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Hugo Oquendo Torres, pág. 57
from FIPGRA 2023. VI Festival Internacional de Poesía Patria Grande Latinoamérica y el Caribe
by FIPGRA
Hugo Oquendo-Torres, Chigorodó, 1982. Teólogo y profesor universitario del Programa de Español y Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha hecho estudios de teología con la Universidad Bíblica Latinoamericana de San José de Costa Rica. De poesía ha publicado los libros: Catarsis de la memoria y otros silencios (Medellín, 2011), Poesía del cuerpo desnudo (Metanoia, 2014). Y de cuento ha publicado Lo secreto (Klepsidra, 2018). Algunos de sus poemas aparecen en las antologías: Si después de la guerra hay un día (Escarabajo, 2020); y en la antología Morir en un país que amabas (Escarabajo, 2021). También ha escrito una serie de ensayos de teología y literatura, entre ellos: En la cama con mi madre: pensar y sentir la teología desde la piel (Revista Perseitas, 2014); Tengo el sexo marcado: erótica de la resistencia (Escuela Superior de Teología, 2016) y Soy un dios y, sin embargo, ¿qué trato he recibido de los dioses? Rasgos del héroe trágico en el Prometeo de Esquilo (Polilla. Revista literaria, 2016).
LA PESEBRERA
CUANDO VLADIMIR IBA A LANZAR LA PELOTA PARA QUE JORGE LA BATEARA Y así yo pudiera pasar a la cuarta base, llegó corriendo a la cuadra don Rafael Marmolejo. Tenía el cabello revuelto y una cerveza en la mano. Con la camisa amarilla abrochada a dos botones y la respiración entrecortada, avisó con gran vozarrón. «¡Eche pelaos! ¡Nojoda!». Manoteaba. «¡Nojoda! Acaban de joder a don Elías», su rostro estaba verde y tambaleaba por la borrachera. «Aún está sollozante en La pesebrera, caramba». Al escucharlo, Jorge corrió para su casa; en el suelo quedaron tirados el bate y la pelota de bolsa. Al quedarme paralizado, Vladimir me llamó. «Vamos, Camilo, vamos». Salimos tras él. «¡Amá, amá, mataron a mi papá en La pesebrera!», exclamó Jorge. Y la señora Evangelina, quien estaba lavando los platos al ritmo de una balada, al oír la noticia, como una artista de circo pobre, cayó desvanecida. La espuma le mojó la blusa. En la radio sonaba la canción: «Felino, así es mi amor por ti, felino. Felino, me muero por estar contigo».
Al entrar corriendo, la abuela Macumba instaló a la viuda en la cama. «Felino, así es mi amor por ti, felino». Con afán se quitó el turbante y la venteó. «Felino, me muero por estar contigo». «¡Ve, ve, Camilo! ¡Apaga esa mondá!». Dijo mientras puso a hervir agua y del patio tomó ramitas de
yerbabuena. Con rapidez la desenchufé. La casa al llenarse de chismosos, la yaya Macumba a todos nos sacó. «¡Te digo, pues! ¡Ve, ve, se salen todos de acá, caramba! No ve qué la van a ahogar, pues. ¿Qué es esta arrechera, familia? Pa´ afuera, a la calle, pues». Desde la puerta mirábamos. «Ve, ve, Evangelina, ya te vas a poner bien mi muchacha. Ve, ve, vas a ver», le sopló la cabeza con alcohol. Jorge y sus tres hermanas lloraban como si quisieran arrancarle las entrañas a Dios.
