Carmencita esp

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para elaborar aceites esenciales en las que ya se menciona el azafrán. La leyenda más popular que protagoniza el azafrán en la cultura griega antigua es la tragedia de amor y desamor entre Crocus y Esmilax, en la que el bello Crocus persigue a la ninfa que halagada le corresponde pero, finalmente, se cansa de sus atenciones. Crocus acaba convertido en una flor de azafrán de brillantes colores, símbolo de belleza y pasión y su ninfa en una áspera zarzaparrilla. Otra versión narra que el origen de esta planta se debe al dios Hermes, un día en el que se ejercitaba en el lanzamiento del disco. Por accidente hiere de muerte a su amigo, el joven Crocos, y las gotas de sangre que manan de su cabeza se convierten en llamativas flores de estilos rojos. En la Ilíada, la epopeya griega y el poema más antiguo de la literatura occidental, atribuida a Homero, se encuentran varias referencias al azafrán: «…y el hijo de Crono estrechó en sus brazos a la esposa. La divina tierra produjo verde hierba, loto fresco, azafrán y jacinto espeso y tierno para levantarlos del suelo». También se menciona para hacer referencia a la aurora: «Eos, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres». Por su parte Hipócrates, considerado el padre de la medicina occidental y el primer galeno que rechazó las supersticiones que señalaban como causantes de las enfermedades a las fuerzas sobrenaturales, menciona el azafrán en sus estudios. Los romanos siguieron la tradición de los griegos, y con el azafrán perfumaron calles, teatros, templos y baños. Lo utilizaron como símbolo de clase social en la coloración de sus ropajes y como cosmético. Sofisticados como eran en el cuidado de la estética, disponían de variedad de aceites perfumados y ungüentos, entre ellos el «crocinum», a base de azafrán. También le atribuían poderes para evitar las resacas; lo consumían en infusión antes de comidas pantagruélicas y lo añadían al vino. Tenía fama de afrodisíaco y se empleaba como adelgazante natural. Al resultar una especia cara, en algunos casos se sustituía por el «cártamo o falso azafrán», más económico aunque de menor calidad. El escritor y político Petronio, apodado «el árbitro de la elegancia» por aportar buen gusto a la organización de los espectáculos que tenían lugar en la corte de Nerón, describe en su novela Satyricón la vida en el siglo I d.C. En su episodio más conocido, «el banquete de Trimalción» detalla una comida ofrecida en su casa por este riquísimo liberto: «Trimalción mandó servir los postres. Los esclavos

retiraron las mesas y pusieron otras. Espolvorearon el suelo con serrín coloreado de azafrán y cinabrio y –cosa nunca vista por mí– con piedra especular en polvo». El poeta romano Publio Virgilio, nacido en el año 70 a.C. y autor de La Eneida, dice en una de sus obras, las Geórgicas: «Invítenlas jardines que huelan a la flor de azafrán y guárdelas con su guadaña de sauce el guardián de los ladrones y las aves». De las virtudes del azafrán también dieron buena cuenta el científico, naturista y militar romano Plinio el Viejo y, a principios de la era cristiana, el escritor agronómico Columela. El azafrán fue utilizado ya en épocas antiguas para curar una amplia gama de dolencias, incluyendo trastornos estomacales, peste bubónica, tisis y viruela. Los alquimistas y herboristas medievales tomaron como idea central de su concepción farmacológica la «doctrina de los signos», según la cual Dios puso en cada planta las señales necesarias para que podamos distinguir a través de la observación de su morfología (forma, color, tamaño, raíces, etc.) las virtudes terapéuticas que encierran. De acuerdo con ello, el azafrán se recomendaba para curar la ictericia, color amarillo de la piel y mucosas. Algunas supercherías refieren al azafrán como un potente antídoto, que se añadía al vino y se daba a beber a los infantes en la consideración de que así nunca podrían ser envenenados. También juega un papel importante en la cocina medieval, que siente predilección por los platos intensamente coloreados que se obtenían del azafrán y de la «resina de dragón», procedente de un árbol. El gusto por las especias, pese al coste de algunas de ellas, llega a toda la sociedad medieval. En Francia se elaboraba la «fromentée», un postre a base de trigo cocido y molido, caldo de carne, yema de huevo, leche, jengibre y azafrán. En Alemania reinaban la canela y el azafrán, los italianos preferían la nuez moscada y los ingleses el macís y la canela. En cuanto a España, en el tratado de cocina medieval Libre del coch, uno de los libros de cocina más antiguos de la península Ibérica, publicado en 1520 en Barcelona, se muestran las formas de comer a principios del siglo XVI. Muchas recetas incluían jengibre, azafrán, canela y pimienta. La creencia social defendía que, además de dar buen color a las comidas, confortaba el estómago y tenía poderes afrodisíacos. Hasta que fue sustituido por los colorantes sintéticos, el azafrán también se empleó como colorante natural en el tintado de papel, tejidos,

fibras y pieles. Fue muy apreciado durante la Edad Media, cuando las telas se teñían con su pigmento para darles un color amarillo brillante, símbolo de luz y nobleza.


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