Bogota

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libro al viento

UNA CAMPAÑA DE FOMENTO A LA LECTURA DE LA SE C R E TA R Í A DE CULT UR A RECREACIÓN Y DEPORTE Y EL INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES -IDARTES


Alcaldía Mayor de Bogotá Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte Secretaría de Educación del Distrito Instituto Distrital de las Artes- idartes


juan gustavo cobo borda

Escribir en Bogotรก


alcaldía mayor de bogotá Clara López Obregón Alcaldesa (D)

Secretaría Distrital de Cultura, Recreación y Deporte Catalina Ramírez Vallejo

Secretaria de Cultura, Recreación y Deporte

instituto distrital de las artes-idartes Santiago Trujillo Escobar Director General

Bertha Quintero Medina Subdirectora de Artes

Paola Caballero Daza

Gerente del Área de Literatura

Valentín Ortiz Díaz Asesor

Adriana Carreño Castillo

Coordinadora de Programas de Lectura

Javier Rojas Forero

Asesor administrativo

Secretaría de Educación del Distrito Ricardo Sánchez Ángel Secretario de Educación

Jaime Naranjo Rodríguez

Subsecretario de Calidad y Pertinencia

William René Sánchez Murillo

Director de Educación Preescolar y Básica

Sara Clemencia Hernández Jiménez

Equipo de Lectura, Escritura y Oralidad

Primera edición: Bogotá, octubre de 2011

© Instituto Distrital de las Artes-Idartes http://www.institutodelasartes.gov.co

isbn 978-958-99935-3-8

Asesor editorial: Julio Paredes Castro

Diseño gráfico: Olga Cuéllar + Camilo Umaña

Impreso en Bogotá por Publicultural S.A.


contenido

gonz al o jimén ez de qu esada

El letrado fundador

9

juan rodrígu ez f rey l e

El abuelo con imaginación

13

j osé asunc ión si lva

Ese nocturno inmortal

20

Rufino J osé C u ervo

El bogotano que les enseñó castellano a los españoles

26

Ge r m án Arc in i egas

Desde Bogotá, un latinoamericano integral

31

J orge Z al am ea

Un rebelde refinado

35

Eduard o Cabal l ero C al derón

De Bogotá a Boyacá con etapas intermedias

49

H e le na Ar aú j o

¿Cúanto cuesta ser mujer?

53

José Antonio O sorio Liz ar azo

El suburbio en llamas

5

57


Nic ol ás Góm ez Dáv i l a

Un escolio cuestiona el mundo

66

Luis Fayad

De Beirut a los barrios bogotanos

71

Nic ol ás Sue sc ú n

La Candelaria puede ser el mundo

76

Álvaro Rodrí gu ez

La Sabana es también Bogotá

83


Escribir en Bogotรก



gonz al o j im é n e z de qu e s a da  1509 15 79

El letrado fundador El fundador de Santa Fe de Bogotá, Gonzalo Jiménez de Quesada, nació en Santa Fe de Granada, estudió derecho y con seiscientos hombres de a pie y sesenta de a caballo, partió desde Santa Marta para subir por el río Grande de la Magdalena durante once meses hasta llegar a este altiplano. ¿Qué hacia en las pausas de la expedición, cuando acampaba a la orilla del río, comidos los pies por las niguas y la muerte acechando en las flechas envenenadas o en hambrientos caimanes? Discutía sobre las virtudes del verso octosílabo castellano en contraposición al extranjerizante endecasílabo italiano. El mismo que también otro capitán guerrero asimiló y volvió perdurable en sonetos y églogas antes de morir en el asalto a un castillo en Europa, a los 35 años. Se trataba de Garcilaso de la Vega. Así era Quesada y tal su sino. Juan de Castellanos, cronista en verso de esta y muchas otras hazañas, lo recuerda así: Y el porfió conmigo muchas veces Ser los metros antiguos castellanos Los propios y adaptados a su lengua Por ser nacidos de su vientre Y estos, advenedizos, adoptivos De diferentes madres, y extranjeros.

Tal la imagen de Jiménez de Quesada en las Elegías de varones ilustres de Indias, una hazaña que alcanzó a tener 113. 609 versos. Bogotá y Tunja, donde leían y escribían Jiménez de Quesada y Juan de Castellanos, parecían tierras propicias para el recuerdo y 9


la remembranza. Para páginas que fijen los hechos y los transformen en la reelaboración de la escritura. Así Jiménez de Quesada se mira a sí mismo cuando joven, al servicio de los ejércitos de su majestad imperial Carlos V, en las campañas de Italia. Pero no halla la paz en su memoria. Un obispo italiano, Paulo Jovio, obispo de Nocera, nacido en Lombardia, ha escrito una Historia de su tiempo muy poco veraz y plagada de inexactitudes. Quesada redacta entonces una abultada rectificación, El Antijovio, para ofrecer su versión de los hechos. Ya desde el comienzo de nuestra historia las armas y las letras. Las minucias de la erudición y el vuelo liberador de la poesía. El afán para que no todo sea devorado por el olvido y las inevitables querellas en torno a sucesos que el tiempo inexorable adelgaza y deforma. Viejo y quebrantado abandona Jiménez de Quesada la ciudad que fundó y organiza una nueva expedición, esta vez hacia los llanos orientales. ¿Qué busca Jiménez de Quesada? Como todos ellos, desde Colón en adelante, quiere oro, oro tangible y real, y encuentra apenas la leyenda que con sus reflejos por todo el continente arranca desde la Laguna de Guatavita hasta el Cándido de Voltaire. El cacique que, recubierto de polvo de oro, se baña desnudo en las aguas de la laguna, rindiendo culto quizás a la luna, y rodeado de temblorosas antorchas encendidas. Hace años un investigador, Irving A. Leonard, demostró cómo uno de los incentivos de la conquista española fueron los libros de caballería. Un escritor bogotano, Germán Arciniegas, devolvió la pelota con un libro de 1938 que le gustó a Stefan Zweig: lo titularon, en su traducción al inglés, El caballero de El Dorado, y en sus páginas finales Arciniegas sugiere que el esposo de su sobrina María, Antonio Berrío, otro conquistador, se cruzó en los pasillos de la corte española con otro peticionario: Miguel de Cervantes. Y que la conjunción de estas familias luego daría a través de apellidos como Quesada, Quijano, o Quijadas, la posibilidad de bautizar a quien terminó con las novelas de caballería y aún cabalga: don Quijote de la Mancha.     10


Estos orígenes literarios de Bogotá resulta pertinente evocarlos a raíz de su designación, por parte de la Unesco, como capital mundial del libro, por el año de 2007, y la aparición de un primer volumen que recrea literariamente la ciudad: Palabra capital. Bogotá develada (Mondadori, 2007), donde 76 autores a partir del ensayo, la poesía, la ficción y la autobiografía trazan su relación con conglomerado urbano. Los provincianos (caso de Piedad Bonnett) lo viven en la dualidad amor-odio, donde el caos la sorprende al llegar a la gran urbe, o bien en otros casos, también desde la provincia (como en el poema de Darío Jaramillo) logran captar sus auténticos signos distintivos: “El azul más sereno del azul de los cielos, el azul que este poema recuerda sin lograr recordarlo”. Otros, como el fallecido Henry Luque Muñoz (Bogotá, 19442005) se refieren precisamente a Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador, a quien no “dejan dormir las almas que sucumbieron bajo tu espada”, mostrando también esa otra constante de dolor y sangre que aún tiñe tantas páginas desde el proverbial 9 de abril de 1948, referencia emblemática. Pero como lo señala el escritor nicaragüense Sergio Ramírez en su libro Señor de los tristes. Sobre escritores y escritura (Universidad de Puerto Rico, 2006) los temas que reclaman al nuevo escritor latinoamericano son los mismos que muchos de estos textos afrontan, entre la pobreza y la globalización: El narcotráfico, como factor de poder capaz de alterar la convivencia social, de Colombia a México. La corrupción en las esferas públicas, como factor de alteración de la moral social. Las nuevas formas de caudillismo y populismo, envueltos en una retórica altisonante. El derrumbe de la clase media frente a las medidas monetarias de ajuste. La conciencia social del deterioro ambiental. La pobreza extrema. “Nuevos pobres más pobres que los otros pobres”. El poder contrastante de la globalización, que desmantela formas tradicionales de producción y exalta, ante todo, el mercado. Las migraciones masivas, clandestinas o no.

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Los efectos de la globalización, en pérdida de soberanía ante jurisdicciones internacionales y sistemas mediáticos supranacionales. El surgimiento del “Big Brother” con su ojo gigantesco para vigilarnos día y noche, en aras de la conducta establecida por Estados Unidos que es necesario espiar para prevenir, y así contrarrestar las nuevas formas de terrorismo.

El hombre que en El Carnero fue erosionando la historia oficial de oidores y Arzobispos con sucesos cotidianos, crímenes parroquiales, mujeres tempestuosas, como Inés de Hinojosa, y un tono que combinaba la ironía con el aburrimiento de sobrevivir en una ciudad aislada del mundo. La misma ciudad estrecha y prejuiciosa que obligó a José Asunción Silva a pegarse un tiro. Quizás por ello Eduardo Arias enhebra su texto, “Saudade bogotana”, a partir de dilemas aceptados: “No tengo claro que es lo que tanto me gusta de Bogotá”. “También hay sitios feos que me hacen sentir feliz”. “Es tan grande que uno no termina de conocerla”. Y, finalmente, en esguince típicamente bogotano: “No se qué decir de Bogotá”.

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juan rodrí g u e z f rey l e  1566 163 8

El abuelo con imaginación El Carnero de Juan Rodríguez Freyle es un libro ameno. Conjuga la historia con la chismografía y la autobiografía con la narrativa dentro de una naturalidad fresca y espontánea. En esta crónica novelesca admitimos, sin ninguna prevención, que en una página nos dé una árida lista de conquistadores y soldados establecidos en el Nuevo Reino de Granada y que, en otra próxima, nos relate un mágico episodio de brujas que vuelan y adivinan en el agua de los lebrillos lo que sucede en otras tierras, al traer táctiles pruebas de lo que dicen haber visto. Se trata de un cuentista incorregible que urde sus historias, “lances, bullas y alborotos que sucedieron en Santa Fe desde su población hasta ciento cincuenta años después”, al recrear con buena pluma, no sólo la vida indígena y el proceso de la conquista, sino, ante todo, las intrigas de la vida colonial. Allí aparecen las tribus nativas, con sus ritos y rivalidades, y allí también aparece, con una sabrosa donosura, toda la íntima picaresca de la pequeña aldea, que bien puede ir desde el primer cura llegado a Bogotá, el mismo que trajo las primeras gallinas, hasta las infidencias matrimoniales, como aquella acerca de una pareja que “vivieron juntos muchos años, estando esta señora siempre doncella”. Así es Rodríguez Freyle, husmeador y detallista, y al parecer enterado de todo. Que si bien cita a los inevitables Pedro Simón y Juan de Castellanos, un tanto pomposos al lado suyo, parece confiar, con mejores resultados, en su propio olfato de buscador de tesoros, hallándolos por todos lados. Me refiero a tesoros verbales, pues el tantas veces mentado tesoro de El Dorado, que él comienza por estampar 13


desde el título mismo de su libro, también se le escapó al buscar caimanes de oro en la laguna de Teusacá. Los otros, en cambio, brotan a raudales de su pluma, al cerrar párrafos o dibujar escenas y personajes con prodigioso instinto. Así, al describir las peripecias finales del licenciado Juan de Montaño en España, las recrea con sobriedad burocrática para terminar con este golpe de efecto: “y le apearon de los hombros la pelota”. Qué otra fórmula más popular que esta para expresar que le habían cortado la cabeza. Así este “improvisado escritor colombiano del siglo XVII”, como lo llama Darío Achury en su prólogo a la edición de El Carnero de la Biblioteca Ayacucho, permite mostrar las diversas series temporales que caracterizan la literatura americana, haciéndola diferir de la española, y la forma feliz en que los criollos resolvieron el asunto. A propósito de ello escribe Achury: Cierto es que, cuando don Juan está escribiendo su libro, simultáneamente en España están escribiendo los suyos Cervantes, Lope, Quevedo, Calderón, Góngora, etc. Pero el idioma de nuestro Rodríguez Freyle dista mucho de ser el mismo que hablan y escriben aquellos del Siglo de Oro. Ni siquiera es equiparable al que usó la generación anterior a la del Renacimiento. El idioma de don Juan tiene expresiones, locuciones y modismos que usan los del siglo XVII español, pero que, en la pluma de nuestro don Juan, cobran un sentido, un alcance, cierto matiz que estos desconocen. Pero además tiene el lenguaje de Rodríguez modos de decir arcaicos, ya invigentes en Castilla, recogidos más bien en los hontanares de los Arciprestes de Hita o de Talavera que no en los manantiales de la escuela sevillana o de la escuela salmantina.

