Rasselas

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libro al viento

Una campaña de fomento a la lectura creada por l a S e c r e t a r í a d e Cu l t u r a Recreación y Deporte y la Secre taría de Educ ación e i m p u l s a d a p o r l a Fu n d a c i ó n Gilberto Al z ate Avendaño


SAMUEL JOHNSON Alcaldía Mayor de Bogotá Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte Secretaría de Educación del Distrito Fundación Gilberto Alzate Avendaño

La historia de Rasselas príncipe de Abisinia tra duc ción Diego García Sierra i ntroduc ción Julio Paredes


contenido

alcaldía mayor de bogotá Samuel Moreno Rojas Alcalde Mayor de Bogotá

Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte Catalina Ramírez Vallejo

Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte

Fundación Gilberto Alzate Avendaño Ana María Alzate Ronga Directora

Julián David Correa Restrepo Gerente del Área de Literatura

Secretaría de Educación del Distrito Carlos José Herrera Jaramillo Secretario de Educación

Jaime Naranjo Rodríguez

Subsecretario de Calidad y Pertinencia

William René Sánchez Murillo

Director de Educación Preescolar y Básica

I  Descripción de un palacio en un valle II  Descontento de Rasselas en el valle de la Felicidad III  Las necesidades del que nada necesita

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IV  El príncipe sigue apesadumbrado y pensativo

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V  El príncipe medita sobre su fuga

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VI  Un tratado sobre el arte de volar

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VII  El príncipe encuentra a un sabio VIII  La historia de Imlac IX  La historia de Imlac continúa X  Continúa la historia de Imlac.

Un tratado sobre la poesía

XI  El relato de Imlac continúa.

Un comentario sobre el peregrinaje

Sara Clemencia Hernández Jiménez Equipo de Lectura, Escritura y Oralidad

XII  La historia de Imlac continúa

www. fgaa. gov. co

isbn 978-958-8471-46-4

Asesor editorial: Julio Paredes Castro

Diseño gráfico: Olga Cuéllar + Camilo Umaña

Impreso en Bogotá por la Subdirección Imprenta Distrital dddi

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que todos los hombres son felices

© Diego García Sierra (Traducción)

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XIV  Rasselas e Imlac reciben una visita inesperada

y ven muchas maravillas

Primera edición: Bogotá, diciembre de 2010

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XVI  Llegan a El Cairo, donde consideran

© Fundación Gilberto Alzate Avendaño

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XIII  Rasselas descubre la manera de escapar XV  El príncipe y la princesa salen del valle

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XVII  El príncipe se relaciona con  jóvenes animosos y alegres XVIII  El príncipe encuentra a un hombre sabio y feliz XIX  Un vistazo a la vida pastoral XX  El peligro de la prosperidad XXI  La felicidad de la soledad. La historia del ermitaño XXII  La felicidad de una existencia vivida de acuerdo

con la naturaleza

XXIII  El príncipe y su hermana se dividen

el trabajo de observación

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XXIV  El príncipe examina la felicidad de XXV  XXVI  XXVII  XXVIII  XXIX  XXX  XXXI  XXXII  XXXIII  XXXIV  XXXV  XXXVI  XXXVII  XXXVIII  XXXIX  XL  XLI  XLII  XLIII  XLIV  XLV  XLVI  XLVII  XLVIII  XLIX

quienes tienen cargos superiores La princesa realiza su búsqueda  con más dedicación que éxito La princesa continúa sus comentarios sobre la vida privada Una disquisición sobre la grandeza Rasselas y Nekayah continúan  su conversación Continúa la discusión sobre el matrimonio Entra Imlac y cambia la conversación Visitan las pirámides Entran a la pirámide La princesa es sorprendida por una desgracia Regresan a El Cairo sin Pekuah La princesa languidece por la ausencia de Pekuah Persiste el recuerdo de Pekuah. La evolución de la pena La princesa tiene noticias de Pekuah Las aventuras de la joven Pekuah Continúan las aventuras de Pekuah La historia de un hombre de ciencia El astrónomo revela la causa de su inquietud Se explica y justifica el juicio del astrónomo El astrónomo da instrucciones a Imlac El peligroso predominio de la imaginación Conversan con un anciano La princesa y Pekuah visitan al astrónomo El príncipe entra y trae un nuevo tema Imlac discurre sobre la naturaleza del alma Conclusión, en la que nada se concluye

i n t ro d u c c i ó n

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El escritor, lexicógrafo, crítico y poeta Samuel Johnson, más conocido como el “Doctor Johnson”, nació en Lichfield, Inglaterra, el 7 de septiembre de 1709, según el antiguo calendario juliano (18 de septiembre según el calendario gregoriano, que Inglaterra no adoptó sino hasta 1752) y murió en Londres el 13 de diciembre de 1784, a la edad de setenta y cinco años. Considerado la figura intelectual más respetada, erudita e influyente en el mundo cultural de Gran Bretaña y sus colonias durante el siglo XVIII, Johnson fue un hombre relativamente longevo para la época y, en especial, para sus propias y precarias condiciones de salud. Víctima desde los tres años de una infección linfática conocida como escrófula o “mal del Rey”, que sus padres quisieron contrarrestar con el “milagroso” toque real de la reina Ana, Johnson cargó a lo largo de toda la vida con las secuelas de la enfermedad. Aquejado de la vista y, según testimonio de varios de sus conocidos, posiblemente ciego de un ojo, Johnson creció además con una figura física contrahecha, marcada por las cicatrices, y dominado por tics y espasmos involuntarios.

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Aún así, gracias a un espíritu mordaz, inteligente y un incomparable ingenio para tener siempre la respuesta precisa, Johnson ejerció sobre amigos y conocidos una atracción constante y difícil de olvidar. Hijo mayor de un librero y una ama de casa, con un matrimonio donde la comunicación y la felicidad fueron escasas según sus propias palabras, Johnson sobrevivió a un hermano menor muerto a los veintiún años y demostró desde niño ser un lector precoz y voraz, interesado en todo tipo de géneros escritos, desde la poesía hasta los tratados históricos y filosóficos, tanto en inglés como en francés, latín y griego, encontrados en su mayoría en la librería de su padre. Entonces, con la temprana ilusión de convertirse en poeta y en un erudito reconocido, viajó a los diecinueve años a la ciudad de Oxford, para iniciar estudios en Pembroke College. Sin embargo, la falta de recursos, consecuencia de la rampante pobreza familiar originada por las interminables deudas con traídas por su padre desde la juventud, lo obligó a regresar después de un año, acabando así con el sueño de seguir una educación formal y obtener un título universitario. Después de varios años dedicado a un infructuoso proyecto escolar en Edial, donde dictaba clases de latín y griego, Johnson decidió trasladarse definitivamente a Londres, el centro cultural, industrial y político del momento. Arribó en 1737 en compañía de su esposa Elizabeth Jervis, una mujer casi veinte años mayor que él con quien llevaba dos años de matrimonio, y uno de

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sus estudiantes, David Garrick, quien posteriormente se convertiría en el actor inglés más importante del siglo XVIII. En los siguientes diez años Samuel Johnson vivió del trabajo medianamente anónimo y a destajo como traductor, biógrafo y poeta, en lo que se llamaría “la cultura de Grub Street”, una especie de territorio cultural londinense de segunda clase donde, además de los bajos ingresos, sobrevivían los escritores de obras intrascendentes. Para esta época Johnson había traducido al inglés algunos títulos y, particularmente del francés en 1735 Viaje a Abisinia del jesuita portugués Jerónimo Lobo, una de las fuentes históricas para su posterior obra La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia, que ahora presentamos al lector de Libro al viento. En el año de 1738 Johnson publicó, también de manera anónima, la que sería una de sus primeras obras importantes, el extenso poema Londres, que llamó de inmediato la atención pública, incluso la del poeta Alexander Pope, el más influyente de la época. Pero no sería sino hasta 1746 cuando su destino dio el giro decisivo hacia el reconocimiento y una reputación, local e internacional irreversible, y que aún hoy sigue vigente. A mediados de ese año un grupo de libreros, que también desempañaban la labor de editores e impresores, le propuso a Samuel Johnson concebir y elaborar un nuevo diccionario de la lengua inglesa. El contrato inicial estipulaba que Johnson terminaría el proyecto en tres años, pero la realidad del proyecto le llevó nueve años de

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arduo trabajo personal, con la ayuda de un reducido grupo de asistentes, para una primera edición en dos tomos publicada en abril de 1755. Aunque la creencia popular aseguraba lo contrario, Samuel Johnson no fue el primero en editar un diccionario de la lengua inglesa. Lo que sí es verdad es que su diccionario fue la primera obra lexicográfica moderna que lograba regularizar el uso de la lengua inglesa desde los años de William Shakespeare, sin la necesidad de recurrir a los dictámenes y preceptos de una academia de la lengua, que en muchos casos se olvidaba de la realidad viva del lenguaje, imponiendo un aval que Johnson consideraba inútil. Con más de 42. 500 entradas y alrededor de 114. 000 citas El Diccionario de la lengua inglesa de Johnson fue por más de ciento cincuenta años, hasta la publicación definitiva del diccionario Oxford a principios del siglo XX, el diccionario más respetado y consultado por escritores, políticos, filósofos y público en general. A finales de 1754, meses antes de la publicación del diccionario y con una creciente expectativa en todos los medios culturales ingleses, Oxford finalmente le otorgaba el título honorífico de Doctor en Artes; reconocimiento de donde surgió el apelativo de “Doctor Johnson”, aunque él mismo evitaba usarlo. Mientras trabajaba en la construcción del diccionario, Johnson publicó algunas de sus obras más reconocidas, como el largo poema La vanidad de los deseos humanos (1749) y continuó con su actividad periodística y

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ensayística en varios medios impresos londinenses. En 1750 fundó su propio periódico The Rambler, donde publicaba ensayos dos veces a la semana y que mantuvo activo hasta 1752, el año de la muerte de su esposa. En 1759, a raíz de la enfermedad y muerte de su madre, y con una reputación ya completamente establecida, decidió escribir y publicar La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia. Según testimonios de varios biógrafos, escribió su única novela en una semana, con la intención explícita de contar con el dinero suficiente para los gastos del entierro y cubrir algunas de las deudas dejadas por su madre. En el año 1763 la vida de Johnson dará otro giro fundamental para la posteridad de su nombre y figura, al cruzarse con el abogado, periodista y escritor escocés James Boswell (1740-1795), quien, desde 1772 y hasta el año de la muerte de Johnson se convirtió en una especie de amanuense, dedicado por entero a registrar por escrito cada una de las palabras y ocurrencias del Doctor Johnson, con apuntes exhaustivos del universo alrededor de Johnson, de sus viajes y veladas juntos, que terminarían por darle cuerpo a su monumental libro La vida de Samuel Johnson, publicado en 1791, convirtiéndose para muchos en la obra que inauguraba el género biográfico moderno. Después del Diccionario, Samuel Johnson editó y publicó otros dos títulos fundamentales: un estudio crítico de los dramas de William Shakespeare (1765) y la obra en diez largos tomos, llevada a cabo entre 1777 y 1781 también

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por encargo de algunos editores ingleses, titulada Vidas de poetas ingleses, que se convertiría en otro título de referencia fundamental para estudiosos e investigadores. Meses después de un ataque que lo paralizó y de los fallidos esfuerzos por conseguir los medios para pasar el invierno en Italia, Samuel Johnson murió el 13 de diciembre en Londres. En las páginas finales de La vida de Samuel Johnson, James Boswell escribió que “un hombre, por lo general, está hecho de cualidades contradictorias…y, por lo tanto, no nos debe sorprender que Johnson mostrara ser un eminente ejemplo de esta afirmación que acabo de hacer sobre la naturaleza humana… Era propenso a la superstición, pero no a la credulidad. Aunque su imaginación quizás lo inclinaba a creer en lo maravilloso y lo supersticioso, su vigorosa razón buscaba con celo la evidencia…”. Quizás estas palabras le sirvan ahora al lector de Libro al viento para adentrarse en las páginas de La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia, una divertida, sencilla y enigmática novela breve, de corte filosófico, donde, con el pretexto de encontrar la “elección de vida” idónea para llegar a la verdadera felicidad y paz interior, los protagonistas pronuncian en sus diálogos y reflexiones las preocupaciones más preciadas por el Doctor Johnson.

Historia de Rasselas, príncipe de Abisinia

julio paredes Grabado de A. Raimbach sobre un dibujo original de R. Smirke, para el primer capítulo de Rasselas, publicado en Edimburgo por William Malner en 1805

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I. Descripción de un palacio en un valle

Vosotros que escucháis con credulidad los susurros de la imaginación y perseguís con vehemencia los fantasmas de la esperanza, confiados en que con los años se cumplirán las promesas de la juventud y que las carencias del presente se compensarán el día de mañana, prestad atención a la historia de Rasselas, príncipe de Abisinia. Rasselas era el cuarto hijo del gran emperador en cuyos dominios comienza su curso el Padre de las Aguas,* que bondadosamente derrama arroyos de abundancia y esparce por medio mundo las cosechas de Egipto. Según una costumbre que ha pasado de generación en generación entre los monarcas de la zona tórrida, Rasselas fue recluido en un palacio privado con los demás hijos e hijas de la realeza abisinia, hasta que el orden de sucesión lo llamara a ocupar el trono. El lugar destinado por la sabiduría o por la norma antigua para la residencia de los príncipes abisinios era un espacioso valle en el reino de Amhara, rodeado por todos lados de montañas cuyas cimas se cernían sobre la parte central. La única vía por la que se podía acceder a aquel valle era una caverna que se extendía bajo una roca, acerca de la cual siempre se había discutido si era obra de la naturaleza o del esfuerzo humano. Su salida quedaba oculta por un denso bosque, y la entrada al valle se cerraba con * Con la expresión “el Padre de las Aguas” se hace referencia al río Nilo, principal arteria fluvial y fuente vital de gran parte de África. El Nilo es una presencia constante en este relato.

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portones de hierro, forjados por artífices de la antigüedad, tan macizos que ningún hombre podía abrirlos o cerrarlos sin la ayuda de algún mecanismo. De las laderas de las montañas descendían arroyos que llenaban el valle de verdor y fertilidad y formaban en su centro un lago, habitado por peces de todas las especies y frecuentado por cuanta ave la naturaleza ha enseñado a mojar sus alas. El lago vertía sus aguas sobrantes en una corriente que se introducía por una oscura grieta de la montaña en el costado norte, para luego caer con un estruendoso ruido de precipicio en precipicio hasta que dejaba de escucharse. Las laderas de las montañas estaban cubiertas de árboles, y las orillas de los arroyos adornadas con variedad de flores. Cada soplo de viento arrancaba aromas de las rocas, y cada mes caían frutos al suelo. Todos los animales que pastan o escarban entre los arbustos, tanto los salvajes como los domesticados, recorrían aquel extendido cerco, a salvo de las bestias de presa, gracias a las montañas que los confinaban. Por un lado se veían rebaños y manadas alimentándose de los pastos, por el otro, bestias de caza retozando por las llanuras; el ágil cabrito saltaba por las rocas, el sutil mono jugueteaba entre los árboles, y el solemne elefante reposaba a la sombra. Toda la variedad del mundo estaba allí reunida; se habían juntado las bendiciones de la naturaleza, y sus males estaban excluidos. El valle, ancho y fértil, suministraba a sus habitantes lo necesario para vivir, y a esto se agregaba toda clase de de-

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leites y excesos con la visita que el emperador rendía a sus hijos cada año, cuando el portón de hierro se abría al son de la música, y durante ocho días se le pedía a cada uno de los habitantes del valle cualquier cosa que contribuyera a hacer más agradable su retiro, entretener su atención o aminorar el tedio del tiempo. Cualquier deseo era concedido de inmediato. Se convocaba a todos los artífices del placer para alegrar el festejo; los músicos ejercían el poder de la armonía, y los bailarines exhibían sus artes ante los príncipes, con la esperanza de poder pasar sus vidas en aquel feliz cautiverio, donde sólo eran admitidos aquellos cuya actuación se considerara capaz de agregar novedad al lujo. Tal era la sensación de seguridad y deleite que transmitía aquel retiro, que aquellos para quienes era nuevo deseaban siempre que fuera perpetuo; y dado que aquellos tras quienes alguna vez se había cerrado el portón de hierro no tenían la oportunidad de salir, no era posible conocer el efecto de una estadía prolongada. Por eso cada año había nuevas escenas encantadoras y nuevos competidores que buscaban quedar prisioneros. El palacio estaba situado sobre una elevación, a unos treinta pasos sobre la superficie del lago. Estaba dividido en numerosos cuartos o cámaras, construidas con mayor o menor magnificencia según el rango de aquellos para quienes habían sido diseñadas. Los techos tenían la forma de arcos de piedra maciza, unidos con un tipo de cemento que se endurecía con el tiempo, y así el edificio seguía en pie siglo tras siglo, resistiendo las lluvias del

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solsticio y los huracanes del equinoccio, sin necesidad de reparaciones. Esta casa, tan grande que nadie la conocía en su totalidad, excepto algunos antiguos funcionarios que habían heredado sucesivamente los secretos del lugar, estaba construida como si Sospecha misma hubiese dictado los planos. Para cada cuarto existía una entrada conocida y otra secreta, y cada cámara se comunicaba con las demás, bien fuera desde los pisos superiores por medio de galerías privadas, o por pasadizos subterráneos que partían de las cámaras inferiores. Muchas de las columnas tenían cavidades ocultas, en las cuales una larga estirpe de monarcas había depositado sus tesoros. Después habían sellado sus aberturas con mármol, que nunca debía retirarse, salvo en caso de extrema necesidad del reino, y registraban sus riquezas en un libro, que a su vez se mantenía escondido en una torre, a la que sólo entraba el emperador, acompañado del príncipe que seguía en la línea de sucesión. II. Descontento de Rasselas en  el valle de la Felicidad

En aquel lugar vivían los hijos y las hijas de Abisinia, sólo para conocer las delicadas vicisitudes del placer y el reposo, atendidos por cuantos tuvieran habilidades para agradar, y complacidos por cuanta cosa pueden disfrutar los sentidos. Se paseaban por fragantes jardines y dormían entre fortalezas de seguridad. Cada arte se practicaba para hacerlos sentir satisfechos con su condición. Los sabios

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que los instruían no les hablaban más que de las miserias de la vida pública, y describían todo lo que había más allá de las montañas como regiones calamitosas donde siempre imperaba la discordia y donde el hombre era enemigo del hombre. Para aumentar la idea de su propia felicidad, los entretenían diariamente con canciones cuyo tema era el Valle de la Felicidad, y excitaban sus apetitos frecuentemente enumerando todo tipo de diversiones, de modo que el festejo y la alegría eran asunto de todas las horas, desde el inicio del alba hasta el fin del atardecer. Estos métodos eran generalmente satisfactorios, pues pocos de los príncipes habían deseado alguna vez ampliar sus límites; por el contrario, pasaban sus vidas convencidos de que tenían a su alcance todo lo que el arte o la naturaleza pueden otorgar, y sentían lástima por aquellos a quienes la naturaleza había excluido de este asiento de tranquilidad, como a víctimas de la suerte o esclavos de la desdicha. De suerte que se levantaban en la mañana y se iban a dormir en la noche complacidos con los demás y con ellos mismos, todos menos Rasselas, quien en su vigésimo sexto año de vida comenzó a retirarse de los pasatiempos y las asambleas, y a solazarse en caminatas solitarias y en la meditación silenciosa. A menudo se sentaba ante mesas lujosamente servidas, pero no lograba saborear las delicias que se le ofrecían; o se levantaba abruptamente en mitad de una canción, y se retiraba a toda prisa hasta donde no lo

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alcanzara el sonido de la música. Sus servidores observaban aquellos cambios y se esforzaban por renovar su amor por el placer; pero él desdeñaba sus atenciones, rechazaba sus invitaciones y se pasaba los días en las orillas de los arroyos cubiertos por árboles, donde a veces escuchaba a los pájaros en las ramas, otras veces miraba a los peces jugar en las corrientes, y otras más recorría con los ojos las praderas y las montañas repletas de animales, unos pastando y otros durmiendo bajo los arbustos. La singularidad de su humor logró llamar la atención. Uno de los sabios, con cuya conversación Rasselas antes se deleitaba, lo siguió secretamente, esperando descubrir la causa de su inquietud. El príncipe, que no se había apercibido de que alguien estaba cerca de él, luego de haber observado por largo rato las cabras que hurgaban por entre las rocas, empezó a comparar la condición de aquéllas con la suya. “¿Cuál es la diferencia –se preguntó– entre un hombre y todos los demás seres de la creación? Todo animal que deambula por mi lado tiene las mismas necesidades corporales que yo tengo: si tiene hambre, mordisquea la hierba; si tiene sed, bebe de la corriente. Su sed y su hambre se aplacan; está satisfecho, y entonces duerme. Se levanta de nuevo, le da hambre otra vez, vuelve a alimentarse, y está tranquilo. Yo tengo hambre y sed como él, pero, cuando la sed y el hambre cesan, no logro estar en paz. Como él, yo sufro por la necesidad, pero no quedo, como él, completamente satisfecho. Las horas intermedias son tediosas y lúgubres, y ansío sentir hambre otra vez para

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poder aguzar mi atención. Los pájaros picotean las frutas o el maíz y regresan volando a sus arboledas, donde se asientan aparentemente felices en las ramas, y pasan sus vidas entonando una serie invariable de sonidos. Yo podría llamar al músico y al cantante, pero los sonidos que ayer me agradaban hoy me cansan, y me causarán aun más hastío mañana. No logro descubrir en mí ningún poder de percepción que no esté repleto de su propio placer; sin embargo, no me siento complacido. El hombre debe tener algún sentido velado que este mundo no logra satisfacer, o tiene algún deseo diferente de los sentidos, que debe ser cumplido para que pueda ser feliz”. Después de decir esto levantó la cabeza, y como vio que la luna se estaba elevando, se dirigió hacia el palacio. Mientras caminaba por los campos y veía los animales a su alrededor, dijo: “Vosotros sois felices, y no debéis envidiarme a mí que camino entre vosotros soportando mi propio peso; tampoco yo, dulces criaturas, envidio vuestra felicidad, pues no es la felicidad del hombre. Tengo muchas preocupaciones de las que vosotras estáis libres; le temo al dolor cuando no lo siento; a veces me retraigo ante males recordados, y otras veces me inquieto por males anticipados: seguramente la justicia de la Providencia ha equilibrado sufrimientos especiales con goces especiales”. Mientras regresaba, el príncipe se distraía con este tipo de reflexiones, pronunciándolas con voz afligida, aunque con un aire de complacencia por descubrir en él su propia perspicacia, y por recibir así cierto consuelo de las ­miserias

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de la vida, gracias a la conciencia de su sensibilidad y a la elocuencia con que se quejaba de ellas. Participó alegremente en las distracciones de la noche, y todos se alegraron al descubrir que su corazón estaba alivianado. III. Las necesidades del que nada necesita

Al día siguiente, el anciano pedagogo de Rasselas, creyendo que ya estaba enterado de la dolencia del ánimo del joven, y con la esperanza de curarlo con sus consejos, buscó solícitamente una oportunidad para tener una conversación con él, pero el príncipe, que hacía mucho tiempo lo consideraba como alguien cuyo intelecto ya estaba debilitado, no estuvo muy dispuesto a concedérsela. “¿Por qué –se preguntaba– viene este hombre a importunarme? ¿No se me permitirá nunca olvidar esos sermones, que me encantaban sólo cuando eran nuevos, y que para renovarse deben ser olvidados?”. Se encaminó entonces hacia el bosque, donde se entregó a sus acostumbradas meditaciones, pero antes de que sus pensamientos tomaran un rumbo definido advirtió a su perseguidor a su lado, y al principio se vio impulsado por la impaciencia a retirarse rápidamente; pero no queriendo ofender a un hombre a quien en otros tiempos había reverenciado e incluso amado, lo invitó a sentarse junto a él en la ribera. El anciano, animado por la invitación, comenzó a lamentarse del cambio que se había observado últimamente en el príncipe, y a preguntarle por qué se retiraba tan a

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menudo de los placeres del palacio para entregarse a la soledad y al silencio. –Huyo del placer –dijo el príncipe– porque ha dejado de agradarme; y me aíslo porque soy desdichado y no quiero nublar con mi presencia la felicidad de los demás. –Tú, señor –dijo el sabio–, eres el primero que se ha quejado de desdicha en el Valle de la Felicidad, y espero convencerte de que tus quejas no tienen verdadera causa. Aquí tienes absolutamente todo lo que el emperador de Abisinia puede dar; aquí no hay trabajos qué soportar ni peligros qué temer, y sin embargo tienes todo lo que el trabajo o el peligro pueden procurar o comprar. Mira a tu alrededor y dime cuál de tus necesidades está insatisfecha: si no necesitas nada, ¿por qué eres infeliz? –El motivo de mi descontento –replicó el príncipe– es que no quiero nada, o que no sé lo que quiero. Si reconociera en mí alguna necesidad, tendría algún deseo preciso, y ese deseo suscitaría la actividad; entonces no me afligiría al ver que el sol cae tan lentamente hacia las montañas del oeste, o no me lamentaría cuando rompe el día y el sueño ya no me oculta de mí mismo. Cuando veo a los cabritos y los corderos perseguirse mutuamente, imagino que yo sería feliz si tuviera algo qué perseguir. Pero como tengo todo lo que necesito, los días y las horas me resultan exactamente iguales, salvo que cada instante es más tedioso que el anterior. Muéstrame con tu experiencia cómo el día puede ahora parecerme tan breve como en mi infancia, cuando la naturaleza era aún fresca y cada momento me

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revelaba cosas que no había visto antes. Ya he disfrutado demasiado: dame ahora algo qué desear. El anciano quedó aturdido ante esta nueva especie de aflicción y no supo qué responder, mas no queriendo callar, dijo: –Señor, si hubieras visto las miserias del mundo, sabrías valorar tu estado presente. –Ahora sí –dijo el príncipe– me has dado algo qué desear. Quiero ver las miserias del mundo, pues verlas es necesario para ser feliz. IV. El príncipe sigue apesadumbrado y pensativo

En ese momento sonó la música que anunciaba la hora de comer, y la conversación terminó. El anciano se alejó bastante disgustado al descubrir que sus razonamientos habían conducido precisamente a la única conclusión que pretendían evitar. Pero en el ocaso de la vida la vergüenza y la pena duran poco, bien sea porque sobrellevamos con facilidad lo que hemos tolerado por mucho tiempo o porque, al hallar que en esa edad nos tienen en menos consideración, también consideramos menos a los demás; o porque vemos con menos angustia las aflicciones a las que, sabemos, la mano de la muerte pronto pondrá fin. El príncipe, cuya perspectiva se había ampliado, no podía aquietar sus emociones fácilmente. Antes se había sentido aterrado por la larga vida que la naturaleza le prometía, pues consideraba que en mucho tiempo habría mucho por padecer, pero ahora se alegraba de su juventud,

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porque en muchos años se podía lograr también mucho. Aquel primer rayo de esperanza que había penetrado en su mente reavivó la juventud en sus mejillas e intensificó el brillo de sus ojos. Ardía en deseos de hacer algo, aunque todavía no distinguía con claridad ni los fines ni los medios. Dejó de sentirse melancólico y asocial; y considerándose a sí mismo dueño de un secreto caudal de felicidad, del que sólo podía gozar ocultándolo, fingió ocuparse en todo tipo de diversiones y procuró hacer que los demás se sintieran satisfechos con un estado del cual él ya estaba fastidiado. Pero los placeres nunca se pueden multiplicar ni continuar tanto como para no dejar gran parte de la vida inactiva, así que había muchas horas, tanto de la noche como de la mañana, que podía pasar a solas con sus pensamientos sin llamar la atención. El peso de la vida se le había aligerado en gran medida; ahora participaba con entusiasmo en las reuniones, pues consideraba que asistir con frecuencia era necesario para el logro de sus propósitos, y luego se retiraba gustoso a la intimidad, porque ahora tenía algo en qué pensar. Su mayor diversión era figurarse ese mundo que nunca había visto, imaginarse en diversas condiciones, verse a sí mismo involucrado en dificultades imaginarias y comprometido en locas aventuras; sin embargo, su espíritu benévolo siempre lo llevaba a terminar sus proyectos en el alivio de la angustia, la denuncia del fraude, la derrota de la tiranía y la propagación de la felicidad. De esta manera pasaron veinte meses en la vida de Rasselas. Se ocupaba tan intensamente en esta actividad