Afuera hacía calor y una leve brisa tocaba las hojas del almendro. Evangelina abrió los ojos, miró a los lados y golpeándose los oídos con las manos salió despavorida. Don Rafael arrancó detrás. La abuela se apresuró al rancho de tablas para prenderle una vela a los santos y abrió la puerta esperando a más piadosos, pero su compañía solo fueron los dioses negros del altar. En un santiamén toda la romería del barrio se dirigió a La pesebrera, en una estampida de chanclas y pies descalzos. «Vamos, vamos, Vladimir», le dije. «No, no, mi papá me regaña». «¡Ah, no qué va! Deje de ser gallina». La demora era decirlo para que Vladimir emprendiera la carrera. Salimos a toda prisa igual que los muñequitos de Las aventuras de Tom Sawyer. Él era Tom y yo Huckleberry Finn. La pesebrera, junto con El pielroja, gozan de reputación en Chigorodó, no tanto por el servicio de las coperas, que parecen iguanas resecas bajo el sol, sino por los cantineros. La pesebrera es atendida por el Botija, un hombre montañero, curtido en las lides de golpear borrachos y esquivar botellazos; y El pielroja la atiende el cantinero al que le dicen El Indio, el cual parece haber sido alumno del Botija. A ambos los distingue el bigote atiborrado. Sumada a la fama de ambas cantinas, también está el hecho que en ellas cada domingo se dan ajustes de cuentas: algunos para recibir el pago de sus jornales de arriería y otros para saldar alguna ofensa, como por ejemplo la indulgencia de los pecados, que a cuentagotas le cancela el Botija al cura de la parroquia, quien llega cada domingo a pedirle la limosna, sin importarle el sofoco del mediodía. En el pueblo ya es conocida la cara gorda de nariz de tomate del cura pedigüeño. Dos cuadras antes de llegar, vimos que desde La pesebrera partió una camioneta de la policía, sonando la sirena. «¡Ay Dios mío, Dios mío, Elías!», Evangelina clamó, de lo flaca era igual que Oliva, solo le faltan las perlas. Y al llegar a La calle de las legumbrerías, los puestos de verduras rebosaban, los bultos de yuca y ñame estaban apilados en las aceras. La calle era una sola algarabía. Las voces de los vendedores de pecados se mezclaban con las que ofrecían, plátano, tomate y cebolla. Y de pronto toda esa bulla quedó sumida en el silencio por el agudo grito de Evangelina. «¡Elías, Elías!», estalló. Aturdidos advertimos que, bajo las mesas de la cantina, había un cuerpo tirado sobre un tapete de aserrín.
El Botija atiborra el piso de virutas para ahorrarse el trabajo de limpiar las manchas de sangre, de las peleas que se forman cada fin de semana; de la misma manera, él no ahorra esfuerzo para evadir al párroco los domingos, cuando le pide la limosna para el altar de la Virgen. Todos en el pueblo conocemos sus jugadas. Desde esconderse
en el baño, horas y horas; hasta llegar a fingir que se ha quedado dormido bajo el mesón de la barra. Las coperas son sus ángeles de guarda —saben que es el momento oportuno para agarrar una caja de chicles o tomarse una cerveza gratis—. «No, no, padre. Él está muy dormido, lleva tres días de trasnocho, pobrecito». El cura lo baña en agua bendita y se va. Pero, en las ocasiones que el sacerdote lo pilla, el Botija, con el mismo desgano, siempre le da tres monedas de caballito, una de jarrita y otra de la señora sentada, y con el mismo gesto rancio, el cura lo rocía con el hisopo hasta verle gotear el bigote.