Así, sus refranes provienen del Marqués de Santillana y La Celestina, y la materia de sus digresiones moralizantes, en tantos casos retóricas, las toma de fray Antonio de Guevara y de fray Luis de Granada, escritores de una generación anterior a la suya, y no de Lope y Quevedo, sus contemporáneos. Como siempre, lo que cuenta es el resultado, ese estilo inconfundible que Achury ha definido con una fórmula exacta: “Una gota de hiel destilada en una     14


copa de vino generoso”. Un estilo a la vez afable y mordaz como corresponde a su silueta de hombre gordo y encorvado. De otra parte, Rodríguez Freyle, antifeminista confeso, logra sus mejores momentos expresivos haciéndonos vívidas a esas malvadas heroínas, como la negra bruja Juana García; Inés de Hinojosa, criolla de Barquisimeto, la hermosa adúltera que indujo por lo menos a dos hombres al crimen haciéndolos perder el juicio; o doña Lucía Tafur y doña María de Vargas, mozas gallardas y hermosas, señoras y dueñas de su libertad, como dice refiriéndose a la segunda de ellas, que integran su espléndida galería de retratos femeninos. Rodríguez Freyle, hijo de un soldado de Ursúa, fue seminarista y clérigo en órdenes menores, estuvo seis años en España, volvió al Nuevo Mundo, buscó tesoros, se casó, fue soldado y labrador, anduvo metido en pleitos por su tierra que prosiguieron hasta después de su muerte, conoció a Jiménez de Quesada y tuvo como informante a don Juan, cacique y señor de Guatavita, sobrino de aquel que hallaron los conquistadores, al tiempo que arribaron a este reino. Como se ve, un testimonio de primera mano que, si bien, como lo han reiterado tantos estudiosos, tiene un innegable y comprobado valor de “crónicas históricas”, ostenta otro quizá más singular y meritorio: el de ser la primera obra de “ficción” colombiana. Sus pequeñas historias, o historielas, como las llaman, intercaladas a lo largo de un texto sostenido por un sólido marco cronológico y que tienen, como no, una fundada base documental, crecen y se expanden por sí solas, en una lograda ampliación imaginativa por parte del autor que les confiere plena autonomía, hasta volverlas entidades independientes y con vida propia. “Ficciones de El Carnero” las ha llamado Héctor H. Orjuela, seleccionándolas como relatos de humor, pendencia y picardía; narraciones de intriga, rebelión y justicia, leyendas e historiales de indios, y cuentos de amor, celos y sangre. Son ellas las encargadas de darle vida a El Carnero como obra que se sostiene incólume desde aquel presente, aún vivo, de 1636 a 1638, en que Rodríguez Freyle la escribió, con su mezcla de humor y comprensión, de moralismo edificante y risueña tolerancia. Anciano, no por gruñón y quejumbroso menos 15


amable y grato, es el abuelo indudable de la literatura colombiana. Un abuelo en ocasiones somnoliento y reiterativo, pero en definitiva inolvidable. En una ciudad de gente satírica, como dice Rodríguez Freyle, “el callar es cordura”, pero él, como uno de sus personajes, un amante locuaz, quiere revelar todos los secretos. Así, aquel amante cuenta: “No ha dos noches, estando con una dama harto hermosa, a los mejores gustos se nos quebró un balaustre de la cama”, y a partir de ahí, de esta infidencia, un marido se entera de que su mujer lo traiciona, mueren ella y su amante, en medio de intrigas, secretos y espadas. Tal es la forma de narrar de Rodríguez Freyle. El amor, “fuego encendido y agradable llama”, “sabroso veneno y blanda muerte”, lo llevará, de nuevo, a reiterar su sempiterna queja –”¡mujeres!”– y, en un plano más amplio, a convertirlo en factor determinante de los conflictos, ya sea entre el poder civil y el eclesiástico, o entre los funcionarios venidos de España para poner orden y los broncos conquistadores. “¡Oh mujeres, malas sabandijas, de casta de víboras!”, pero tales damas (y dramas) no alcanzan a explicar todo el embrollo que en sus páginas se percibe, en forma por demás notoria. Era también época de alzamientos y rebeliones, como no deja de recordarnos el propio Rodríguez Freyle. “Los de Pizarro en el Perú, los de Francisco Hernández Girón en el Cuzco, los Contreras en Panamá, Lope de Aguirre en el Marañón, u Orellana y Álvaro de Oyón en la gobernación de Popayán”. Y de combates y exterminio de indios, como la guerra que don Juan de Borja, nieto del duque de Gandía, emprendió contra los pijaos, o aquella otra ciudad de Victoria, desaparecida al poco tiempo de su fundación, a pesar de sus riquezas. Como recuerda Rodríguez Freyle: “Fue fama que tuvo esta ciudad nueve mil indios, los cuales se mataron todos ahorcándose por no trabajar y también comiendo hierbas venenosas, por lo que vino a despoblar esta ciudad”. Clerical y conocedor de todos los rituales del coro y la iglesia, a veces digresivo y un tanto incoherente, y usando como pauta referencial la secuencia de gobernadores, presidentes, visitadores y oidores, o la de arzobispos y prebendados,     16


Rodríguez Freyle hace avanzar o retroceder a su antojo el relato al dejar al lector con un dedo puesto como marca en determinada página, al intercalar a continuación algún “estupendo” episodio, como los llama, para luego, pidiendo al lector que retire su dedo, retornar a las figuras o ejércitos que se quedaron, páginas atrás, aguardándolo inmóviles. Es dueño cabal de su materia y la maneja a su antojo, como si elaborase una película en la sala de montaje y detuviese con la moviola el detalle que más le llama la atención. Retoma el hilo, sí, pero este nunca se ha perdido del todo. El libro, en comparación con tantos otros recuentos de la época –piénsese sólo en los desmesurados volúmenes de Simón y Castellanos–, es breve y ágil, y su autor muy consciente de los riesgos del bostezo por parte del lector. “Y con esto vamos a otro capítulo, que este nos tiene a todos cansados”. Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada: los cien primeros años de su historia nos son revividos por este averiguador, que cita a Séneca y a La Celestina juntos, al fin y al cabo son tan españoles ambos, y que busca divertir instruyendo, según la vieja fórmula. Libro que circuló manuscrito durante 221 años, al atestiguar así el interés que despertaba, su primera edición data de 1859, y el facsímil de su portada reza a la letra:

Conquista i descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano i fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá primera de este Reino donde se fundó la Real Audiencia y Canciller’a, siendo la cabeza, se hizo arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales; sus costumbres i gente, i de qué procedió este nombre tan celebrado de El Dorado, los jenerales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los Presidentes, Oidores y Visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispados, prebendados i dignidades que han sido de esta santa iglesia Catedral, desde el año 1539, que se fundó, hasta el de 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, i no para imitarlos, por el daño de la conciencia. Compuesto por Juan Rodríguez Fresle, natural de esta ciudad y de los Fresles

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de Alcalá de Henares en los Reinos de España, cuyo padre fue uno de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino. Dirijido a la s. r. m. de Felipe iv, Rei de España, Nuestro Rei i Señor Natural.

Rodríguez Freyle conoció bien a Jiménez de Quesada –“fue padrino de una hermana mía de pila”– pero reconoce que más le valiera no haberlo conocido “por lo que nos costó en el segundo viaje que hizo a España, y, cuando volvió, perdió mucho en buscar El Dorado, que en este viaje fue mi padre como compadre y amigo, y le costó muy buen dinero. En fin, en el primer viaje, trajo el título de adelantado de El Dorado, con tres mil ducados de renta en lo que conquistase”. Terminado el libro, en su capítulo XIX, Freyle vuelve al tema de Jiménez de Quesada y El Dorado, a propósito de la conquista de San Juan de Los Llanos. Dice allí:

En sus primeros años, servía de escuela a muchos capitanes que fueron a buscar El Dorado, y nunca lo hallaron, que ni sé yo que lo haiga, por lo que queda dicho del indio del que se originó este nombre. Y el dicho adelantado don Gonzalo Quesada entró en su descubrimiento, saliendo de esta ciudad de Santa Fe, cuando volvió de España con el título de adelantado y con tres mil ducados de renta que le daba Su majestad en lo que conquistase. Lo que resultó de esta entrada que hizo el adelantado fue perder toda la gente que llevó, que murió de hambre y peste por los malos tiempos, y aun él corrió mucho riesgo, y favorecióle Dios primeramente, y después un pedazo de sal que traía colgado al cuello, que él comía algunas hierbas que conocía. Húbose de volver, sin hallar El Dorado, ni rastro de él, con muy pocos soldados; y en esta ciudad se había juntado gente para irlo a buscar cuando entró en ella.

Su punto de vista personal, es cierto, se halla presente a todo lo largo de su obra, en la cual el sustrato histórico, como dijimos, es quebrado por intromisiones novelísticas y el comadreo provinciano elevado por sus ínfulas moralizantes, todo lo cual hace de su     18


figura, al final, la de un sacristán prevolteriano que se complace en lo vedado sin por ello dejar de citar la Biblia o los clásicos, a cada tramo. Sin embargo, como lo anotó Emir Rodríguez Monegal en Noticias secretas y públicas de América: “Su reputación actual de narrador supera anchamente a la de cronista. Pertenece realmente a la literatura, y especialmente al desarrollo del cuento en la América Hispana”. Y ello no sólo por su habilidad narrativa, de dosificado suspenso o la tipicidad de sus personajes, sino por su entonación inconfundible, tan llena de gracia y humor, de melancolía y donaire, a veces agresivo, en otras doloroso, en muchos casos travieso o nostálgico, pero siempre americano. Como lo resumió muy bien Achury –y en esta conclusión se sintetiza su aporte–:

Si ponemos oído atento al idioma que se habla en El Carnero, aprendemos que quien allí habla no es el conquistador que vino de España, ni su hijo, el criollo aún amarrado al tronco de su estirpe, sino el primer hispanoamericano que se ha soltado a hablar sobre el haz de este solar neogranadino en su idioma propio, con su acento peculiar, con su intención característica, con su aire inalienable; condiciones y cualidades todas estas que son las resultantes del choque y compenetración de dos culturas, de dos estilos de vida, de dos modos de sentir, de vivir y de morir.

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j osé asu n c ión si lva  1865 1896

Ese nocturno inmortal El más grande los poetas colombianos es indudablemente quien más se compenetró con las características de la capital y la transformó de modo creador en sus incomparables poemas, que sólo se publicarían en libro después de muerto Silva por su propia mano. Su padre, Ricardo, fue escritor costumbrista y José Asunción Silva cultivó también la novela, De sobremesa, también publicada postumamente. En 1883 un poeta bogotano de frente amplia y barba nazarena recorría las resbalosas calles de piedra que desde las verdes laderas del cerro de Monserrate se aquietan, por fin, en la plaza de Bolívar. Había leído a Bécquer y a sus imitadores, “Encierran en poesías cortas, llenas de sugestiones profundas, un infinito de pensamientos dolorosos” y, como corresponde a la época, a Víctor Hugo. Pero ahora, en la estrecha callejuela y frente a “un balcón, blanco y dorado, obra de nuestro siglo XIX”, admira una muy vieja ventana colonial. Distraído de todo cuanto le rodea, intenta discernir sus propios orígenes. Y en un acto de soberanía imaginativa se retrae al pasado y lo puebla de rostros. ¿Qué ve allí? Mirar allí, sombría, medio perdida en la rizada gola, la cabeza severa de algún oidor, o los oscuros ojos de una dama española de nacarada tez y labios rojos,

Oidor y dama que al emigrar de Europa a América: que al venir de la hermosa Andalucía

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a la colonia nueva el germen de letal melancolía por el recuerdo de la patria lleva?

Con el duelo a cuestas por la tierra perdida, el poeta se identifica con ellos: él también, en alguna forma, es un exiliado en su propia patria y ahora busca una raíz a la cual aferrarse. Pregunta por los pormenores de su historia y ampliando su indagación, al máximo, termina por llegar al hombre como un ser que el tiempo desgasta. ¿Qué tradición podrá entonces nutrirlo y qué suelo le servirá de base? Del “beso de los siglos” apenas subsisten unas cuantas y vagas señales que intenta descifrar. El poeta como arqueólogo. Señales que le hablan con “una voz secreta”: Narran poemas misteriosos Las sombras de las viejas catedrales.

Es la voz secreta de la historia emitiendo sus fábulas. La leyenda de los siglos trasplantada a tierras americanas, que comienza a trasmitir sus mensajes. Pero la fábrica de piedra, por milenaria que sea, también cae a tierra. En realidad sólo quedan la música y la infancia. Los niños que la propia ventana mira y la música que ella, a sus pies, oye. La ventana es la encargada de narrarnos la historia que pasa delante de sus párpados entreabiertos. De sus oídos despiertos. ¿Qué escucha? “La cántica española”, “la gentil gitana”, “la estrofa grata”, “la alegre serenata”. Dada en la aristocrática Sevilla. cabe el Guadalquivir, do en claras noches la calada Giralda se retrata y la luz de luna limpia brilla.

La música de España atravesó el Atlántico y ahora, al aquerenciarse en tierras americanas refluye en dos versos perfectos: La brisa, dulce y leve, como las vagas formas del deseo.

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Todo –balcón, ventana, dama y oidor, historia y piedra, juegos de niños– se ha convertido en música e idioma. En la atención con que el poeta se fija en ellos y revela su secreto. El secreto es el idioma, atesorado en las “plácidas historias” que narra la abuela. Mantiene así nuestra continuidad, de cara al pasado. Se inaugura esta tradición de abuelas cuenteras que ya parece consustancial a la literatura colombiana, como lo rubricaría un siglo más tarde Gabriel García Márquez, al referirse al imperturbable tono de la suya, no haciendo diferencias entre realidad y prodigio. Sólo que ese hilo de unión entre presente y pasado, entre España y América, el poeta también terminará por considerarlo frágil. Repite “todo pasará”, y se precipita en una enumeración final que resumiendo la existencia, clausura ese ciclo de contemplación retrospectiva e indagación existencial que define a su soliloquio ante la ventana. Desvaneciéndose las generaciones, apenas perduran algunos pocos objetos y las palabras que los recuerdan: Niñez risueña, juventud sonriente, edad viril que en el futuro sueña, vejez, llena de afán … tal vez mañana, cuando de aquellos niños queden sólo las ignotas y viejas sepulturas aún tenga el mismo sitio la ventana.

