblo. De repente, no pude continuar. —¿Qué haces? —preguntó Alejandro entre dientes. Pero yo estaba demasiado asustada para moverme. Hombres armados rodeaban el Gimnasio y yo me preguntaba qué ocurriría si Octaviano decidía incendiar el edificio. Sería el caos. Habría mujeres y niños aplastados mientras los hombres pisoteaban sus cuerpos para escapar. Sin embargo, su paso quedaría bloqueado por los soldados romanos. Las puertas estarían atrancadas, como el mausoleo de mi madre. Me detuve al pie del largo tramo de la escalinata y Agripa vino a mi lado. —No tienes nada que temer. César no te habría permitido vivir tanto tiempo, si tuviese la intención de matarte esta noche. «Claro que no —pensé—. Nos quiere vivos para su desfile triunfal.» Subí la escalinata tras la capa roja de Agripa. Dentro del Gimnasio, miles de personas cayeron de rodillas en una reverencia silente. Octaviano bromeó: —Ya veo por qué a Antonio le gustaba Egipto. —Eres el faraón —dijo uno de los soldados—. Bailarían desnudos por las calles, si ese fuese tu deseo. Juba sonrió con complicidad. —Yo creía que los egipcios lo hacían siempre así. Por primera vez vi sonreír a Octaviano y, mientras ascendíamos al estrado, me preguntaba si Alejandro se sentiría tan mal como yo. Nuestro padre nos había contado cómo Octaviano había ordenado la matanza de todos los prisioneros de la batalla de Filipos. Cuando padre e hijo habían rogado misericordia, Octaviano decidió que uno solo debería vivir y ordenó al padre que jugase a la morra con su hijo. Pero el hombre se negó, y ofreció su vida a cambio. El propio Octaviano, que entonces tenía diecinueve años, esgrimió la espada ejecutora. Y cuando el hijo quiso suicidarse, le dio su propia espada. Incluso mi padre, habituado a las 42

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