El Despiadado Griego

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Julia James – El despiadado griego

un dedo el dorso de una mano—. Aún te deseo, Ann —su voz era grave, intensa. La miraba a los ojos con intensidad, sus palabras eras seductoras, sensuales—. Eres tan hermosa. Tan increíblemente hermosa… Sus ojos la recorrieron haciéndola débil… tan débil. Pero no podía ser débil, no debía. Por mucho que su cabeza fuera un torbellino de emociones. —No… no es una buena idea —dijo ella con voz torturada—. Ari… —dijo con un jadeo. Al instante, habían salido del restaurante. Una vez en la entrada de la suite, ella luchó por serenarse. Oyó unas voces que hablaban en francés, una era la de Nikos, la otra de la canguro del hotel. Después, la mujer se marchó y Ann no pudo decir nada, ni una palabra. Nikos salió al vestíbulo. Y seguía sin poder decir ni una palabra, sólo podía dejar que la tomara de la mano y la llevara a su dormitorio. Y allí sólo pudo decir una palabra: —Nikos.

Era suya. Suya de nuevo. Pero no como lo había sido antes. Porque su corazón ya no era duro con ella. Ya no era la mujer a la que tenía que controlar para evitar que le sacara el dinero a su familia. No era la mujer a la que había seducido cínica y deliberadamente para después despreciarla. Era suya sólo porque la deseaba, quería mover las manos sobre sus hombros desnudos, sentir la suavidad de su pálida piel, apartar la tela para descubrir el otro hombro, desabrochar la cremallera de su vestido con la otra mano. Lo dejó caer con un solo movimiento y después la rodeó con sus brazos. Se quedó sin aliento. ¡Era tan hermosa! Sus rotundos pechos, de nuevo desnudos para él, se inflamaban ya bajo su mirada y la estrecha cintura esperaba sus caricias. Sólo una minúscula pieza de encaje ocultaba casi lo mismo que revelaba. Abrió la boca para él y él aceptó el juego. Cada roce, cada caricia lo excitaba más y más. Y entonces, ella empezó a desnudarlo. Aflojó la pajarita, desabrochó los botones de la camisa y besó la parte de piel que quedaba descubierta. Se quedó de píe mirándolo. Sus manos fueron a la cintura y le desabrochó el cinturón, la cremallera… Él veía cómo la miraba… Con un grito, ella se dio la vuelta y él soltó una carcajada y la rodeó con los brazos. —¡Nada de timidez! Esto es para los dos, mi preciosa Ann…

Escaneado por Mari y corregido por Escor

Nº Paginas 85—102


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