A esas músicas que se apagan, a esas narraciones para niños, a esos objetos de algún modo encantados por la pátina del tiempo, se sentirá único el poeta al tratar de hacer compartible su significado último. Busca que las “incomprensibles iniciales” que adornan la reja de la ventana, el aún no descifrado monograma, pueda ser escuchado. El poeta, entonces, como lector de una ciudad donde lo más elocuente son los emblemas opacos. Su música de ruinas. El poeta, José Asunción Silva, se matará en 1896 de un tiro en el corazón. Y este poema de juventud se erigirá en referencia ineludible de lo que hemos llamado la confabulación     22


hispánica. Podrá enviarle una orquídea a Mallarmé o escribirle cartas a Gustave Moreau, pidiéndole las mejores reproducciones de sus pinturas, o poblar las páginas de su novela De sobremesa con esotéricas referencias prerrafaelitas, pero había hablado antes con España al tornar creativa su lengua. Había confabulado con ella, es decir, fabulado y conspirado con la lengua. Entre las dos orillas, de Andalucía a América, había visto cómo valientes exploradores conquistaban ignotos territorios. Y reconocido como la única conquista que perdura, más allá de la épica de los cronistas de Indias, la divertida salacidad de la ficción colonial y el fuego a la vez romántico y neoclásico de las proclamas de la Independencia, era la música del modernismo, interpretada a través del poema lírico. De una a otra orilla, no más el oro de los galeones sino pequeños cofres de aire donde resonaban, coloreadas y volátiles, simétricas y desordenadas, las palabras. Aquello que un poeta sentía ante una ventana. El poeta por antonomasia de Bogotá, y el cantor que con su “Nocturno” fue reconocido en toda América, tiene también una importancia determinante en cuanto precursor del modernismo en lengua española junto con las figuras, ya clásicas, del cubano José Martí y el mexicano Gutiérrez Nájera. Silva, tan compenetrado y a la vez tan trágicamente afectado por Bogotá, su ciudad natal, también fue capaz de respirar otros aires tonificantes ya sea en París o en Caracas. Acompañemoslo durante el año de 1885 cuando estuvo en París. Allí compró novelas como Bel-Ami de Maupassant, los poemas de Baudelaire y un libro como Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche. Pero el encuentro que aún conserva su proyección es el que sostuvo con Mallarmé, quien le regaló la novela de Huysman, A rebours, donde Mallarmé era precisamente uno de los personajes claves. El héroe de la novela, el duque Jean des Esseintes, reconoce que el siglo en que vive le niega toda posibilidad de alcanzar lo absoluto. Por ello, encerrado en medio de un ambiente recargado, trata de experimentar el mayor número posible de sensaciones, de refinadas experiencias estéticas. Aromas, perfumes, manjares, narcóticos alucinantes, viajes imaginarios que nunca se concre23


tan. Finalmente, no tendrá más remedio que ingresar a su siglo. Si bien Silva, en De sobremesa, califica a Baudelaire como “el más grande poeta de los últimos cincuenta años”, en el ejempar que le regaló Mallamré de la novela, hoy conservado en la Biblioteca Luis Ángel Arango, anota al final del capítulo 12, que con su estilo nervioso, vibrante, la novela refleja de maravilla “La feroz enfermedad del siglo”. ¿Cúal era esta?La neurosis del individuo, solitario en medio de la multitud, donde pierde su carácter único, siempre corriendo tras los espejismos del poder y el dinero, en la lucha por la supervivencia diaria. La presencia, entonces, de la ciudad como determinante de la obra del poeta. Surge ella de su deambular, es ella el mapa de su errancia. Lo golpea con sus imágenes de mendigos o prostitutas, de ancianos o fenómenos. De avenidas populosas o lugares secretos. Pero quien parece marcar a Silva en el reverso de esas imágenes fuertes es Mallarmé, cuya poesía busca una explicación órfica de la tierra, donde lo que importa no es la cosa y su significación sino la resonancia que ella deja y su sugestión. Había que ceder la iniciativa a las palabras para borrar así la figura del poeta, la cual sería trascendida por la música misma. “Al escribir un poema, es preciso excluir de él lo real porque es vil”. Los sonetos nulos que borran su huella; el sueño de la Gran Obra en cinco vólumenes, donde todo el Universo confluiría en un libro. Una nueva religión. “No pintar la cosa sino el efecto que ella produce. Por lo tanto el verbo no debe componerse de expresiones, sino de intenciones, y todas las palabras deben desaparecer ante la sensación”, como puntualizó Mallarmé en carta a su amigo Cazalir, fechada hacia 1864, y que seguramente Silva tuvo muy presente cuando escribió: ars El verso es vaso santo. Poned en él tan sólo, Un pensamiento puro En cuyo fondo bullan hirvientes las imágenes Como burbujas de oro de un viejo vino oscuro.     24


Allí verted las flores que en la continua lucha, Ajó del mundo el frío, Recuerdos deliciosos de tiempos que no vuelven, Y nardos empapados en gotas de rocío Para que la existencia mísera se embalsame Cual de una esencia ignota Quemándose en el fuego del alma enternecida De aquel supremo bálsamo basta una sola gota.

Ni Víctor Hugo, ni Gautier, ni Bécquer. Ni solo ellos. También, y de modo decisivo, Mallarmé. Hablándole al oído del lector, “la luz vaga, opacó el día”, Silva buscó “dominar las frases indóciles para que surgieran los aspectos precisos de la Realidad y las formas vagas del Sueño”, pero su sueño fue muy concreto: el poema de la infancia, el poema de la naturaleza, el poema de la ciudad, en un perenne Día de difuntos, el poema de Bolívar derrotado, el poema de las Vejeces que todavía exhalan un perfume, un clima. La tradición colonial y todos los objetos de refinamiento y lujo que importaba el almacén de R. Silva e Hijo situado en la segunda calle Real, junto al Templo de Santo Domingo, y que según un aviso de fines de la década del noventa, traía un “surtido de mercancía francesa renovado mensualmente, Papel de colgadura, paños finos. pianos, telas de lana, ropa blanca, calzado para señora, y objetos para regalo”. Era la otra faz del sueño simbolista, en literatura, “¿Contra lo imposible qué puede el deseo?” se preguntaba el poeta en la Bogotá de guerras civiles. Quebró el almacén. Silva se suicidó.

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Ru f i n o J o sé C u e rvo  184 4 1911

El bogotano que les enseñó castellano a los españoles S u pa d r e fue vicepresidente de Colombia; uno de sus hermanos, alcalde de Bogotá; su profesor de alemán y más asiduo corresponsal desde Europa era el autor de La gramática chibcha, Ezequiel Uricoechea quien ganaria el titulo de Catedrático Honorario de la Universidad Libre de Bruselas por su conocimiento de la lengua árabe, a causa de la cual moriría solo en Beirut, a los 46 años, donde se fue a profundizar su estudio. Todo eso lo cuenta Enrique Santos Molano en un erudito y muy conmovedor libro titulado Rufino José Cuervo Un hombre al pie de las letras, publicado por el Instituto Caro y Cuervo. El Ministerio de Cultura ha designado 2011 como el año Rufino José Cuervo. En un país de incesantes guerras civiles, asonadas, golpes de estado, cuatro presidentes escribieron gramáticas (Miguel Antonio Caro, Marco Fidel Suarez, José Manuel Marroquín y Santiago Perez) y Cuervo, quien publicó una Gramática latina en asocio con Caro, viviría a fondo las contradicciones del momento. En 1830 un esclavo se escapa de la finca sabanera de su padre. Era un esclavo de “color oscuro y estatura regular “, de 16 a 18 años de edad. O el mismo Cuervo que lavara botellas para envasar la cerveza con la cual montaron una fábrica con su hermano Ángel que les permitiría irse a vivir a París con una renta equivalente a 457 libras esterlinas. Se alejaría así de los debates sobre proteccionismo o libre-cambio, de figuras avasalladoras y complejas como Tomás Cipriano de Mosquera y Rafael Nuñez, del fraude electoral y la violencia     26


sectaria, y pudo entregarse, en la soledad del monje que todos los días asiste de madrugada a misa, a darle bases científicas al idioma español, a ser el “iniciador de la filología neolatina en todo el territorio de la lengua española”, como le escribió uno de los doscientos corresponsales científicos, con quienes mantuvo puntual intercambio epistolar sobre temas tan intrigantes como las diferencias, y buen uso, del afrancesado biberón y el muy bogotano tetero. El prestigio de Cuervo se sustentó, en primer lugar, en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1872) que rehacería y complementaría toda la vida, hasta su muerte en París, en 1911, cuando trabajaba en su sexta edición. En esos treinta años que pasaría en París, Cuervo lleva adelante su más ambiciosa obra: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, que empezaría en 1872 y que no pudo concluir. El segundo tomo, cuya impresión lo desvela en París, va por la letra D. Pero gracias a trabajos como este, y su edición de la gramática de Andrés Bello, Cuervo será “el encargado de volver a enseñar a la antigua madre-patria la historia de su lengua”. Fernando Vallejo, en marzo de 2007, publicó su conferencia en la cual canonizaba a Rufino José Cuervo como santo colombiano que no conoció el rencor ni la envidia, no tuvo puestos públicos y amó como un iluso el idioma español. Ese idioma, según Vallejo, que cambia y se empeora: “En el siglo XIX el castellano se estaba afrancesando, hoy es un adefesio anglizado”. Quedaba entonces su diccionario inconcluso que mostraba el uso que le habían dado a las palabras los escritores más notables durante diez siglos, desde sus raíces griegas, árabes y latinas. Rescatadas esas joyas de ediciones deficientes, hechas en España, que carecían de rigor científico, y que quizás contribuyeron, junto con su neurastenia, sus catarros permanentes, y la muerte de su hermano Ángel, a ir abandonando poco a poco ese proyecto único, por su demencial desmesura, solo concluido un siglo después de su muerte. Pero como lo dijo el propio Cuervo, quien dejó en su testamento una partida para honrar al mejor tipógrafo de Bogotá, “lo que ayer fue disparate es hoy elegancia”. De ahí la utilidad 27


del libro de Santos Molano para recordarnos, en cronologías, en conceptos de otras voces, en investigación y aciertos, esta empresa fantástica de su hermano menor). Rufino José Cuervo fue así una figura única, poseído por la ambición de un sueño desmesurado: comprender el idioma en las páginas ordenadas alfabéticamente de un libro. Nacido en la calle de La Esperanza, en el barrio de La Candelaria, alumno de los jesuitas, y profesor en el Seminario y el Colegio de El Rosario, la obra de Cuervo se forjó, en sus líneas generales, en ese Bogotá que lo vio nacer. Aquí publicará la Gramática latina, en 1867, las Notas a la Gramática de Bello en 1874, la Muestra de un diccionario de la lengua castellana en 1871 y las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano en 1872. Las raíces de la tarea que proseguiría durante treinta años en París están entonces en Bogotá. Y como le escribe Cuervo a Miguel Antonio Caro: Es sabido, por más que nos duela confesarlo, que el público de nosotros los americanos está en América y no en España, por más que los españoles nos hagan mil carantoñas, encaminadas más que a otra cosa, a que les compremos sus vinos y aceitunas. Epistolario Cuervo con Caro, Instituto Caro y Cuervo, 1978, p. 203.

Podemos concluir pensando que Cuervo termina por enseñarles a los españoles su propia lengua, renovada a partir de Ruben Darío, gracias al trabajo que inició en Bogotá. Cuando fallece en París Ángel Augusto Cuervo Urisari (Bogotá, 7 de marzo de 1838- París, 24 de abril de 1896) su hermano menor Rufino José Cuervo Urisari (Bogotá, 19 de septiembre de 1844-París, Julio 17 de 1911) prepara una minuciosa “Noticia biográfica de D. Angel Cuervo” que aprecerá como prólogo al libro de este titulado Cómo se evapora un ejercito. Fechado dicho prólogo en París en 1899 es, en verdad, un recuento autobiográfico del padre, de estos dos hermanos tan unidos, y los percances de una familia en la Colombia de aquellos años. Vale la pena tomar en cuenta las variadas alusiones en dicho texto al interés que Ángel Cuervo manifestó por la pintura, su preocupación de que esta, algun día, se desarrollara en Colombia     28


y la conciencia de los obstáculos de muy variada índole, que se oponían a tal sueño. A ello se refiere al hablar del diletantismo con que sus compatriotas “a la carrera y sin preparación suficiente han recorrido los museos de Europa”. Otra, la pobreza de nuestra tradición al respecto y “el valor relativo” por ejemplo, “de nuestro pintor Vásquez Ceballos”. Sin embargo, cuando donó dos cuadros suyos al Museo Nacional de Bogotá, “no quiso dar a entender que eran obras admiradas en Europa”. Entusiasta sí, pero realista sobre el país que había dejado atrás. Por ello recorrió con calma los museos de Europa, anotando las impresiones de su viaje en 1878 donde el interés por ruinas clásicas y catedrales medievales, el Partenón y la Alhambra, se mezcla a su admiracion por las mujeres de cada país y sus apuntes técnicos sobre la fabricación de cerveza, ya sea en Inglaterra, en Alemania o en Bélgica, motivo oficial del viaje, junto con la visita a la Exposición Universal de París. De allí surgirá una década después el libro de Ángel Cuervo Conversación artística que, con el seudónimo de Moreli, publican las Imprentas reunidas en 1887 en París, dedicándoselo a Rafael Pombo, otro entusiasta promotor de las artes. Tenía 118 páginas donde, como dice su hermano, “campean no menos los primores del estilo que el acierto de las apreciaciones sobre estatuas y cuadros franceses”. Desde 1882 hasta su muerte los hermanos Cuervo residirán en París y desde allí, desde la distancia y la nostalgia, podrán repasar la pintura que habían visto en Bogotá. No eran Velásquez ni Ticianos sino cuadros oficiales de virreyes, de abadesas muertas. Por ello podemos imaginar la pintura que vio y los acompañó en Colombia a partir de un cuadro emblemático de 1841: La muerte de Santander de Luis García Hevia (1816-1877). Diecisiete personajes, en una tela de gran formato, asisten al fallecimiento del Hombre de las Leyes. Reunión en torno al moribundo, alguno se distrae y mira fijamente al espectador. A nosotros, que nos colamos en el recinto de la historia, del proverbial rival de Bolívar y del partido al cual Cuervo fue fiel toda la vida: el conservador. Concluía realmente la Independencia pero otras imágenes podían anteceder esta muerte. Serían los pintores de la 29


Expedición Botánica, creada en 1784, los cuales podemos sintetizar en la célebre miniatura del botánico y dibujante de flores, Francisco Javier Matiz, realizada por José María Espinosa (1796 -1886). Qué irónica gracia en esos ojos alertas y esa boca sensual que contradicen la pensativa mano en la cabeza de estos científicos amateurs. Allí está Espinosa con su agudeza y su comprensivo encanto humano, incursión en la caricatura o en el relato épico, entre nubes de pólvora, de las batallas de Independencia. Estaría Alberto Urdaneta y su Papel Periódico Ilustrado fundado en agosto de 1881 y que alcanzó los 116 números. Entre trabajos de José María Espinosa, Ramón Torres Méndez, José Manuel Groot, Epifanio Garay, Manuel María Paz y, por supuesto, el mismo Alberto Urdaneta, quien había estudiado en París en el taller de Meissonier. Si a las copias que se enviaban desde Sevilla del taller de Murillo con sus vírgenes añadimos la Expedición Botánica, la Comisión Corográfica y el Papel Periódico Ilustrado y otros nombres como Ignacio Beltrán, José Celestino Figueroa, el padre Margallo y José Miguel Figueroa, quien retrató cuando niños a todos los hermanos Cuervo, podemos tener una idea, imaginativamente aproximada, de lo que los cuatro ojos y la sensibilidad de los hermanos Cuervo vieron en Colombia antes de irse para siempre a París. Quizás, lo que vieron y escribieron en Bogotá los hermanos Ángel y Rufino Cuervo, y que luego recordaron en la nostalgia durante treinta años mientras esperaban pacientemente en las bibliotecas de París que les facilitaran los libros pedidos y asistían a museos, exposiciones y conciertos contándole todo ello, en minuciosas cartas, a sus amigos bogotanos, sea una muestra cabal de una cultura bien entendida y generosamente entregada a sus compatriotas a manos llenas.