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imaginaria, que se olvidó de su verdadera soledad, y en medio de las continuas preparaciones para los diversos incidentes de los asuntos humanos, omitió considerar por cuáles medios lograría unirse a la humanidad. Un día, mientras estaba sentado en la orilla de un arroyo, se imaginó que una virgen huérfana, despojada de su dote por un amante traidor, lloraba y le pedía justicia y desagravio. Esta imagen causó tal impresión en su mente, que de pronto comenzó a defender a la doncella y se lanzó a atrapar al malhechor con todo el ímpetu de una persecución real. Pero como el temor acelera naturalmente la huida del culpable, Rasselas, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró alcanzar al fugitivo; pero decidido a cansar mediante la perseverancia a quien no podía superar en velocidad, lo persiguió hasta que el pie de la montaña detuvo su carrera. En este punto volvió en sí, y sonriéndose de su vana fogosidad, elevó los ojos hacia la montaña y exclamó: “Éste es el obstáculo fatal que impide tanto el disfrute del placer como el ejercicio de la virtud. ¿Cuánto tiempo hace que mis anhelos y esperanzas volaron más allá de los confines de mi vida, sin que nunca los haya intentado siquiera remontar?”. Impresionado por esta reflexión, se puso a meditar y recordó que desde el momento en que decidió escapar de su confinamiento, el sol había pasado sobre él dos veces en su curso anual. Sintió entonces un grado de abatimiento que nunca antes había conocido. Consideró cuánto habría

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podido hacer en el tiempo que había pasado sin dejar nada concreto tras de sí, y comparó veinte meses con la vida total de un hombre. “En la vida –dijo– no se cuentan la ignorancia de la infancia ni la torpeza de la vejez. Pasa mucho tiempo antes de que podamos pensar, y muy pronto dejamos de tener el poder de actuar. El periodo real de la existencia humana puede estimarse razonablemente en cuarenta años, de los cuales me he pasado meditando la vigésima cuarta parte. Lo que he perdido era real, pues en efecto lo poseía; pero ¿quién me puede asegurar lo que vendrá en los próximos veinte meses?”. La conciencia de su propia estupidez lo lastimaba profundamente, y le tomó mucho tiempo poder reconciliarse consigo mismo. “El resto de mi tiempo –dijo– ha sido echado a perder por culpa o estupidez de mis ancestros, y por las absurdas instituciones de mi país; lo recuerdo con disgusto, aunque sin remordimiento. Pero los meses que han pasado desde que una nueva luz penetró en mi alma, desde que proyecté una forma razonable de felicidad, se han desperdiciado por mi propia culpa. He perdido lo que nunca puede recobrarse; he visto el sol salir y ponerse durante veinte meses, contemplando ociosamente la luz del cielo; durante este tiempo las aves han abandonado los nidos de sus madres para internarse en los bosques y los cielos, y los cabritos han dejado de amamantarse y han aprendido a trepar las rocas en búsqueda de su propio sustento. Yo en cambio no he hecho ningún progreso, y sigo indefenso e ignorante. Con más

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de veinte cambios, la luna me ha advertido sobre el fluir de la vida, y el arroyo que corre a mis pies ha increpado mi inactividad. Han pasado veinte meses . ¿Quién me los devolverá?”. Estas tristes reflexiones se asentaron en su mente; pasó cuatro meses más decidiendo que no perdería más tiempo en resoluciones inoficiosas, y se vio más fuertemente compelido a la acción cuando escuchó decir a una doncella, después de haber roto una taza de porcelana, que aquello que no se puede reparar no debe lamentarse. Aquello era obvio, y Rasselas se reprochó no haberlo descubierto antes, no haber reconocido ni considerado cuántas señales útiles se obtienen por azar, y con qué frecuencia la mente, urgida por su propio interés en panoramas lejanos, pasa por alto las verdades que aparecen ante ella. Por unas cuantas horas se lamentó de su propio pesar, y desde ese mismo momento concentró toda su atención en buscar los medios para escapar del Valle de la Felicidad. V. El príncipe medita sobre su fuga

Rasselas descubrió entonces que sería muy difícil llevar a cabo aquello que fue muy fácil suponer realizado. Cuando miraba a su alrededor, se veía preso por las barreras de la naturaleza, que nunca habían sido rotas, y por el portón por el que nadie podía regresar una vez lo había cruzado. Se sentía impaciente como un águila aprisionada. Pasó semana tras semana escalando por las montañas para ver si había alguna abertura oculta entre los arbustos, pero

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descubrió que todas las cimas eran inaccesibles debido a su alta elevación. El portón de hierro, que él deseaba desesperadamente ver abierto, no sólo se encontraba cerrado con todo el poder del arte, sino que además estaba siempre vigilado por centinelas que se relevaban en su labor, y quedaba, debido a su ubicación, expuesto a la observación permanente de todos los habitantes del valle. Examinó entonces la caverna por la que se vertían las aguas del lago, y al observar la entrada en un momento cuando el sol la iluminaba en todo su esplendor, descubrió que se encontraba llena de rocas partidas, las cuales, aunque permitían a la corriente avanzar por muchas angostas aberturas, detendrían el paso de cualquier cuerpo sólido. Regresó desanimado y afligido; pero como ya conocía las bendiciones de la esperanza, decidió nunca desesperar. En estas búsquedas infructuosas pasó diez meses. Aquel tiempo, sin embargo, transcurrió agradablemente; en la mañana el príncipe se levantaba con renovadas esperanzas, en la tarde aplaudía su propia diligencia, y en la noche dormía profundamente gracias a la fatiga. Halló mil maneras de entretenerse, distrayendo sus esfuerzos y dando variedad a sus pensamientos. Examinó los diversos instintos de los animales y las diferentes propiedades de las plantas, y descubrió que aquel lugar estaba lleno de maravillas, con cuya observación propuso recrearse en caso de que nunca lograra llevar a cabo la huida, alegrándose de que sus empeños, aun cuando no fueran fructíferos, le ofrecieran una fuente de investigación inagotable. Pero su curiosidad

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original no se había aplacado, y decidió adquirir algún conocimiento sobre las costumbres de los hombres. Su deseo continuaba, aunque su esperanza disminuía. Dejó de inspeccionar los muros de su prisión, y de buscar con esfuerzos renovados salidas que sabía que no podría hallar; sin embargo, decidió mantener su propósito siempre vivo, y aprovechar cualquier ocasión que se le presentara. VI. Un tratado sobre el arte de volar

Entre los artistas que habían sido llevados al Valle de la Felicidad para la comodidad y el placer de sus habitantes, había un hombre famoso por su conocimiento de los poderes de la mecánica, que había ideado muchos aparatos, tanto útiles como recreativos. Mediante una rueda movida por la corriente del arroyo, forzaba al agua a entrar en una torre, desde donde era distribuida a todas las estancias del palacio. Había erigido un pabellón en el jardín, alrededor del cual mantenía el aire siempre fresco mediante riegos artificiales. A una de las alamedas, apropiada para las damas, la ventilaba de manera permanente mediante abanicos que recibían un movimiento constante proveniente de los arroyuelos que la atravesaban; y a distancias adecuadas había instalado instrumentos de música suave, algunos de los cuales sonaban por impulsos del viento, y otros gracias al poder de la corriente. Este artista recibía frecuentes visitas de Rasselas, quien se sentía atraído por todo tipo de conocimientos, pues imaginaba que llegaría el momento cuando todo lo adquirido

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le sería útil en el mundo exterior. Un día el príncipe llegó para entretenerse como de costumbre, y encontró al maestro ocupado en construir una embarcación en forma de carroza; notó que el modelo era funcional en superficies planas, y con expresiones de gran respeto solicitó que la nave quedara terminada. El maestro, complacido con tanto aprecio por parte del príncipe, decidió granjearse aun mayores honores. –Señor –dijo–, no has visto más que una pequeña parte de lo que las ciencias mecánicas pueden lograr. Hace mucho tiempo sostengo que, en vez del lento transporte de los barcos y las carrozas, el hombre podría emplear el movimiento de las alas para hacer más veloces sus viajes; que los espacios del aire están abiertos al conocimiento, y que sólo la ignorancia y el ocio necesitan arrastrarse por el suelo. Tal insinuación reanimó el deseo del príncipe de traspasar las montañas, y como había visto lo que el mecánico ya había realizado, se atrevió a imaginar que podía hacer mucho más; entonces decidió investigar más antes de que su esperanza se viera frustrada por la desilusión. –Me temo –le dijo al artista– que tu imaginación supera tu habilidad, y que ahora me dices más de lo que deseas que de lo que sabes. Cada animal tiene su propio elemento: las aves tienen el aire, y el hombre y los animales la tierra. –Del mismo modo –replicó el mecánico–, los peces tienen el agua, donde, sin embargo, los animales pueden nadar por naturaleza, y los hombres por destreza. Aquel

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que puede nadar no debe perder la esperanza de volar; nadar es volar en un fluido más denso, y volar es nadar en uno más leve, así que sólo tenemos que ajustar nuestra fuerza de resistencia a la densidad de la materia a través de la cual queremos pasar. Seremos sin duda sostenidos por el aire si podemos renovar cualquier impulso sobre él más rápido de lo que el aire puede ceder debido a la presión. –Pero el ejercicio de la natación –replicó el príncipe– es muy arduo, e incluso las extremidades más fuertes se cansan pronto; y me temo que el acto de volar sea aun más violento, y que las alas no servirán de mucho, a menos que podamos volar más lejos de lo que podemos nadar. –El esfuerzo de elevarse del suelo será grande –dijo el artista–, como ocurre con las aves domésticas más pesadas; pero a medida que ascendamos, la atracción de la Tierra y la gravedad del cuerpo irán disminuyendo, hasta que lleguemos a una región donde el hombre pueda flotar en el aire sin el menor riesgo de caer: entonces no se necesitará más que moverse hacia adelante, pues el menor impulso bastará. Tú, señor, cuya curiosidad es tan amplia, fácilmente puedes imaginar el placer con el que un filósofo, provisto de alas y suspendido en el cielo, observaría a la Tierra y todos sus habitantes moviéndose debajo de él, y presentársele de modo sucesivo, gracias a su rotación diurna, todos los países que se encuentran en un mismo paralelo. ¡Cómo habría de distraerse el espectador suspendido al ver la escena en movimiento de la Tierra y el océano, las ciudades y los desiertos, y al registrar con la

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misma seguridad los centros de comercio y los campos de batalla, las montañas infestadas de bárbaros y las regiones fructíferas adornadas por la abundancia y arrulladas por la paz! ¡Con qué facilidad seguiremos entonces el curso del Nilo por todas sus vertientes, nos trasladaremos a regiones lejanas y estudiaremos el rostro mismo de la naturaleza de un extremo a otro de la Tierra! –Todo eso resulta muy deseable –dijo el príncipe–, pero me temo que ningún hombre podrá respirar en esas regiones de aguda observación y serenidad, pues me han dicho que la respiración se hace difícil en los montes muy elevados; sin embargo, es muy fácil caer de esos precipicios, tan altos como para producir un aire muy tenue; por tanto, sospecho que en cualquier altura donde la vida sea posible habrá siempre el peligro de un descenso demasiado rápido. –Nada se emprenderá nunca –replicó el artista– si se ha de vencer primero toda objeción posible. Si quieres apoyar mi proyecto, haré el primer vuelo bajo mi propio riesgo. He analizado la estructura de todos los animales voladores, y he descubierto que el plegamiento continuo de las alas del murciélago es el que más se acomoda a la forma humana. Sobre ese modelo empezaré mi tarea mañana, y espero, en el término de un año, elevarme en el aire, más allá de la malicia y del alcance del hombre. Pero trabajaré sólo bajo esta condición: que mi habilidad no sea divulgada y que no me ordenarás hacer alas para nadie más que nosotros dos.

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–¿Por qué deseas –preguntó Rasselas– privar a los demás de tan gran adelanto? Toda habilidad debe ser ejercida para provecho universal; todo hombre debe mucho a los demás, y debe devolver la bondad que ha recibido. –Si todos los hombres fueran virtuosos –replicó el artista–, con presteza les enseñaría a volar. Pero ¿cuál sería la seguridad para los buenos si los malos pudiesen invadirlos a su gusto desde las alturas? Contra un ejército surcando las nubes, ni las murallas, ni las montañas, ni los mares podrían ofrecer seguridad alguna. Un grupo de salvajes norteños podría volar por el aire y abalanzarse con invencible violencia sobre la capital de una rica región. Incluso este valle, retiro de príncipes y morada de la felicidad, ¡podría ser violentado por el brusco descenso de alguna de las naciones primitivas que pululan en la costa de los mares del sur! El príncipe prometió absoluto secreto y esperó las pruebas, con la esperanza de que tuvieran éxito. Visitaba la obra de vez en cuando, observando los progresos y señalando las muchas invenciones ingeniosas que facilitaban el movimiento y unían liviandad y fortaleza. El artista estaba cada día más convencido de que dejaría atrás a los buitres y las águilas, y pronto su confianza contagió al príncipe. Un año después las alas estaban terminadas. Y una mañana designada para ello, el fabricante apareció sobre un pequeño promontorio, listo y equipado para volar. Agitó por un momento los alones para juntar aire suficiente,

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saltó desde su base, y un instante después cayó al lago. Sus alas, que fueron inútiles en el aire, lo sostuvieron en el agua, y el príncipe lo arrastró a tierra, medio muerto de terror y humillación. VII. El príncipe encuentra a un sabio

El príncipe no se sintió muy afligido por este fracaso, pues él mismo ya había sufrido ante la esperanza de un resultado más feliz, sólo porque no tenía otros medios de escape a la vista. Aún persistía en sus planes de abandonar el Valle de la Felicidad ante la primera oportunidad que se le presentara. Ahora su imaginación se había detenido; no tenía posibilidades de salir al mundo exterior y, a pesar de todos los esfuerzos por mantenerse animado, el desconsuelo se iba apoderando de él gradualmente. Volvió a extraviar sus reflexiones en la tristeza, cuando la estación lluviosa, que en estos países viene periódicamente, le impidió pasear por el bosque. Las lluvias se prolongaron y cayeron con más violencia que nunca; las nubes se desgajaban sobre las montañas circundantes, haciendo correr torrentes hacia la llanura por todos los costados; incluso la caverna resultaba muy estrecha para evacuar las aguas. El lago se desbordó y todo el valle quedó cubierto por la inundación. La elevación sobre la que estaba emplazado el palacio, y algunos otros lugares altos, eran todo lo que la vista podía descubrir. Las manadas y los rebaños abandonaron las praderas, y

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tanto los animales salvajes como los mansos se retiraron a las montañas. Esta inundación confinó a todos los príncipes a diversiones domésticas, y la atención de Rasselas se vio particularmente atraída por un poema, recitado por Imlac, sobre las diversas condiciones de la humanidad. Rasselas le ordenó al poeta que lo visitara en sus aposentos y le recitara los versos por segunda vez. Luego, una vez entraron en una conversación familiar, el príncipe se sintió feliz de haber encontrado a un hombre que sabía tanto del mundo y que podía describir escenas de la vida con tanta destreza. Le hizo mil preguntas sobre cosas que, aunque son comunes para los demás mortales, a él le resultaban extrañas por el confinamiento desde su infancia. El poeta se compadeció de su ignorancia y sintió afecto por su curiosidad, de modo que lo entretuvo día tras día con novedades y enseñanzas, a tal punto que el príncipe se lamentaba de la necesidad de dormir y ansiaba que la mañana llegara para poder reanudar los placeres de la conversación. Mientras estaban sentados uno junto al otro, el príncipe le pidió a Imlac que le narrara su historia y que le contara qué accidente lo obligó, o que motivo lo indujo, a enclaustrar su vida en el Valle de la Felicidad. Cuando el poeta iba a comenzar su relato, llamaron a Rasselas para asistir a un concierto, y se vio obligado a contener su curiosidad hasta el anochecer.

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VIII. La historia de Imlac

En las regiones de la zona tórrida el fin del día es el único momento de diversión y entretenimiento, y por tanto era ya medianoche para cuando la música cesó y las princesas se retiraron. Rasselas llamó entonces a su compañero y le pidió que empezara a narrar la historia de su vida. –Señor –dijo Imlac–, mi historia no será larga, pues una vida dedicada al conocimiento pasa silenciosamente, y es apenas perturbada por los acontecimientos. Hablar en público, pensar a solas, leer y oír, inquirir y responder son las ocupaciones del erudito. Anda por el mundo sin pompa ni terror, y sólo es conocido o valorado por los hombres semejantes a él. «Nací en el reino de Goiama, no muy distante de las fuentes del Nilo. Mi padre era un rico mercader, que comerciaba entre las regiones interiores de África y los puertos del mar Rojo. Era honesto, frugal y diligente, pero de sentimientos mezquinos y estrecha comprensión; sólo deseaba ser rico y ocultar sus riquezas, para que los gobernadores de provincia no lo despojasen». –Seguramente mi padre tiene que ser negligente en el ejercicio de su cargo –dijo el príncipe–, si algún hombre en sus dominios se atreve a tomar lo que pertenece a otro. ¿Acaso no sabe que los reyes son responsables de la injusticia que permiten, como si ellos mismos la cometiesen? Si yo fuera emperador, ni el más humilde de mis súbditos se vería oprimido impunemente. Mi sangre hierve cuando

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me entero de que un mercader no se atreve a disfrutar de sus lícitas ganancias por miedo a perderla por la rapiña del poder. Dime el nombre del gobernador que robó al pueblo, para que pueda exponer sus crímenes ante el emperador. –Señor –dijo Imlac–, tu ardor es el efecto natural de la virtud animada por la juventud: llegará el momento en que excusarás a tu padre, y quizá te sentirás menos impaciente ante las acciones del gobernador. En el reino abisinio la opresión no es frecuente ni tolerada, pero aún no se ha descubierto ninguna forma de gobierno donde se pueda precaver toda la crueldad. La subordinación supone poder por una parte y sometimiento por la otra; y puesto que el poder está en manos de hombres, a veces se abusará de él. La vigilancia del supremo magistrado puede lograr mucho, pero también mucho quedará sin hacer. Él nunca podrá conocer todos los crímenes que se cometen, y rara vez puede castigar todos los que conoce. –Eso no lo comprendo –dijo el príncipe–; pero prefiero oírte en lugar de discutir. Continúa, pues, con tu relato. –Mi padre –prosiguió Imlac– pretendía en un principio que yo sólo tuviera la educación que pudiera capacitarme para el comercio; y como había descubierto en mí gran habilidad para memorizar y rapidez de entendimiento, declaraba con frecuencia su esperanza de que alguna vez me convirtiera en el hombre más rico de Abisinia. –¿Por qué deseaba tu padre –preguntó el príncipe– aumentar su riqueza, si ésta ya era mayor de lo que él podía descubrir o disfrutar? No deseo dudar de vuestra

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veracidad, pero dos cosas que se contradicen no pueden ser ciertas al mismo tiempo. –Dos cosas que se contradicen –confirmó Imlac– no pueden ser correctas al mismo tiempo, pero si provienen del hombre pueden ser verdaderas. Aun así, la diversidad no significa contradicción. Mi padre quizá esperaba una época de mayor seguridad. Sin embargo, siempre es necesario algún deseo para mantener la vida en movimiento, y quien ve satisfechas sus necesidades reales debe admitir las necesidades de la fantasía. –Eso puedo entenderlo en cierta medida –dijo el príncipe–. Siento haberte interrumpido. –Con esta esperanza –prosiguió Imlac–, mi padre me envió a la escuela; pero una vez descubrí el deleite del conocimiento y experimenté el placer de la inteligencia y el orgullo de la invención, empecé a despreciar las riquezas en silencio y decidí frustrar las intenciones de mi padre, cuyos burdos conceptos provocaban mi compasión. Cumplí veinte años antes de que su ternura paterna me expusiera a la fatiga de los viajes, lapso durante el cual había sido instruido, por sucesivos maestros, en toda la literatura de mi región natal. Como cada hora me enseñaba algo nuevo, vivía en una serie continua de gratificaciones; pero a medida que me acercaba a la edad viril, fui perdiendo gran parte de la reverencia con la que solía considerar antes a mis instructores, porque cuando mis lecciones terminaban, no los encontraba más sabios ni mejores que el común de los hombres.

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«Mi padre finalmente decidió iniciarme en el comercio, y abriendo uno de sus tesoros subterráneos extrajo y contó diez mil piezas de oro. –Esto, jovencito –dijo–, es el capital con el que deberás negociar. Yo empecé con menos de la quinta parte, y ya has visto cómo la diligencia y la parsimonia lo aumentaron. Esto te pertenece para derrocharlo o aumentarlo. Si lo despilfarras por negligencia o capricho, tendrás que esperar hasta que yo muera para hacerte rico; pero si en cuatro años duplicas tu capital, entonces dejaremos que cese toda subordinación y viviremos juntos como socios y amigos; porque siempre miraré como un igual a mí a aquel que sea hábil en el arte de enriquecerse. «Cargamos nuestro dinero sobre camellos, oculto en fardos de mercancías baratas, y viajamos hasta la costa del Mar Rojo. Cuando pasé la vista sobre aquella extensión de agua, mi corazón saltó como el de un prisionero fugitivo. Sentí encenderse en mi ánimo una curiosidad inagotable, y decidí aprovechar esta oportunidad para ver las costumbres de otras naciones y aprender ciencias que son desconocidas en Abisinia. «Recordé que mi padre me había urgido a aumentar mi capital, no por una promesa que no debería violar, sino mediante un castigo en el que tenía la libertad de incurrir; y por tanto decidí complacer mi deseo más acuciante, y, bebiendo en las fuentes del conocimiento, aplacar la sed de la curiosidad. «Como se suponía que debía comerciar sin contar con

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mi padre, me fue fácil entrar en relación con el capitán de un barco y conseguir un pasaje para otro país. No tenía razones que controlaran mi viaje; me bastaba con saber que, hacia dondequiera que viajara, vería un país que nunca antes había visto. Y así me embarqué en un navío que se dirigía hacia Surate, tras haberle dejado una carta a mi padre, en la que le exponía mis intenciones». IX. La historia de Imlac continúa

–Cuando me interné por primera vez en el mundo de las aguas y perdí de vista la tierra, miré a mi alrededor aterrorizado, y pensando que mi alma se expandía ante aquella perspectiva sin límites, imaginé que podría fijar la mirada en aquel paisaje por siempre sin saciarme; pero al poco tiempo me cansé de contemplar aquella uniformidad baldía, donde sólo podía ver una y otra vez lo que ya había observado. Bajé entonces al interior de la nave, y por un tiempo me pregunté si todos mis placeres futuros terminarían, como éste, en disgusto y desilusión. Aunque, por cierto –me dije–, el mar y la tierra son muy diferentes. La única variación del agua es entre el reposo y el movimiento, pero la tierra tiene montañas y valles, desiertos y ciudades, es habitada por hombres de costumbres diferentes y opiniones opuestas; y puedo tener la esperanza de hallar variedad en la vida, aunque no la encuentre en la naturaleza. «Con este pensamiento aquieté la mente, y durante el viaje me divertía algunas veces aprendiendo de los marineros el arte de la navegación, que nunca había practicado, y otras

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veces ideando modos de comportamiento en situaciones diversas, en ninguna de las cuales me había encontrado antes. «Estaba casi hastiado de mis distracciones navales cuando atracamos sanos y salvos en Surat. Deposité mi dinero en un lugar seguro y, después de comprar algunas mercaderías para lucir, me uní a una caravana que se dirigía tierra adentro. Mis compañeros, por alguna u otra razón, suponiendo que yo era rico, y por mis preguntas y admiración, descubriendo que era ignorante, me consideraron un novato al que ellos tenían el derecho de engañar y que debía aprender, al costo usual, el arte del fraude. Me expusieron al hurto de sirvientes y a la extorsión de funcionarios, y me vieron despojado de manera fraudulenta, sin ningún otro beneficio propio más que el de divertirse por la superioridad de su conocimiento». –Un momento –dijo el príncipe–. ¿Hay en el hombre una depravación tal como para hacer daño a otro sin beneficio para él mismo? No me cuesta imaginar que todos se regocijaban en su superioridad, pero tu ignorancia era sólo accidental, lo cual, dado que no era culpa ni insensatez tuyas, no les daba motivos para vanagloriarse; y el conocimiento que ellos tenían, y que tú deseabas, pudieron en efecto haberlo mostrado mediante advertencias, no traicionándote. –El orgullo –dijo Imlac– rara vez es delicado, y se complace con muy viles intereses. Y la envidia no se regocija sino cuando puede compararse con las desdichas de los demás. Ellos eran mis enemigos porque les atormentaba

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creerme rico, y mis opresores porque les encantaba encontrarme débil. –Continúa –dijo el príncipe–. No dudo de los hechos que relatas, pero supongo que los atribuyes a motivos erróneos. –Con semejante compañía –prosiguió Imlac– llegué a Agra, capital de Indostán, la ciudad donde usualmente reside el Gran Mogol. Me apliqué al aprendizaje de la lengua del país, y en pocos meses podía conversar con los hombres eruditos, algunos me parecieron huraños y reservados, y otros amistosos y comunicativos. Algunos no estaban dispuestos a enseñar a los demás lo que ellos habían aprendido por propia cuenta con tanta dificultad, y otros revelaban que el propósito de sus estudios era ganar la dignidad de la enseñanza. «Ante el tutor de los príncipes jóvenes me mostré con tan altas cualidades que fui presentado al emperador como un hombre de conocimiento singular. El emperador me hizo muchas preguntas sobre mi país y mis viajes; y aunque ahora no puedo recordar nada de lo que dijo sobre las facultades del hombre común, me despedí de él sorprendido por su sabiduría y enamorado de su bondad. «Mi reputación era ya tan grande que los mercaderes con los que había viajado me pidieron recomendaciones para las damas de la corte. Me sorprendió la confianza con la que hacían tales solicitudes, y les reproché amablemente su comportamiento en el camino. Me oyeron con fría indiferencia, y no mostraron señales de vergüenza ni aflicción.

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«Entonces insistieron en sus encargos ofreciéndome un soborno, pero como lo que no hago por bondad no lo haría por dinero, rechacé su oferta, no porque me hubieran maltratado, sino porque no iba a permitir que hicieran daño a otros, pues sabía que usarían mi reputación para engañar a quienes compararían sus mercancías. «Después de vivir en Agra hasta que no había nada más qué aprender, viajé a Persia, donde vi muchos vestigios de antigua magnificencia y observé muchas maneras de vivir que eran nuevas para mí. Los persas constituyen una nación sumamente social, y sus reuniones me brindaron oportunidades diarias de observar personajes y conductas, y de rastrear la naturaleza humana en todas sus variaciones. «De Persia pasé a Arabia, donde vi una nación a la vez pastoril y guerrera, que vive sin residencia fija, cuya única riqueza la constituyen sus hatos y manadas, y que sin embargo ha emprendido, en todas las épocas, una guerra hereditaria contra toda la humanidad, aunque no codician ni envidian sus posesiones». X. continúa la historia de imlac. un tratado sobre la poesía

Dondequiera que iba, encontraba que la poesía era considerada el saber superior, y se le tenía una veneración cercana a la que el hombre ha de rendir a la naturaleza angelical. Y todavía me maravilla que, en casi todos los países, los poetas más antiguos sean considerados los mejores,

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bien sea porque cualquier otro tipo de conocimiento es un logro alcanzado gradualmente, mientras que la poesía es un don concedido de un solo golpe, o porque la poesía primitiva de las naciones sorprendió a éstas como una novedad y ha conservado su mérito por el consenso que recibió al principio por accidente; o bien sea que, en tanto corresponde a la poesía describir la naturaleza y la pasión, que son siempre la misma, los primeros escritores se adueñaron de los objetos más impactantes para describir y de los hechos más verosímiles para narrar, y no dejaron a sus sucesores más que la transcripción de los mismos eventos y nuevas combinaciones de las mismas imágenes. Cualquiera que sea el motivo, se asume comúnmente que los escritores precursores están dotados por naturaleza, y sus seguidores por destreza; que los primeros sobresalen en vigor e invención, y los segundos en elegancia y refinamiento. «Yo estaba deseoso de sumar mi nombre a esta ilustre fraternidad. Leí entonces a todos los poetas de Persia y Arabia, y podía repetir de memoria los volúmenes contenidos en la mezquita de la Meca. Pero pronto comprendí que ningún hombre ha llegado a ser grande por imitación. Mi deseo de excelencia me impulsó a dirigir mi atención hacia la naturaleza y a la vida. La naturaleza sería mi tema, y los hombres mis oyentes. No podría nunca describir lo que no había visto. No podría conmover de delicia o terror a aquellos cuyos intereses y opiniones no entendía. «Al estar ahora resuelto a ser poeta, vi todo con un

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nuevo propósito; mi esfera de atención se había magnificado de repente; ningún tipo de conocimiento debía ser soslayado. Recorría montañas y desiertos en busca de imágenes y semejanzas, y dejaba impresos en mi mente cada árbol del bosque y cada flor del valle. Observaba con igual atención las asperezas de las rocas y los pináculos del palacio. A veces deambulaba entre las sinuosidades del arroyo, y otras veces contemplaba los cambios de las nubes estivales. Para un poeta nada es inútil. Todo lo hermoso y todo lo horrible debe ser familiar para su imaginación; debe ser versado en todo lo que sea espantosamente vasto o elegantemente pequeño. Las plantas del jardín, los animales del bosque, los minerales de la tierra y los meteoros del cielo, todo debe confluir para llenar su mente de una variedad inagotable, porque toda idea es útil para reforzar o decorar la moral o la verdad religiosa; y quien más sepa tendrá más capacidad de amenizar sus escenas y de complacer a su lector con alusiones remotas y enseñanzas inesperadas. Debía por tanto estudiar con esmero todas las formas de la naturaleza; y cada país que he explorado ha contribuido en algo a mis aptitudes poéticas». –En un estudio tan extenso –dijo el príncipe–, seguramente se te ha quedado mucho sin observar. Yo he vivido siempre en este cerco de montañas, y sin embargo no puedo salir a caminar sin descubrir algo que nunca antes he avistado o percibido. –La ocupación del poeta –dijo Imlac– consiste en examinar no el individuo sino la especie, en prestar atención

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a las propiedades generales y a las grandes formas. No enumera las vetas del tulipán ni describe los diferentes verdes del follaje. En sus retratos de la naturaleza ha de exponer rasgos tan prominentes e impresionantes que logren evocar el original en cada mente, y debe omitir las diferencias menores, que quizá algunos han advertido y otros más han pasado por alto, a favor de las características que son evidentes tanto para el atento como para el distraído. «Pero el conocimiento de la naturaleza es sólo parte del quehacer de un poeta. Él también debe familiarizarse con todas las formas de vida. Su genio requiere apreciar la felicidad y la desdicha de cada condición, observar el poder de todas las pasiones en todas sus combinaciones, y rastrear los cambios de la mente humana, en tanto son modificados por varias tradiciones e influencias accidentales de clima o de costumbre, desde la vivacidad de la infancia hasta el abatimiento de la decrepitud. El poeta debe despojarse de los prejuicios de su época o su país, debe ponderar el bien y el mal en su estado abstracto e inmutable, e ignorar las leyes y opiniones del presente para elevarse a las verdades generales y trascendentales, que siempre serán invariables. Debe, por tanto, conformarse con el lento progreso de su nombre, desdeñar el aplauso de su propia época, y confiar sus demandas a la justicia de la posteridad. Debe escribir como intérprete de la naturaleza y legislador de la humanidad, y considerar que tutela los pensamientos y las conductas de generaciones futuras, como un ser que trasciende el tiempo y el espacio.