En el lento trayecto, Jorge tuvo la ilusión que aquel hombre tirado no fuera su padre. «¡No!, ¡no! No puede ser mi papá», aturdido nos miraba. «¡Ay! ¡Mi papá, mi papá!», gritaban las hermanas, semejantes a pichones de azulejo pidiendo comida. Jorge entre lágrimas suspiraba. «Es que a él solo le gusta El pielroja», miraba el cielo azul. «No, ese no es mi papá», seguía llorando. De sus ojos, gordas lágrimas le caían a la boca. «¡No!, ¡no! Ese no es mi papá», se restregaba la cara. El difunto nos contó una vez estando borracho, «vea muchachos, cuando ya tengan edad para eso», se bamboleaba en pie, «sepan», nos señalaba con la mirada perdida. «Si bien la mayoría de las coperas de El pielroja eran veteranas, por lo menos allá prestaban el servicio más barato». Incluso nos dijo que habían llegado a fiarle. También contó aquel día que era mejor regatear una caricia de ellas —de las vacas viejas, como les decía—, que arriesgarse a recibir un butacazo del Botija. Además, no le gustaba La pesebrera porque las habitaciones de la residencia salían costosas. «¿Dizque diez mil pesos por una hora? No, hombe», se reía. «Eso es avaricia. Eso es un descaro. ¿Y sólo porque tienen baño y ventilador? ¡No, hombe! Eso me los como en morcilla», nos dijo. Jorge se lamentaba, «¡No!, ¡no! Ese no es mi papá». Al llegar a La pesebrera toda la esperanza se desmoronó. Doña Evangelina se tiró de los cabellos. «No, no. Dios mío bendito, ¿por qué? ¡No, no!». Nuestro amigo Jorge y sus hermanas estallaron en llanto. «Papá, papá, ¡mi papá! No, ¡Dios mío, no!», los noveleros nos quedamos mudos. El rostro pálido de Vladimir no salía del asombro. Yo tampoco lo podía creer. Allí estaba Elías. Su cuerpo yacía en el piso envuelto entre una mortaja de sangre y virutas de madera. El
pantalón negro aún chorreaba, la camisa blanca era roja como trapo de carnicería. Alrededor había picos de botellas, mesas y sillas patas arriba. El Botija al percatarse de la escena disparó al aire una carcajada obesa. Rafael empuñó las manos y se acercó queriéndolo sermonear a trompadas. «Eche, cachaco, care mondá, no te burles del dolor ajeno, nojoda ». El Botija increpó a Rafael. «Oíste, ¿vos me vas a venir a golpear en mi trabajo?», palmoteó la barra en seco, los nudillos eran peludos. «Costeño, vos sos muy conchudo, ole», sacó una cerveza del refrigerador. «Nojoda, y entonces por qué te burlas», abrió las manos. «Nojoda, te voy a meter tu mamonazo». El Botija se volvió a reír. «Calmate, hombe», secó la botella con un trapo. «Aquí sí hubo una pelea. Y a machete boleado», la destapó. «Y hasta hubo muerto. O si no, ¿por qué cree que el piso está rojito?», pasó el trapo por la barra. «Ajá cachaco, ¿y qué pasó pues?», replicó Rafael más calmado. «Ah, pues el problema se presentó entre el Mono, un viejo cazador del pueblo y un indio de Belén de Bajirá, al que le cortaron la cabeza». Vladimir abrió los ojos, extrañado. «Ay, Camilo, fue su abuelo». Yo guardé silencio. A la vez que el Botija despachó otra cerveza, continuó el relato con un tono socarrón. «Y la persona que está, ¡Eh Avemaría! Sí está muerta, pero de la borrachera porque desde el viernes está bebiendo. Y al verdadero muerto ya se lo llevó la policía, mientras que el Mono huyó siendo perseguido por los indígenas que pretendían lincharlo», secó la barra de nuevo. «El hombre tirado », aclaró el Botija señalándolo. «Cómo les parece, pues, que tres horas antes de todo el revuelo ya se había quedado dormido en el piso, por eso los que se batieron a machete pelearon por encima bañándolo en rabia», todos quedamos pasmados menos el Botija, que se burló con sus risotadas. Jorge, con un gesto indiferente, de rabia, se secó las lágrimas con los puños y alquiló una carreta donde normalmente se lleva el mercado, pero esta vez llevaría a un borracho empapado en sangre que entre dormido comenzó a balbucear una canción: Era un domingo espléndido y hermoso, me disponía a ir a visitarte, // bajaba alegre pensando en tu mirada, para mirarme en tus ojos tan hermosos // Cuando salimos de La pesebrera, vimos al cura echarle la bendición al Botija, en el momento que depositaba la limosna de los cincuenta y cinco pesos.