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G er mán A rc i n i e g as  1900 1999

Desde Bogotá, un latinoamericano integral Si El estudiante de la mesa redonda (1932) era un manifiesto, una colección de viñetas y también un esbozo de temas, el Jiménez de Quesada –que en su versión corregida y a instancias de Stefan Zwieg, habría de llamarse El caballero de El Dorado– era un relato ameno y sustancioso del descubrimiento del Nuevo Reino de Granada y del fundador de Santa Fé de Bogotá, esa ciudad donde según Arciniegas el frío hace que “hasta las fieras se tornen aves de corral”. Una obra que humanizaba el personaje y hacía intervenir al pueblo, indígena o español, en esa confrontación entre dos mundos. Era la obra de un divulgador que con su prosa aireada y rápida contaba para todos el cuento inicial de nuestra historia. La acogida que tuvo y las sucesivas reediciones demuestran cómo los lectores reclamaban aportes de ese tipo. Los de una historia coloquial y espontánea, en la cual la erudición no intimidara. Arciniegas, quien habría de ser ministro de educación en Colombia, durante dos ocasiones (1942-1943 y 1945-1946) contribuía con volúmenes como éste a una suerte de alfabetización masiva sintetizando sus aportes académicos y transformándolos, gracias a su prosa, en productos amables que aún conservan su encanto. Era también su respuesta a una carencia intelectual americana que en un trabajo ulterior, Nuestra América es un ensayo (1963) había razonado. La carencia de buenas biografías, tanto de los conquistadores –Balboa, Pizarro, Lope de Aguirra, Valdivia– 31


como, más tarde, de los libertadores –Bolívar, San Martín, O’ Higgins, Artigas, Hidalgo. Esta carencia, subsanada en nuestros días gracias a magníficos aportes como el Hernán Cortés, de José Luis Martínez, aparecido en 1990, merecía en su momento tan justo reclamo. El panorama resultaba tan escuálido como sectario. La respuesta de Arciniegas en relación con Jiménez de Quesada se basaba en los cronistas –Gonzalo Fernández de Oviedo, Bartolomé de Las Casas, Pedro Simón, Aguado, Juan de Castellanos, López de Gomara, Herrera, Rodríguez Freyle, Cieza de León y Lucas Fernandez de Piedrahita– en ulteriores investigaciones nacionales, como las de Restrepo Tirado, Otero D’ Costa, Raimundo Rivas, e investigadores extranjeros como Roberto B. Cunningham y Guillermo Prescott, con sus célebres historias de la conquista de México y de Perú y del reinado de los Reyes Católicos; y en los primeros trabajos de Irving A. Leonard sobre novelas de caballería de las Indias españolas. De ellos, y del estilo general con que Stefan Zweig, Emil Ludwig o André Maurois redactaban sus biografías, haría surgir Arciniegas su Jiménez de Quesada. Un Quesada, por cierto, tan novedoso como el asombroso mundo en que iba penetrando. Arciniegas, en las Fuentes Bibliográficas de la primera edición del año 1939 reconoce: aquí, “como en mis libros anteriores, he procurado no cargar éste con citas que hagan su lectura fastidiosa” (p. 344). Luego, al prescindir de tal lista, suprimida en las ulteriores reediciones, hacía explícitos sus propósitos de amenidad y comunicación inmediata. Antes que historiador profesional prefería pasar por desenvuelto narrador de sucesos reales. Periodista que entrevistaba a personajes aparentemente lejanos. Quería devolver la historia a la calle. A la plaza. A la taberna, donde los estudiantes continuaban discutiendo, como en la Edad Media, y formando bochinches, a cada rato. Buscaba, como liberal recalcitrante, que el pueblo, protagonista de la historia americana, tomara a través de la lectura contacto con ella. La hiciera de nuevo. El 7 de agosto de 1930 inicia su gobierno, en Colombia, Enrique Olaya Herrera, primer presidente liberal luego de medio siglo de     32


hegemonía conservadora (1880–1930). Arciniegas, como periodista historiador, hombre público con incursiones en la política, formaba parte de esa voluntad de cambio. Añadía además Arciniegas en las mencionadas “Fuentes” otra confesión: no pretendía haber escrito una biografía de Jiménez de Quesada, sino una breve historia de la conquista. Sólo que toda su atención termina por fijarse en él, la “figura central”, hasta el punto de promover al final la tesis, “para mí es muy evidente que a Cervantes no le fue desconocida la existencia de Quesada, y que en vida la tuvo presente al concebir el Quijote” (p. 344). Si bien reconocía no haber podido precisar ciertos puntos de su aproximación, no por ello la descartaba. Por el contrario: ese encuentro imaginario le permitía terminar su libro con un toque original: “el parentesco entre Don Quijote y Quesada”. Completamente poético, ingrediente que supera la racionalidad del hombre, la magia era imprescindible para comprender a cabalidad la historia americana, tal como lo recalca luego, en 1959, en su prefacio al primer volumen de América mágica: Los trabajos y los hombres. Agilidad de periodista y curiosidad de investigador, voluntad democrática y persistencia irrefrenable del elemento mágico: éstos son algunos de los rasgos con los cuales Arciniegas edifica su mundo. El mundo, por cierto, de uno de los pocos escritores colombianos con real trascendencia internacional, antes de Gabriel García Márquez. Durante 99 años (1900–1999), este bogotano irónico e incansable le dió un nuevo hálito a la historia de Colombia y a su preocupación por el pueblo mismo en libros dedicados ya sea a los comuneros como a los estudiantes de toda América. Pero en realidad, Arciniegas fue el primer escritor que brindó a sus lectores una visión amplia y generosa de Colombia como parte de América Latina. Clásicos como Biografía del Caribe (1945) y El continente de siete colores (1965) brindaron la más ágil síntesis de regiones y países, de personajes y circunstancias. Pero fue también un adalid en la lucha contra las dictaduras de la época como lo certificó Entre la libertad y el miedo (1952) que le acarreó persecuciones 33


y censuras pero él no cejó en su combate en todo el periodismo libre del continente. Autor de uno de los primeros y más comprensivos libros sobre el pintor Fernando Botero, sus empresas culturales que van desde la fundación del Museo Nacional y el Museo Colonial quedaron sintetizadas en las muchas revistas que fundó y dirigió. En tal sentido, son clásicas las revistas Universidad, Revista de las Indias y Correo de los Andes. Profesor durante una década en Columbia University, conferencista en todo el mundo, siempre insistió en que América, otra cosa, fue el continente que otorgó libertad a los europeos que dejaban atrás reyes y emperadores para hacerse hombres independientes. Su prosa informada y traviesa aún nos encanta con la magia con que supo transmitirnos verdades y excesos de esta América.

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J orge Z a l a m e a  1905 1969

Un rebelde refinado El 6 de junio de 1925 apareció en Bogotá el primer número de Los Nuevos, una revista cuyos temas eran la política, la crítica, el arte, la literatura y los asuntos sociales, y cuyo valor era de diez centavos. Director: Felipe Lleras Camargo. Secretario de Redacción: Alberto Lleras. Directiva: Rafael Maya, Germán Arciniegas, Eliseo Arango, José Enrique Gaviria, Abel Botero, Jorge Zalamea, León de Greiff, Francisco Umaña Bernal, José Mar, Manuel García Herreros, Luis Vidales, C. A. Tapia y S. De la revista sólo salieron cinco números y 165 páginas pero en ellas se pueden rastrear, concentrados, todos los elementos que caracterizan a la inevitable publicación de vanguardia con la cual una nueva generación se apresta a tomar el poder, bajo el pretexto de renovar las letras patrias. “No vamos a lanzar un manifiesto ni a formular un programa” decía la primera línea del previsible manifiesto y el subsiguiente programa que anunciaba, cómo no, “la bancarrota de la política de campanario y el crepúsculo de los grandes hombres municipales”. Sólo que mientras Felipe Lleras proclamaba Los Nuevos como “tribuna libre para todas las ideas, batida por todos los huracanes de la audacia y abierta a todas las brisas de la inquietud” tres páginas después León de Greiff, más cazurro, efectuaba en una de sus Prosas de Gaspar un cálido elogio de la pereza y amparándose detrás del recuerdo de Francois Villon rememoraba ya esos años: “Éramos jóvenes. Comenzábamos apenas. Éramos jóvenes y muy locos. Vivíamos a la diabla. Tal vez sí hizo versos... ¿No los hice yo también?”. 35


En realidad, todos hacían versos, pero el repaso de los cinco primeros, y únicos, números de Los Nuevos, lo que muestran es a un grupo de muchachos, totalmente afrancesados, y deslumbrados por los novelistas rusos, haciendo sus primeros ejercicios intelectuales. Estos, como es sabido, consisten en denigrar a sus antecesores (en su caso, la generación del centenario); en comprobar el lamentable estado por el que atraviesan las letras de su país y en proclamar como más humanas y mucho más cosmopolitas sus propias producciones. El cosmopolitismo se reducía, básicamente, a citar lo que leían; y así, a través de epígrafes, y dos o tres reseñas bastante agudas (la de Jorge Zalamea sobre Pierre Louys; la de Manuel García Herreros sobre la comicidad en Dostoievski) van desfilando los nombres: Barres, Maurras, Giraudoux, Claudel, Gorki, Tagore, Proust, Anatole France, Francis Jammes, Paul Fort, Barbusse, Gide, Andreiev, Charles Louis Philippe, Mallarmé, Lenormand, etc. En relación con las letras colombianas el repaso crítico abarcaba desde Antonio Gómez Restrepo a Miguel Rash-Isla, el cual suscitaba la mayoría de los sarcasmos –“una nueva muestra del estancamiento espiritual que hace de Colombia una charca de aguas profundamente dormida sobre el fondo viscoso del romanticismo”–, y llega hasta los cronistas (Quijano Mantilla, Cornelio Hispano, Tic-tac) que son vigorosamente desmenuzados por Alberto Lleras, quien recalca su inutilidad, salvando solo a Maitre Renard (Armando Solano) y Luis Tejada, “que llegó a imponerse al público, a pesar de su enorme talento”. “Enterrar a los muertos”: esta consigna con que Felipe Lleras cerraba uno de sus comentarios políticos era fiel reflejo del tono que imperaba en los Nuevos. Si bien la excesiva cantidad de literatos que pertenecían a la sedicente agrupación se fue depurando con el tiempo, y la política, al igual que el periodismo, consumieron a un buen número de ellos, la intoxicación inicial fue exclusivamente literaria, como no dejó de señalarlo el perspicaz Armando Solano. Fue precisamente a raíz de un comentario suyo sobre Los Nuevos, aparecido en Patria, su revista, que Alberto Lleras le dirigió dos     36


epístolas donde el enfrentamiento entre Los Nuevos y la generación del centenario se hace patente. Nunca hablaremos un 20 de julio

Decía Alberto Lleras: “Seríamos incapaces, y así lo confesamos, de hablar en un veinte de julio; de hacer ediciones por épocas de fiestas patrias; y de posponer una amplia visión de humanidad al sentimiento patriótico”. Agregando: “Ni ustedes han concluido, ni nosotros hemos entrado definitivamente”, para terminar, en forma irónica, mostrando cómo la escaramuza moceril, eminentemente lírica, que ha pasado a la historia con el nombre memorioso de jornadas de marzo –el 13 de marzo de 1909– no tiene, al derribar un tirano, más que un significado casero y que la inquietud que ellos, Los Nuevos, enarbolan, dará resultados más perdurables: “Una nueva política, más fuerte, más definida que despierte al país de su atonía espiritual; de su marasmo cansado y gris”. El izquierdismo que salpicaba estas páginas y la revolución rusa que no dejaba de mencionarse, se contraponía a la derecha, representada por el Eco Nacional y así su hermano, Felipe Lleras Camargo, luego de hablar en una nota de “las codicias del imperialismo internacional”, proseguía la batalla, respondiendo a los redactores del periodico de Luis María Terán en estos términos: en Colombia no existe la tradición; la única tradición indiscutible es “la santa tradición del puesto público”. Pero tales combates verbales, disimulados, siempre, tras una elaborada serie de cortesías chinas, no llevaron la sangre al río. Y en las mismas páginas de Los Nuevos, corroborando, quizas, la idea de su director, de que las lindes de los partidos politicos en Colombia se habían ido borrando, hasta confundirse casi por completo. Augusto Ramírez Moreno o Silvio Villegas, los elocuentes leopardos de una “Acción Francesa” trasterrada a Manizales, recalcaban cómo en “Colombia civilizada al noventa por ciento de la juventud entre veinte y treinta años es clerical, antiparlamentaria, enemiga del sufragio universal y de la separación del Estado y la Iglesia Católica, agresivamente nacionalista, sostenedora del 37


régimen presidencial”. Y Villegas, para rematar, mostraba en otro comentario cómo el relativismo que Los Nuevos le reprochaban a las gentes del centenario era sólo comparable a la anarquía mental que caracterizaba a los Nuevos. Este era, a través de Los Nuevos, el clima que entonces se respiraba en Colombia; la cual, al decir de uno de los colaboradores de la revista, no era, entonces, más que “un gran feudo eclesiástico, donde engordan los monjes neurasténicos de todos los países del mundo, y donde se refuta el socialismo en las bases y argumentos de Tomás de Aquino”. “Siempre la tristeza crepuscular ¡Oh!”