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«Y sin embargo sus esfuerzos no terminan aquí. Debe conocer muchos idiomas y muchas ciencias, y para que su estilo sea digno de sus pensamientos, debe, mediante práctica incesante, familiarizarse con cada delicadeza del habla y con cada gracia de la armonía». XI. El relato de Imlac continúa.

Un comentario sobre el peregrinaje

Imlac se encontraba ahora pleno de entusiasmo, y empezaba a magnificar su propia profesión, cuando el príncipe exclamó: –¡Basta! Ya me has convencido de que ningún ser humano puede llegar a ser poeta. Continúa tu relato. –Ser poeta –dijo Imlac– es en verdad muy difícil. –Tan difícil –replicó el príncipe– que por el momento no deseo oír más sobre sus trajines. Dime adónde fuiste después de haber conocido Persia. –De Persia –dijo el poeta– viajé por Siria, y durante tres años residí en Palestina, donde me relacioné con gran cantidad de naciones del norte y el oeste de Europa, naciones que ahora poseen todo el poder y todo el conocimiento, cuyos ejércitos son invencibles y cuyas flotas gobiernan las regiones más remotas del planeta. Cuando comparaba a estos hombres con los nativos de nuestro reino y con los que nos rodean, me parecía que casi pertenecían a otra categoría de seres. En sus países es difícil desear algo que no pueda obtenerse; mil artes distintas, desconocidas para nosotros, se ejercen continuamente para su comodidad

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y placer, y todo lo que su propio clima les ha negado lo obtienen mediante el comercio. –¿Por qué motivo –peguntó el príncipe– son los europeos tan poderosos? ¿O por qué, así como ellos pueden tan fácilmente llegar a Asia y África para comerciar o conquistar, no pueden los asiáticos y los africanos invadir sus costas, asentar colonias en sus puertos y dictar leyes a sus príncipes nativos? El mismo viento que los lleva a ellos podría arrastrarnos a nosotros hasta allí. –Señor –contestó Imlac–, ellos son más poderosos que nosotros porque son más sabios. El conocimiento siempre imperará sobre la ignorancia, así como el hombre gobierna a los demás animales. Pero no sé por qué su conocimiento es mayor que el nuestro, y no encuentro otra explicación que la voluntad inescrutable del Ser Supremo. –¿Cuándo podré yo –suspiró el príncipe– visitar Palestina y confundirme con esa poderosa confluencia de naciones? Mientras llega ese feliz momento, déjame llenar el tiempo con imágenes como las que me ofreces. No ignoro el motivo que reúne a tantos en ese lugar, y no puedo más que considerarlo como el centro de la sabiduría y la piedad, al que deben acudir continuamente los hombres mejores y más sabios de todas las regiones. –Hay algunas naciones –dijo Imlac– que envían pocos visitantes a Palestina, pues muchas sectas nutridas y eruditas en Europa concuerdan en censurar el peregrinaje por supersticioso o en desdeñarlo por ridículo. –Sabes –dijo el príncipe– lo poco que mi vida me ha

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familiarizado con las diversas opiniones, y tomará mucho tiempo escuchar los argumentos de cada parte; tú que las has meditado, cuéntame el resultado. –El peregrinaje –dijo Imlac– como muchos otros actos piadosos, puede ser razonable o supersticioso, según los principios bajo los cuales se realice. Los viajes largos en búsqueda de la verdad no son obligatorios. La verdad, tal como se necesita para ordenar la vida, siempre se encuentra donde se la busca con honestidad. El cambio de lugar no causa de modo natural el aumento de la piedad, pues inevitablemente produce disipación de la mente. Sin embargo, así como los hombres acuden todos los días a contemplar los campos donde se han realizado grandes acciones, y regresan con impresiones más intensas de los eventos, una curiosidad similar puede disponernos naturalmente a observar la región donde nuestra religión tuvo su comienzo, y creo que ningún hombre examina esas terribles escenas sin cierta confirmación de sus decisiones sagradas. Que al Ser Supremo se le pueda agradar más fácilmente en un lugar que en otro es el sueño de la superstición ociosa, pero que algunos lugares puedan obrar sobre nuestras mentes de manera inusitada es una opinión justificada por la experiencia diaria. Quien considere que en Palestina puede luchar contra sus vicios más efectivamente quizá descubra que está equivocado, y sin embargo puede ir allí sin pecar de necedad; y quien piense que allí será más profusamente perdonado deshonra al mismo tiempo su razón y su religión.

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–Ésas son distinciones europeas –dijo el príncipe–. Las meditaré en otro momento. ¿Cuál crees que es el efecto del conocimiento?¿Esas naciones son más felices que nosotros? –Hay tanta infelicidad en el mundo –dijo el poeta– que un hombre apenas puede descansar de sus propias aflicciones para dedicarse a calcular la felicidad relativa de los demás. El conocimiento es en verdad uno de los medios para el placer, como lo revela el deseo natural que toda mente siente por aumentar sus ideas. La ignorancia es simple privación, por la cual nada puede producirse; es un vacío donde la mente se asienta inmóvil y aletargada por falta de atractivo. Y sin saber por qué, siempre nos regocijamos cuando aprendemos y nos lamentamos cuando olvidamos. Por eso me inclino a concluir que, si nada contrarresta la consecuencia natural del aprendizaje, nos volvemos más felices a medida que nuestras mentes abarcan más. «Al enumerar las comodidades especiales de la vida, descubrimos muchas ventajas del lado de los europeos. Ellos curan heridas y enfermedades que a nosotros nos hacen languidecer y perecer. Nosotros sufrimos inclemencias climáticas que ellos pueden eludir. Tienen máquinas que se encargan de muchos trabajos arduos que nosotros debemos realizar mediante esfuerzo manual. Tienen tal comunicación entre lugares apartados, que difícilmente puede decirse que un par de amigos estén distantes. Sus normas eliminan todos los inconvenientes públicos. Tie-

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nen rutas que atraviesan las montañas y puentes que se extienden sobre sus ríos. Y si nos internamos en las cosas íntimas de la vida, descubrimos que sus habitaciones son más cómodas y sus posesiones están más seguras». –Son en verdad felices –dijo el príncipe–, pues tienen todas estas comodidades, de las que ninguna envidio tanto como la facilidad con la que los amigos alejados pueden intercambiar sus pensamientos. –Los europeos –respondió Imlac– son menos infelices que nosotros, pero no son felices. La vida humana es en todas partes un estado en el que hay mucho qué soportar y poco qué disfrutar. XII. La historia de Imlac continúa

–No estoy dispuesto a suponer –dijo el príncipe– que la felicidad esté distribuida de manera tan frugal entre los mortales; ni puedo dejar de creer que, si pudiera elegir mi modo de vida, podría llenar cada día de placer. No heriría a nadie y no provocaría resentimientos; aliviaría toda aflicción y disfrutaría de las bendiciones de la gratitud. Elegiría a mis amigos entre los sabios y a mi esposa entre las virtuosas, y por tanto no estaría en peligro de traición o desconsideración. Mis hijos, gracias a mis cuidados, serían cultos y piadosos, y me devolverían en la vejez lo que en su infancia hayan recibido. ¿Qué se atrevería a perturbar a quien podría convocar a su alrededor a miles de personas enriquecidas por su bondad o auxiliadas por su poder?¿Y por qué la vida no

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habría de fluir en una dulce reciprocidad de protección y reverencia? Todo esto puede hacerse sin ayuda de los refinamientos europeos, que por sus efectos parecen ser más artificiosos que útiles. Dejémoslos, y prosigamos con nuestro viaje. –Abandoné Palestina –dijo Imlac– y atravesé muchas regiones de Asia; en los reinos más civilizados en calidad de mercader, y entre los bárbaros de las montañas como peregrino. Al fin empecé a añorar mi país natal, pues después de mis viajes y fatigas podría descansar en los lugares donde había pasado mis primeros años y alegrar a mis antiguos compañeros con el recuento de mis aventuras. Con frecuencia imaginaba a aquellos con quienes había pasado las alegres horas del amanecer de la vida, sentados a mi alrededor en su atardecer, maravillándose de mis historias y prestando atención a mis consejos. «Cuando este pensamiento se adueñó de mi mente, empecé a considerar que cada momento que no me acercara a Abisinia era un desperdicio. Me apresuré en llegar a Egipto y, no obstante mi impaciencia, me detuve diez meses en la contemplación de su antigua magnificencia y en indagaciones sobre los restos de su antigua sabiduría. En El Cairo encontré una mezcla de todas las naciones: algunos habían llegado allí impulsados por el amor al conocimiento, otros por la esperanza del lucro, y muchos por el deseo de vivir a su manera sin ser observados y permanecer ocultos en la oscuridad de las multitudes, pues en una ciudad tan populosa como El Cairo es posible

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obtener al mismo tiempo las gratificaciones de la vida social y la reserva de la soledad. «De El Cairo viajé a Suez, me embarqué en el Mar Rojo, y bordeando la costa llegué al puerto de donde había partido veinte años atrás. Allí me uní a una caravana y regresé a mi país natal. «Esperaba entonces las caricias de mis parientes y las felicitaciones de mis amigos, y no dejaba de abrigar la esperanza de que mi padre, cualquiera fuese el valor que le asignara a la riqueza, estaría ahora alegre y orgulloso de contar con un hijo que era capaz de agregar felicidad y honor a la nación. Pero pronto me convencí de que mis pensamientos eran vanos. Mi padre había muerto hacía catorce años, después de dividir su fortuna entre mis hermanos, quienes se habían mudado a otras provincias. En cuanto a mis compañeros, la mayor parte estaban en la tumba; de los demás, algunos pudieron recordarme con dificultad, y otros me consideraron corrompido por costumbres extranjeras. «Un hombre acostumbrado a las vicisitudes no se rinde con facilidad. Después de un tiempo olvidé mi desilusión y me propuse destacarme ante los nobles del reino. Ellos me admitieron en sus mesas, escucharon mi historia y me despidieron. Abrí una escuela pero me prohibieron enseñar. Decidí entonces asentarme en la serenidad de la vida doméstica y cortejé a una dama a quien le gustaba mi conversación, pero ella rechazó mi propuesta porque mi padre había sido comerciante.

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«Cansado al fin de solicitudes y rechazos, decidí ausentarme para siempre del mundo, y no depender más de la opinión o del capricho de los demás. Esperé a la época en que la puerta del Valle de la Felicidad se abre, para poder despedirme de la esperanza y el temor. Aquel día llegó; mi actuación fue muy bien apreciada, y me entregué con júbilo al encierro perpetuo». –¿Has encontrado aquí la felicidad después de todo?– preguntó Rasselas–. Dime sin reservas: ¿estás satisfecho con tu condición, o deseas estar de nuevo deambulando e investigando? Todos los habitantes de este valle celebran su sino, y en la visita anual del emperador invitan a otros a compartir su felicidad. –Gran príncipe –respondió Imlac–, diré la verdad: no conozco a ninguno de tus servidores que no lamente la hora en que entró en este retiro. Yo soy menos infeliz que el resto porque tengo una mente repleta de imágenes que puedo variar y combinar a mi gusto. Puedo distraer la soledad renovando el conocimiento que empieza a desvanecerse de mi memoria, y recordando los incidentes de mi vida pasada. Sin embargo, todo esto termina con la triste consideración de que mis conquistas son ahora inútiles y que ninguno de mis placeres puede disfrutarse otra vez. Los demás, cuyas mentes no tienen otra impresión que la del momento presente, están corroídos por pasiones malignas o se asientan estúpidamente en las tinieblas del vacío perpetuo. –¿Qué pasiones pueden corromper a quienes no tienen

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rivales? –preguntó el príncipe–. Estamos en un sitio donde la impotencia excluye a la malicia, y donde toda envidia es refrenada por el disfrute comunitario de los placeres. –Puede que haya comunidad en las posesiones materiales –repuso Imlac–, pero nunca puede haber comunidad de amor o estima. Siempre ocurrirá que uno agrade más que otro; aquel que se sabe menospreciado siempre estará envidioso, y será aun más envidioso y mezquino si está condenado a vivir en presencia de quienes lo desprecian. Las invitaciones con las que incitan a los demás a unirse a un estado que ellos consideran desgraciado provienen de la malignidad natural de la desdicha desesperanzada. Se sienten hastiados de sí mismos y de los demás, y esperan encontrar alivio en nuevos compañeros. Envidian la libertad que su necedad les ha arrebatado, y les encantaría ver a toda la humanidad prisionera como ellos. «Sin embargo, yo estoy por completo libre de este delito. Ningún hombre puede decir que es desdichado por culpa de mi persuasión. Miro con compasión a las multitudes que cada año solicitan ser admitidas en cautiverio, y desearía que me fuera permitido advertirles del peligro». –Mi querido Imlac –dijo el príncipe–, te abriré todo mi corazón. Hace tiempo proyecto una huida del Valle de la Felicidad. He examinado las montañas de todos los costados, pero me encuentro acorralado sin remedio: muéstrame la manera de salir de mi prisión; tú serás el compañero de mi huida, el guía de mis andanzas, el socio de mi fortuna y mi único director en la elección de vida.

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–Señor –respondió el poeta–, tu fuga será difícil, y quizá pronto te arrepentirás de tu curiosidad. Descubrirás que el mundo, al que imaginas suave y sereno como el lago del valle, es un mar agitado por tempestades y remolinos. A veces te sentirás agobiado por olas de violencia, y otras veces arrojado contra rocas de traición. En medio de errores y fraudes, rivalidades y ansiedades, añorarás mil veces estos parajes serenos, y desearás estar libre de temor. –No intentes apartarme de mi propósito –dijo el príncipe–. Estoy impaciente por ver lo que tú has visto, y puesto que estás cansado del valle, es evidente que tu estado anterior es mejor que éste. Cualesquiera que sean las consecuencias de mi experimento, estoy decidido a juzgar con mis propios ojos las diversas condiciones de los hombres, y a hacer después deliberadamente mi elección de vida. –Me temo –dijo Imlac– que las limitaciones que te confinan son más fuertes que mis persuasiones; sin embargo, si tu decisión está tomada, te aconsejo no desesperar. Pocas cosas son imposibles para la diligencia y la habilidad. XIII. Rasselas descubre la manera de escapar

El príncipe despidió a su favorito para que descansara; pero aquella historia de maravillas y novedades turbaba su mente. Repasó una y otra vez todo lo que había escuchado, y preparó incontables preguntas para la mañana. Gran parte de su inquietud había desaparecido ya. Tenía un amigo a quien podía comunicar sus pensamientos y cuya experiencia podría ayudarle en sus p ­ ropósitos. Su

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corazón ya no estaba condenado a hincharse de ­irritación silenciosa. Pensó que incluso el Valle de la Felicidad sería soportable con un compañero como aquél, y si podían recorrer el mundo juntos no le quedaría nada por desear. En pocos días las lluvias cesaron y la tierra se secó. El príncipe e Imlac comenzaron entonces a pasear juntos, para conversar sin que los demás los notaran. Al pasar por el portón, el príncipe, cuyos pensamientos siempre estaban concentrados en escapar, dijo con expresión apenada: –¿Por qué eres tan fuerte y por qué el hombre es tan débil? –El hombre no es débil –respondió su compañero–. El conocimiento es más que equivalente a la fuerza. Quien domina la técnica se mofa de la fortaleza. Yo podría destrozar el portón pero no puedo hacerlo sin ser descubierto. Habrá que recurrir a otro método. Mientras caminaban por el flanco de la montaña, observaron que los conejos, que habían sido expulsados de sus madrigueras por la lluvia, se habían refugiado entre los arbustos, y detrás de ellos cavaban agujeros dispuestos en forma ascendente y en línea oblicua. –Desde la antigüedad se considera –dijo Imlac– que la razón humana ha tomado muchas artes del instinto animal; no nos creamos entonces degradados si aprendemos de los conejos. Podemos escapar perforando la montaña en la misma dirección. Comenzaremos donde la cúspide se cierne sobre la parte central, y trabajaremos en dirección ascendente hasta salir más allá de la cima.

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Cuando el príncipe escuchó aquella propuesta, sus ojos chispearon de júbilo. La tarea era fácil, y el triunfo seguro. Entonces no perdieron tiempo. A primera hora de la mañana se apresuraron a elegir un lugar adecuado para la excavación. Ascendieron con gran esfuerzo por entre grietas y malezas, y regresaron sin haber descubierto ningún sitio favorable para su plan. El segundo y el tercer día pasaron del mismo modo y con la misma frustración. Pero al cuarto día descubrieron una caverna pequeña, oculta por un matorral, donde decidieron llevar a cabo su experimento. Imlac consiguió instrumentos adecuados para partir piedra y remover tierra, y al día siguiente se entregaron al trabajo con más entusiasmo que vigor. Pronto quedaron exhaustos por el esfuerzo, y se sentaron jadeantes sobre la hierba. Por un momento, el príncipe pareció desanimado. –Señor –le dijo su compañero–, la práctica nos permitirá seguir con nuestros trabajos por mayor tiempo. Observa, sin embargo, cuánto hemos avanzado, y descubrirás que nuestra faena terminará algún día. Las grandes obras se realizan no con fuerza sino con perseverancia. Aquel palacio fue levantado con simples piedras, pero ya podéis ver su altura y amplitud. Alguien que camine con vigor tres horas al día, en siete años habrá recorrido un espacio igual a la circunferencia del globo. Reanudaron el trabajo día tras día, y al poco tiempo encontraron una grieta en la roca que les permitió avanzar sin mayores obstáculos. Rasselas consideró esto como un buen presagio.

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–No perturbes tu mente –dijo Imlac– con esperanzas o temores distintos de los que la razón pueda sugerir: si te alegras por los buenos pronósticos, te aterrarás igualmente por los malos augurios, y toda tu vida será presa de la superstición. Cualquier cosa que facilite nuestro trabajo es más que un presagio: es el resultado de la victoria. Ésta es una de esas sorpresas agradables que con frecuencia ocurren por la decisión activa. Muchas cosas difíciles de planear resultan fáciles de ejecutar. XIV. Rasselas e Imlac reciben una

visita inesperada

Se habían abierto paso hasta el centro de la montaña, y aliviaban su esfuerzo con la cercanía de la libertad, cuando el príncipe, que había salido a tomar aire fresco, encontró a su hermana Nekayah de pie a la entrada de la caverna. El príncipe, sobresaltado y confundido, estaba temeroso de contar su plan, aunque no tenía forma de ocultarlo. Necesitó sólo unos instantes para confiar en la fidelidad de su hermana, asegurándose de que ella guardaría el secreto mediante una franca declaración. –No creas –dijo la princesa– que he venido aquí como espía. Desde hace tiempo había observado desde mi ventana que todos los días te dirigías con Imlac hacia el mismo lugar, pero suponía que no tenían otro motivo para esta elección que una sombra más fresca o una ribera más fragante, y los seguí sin otra intención que la de participar en la conversación. Y dado entonces que no ha sido la sos-

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pecha sino el afecto lo que te ha descubierto, no permitas que desperdicie la ventaja de mi descubrimiento. Estoy tan cansada del encierro como lo estás tú, y no menos deseosa de conocer lo que se hace o se sufre en el mundo. Déjame huir contigo e Imlac de esta insípida tranquilidad, que se volverá aun más desagradable cuando me hayan abandonado. Pueden negarse a que los acompañe, pero no impedirme que los siga. El príncipe, que amaba a Nekayah más que a sus otras hermanas, no pudo rechazar su petición, y lamentó haber perdido la oportunidad de mostrarle su confianza comunicándole sus intenciones voluntariamente. Acordaron entonces que ella abandonaría el valle con ellos, y que, entretanto, vigilaría por si otro andariego decidiera, por casualidad o curiosidad, seguirlos hasta la montaña. Después de un tiempo terminaron el trabajo. Vieron luz al otro lado de la montaña y, asomándose a la cima, contemplaron el Nilo que, como una delgada corriente, se desplazaba a sus pies. El príncipe miró extasiado alrededor, presintió todos los placeres del viaje, y en su pensamiento ya se veía transportado lejos de los dominios de su padre. Imlac, aunque estaba muy contento por la fuga, esperaba menos placeres del mundo, al que ya había conocido antes y del cual se había cansado. Rasselas estaba tan encantado con aquel amplio horizonte, que no podría ser persuadido fácilmente de regresar al valle. Le informó a su hermana que el camino

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ya estaba abierto y que no quedaba más que prepararse para la partida. XV. El príncipe y la princesa salen del

valle y ven muchas maravillas

El príncipe y la princesa tenían joyas suficientes para hacerse ricos cuando llegaran a un centro de comercio; por indicación de Imlac las ocultaron en sus ropas, y en la siguiente noche de luna llena todos abandonaron el valle. La princesa se hizo acompañar de una sola de sus favoritas, que no sabía a dónde se dirigía. Atravesaron el túnel y empezaron a descender sobre el flanco contrario. La princesa y su criada miraban en todas las direcciones, y, al no encontrar nada que limitara su vista, se consideraron en peligro de perderse en un vacío espantoso. Se detuvieron y temblaron. –Siento miedo –dijo la princesa– de comenzar un viaje al que no le veo fin, y aventurarme en esta llanura inmensa, donde tal vez se me acerquen por todas partes hombres que nunca he visto. El príncipe sentía emociones similares, pero consideró que era más viril ocultarlas. Imlac sonrió ante sus terrores y los alentó a continuar. Pero la princesa siguió indecisa hasta que, sin percatarse, había llegado demasiado lejos como para regresar. Por la mañana encontraron unos pastores en el campo, quienes les ofrecieron leche y frutas. La princesa se asombró de no ver un palacio listo para recibirla, ni una mesa

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servida con manjares; pero como estaba hambrienta y desfallecida, bebió la leche y comió las frutas, y pensó que tenían mejor sabor que los productos del valle. Avanzaron en trayectos cómodos, pues todos estaban desacostumbrados al esfuerzo y la dificultad y sabían que, aunque notaran su ausencia, no podrían ser perseguidos. En pocos días llegaron a una región más populosa, donde Imlac se divertía con la admiración que sus compañeros expresaban ante la diversidad de costumbres, condiciones y oficios. Iban vestidos como para no levantar la sospecha de que tenían algo qué ocultar; sin embargo, dondequiera que llegaban el príncipe esperaba que se le obedeciera, y la princesa se asustaba porque quienes se le acercaban no le hacían reverencias. Imlac se veía obligado a vigilarlos con extremo cuidado, no fuera que delataran su rango mediante su particular comportamiento, y los retuvo varias semanas en la primera aldea, para que se acostumbraran a la presencia de los simples mortales. Poco a poco, los peregrinos reales aprendieron a entender que habían dejado a un lado su dignidad por un tiempo, y que sólo podían esperar los tratos que la generosidad y la cortesía pudieran brindar. Y una vez que Imlac los preparó, mediante muchas advertencias, para soportar los tumultos de los puertos y la rudeza de la casta comercial, los llevó hasta la orilla del mar. El príncipe y su hermana, para quienes todo era nuevo, se sentían igualmente satisfechos en todos los lugares, y por tanto se quedaron unos meses en el puerto sin deseos

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de seguir adelante. Imlac estaba conforme con que permanecieran allí, porque no consideraba seguro exponerlos, inexpertos como eran en el mundo, a los peligros de un país extranjero. Al fin empezó a temer que los descubrieran, y propuso fijar un día para la partida. Ellos no tenían ninguna intención de decidir por sí mismos, y dejaron todo el plan en manos de Imlac. Él entonces consiguió pasajes en un barco que se dirigía a Suez, y, cuando llegó el momento, convenció con gran dificultad a la princesa de subir a la nave. Tuvieron un viaje rápido y venturoso, y desde Suez viajaron por tierra hasta El Cairo. XVI. Llegan a El Cairo, donde consideran

que todos los hombres son felices

Mientras se acercaban a la ciudad, que llenaba de asombro a los forasteros, Imlac le dijo al príncipe: –Éste es el sitio donde se reúnen viajeros y mercaderes de todos los rincones de la tierra. Aquí encontrarán hombres de todo tipo y de toda ocupación. Aquí el comercio es algo honorable: me haré pasar por mercader, y ustedes vivirán como extranjeros que no viajan más que por curiosidad. Pronto notarán que somos ricos; nuestra reputación nos brindará acceso a todo aquel que deseemos conocer; verán todas las condiciones humanas, y eso les permitirá hacer con tranquilidad su elección de vida. Entraron entonces a la ciudad, aturdidos por el ruido e irritados por las multitudes. Las advertencias aún no se

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imponían sobre la costumbre, de modo que no dejaban de asombrarse al ver que pasaban inadvertidos por la calle y que se cruzaban con las personas más humildes sin que les manifestaran reverencia ni atención. Al principio, la princesa no podía acostumbrarse a la idea de verse al mismo nivel que la gente común, y se quedó unos días en su cuarto, donde era atendida por su favorita Pekuah, como en el palacio del valle. Imlac, que sabía de negocios, vendió parte de las joyas al día siguiente, y alquiló una casa a la que adornó con tal magnificencia que fue considerado de inmediato como un mercader de gran riqueza. Su cortesía le proporcionó muchas relaciones, y su generosidad hizo que fuera buscado por numerosos dependientes. En su mesa se juntaban hombres de todas las naciones, que admiraban su conocimiento y solicitaban su apoyo. Sus compañeros, al no poder inmiscuirse en la conversación, no podían revelar su ignorancia ni su sorpresa, y poco a poco se iniciaban en el mundo a medida que aprendían el idioma. El príncipe había aprendido, mediante constantes lecciones, el uso y la naturaleza del dinero; pero las damas tardaron bastante tiempo en entender qué hacían los mercaderes con pequeñas piezas de oro y plata, y por qué algunas cosas de tan poca utilidad se recibían como equivalentes a las necesarias para la vida. Estudiaron el idioma durante dos años, mientras Imlac se preparaba para presentarles los diversos rangos y condiciones de la humanidad. Él llegó a conocer a todos los que

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tenían alguna singularidad, tanto en su fortuna como en su conducta. Frecuentó al voluptuoso y al frugal, al ocioso y al atareado, a los mercaderes y a los hombres sabios. Como el príncipe ya podía conversar con fluidez, y había aprendido a tener la cautela que debía observar en su relación con los extraños, empezó a acompañar a Imlac a los lugares más frecuentados, y a participar en todas las reuniones, para poder hacer su elección de vida. Durante algún tiempo pensó que las alternativas eran inútiles, pues todas le parecían igualmente felices. Dondequiera que iba encontraba alegría y amabilidad, y oía la canción del júbilo o la risa de la tranquilidad. Empezó a creer que el mundo rebosaba de abundancia universal, y que nada estaba negado, bien fuera por necesidad o por mérito; que toda mano prodigaba generosidad, y que todo corazón derramaba benevolencia. “¿Y entonces quién –se preguntaba– sufrirá por ser desdichado?”. Imlac permitió aquella agradable ilusión, y no quería estropear la esperanza de la inexperiencia, hasta que un día en que estaban sentados en silencio, el príncipe dijo: –No sé cuál puede ser la razón por la que yo sea más infeliz que cualquiera de nuestros amigos. Los veo perpetua e invariablemente alegres, pero siento mi propia mente intranquila e impaciente. No me satisfacen los placeres que la mayoría parece perseguir. Vivo entre multitudes jubilosas, no tanto para disfrutar de la compañía como para ocultarme, y hablo en voz alta y me regocijo sólo para esconder mi tristeza.

