Arq que no fueron

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requisito. El primer día de clase Diego no permaneció en el pupitre. Se aburría y se iba al patio a jugar. La maestra me llamó: “No está maduro”, dijo. Volvió al jardín. Al año siguiente estaba en condiciones legales para la primaria. Esta vez tampoco permaneció en el salón de primer grado, cada tanto salía al patio a jugar con las bolitas o la pelota, o a ver a unos pollitos que habían nacido ese día. La maestra, muy cariñosa, reconocía que académicamente rendía bien, no incidían negativamente sus paseos al sol y, poco a poco, aprendió a respetar las normas. Creció corriendo y jugando al rugby, haciendo las mil y una travesuras con su hermano, dos años mayor. Coleccionaba autitos, animales, cajitas y muchas otras cosas más en un ropero chiquito con herramientas que tenía tu a Tta, y del cual sólo a él le había dado llave… Era muy creativo con sus manos. También, cuando llegó a los doce o trece años inventaba siempre algo para ganar dinero. Recuerdo que, entre sus negocios, le lustraba los zapatos a tu Tata y a sus hermanos para que fueran limpios a la escuela, a crédito, cuentas que siempre me tocó saldar a fin de mes; la compra de una máquina para hacer y vender, por supuesto, papas fritas enrejadas; la adquisición de moldes para hacer palitos helados de limón; la búsqueda de alambre fino para armar collares de mostacilla. En Navidad fabricaba velas decorativas, agregando a la estearina lápices de aceite de muchos colores. Ya más grande, trabajaba habilidosamente la piedra sapo para hacer colgantes y, como siempre había dibujado mucho, empezó a hacer historietas. Aunque tenía pies grandes, gran parte de su adolescencia fue petisito, lo que le trajo muchos golpes en su práctica de rugby; pero, como todo llega, a los diecisiete

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