Pero si estas escaramuzas tienen hoy un valor algo más que anecdótico, lo que Alberto Lleras, cuarenta años después dijo sobre los Nuevos en su prólogo a Confesión de parte, de Hernando Téllez –en nuestra tempestuosa aparición todo fue dicho en forma atropellada y de ello no quedó ningún rastro– no es totalmente cierto: hay allí, en los poemas de De Greiff; en el novelín sentimental de Jorge Zalamea; en las viñetas cubistas de Luis Vidales; en los poemas en prosa de Rafael Maya y en el panorama sobre Las letras en Colombia, de Manuel García Herreros, los iniciales, y quizás indecisos atisbos de carreras literarias, que luego habrían de consolidarse. Ellas son, hoy en día, conocidas, no así la de Manuel García Herreros, el crítico de Los Nuevos, autor de una novela, Lejos del mar, fechada en 1921, de indudable valor, por su sobriedad, como no dejó de reconocerlo en Cromos, José Umaña Bernal. Pero lo que García Herreros, publicó en los los Nuevos es también valioso. Dice, por ejemplo: “Solo el ejercicio del arte de escribir se cumple en Colombia sin preparación. Para todos escribir es decir. Al deseoso de medrar, nada tan pronto, tan holgado. Tomar la pluma, convertirse en escritor”. “No hay una poesía tan atrasada, tan abiertamente reñida con la época como la poesía de Colombia”. “Siempre estados de alma elementales. Siempre la tristeza crepuscular, el amor incorrespondido, la amada ingrata. ¡Oh!”. Para tratar de sincronizar a las nuevas promociones con lo que pasaba en Latinoamérica les menciona a Vicente Huidobro y     38


les cita a Proa y Martín Fierro, las revistas argentinas donde Borges hizo sus primeras armas. Pero todo en vano. Se queja de que a los colombianos es imposible convencerlos de que “se puede ser un brillante versificador y a la vez un detestable poeta”, preguntándose, finalmente, ¿qué quedará dentro de diez años de “nuestros Rash-Isla, Gómez Jaime, Nieto... ?”. El tiempo le ha dado la razón, y esta actitud marca un saludable punto de partida, no proseguido ulteriormente, salvo en el caso excepcional de Hernando Téllez. El núcleo inicial de los Nuevos, agrupado en torno a estas 165 páginas que desde el 1 de agosto de 1925 la Tipografia Ariel no volvería a imprimir, se reuniría, más tarde, en su ala liberal, alrededor de Germán Arciniegas y su revista Universidad; y luego, con marcadas connotaciones políticas, en las de Acción Liberal, de Plinio Mendoza Neira. Pero ya era otra época: los años 30 cuando surgían otros nuevos. Aquellos que, según Abelardo Forero Benavides, “usábamos boina vasca, leíamos a Valle Inclán e íbamos a la Cámara a escuchar los discursos de José Camacho Carreño”. Aquilino Villegas –citado por Alberto Lleras en el número cinco de Los Nuevos– había descubierto que Colombia es un país donde retoñan los muertos. Pero no era esto, en realidad, lo que les preocupaba a los redactores de esta revista juvenil, desordenada y elocuente. A ellos lo que les interesaba, en ese momento, era entrar pisando fuerte, como lo proclamaban, a los cuatro vientos, en la editorial del número dos: “ Si hay un público que nos siga, tanto mejor. Si nos quedamos solos, estamos habituados a no sorprendernos de nada. Si fracasáramos en este empeño tendríamos un recuerdo de juventud para la hora jorobada del reumatismo y la parálisis cerebral”. El hombre de letras

Si un intelectual debe estar en capacidad de referirse a los diversos aspectos de la realidad, con cierto conocimiento de causa, la multiplicidad de escritos de Jorge Zalamea lo confima, de modo amplio: desde su monografía sobre el departamento de Nariño, perfecta como investigación, hasta su conferencia sobre el canal 39


del Atrato, treinta años después, idénticos cimientos sólidos. Hay en las dos la calidad de una prosa que averigua y reflexiona. Pero lo significativo es que sus mejores piezas son aquellas que carecen de un cometido práctico inmediato. Acabaremos, entonces, por apreciarlo basándonos en aquellos que impacientes le reprochábamos. ¿La magnificencia del estilo; el paladeo gozoso de los vocablos? De La vida maravillosa de los libros, releída, se salva un capítulo, perfecto e inútil: Gloria y olvido de Anatole France. Lo cual quiere decir que desde sus primeras notas, aparecidas en Cromos en 1925 sobre Charles Louis Phillipe, hasta sus versiones de poetas rusos, cuarenta años después, Zalamea mantuvo intacta su vocación de hombre de letras. No fue otra cosa. Fue además, orgulloso y tuvo coraje; pero reivindicarlo como el paladín de causas nobles no es traicionarlo; es, apenas, disminuirlo. En sus inicios, el teatro

El regreso de Eva, que subtituló como “ensayo de una farsa dramática”, apareció en 1927 en el Repertorio Americano de San José de Costa Rica, la legendaria revista y editorial que tanto hizo por la difusión de las letras americanas, dirigida por Joaquín García Monje, y la cual reprodujo más de un centenar de artículos de Baldomero Sanín Cano, entre otros intelectuales colombianos. El pequeño tomo de 163 páginas concluía con una escueta nota biográfica: “Jorge Zalamea nació en Bogotá (Colombia) el 8 de marzo de 1905. El regreso de Eva fue escrito en la ciudad de México en mayo de 1926” , la misma ciudad donde la generación de los llamados “contemporáneos” –Reyes, Villaurrutia, Gorostiza, Novo, Owen, Cuesta– intentaba renovar el teatro a partir de las propuestas francesas de Giradoux o de Cocteau. En todo caso, El regreso de Eva, comienza con un grupo de cuatro científicos, un poco cursis y anacrónicos, que sienten que algo les falta en la indumentaria, en la desazón que los acosa, ante la inminente llegada de Eva, una criatura insólita encontrada en las selvas suramericanas por un profesor alemán y capaz de satisfacer sexualmente ella sola a toda una tribu indígena. La inquietud y     40


el nerviosismo que su hálito difunde se perciben en las calles, donde incluso los vagabundos se afanan detrás de ese no sé qué que los conturba. Uno de los científicos habla de “misterio” y de “dios” y recibe la severa reprimenda de sus colegas. Se trata sólo de un caso de estudio, que en unión de un joven vigoroso, atlético y un tanto naif –el hijo de unos millonarios norteamericanos– engendrará en ella un nuevo ser excepcional. Pero Eva, pícara, maliciosa y con su corte de loros, cocodrilos y otros animales, se limitará a pedir fresas con crema y a enloquecer a todos los hombres. Uno dejará a su mujer; otro cometerá un crimen para conseguir un anillo que ella desea; dos novicios sufrirán tentaciones a partir de este ser creado por el Otro, el Maligno, y al final, en tres celdas, Rivas, el científico, James, el joven, y Eva, la causante de todo el desorden, dirán sus últimos parlamentos. Ágil en general, aunque un tanto confusa en los actos segundo y tercero, El regreso de Eva respondía a un anhelo siempre reconocido por Jorge Zalamea: el teatro, que en 1941 se prolongaría con El rapto de las Sabinas, farsa romántica inspirada en las guerras civiles colombianas, y que luego se transformaría en su poesía al aire libre para grandes audiencias, como El sueño de las escalinatas o su postrera cantata al Che Guevara, ambas obras presentadas con indicaciones teatrales, personajes y decorados. Dedicada la primera de ellas a Eugenio D’Ors, el autor de los célebres glosarios y de Tres horas en el Museo del Prado, Zalamea se sentía partícipe de una vanguardia internacional que encontraría en su amistad con Federico García Lorca su referente más importante, tanto en el teatro como en su visionaria poesía. El autor de esta obra sería entonces el mismo secretario de Alfonso López Pumarejo en su primera presidencia, el ministro encargado de educación, el dinámico activista de la Revolución en Marcha y el redactor de la comisión de cultura aldeana en su muy valiosa monografía sobre el departamento de Nariño. Paradojas en el destino de un escritor convencido de su misión política y social.

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De Jorge Zalamea a la juventud colombiana, 1933

“El mejor resultado de la fermentación intelectual de un grupo de jóvenes inteligentes, es el libro que relata su frustración y su fracaso”. Este escolio de Nicolás Gómez Dávila no tiene aplicación, aún, en el caso de Los Nuevos. También dicho libro hace falta, aunque quizá Mi gente, de Alberto Lleras, sea un espléndido comienzo, para no hablar de las caricaturas de Ricardo Rendón o las Gotas de tinta de Luis Tejada. José Umaña Bernal y Luis Vidales anunciaron memorias que nunca hicieron, y estas, junto con testimonios de Germán Arciniegas y Rafel Maya, y, claro está, con el Relato de los oficios y mesteres de Beremundo, el Lelo de León de Greiff, bien podrían servir para trazar el primer boceto. Pero el punto de partida es este folleto de Jorge Zalamea. Hay allí, en el perspicaz análisis con que muestra cómo la generación del centenario ha asimilado a Los Nuevos varios datos de interés indudable: la política esterilizando el discurso literario, la rebeldía encauzándose en la convivencia; la frustración asomando detrás de cada nuevo proyecto, ante la Asamblea. De los cien compañeros que comenzaron escribiendo, ya quedan muy pocos, anota, y estos, entre los cuales se contaba él, de modo notorio, también habrían de participar en el esfuerzo de “la revolución en marcha”, con fervoroso entusiasmo. Pero la distancia que hay entre estas páginas y las que leyó ante la Cámara de Representantes, cuatro años después, defendiendo la reforma educativa durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, es la misma distancia que hay entre la mirada crítica y la participación razonada: es decir, una distancia abismal. Él y sus compañeros representan de modo muy claro lo que significa una cultura liberal, ¿pero cómo era, en realidad, la cultura conservadora, a la cual se oponían? Miguel Antonio Caro, descrito por Sanín Cano, resulta un adversario de cuidado. Pero también los liberales habrían de conocer el poder, y desgastarse en su ejercicio. Un balance de dicha etapa no se intenta aquí, pero quizás unas palabras de George Orwell referidas a Kipling permitan vislumbrar mejor el problema: “Aunque no tenía relación directa     42


con ningún partido político, Kipling era un conservador, algo que ya no existe hoy día. Quienes ahora se llaman conservadores, son, ya liberales, ya fascistas, ya cómplices de fascistas. Se identificaba con el poder gobernante y no con la oposición. Esto nos parece extraño y hasta desagradable en un escritor talentoso, pero tuvo la ventaja de dar a Kipling cierto dominio de la realidad. El poder gobernante siempre tiene que hacer frente a la pregunta: ‘¿Qué haría en tales y tales circunstancias?’, en tanto que la oposición no está obligada a asumir una responsibilidad ni tomar decisiones reales. Kipling se vendió a la clase gobernante británica, no monetaria sino emocionalmente. Esto torció su juicio político, pues la clase gobernante inglesa no era lo que él imaginaba, y le llevó a un abismo de pretensiones y desatinos, pero en cambio obtuvo la ventaja de haber tratado de imaginarse, por lo menos cómo son la acción y la responsabilidad”. Crítica

Crítica fue, en su momento, un buen quincenario; y sus editoriales políticos, excelentes piezas de combate. Están llenos de dolor y fuego; de preocupación sincera por la suerte de un país que día a día se precipitaba en una guerra sangrienta. Ese censo implacable de muertes y matanzas; lo acre de la denuncia a los jefes conservadores; y la lucidez con que reclamaba el concurso de los jefes liberales, es una buena muestra de periodismo político, a la antigua usanza. Lo curioso son las formas sutiles como intentó eludir la censura: fragmentos clásicos; trozos bíblicos, el modo como La metamorfosis de su excelencia, pasó, impertérrita, ante los ojos del acucioso funcionario. ¿Una prueba más del desdén ante la literatura? De otra parte, es interesante repasar varias páginas, secas y altivas, como aquella en que narra la discriminación social de que fue objeto –le impedían la entrada a un célebre club bogotano– luego de su intervención en los sucesos del 9 de abril. Las restantes son las secciones de una valiosa revista como lo fueron también, en su momento, varias otras valiosas revistas colombianas: Contemporánea, de Baldomero Sanín Cano, y Voces, de Ramón 43


Vinyes, inaugurando el siglo; Universidad, de Arciniegas, en los 20; Pan y Revista de las Indias, más tarde. Sólo que Crítica creía en Europa y, qué le vamos a hacer, en Francia. En todo caso, el cuento parábola de Zalamea, La metamorfosis de su excelencia, sería el primer borrador de su gran obra El gran Burundún-Burundá ha muerto, relato barroco del entierro de un dictador que está como semilla visible y fecunda en el cuento de Gabriel García Márquez Los funerales de la Mama Grande. Desde el exilio en Buenos Aires, Zalamea imaginó este texto recamado y recargado como una forma de crítica al poder y de denuncia en contra de la censura y de las cadenas contra la libertad de expresión. El sueño de las escalinatas

Mientras ser amada siga siendo la preocupación central de la mujer, seguirá siendo una trabajadora “a medio tiempo”, sin que importe la cantidad de horas y energía que dedique a su vocación en la espera: de la palabra exacta, del momento exacto. Las mujeres, los poetas y los héroes tienen que ver con la pasividad y con lo desconocido. No saben exactamente lo que hacen y están confundidos con respecto a quiénes son. ¿Son ellos quienes hacen lo que hacen? O es hecho a través de ellos por una fuerza más positiva y con un fin determinado? Tal vez su público les dará la respuesta[…]