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–Todo hombre –dijo Imlac– puede suponer lo que pasa en la mente de los demás examinando su propia mente; cuando sientes que tu alegría es simulada, eso bien te puede llevar a sospechar que la de tus compañeros no es sincera. La envidia es usualmente recíproca. Pasa mucho tiempo antes de que nos convenzamos de que la felicidad nunca se encuentra; y cada uno cree que los demás la poseen, para mantener viva la esperanza de obtenerla él mismo. En la reunión donde estuviste anoche parecía haber tal animación en el aire y tal volatilidad de la fantasía como sólo pueden corresponder a seres de un orden superior, creados para habitar regiones más serenas, inaccesibles a la preocupación o la pena; sin embargo, príncipe, créeme que no había uno solo que no temiera el momento en que la soledad lo sometería a la tiranía de la reflexión. –Eso –dijo el príncipe– puede ser cierto para los demás, dado que es cierto para mí. Sin embargo, sea cual sea la infelicidad general del hombre, una condición es más feliz que otra, y la sabiduría seguramente nos conduce a tomar el mal menor en la elección de vida. –Las causas del bien y del mal –repuso Imlac– son tan variadas e imprecisas, tan frecuentemente mezcladas, tan diversificadas por varias relaciones, y tan sujetas a accidentes que no pueden preverse, que quien quiera fundar su condición sobre razones de preferencia incuestionables deberá vivir y morir investigando y deliberando. –Pero seguro los sabios –dijo Rasselas–, a quienes escuchamos con respeto y maravilla, eligen para sí el modo

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de vida que consideran que más probablemente los hará felices. –Muy pocos viven por elección –dijo el poeta–. Todo hombre está ubicado en su condición actual por causas que actuaron sin su previsión, y con las cuales él no siempre estuvo dispuesto a cooperar; y por tanto rara vez encontrarás a alguien que no crea que la suerte de su vecino es mejor que la propia. –Prefiero pensar –dijo el príncipe– que mi cuna me ha dado al menos una ventaja sobre los demás, al permitirme decidir por mí mismo. Aquí tengo el mundo ante mí; ya lo estudiaré: seguramente la felicidad se encuentra en alguna parte. XVII. El príncipe se relaciona con

jóvenes animosos y alegres

Rasselas se levantó al día siguiente decidido a empezar sus experimentos sobre la vida. “La juventud –exclamó– es la época de la alegría; me uniré a los jóvenes cuya única ocupación es complacer sus deseos, y que pasan todo el tiempo en una sucesión de placeres”. Pronto lo admitieron en aquellos círculos, pero a los pocos días regresó cansado e indignado. La alegría de los jóvenes carecía de imágenes; su risa era inmotivada; sus placeres, burdos y sensuales, sin intervención de la mente; su conducta era a la vez alocada y mezquina: se reían del orden y la ley, pero el ceño del poder los abatía, y la mirada de la sabiduría los desconcertaba.

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El príncipe pronto concluyó que nunca sería feliz en un modo de vida del que se avergonzara. Pensó que era inadecuado para un ser razonable actuar sin un plan, y estar triste o alegre sólo por azar. “La felicidad –dijo– debe ser algo sólido y permanente, sin temor y sin incertidumbre”. Pero sus jóvenes compañeros se habían ganado gran parte de su estima, pues habían sido francos y corteses, de modo que no podía abandonarlos sin antes hacerles una advertencia y una reconvención: –Amigos míos –dijo–, he meditado seriamente en nuestra conducta y nuestras perspectivas, y creo que hemos errado nuestro propio interés. Los primeros años del hombre deben generar provisiones para los últimos. Quien nunca piensa no puede ser sabio. La liviandad permanente termina en ignorancia; y la intemperancia, aunque pueda encender los ánimos durante una hora, hará que la vida sea breve o desdichada. Pensemos que la juventud no dura mucho, y que en la madurez, cuando cesen los encantos de la fantasía, y los fantasmas del placer ya no dancen a nuestro alrededor, no tendremos más alivio que la estima de los hombres sabios y los medios de hacer el bien. Detengámonos, entonces, mientras está en nuestro poder hacerlo: vivamos como hombres a quienes les falta cierto tiempo para envejecer, y para quienes el mayor de los males será no contar los años pasados sino por las necedades cometidas, y recordar la antigua exuberancia de la salud sólo por las enfermedades que el desorden ha provocado. Se miraron unos a otros en silencio por un momento, 69


y al fin lo despidieron con un coro general de risa ininterrumpida. La conciencia de que sus sentimientos eran justos, y sus intenciones bondadosas, fue apenas suficiente para sostenerlo contra el horror del escarnio. Pero recobró la serenidad, y prosiguió su búsqueda. XVIII. El príncipe encuentra a

un hombre sabio y feliz

Un día, mientras caminaba por la calle, el príncipe vio un gran edificio, por cuyas puertas abiertas se invitaba a todos a entrar. Siguió el río de gente, y descubrió que se trataba de un salón o escuela de oratoria donde los profesores daban discursos ante el auditorio. Fijó la mirada en un sabio que sobresalía del resto, y que razonaba con gran energía sobre el control de las pasiones. Su aspecto era venerable, sus movimientos gráciles, su pronunciación nítida, y su dicción elegante. Demostraba, con profundo sentimiento y con variedad de ejemplos, que la naturaleza humana es envilecida y rebajada cuando las facultades inferiores imperan sobre las superiores; que cuando la fantasía, pariente de la pasión, usurpa el dominio de la mente, no hay otro efecto natural que el gobierno arbitrario, el desasosiego y la confusión; que ésta entrega las fortalezas del intelecto a los necios, e incita a sus hijos para que se rebelen contra la razón, la soberana legítima. Comparó la razón con el sol, cuya luz es constante, uniforme y duradera; y a la fantasía con un meteoro, de fulgor brillante

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pero transitorio, irregular en su movimiento y engañoso en su dirección. Después reveló los diversos preceptos que se han dado en todas las épocas para conquistar la pasión, y expuso la felicidad de aquellos que han logrado la importante victoria, después de la cual ningún hombre es esclavo del miedo ni víctima de la esperanza, y deja de estar consumido por la envidia, enardecido por la ira, debilitado por la ternura o deprimido por la pena; por el contrario, camina con calma por las turbulencias de la vida cotidiana, así como el sol prosigue su curso a través del cielo calmo o tormentoso. Citó numerosos ejemplos de héroes inconmovibles por el dolor o el placer, que miraban con indiferencia esos modos o accidentes a los que el vulgo les da los nombres de bien y mal. Exhortó a sus oyentes a dejar a un lado los prejuicios y armarse contra los dardos de la malicia o la desdicha mediante la paciencia invulnerable, y concluyó que sólo ese estado era la felicidad, y que esa felicidad era posible para todos. Rasselas lo escuchó con la veneración debida a las órdenes de un ser superior, y mientras lo esperaba junto a la puerta imploró humildemente el permiso de visitar a tan gran maestro de la verdadera sabiduría. El orador vaciló un momento, pero Rasselas puso en su mano una bolsa de oro, que el hombre recibió con una mezcla de júbilo y asombro. –He descubierto –le dijo a Imlac cuando regresó– a un hombre que puede enseñar todo lo que es necesario

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saber; alguien que, desde el firme trono de la fortaleza racional, observa las escenas de la vida, cambiantes bajo sus ojos. Habla, y la atención contempla sus labios; razona, y la convicción termina sus oraciones. Este hombre será mi futuro guía. Aprenderé sus doctrinas e imitaré su vida. –No te apresures demasiado –dijo Imlac– en confiar o admirar a los maestros de la moralidad: hablan como ángeles, pero viven como hombres. Rasselas, que no alcanzaba a imaginar cómo un hombre podía razonar con tanta fuerza sin sentir la contundencia de sus propios argumentos, fue a visitarlo unos días después, pero le fue negada la entrada. Ya había aprendido el poder del dinero, y gracias a una pieza de oro pudo ingresar a la habitación, donde encontró al filósofo en un cuarto en penumbras, con los ojos empañados y el rostro pálido. –Señor –dijo–, has venido en un momento en que toda amistad humana es inútil: lo que sufro no tiene remedio; lo que he perdido no puede recobrarse. Mi hija, mi única hija, de cuya ternura yo esperaba todos los consuelos en mi vejez, murió anoche de una fiebre. Mis opiniones, mis propósitos, mis esperanzas han terminado: ahora soy un ser solitario, separado de la sociedad. –Señor –dijo el príncipe–, la mortalidad es algo que nunca puede sorprender a un hombre sabio: sabemos que la muerte está siempre cerca, y por tanto siempre deberíamos esperarla. –Joven –contestó el filósofo–, hablas como alguien que nunca ha sentido los tormentos de la separación.

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–¿Entonces has olvidado –dijo Rasselas– los preceptos que enunciabas con tanta energía? ¿Acaso la sabiduría no tiene el poder de armar el corazón contra la calamidad? Piensa que las cosas externas son naturalmente variables, pero la verdad y la razón son siempre constantes. –¿Qué alivio pueden darme la verdad y la razón? –dijo el doliente–. ¿De qué sirven ahora, sino para indicarme que mi hija no regresará? El príncipe, cuya humanidad no le hubiese permitido insultar la desdicha con un reproche, se alejó convencido de la vacuidad del sonido retórico y de la ineficacia de las oraciones pulidas y las frases estudiadas. XIX. Un vistazo a la vida pastoral

El príncipe seguía entusiasta con la misma búsqueda; y como había oído hablar de un ermitaño que vivía cerca de la catarata más baja del Nilo, cuya fama se extendía por todo el país, decidió visitar su refugio y averiguar si la felicidad que la vida pública no podía ofrecer se encontraba en la soledad, y si un hombre que era venerable por su edad y su virtud podía enseñar algún arte especial para conjurar los males o sobrellevarlos. Imlac y la princesa accedieron a acompañarlo, y después de los preparativos necesarios empezaron el viaje. El camino se extendía por campos donde los pastores vigilaban sus rebaños y los corderos jugaban en los prados. –Ésta es la vida –dijo el poeta– que con frecuencia ha sido celebrada por su inocencia y serenidad; pasemos las

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horas cálidas del día en las tiendas de los pastores, y averigüemos si todas nuestras búsquedas están destinadas a terminar en la simplicidad pastoral. La propuesta les gustó, y convencieron a los pastores, con pequeños obsequios y preguntas familiares, de que les dijeran lo que opinaban sobre su propia condición. Eran tan toscos e ignorantes, tan poco capaces de comparar lo bueno y lo malo del oficio, y tan imprecisos en sus relatos y descripciones, que fue poco lo que pudieron aprender de ellos; pero era evidente que sus corazones estaban corrompidos por la insatisfacción, que se consideraban condenados a trabajar en beneficio de los ricos, y que alzaban los ojos con estúpida malevolencia hacia quienes estaban por encima de ellos. La princesa declaró con vehemencia que nunca soportaría que aquellos salvajes envidiosos fueran sus compañeros, y que no deseaba ver ningún otro ejemplo de felicidad rústica; pero no podía creer que todas las versiones sobre placeres primitivos fueran invenciones, y seguía pensando que la vida tenía algo que simplemente pudiera preferirse a las plácidas gratificaciones de los campos y los bosques. Confiaba en que llegaría el momento cuando, con unos pocos compañeros virtuosos y elegantes, recogería flores plantadas por su propia mano, acariciaría los corderitos de su propia oveja, y escucharía sin preocupaciones, entre arroyos y brisas, la lectura de una de sus doncellas bajo la sombra.

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XX. El peligro de la prosperidad

Al día siguiente continuaron el viaje, hasta que el calor los obligó a buscar refugio. A poca distancia vieron un espeso bosque, y en cuanto entraron en su interior advirtieron que se acercaban a un sitio habitado. Los arbustos estaban cuidadosamente cortados para abrir senderos donde la oscuridad era más profunda; las ramas de los árboles estaban entretejidas artificialmente; canteros de césped florecido se alzaban en los claros; y un arroyo, que corría junto a un camino sinuoso, abría por tramos sus riberas para formar pequeñas lagunas, y su corriente, obstruida en algunos puntos por montículos de piedras, se acumulaba y aumentaba sus murmullos. Caminaron lentamente por el bosque, encantados con aquel albergue inesperado, e intercambiaron conjeturas sobre qué o quién podía, en aquellas regiones agrestes e inhabitadas, disponer del ocio y el arte necesarios para semejante lujo inofensivo. Mientras caminaban oyeron el sonido de una música, y vieron jóvenes y vírgenes que danzaban en la arboleda; y cuando se adelantaron aun más, pudieron contemplar un palacio imponente que se alzaba sobre una colina, rodeado de bosques. Las leyes de la hospitalidad oriental les permitieron entrar en él, y el propietario les dio la bienvenida como hombre rico y generoso. Era bastante hábil para distinguir el aspecto de las personas, de modo que pronto advirtió que no se trataba de huéspedes comunes, y sirvió su mesa con magnificencia.

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La elocuencia de Imlac le llamó la atención, y la noble cortesía de la princesa provocó su respeto. Cuando le comunicaron que deseaban partir, les rogó que se quedaran, y al día siguiente se encontraba aun menos dispuesto a despedirlos. Se dejaron convencer fácilmente de quedarse, y con el tiempo la hospitalidad dio paso a la desenvoltura y la confianza. El príncipe veía que todos los criados estaban alegres, que el rostro entero de la naturaleza sonreía alrededor del palacio, y no pudo contener la esperanza de encontrar allí lo que buscaba; pero cuando felicitó al señor por sus posesiones, éste contestó con un suspiro: –Es cierto que mi condición parece feliz, pero las apariencias engañan. Mi prosperidad pone en peligro mi vida: el bajá de Egipto es mi enemigo, irritado sólo por mi riqueza y popularidad. Hasta ahora he sido protegido por los príncipes del país, pero como el favor de los grandes es incierto, no sé en qué momento mis defensores pueden ser persuadidos de compartir el saqueo con el bajá. He enviado mis tesoros a un país lejano y, ante la primera alarma, estoy preparado para seguirlos. Entonces mis enemigos saquearán mi morada, y disfrutarán de los jardines que yo he plantado. Todos coincidieron en lamentar su peligro y rechazar su exilio; y la princesa quedó tan perturbada por la pena y la indignación, que se retiró a su habitación. Se quedaron unos días más con su bondadoso anfitrión, y después continuaron la marcha para encontrar al ermitaño.

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XXI. La felicidad de la soledad.

La historia del ermitaño

Tres días después, gracias a las indicaciones de los campesinos, llegaron al aposento del ermitaño: una caverna en el flanco de una montaña, cubierta por sombras de palmeras, y ubicada a tal distancia de la cascada que desde allí sólo se oía un suave murmullo uniforme, que invitaba a disponer la mente para la meditación profunda, sobre todo cuando era secundado por el viento que silbaba entre las ramas. El agreste socavón abierto inicialmente por la naturaleza había sido mejorado de tal forma por la laboriosidad humana que la caverna contaba con varias galerías, acondicionadas para usos diferentes, y con frecuencia albergaban a los viajeros sorprendidos por la oscuridad o las tempestades. El ermitaño estaba sentado en un banco junto a la entrada, para disfrutar de la frescura del anochecer. A un lado tenía un libro, plumas y papeles, y al otro instrumentos mecánicos de distintos tipos. Mientras se acercaban a él sin ser vistos, la princesa observó que no tenía el semblante de un hombre que hubiese encontrado el camino hacia la felicidad, o que pudiera enseñarlo. Lo saludaron con gran respeto, que él devolvió como hombre familiarizado con las maneras corteses. –Hijos –dijo–, si se han extraviado, aquí encontrarán las comodidades necesarias para pasar la noche, según las pueda ofrecer esta caverna. Tengo todo lo que la naturaleza exige, pero no esperen encontrar lujos en la celda de un ermitaño.

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Le dieron las gracias, y al entrar quedaron encantados con la limpieza y el orden del lugar. El ermitaño les sirvió carne y vino, pero él sólo consumió frutas y agua. Su conversación era alegre pero no superflua, y piadosa sin ser exaltada. Pronto se ganó la estima de sus huéspedes, y la princesa se arrepintió de su apresurado juicio. Al fin, Imlac habló así: –Ya no me asombra que tu reputación haya llegado tan lejos. En El Cairo oímos hablar de tu sabiduría, y vinimos hasta aquí a implorarte orientación para este joven y esta doncella en su elección de vida. –Para quien vive bien –contestó el ermitaño– toda forma de vida es buena; no puedo dar ninguna otra regla para la elección que la de apartarse de todo posible mal. –Seguramente se apartará del mal –dijo el príncipe– quien se entregue a esa soledad que has aconsejado con tu ejemplo. –Es verdad que he vivido quince años en soledad –dijo el ermitaño–, pero no deseo que mi ejemplo sea imitado. En mi juventud me dediqué a las armas, y poco a poco ascendí al rango militar más alto. Atravesé muchos países al frente de mis tropas, y vi muchas batallas y asedios. Al fin, disgustado por el ascenso de un oficial más joven, y sintiendo que mi vigor empezaba a decaer, decidí terminar mi vida en paz, pues había descubierto que el mundo estaba lleno de trampas, discordia y desdicha. Alguna vez había escapado de la persecución de mis enemigos refugiándome en esta caverna, y por tanto la elegí como mi

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residencia definitiva. Empleé artesanos para que la dividieran en cámaras, y la abastecí con todo lo necesario. «Después de mi retiro, durante un tiempo me sentí feliz como el marinero que llega a puerto luego de haber sido abatido por tormentas, pues estaba encantado por el repentino cambio del ruido y los afanes de la guerra a la inmovilidad y el reposo. Cuando el placer de la novedad se disipó, utilicé mis horas en examinar las plantas que crecen en el valle y los minerales que recogía en las rocas. Pero ahora ese tipo de exploración se ha vuelto insípida y tediosa. Desde hace un tiempo me siento inquieto y distraído: mi mente se ve perturbada por mil dudas desconcertantes y por vanidades de la imaginación que se me imponen continuamente, pues no tengo oportunidades de relajamiento ni diversión. A veces me avergüenza pensar que no pude defenderme del vicio más que retirándome del ejercicio de la virtud, y empiezo a sospechar que me vi impulsado a la soledad más por resentimiento que por devoción. Mi fantasía se rebela en escenas alocadas, y lamento haber perdido tanto y ganado tan poco. En la soledad escapo del influjo de los malos hombres, pero también anhelo el consejo y la conversación de los buenos. Durante mucho tiempo he comparado los males y las ventajas del trato social, y he decidido regresar al mundo mañana. La vida de un hombre solitario será sin duda desdichada, pero no con certeza ferviente». Escucharon su decisión con sorpresa, pero después de una breve pausa le ofrecieron llevarlo a El Cairo. El ermitaño

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desenterró un gran tesoro que tenía oculto entre las rocas y se dirigió con ellos a la ciudad, a la que contemplaba embelesado a medida que se acercaban. XXII. La felicidad de una existencia

vivida de acuerdo con la naturaleza

Rasselas solía asistir a una asamblea de hombres instruidos, que se reunían con regularidad para expresar sus ideas y comparar sus opiniones. Sus modales eran un poco toscos, pero su conversación era instructiva y sus discusiones agudas, aunque a veces demasiado violentas, y a menudo se extendían hasta que ningún participante recordaba cuál había sido el tema inicial. Algunos defectos eran casi generales entre aquellos hombres: todos deseaban imponerse a los demás, y todos quedaban complacidos cuando escuchaban que se despreciaba el genio o el conocimiento de otro. Rasselas relató en esta asamblea su entrevista con el ermitaño y el asombro con el que lo oyó reprobar un modo de vida que él mismo había elegido deliberadamente y que había seguido de manera tan loable. Los sentimientos de los asistentes fueron diversos. Algunos opinaron que la insensatez de su elección había sido castigada con la condena a la perseverancia eterna. Uno de los más jóvenes, con gran vehemencia, declaró hipócrita al ermitaño. Algunos se refirieron al derecho que tiene la sociedad al trabajo de los individuos, y consideraron el aislamiento como una evasión del deber. Otros estuvieron dispuestos

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a admitir que llega un momento en que las exigencias públicas quedan satisfechas, y es adecuado entonces que el hombre se recluya, para examinar su vida y purificar su corazón. Alguno, que parecía más afectado por el relato que los demás, consideró probable que el ermitaño regresara en pocos años a su retiro, y tal vez, si la vergüenza no lo retenía o la muerte no lo interceptaba, se integraría de nuevo al mundo: –Porque la esperanza de la felicidad –dijo– está tan grabada en nuestra mente, que la experiencia más duradera no logra borrarla. Cualquiera que sea nuestra condición actual, sentimos que es desdichada, y nos vemos obligados a reconocerlo; sin embargo, cuando la misma condición está de nuevo distante, figura en nuestra imaginación como deseable. Pero seguro llegará una época en la que el deseo ya no nos atormentará, y ningún hombre será desdichado, salvo por su propia culpa. –Ése es el estado actual del hombre sabio –dijo un filósofo que lo había escuchado con muestras de gran impaciencia–. Ya ha llegado la época en que nadie es desgraciado más que por propia culpa. Nada es más ocioso que perseguir la felicidad, pues la naturaleza la ha puesto bondadosamente a nuestro alcance. La manera de ser feliz es vivir de acuerdo con la naturaleza, en obediencia a esa ley universal e inmutable impresa originalmente en todo corazón, que no está escrita en él mediante un precepto, sino grabada por el destino, y que no se inculca por la educación, sino

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que nos es otorgada en nuestro nacimiento. Quien vive de acuerdo con la naturaleza no sufrirá por las ilusiones de la esperanza o por las impertinencias del deseo; recibirá y rechazará con temperamento ecuánime, y actuará o sufrirá según lo que alternadamente disponga la razón de las cosas. Los demás hombres pueden entretenerse con definiciones sutiles o con razonamientos intrincados. Permitámosles aprender a ser sabios por medios más sencillos: que observen la cierva del bosque y el pardillo de la alameda, y que estudien la vida de los animales, cuyos movimientos están regulados por el instinto: obedecen a su guía y son felices. Dejemos entonces de discutir y aprendamos a vivir; liberémonos del estorbo de los preceptos, que aquellos que los expresan con tanto orgullo y pompa no comprenden, y llevemos con nosotros esta máxima simple y comprensible: apartarse de la naturaleza es apartarse de la felicidad. Cuando terminó de hablar, miró a su alrededor con aire de complacencia, y disfrutó la conciencia de su propia generosidad. –Señor –dijo el príncipe con gran modestia–, dado que yo, al igual que los demás mortales, deseo la felicidad, he prestado cuidadosa atención a tu discurso; no dudo de la verdad de una opinión que un hombre tan instruido ha presentado con tanta convicción. Sólo deseo que me digas qué es vivir de acuerdo con la naturaleza. –Cuando encuentro jóvenes tan humildes y dóciles – dijo el filósofo–, no puedo negarles la información que mis estudios me han propiciado. Vivir de acuerdo con la

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naturaleza es actuar siempre con el debido respeto por la armonía resultante de las relaciones y cualidades de causas y efectos; armonizar con el plan enorme e inmutable de la felicidad universal; cooperar con el orden y la tendencia generales del actual sistema de cosas. El príncipe pronto comprendió que aquél era uno de esos sabios a quienes entendía menos a medida que más escuchaba. Hizo entonces una reverencia y guardó silencio; y el filósofo, suponiéndolo satisfecho, y a los demás vencidos, se levantó y partió con la actitud de un hombre que había cooperado con el sistema actual. XXIII. El príncipe y su hermana se dividen

el trabajo de observación

Rasselas volvió a casa lleno de reflexiones, y dudando sobre cómo dirigir sus pasos en adelante. Había descubierto que, en cuanto al camino de la felicidad, los instruidos y los legos eran igualmente ignorantes; pero como aún era joven, se vanagloriaba de tener tiempo disponible para más experimentos y otras investigaciones. Le comunicó a Imlac sus observaciones y dudas, pero éste le respondió con nuevas dudas, y con comentarios que no lo tranquilizaban. Por tanto conversaba más a menudo y más abiertamente con su hermana, quien tenía la misma expectativa con él, y siempre lo ayudaba a encontrar algún motivo por el cual, aunque hasta entonces se había sentido frustrado, pudiese triunfar al fin. –Hasta ahora hemos conocido poco del mundo –le

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dijo–: aún no hemos sido ni grandes ni humildes. En nuestro país, aunque pertenecíamos a la nobleza, no teníamos poder; y en éste aún no hemos visto los rincones íntimos de la tranquilidad doméstica. Imlac no apoya nuestra búsqueda, pues quizá teme que con el tiempo descubramos que está equivocado. Dividiremos la tarea entre nosotros: tú buscarás qué puede encontrarse en el esplendor de las cortes, y yo exploraré los matices de la vida humilde. Tal vez el gobierno y la autoridad sean las bendiciones supremas, pues ofrecen más oportunidades de hacer el bien; o tal vez lo que este mundo puede brindar se encuentre en las viviendas modestas de la fortuna intermedia; demasiado baja para grandes propósitos, y demasiado alta para la penuria y la zozobra. XXIV. El príncipe examina la felicidad de           quienes tienen cargos superiores

Rasselas celebró el proyecto, y al día siguiente apareció con un séquito magnífico en la corte del bajá. Pronto fue distinguido por su magnificencia, y admitido, como un príncipe cuya curiosidad lo había traído desde regiones lejanas, en el trato íntimo con los funcionarios principales, y en frecuentes conversaciones con el bajá mismo. Al principio se inclinaba a creer que un hombre a quien todos se acercan con reverencia y escuchan con obediencia, y que tiene el poder de hacer cumplir sus edictos en todo un reino, debería sentirse satisfecho con su condición.