Esto dijo el crítico norteamericano Harold Rosenberg al referirse a los poetas y las mujeres. El público que escuchó a Jorge Zalamea fue vasto y entusiasta. Alfredo Iriarte recuerda cómo “hacia la Navidad de 1963, brindamos con Jorge para celebrar un dato magnífico: La pollera colorá, éxito bailable número uno de la temporada, era el único disco que había superado en ventas a El sueño de las escalinatas de Jorge Zalamea. Hoy, años después de su muerte, no podría decirse lo mismo; y los registros de sintonía difícilmente lo incluirían en sus balances anuales. Solo que Zalamea no era un cantante de moda”.     44


Cuando el 22 de octubre de 1959 convocó en el Teatro Colón de Bogotá a un auditorio atento para iniciar sus ciclos de poesía de aire libre, no estaba haciendo nada distinto que realizar un viejo sueño. Sueño que se percibe como constante a lo largo de su trayectoria. En los prólogos a León de Greiff (Obras completas) y a Luis Carlos López (La Comedia tropical) está explícito; en la carta que escribió a Germán Arciniegas, desde Buenos Aires, al concluir El gran Burundún-Burundá, es evidente y tanto su primera obra, El regreso de Eva (1927), como su última, Cantata del Che (1969), lo intentan. Sólo que este era un sueño que al parecer ya había caducado en Occidente; el sueño del teatro, de la perdida comunicación entre un autor y un auditorio. Habría que rastrear, quizás, en el niño que el escritor maduro de las memorias de un “viejo aprendiz de escritor” recrea, la persistencia de dicho proyecto. Pero el psicoanálisis no es nunca suficiente. También la historia tiene algo que decir al respecto. George Steiner, quien incidentalmente en su libro La muerte de la tragedia habla de Saint-John Perse como “ese poeta tan sobrevalorado”, ha demostrado cómo el teatro, es decir la tragedia, ya no es posible. El verso se ha vuelto un asunto privado y carecemos de un repertorio común de creencias. La Atenas de Pericles; la Inglaterra de Shakespeare; la España del XVII y Francia, entre 1630 y 1690, son accidentes espléndidos; constelaciones que no vuelven: “Ayunos de poder inventivo, los poetas empiezan a derramar salsas nuevas sobre viejos manjares”, concluye Steiner, y parece que hay que darle razón en tal aserto. ¿Qué audiencias son posibles hoy en día, y qué interés central las unifica? ¿Partidos de fútbol, manifestaciones políticas, conciertos de rock? ¿Resistirían Benn y Cavafis, Pessoa y Lowell, Ezra Pound y Jorge Luis Borges, semejante prueba? La voz de Zalamea parece salir inmune de tal exceso, pero lo que dice no resulta demasiado interesante. Alguien, con exacta maldad, habló de “los discursos gaitanistas en verso”. Así, buscar en el catálogo de la miseria, no por afligente menos trivial, las razones para la cólera, es labor tediosa. Y todo el poema no son más que enumeraciones. Como 45


lo ha dicho Hernando Valencia, refiriéndose a Eduardo Cote: “La enumeración, sobre todo si es convencionalmente lógica, es un recurso peligroso. Si cualquiera de sus partes aparece como superflua o forzada, el poema todo queda entonces en cuestión, y se pierde la razón de ser del inventario o del catálogo”. De “los artesanos maldicientes de Jaipur” pasamos a Lorenzo el Magnífico y de este a “los gerentes ahítos de poder y de dólares”. No es que la secuencia sea falsa; es que resulta deplorable. Carece de intensidad y de progresión dramática. Zalamea se limita a registrar los hechos y no es esta, por cierto, la tarea del poeta. Revelarnos lo que ya sabíamos puede ser útil pero no es bastante: es un consuelo, no un descubrimiento. Además, si la ira es real, el escenario resulta desmesurado. Contemplar, desde las escalinatas de Benarés en la India y frente al Ganges, todo un mapamundi de humillados, e intentar conferirles voz propia, es una tarea contradictoria: ¿quién es, en realidad, el que habla? Un miembro ilustre de la generación de los Nuevos. Por supuesto, “la política es una traducción de la retórica en acción” pero una retórica vieja encierra, en su seno, una política también anacrónica. Zalamea, en las notas biográficas que incluyó al final de su libro Reunión en Pekín (1952), se calificaba a sí mismo como “liberal individualista” y agregaba: “desde las páginas de Crítica ha librado una batalla permanente por la paz mundial y en defensa de la libertad, la democracia y la solidaridad humana”. Enunciados de esta índole no parecen reprochables, lo que sucede es que son vagos y transpuestos al ámbito de la poesía, contradicen la función primordial de esta: la poesia es, siempre, el terreno de lo concreto. De ahí que los símbolos que recorren el texto (templos y palacios, simios y rumiantes) carezcan de todo peso, son iguales a las abstracciones que representan. Se dirá que Zalamea, precisamente, está criticando dicha escisión, pero inflar bolsas de basura, con aliento sonoro, es someter el lenguaje a un desgaste excesivo. Ya las instituciones no son el poder y las grandes masas que avanzan por el mundo para escuchar las bíblicas admoniciones del profeta han llegado a perder toda consistencia. Como en los grandes     46


­ espliegues cinematograficos, son apenas telón de fondo para que d el protagonista hable. Pero Zalamea ha desaparecido, devorado por su propio lenguaje: un lenguaje suntuoso; un lenguaje opulento; un lenguaje obsoleto. Vacío el escenario, sólo queda el silencio, y un rumor insistente: “Crece, crece la audiencia”. La antología ideal

Los tres capítulos de su novela inconclusa, La liberación de Luca Pisano escrita en Italia, tienen un defecto capital: a partir de ellos es factible imaginarse el resto. Zalamea no fue nunca novelista; ni tampoco poeta; si El sueño de las escalinatas no bastara para comprobarlo, ahí está la edición de sus Cantos. Ninguno de los dos polos que rigen estos poemas –la infancia añorada y la muerte inminente – llegan a ser lo que él deseaba: “el alto vuelo de la terrible poesía”. Apuntes, apenas; registro de sensaciones o padecimientos; conmovedores, quizá; quizás urgentes, pero no independientes de él; no lo suficientemente autónomos para desligarlos de una persona que sufre y recuerda. ¿Hay tragedia comparable, entonces, a la de quien queriendo ser un gran poeta y teniendo a mano todos los elementos, incluida la ambición, solo alcanza a rozar de lejos la presentida grandeza? Su mejor libro, El gran Burundú-Burundá ha muerto subsiste, como un logro notable, dentro de una literatura de tercer orden, como es la colombiana. Quizá su antología ideal se limitara, en definitiva, a este, a algunos textos políticos, y a sus versiones de Saint-John Perse. Hay, en los primeros, exactitud y desprecio; y en los segundos, un muy preciso poder de metamorfosis. Por fin Zalamea encuentra su palabra, llena de esplendor y de gracia, como en la estremecida secuencia erótica de Mares “Y todavía nos arrebata, oh mundo, tu fresco aliento de mentira”; lo valioso no es triunfar; es fracasar de modo notable. Y este bogotano culto y viajero por el mundo dejó así un legado de obras didácticas, sea sobre el arte prehistórico o sobre sus compañeros pintores de generación como Ignacio Gómez Jaramillo, y dejó también valiosas traducciones, sagaces ensayos 47


literarios y valerosas denuncias polĂ­ticas contra una clase dirigente colombiana que consideraba injusta y aprovechada en detrimento del pueblo por conocerla bien desde dentro. En todo caso, fue un valioso hombre de letras en todo el amplio campo que esta palabra expresa.

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E duard o C a ba lle ro C a l de rón  1910 1993

De Bogotá a Boyacá con etapas intermedias A Pilar Osorio

De los gamonales de Boyacá a las calles de París, la obra de Eduardo Caballero Calderón, de más de 24 títulos tiene un centro vital: el Bogotá donde nació, donde trabajó en los periódicos liberales de El Espectador y El Tiempo y en su apartamento de Residencias el Nogal donde pasó sus últimos años un tanto malhumorado y escéptico. Buen conocedor de la historia patria, esta la aprendió de boca de su abuelo, el general Lucas Caballero partícipe en las guerras civiles del siglo XIX y a partir de ese conocimiento de Bogotá y sus gentes pudo mirar los dos lados de la historia patria, llámese Bolívar, llámese Santander, mucho de lo cual lo oyó por boca de Tomás Rueda Vargas en el Gimnasio Moderno donde supo de la hazaña de la Independencia y donde comprendió como la Sabana de Bogotá encerraba muchas historias dignas de rememorarse. En tal sentido, vale la pena mirar sus orígenes en el barrio de la Candelaria y palpar aquellas fuentes nutricias que desde la infancia lo alimentaron toda la vida en crónicas periodísticas, en ensayos históricos reflexivos y en la libre mirada de sus novelas que recrearon el solar nativo de Tipacoque en Boyacá pero que también plantearon los dilemas del criollo ante España y su cultura. Aqui está entonces, en Bogotá, la raíz de Caballero Calderón, y 49


su permanente preocupación por Suramérica, tierra del hombre, como la llamó. durante muchos años fui un niño inmortal. recordar la infancia es recordar un sueño.

A partir de estas dos frases Eduardo Caballero Calderón escribe una de sus mejores y más entrañables obras: Memorias infantiles (1964). Ocho años en la Bogotá de 1920, de ciento veinte mil habitantes, recreados muy proustianamente por un niño que revive el prisma de los colores y el mosaico de los sabores, a partir de una casa de la calle 12. Un variopinto conjunto de personajes, sea de su familia, del innumerable servicio doméstico de entonces, del aun más amplio círculo de gentes que oscilaban entre la dignidad averiada y la pobreza sin atenuantes. Una ciudad regida por las campanas de las múltiples iglesias y los fenómenos naturales, incluida la guerra. La Candelaria, la Catedral, San Agustín y Santa Bárbara. Barrios que no eran menos importantes que la biblioteca del escritor Antonio Gómez Restrepo, el laboratorio del sabio Lleras, el Colegio del Rosario y en medio de todo ello, “como ave de presa o papa del Renacimiento”, su abuela, llevada en silla de manos, rigiendo ese mundo desde su cuarto de vidrios de colores. Pero también se daba allí, igualmente definidos, los bocadillos de cidra, las brevas cubiertas de almíbar, los buñuelos de Nochebuena, el masato espolvoreado de canela, las obleas rellenas de arequipe y ya, desde entonces, las empanadas con guiso de “Las Margaritas”. Una ciudad, “chata y homogénea”, donde el abuelo había sido nombrado “Secretario de Gobierno en la administración del señor Nuñez” y su papá “Ministro del Tesoro del general Reyes”. Un papá del Olimpo Radical que a los catorce años estrenó su primera levita; “a los dieciocho se graduó de doctor en Derecho y Ciencias Políticas; hizo la guerra civil y fue general antes de los treinta; y se arruinó cuando no había cumplido cincuenta”, con una fábrica de tejidos en San José de Suaita, abierta con socios belgas.     50


Todos estos avatares marcarían la infancia de un niño cuyo padre recorrería la totalidad del país, de Casanare a la Guajira, del Magdalena a los manglares de Panamá en pie de guerra, y en cuya sangre se cruzarían Boyacá y Santander, por sus raíces familiares. Pero más importantes aún serían los temblores, la gripe española, la venida de la virgen de Chiquinquira y la Primera Guerra Mundial, con los bandos infantiles en pugna, en pro de germanófilos y aliadófilos. Este nativo de Piscis registraría todo ello con mirada exacta, haciéndose preguntas, viendo cómo su afán de traducir sensaciones en palabras dejaría de lado, por falta de talento, su fallida vocación de músico, para convertirse poco a poco en escritor. Escritor tímido, afectado por su fealdad, que en los lonches infantiles anhelaba volverse transparente. O que quizás, por el arte de magia de la lectura, y la imaginación compensatoria, podría llegar a convertirse en una figura heroica. Torero como el Litri, guerrero como Bolívar, boxeador como Carpentier o niño inmortal como Mozart. Tal la fuerza de la mente en unos barrios precarios, poblados de mujeres con coto o parientes como el tío Alejandro que llevaban una sorpresiva doble vida. Acudía muy formal a todos los velorios, “a tomar café y pescar alguna comida suplementaria. Pero al ponerse el sol se disfrazaba de artesano con ruana, jipa, medias de lana roja y alpargatas de fique, y se emborrachaba como un cerdo en las tiendas y cafetines de mala muerte del barrio San Victorino, frecuentado por rateros, mendigos, maleantes y prostitutas”. ¿Cuál era el verdadero? ¿Cuál ciudad era la real: la señorial de su familia o la de los márgenes y extramuros?. “La única realidad redonda, compacta, indiscutible es la literaria en la cual las personas tienen principio y fin, y aparecen siempre de frente y en primer plano”: la historia atravesará así este recuento. De Marco Fidel Suárez, “un viejo fanático, quisquilloso, orgulloso dentro de una aparente humildad”, al general Ospina. Del Gimnasio Moderno, fundado en 1916 por su primo Agustín Nieto Caballero recién llegado de Suiza, y su inolvidable profesor de historia patria, Tomás Rueda Vargas, hasta su 51


abuela, decayendo y temperando en Cachipay, La Esperanza, Apulo, Tocaima y Girardot, este libro se conserva fresco y digno de leerse o releerse en el centenario del nacimiento del autor.

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H elena A r aú j o  193 4

¿Cúanto cuesta ser mujer? Durante diez años, Helena Araújo cumplió todos los deberes que implica el boy-scoutismo cultural colombiano: artículos, reseñas, prólogos, conferencias y un largo trabajo sobre Caballero Calderón. Cuando apareció su primer libro de relatos, La M de las moscas (Tercer Mundo, 1970), la crítica (cuál crítica) sólo emitió vaguedades intonsas temiendo, a lo mejor, su propia incapacidad para situar a quien había mantenido, con relativa coherencia, una línea de conducta analítica en torno al quehacer literario de esos años. Lo curioso era ver entonces cómo dichos ejercicios narrativos aportaban la primera mirada irónica sobre una burguesía hasta ese momento al parecer ignorada (o eludida) dentro de la ficción que por aquella época se intentaba hacer en el país; logrando, en ocasiones, minar y caricaturizar esos ritos de una letal tontería. El primer relato, el que da título al volumen, es un buen ejemplo de esto y de los peligros que envuelve todo juicio desde adentro. Gracias a un lenguaje paródico: periodismo-tecnicismo-cursilería-provincianismo-academismo, se desarrollaban, en forma de censo, los infinitos lugares comunes acerca de una ciudad súbitamente invadida por un molesto tropel de moscas, las cuales alteran por completo su trivialidad habitual con un motivo igualmente fútil. Pero la sátira, como lo recuerda Swift, ha de ser ante todo “una modesta proposición”. No debe prolongarse en exceso, no debe intentar agotar todas las variantes. Jamás he leído, y es muy probable que nunca lo haga, un libro de Daniel Defoe fechado en 1702, pero el sólo conocimiento de su título ha constituido siempre una fuente renovada de delicias inextinguibles: El modo más 53


expedito de tratar a los disidentes, el cual convoca en torno suyo un clima de perversidad y refinadas torturas. La M de las moscas, en cambio, me habla de un irritante zumbido, de algo ramplón que agobia y fastidia. Pero se trata de Bogotá en la década del sesenta, y tal es su mérito: lograr transmitirnos imperfecta, fatigosa y acezantemente una atmósfera que enerva y deprime. Una telaraña de ruido volviendo todo acto impotente, incluso el de la escritura. “El tiempo de las flores”, el otro relato largo del libro, se dispersa en un júbilo verbal irresponsable. Las pretendidas crisis de conciencia de un niño bien en Ginebra resultan conmovedoras y pueriles, y sus nostálgicos recuerdos de una Bogotá a la medida de sus limitaciones, no alcanzan ni siquiera a ser divertidos. Esa extensa, terriblemente extensa, carta que le escribe a su hermana no es un diario ni una confesión: no revela ni aclara nada, no exorciza ningún fantasma. Como el fácil recurso de prolongarla copiando tediosas páginas de las guías turísticas (y el mismo corresponsal califica tal procedimiento como algo impotable), se trata, en primer lugar, de ocultarse sus propias mentiras con tan trillado recurso. Pero para lograr que ese monólogo estridente, lleno de caídas, poses y amaneramientos seudo cosmopolitas lo envuelva asfixiándolo, era necesaria la intensidad de la farsa suicida denunciando un vacío. No este exceso de energía: intentar mantener vivo lo que no existe, pretender infundirle una gracia picaresca a quien carece de toda visión del mundo. Endeble, patético, ni la distancia ni el aparente exilio, ni el cinismo que reiteradamente finge, le permitirán verse a sí mismo. Ese mal actor, ese jovencito caprichoso que emborrona y emborrona cuartillas, es la oveja descarriada que pronto ha de volver al redil. Su odisea será apenas otra frivolidad propia de quien posee un apellido ilustre, y la inmunidad que este parece garantizarle no eliminará su esta vez sí abismal propensión al ridículo. Siempre he pensado (o temido) que los revolucionarios ricos incurren en el imperdonable error de querer modificar las ­estructuras (y pido se me excuse por emplear un término tan     54


desdichado) mediante los propios males que no los afligen. Ahora, leyendo este relato, me sobreviene la impresión de que quizá el ser de avanzada pueda consistir, también, en una forma de combatir el aburrimiento. Después de este crucero en donde prima la banalidad y no, como quisiera Buñuel, “el discreto encanto de la burguesía”, compensado sólo por una prosa ágil y desenvuelta que en ciertos apartes logra el contagioso vigor de las confidencias juveniles, llegamos a los dos cuentos, no relatos, que justifican el conjunto y le confieren una importancia singular en la configuración de una literatura con características propias. Me refiero a “El buitrón” y “Rodillijunta”, en donde es más palpable y mucho más convincente la rabiosa desesperación con que Helena Araújo intenta apoderarse de su mundo. Quizá por ser dos personajes femeninos; debido, probablemente, a lo entrañable del tema, lo cierto es que estos dos seres, mujer y niña, avanzan poseídos por una verdad que sólo ellas, en carne propia, han padecido: la carencia de hijos en una y la pérdida de la infancia en la otra, y el conocimiento que de allí proviene es el único que les permitirá afrontar la dureza de todo cuanto las rodea; o sea: la esterilidad y la mugre. Hay asco y pasión sincera en el adulterio maloliente de la primera y hay un dolor seco y brutal en la otra cuando comprende que este cielo plomizo, esta ceniza, irán borrando poco a poco el resplandor de Río de Janeiro, su ciudad-infancia. Y entonces, a pesar de esa tía que se pudre en una insípida soltería, en el caso de la niña-ya-mujer, y en contra de lo convencional y tedioso de su vida, en el caso de la mujer-que-se-vuelve-niña, sintiendo de nuevo su propio cuerpo, ellas han logrado, en el instante que el cuento eterniza, una comprensión, por el sufrimiento y el sexo, de su intransferible destino. Su existencia, de ahora en adelante, no será la misma: ya poseen algo suyo. Así, con un lenguaje lírico, confuso en su afán por expresar una verdad apenas entrevista, pero siempre animado por la fuerza de atrapar, en el laberinto de la frase, el momento en que una piel y 55


una conciencia se debaten e intentan cotejar consigo mismas una experiencia de la cual participa el mundo, como siempre, pero también, y esto es lo significativo, su propia respuesta, Helena Araújo logra que en esas dos narraciones, sobre todo en “Rodillijunta”, sea posible reconocer la penetración de una mirada que establece relaciones de gran complejidad, la sequedad y a la vez la dulzura, con un ámbito que ya hizo suyo.

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J o sé A nton io O s orio L i z a r a zo  1900 1964

El suburbio en llamas José Antonio Osorio Lizarazo es uno de los escritores más ­singulares dentro de la literatura colombiana. Autor de unos veinte libros, la mayoría novelas, su obra se mantiene en una suerte de clandestinidad no totalmente merecida. Descontando un ensayo revelador que le dedicó Ernesto Volkening en 1972 (“Literatura y gran ciudad”), es difícil encontrar mayores referencias a su trabajo, como si un vasto silencio se hubiera decretado en torno a su trayectoria. Se trata, claro está, de un novelista copioso y desigual, pero a través de un grupo de sus obras que bien pudiera denominarse “el ciclo bogotano”, nos ofrece una imagen muy precisa de la historia de esta ciudad, desde comienzos del siglo hasta el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Ese grupo está unificado por un tema obsesivo: la pobreza en Bogotá, donde mejor se perciben sus méritos. El primer libro, una serie de crónicas, titulado La cara de la miseria (1926), y las novelas La casa de vecindad (1930), Hombres sin presente (1938), Garabato (1939), y dos aparecidas en 1952, El día del odio y El pantano. La historia del tipógrafo, en La casa de vecindad, a quien la llegada de los linotipos deja cesante, obligándolo a refugiarse en una casa de las inmediaciones del Parque de Los Mártires, donde paga por el arriendo de una pieza 8 pesos al mes es, en su sobriedad, una de sus mejores obras. Ese hombre que describe en primera persona su progresiva caída en la miseria resulta conmovedor y no patético. Al final, cuando se convierte en un mendigo más, tendrá la lucidez suficiente para reconocer lo que era esta nueva época, dura e inexorable: 57


Desisto de todo. No tengo una esperanza en el horizonte. No hay posibilidades de conseguir trabajo. No lograré hacerme al ambiente de la ciudad moderna, y puesto que todo se cierra frente a mi perspectiva, me abandonaré al curso del azar.

Pero si él claudica, otros tratan en vano de sobrevivir. Es el caso de César Albarrán, protagonista de Hombre sin presente, quien se desempeña como “escribiente de la sección de consultas técnicas del Ministerio”, próximo a los cuarenta años y que ganando ochenta pesos mensuales debe pagar treinta de arriendo. Con mujer, dos hijos, un tercero en camino y una muchacha del servicio que cobra cuatro pesos al mes, vive un alucinante laberinto de genuflexiones burocráticas –el libro lleva un curioso subtítulo: “Novela de empleados públicos”–, usureros, despidos, traición de su mujer y muerte del hijo, que llega a ser intolerable pero que, simultáneamente, se mantiene dentro de la atonía. Es esta psicología desteñida y triste –como la califica el propio Osorio– de la espera perpetua, de la juventud malversada y la quiebra inminente, la que le permite efectuar una aguda disección del comportamiento social, mostrando la tensión entre los diferentes estratos y el dominio que ejercen unos sobre otros. Así la señora, por ejemplo, “que para darle a su nombre de Berta un sabor más aristocrático y decorativo aceptó complacida la transformación en Betty”, la mantiene sobre la muchacha de servicio en estos términos: “Betty, que a pesar de su miseria presumía de su posición de señora y no sentía igual a una india de esas que de la noche a la mañana quieren hacerse ‘gente’ ”. El marido, a través del machismo, sobre la mujer. Los prestamistas y jefes de sección, sobre el marido. Y sobre todos ellos, omnipotente, el ministro. Aparecen allí, además, “la necesidad de disimulo, la urgencia de presentarse decentemente, la ficción de una holgura económica”, todos los condicionamientos que hacen de la clase media un grupo social “sometido y ambiguo, entregado a una resignación que es esencial para el equilibrio de la sociedad”, con un gran acierto en los detalles y una compenetración, muy     58


humana, por sus limitaciones. Aunque el destino parece efectuar bromas demasiado trágicas con las ilusiones de los protagonistas, el resultado final es el de un fresco veraz y melancólico de toda una época: la Bogotá de los años treinta. Garabato, en cambio, se remonta a principios de siglo, y son los escritos de un carpintero bogotano, Juan Manuel Vásquez, que cuenta la historia de su familia y la de su educación con los jesuitas, de los 8 a los 13 años.

Vivíamos en la carrera séptima, adelante del Panóptico, cerca de la calle 32. El viaje al colegio era fatigoso y largo. Primero pasaba frente al Panóptico donde centenares de presos purgaban sus culpas. Después la vetusta capilla de San Diego, primera fundación española. Las Nieves, otro viejo templo de paredes lisas, el Hospicio, en cuyas galerías languidecían todos los niños huérfanos, San Francisco, cuya torre esbelta domina la extensión de la calle, y por fin la Plaza de Bolívar, donde la estatua del Libertador, con la espada hacia el suelo, medita perennemente en la inutilidad manifiesta de su empresa. Gastaba como media hora en el trayecto.

Allí aprende literatura: dramas de Tamayo y Baus, novelines del padre Coloma y cuentos de Fernán Caballero. Historia dictada por el padre Guerrero, un jesuita pastuso que tronaba desde la pequeña aula, con dos ventanas sobre el Capitolio, lecciones como esta: Buques de vapor en el Magdalena. Han visto ustedes cosa más bruta. Todos viajaron en canoas y pequeñas embarcaciones y sólo este pariente del demonio, este réprobo y bandido que fue Mosquera cuando se volvió liberal, podía concebir esto. Rojos malditos, cien veces malditos.

Y sobre todo, a toda hora, religión. La cual lo llevará a exaltadas crisis de misticismo, hasta el punto de querer ingresar al convento. Pero los rigores morales y las torturas psicológicas desbaratan su fe, sustituyéndola por un profundo escepticismo. 59


Este realismo se debe, sin duda, a la menesterosa peregrinación que debe realizar, cada día, por casa de los parientes más cercanos, para tomar la alimentación, y gracias a la cual ha ido conociendo los orígenes de la sociedad en la que vive. El primero, su tío General Benjamín Ortega, participante en las guerras civiles, disfruta ahora de las rentas. Pasaba por rico y se hablaba de la sospechosa amistad que lo vinculaba a cierto personaje de muy elevada posición política, con quien había compartido la administración de unas salinas, cuyos copiosos fondos desaparecieron en el caos de una contienda, pudiendo muy bien haber sido usurpados por los rebeldes. Sus tías, Inés y Fernanda, donde va luego, comenzaron su fortuna así: “Mi abuelita destilaba aguardiente y mistelas. Mis tías jóvenes y laboriosas, debieron ayudarle en esta tarea. Pero todo esto se había acabado con el monopolio oficial de licores”, y se dedican, ahora, a profesiones más acordes con la época: Compraban sueldos y pensiones, y hacían otras operaciones similares con modestos descuentos que quizá nunca pasaron del quince por ciento. Tenían ya su clientela de descendientes de próceres o inválidos de las campañas. El gobierno no pagaba oportunamente estas pensiones y mis tías anticipaban dinero sobre ellas.

Este aprendizaje desemboca en “la bancarrota fraudulenta de su infancia”, y tiene una sola compensación: conocer el campo, donde su madre ha ido a refugiarse, huyendo de la penuria de la ciudad. Pero a ella, donde su padre muere de hambre, tendrán que volver. Allí, tanto Garabato, tal el apodo con que lo designan, “como su madre, continuaría esperando indefinidamente una dicha que no habría de venir porque se hallaba vinculada a factores económicos”. Con ellos todos esos artesanos que intentan mantener su dignidad en un medio hostil, confiando todavía en que la educación, al hacer de sus hijos doctores, los redimirá de las penosas condiciones que sobrellevan; agravadas, ahora, cuando su labor no encuentra mercado ni remuneración adecuada.     60


Es la Bogotá de las primeras décadas del siglo xx. Una Bogotá lúgubre, iluminada por velas de sebo. Una Bogotá que se aglomera en la Plaza de Bolívar. “Se formaban grupos en las esquinas, donde oradores improvisados dirigían la palabra a la muchedumbre. Se escuchaban en todas partes gritos y protestas: «Abajo el tirano. Muera Reyes»”. Garabato recuerda: Mi pequeña voz procuraba unirse a aquel estrépito, hasta que un policía me derribó de una bofetada. Más tarde supe el nombre de ese tremendo orador, cuyo recuerdo forma parte irremediable de aquellos recuerdos: Enrique Olaya Herrera.