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–No puede haber mayor placer –dijo– que sentir a un mismo tiempo la alegría de millares llevados todos a la felicidad por una sabia administración. Sin embargo, dado que por la ley de subordinación esta delicia suprema sólo puede ser el sino de una sola persona en toda una nación, resulta razonable pensar que hay alguna satisfacción más popular y accesible, y difícil concebir que millones puedan estar sujetos a la voluntad de un solo hombre, únicamente para llenar su pecho de indecible alegría. Estos pensamientos ocupaban con frecuencia su mente, pero él no lograba encontrar solución al problema. A medida que los obsequios y las cortesías le propiciaban mayor cercanía, fue descubriendo que casi todos los hombres con altos cargos odiaban a todos los demás, que eran a su vez odiados por ellos, y que sus vidas eran una sucesión continua de conspiraciones y espionajes, estratagemas y evasivas, división y traición. Muchos de los que rodeaban al bajá habían sido enviados sólo para vigilar e informar sobre su conducta; todas las lenguas murmuraban reproches, y todas las miradas buscaban defectos. Un día entonces llegaron cartas de revocación, el bajá fue llevado en cadenas a Constantinopla, y su nombre no volvió a mencionarse. –¿Qué podemos pensar ahora de las prerrogativas del poder? –preguntó Rasselas a su hermana–. ¿No tiene la menor eficacia para hacer el bien? ¿O sólo el grado subordinado es peligroso, mientras que el grado supremo es seguro y glorioso? ¿Es el sultán el único hombre feliz

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en sus dominios? ¿O el sultán mismo está sujeto a los tormentos de la sospecha y el temor a los enemigos? Al poco tiempo el segundo bajá fue depuesto; el sultán que lo había apoyado fue asesinado por los jenízaros, y su sucesor tenía otro modo de ver las cosas y favoritos distintos. XXV. La princesa realiza su búsqueda

con más dedicación que éxito

La princesa, entretanto, se introdujo en muchos hogares; porque hay pocas puertas que la generosidad, unida al buen humor, no logre atravesar. Las hijas de muchas familias eran desenvueltas y alegres, pero Nekayah se había acostumbrado tanto a la conversación de Imlac y su hermano, que no se sentía a gusto con la liviandad pueril y con el parloteo sin sentido. Le parecía que los pensamientos de las muchachas eran limitados, sus deseos poco profundos, y su alegría frecuentemente artificial. Sus placeres, pobres como ellas, no podían conservarse puros, sino que los amargaban competencias triviales y rivalidades vanas. Siempre estaban celosas de la belleza de las demás, de una cualidad a la que la solicitud no puede agregar nada, y de la cual la calumnia nada puede quitar. Muchas estaban enamoradas de personas frívolas como ellas, y muchas otras imaginaban estar enamoradas, cuando en realidad sólo estaban siendo ociosas. Rara vez fijaban sus afectos en el buen sentido o en la virtud, y por eso con frecuencia terminaban irritadas. Sin embargo, sus penas, como sus

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alegrías, eran pasajeras; todo flotaba en sus mentes desconectado del pasado o el futuro, de modo que un deseo daba paso a otro con facilidad, así como una segunda piedra arrojada al agua borra y confunde las ondas de la primera. La princesa jugaba con ellas como con animales inofensivos, y descubrió que estaban orgullosas de su apariencia, aunque cansadas de su compañía. Pero como su propósito era examinar más a profundidad, su amabilidad convenció fácilmente a los corazones apesadumbrados para que descargaran secretos en su oído; y aquellos favorecidos por la esperanza, o deleitados con la prosperidad, con frecuencia la buscaban para compartir sus placeres. La princesa y su hermano usualmente se encontraban al anochecer, en una casa de verano privada, a la orilla del Nilo, y se relataban mutuamente los acontecimientos del día. Mientras estaban sentados juntos, la princesa fijó la mirada en el río que fluía ante ella. –Contestad, gran padre de las aguas –dijo–, que hacéis correr vuestro cauce por ochenta naciones, las invocaciones de la hija del rey nativo. Decidme si habéis regado, en todo vuestro curso, una sola habitación desde la cual no escucharais murmullos de queja. –Entonces –dijo Rasselas–, no has tenido más suerte en las casas privadas que yo en las cortes. –Desde que nos dividimos la tarea –dijo la princesa– pude hacerme conocer en muchas familias, donde existiría la menor muestra de prosperidad y paz, pero no conocí

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ni una sola casa que no estuviera atormentada por algún enfado que destruyera su tranquilidad. No busqué serenidad entre los pobres, porque concluí que no podía encontrarla allí. Pero vi a muchos pobres que parecían vivir en la abundancia. En las grandes ciudades la pobreza tiene apariencias muy distintas: a veces se oculta en el esplendor y a veces en la extravagancia. Gran parte de la humanidad se preocupa por ocultar su indigencia a los demás; se sustentan con recursos transitorios, y pierden cada día ingeniándoselas para el siguiente. «Sin embargo, éste era un mal que, aunque frecuente, veía con menos dolor, porque podía aliviarlo. Y aun así algunos rechazaron mis obsequios, más ofendidos por mi rapidez en detectar sus necesidades que complacidos por mi afán en socorrerlos; y otros, cuyas privaciones los obligaban a aceptar mi bondad, nunca pudieron perdonar a su benefactora. Sin embargo, muchos me agradecieron sinceramente, sin exagerar la gratitud y sin esperar otros favores». XXVI. La princesa continúa sus comentarios

sobre la vida privada

Nekayah, al advertir que su hermano le prestaba mucha atención, continuó con su relato: –En las familias, haya o no pobreza, usualmente hay discordia; si un reino es, como nos dice Imlac, una gran familia, del mismo modo una familia es un pequeño reino, desgarrado por facciones y expuesto a revoluciones. Un

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observador inexperto esperaría que el amor de padres e hijos sea constante y parejo; pero tal bondad rara vez se extiende después de los años de la infancia: en poco tiempo los hijos se convierten en rivales de sus padres; a los beneficios los disipan los reproches, y la gratitud se ve degradada por la envidia. «Padres e hijos rara vez actúan de acuerdo: cada hijo se esfuerza por apropiarse de la estima o el afecto de los padres, y éstos, aunque con menos tentación, se traicionan el uno al otro ante los hijos; así, algunos depositan su confianza en el padre, y otros en la madre, y poco a poco la casa se llena de ardides y disputas. «Las opiniones de hijos y padres, de jóvenes y viejos, se oponen por naturaleza, por los efectos contrarios de la esperanza y el desánimo, de la expectativa y la experiencia, sin que haya pecado o insensatez por ninguna de las partes. Los colores de la vida se ven distintos en la juventud y en la madurez, como la faz de la naturaleza en la primavera y el invierno. ¿Y cómo podrían los hijos creer en las aseveraciones de los padres, si sus propios ojos les muestran que son falsas? «Pocos padres actúan de tal modo que refuercen sus consejos con el ejemplo de sus propias vidas. El anciano confía todo al lento planificar y al adelanto progresivo; el joven espera forjar su camino mediante el genio, el vigor y la precipitación. El anciano tiene en cuenta las riquezas, y el joven reverencia la virtud. El anciano deifica la prudencia; el joven se entrega a la magnanimidad y el azar. El

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joven, que no tiene malas intenciones, cree que nadie las tiene, y por tanto actúa con franqueza y candor; pero su padre, que ha sufrido las heridas del fraude, se ve impelido a sospechar, y muy frecuentemente lo hace. La madurez mira con furia la temeridad de la juventud, y la juventud mira con desprecio la minuciosidad de la madurez. Por eso la mayor parte de padres e hijos siguen viviendo cada vez con menos amor; y si aquellos a quienes la naturaleza ha unido de modo tan estrecho se convierten en tormento el uno del otro, ¿dónde buscaremos ternura y consuelo?». –Debe ser –dijo el príncipe– que fuiste desafortunada en la elección de tus conocidos: me niego a creer que los efectos del más tierno de los vínculos se vea impedido de esta manera por la necesidad natural. –La discordia doméstica no es inevitable y fatalmente necesaria –contestó ella–; pero aun así no se la puede evadir con facilidad. Rara vez vemos que toda una familia sea virtuosa; el bien y el mal no pueden entenderse, y el mal puede entenderse aun menos con los demás; incluso los virtuosos son a veces víctimas de las desavenencias, cuando sus virtudes son de clases distintas y tienden a los extremos. En general, los padres que más gozan de la reverencia son los que más la merecen; porque quien vive bien no puede ser despreciado. «Hay muchos otros males que infestan la vida privada. Algunos son esclavos de los sirvientes a quienes han confiado sus asuntos. Otros viven en una ansiedad perpetua por el capricho de parientes ricos, a quienes no pueden

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complacer y a quienes no se atreven a ofender. Algunos esposos son imperiosos, y algunas esposas perversas; y como siempre es más fácil hacer el mal que el bien, rara vez la sabiduría o la virtud de una persona puede hacer felices a muchos, pero con frecuencia su insensatez o sus vicios pueden hacer desdichados a muchos». –Si tal es el efecto general del matrimonio –dijo el príncipe–, creeré peligroso en el futuro unir mis intereses con los de alguien más, por temor a ser infeliz por los defectos de mi pareja. –He conocido a muchos que viven solteros por ese motivo –dijo la princesa–, pero nunca he descubierto que su prudencia levantara la envidia. Pasan el tiempo vanamente sin amistad, sin afecto, y necesitan desembarazarse a sí mismos del día, para el que no encuentran utilidad, mediante entretenimientos pueriles o placeres viciosos. Actúan como seres que se encuentran bajo la sensación constante de una inferioridad desconocida, que llena sus mentes de rencor y sus lenguas de censura. Son irritables en casa, y malévolos afuera; y, como proscriptos de la naturaleza humana, se ocupan y se complacen en perturbar esa sociedad que los excluye de sus privilegios. Vivir sin sentir ni incitar simpatía, ser afortunado sin aumentar la felicidad de otros, o estar afligidos sin saborear el bálsamo de la piedad, es un estado más sombrío que la soledad: no es retirarse, sino excluirse de la humanidad. El matrimonio implica muchos dolores, pero el celibato no tiene placeres.

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–¿Qué debe hacerse entonces? –preguntó Rasselas–. Cuanto más averiguamos, menos podemos resolver. Lo más probable es que quien más fácilmente se siente satisfecho consigo mismo es aquel que no tiene otras inquietudes qué atender. XXVII. Una disquisición sobre la grandeza

Hubo una breve pausa en la conversación. El príncipe, al meditar en las observaciones de su hermana, la acusó de haber estudiado la vida con prejuicio, suponiendo que había desdicha donde realmente no se hallaba. –Tu relato –dijo– proyecta una sombra aun más lúgubre sobre las perspectivas futuras; las predicciones de Imlac no eran más que tenues bosquejos de las amarguras descritas por Nekayah. Últimamente me he convencido de que la serenidad no es hija de la grandeza ni del poder, que su presencia no puede ser comprada con la riqueza ni impuesta mediante conquista. Es evidente que, a medida que un hombre actúa en un círculo más amplio, se expone más al antagonismo por enemistad, o al extravío por azar; quienquiera que tenga que complacer o gobernar a muchos debe usar los servicios de numerosos ministros, algunos de los cuales serán malvados y otros ignorantes; algunos lo conducirán a errores y otros lo traicionarán. Si gratifica a uno ofenderá a otro; los que no se vean favorecidos se creerán perjudicados; y dado que los favores sólo pueden otorgarse a unos pocos, la mayoría estará siempre descontenta.

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–Espero tener siempre el espíritu necesario para despreciar, y tú el poder para reprimir, un descontento como ése, que es irracional –dijo la princesa. –El descontento –contestó Rasselas– no siempre será irracional bajo una administración justa y vigilante de las cuestiones públicas. Nadie, por atento que sea, puede descubrir siempre ese mérito que la pobreza o la parcialidad quizá hayan ocultado; y nadie, por poderoso que sea, puede siempre recompensarlo. Sin embargo, quien vea que han ascendido por encima de él a alguien que merece menos, naturalmente atribuirá esa preferencia a la parcialidad o al capricho; y en realidad es difícil que un hombre, por magnánimo que sea por naturaleza, o enaltecido por condición, persevere para siempre en la fija e inexorable justicia de la distribución: a veces dará rienda suelta a sus inclinaciones, y a veces a las de sus favoritos; permitirá que le agraden quienes nunca podrán servirle; descubrirá en quienes ama cualidades que en realidad no poseen; y se esforzará por retribuir placer a aquellos que lo complacen. De modo que a veces prevalecerán recomendaciones compradas con dinero, o con el aún más destructivo soborno de la adulación o el servilismo. «Quien tiene mucho por hacer errará en algo, y deberá sufrir las consecuencias de su equivocación; y aunque sea posible que siempre actúe rectamente, con tantos que juzgan su conducta, los malos lo censurarán y asediarán por malevolencia, y los buenos a veces por error. «Los cargos superiores no pueden, por tanto, albergar la

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esperanza de ser morada de felicidad, la cual, me inclino a creer, ha huido de los tronos y los palacios hacia los sitios de humilde intimidad y tranquila oscuridad. Porque, ¿qué puede impedir la satisfacción, o frustrar las ilusiones, de aquel que tiene habilidades aptas para su oficio, que ve con sus propios ojos todo el radio de su influencia, que elige, según su conocimiento, todo en lo que confía, y a quien nadie se ve tentado a engañar con esperanza o temor? Seguramente sólo tiene que amar y ser amado, ser virtuoso y feliz». –Este mundo nunca ofrecerá la oportunidad de decidir si la bondad perfecta puede procurar felicidad perfecta – dijo Nekayah–. Pero al menos podemos afirmar esto: que la felicidad visible no siempre es proporcional a la virtud visible. Todos los males naturales, y casi todos los males políticos, son incidentales tanto para el bien como para el mal: se confunden en la desgracia de una hambruna, y no se distinguen bien en el furor de una rebelión; en una tempestad se hunden juntos, y en una invasión son expulsados juntos de su país. Todo lo que la virtud puede otorgar es tranquilidad de conciencia, y la constante perspectiva de una condición más feliz; esto nos puede ayudar a soportar la calamidad con paciencia, pero recuerda que la paciencia supone dolor. XXVIII. Rasselas y Nekayah continúan

su conversación

–Querida princesa –dijo Rasselas–, caes en el error

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común de la declamación exagerada al presentar, en una discusión familiar, ejemplos de calamidades nacionales y escenas de vasta miseria, que se encuentran en los libros más que en el mundo, y que, como son espantosas, se consideran raras. No imaginemos males que no sentimos, ni agraviemos la vida con tergiversaciones. No soporto esa elocuencia quejosa que amenaza a toda ciudad con un asalto como el de Jerusalén, que trae hambruna con cada nube de langostas y carga de pestilencia cada ráfaga de viento que llega del sur. «Vana es toda disputa sobre los males necesarios e inevitables que abruman a todo un reino a la vez: cuando ocurren deben soportarse. Pero es claro que estos estallidos de zozobra universal son más temidos que sentidos; miles y miles de personas florecen en la juventud y se marchitan en la vejez sin conocer otros males que los domésticos, y comparten los mismos placeres y humillaciones, bien porque sus reyes sean benévolos o crueles, bien porque los ejércitos de sus países persigan a sus enemigos o se retiren ante su amenaza. Mientras en las cortes hay turbación por rivalidades intestinas, y los embajadores adelantan negociaciones en países extranjeros, el herrero sigue trabajando su yunque y el granjero sigue labrando su arado; las necesidades que requiere la vida son satisfechas, y la marcha sucesiva de las estaciones continúa sus acostumbrados ciclos. «Dejemos de pensar sobre lo que quizá nunca ocurra, y sobre lo que, cuando ocurra, se burlará de la especulación

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humana. No intentemos modificar los movimientos de los elementos ni señalar el destino de los reinos. Nuestra tarea es considerar lo que seres como nosotros pueden realizar, cada uno esforzándose por su propia felicidad, y promoviendo dentro de su círculo, por estrecho que sea, la felicidad de los demás. «El matrimonio es evidentemente un dictado de la naturaleza; los hombres y las mujeres fueron hechos para acompañarse mutuamente, y por eso no puedo dejar de convencerme de que el matrimonio es uno de los medios para llegar a la felicidad». –Me pregunto –dijo la princesa– si el matrimonio no es más que una de las innumerables formas de la desdicha humana. Cuando veo y enumero las diversas formas de la infelicidad conyugal, las imprevistas causas de la continua discordia, las diferencias de temperamento, las contradicciones de opinión, los bruscos choques de deseos contrarios, en los que ambos son movidos por impulsos violentos, o las obstinadas contiendas de virtudes antagónicas, en las que ambos se apoyan en la conciencia de la buena intención, a veces me inclino a pensar, junto con los más severos casuistas de muchas naciones, que el matrimonio es más permitido que aprobado, y que nadie, salvo por el impulso de una pasión contemplada en exceso, se enreda en acuerdos indisolubles. –Pareces olvidar –replicó Rasselas– que hace poco describías el celibato como si fuese menos feliz que el matrimonio. Las dos condiciones pueden ser malas, pero no

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pueden ser al mismo tiempo la peor. Eso ocurre cuando se consideran opiniones erradas, que se anulan entre sí y dejan la mente abierta a la verdad. –No esperaba –contestó la princesa– que se atribuyera a la falsedad lo que es sólo consecuencia de la flaqueza. Para la mente, como para el ojo, es difícil comparar con exactitud objetos de gran extensión y diversidad. Cuando vemos o imaginamos el todo de una sola vez, pronto advertimos las diferencias y tomamos una decisión; pero cuando se trata de dos sistemas, ninguno de los cuales puede ser estudiado por ningún ser humano en toda su magnitud y en toda la multiplicidad de su complejidad, ¿qué de raro tiene que yo, al juzgar el todo por las partes, me vea afectada alternativamente por una u otra, a medida que cada una se impone en mi memoria o mi imaginación? Discrepamos con nosotros mismos, así como discrepamos con los demás, cuando sólo vemos parte de la cuestión, como en las variopintas relaciones de la política y la moral; pero cuando percibimos el todo de una sola vez, como en los cálculos numéricos, todos coincidimos en un juicio, y nadie cambia nunca de opinión. –No sumemos a los demás males de la vida la amargura de la controversia –dijo el príncipe–, ni nos empeñemos en discutir por sutilezas de argumentación. Estamos empeñados en una búsqueda cuyos hallazgos disfrutaremos los dos, o cuyo fracaso sufriremos. Es conveniente entonces que nos ayudemos mutuamente. Quizá de la infelicidad

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del matrimonio extrajiste una conclusión demasiado apresurada contra la institución: ¿o acaso la desdicha de la vida servirá igualmente para demostrar que la vida no puede ser un don del cielo? El mundo debe ser poblado con el matrimonio o sin él. –Cómo ha de poblarse el mundo no es lo que me preocupa –replicó Nekayah–, ni tampoco debe ser tu preocupación. No veo peligro en que la generación actual se abstenga de dejar sucesores; no estamos investigando para el mundo, sino para nosotros. XXIX. Continúa la discusión sobre el matrimonio

–Lo bueno de un todo –dijo Rasselas– debe ser igual al de todas sus partes. Si el matrimonio es lo mejor para la humanidad, evidentemente debe ser lo mejor para los individuos; o quizá un compromiso permanente y necesario sea la causa del mal, y algunos deben inevitablemente sacrificarse para la conveniencia de los demás. En la apreciación que acabas de hacer sobre los dos estados, parece que las incomodidades de la soltería son, en gran medida, necesarias y seguras, mientras que las del estado conyugal son accidentales y eludibles. «No puedo evitar congratularme con que la prudencia y la benevolencia hagan feliz un matrimonio. La insensatez general de la humanidad es motivo de queja general. ¿Qué puede esperarse sino desilusión y arrepentimiento de una elección hecha en la inmadurez de la juventud, en el ardor del deseo, sin juicio, sin previsión, sin averiguar

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si hay conformidad de opiniones, similitud de modales, rectitud de juicio o pureza de sentimientos? «Tal es el proceso habitual del matrimonio. Un joven y una doncella, que se encuentran por azar o son reunidos mediante artimañas, intercambian miradas y cortesías recíprocas, se van a casa, y sueñan el uno con el otro. Como tienen poco en qué ocupar la atención, o en qué expandir sus pensamientos, se sienten inquietos cuando están separados, y por eso concluyen que serán felices juntos. Se casan, y descubren lo que sólo la ceguera voluntaria había ocultado antes: consumen su vida en altercados, y acusan a la naturaleza de crueldad. «De estos matrimonios prematuros proviene también la rivalidad entre padres e hijos. El hijo ansía disfrutar del mundo antes de que el padre se disponga a abandonarlo, pero difícilmente hay espacio para dos generaciones a la vez. La hija empieza a florecer antes de que la madre se conforme con marchitarse, y ninguna de las dos puede dejar de desear la ausencia de la otra. «Sin duda, todos estos vicios se pueden evitar mediante la deliberación y el detenimiento que la prudencia aconseja para la elección irrevocable. En la variedad y alegría de los placeres juveniles la vida puede soportarse bastante bien sin ayuda de un cónyuge. El paso del tiempo aumentará la experiencia, y perspectivas más amplias permitirán mayores oportunidades de exploración y selección; y al menos una ventaja es segura: los padres serán visiblemente más viejos que sus hijos».

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–Lo que la razón no puede percibir –dijo Nekayah–, y lo que la experimentación aún no ha enseñado, sólo puede saberse por boca de los demás. Me han dicho que los matrimonios tardíos no sobresalen por su felicidad. Ésta es una cuestión demasiado importante como para obviarla, y se la he planteado con frecuencia a personas reconocidas por su sensatez y sabiduría, cuyas opiniones son dignas de ser escuchadas. Por lo general, estas personas consideran que para un hombre y una mujer es peligroso enlazar sus destinos en un momento de sus vidas cuando tienen opiniones fijas y costumbres establecidas; cuando ambas partes ya tienen sus amistades, la vida ha sido planificada según un método, y la mente ha disfrutado por mucho tiempo la contemplación de sus propios panoramas. «Es muy poco probable que dos personas que han viajado por el mundo guiadas por el azar sean dirigidas hacia el mismo camino, y no es frecuente que una de las dos abandone la senda que la costumbre ha hecho placentera. Cuando la liviandad caprichosa de la juventud se ha estabilizado, pronto la sigue el orgullo que se avergüenza de ceder, o la obstinación deseosa de reñir. Y aun cuando la estima mutua produzca el mutuo deseo de agradar, el tiempo mismo, a medida que modifica inexorablemente la apariencia externa, determina también la dirección de las pasiones y confiere una rigidez inflexible a las conductas. Los hábitos viejos no se modifican con facilidad: se esfuerza en vano quien intenta cambiar el curso de su

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vida; ¿y cómo haremos por los otros lo que tan rara vez podemos hacer por nosotros mismos?». –Pero sin duda –intervino el príncipe– supones que el motivo principal de la elección ha sido olvidado o eludido. Cuando busque una esposa, mi primera pregunta será si ella estará dispuesta a guiarse por la razón. –Es así como se engañan los filósofos –dijo Nekayah–. Hay mil disputas familiares que la razón nunca puede resolver; hay preguntas que son esquivas a la indagación y hacen parecer ridícula la lógica, y casos en los que algo debe hacerse y poco puede decirse. Piensa en el estado de la humanidad, y averigua cuán pocos podrían actuar en alguna ocasión, sea grande o pequeña, teniendo en la mente todos los motivos de la acción. Desgraciada en extremo la pareja que se vea condenada a ajustar mediante la razón, cada mañana, todos los minúsculos detalles de un día doméstico. «Es probable que quienes se casen a edad avanzada escapen a las intromisiones de sus hijos; pero, en desmedro de esta ventaja, también es probable que éstos los dejen, ignorantes e indefensos, a merced de un guardián; o que, si esto no ocurre, deban irse del mundo antes de ver sabios y grandiosos a quienes más aman. Así como tienen menos qué temer de sus hijos, también tienen menos qué esperar, y pierden, sin remedio, los goces del amor temprano y el beneficio de relacionarse con modales dóciles y con mentes abiertas a nuevas impresiones, que podrían eliminar sus diferencias mediante la convivencia prolongada, así

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como las superficies de los cuerpos blandos, mediante roce continuo, se acoplan entre sí. «Creo que podrá afirmarse que quienes se casan tardíamente se sienten más complacidos con sus hijos, y quienes se casan pronto, con sus parejas». –La unión de estos dos afectos –dijo Rasselas– daría como resultado todo lo deseable. Tal vez haya un momento en que se puedan unir en el matrimonio, un momento ni demasiado prematuro para el padre, ni demasiado tardío para el esposo. –Cada vez –contestó la princesa– me inclino más por la opinión que con tanta frecuencia ha expresado Imlac: “La naturaleza reparte sus dones a diestra y a siniestra”. Las condiciones que alientan la esperanza y atraen el deseo están constituidas de tal modo que, a medida que nos acercamos a una, nos alejamos de la otra. Hay bienes tan opuestos entre sí que no podemos aprovecharnos de ambos, sino, con extrema prudencia, pasar entre los dos a una distancia tan grande como para alcanzar alguno. Tal es con frecuencia el destino de la meditación prolongada: en vano trabaja aquel que se esfuerza por hacer más de lo que a la humanidad le está concedido. No te ilusiones con las contradicciones del placer. Elige entre las bendiciones que están a tu alcance, y confórmate. Ningún hombre puede saborear los frutos del otoño mientras se deleita con el aroma de las flores primaverales; ningún hombre puede, a un mismo tiempo, llenar su taza en las fuentes del Nilo y en su desembocadura.

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XXX. Entra Imlac y cambia la conversación

En ese momento entró Imlac y los interrumpió. –Imlac –dijo Rasselas–, la princesa me ha estado refiriendo la triste historia de la vida privada, y casi me siento desalentado para continuar la búsqueda. –Me parece –dijo Imlac– que al dedicarse a hacer la elección de vida, ustedes dos se han olvidado de vivir. Se pasean por una sola ciudad que, aunque grande y diversa, ya puede ofrecer pocas novedades, y olvidan que se encuentran en un país famoso, entre las primeras monarquías, gracias al poder y la sabiduría de sus habitantes; un país donde aparecieron por primera vez las ciencias que iluminan el mundo, y más allá del cual no es posible rastrear las artes de la sociedad civil ni de la vida doméstica. «Los antiguos egipcios dejaron tras de sí monumentos que son fruto del esfuerzo y el poder, y ante los cuales es claro que palidece cualquier magnificencia europea. Las ruinas de su arquitectura son las escuelas de los constructores modernos, y a partir de las maravillas que el tiempo ha respetado podemos suponer, aunque de manera incierta, lo que también ha destruido». –Mi curiosidad –dijo Rasselas– no me incita especialmente a estudiar columnas de piedra o montones de tierra; lo que me interesa es el hombre. No vine aquí a medir vestigios de templos o a rastrear acueductos obstruidos, sino a observar las diversas escenas del mundo presente. –Las cosas que están ante nosotros –dijo la princesa– demandan nuestra atención, y la merecen. ¿Qué tengo yo

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que ver con los héroes o los monumentos de la antigüedad? ¿Con épocas que nunca regresarán y héroes cuya forma de vida era distinta a todo lo que la condición actual de la humanidad requiere o permite? –Para conocer algo –replicó el poeta– debemos conocer sus efectos. Para comprender a los hombres debemos comprender sus obras, y entonces podremos aprender lo que la razón ha dictado o la pasión ha estimulado, y descubrir cuáles son los motivos de acción más poderosos. Para juzgar correctamente el presente debemos compararlo con el pasado, pues todo juicio es comparativo, y nada puede saberse del futuro. En verdad, no se dedica mucha reflexión al presente: el recuerdo y la expectación ocupan casi todos nuestros momentos. Nuestras pasiones son la alegría y la pena, el amor y el odio, la esperanza y el miedo. El pasado es objeto de la alegría y la pena, y el futuro de la esperanza y el miedo; incluso el amor y el odio respetan el pasado, porque la causa debe preceder al efecto. «El presente estado de cosas es consecuencia del anterior, y es natural investigar cuáles fueron las fuentes del bien que disfrutamos o del mal que sufrimos. Si actuamos sólo por nosotros mismos, no es prudente descuidar el estudio de la historia; y no es justo hacerlo cuando nos confían el cuidado de otros. La ignorancia, cuando es voluntaria, es deshonrosa; y bien puede ser acusado de maldad quien se niega a aprender los medios para impedirla. «Ninguna parte de la historia es tan útil como la que

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narra el progreso del pensamiento humano, el mejoramiento gradual de la razón, los adelantos sucesivos de la ciencia, y las vicisitudes del saber y la ignorancia, que son la luz y la oscuridad de los seres pensantes, la extinción y la resurrección de las artes, y constituyen las revoluciones del mundo intelectual. Si bien el recuento de batallas e invasiones es asunto particular de los príncipes, las artes útiles o elegantes no deben desatenderse; quienes tienen reinos qué gobernar, tienen aprendizajes qué cultivar. «El ejemplo es siempre más efectivo que el precepto. Un soldado se forma en la guerra, así como un pintor aprende reproduciendo cuadros. En esto, la vida contemplativa tiene ventajas: rara vez se ven grandes acciones, pero los esfuerzos del arte siempre están a la mano para quienes desean saber lo que éste ha logrado. «Cuando el ojo o la imaginación son impactados por una obra extraordinaria, el siguiente paso de una mente activa es considerar los medios por los que fue realizada. Aquí comienza la verdadera utilidad de dicha contemplación: aumentamos nuestra comprensión con nuevas ideas, y quizá así recobramos alguna habilidad perdida por la humanidad o aprendemos algo que se conoce con menos perfección en nuestro país. Al menos comparamos nuestros tiempos con los antiguos, y nos regocijamos de nuestros adelantos o descubrimos nuestros defectos –lo cual constituye el primer movimiento hacia el bien». –Estoy dispuesto –dijo el príncipe– a observar todo lo que requiera mi investigación.

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–Y yo –dijo la princesa– estaré feliz de aprender sobre las costumbres de la antigüedad. –Los monumentos más majestuosos de la grandeza egipcia, y una de las obras más voluminosas del trabajo manual –dijo Imlac–, son las pirámides, edificios levantados antes de los registros históricos, y sobre los cuales las narraciones primitivas nos brindan sólo versiones inciertas. La más grande de ellas aún está en pie, poco afectada por el paso del tiempo. –Visitémoslas mañana –dijo Nekayah–. He oído hablar con frecuencia de las pirámides y no descansaré hasta haberlas visto por dentro y por fuera con mis propios ojos. XXXI. Visitan las pirámides

Una vez tomada la decisión, al día siguiente emprendieron la marcha. Cargaron tiendas sobre sus camellos, pues estaban resueltos a permanecer en las pirámides hasta que su curiosidad quedara satisfecha por completo. Viajaron sin prisa, desviándose ante todo lo que les llamara la atención, deteniéndose de vez en cuando a conversar con los habitantes, y observando los diversos aspectos de ciudades abandonadas o habitadas, de naturaleza salvaje o culta. Cuando llegaron a la gran pirámide, quedaron asombrados por la extensión de la base y por la altura de la cima. Imlac les explicó los principios por los que se había elegido la forma piramidal para una estructura diseñada para durar el mismo tiempo que el mundo: demostró que

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su adelgazamiento gradual le daba tal estabilidad que le permitía resistir los ataques permanentes de los elementos, y que no podría ser derribada ni por un terremoto, la fuerza más violenta de la naturaleza. Una sacudida capaz de resquebrajar la pirámide amenazaría con destruir el continente. Calcularon todas las dimensiones de la construcción, y armaron sus tiendas al pie de la misma. Al día siguiente se dispusieron a entrar en las cámaras interiores, y, después de contratar algunos guías, treparon hasta el primer pasadizo; allí la favorita de la princesa, al asomarse a la caverna, dio un paso atrás y se estremeció. –¿A qué le temes, Pekuah? –preguntó la princesa–. –A la estrecha entrada –contestó la joven– y a la horrorosa penumbra. No me atrevo a entrar en un sitio que con seguridad está habitado por almas intranquilas. Los primeros dueños de estas bóvedas espantosas se alzarán ante nosotros, y tal vez nos encierren aquí para siempre–. Cuando terminó de hablar, se abalanzó con los bazos al cuello de su ama. –Si son apariciones lo que temes –dijo el príncipe–, te prometo que estarás segura: los muertos no representan peligro alguno. Una vez alguien está enterrado, jamás vuelve a ser visto. –No me atrevería a asegurar –dijo Imlac–, en contra del testimonio general e invariable de todas las épocas y todas las naciones, que los muertos no vuelven a verse. No hay pueblo, ni agreste ni culto, donde no existan relatos

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ni creencias relacionadas con apariciones de los muertos. Esta opinión, que tal vez perviva mientras exista la naturaleza humana, sólo puede llegar a ser universal por su propia verdad: pueblos que nunca se comunicaron entre sí no habrían podido ponerse de acuerdo en un cuento que sólo la experiencia puede hacer verosímil. Que algunos escépticos aislados lo pongan en duda poco puede debilitar la evidencia general; y algunos que lo niegan con la lengua lo confiesan con sus temores. «Pero no pretendo agregar nuevos terrores a los que ya se han apoderado de Pekuah. No hay motivos para que los espectros frecuenten la pirámide más que otros lugares, o para que tengan el poder o la voluntad de herir la inocencia y la pureza. Con nuestra entrada no violentamos su honor, y nada podemos quitarles: ¿por qué van a ofenderse, entonces?». –Mi querida Pekuah –dijo la princesa–, siempre iré delante de ti, e Imlac te seguirá. Recuerda que eres la acompañante de la princesa de Abisinia. –Si es voluntad de la princesa que su servidora muera –replicó la damisela–, que le ordene una muerte menos espantosa que el encierro en esta horrible caverna. Sabes que no me atrevo a desobedecerte: debo ir si así me lo ordenas; pero una vez entre, nunca regresaré. La princesa comprendió que el temor de Pekuah era demasiado intenso como para reprenderla o reprocharla, y, abrazándola, le dijo que se quedara en la tienda hasta que regresaran. Pero Pekuah seguía inquieta, y rogó a la

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princesa que no emprendiera el horrible propósito de entrar a lo más recóndito de la pirámide. –Si bien no puedo enseñar el valor –dijo Nekayah–, tampoco debo aprender la cobardía, ni dejar finalmente de hacer lo único por lo que he venido hasta aquí. XXXII. Entran a la pirámide

Pekuah regresó a las tiendas, y los demás entraron a la pirámide; atravesaron las galerías, contemplaron las bóvedas de mármol y examinaron la urna donde se supone que fue depositado el cuerpo del “faraón”. Después se sentaron en una de las cámaras más amplias para descansar un momento antes de emprender el regreso. –Hemos solazado nuestras mentes –dijo Imlac– con una visión concreta de la mayor obra del hombre después de la gran muralla china. No es difícil suponer qué motivó la construcción de la muralla: defendía a una nación rica y temerosa contra las incursiones de los bárbaros, quienes, debido a su falta de habilidades, encontraban más fácil satisfacer sus necesidades mediante rapiña que por laboriosidad, y de vez en cuando se volcaban sobre los emplazamientos del comercio pacífico, así como los cuervos se lanzan sobre las aves de corral. Su celeridad y ferocidad hicieron necesaria la muralla, y su ignorancia la hizo eficaz. «Pero en cuanto a las pirámides, nunca se ha dado una razón adecuada para justificar el costo y el esfuerzo de la obra. La estrechez de las cámaras prueba que no podía ofrecer refugio contra los enemigos, y los tesoros se hu-

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biesen podido resguardar con la misma seguridad a un costo mucho menor. Parecen haber sido construidas sólo cediendo a esa hambre de la imaginación que consume sin cesar la vida, y que siempre debe aplacarse con alguna actividad. Quienes ya tienen todo lo que pueden disfrutar necesitan expandir sus deseos. Quien ha construido algo útil, que ha satisfecho sus necesidades, empieza entonces a construir por vanidad, y lleva su plan hasta el poder extremo de la ejecución humana, para no verse obligado a inventar otro deseo pronto. «Considero esta imponente estructura un monumento a la insuficiencia de los goces humanos. Un rey cuyo poder no tiene límites, y cuyos tesoros exceden todos los deseos reales e imaginarios, se ve impulsado a distraer, mediante la erección de una pirámide, el hartazgo del poder y la insipidez de los placeres, y a entretener el aburrimiento de la vida declinante contemplando cómo miles de personas se esfuerzan sin cesar, y cómo ponen piedra sobre piedra sin ningún propósito. ¡Quienquiera que seáis, que no os satisfacéis con una condición humilde, que imagináis la felicidad en la magnificencia real, y soñáis que el gobierno o las riquezas pueden alimentar el apetito de novedad con satisfacciones perpetuas, contemplad las pirámides y confesad vuestra insensatez!». XXXIII. La princesa es sorprendida                   por una desgracia

Se levantaron y regresaron a través de la gruta por la que

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habían entrado; y la princesa preparó para su favorita un largo relato de laberintos oscuros y lujosas habitaciones, y sobre las distintas impresiones que le habían causado los eventos del camino. Pero cuando regresaron con su séquito, encontraron a todos silenciosos y afligidos; los hombres mostraban vergüenza y temor en el semblante, y las mujeres lloraban en las tiendas. No intentaron siquiera suponer lo que había ocurrido, sino que se lanzaron a averiguarlo de inmediato. –Habían acabado de entrar a la pirámide –dijo uno de los servidores–, cuando una tropa de árabes se abalanzó sobre nosotros; éramos demasiado pocos para enfrentarlos, y demasiado lentos para escapar. Se disponían a inspeccionar las tiendas, ponernos sobre nuestros camellos y llevarnos con ellos, cuando la llegada de unos jinetes turcos los hizo huir; pero tomaron a la señorita Pekuah con sus dos doncellas y se las llevaron. Ahora los turcos los persiguen a instancias nuestras, pero temo que no podrán alcanzarlos. La princesa se sintió abrumada por la sorpresa y la pena. Rasselas, sable en mano, en el primer ardor de la furia ordenó a sus servidores que lo acompañaran, y se dispuso a perseguir a los raptores. –Señor –dijo Imlac–, ¿qué puedes esperar de la violencia o la valentía? Los árabes van sobre caballos entrenados para el combate y la huida; nosotros apenas tenemos animales de carga. Si nos alejamos de aquí, podemos perder a la princesa, y no podremos recuperar a Pekuah.

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Poco tiempo después regresaron los turcos, quienes no lograron alcanzar al enemigo. La princesa irrumpió en nuevas lamentaciones, y Rasselas apenas pudo evitar acusarlos de cobardía; pero Imlac opinó que la huida de los árabes no aumentaba su infortunio, porque quizá habrían matado a las cautivas en vez de entregarlas. XXXIV. Regresan a El Cairo sin Pekuah

Nada podía esperarse de una estadía más prolongada. Regresaron a El Cairo arrepentidos de su curiosidad, censurando el abandono del gobierno, lamentando su propia imprudencia –pues habían omitido llevar un guardia–, imaginando numerosos medios para haber impedido la pérdida de Pekuah, y decididos a hacer algo para recobrarla, aunque ninguno podía dar con una solución adecuada. Nekayah se retiró a su cámara, donde sus doncellas trataron de consolarla diciéndole que todas tenían sus penas, que la señorita Pekuah había disfrutado mucha felicidad en el mundo por mucho tiempo, y que bien podía esperar un cambio de fortuna. Confiaban en que algo bueno le sobrevendría dondequiera que estuviera, y que su ama encontraría otra amiga que ocuparía su puesto. La princesa no les contestó, y ellas siguieron con las formalidades de la condolencia, aunque no muy apenadas en su corazón por la desaparición de la favorita. Al día siguiente el príncipe presentó al bajá una queja por los daños que habían sufrido, y una solicitud de reparación. El bajá amenazó con castigar a los rapto-

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res, pero no intentó atraparlos; tampoco pudo obtener ningún informe o descripción que pudiera guiar la persecución. Pronto se hizo evidente que la autoridad no haría nada. Los gobernantes, acostumbrados a reclamos sobre más crímenes de los que podían castigar, y sobre más daños de los que podían reparar, se contentaban con una negligencia indiscriminada, y pronto olvidaban el reclamo cuando perdían de vista al demandante. Imlac se empeñó entonces en buscar información mediante agentes privados. Encontró a muchos que se ufanaron de conocer con exactitud todos los escondites de los árabes, de estar en constante comunicación con sus jefes, y que pronto estuvieron dispuestos a emprender la recuperación de Pekuah. De éstos, algunos recibieron dinero para el viaje, pero nunca regresaron; otros fueron generosamente remunerados por noticias que días más tarde resultaron ser falsas. Pero la princesa no se resignaba a dejar de intentar ningún medio, por improbable que fuese. Mientras hiciera algo mantendría viva su esperanza. En cuanto un recurso fallaba, se sugería otro; cuando un mensajero regresaba sin haber logrado nada, se enviaba otro en dirección distinta. Pasaron dos meses sin que se tuviesen noticias de Pekuah; las esperanzas que habían tratado de alentar entre ellos languidecieron poco a poco, y la princesa, cuando vio que no quedaba nada por intentarse, se hundió inconsolable en un abatimiento desesperanzado. Se reprochó mil

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veces por la fácil docilidad con la que había permitido que su favorita se quedara en el campamento. –Si mi afecto no hubiese disminuido mi autoridad –decía–, Pekuah no se habría atrevido a hablar de sus terrores. Debió haberme temido más a mí que a los espectros. Una mirada severa la habría dominado; una orden perentoria la habría obligado a obedecer. ¿Por qué prevaleció en mí la indulgencia insensata? ¿Por qué no hablé, y me negué a oír? –Noble princesa –dijo Imlac–, no te reproches tu virtud, ni te consideres culpable por un mal que ha sobrevenido por accidente. Tu ternura ante los temores de Pekuah fue generosa y buena. Cuando actuamos de acuerdo con nuestro deber, encomendamos los hechos a aquel cuyas leyes gobiernan nuestras acciones, y que no permitirá que nadie sea castigado por haber obedecido. Cuando en procura de un bien, sea natural o moral, violamos las leyes que nos están prescritas, nos apartamos de la guía de la sabiduría superior, y aceptamos todas las consecuencias. El hombre no alcanza a conocer la conexión entre causas y efectos como para arriesgarse a obrar mal para hacer el bien. Cuando perseguimos nuestro objetivo por medios lícitos, siempre podemos consolarnos de nuestro fracaso con la esperanza de la recompensa futura. Cuando sólo consultamos nuestras reglas, y tratamos de encontrar un camino más cercano hacia el bien, pasando por sobre los límites establecidos de lo correcto y lo incorrecto, ni siquiera el éxito puede hacernos felices, porque no podemos

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escapar a la conciencia de nuestra falta: pero si fracasamos, la desilusión es irremediablemente amarga. ¡Qué incómoda es la pena de aquel que siente al mismo tiempo las punzadas de la culpa y la humillación de la calamidad que ésta le ha acarreado! «Piensa, princesa, en cuál sería tu estado si la señorita Pekuah nos hubiese rogado ir con nosotros, pero tú la hubieses obligado a quedarse en las tiendas, donde la habrían raptado; o cómo soportarías la idea de haberla obligado a entrar en la pirámide, y que ella hubiese muerto frente a ti en un terror agónico». –Si hubiese ocurrido cualquiera de las dos cosas –dijo Nekayah–, no habría soportado la vida hasta ahora: me habría sentido torturada hasta la locura por el recuerdo de semejante crueldad, o me habría consumido aborreciéndome a mí misma. –Ésa, al menos –dijo Imlac–, es la recompensa actual por la conducta virtuosa: que ninguna consecuencia infortunada puede obligarnos a arrepentirnos. XXXV. La princesa languidece por

la ausencia de Pekuah

Nekayah, ya reconciliada consigo misma, descubrió que no hay penas insoportables, excepto las que van acompañadas por la conciencia de actuar mal. Desde entonces pudo liberarse de la angustia violenta y tempestuosa, y se sumió en la meditación silente y en la tranquilidad ­sombría. De la mañana a la tarde repasaba todo lo que

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su Pekuah había dicho o realizado, atesorando cuidadosamente cada pequeñez en la que ella había puesto algún valor, y que pudiera traer a su memoria cualquier incidente mínimo o cualquier tranquila conversación. Los sentimientos de aquella a la que no esperaba volver a ver se acopiaron en su memoria como normas de vida, y con frecuencia hacía conjeturas acerca de cuál hubiera sido la opinión o el consejo de Pekuah ante ciertas circunstancias. Las mujeres que la atendían no sabían su verdadera condición social, y por eso la princesa se dirigía a ellas con precaución y reserva. Empezó a reprimir su curiosidad, pues no tenía la intención de suscitar temas sobre los que no le convenía hablar. Rasselas se esmeró al principio en consolarla, y después intentó divertirla; contrató músicos a los que ella parecía escuchar, pero en realidad no los escuchaba; contrató maestros para que la instruyeran en varias artes, pero tenían que repetir sus lecciones una y otra vez en cada visita. La princesa había perdido el gusto por los placeres y la ambición por la excelencia; y su mente, aunque forzada a hacer breves excursiones, siempre regresaba a la imagen de su amiga. Todas las mañanas le pedía encarecidamente a Imlac que reanudara sus pesquisas, y todas las noches le preguntaba si tenía noticias de Pekuah; hasta que, incapaz de brindar a la princesa la respuesta anhelada, él empezó a sentir cada vez menos deseos de estar en su presencia. Ella notó su aprehensión y le pidió que la escuchara: –No debes confundir la impaciencia con el enojo –dijo–

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, ni suponer que te acuso de negligencia porque lamente tus fracasos. No me extraña tu ausencia, pues sé que los infelices nunca somos agradables, y que todos naturalmente evitan el contagio de la desdicha. Escuchar quejas aburre tanto al infeliz como al dichoso; y ¿quién nublaría con penas ajenas los breves resplandores de alegría que nos otorga la vida?, ¿o quién que se enfrenta a sus propios males agregaría a éstos las desdichas de otro? «Pronto llegará el momento en que nadie se verá importunado por los suspiros de Nekayah; mi búsqueda de la felicidad ha terminado. Estoy decidida a retirarme del mundo con todos sus halagos y engaños, y me recluiré en soledad, sin otra preocupación que ordenar mis pensamientos y regular mis horas con una sucesión constante de ocupaciones inocentes, hasta que, con la mente purificada de todo deseo terrenal, entre en ese estado al que todos nos dirigimos, y en el que espero disfrutar otra vez de la amistad de Pekuah». –No enredes tu mente con determinaciones irrevocables –dijo Imlac–, ni aumentes la carga de la vida con una acumulación voluntaria de desdicha: el aburrimiento del retiro continuará o aumentará cuando la pérdida de Pekuah haya sido olvidada. Que hayas sido privada de un placer no es buena razón para rechazar el resto. –Desde que Pekuah me fuera arrebatada –dijo la princesa– no tengo placeres para rechazar ni conservar. Quien no tiene a nadie a quién amar o en quién confiar tiene pocas esperanzas. Carece del principio radical de

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la f­ elicidad. Tal vez podamos aceptar que la satisfacción que este mundo pueda otorgar surge de la unión de la riqueza, el conocimiento y la bondad: la riqueza no es nada sino cuando es compartida, y el conocimiento no es nada sino cuando se lo comunica; deben, por tanto, ser otorgados a otros, ¿y a quién podría yo entregarlos con agrado ahora? La bondad proporciona el único bien que puede disfrutarse sin compañía; puede por tanto practicarse en el retiro. –Por el momento no discutiré hasta qué punto la soledad puede admitir la bondad o fomentarla –replicó Imlac–. Recuerda la confesión del ermitaño piadoso: desearás regresar al mundo cuando la imagen de tu compañera haya abandonado tus pensamientos. –Ese momento no llegará nunca –dijo Nekaya–. Cada vez extrañaré más la franqueza generosa, la entrega modesta y la discreción fiel de mi querida Pekuah, pues entre más viva yo, veré más vicio e insensatez. –El estado de una mente oprimida por una calamidad repentina –dijo Imlac– es como el de los habitantes fabulosos de la tierra recién creada, quienes, cuando la primera noche cayó sobre ellos, supusieron que el día no regresaría jamás. Cuando las nubes del dolor se juntan sobre nosotros, no vemos nada más allá de ellas, ni podemos imaginar cómo se disiparán; sin embargo, un nuevo día sucede a la noche, y el dolor nunca dura tanto como para no presenciar un alba reconfortante. Pero quienes se abstienen de recibir consuelo actúan como habrían hecho

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los salvajes si se hubiesen arrancado los ojos cuando estaba oscuro. Nuestras mentes, como nuestros cuerpos, están en un flujo permanente; algo se pierde a cada instante, y algo se obtiene. Perder mucho de una sola vez es perjudicial tanto para la mente como para el cuerpo, pero mientras los poderes vitales permanezcan ilesos, la naturaleza encontrará medios de reparación. La distancia tiene el mismo efecto en la mente que en los ojos, y mientras fluimos por la corriente del tiempo, lo que hayamos dejado atrás disminuirá, y aquello a lo que nos acercamos aumentará. No permitas que la vida se detenga; se anegará por falta de movimiento: entrégate otra vez a la corriente del mundo; Pekuah se desvanecerá gradualmente, y encontrarás en tu camino alguna otra favorita, o aprenderás a confundirte entre la conversación general. –Al menos –intervino el príncipe– no desesperes hasta que hayamos intentado todas las soluciones. La búsqueda de la infortunada dama continúa, y la seguiremos con mayor diligencia, con la condición de que prometas esperar los resultados durante un año, sin que tomes ninguna decisión definitiva. Nekayah consideró que aquella solicitud era razonable, e hizo la promesa a su hermano –a quien Imlac había aconsejado que se la pidiera–. En realidad, Imlac no tenía grandes esperanzas de recobrar a Pekuah, pero suponía que si aseguraba un lapso de un año, ya no habría riesgo de que la princesa se enclaustrara.

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XXXVI. Persiste el recuerdo de Pekuah.                   La evolución de la pena

Nekayah, al ver que no se habían escatimado esfuerzos por recuperar a su favorita, y después de postergar, mediante promesa, su intención de recluirse, empezó casi sin darse cuenta a concentrarse otra vez en las preocupaciones y los placeres comunes. Se regocijó, contra su voluntad, ante la suspensión de sus penas, y a veces se sorprendía indignada en el acto de apartar la mente del recuerdo de aquella a quien había decidido no olvidar nunca. Entonces reservó cierta hora del día para meditar en los méritos y el afecto de Pekuah, y durante unas semanas se retiraba siempre en el momento fijado, y regresaba con los ojos hinchados y el semblante ensombrecido. Poco a poco dejó de ser tan estricta, y mediante cualquier distracción importante y apremiante intentaba retrasar el diario tributo de lágrimas. Después cedió en menos ocasiones; a veces olvidaba lo que en realidad temía recordar, y al fin se liberó totalmente del deber de la aflicción periódica. Sin embargo, su auténtico amor por Pekuah no se había apagado. Mil acontecimientos la traían de nuevo a su memoria, y mil necesidades, que sólo la confianza de la amistad puede satisfacer, hacían que la extrañara con frecuencia. Por eso solicitó a Imlac que no desistiera de la búsqueda, y que no dejara ningún arte o perspicacia sin intentar, para que al menos pudiese tener el consuelo de saber que no habían fallado por negligencia ni pereza. –¿Pero qué podemos esperar –dijo– de nuestra búsqueda

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de la felicidad, cuando descubrimos que la condición de la vida es tal que la felicidad misma es causa de desdicha? ¿Por qué debemos esforzarnos en obtener aquello cuya posesión no podemos asegurar? De ahora en adelante temeré entregar mi corazón a la excelencia, por brillante que sea, o al afecto, por tierno que sea, por no perder otra vez lo que he perdido en Pekuah. XXXVII. La princesa tiene noticias de Pekuah

Siete meses después, uno de los mensajeros que había sido despachado el mismo día en que le arrancaron la promesa a la princesa, regresó, después de muchas correrías infructuosas, de la frontera con Nubia, con el informe de que Pekuah estaba en manos de un jefe árabe, que poseía un castillo o fortaleza en el rincón más alejado de Egipto. El árabe, cuyos ingresos provenían del saqueo, estaba dispuesto a devolverla, con sus dos sirvientas, por doscientas onzas de oro. El precio no fue tema de discusión. La princesa se sintió embargada de felicidad cuando se enteró de que su favorita aún vivía, y que podía ser rescatada por tan bajo precio. No concebía retrasar un instante la felicidad de Pekuah ni la suya, así que rogó a su hermano que enviara de nuevo al mensajero con la suma exigida. Imlac dijo, cuando le pidieron su opinión, que no confiaba en la veracidad del informante, y que dudaba aun más de la buena fe del árabe, quien podría retener, si se confiaba demasiado en él, tanto el dinero como las cautivas. Creía peligroso ponerse en

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manos del árabe entrando en sus dominios, y dudaba que el bandido se expusiera a descender hasta al interior del país, donde podría ser atrapado por los ejércitos del bajá. Es difícil negociar donde ninguno se siente confiado. Por eso Imlac, después de cierta reflexión, le dio instrucciones al mensajero para que propusiera que Pekuah fuera conducida por diez jinetes al monasterio de San Antonio, ubicado en los desiertos de Alto Egipto, donde la recibiría el mismo número de jinetes, y se pagaría el rescate. Para no perder tiempo, y dado que esperaban que la propuesta no fuera rechazada, emprendieron de inmediato su viaje al monasterio. Cuando llegaron, Imlac se adelantó junto con el mensajero hasta la fortaleza del árabe. Rasselas deseaba acompañarlos, pero ni su hermana ni Imlac se lo permitieron. El árabe, siguiendo las costumbres de su nación, acató fielmente las reglas de hospitalidad para con quienes estaban bajo su dominio; y en pocos días llevó a Pekuah y sus doncellas, en cómodas jornadas, hasta el lugar designado, donde, al recibir el precio estipulado, la devolvió con gran respeto a la libertad y a sus amigos, y se encargó de acompañarlos en dirección a El Cairo hasta que estuvieran a salvo de todo peligro de robo o violencia. La princesa y su favorita se abrazaron en un éxtasis tan intenso que resulta inenarrable, y se alejaron a derramar tiernas lágrimas en privado, y a intercambiar expresiones de afecto y gratitud. Después de unas horas se dirigieron al refectorio del convento, donde, en presencia del prior

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y sus frailes, el príncipe pidió a Pekuah que narrara sus aventuras. XXXVIII. Las aventuras de la joven Pekuah

–Del momento y la manera como fui raptada –dijo Pekuah– ya les han contado sus criados. La brusquedad del hecho me tomó por sorpresa, y al principio me sentí más impresionada que poseída por algún sentimiento de miedo o tristeza. Mi confusión aumentó por la velocidad y la ofuscación de nuestra fuga, pues éramos perseguidos por los turcos, quienes pronto desistieron de alcanzarnos, o quizá tuvieron miedo de aquellos a quienes habían amenazado. «Cuando los árabes se vieron fuera de peligro, disminuyeron la marcha; y al sentirme menos hostigada por la violencia externa, empecé a experimentar una mayor inquietud mental. Después de cierto tiempo, nos detuvimos cerca de un arroyo que corría bajo la sombra de los árboles en una agradable pradera; allí nos instalaron en el suelo y nos ofrecieron el mismo refrigerio que compartían nuestros amos. Aceptaron que yo me sentara con mis doncellas aparte de los demás, y nadie intentó consolarnos ni insultarnos. En ese momento empecé a sentir todo el peso de mi desgracia. Las muchachas lloraban en silencio, y de vez en cuando alzaban los ojos hacia mí en busca de consuelo. Yo no sabía a qué condición estábamos condenadas, ni podía imaginar dónde sería el sitio de nuestro cautiverio, o si podía albergar alguna esperanza de ser liberada. Estaba

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en manos de ladrones y salvajes, y no tenía motivos para suponer que su piedad fuera mayor que su justicia, o que reprimieran la satisfacción de cualquier ardor del deseo o de algún capricho cruel. Sin embargo, besé a mis doncellas, y traté de calmarlas haciéndoles notar que hasta entonces habíamos sido tratadas con consideración, y que, dado que ya no nos perseguían, no había peligro de violencia contra nuestras vidas. «Cuando íbamos a tomar de nuevo las monturas, las doncellas se aferraron a mí y se negaron a que nos separaran; pero les ordené que no irritaran a quienes nos tenían en su poder. Viajamos el resto del día por una región poco frecuentada y sin caminos, y llegamos, bajo la luz de la luna, al flanco de una colina, donde acampaba el resto de la tropa. Sus tiendas estaban armadas y sus fogatas encendidas, y nuestro jefe fue recibido como alguien muy amado por sus subalternos. «Nos acomodaron en una amplia tienda, donde encontramos mujeres que habían acompañado a sus esposos en la expedición. Nos sirvieron la cena que ellas habían preparado, y comí más para animar a mis doncellas que para saciar un hambre que no sentía. Cuando levantaron la mesa, tendieron las esteras para descansar. Estaba fatigada, y esperaba encontrar en el sueño ese alivio de la angustia que la naturaleza rara vez niega. Cuando ordené que me desvistieran, observé que las mujeres me miraban con gran atención, sorprendidas, supongo, de ver que me atendían con tanto cuidado. Cuando me quitaron el jubón,

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al parecer quedaron impactadas por el esplendor de mis prendas, y una de ellas deslizó tímidamente la mano sobre los bordados. Entonces salió, y al poco tiempo regresó con otra mujer que parecía de rango más alto y mayor autoridad. Ésta, al entrar, hizo la reverencia de costumbre, y tomándome de la mano me llevó a una tienda más pequeña, cubierta de alfombras más delicadas, donde pasé tranquilamente la noche con mis doncellas. «A la mañana siguiente, mientras estaba sentada sobre la hierba, el jefe de la tropa se me acercó. Me levanté para recibirlo, y él se inclinó con gran respeto». “Ilustre dama –dijo–, he tenido más suerte de la que esperaba: mis mujeres me han dicho que tengo a una princesa en mi campamento.” –Señor –contesté–, tus mujeres se engañaron a sí mismas y te han engañado; no soy una princesa, sino una infeliz extranjera que pensaba abandonar pronto este país, en el que ahora me veo prisionera para siempre. –Quienquiera que seas, y de donde sea que vengas – replicó el árabe–, tu atuendo y el de tus servidoras son muestras de un alto rango y de una gran riqueza. ¿Por qué, si puedes fácilmente procurarte un rescate, temes estar en peligro de cautiverio perpetuo? El propósito de mis incursiones es aumentar mis riquezas, o, mejor dicho, recoger tributo. Los hijos de Ismael son los señores naturales y hereditarios de esta parte del continente, usurpada por invasores tardíos y tiranos de baja extracción, a quienes nos vemos obligados a quitarles con la espada lo que la

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justicia nos niega. La violencia de la guerra no admite distinción: la lanza que se eleva contra la culpa y el poder cae a veces sobre la inocencia y la mansedumbre. –¡Poco imaginaba yo –dije– que ayer iba a caer sobre mí! “Las desgracias –contestó el árabe– siempre deben esperarse. Si los ojos de la hostilidad aprendieran a ser reverentes o compasivos, una excelencia como la tuya se vería exenta de perjuicios. Pero los ángeles de la aflicción distribuyen sus penurias tanto entre los virtuosos como entre los malvados, entre los poderosos como entre los humildes. No te descorazones: no soy uno de esos bandidos crueles e injustos del desierto; conozco las reglas de la vida civilizada; fijaré tu rescate, dejaré partir a tu mensajero, y cumpliré mi promesa con toda exactitud”. «Como podrán imaginar, me sentí complacida con su cortesía, y al descubrir que su mayor pasión era el deseo de dinero, empecé a considerar que mi peligro era menor, porque sabía que ninguna suma sería demasiado grande para liberar a Pekuah. Le dije que si me trataba con amabilidad no tendría motivos para acusarme de ingratitud, y que se pagaría cualquier rescate que pudiera esperarse por una doncella de rango común, pero que no debía insistir en considerarme princesa. Dijo que meditaría cuál sería su exigencia, y después, con una sonrisa, hizo una reverencia y se retiró. «Poco después las mujeres se me acercaron, cada una compitiendo por ser más solícita que las demás, y mis

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propias doncellas fueron atendidas con reverencia. Seguimos viajando en breves jornadas. Al cuarto día, el jefe me dijo que mi rescate sería de doscientas onzas de oro; no sólo se las prometí, sino que le dije que añadiría cincuenta más, si mis doncellas y yo éramos tratadas honorablemente. «Nunca antes había conocido el poder del oro. Desde ese momento me convertí en la líder de la tropa. La marcha de cada día era más o menos prolongada según yo lo ordenara, y las tiendas se alzaban donde yo decidiera descansar. Ahora teníamos camellos y otras comodidades para viajar, mis doncellas iban siempre a mi lado, y yo me entretenía en observar las costumbres de las naciones nómadas y en contemplar los restos de antiguas construcciones, con las que al parecer estuvieron fastuosamente adornadas estas regiones desiertas en épocas remotas. «El jefe de la banda distaba de ser ignorante: podía orientarse bien fuera con las estrellas o con la brújula, y había señalado, en sus expediciones erráticas, los lugares que merecen la atención de un viajero. Me indicó que las construcciones siempre se conservan mejor en sitios poco frecuentados y de difícil acceso, y que una vez el esplendor original de una región declina, entre más habitantes queden más pronto sobreviene la ruina. Los muros proporcionan piedras con más facilidad que las canteras, y los palacios y los templos son demolidos para hacer establos de granito y cabañas de roca compacta».

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XXXIX. Continúan las aventuras de Pekuah

–De ese modo deambulamos durante algunas semanas, bien fuera para complacerme, como pretendía nuestro jefe, o tal vez, como sospechaba yo, por alguna conveniencia suya. Me esforzaba por parecer contenta, pues el enfado y el resentimiento habrían sido inútiles, y ese esfuerzo me sirvió mucho para serenar la mente; pero mi corazón seguía siempre con Nekayah, y las turbaciones de la noche desequilibraban las diversiones del día. Mis damas, que descargaban todas sus preocupaciones con su ama, se tranquilizaron desde el momento en que me vieron ser tratada con respeto, y se entregaron a los ocasionales alivios de nuestra fatiga sin preocupación ni pena. Me sentí alegre por su tranquilidad, y animada por su confianza. Mi condición no era ya tan horrenda, pues descubrí que el árabe recorría la región sólo para obtener riquezas. La avaricia es un vicio llano y manipulable; otros trastornos intelectuales son distintos en diferentes estados de la mente: lo que apacigua el orgullo de uno ofenderá el orgullo de otro; pero para obtener el favor de un codicioso hay un camino fácil: llévale dinero, y nada te será negado. «Al fin llegamos a la morada de nuestro jefe: una casa firme y amplia, construida con piedra en una isla del Nilo, que, según me dijeron, está ubicada bajo el trópico. “Señora –dijo el árabe–, descansarás del viaje en este sitio, del que te has de considerar soberana. Mi ocupación es la guerra, y por eso he elegido esta oculta residencia, de la que puedo salir de improviso, y a la que puedo regresar

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sin ser perseguido. Ahora puedes descansar segura; aquí hay pocos placeres, pero no hay peligros”. «Después me guió a las habitaciones interiores, y, haciéndome sentar en el diván más lujoso, hizo una gran venia. Sus mujeres, que me consideraban una rival, me miraban con malevolencia; pero como pronto se enteraron de que yo era una gran dama retenida sólo por su rescate, empezaron a competir entre sí en cortesía y reverencia. «Reconfortada una vez más por las certezas de una rápida liberación, me olvidé de la impaciencia por unos días, gracias a la novedad del lugar. Las torrecillas dominaban un extenso paisaje, y desde allí se podían apreciar las abundantes ondulaciones de la corriente. Durante el día yo caminaba de un lugar a otro, mientras el curso del sol daba variedad al esplendor del paisaje; y vi muchas cosas que no había visto antes. Los cocodrilos y los hipopótamos son comunes en esta región despoblada, y a menudo los contemplaba con terror, aunque sabía que no podían hacerme daño. Por algún tiempo esperé ver sirenas y tritones, que, según me dijo Imlac, habían sido traídos al Nilo por viajeros europeos; pero tales seres nunca aparecieron, y el árabe, cuando le pregunté por ellos, se rió de mi credulidad. «Al caer la noche el árabe siempre me llevaba a una torre levantada aparte para realizar observaciones astronómicas, donde se esforzaba por enseñarme los nombres y las trayectorias de las estrellas. Yo no me sentía muy atraída por estos estudios, pero era necesario aparentar

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interés para agradar a mi instructor, que se jactaba de su arte. Pronto descubrí que necesitaba alguna ocupación para combatir el aburrimiento del tiempo, que yo debía pasar siempre entre los mismos objetos. Estaba cansada de ver por la mañana las cosas de las que me había apartado cansada por la noche, y por eso al fin me disponía a ver las estrellas en vez de no hacer nada; pero no siempre podía ordenar mis pensamientos, y pensaba en Nekayah con mucha frecuencia, cuando los otros me imaginaban contemplando el cielo. Poco después el árabe partió hacia otra expedición, y entonces mi único placer era hablar con mis doncellas acerca del accidente por el que habíamos sido secuestradas, y de la felicidad que disfrutaríamos todas al final de nuestro cautiverio». –En la fortaleza del árabe había mujeres –dijo la princesa–. ¿Por qué no te hiciste amiga de ellas, disfrutaste de su conversación o participaste de sus diversiones? Allí donde ellas tenían ocupaciones o entretenimientos, ¿por qué te consumía la melancolía de la ociosidad? ¿O por qué no podías sobrellevar por unos meses esa condición a la que ellas estaban condenadas de por vida? –Las diversiones de esas mujeres –contestó Pekuah– eran sólo juegos pueriles, con los que una mente acostumbrada a operaciones más difíciles no logra ocuparse. Yo podía hacer todo lo que ellas se deleitaban en hacer por medios meramente sensibles, mientras mis facultades intelectuales se desviaban a El Cairo. Corrían de cuarto en cuarto, como salta un pájaro de cuerda en cuerda

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dentro de su jaula. Bailaban sin otro interés que el de moverse, así como los corderos juguetean en un prado. Una de ellas a veces pretendía estar herida para que las demás se alarmaran; o se escondía, para que otra pudiera buscarla. Parte de su tiempo lo ocupaban en observar el paso de cuerpos livianos que flotaban sobre el río, y otra parte señalando las diversas formas en que se dividían las nubes en el cielo. «Su única ocupación era el bordado, con el que mis doncellas y yo a veces les ayudábamos; pero ustedes saben que la mente se aparta con facilidad de los dedos, y, como supondrán, ni mi cautiverio ni la ausencia de Nekayah lograban encontrar consuelo en flores de seda. «Tampoco podía esperarse mucha satisfacción de sus conversaciones; porque, ¿de qué podía esperarse que hablaran? No habían visto nada, puesto que habían vivido desde muy jóvenes en aquel limitado paraje; de las cosas que nunca habían visto no tenían conocimiento, pues no sabían leer. No tenían idea más que de las pocas cosas que estaban al alcance de su vista, y apenas tenían palabras para nombrar sus ropas y su comida. Como consideraban que yo era de un carácter superior, a menudo me llamaban para resolver sus disputas, que yo decidía lo más equitativamente posible. Si escuchar las quejas de unas y otras hubiese sido de mi agrado, me hubiese estancado a menudo en largas historias; pero los motivos de su animosidad eran tan nimios, que al escucharlas terminaba siempre por predecir sus historias».

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–¿Cómo puede el árabe –dijo Rasselas–, a quien definiste como un hombre de talento extraordinario, encontrar placer en su serrallo, cuando está lleno sólo de mujeres como ésas? ¿Son exquisitamente hermosas? –No carecen –dijo Pekuah– de esa belleza común y natural que puede subsistir sin vivacidad ni grandiosidad, sin fuerza de pensamiento ni dignidad virtuosa. Pero para un hombre como el árabe tal belleza era sólo una flor que se arranca al azar y se arroja con indiferencia. Cualesquiera sean los placeres que encuentre en ellas, no son los de la amistad y la compañía. Cuando jugueteaban a su alrededor, las miraba con superioridad desatenta, y cuando competían por su atención, a veces se apartaba fastidiado. Como carecían de conocimiento, su conversación no lograba alejar ni un poco el aburrimiento de la vida; como no tenían elección, su afecto, o ese afecto aparente, no excitaba en él ni el orgullo ni la gratitud; no sentía exaltada su propia estima por las sonrisas de una mujer que no veía a ningún otro hombre, ni se sentía agradado por consideraciones cuya sinceridad nunca podía conocer, y que a menudo sabía que eran ejercitadas no tanto para complacerlo a él como para herir a una rival. Lo que él daba como amor, y que ellas recibían como tal, era sólo una indiferente distribución de tiempo fútil, ese amor que un hombre puede conceder a lo que desdeña, sin esperanza ni temor, sin alegría ni pena. –Tienes razón –dijo Imlac– en considerarte feliz por haber sido liberada tan fácilmente. ¿Cómo pudo una mente,

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hambrienta de conocimiento en semejante desierto intelectual, perder un banquete como la conversación de Pekuah? –Me inclino a creer –contestó Pekuah– que él vaciló por cierto tiempo, porque, no obstante su promesa, cada vez que le proponía enviar un mensajero a El Cairo, encontraba alguna excusa para postergarlo. Mientras estuve retenida en su casa, él hizo muchas incursiones en regiones vecinas, y tal vez se habría negado a soltarme si su botín hubiese sido igual a sus deseos. Siempre que regresaba se portaba cortésmente, narraba sus aventuras, encantado de oír mis observaciones, y se esforzaba para que yo avanzara en el conocimiento de las estrellas. Cuando le insistía en que enviara mis cartas, me apaciguaba con declaraciones de honor y sinceridad; y cuando ya no podía negarse amablemente, ponía otra vez su tropa en movimiento y me permitía gobernar en su ausencia. Yo estaba muy afligida por esa dilación premeditada, y a veces temía que ustedes me olvidaran, que se marcharan de El Cairo, y que yo tuviese que terminar mis días en una isla del Nilo. «Me sentí finalmente descorazonada y abatida; y me preocupaba tan poco por escucharlo, que por un tiempo habló más a menudo con mis doncellas. Que se enamorara de ellas o de mí habría sido igualmente fatal, y no terminaba de gustarme aquella creciente amistad. Mi ansiedad no duró mucho porque, en cuanto recobré cierto grado de alegría, él volvió a acercarse a mí, y no pude dejar de reprocharme mi brusca actitud anterior. «El árabe siguió postergando la solicitud de mi rescate,

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y quizá nunca se hubiera decidido si el mensajero que enviaron no nos hubiese encontrado. No podía rechazar el oro cuando se lo ofrecían, en lugar de tener que ir a buscarlo. Se apresuró a preparar nuestro viaje, como un hombre liberado de un conflicto interno. Me despedí de mis compañeras de la casa, que se separaron de mí con fría indiferencia». Una vez oyó el relato de su favorita, Nekayah se levantó y la abrazó; y Rasselas le dio cien onzas de oro, que ella obsequió al árabe en vez de las cincuenta que le había prometido. XL. La historia de un hombre de ciencia

Regresaron a El Cairo, y estaban tan encantados de estar juntos de nuevo, que ninguno salía demasiado. El príncipe empezó a disfrutar del aprendizaje, y un día le confesó a Imlac que pensaba dedicarse a la ciencia y pasar el resto de sus días en la soledad de las letras. –Antes de que tomes tu decisión –repuso Imlac–, deberías estudiar sus riesgos y conversar con quienes han envejecido en compañía de sí mismos. Acabo de venir del observatorio de uno de los astrónomos más instruidos del mundo, que pasó cuarenta años dedicando una atención infatigable a los movimientos y apariciones de los cuerpos celestes, y ha consumido su alma en cálculos interminables. Él recibe a unos pocos amigos una vez al mes, para que oigan sus deducciones y se deleiten con sus descubrimientos. Fui presentado como un hombre de

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un conocimiento digno de su atención. Los hombres de ideas variadas y conversación fluida son por lo común bien recibidos por aquellos cuyos pensamientos han estado concentrados durante mucho tiempo sobre un solo punto, y que descubren que las imágenes de las demás cosas se les van escabullendo. Le encantaron mis observaciones; sonrió durante el relato de mis viajes, y se alegró de olvidar sus constelaciones y descender por un momento al mundo terrenal. «Al mes siguiente repetí mi visita, y tuve la fortuna de agradarle una vez más. Desde ese momento cedió en la severidad de sus reglas, y me permitió entrar cuando yo lo deseara. Siempre lo encontraba ocupado, pero a la vez alegre de poder descansar. Como cada uno sabía bien lo que el otro deseaba aprender, intercambiamos nuestras ideas con mucho placer. Advertí que cada día recibía más su confianza, y siempre encontraba nuevos motivos de admiración en la profundidad de su mente. Su comprensión era enorme, su memoria amplia y retentiva, su discurso metódico, y su expresión clara. «Su rectitud y su benevolencia están al mismo nivel de su sabiduría. Está siempre dispuesto a interrumpir sus investigaciones más profundas y sus estudios favoritos por cualquier oportunidad de hacer el bien mediante su consejo o sus riquezas. Todos los que necesitan su ayuda son admitidos en su cuarto más íntimo o en los momentos de mayor ocupación. “Porque aunque rechazo el ocio y el placer –dice–, nunca cerraré mis puertas a la caridad. Al

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hombre le está permitida la contemplación de los cielos, pero la práctica de la virtud le es obligatoria”». –Seguramente ese hombre es feliz –dijo la princesa. –Lo visité con mayor frecuencia –dijo Imlac–, y cada vez me sentía más enamorado de su conversación; era sublime sin ser arrogante, cortés pero sin formalismos, y comunicativo mas no ostentoso. Al principio, noble princesa, yo compartía la misma opinión: lo consideraba el más feliz de la humanidad, y a menudo lo felicitaba por el don con el que había sido bendecido. Él no parecía oír nada con indiferencia, salvo las alabanzas a su condición, a las que siempre respondía con una respuesta general, y desviaba la conversación hacia algún otro tema. «En medio de esta disposición a ser complacido, y de este esfuerzo por complacer, pronto tuve motivos para imaginar que un sentimiento doloroso afligía su mente. A menudo elevaba los ojos con seriedad hacia el sol, y dejaba que la voz se apagara en medio de su discurso. A veces, cuando estábamos a solas, me miraba en silencio, con la actitud de un hombre que ansiaba decir lo que en realidad había decidido callar. Con frecuencia enviaba por mí, pidiendo vehementemente que me apresurara, pero, cuando yo llegaba, él no tenía nada extraordinario qué decir; y a veces, cuando ya me iba, me llamaba otra vez, hacía una pausa, y después me despedía». XLI. El astrónomo revela la causa de su inquietud

–Al fin llegó el momento cuando el secreto rompió la

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prudencia del astrónomo. Anoche, mientras estábamos sentados en la torrecilla de su casa, observábamos cómo se asomaba un satélite de Júpiter. De pronto, una brusca tempestad nubló el cielo y frustró nuestra observación. Nos quedamos en silencio por un momento en la oscuridad, y después se dirigió a mí con estas palabras: “Imlac, desde hace tiempo considero tu amistad como la mayor bendición de mi vida. La rectitud sin conocimiento es débil e inútil, y el conocimiento sin rectitud es peligroso y temible. En ti he encontrado todas las cualidades requeridas para la confianza, la benevolencia, la experiencia y la fortaleza. Desde hace tiempo desempeño un cargo que pronto deberé abandonar ante el llamado de la naturaleza, y en esta hora de imbecilidad y dolor me alegraría delegártelo”. «Me creí honrado por esta declaración, y manifesté que todo lo que llevara a su felicidad contribuiría también a la mía. “Escucha, Imlac –dijo–, lo que no creerás sin dificultad. Desde hace cinco años estoy a cargo de regular el clima y de distribuir las estaciones; el sol ha seguido mis dictámenes, y ha pasado de un trópico a otro según mis instrucciones; las nubes, atendiendo mi llamado, han derramado sus aguas, y el Nilo se ha desbordado por orden mía; he refrenado la cólera de Sirio, de la constelación del Can Mayor, y mitigado los fervores del Cangrejo. De todos los poderes elementales, sólo los vientos han rechazado hasta ahora mi autoridad, de modo que han perecido multitudes por tempestades equinocciales, que soy incapaz de

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prohibir o refrenar. He ejercido este importante cargo con toda justicia, dividiendo imparcialmente las lluvias y el sol entre las distintas naciones de la Tierra. ¿Cuál habría sido la desdicha de medio mundo si yo hubiese limitado las nubes a regiones particulares, o confinado el sol a un solo lado del ecuador”? XLII. Se explica y justifica el juicio del astrónomo

–Supongo que, a pesar de la oscuridad del cuarto, el astrónomo descubrió en mí señales de asombro y duda, porque, después de una breve pausa, siguió así: “Que no me crean fácilmente no me sorprende ni me ofende, pues quizá soy el primer ser humano a quien se le ha encomendado esta responsabilidad. Tampoco sé si atribuir esta distinción a una recompensa o un castigo; desde que la tengo he sido mucho menos feliz que antes, y sólo la conciencia de la buena intención me ha permitido soportar la fatiga de una vigilancia incesante”. “Señor –dije yo–, ¿cuánto hace que este gran cargo está en tus manos”? “Hace unos diez años –dijo él– mis observaciones diarias de los cambios del cielo me llevaron a pensar que, si pudiera dominar las estaciones, podría otorgar mayores abundancias a los habitantes de la Tierra. Esta idea se fijó en mi mente, y durante días y noches la contemplé en mi imaginación, derramando sobre una región y otra las lluvias de la fertilidad, y haciendo que a cada una le siguiera la debida proporción de sol. Hasta entonces sólo tenía la

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voluntad de hacer el bien, pero no imaginaba que algún día tendría el poder de hacerlo. “Un día, mientras contemplaba los campos marchitos por el calor, sentí de repente un profundo deseo de hacer llover sobre las montañas del sur, y que el Nilo creciera hasta desbordarse. En la premura de mi imaginación, ordené que cayera la lluvia; y al comparar el momento de mi orden con el de la inundación, descubrí que las nubes habían escuchado a mis labios”. “¿No pudo haber sido otra causa –pregunté– la que provocó este evento? El Nilo no siempre se crece el mismo día”. “No creas que se me pasaron por alto esas objeciones –dijo con impaciencia–. Razoné largo tiempo contra mi propia convicción, y trabajé por la verdad con la mayor obstinación. A veces creía que estaba loco, y sólo me habría atrevido a compartir este secreto con un hombre como tú, capaz de distinguir lo maravilloso de lo imposible, y lo increíble de lo falso”. “Señor –dije–, ¿por qué llamas increíble lo que sabes, o crees saber, que es verdadero”? “Porque no puedo probarlo con ninguna evidencia externa –dijo–. Y conozco bastante bien las leyes de la demostración como para suponer que mi convicción influiría sobre alguien que no puede, como yo, ser consciente de su fuerza. Por tanto no intentaré hacerme creer mediante discusiones. Me basta con sentir este poder, que poseo desde hace tiempo y que he ejercido todos los

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días. Pero la vida del hombre es breve, los achaques de la edad aumentan en mí, y pronto llegará la hora en que el controlador de las estaciones se confunda con el polvo. La inquietud de designar un sucesor me ha perturbado desde hace tiempo; he pasado días y noches comparando la personalidad de todos los que conozco, y hasta ahora no había encontrado a alguien más digno que tú”. XLIII. El astrónomo da instrucciones a Imlac

“Escucha, por tanto, lo que te comunicaré, y presta mucha atención, pues así lo requiere el bienestar de un mundo. Si se considera difícil la labor de un rey, que sólo tiene a su cargo unos pocos millones de personas a quienes no puede hacer mayor bien ni mal, ¡cuán será la preocupación de aquel de quien depende la actividad de los elementos, y los grandes dones de la luminosidad y la temperatura! Escúchame, pues, con atención. “He reflexionado cuidadosamente sobre las posiciones de la Tierra y el Sol, y he trazado innumerables esquemas en los que las he modificado. A veces inclinaba el eje de la Tierra, y otras veces variaba la eclíptica del Sol; pero descubrí que es imposible encontrar un acomodo con el que el mundo salga beneficiado: con cualquier alteración imaginable, lo que una región ganaba otra lo perdía, incluso sin considerar las distintas partes del sistema solar que no conocemos. En tu administración del año, por tanto, no te permitas consentir tu orgullo con innovaciones; no te alegres pensando que te harás famoso en todas las épocas

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futuras por haber desordenado las estaciones. El recuerdo de un perjuicio no es fama deseable. Mucho menos te convendrá dejar que se te impongan la bondad o el interés: nunca despojes de lluvia a otras regiones para derramarla en la tuya. Para nosotros el Nilo es suficiente”. «Le prometí que cuando fuera dueño de aquel poder lo usaría con rectitud inflexible; y se despidió de mí estrechándome la mano. «Ahora mi corazón descansará –dijo– y mi tranquilidad ya no se verá afectada por mi benevolencia: he encontrado a un hombre sabio y virtuoso, a quien puedo legar alegremente la herencia del sol». El príncipe escuchó este relato con gran seriedad, pero la princesa sonreía y Pekuah se retorcía de la risa. –Señoritas –dijo Imlac–, burlarse de las mayores aflicciones humanas no es bondadoso ni sensato. Pocos pueden llegar a tener el conocimiento de este hombre, y pocos practican sus virtudes, pero todos pueden sufrir su desgracia: de las incertidumbres de nuestra condición presente, la más temible y alarmante es la incierta permanencia de la razón. La princesa se compuso, y su favorita se sintió avergonzada. Rasselas, más profundamente conmovido, le preguntó a Imlac si creía que tales afecciones de la mente eran frecuentes y cómo se contraían. XLIV. El peligroso predominio de la imaginación

–Los trastornos del intelecto –contestó Imlac– se

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­ resentan con mucha mayor frecuencia de lo que creen p los observadores superficiales. Quizá, hablando con total rigurosidad, ninguna mente humana está en perfecto estado. No existe un solo hombre cuya imaginación no se imponga a veces sobre su razón, cuya atención esté controlada completamente por su voluntad, y cuyas ideas vayan y vengan según él lo ordene. No habrá ningún hombre cuya mente no se vea dominada a veces por nociones vanas, que lo obliguen a desear o temer más allá de los límites de la sobria probabilidad. Todo poder de la fantasía sobre la razón es un grado de demencia; pero mientras podamos controlar y reprimir ese poder, no se hace visible a los demás ni es considerado una depravación de las facultades mentales: no se lo declara locura sino cuando se vuelve ingobernable e influye visiblemente en el habla o en los actos. «Consentir el poder de la ficción, y dejar volar la imaginación, son con frecuencia el pasatiempo de quienes se complacen demasiado en la especulación silenciosa. Cuando estamos solos, no siempre estamos ocupados; el esfuerzo de la meditación es demasiado intenso como para durar; la fogosidad del estudio a veces da paso a la inactividad o el hartazgo. Quien no tiene nada externo que pueda distraerlo, debe encontrar placer en sus propios pensamientos, y se ve inclinado a imaginarse como alguien diferente; porque ¿quién está satisfecho con lo que es? Entonces uno se explaya en un futuro ilimitado, y elige de todas las condiciones imaginables aquella que más desea en el presente; distrae sus deseos con goces imposibles, y

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le confiere a su orgullo un territorio inaccesible. La mente danza de escena en escena, mezcla todos los placeres en todas las combinaciones posibles, y se permite deleites que la naturaleza y la fortuna, aun con toda su generosidad, no pueden ofrecer. «Con el tiempo, una especial cadena de ideas se fija en la atención; se rechazan todos los otros placeres intelectuales; la mente, cansada u ociosa, vuelve constantemente a su idea favorita, y se alboroza en la seductora falsedad cada vez que es lastimada por la amargura de la verdad. Poco a poco el reino de la fantasía se fortalece; al principio ésta se vuelve imperiosa, y después despótica. Entonces las ficciones empiezan a obrar como realidades, las opiniones falsas se aferran a la mente, y la vida pasa en ensoñaciones de éxtasis o angustia. «Éste, señor, es uno de los peligros de la soledad, que, según ha confesado el ermitaño, no siempre fomenta el bien, y que no siempre es propicia para la sabiduría, como la desgracia del astrónomo lo ha demostrado». –Dejaré de imaginarme –dijo Pekuah– que soy la reina de Abisinia. A menudo me paso las horas libres que la princesa me concede, imaginando ceremonias y regulando la corte; he reprimido el orgullo de los poderosos y cumplido las peticiones de los pobres; he construido nuevos palacios en mejores locaciones, plantado bosques sobre las cimas de las montañas, y disfrutado de los beneficios de la realeza, hasta el punto que, al entrar la princesa, casi me olvidaba de inclinarme ante ella.

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–Y yo –dijo la princesa–, ya no me permitiré representar en mis ensoñaciones el papel de pastora. A menudo he tranquilizado mis pensamientos con la serenidad y la inocencia de las ocupaciones pastoriles, hasta que incluso he llegado a oír en mi habitación el silbido del viento y el balido de las ovejas; he liberado al cordero enredado en los arbustos, y he salido al encuentro del lobo con mi cayado. Tengo un vestido como el de las aldeanas, que a veces me pongo para ayudar a mi imaginación, y una flauta que toco con suavidad, para suponer que mis rebaños me siguen. –Confesaré –dijo el príncipe– que he acariciado deleites fantásticos más peligrosos que los tuyos. Frecuentemente he imaginado la posibilidad de un gobierno perfecto, mediante el cual todo mal sería suprimido, todo vicio reformado, y todos los pobladores amparados en tranquilidad e inocencia. Por este pensamiento he realizado innumerables planes de reforma, y he dictado muchas leyes útiles y edictos convenientes. Tal ha sido el pasatiempo, y a veces la labor, en mi soledad; y comienzo cuando pienso con qué poca angustia imaginé alguna vez la muerte de mi padre y mis hermanos. –Tales son –dijo Imlac– los efectos de las representaciones visionarias. Cuando las imaginamos por primera vez sabemos que son absurdas, pero poco a poco nos familiarizamos con ellas, y con el tiempo dejamos de percibir su insensatez.

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XLV. Conversan con un anciano

Ya había llegado la noche, y se levantaron para volver a casa. Mientras caminaban por la orilla del Nilo, encantados por los trémulos rayos de la luna sobre el agua, vieron a poca distancia a un anciano a quien el príncipe había escuchado con frecuencia en la reunión de los sabios. –Allí –dijo– hay alguien cuyos años han calmado sus pasiones pero no han nublado su razón. Terminemos las disquisiciones de la noche preguntándole cómo se siente con su propia condición, para que podamos saber si sólo la juventud debe luchar con la contrariedad, y si se ha de esperar algo mejor para la última parte de la vida. Entonces el sabio se acercó y los saludó. Lo invitaron a que los acompañara en su paseo, y conversaron como conocidos que se encuentran por casualidad. El anciano era alegre y locuaz, y el camino se hizo corto en su compañía. Se alegró de ver que le prestaban atención, los acompañó hasta su casa, y, a solicitud del príncipe, entró con ellos. Lo acomodaron en un sitio de honor, y le sirvieron vino y confituras. –Señor –dijo la princesa–, una caminata nocturna debe darle a un hombre instruido como tú placeres que la ignorancia y la juventud apenas pueden concebir. Conoces las cualidades y las causas de todo lo que contemplas: las leyes por las que fluye el río, o los ciclos que siguen los planetas en sus rotaciones. Todo debe ofrecerte oportunidades de meditación, y renovar la conciencia de tu propia dignidad. –Señorita –contestó él–, los alegres y vigorosos pueden

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esperar placer de sus excursiones; con los años resulta suficiente obtener tranquilidad. Para mí el mundo ha perdido su novedad: miro a mi alrededor y veo lo que recuerdo haber visto en días más felices. Me recuesto en un árbol, y pienso que bajo la misma sombra un día discutí sobre la inundación anual del Nilo con un amigo que este año yace silencioso en su tumba. Alzo los ojos, los fijo en la luna cambiante, y pienso con dolor en las vicisitudes de la vida. He dejado de deleitarme con la verdad física; porque, ¿qué puedo hacer con las cosas que pronto dejaré? –Al menos puedes alegrarte –dijo Imlac– con el recuerdo de una vida honorable y útil, y disfrutar los elogios que todos están de acuerdo en brindarte. –Para un anciano –dijo el sabio suspirando– el elogio es un sonido vacío. No tengo madre a quien complacer con la reputación de su hijo, ni esposa con quien compartir los honores de su esposo. He sobrevivido a mis amigos y rivales. Ahora nada tiene mayor importancia, pues no puedo extender mis intereses más allá de mí mismo. La juventud se alegra con el aplauso, porque lo considera señal de un bien futuro, y porque la perspectiva de su vida es muy extensa; pero para mí, que ahora entro en la decrepitud, hay poco qué temer de la malevolencia de los hombres, y aun menos qué esperar de su afecto o estima. Aún pueden arrebatarme algo, pero no pueden darme nada. Las riquezas ahora serían inútiles, y un cargo alto sería penoso. Al contemplar mi vida en retrospectiva, veo muchas buenas oportunidades desaprovechadas, mucho

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tiempo derrochado en trivialidades, y, aun más, perdido en la ociosidad y la pereza. Dejo muchos grandes proyectos sin intentar, y muchos grandes intentos sin terminar. Mi mente no está atormentada por ningún delito grave, y por tanto puedo estar tranquilo; me esfuerzo por abstraer mis pensamientos de esperanzas y preocupaciones, que, aunque la razón sabe que son vanos, siguen tratando de mantener su antiguo dominio sobre el corazón; aguardo, con serena humildad, esa hora que la naturaleza no puede postergar; y espero poseer, en un estado mejor, esa felicidad que aquí no pude encontrar, y esa virtud que aquí no pude alcanzar. Se levantó y se alejó, y dejó a su público muy poco entusiasmado con la esperanza de una larga vida. El príncipe se consoló diciendo que no tenía sentido desilusionarse por aquellas palabras, pues la vejez nunca había sido considerada la estación de la felicidad, y que, si era posible estar sereno en la declinación y la debilidad, era probable que los días de vigor y vivacidad pudieran ser felices; que el mediodía de la vida podía ser brillante, si la noche podía ser calma. La princesa suponía que la vejez era quejumbrosa y nociva, y que se deleitaba en coartar las expectativas de quienes recién entraban al mundo. Ella había visto a los dueños de grandes propiedades mirar con envidia a sus herederos, y había conocido a muchos que disfrutaban sólo con lo que podían guardarse para sí mismos. Pekuah opinó que aquel hombre era más viejo de lo

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que parecía, y atribuyó sus quejas a un delirio melancólico; o a lo mejor había sido desdichado, y por esto estaba insatisfecho: “Porque nada es más común –dijo– que decir que nuestra propia condición es la condición de la vida”. Imlac, que no deseaba verlos deprimidos, sonrió ante los consuelos que podían procurarse tan fácilmente, y recordó que, a su misma edad, él también confiaba en la prosperidad pura, y también era fértil en recursos consoladores. Se abstuvo de imponerles un conocimiento inoportuno, que el mismo tiempo pronto les enseñaría. La princesa y su dama se retiraron; la locura del astrónomo había quedado flotando en sus mentes, y desearon que Imlac tomara posesión de su cargo, y demorara al día siguiente la ascensión del sol. XLVI. La princesa y Pekuah visitan al astrónomo

La princesa y Pekuah, después de conversar en privado sobre el astrónomo de Imlac, concluyeron que su carácter era a la vez tan amable y tan extraño que no quedarían satisfechas sin conocerlo un poco más; le pidieron entonces a Imlac que encontrara la forma de reunirlos. Eso era un poco difícil: el filósofo nunca había recibido visitas de mujeres, aunque vivía en una ciudad donde había muchos europeos que seguían las costumbres de sus países, así como muchas personas provenientes de otras partes del mundo, que vivían allí con la libertad europea. Las damas no querían ser rechazadas, y propusieron varios planes para alcanzar su objetivo. Se propuso presentarlas

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como extranjeras en apuros, para quienes el sabio siempre estaba disponible; pero después de discutirlo un poco, concluyeron que mediante aquella argucia no podrían entablar una amistad, pues la conversación sería breve y no podrían importunarlo amablemente con frecuencia. –Eso es cierto –dijo Rasselas–; pero creo que no está bien encubrir la condición de ambas. Siempre he considerado una traición contra la gran nación humana usar las virtudes de cualquier hombre como un medio para engañarlo, sea para grandes o pequeños propósitos. Toda impostura debilita la confianza y paraliza la benevolencia. Cuando el sabio descubra que no son lo que parecían, sentirá el resentimiento natural de un hombre que, consciente de grandes facultades, descubre que ha sido engañado por inteligencias menores que la suya, y quizá la desconfianza, que nunca desde entonces podrá dejar totalmente de lado, detenga la voz del consejo y cierre la mano de la caridad; ¿y dónde encontrarán el poder necesario para devolver sus beneficios a la humanidad, o su propia tranquilidad? No hubo ningún intento de contestar esta pregunta, e Imlac empezó a tener la esperanza de que la curiosidad de las jóvenes disminuiría; pero al día siguiente Pekuah le dijo que había encontrado un pretexto honesto para visitar al astrónomo: le solicitaría permiso para continuar con él los estudios en los que había sido iniciada por el árabe, y la princesa podría ir con ella como compañera de estudios, o porque no era decente que una mujer fuera sola. –Me temo –dijo Imlac– que él pronto se cansará de la

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compañía de ambas. A los hombres que han avanzado mucho en su conocimiento no les gusta repetir los principios elementales de su arte, y no estoy seguro de que estén lo suficientemente capacitadas para atender incluso los principios elementales tal como él los presentará, relacionados con inferencias y mezclados con reflexiones. –De eso me encargaré yo –dijo Pekuah–. Sólo te pido que nos lleves allí. Tal vez mi conocimiento sea mayor de lo que supones; y si siempre me muestro de acuerdo con sus opiniones, le haré creer que mi conocimiento es aún mayor. Le dijeron entonces al astrónomo que una dama extranjera, que viajaba en busca de conocimiento, había oído hablar de su reputación y deseaba convertirse en su alumna. Lo extraordinario de la propuesta provocó en el maestro sorpresa y curiosidad; y cuando, después de pensarlo brevemente, aceptó recibirla, no pudo evitar sentirse impaciente hasta el día siguiente. Las damas se vistieron magníficamente, e Imlac las acompañó a casa del astrónomo, a quien le agradó ver que personas de aspecto tan espléndido se dirigían a él con respeto. En el intercambio de las primeras cortesías se mostró tímido y avergonzado; pero cuando entraron en conversación recobró las fuerzas, y demostró así el carácter que Imlac le había atribuido. Cuando le preguntó a Pekuah qué podía haberla inclinado al estudio de la astronomía, ella le contó sobre su aventura en la pirámide, y sobre el tiempo que pasó en la isla del árabe. Narró su historia con

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naturalidad y elegancia, y su manera de hablar conquistó el corazón del astrónomo. Después la conversación giró hacia la astronomía: Pekuah expuso lo que sabía, y el astrónomo la consideró un genio y le rogó que no desistiera de un estudio que había comenzado tan felizmente. Lo visitaron una y otra vez, y en cada ocasión eran mejor recibidas que en la anterior. El sabio procuraba entretenerlas, con el fin de prolongar sus visitas, pues consideraba que sus pensamientos brillaban más en compañía de ellas. Las nubes de la formalidad desaparecían poco a poco, a medida que él se esforzaba por atenderlas; y se lamentaba cuando partían y lo dejaban con su vieja ocupación de controlador de las estaciones. La princesa y su favorita habían escuchado al astrónomo durante varios meses, pero no habían podido atrapar una sola palabra que les permitiera juzgar si seguía ejerciendo su misión sobrenatural. A menudo buscaban la manera de obtener de él una declaración abierta, pero él eludía con facilidad sus embestidas, y fuera cual fuese el ángulo desde el que lo presionaban, lograba escabullirse y pasaba a otro tema. Cuando su trato se hizo más familiar, lo invitaban con frecuencia a la casa de Imlac, donde lo trataban con un respeto extraordinario. Poco a poco el astrónomo empezó a disfrutar de los placeres terrenales. Llegaba temprano y se iba tarde; se esforzaba por destacarse en asiduidad y docilidad; excitaba la curiosidad de aquellos jóvenes hacia nuevas artes, de modo que siguieran necesitando

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de su ayuda; y cuando emprendían un paseo de placer o de estudio, les rogaba que le permitiesen acompañarlos. Después de comprobar por mucho tiempo su rectitud y sabiduría, el príncipe y Nekayah quedaron convencidos de que podían confiar en él plenamente; y para que no se hiciera falsas esperanzas por las cortesías que recibía, le revelaron su verdadera condición y los motivos de su viaje, y le pidieron su opinión sobre la elección de vida. –No puedo instruirlos –dijo el sabio– acerca de cuál de las diversas condiciones que el mundo despliega ante ustedes deben elegir. Sólo puedo decirles que mi elección fue incorrecta. Me he pasado la vida en estudiar sin experimentar, en el dominio de unas ciencias que, en su mayor parte, sólo remotamente serían útiles a la humanidad. He adquirido conocimiento a expensas de todas las comodidades comunes de la vida; me ha faltado la cariñosa elegancia de la amistad femenina, y el intercambio feliz de la ternura doméstica. Si he obtenido privilegios sobre otros estudiantes, han estado acompañados por el temor, la inquietud y los escrúpulos; pero desde que mis pensamientos se han diversificado mediante una relación mayor con el mundo, he empezado a cuestionar incluso la realidad de tales privilegios, cualesquiera que hayan sido. Cuando me pierdo por unos días en un agradable departir con los demás, siempre me veo tentado a pensar que mis investigaciones han sido al final erróneas, y que he sufrido mucho y en vano. A Imlac le encantó descubrir que la inteligencia del

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sabio se iba abriendo paso entre la neblina que la rodeaba, y decidió mantenerlo apartado de los planetas hasta que olvidara su deber de gobernarlos, y la razón pudiese recobrar su influencia original. Desde ese momento el astrónomo fue recibido con amistosa familiaridad, y tomó parte de todos sus proyectos y placeres; su trato los mantenía atentos, y la actividad de Rasselas no dejaba mucho tiempo libre. Siempre había algo por hacer: se pasaban el día en observaciones que suministraban temas de conversación para la noche, y la noche terminaba con un plan para el día siguiente. El sabio le confesó a Imlac que desde que se mezclaba en las alegres agitaciones de la vida, y dividía sus horas en una sucesión de diversiones, había descubierto que la convicción acerca de su autoridad sobre los cielos se esfumaba poco a poco de su mente, y empezaba a confiar menos en una opinión que nunca había podido demostrar a los demás, y que ahora encontraba sujeta a variación, por causas en las que no intervenía la razón. –Si por casualidad me dejan solo unas horas –dijo–, mi antigua convicción se precipita sobre mi alma, y mis pensamientos se encadenan con una violencia irresistible; pero pronto se desenredan gracias a la conversación del príncipe, y se liberan al instante cuando entra Pekuah. Soy como un hombre que le teme a los espectros, pero que se tranquiliza con la luz de una lámpara, y se asombra del temor que lo acosaba en la oscuridad; sin embargo, si la lámpara se apaga, siente otra vez los terrores que sabe que

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ya no sentirá cuando haya luz. Pero a veces temo tranquilizarme en una negligencia culposa, y olvidar voluntariamente el importante cargo que me ha sido confiado. Si yo acepto caer en un error conocido, o me introduzco por mi propia comodidad en una duda de tal importancia, ¡qué horrendo sería mi crimen! –Ninguna dolencia de la imaginación –contestó Imlac– es tan difícil de curar como aquella que se complica con el terror de la culpa; la fantasía y la conciencia actúan entonces alternadamente sobre nosotros, y cambian de lugar con tanta frecuencia que las ilusiones de la primera no se distinguen de los dictámenes de la segunda. Si la fantasía presenta imágenes que no son morales ni religiosas, la mente las ahuyenta cuando provocan dolor; pero cuando las nociones melancólicas adoptan la forma del deber, se apoderan de las facultades sin oponerse, porque tememos excluirlas u olvidarlas. Por eso los supersticiosos son frecuentemente melancólicos, y los melancólicos son casi siempre supersticiosos. «Pero no permitas que las insinuaciones de la timidez dominen tus mejores razonamientos: el peligro de la negligencia sólo puede existir en relación con la probabilidad de la obligación, que, cuando la consideras con libertad, la encuentras muy pequeña, y es menor cada día. Abre tu corazón a la influencia de la luz que de vez en cuando irrumpe sobre ti; cuando las dudas te importunen, pues en tus momentos de lucidez reconoces que son vanas, no te detengas en ellas; dirígete pronto a una ocupación o

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a Pekuah, y mantén siempre esta idea: que eres sólo un átomo de la masa de la humanidad, y que no tienes ni tal virtud ni tal vicio como para ser distinguido con favores o aflicciones sobrenaturales». XLVII. El príncipe entra y trae un nuevo tema

–He pensado en todo esto con frecuencia –dijo el astrónomo–, pero mi razón ha estado subyugada tanto tiempo por una idea incontrolable y abrumadora que no se atrevía a confiar en sus propias decisiones. Ahora comprendo que traicioné desastrosamente mi tranquilidad, al permitir que las quimeras hicieran presa de mí en privado; pero la melancolía se retrae de la comunicación, y nunca antes había encontrado a un hombre con quien pudiera compartir mis tribulaciones, aunque hubiese estado seguro del alivio que sentiría. Me regocija descubrir que mis sentimientos se ven confirmados por los tuyos, que no se dejan engañar fácilmente y no pueden tener motivos ni propósitos de engaño. Espero que el tiempo y la variedad disiparán la tristeza que me ha rodeado durante tanto tiempo, y que pasaré mis últimos días en paz. –Tu erudición y virtud –dijo Imlac– pueden perfectamente darte esperanzas. En ese momento entró Rasselas con la princesa y Pekuah, y preguntó si habían ingeniado alguna nueva diversión para el día siguiente. –El estado de la vida es tal –dijo Nekayah–, que nadie es feliz sino anticipando el cambio: el cambio en sí no es

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nada; cuando lo logramos, lo siguiente que deseamos es cambiar otra vez. El mundo aún no está agotado; permítanme ver mañana algo que nunca antes haya visto. –La variedad –dijo Rasselas– es tan necesaria para la satisfacción que incluso el Valle de la Felicidad me disgustaba por la repetición de sus lujos; sin embargo, no puedo evitar llenarme de impaciencia cuando veo cómo los monjes de San Antonio soportan sin quejas una vida no de placer uniforme, sino de privación uniforme. –Esos hombres –contestó Imlac– son menos desgraciados en su silencioso convento que los príncipes abisinios en su prisión de placeres. Todo lo que hacen los monjes está impulsado por un motivo adecuado y racional. Su trabajo les suministra lo que necesitan para vivir; por tanto no lo pueden evadir, y es ciertamente recompensado. Su devoción los prepara para otro estado, les recuerda su proximidad, al tiempo que los dispone para el mismo. Su tiempo está distribuido con regularidad: un deber sucede a otro, de modo que no quedan expuestos a la distracción de la decisión sin guía, ni se pierden en las penumbras de la inactividad lánguida. Hay cierta tarea por ejecutar a una hora apropiada; y sus trabajos son alegres, porque los consideran actos de piedad mediante los cuales siempre avanzan hacia la felicidad eterna. –¿Crees –preguntó Nekayah– que la vida monástica es un estado más sagrado y menos imperfecto que cualquier otro? ¿No puede tener las mismas esperanzas de felici-

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dad futura aquel que trata abiertamente a la h ­ umanidad, socorre a los angustiados mediante su caridad, instruye a los ignorantes con su erudición, y contribuye con su esfuerzo al sistema general de vida, aun cuando deseche algunas de las mortificaciones que se practican en el claustro y se permita los placeres inofensivos que su condición ponga a su alcance? –Ésa es una pregunta –dijo Imlac– que ha dividido durante mucho tiempo a los sabios y ha dejado perplejos a los buenos. Yo temo optar por alguna de las dos posibilidades. Quien vive bien en el mundo es mejor que quien vive bien en un monasterio. Pero tal vez no todos puedan hacer frente a las tentaciones de la vida pública; y quien no puede conquistarlas, es mejor que se retire. Algunos tienen poco poder de hacer el bien, y poco vigor para resistir el mal. Muchos están cansados de sus conflictos con la adversidad, y desean rechazar aquellas pasiones que los han ocupado en vano durante mucho tiempo. Y muchos están impedidos, por la edad y las enfermedades, para cumplir los deberes más arduos de la sociedad. En los monasterios, los débiles y los tímidos pueden encontrar un refugio feliz, los cansados pueden descansar, y los penitentes pueden meditar. Esos retiros de plegaria y contemplación tienen algo que congenia tanto con la mente del hombre, que tal vez sea difícil encontrar a alguien que no pretenda terminar su vida en piadoso recogimiento, con unos pocos compañeros tan serios como él.

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–Tal ha sido con frecuencia mi deseo –dijo Pekuah–, y he oído declarar a la princesa que no estaría dispuesta a morir en una multitud. –La libertad de recurrir a placeres inofensivos –prosiguió Imlac– es algo que no discutiremos. Pero queda por verse cuáles placeres son inofensivos. El mal de cualquier placer que Nekayah pueda imaginar no reside en el acto mismo, sino en sus consecuencias. El placer, inofensivo en sí mismo, puede volverse perjudicial al hacernos apreciar un estado que sabemos transitorio y de prueba y apartar nuestros pensamientos de aquello que cada hora nos acerca al principio, y del que ninguna extensión de tiempo nos llevará al final. La mortificación no es virtuosa en sí misma, y no tiene otra utilidad que desembarazarnos de la seducción de los sentidos. En el estado de perfección futura al que todos aspiramos, habrá placer sin peligro, y seguridad sin restricciones. La princesa quedó en silencio; y Rasselas, volviéndose hacia el astrónomo, le preguntó si no podía demorar el enclaustramiento de la muchacha, mostrándole algo que ella nunca hubiese visto antes. –Tu curiosidad ha sido tan general –dijo el sabio–, y tu búsqueda de conocimiento tan vigorosa, que ahora no podrás encontrar novedades fácilmente; pero lo que no puedes conseguir de los vivos, quizá pueda ser ofrecido por los muertos. Entre las maravillas de este país están las catacumbas, o los antiguos depósitos donde fueron alojados los cadáveres de las generaciones primitivas, y

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donde, gracias a las resinas con las que los embalsamaron, aún permanecen incorruptos. –No sé qué placer puede proporcionar una visita a las catacumbas –dijo Rasselas–; pero dado que no se nos ofrece nada más, estoy decidido a mirarlas, y lo contaré entre las muchas otras cosas que he hecho por tener algo qué hacer. Contrataron una guardia de jinetes, y al día siguiente visitaron las catacumbas. Cuando estaban a punto de bajar a las cuevas sepulcrales, la princesa dijo: –Pekuah, estamos invadiendo una vez más la morada de los muertos; sé que te quedarás atrás; espero encontrarte a salvo cuando regrese. –No, no me quedaré –contestó Pekuah–. Bajaré entre tú y el príncipe. Entonces todos descendieron, y recorrieron maravillados el laberinto de pasajes subterráneos, donde los cadáveres descansaban en hileras a lado y lado. XLVIII. Imlac discurre sobre la                   naturaleza del alma

–¿Qué razón puede darse –dijo el príncipe– para que los egipcios preservaran así, de modo tan costoso, estos restos que algunas naciones queman con fuego, otras dejan que se mezclen con la tierra, y todas están de acuerdo en quitar de su vista tan pronto como puedan ejecutarse los debidos rituales? –Las primeras costumbres antiguas –dijo Imlac– usual-

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mente se desconocen, pues la práctica a menudo continúa cuando la causa ha desaparecido. Y en cuanto a las ceremonias supersticiosas, es vano hacer conjeturas, pues lo que la razón no ha dictado, tampoco ella lo puede explicar. Por mucho tiempo he creído que la práctica del embalsamiento surgió de la ternura hacia los restos de familiares o amigos, pero me inclino más hacia esta opinión, porque parece imposible que estos cuidados hubiesen podido ser generales: si todos los muertos hubiesen sido embalsamados, con el tiempo sus depósitos habrían sido mayores que las moradas de los vivos. Supongo que sólo los ricos o los honorables eran preservados de la corrupción, y el resto era abandonado al curso de la naturaleza. Pero en general se supone que los egipcios creían que el alma vivía mientras el cuerpo no se corrompiera, y por eso probaron este método para eludir la muerte. –¿Pudieron acaso los sabios egipcios –dijo Nekayah– pensar de tal manera acerca del alma? Si el alma podía sobrevivir una vez a su separación, ¿qué podía recibir o sufrir después del cuerpo? –Sin duda los egipcios pensaron de manera errónea durante la oscuridad del paganismo y en los primeros albores de la filosofía –dijo el astrónomo–. Todavía se discute sobre la naturaleza del alma, en medio de todos los intentos por tener un conocimiento más claro sobre ella: algunos opinan que puede ser material, y sin embargo creen que es inmortal. –Es cierto –contestó Imlac– que algunos han dicho

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que el alma es material; pero me cuesta creer que lo haya pensado algún hombre que sepa cómo pensar, porque todas las conclusiones de la razón refuerzan la idea de la inmaterialidad de la mente, y todas las experiencias de los sentidos y las investigaciones de la ciencia coinciden en demostrar la inconsciencia de la materia. «Nunca se ha supuesto que la reflexión sea inherente a la materia, o que toda partícula sea un ser pensante. Sin embargo, si cualquier parte de la materia está desprovista de pensamiento, ¿qué parte podemos suponer que piensa? La materia puede diferenciarse de la materia sólo en forma, densidad, masa, movimiento y dirección del movimiento: ¿a cuál de esos factores, por variados o combinados que estén, podemos anexarle la conciencia? Ser redonda o cuadrada, sólida o líquida, grande o pequeña, moverse lenta o rápidamente en una dirección u otra, son los modos de la existencia material, todos igualmente ajenos a la naturaleza de la reflexión. Una vez la materia existe sin pensamiento, sólo puede lograrse que piense mediante una nueva modificación; pero todas las modificaciones que la materia puede admitir están igualmente desconectadas de los poderes de reflexión». –Pero los materialistas –dijo el astrónomo– insisten en que la materia puede tener cualidades que nos son desconocidas. –Quien tome una decisión en contra de lo que conoce –replicó Imlac–, porque puede haber algo que no conoce, o quien pueda plantear una posibilidad hipotética contra

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una certeza reconocida, no debe ser admitido entre los seres que razonan. Todo lo que sabemos de la materia es que es inerte, insensible e inanimada, y si a esta convicción sólo podemos oponernos refiriéndonos a algo que no sabemos, contamos con toda la evidencia que el intelecto humano puede admitir. Si lo conocido puede ser invalidado por lo que es desconocido, ningún ser no omnisciente puede llegar a la certidumbre. –No limitemos con demasiada arrogancia el poder del Creador –dijo el astrónomo. –No es limitar la omnipotencia –replicó el poeta– suponer que una cosa no es consistente con otra, que la misma proposición no puede ser al mismo tiempo verdadera y falsa, que el mismo número no puede ser par e impar, que la reflexión no puede atribuirse a lo que fue creado incapaz de reflexionar. –No veo mayor utilidad en esta cuestión –dijo Nekayah–. ¿Acaso esa inmaterialidad, que, en mi opinión, ustedes han demostrado suficientemente, no incluye necesariamente la duración eterna? –Nuestras ideas de la inmaterialidad –dijo Imlac– son negativas, y por tanto oscuras. La inmaterialidad parece implicar un poder natural de duración perpetua, como consecuencia de estar exenta de todas las causas del deterioro; lo que perece es destruido por la disolución de su contextura, y por la separación de sus partes; no podemos concebir cómo lo que no tiene partes, y por tanto no admite disolución, puede verse naturalmente corrompido o dañado.

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–No sé cómo concebir algo sin extensión –dijo Rasselas–. Lo que tiene extensión debe tener partes, y reconoces que todo lo que tiene partes puede ser destruido. –Considera tus propias reflexiones –contestó Imlac– y la dificultad será menor. Encontrarás sustancia sin extensión. Una forma ideal no es menos real que la masa material; sin embargo, una forma ideal no tiene extensión. Cuando piensas en una pirámide, no es menos cierto que tu mente posee la imagen de una pirámide que el hecho de que la propia pirámide existe. ¿En qué sentido la idea de una pirámide ocupa más espacio que la idea de un grano de maíz? ¿O cómo puede cualquiera de las dos ideas sufrir desgarramiento? Como es el efecto, así es la causa: como es el pensamiento, así es el poder que piensa; un poder impasible e indiscernible. –Pero el Ser a quien temo nombrar –dijo Nekayah–, el Ser que hizo el alma, puede destruirla. –Seguramente puede destruirla –contestó Imlac–, dado que, por imperecedera que sea, recibe de una naturaleza superior su poder de duración. Que no perecerá por ninguna causa inherente de deterioro, o principio de corrupción, es algo que puede ser demostrado por la filosofía; pero la filosofía no puede ir más allá. Que no pueda ser aniquilada por aquel que la hizo, debemos aprenderlo humildemente de una autoridad superior. Todo el grupo permaneció por un momento absorto y en silencio. –Salgamos de este escenario de mortalidad –dijo

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­ asselas–. Qué lóbregas habrán sido estas moradas de los R muertos para quien no sabía que nunca moriría, que lo que ahora actúa debe continuar su acción, y que lo que ahora piensa seguirá pensando por siempre. Los que yacen tendidos ante nosotros, los sabios y los poderosos de épocas antiguas, nos advierten que debemos recordar la brevedad de nuestro estado presente: tal vez fueron arrebatados por la muerte mientras estaban ocupados, como nosotros, en la elección de vida. –Para mí –dijo la princesa– la elección de vida se ha vuelto menos importante. De aquí en adelante espero pensar sólo en la elección de eternidad. Se apresuraron entonces a salir de las cavernas, y, bajo la protección de su guardia, regresaron a El Cairo. XLIX. Conclusión, en la que nada se concluye

Había llegado la época de la inundación del Nilo: pocos días después de su visita a las catacumbas, el río empezó a crecer. Quedaron confinados en su casa. Como toda la región estaba cubierta por las aguas, no se sentían animados para dar ningún paseo, y como tenían suficientes temas para conversar, se entretuvieron en comparar las distintas formas de vida que habían observado, y con los diversos panoramas de felicidad que cada uno había elaborado. Pekuah nunca se había sentido tan fascinada con ningún lugar como con el convento de San Antonio, donde el árabe la había devuelto a la princesa; y sólo deseaba

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llenar aquel convento con doncellas piadosas, y que la nombraran superiora de la orden. Estaba cansada de la expectativa y el disgusto, y de buena gana se establecería en una condición fija. La princesa pensaba que de todas las cosas sublunares el conocimiento era la mejor. Deseaba primero aprender todas las ciencias, para después fundar un instituto de mujeres instruidas, al cual presidiría, para, conversando con las ancianas y educando a las jóvenes, dividir su tiempo entre la adquisición y la comunicación de la sabiduría, y construir, para la siguiente generación, modelos de prudencia y ejemplos de piedad. El príncipe deseaba un reino pequeño, en el que pudiese administrar justicia personalmente y vigilar todas las partes del gobierno con sus propios ojos; pero nunca podía fijar los límites de su dominio, y siempre aumentaba el número de sus súbditos. Imlac y el astrónomo se contentaban con ser arrastrados por la corriente de la vida, sin dirigir su curso hacia ningún puerto en especial. Todos sabían bien que no podían obtener ninguno de los deseos que habían expresado. Deliberaron un tiempo acerca de lo que debían hacer, y decidieron que, cuando la inundación terminara, regresarían a Abisinia.

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la historia de rasselas, príncipe de abisinia d e s a m u el j o h n s o n f u e e d i ta d o p o r l a fundación gilberto a l z at e av e n d a ñ o y l a s e c r e ta r ía d e educación del distrito pa r a s u b i b l i o t e c a

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60 Historias con misterio Ue da A k i na r i E . T. A . H o ffm a n n V i ll i e r s De L ’ i sle - A da m G . K . Ches t e rt o n 61

Por la sabana de Bogotá y otras historias J o s é M a n u el G r o o t Da n i el S a m p e r O rt eg a E d ua r d o C a s t i ll o G a b r i el V é le z J o s é Aleja n d r o B e r m ú d e z

62 Historias de mujeres Lu i s a Va le n z u el a Margot Glantz M a r i na C o l a s a n t i G a b r i el a Alem á n M a rvel M o r e n o 63

Relatos en movimiento M a n u el G u t i é r r e z Náje r a A rt h u r C o na n D o y le Ba l d o me r o L i ll o L e ó n i d A n d r é y ev O. H e n ry

64 Una ciudad flotante Julio Verne 65

Viva la Pola B e at r i z H ele na R o ble d o

66 Soy Caldas S t efa n P o hl Va le r o 67 La antorcha brillante E d ua r d o E s c a ll ó n 68 Tierra de promisión J o s é E u s ta s i o R i ve r a 69 Cartilla moral Alf o n s o Re y es 70 El paraíso de los gatos Ém i le Z o l a 71

Pütchi Biyá Uai. Precursores Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea en Colombia. Volumen 1. m i g u el r o c ha v i va s

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Pütchi Biyá Uai. Puntos aparte Antología multilingüe de la literatura indígena contemporánea en Colombia. Volumen 2. m i g u el r o c ha v i va s

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Glosario para la Independencia. Palabras que nos cambiaron. Antología de documentos.

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La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia s a m u el j o h n s o n


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