Su educación sentimental ha concluido; y en esta inmersión en la infancia, sensible y en algunos pasajes autocompasiva, en la cual de seguro existen muchos elementos autobiográficos, ya que los únicos estudios que realizó Osorio Lizarazo los hizo en el mismo colegio donde transcurre la novela, San Bartolomé, da paso al cuadro urgente y desolado que nos pinta en El día del odio: 9 de abril de 1948. Allí estaban todas las tensiones reprimidas y estas existencias oscuras se iluminan un momento con el fuego de los incendios. La historia irrumpe y la vemos a través de los ojos de los sectores más bajos de la sociedad: rateros, prostitutas, muchachas de servicio, emboladores, leguleyos, ayudantes de camión, que desplazándose por San Cristóbal, el Carmen, las Cruces, Belén, la Perseverancia, las Ferias, la carrera 11, la Hortúa y la plaza de mercado, nos muestran la otra faz de Bogotá. Una ciudad nueva urbanísticamente, como es el caso del Paseo Bolívar, trazado sobre las estribaciones de los cerros, “cuando la influencia del presidente Reyes trató de crear una aristocracia de opereta entre los nuevos ricos de la guerra civil”, que une “el Parque de la Independencia, inaugurado en 1909, con el Nacional, fundado en 1932”, o el barrio de la Perseverancia que: No surgió como una aglomeración de covachas parecida a la que limitó durante mucho tiempo el paseo Bolívar, ni se constituyó como una población troglodita similar a la que ha habitado

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entre las sinuosidades de Monserrate y Guadalupe y entre los matorrales del Boquerón, sino que fue proyectado con un pretendido criterio urbanístico, sobre los terrenos que durante mucho tiempo fueron fábricas de alfarería, que en Bogotá se denominan chircales.

Una ciudad nueva, literariamente, cuyos antecedentes habrían de buscarse en La miseria en Bogotá de Miguel Samper, es la que vislumbramos a través de las peripecias de una muchacha de servicio, Tránsito, y un ladrón, el Alacrán. La campesina de Lenguazaque, que entra a trabajar por 6 pesos en la casa de los Albornoz, “por allá en la carrera 17 con calle 49. En el barrio Alfonso López” y que por una falsa acusación de robo va hundiéndose en círculos cada vez más deprimentes. Pequeños negociantes de chucherías y comestibles. Pregoneros de pomadas y medicamentos milagrosos. Rufianes, cargueros, vagos, prostitutas, todos los residuos que la indignada sociedad rechaza de su seno y que convergen en aquel sector confuso. Este, situado en el cruce de la calle 10 con carrera 10, comprende la plaza de mercado, la estación de policía, los comercios de quincallería, la industria del batán. Allí, vendedores de lotería, antiguos funcionarios convertidos en tinterillos, presuntos poetas, estudiantes de provincia, drogadictos, alcohólicos de chicha y aguardiente, mendigos, se aglomeran y establecen una ósmosis continua con los obreros de los suburbios. Este conjunto es el verdadero protagonista de la novela y la base, también, del movimiento gaitanista, con el cual Osorio Lizarazo simpatizó. Son ellos mismos los que prevén el desenlace:

–Gaitán es un hombre de verdad. Hay que ver cómo lo han perseguido pa’atajarlo. Es un macho que ha luchao com’un tigre pa’no dejarse joder. L’única vaina es que es abogao. Y porque es abogao –continuó Olmos– no va a hacer la revolución que es necesaria. No nos va a dejar despescuezar uno de esos ladrones de la alta. Su mala vaina, su defecto único es que dice que la revolución hay que hacerla dentro de la Ley.     62


Los disparos que acaban con Gaitán y la bala perdida que termina con Tránsito no son sólo el epílogo de la obra, sino el fin de toda una época. El fracaso del gaitanismo se añadirá a tantos otros fracasos y la protagonista de El pantano, la última novela de Osorio Lizarazo dentro de este “ciclo bogotano”, retoma la línea monocorde de sus otros personajes “esperando un acontecimiento insólito, algo impreciso. Algo debía ocurrir que tergiversara todo aquello y diese nuevo sentido a la vida. Pero jamás se produjo nada”. La oportunidad que fue el 9 de abril de 1948 parece diluirse, una vez más, en esta narración de existencias planas que es, además, una novela sobre una urbanización situada al oriente, en los suburbios de Bogotá. Allí, en una yerma extensión denominada El Cortijo, situada a diez kilómetros de la ciudad y a la cual se llega por tren, se ha iniciado esta aglomeración de chozas de cartón y algunas casas de ladrillo, que los mismos propietarios o los invasores de terrenos terminan de construir los fines de semana. Al oriente, los cerros, que ya ostentan las lacras de las canteras; al sur, una hacienda, El Chaflán, de 2. 000 fanegadas, la cual era “el obstáculo infranqueable para que el suburbio despoblado pudiera establecer contacto con los barrios externos de la ciudad, ávidos por enlazarlo en su seno, como a un amable advenedizo”. Su dueño, el doctor Boves, la había adquirido en tiempos confusos: Se hizo abogado y dentro de las maquinaciones de la política, alumbrada por los perpetuos resplandores de las guerras civiles, tuvo oportunidad para ser un individuo prominente dentro del Partido Conservador y para ocupar en representación de los pueblos una banca parlamentaria en los días en que el liberalismo estaba proscrito de los negocios públicos. Sospechábase que había desempeñado un ministerio, en época tan efímera como imprecisa, y que después, arrastrado por la vorágine de la contienda de los Mil Días, ascendió a respetable cabecilla de bandoleros con el título de general.

Al occidente, el pantano, armado de juncos y cubierto de buchón, y al norte “la techumbre de la casona de San Joaquín, donde 63


ocultaba su dorada miseria la señora Pilarcita”, cierran los límites geográficos de la novela y la urbanización. En ella se establecen Rogelio Ferrara, un hombre de treinta y dos años, que “trabajaba en un empleo secundario en el Ministerio de Hacienda y se envanecía de una ficticia sensibilidad estética que lo impulsaba al ejercicio de la pintura”, y su mujer, Cecilia, una Madame Bovary criolla que en busca de “una satisfacción perdurable y definitiva” incurre en adulterio con Virgilio, un vecino colector de rentas. La áspera virilidad del uno y el carácter dominante de la otra no alcanzan a ocupar todo el primer plano y son más bien el pintor engañado y la mujer de Virgilio que, enloquecida, se suicida arrojándose al tren, los que en su insignificancia resaltan con más vigor. Son ellos las auténticas encarnaciones de Osorio Lizarazo, con “la pasiva energía de su indolencia”, con sus cándidas pasiones y su cobarde ineptitud. Los otros personajes resultan esquemáticos pero constituyen, en su elementalidad, la materia prima de esta narrativa: hombres y mujeres que arrastran su abyección “en una lucha feroz para sobrevivir, agobiados bajo la miseria, explotados en las haciendas, hundidos en un desamparo que les arrebata su condición humana”. La imagen final es tan sórdida como real: “Los ranchos pajizos, tirados como al azar, al lado de las cuatro o cinco casas de materiales más consistentes, parecían lacras que le hubieran brotado a la tierra como síntomas de un secreto mal vergonzante”. Trascurrieron 25 años entre La cara de la miseria, de 1926, y El pantano, de 1952, y nada, al parecer, ha cambiado, salvo que la pobreza se multiplica y expande por todas partes. A través de estos seis libros, como a través de sus crónicas periodísticas, Osorio Lizarazo fue fiel a una temática que si bien en ocasiones puede resultar distorsionada por su énfasis en lo negativo, mantiene por lo general una modulación exacta: la de un escritor con evidente conciencia social que registra en sus páginas desiguales todo un proceso histórico. En ellas, con un cierto apresuramiento, producto de su vocación periodística y un cierto maniqueísmo resentido, fruto de     64


su deliberada voluntad de lucha, Osorio Lizarazo nos cuenta la transformación que experimenta Bogotá: deja de ser una gran aldea y se va convirtiendo, poco a poco, en metrópoli. Y lo hace no a través de los que desplazándose hacia la periferia –el ladrón de El día del odio es puesto preso cuando intenta robar una casa en Teusaquillo– dejan abandonado el viejo casco urbano a las clases populares, sino mediante la nueva población emergente que de 1880 a 1930 duplicó, y triplicó, el número de habitantes en casi todas las capitales latinoamericanas. Esa población, acrecentada por el éxodo rural y la explosión demográfica sobre la cual toda una ideología del éxito económico y del ascenso social incide, hasta convertirla en una población con mentalidad burguesa. Pero Osorio no se fija en los ambiciosos, ni mucho menos en los vencedores, sino en los que quedan al margen, derrotados de antemano.

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N ic ol ás G óm e z Dáv i l a  1913 1994

Un escolio cuestiona el mundo Ahora, cuando todos los escritores son inalterablemente ­progresistas, reconforta mucho encontrarse con un gran libro reaccionario. Se trata de los Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila (Instituto Colombiano de Cultura, Colección de Autores Nacionales, Nos. 21 y 22, 486 y 508 págs, respectivamente). En él con actitud de “campesino medieval indignado”, y a través de mil páginas de aforismos se practica el más implacable sabotaje en contra de una época que, según sus palabras, no sólo ha logrado desacreditar la virtud sino también los vicios. Este libro subversivo en el sentido de que “el libro más subversivo de nuestro tiempo sería una recopilación de viejos proverbios” disecciona, en primer término, la trinidad democrática-individualismo, nacionalismo y colectivismo-hipóstasis del egoísmo y, finalmente, toda una concepción progresista de la historia. Es el pensamiento conservador, en su mejor expresión, ya que Gómez Dávila tiene el coraje suficiente para señalar todo cuanto desprecia. Sólo que esto, en definitiva, no es mucho ya que se trata del mismo adversario, bajo sucesivos disfraces. Lúcido e impotente reconoce que sólo de causas perdidas se puede ser partidario irrestricto, pero lo que importa, en su caso, no es el rigor de una doctrina sino lo flexible de una actitud. Así, su prosa, como no intenta persuadir, resulta desdeñosa y exacta ofreciendo todas las garantías: “La ventaja del aforismo sobre el sistema es la facilidad con que se demuestra su insuficiencia. Entre pocas palabras es tan difícil esconderse como entre pocos árboles”. Lo que sí perturba, en cambio, es el timbre de su voz: alguien asiste a un entierro,     66


y formula algunas observaciones sobre el cadáver. Si miramos mejor vemos cómo el cadáver no es sólo el de estas repúblicas, cuya historia debería escribirse sin desprecio pero sí con ironía, sino el de toda una civilización cuyos orígenes se encuentran en una alianza de terratenientes y obispos y sus postrimerías en un insípido paraíso suburbano: la civilización occidental. Como lo anterior parece apocalíptico bien vale la pena aclara que no hay libro más sobrio que este, ya que un humor, más incisivo aún que la propia crítica, lo recorre en todo momento: “Denigrar del progreso es demasiado fácil. Aspiro a la cátedra del metódico atraso”. Así no incurre en el mal gusto de ofrecer soluciones ya que literalmente nos ahogamos en ellas. Se limita a trazar, ante un auditorio de clase media –el auditorio de nuestro tiempo–, algunas frases, que se disipan apenas las pronuncia. Frases que podemos aceptar o rechazar, dos formas de la incomprensión, pero las cuales, apenas leídas, siempre producen algo. ¿Irritación, reconocimiento? Y esto debido a que habla como nadie lo había hecho antes entre nosotros: sin concesiones. El aristocratismo, entonces, que se desprende de ellas no sólo es obsoleto sino grotesco, en el significado primario de dicha palabra: ¿Con quién compararlo? ¿Qué sentido tiene hoy en día alguien que añora el equilibrio entre un pontífice romano y un emperador germánico; alguien que sólo se reconoce en Tucídides, Montaigne y Burckhardt? Pero este sustrato es la base imprescindible para escribir un libro así. Un libro que no sólo pulveriza las mentiras que nos rodean: la izquierda, la derecha, la política, la iglesia, la educación, la técnica, sino que va más allá, mediante una cura radical de escepticismo, para deparanos la alegría de la inteligencia. De seguro, este último antídoto no será suficiente, pero mientras llega el momento de desaparecer, con dignidad, bien vale la pena disfrutarlo. Cuando se conocieron, a su pesar, en las primeras notas suyas, 1954, Hernando Téllez habló de los moralistas franceses. Ahora esto ya no es posible. Un libro así carece de parangón. No forma parte de la literatura, aun cuando se exprese en estos términos: 67


“El poeta no traduce una visión en palabras. Su visión se elabora en ellas. El poeta desubre lo que quiere decir diciéndolo. La poesía es una retórica victoriosa”. Aun cuando parezca un libro histórico o filosófico es, en verdad, un libro religioso: “Nuestra última esperanza está en la injusticia de Dios”. En definitiva las reflexiones de un gran pensador: “Cuando el amor adquiere su madurez perfecta, la impudicia es la única expresión suficiente”. Es esto, y algo más. Y aun cuando el mismo Gómez Dávila anote que citar a un autor no es más que incapacidad de asimilarlo, él continúa trabajando en su vasta obra (ver Eco, nº 210, abril de 1979) con pluma más acerada y mirada más descarnada. Nicolás Gómez Dávila pudo vivir en Bogotá en el siglo XX, pero una de sus patrias era el siglo XVIII francés. Amabilidad, dulzura, politesse, esprit, cinismo. En tiempos de Richelieu y Mazarino, con buen humor y escepticismos, no era posible ni equivocarse ni aburrirse. La bellísima duquesa de La Valiere recibe la declaración tardía de un amigo enamorado. Y asombrada responde: “¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijo? Me habría tenido, como todos los demás”. Respresentaban un papel, conscientes de él, y al final de esa sucesión de máscaras, los acechaba el bostezo del tedio o la orgía de sangre de la revolución. Pero, entretanto, era grato vivir y las máximas de los moralistas, un nuevo catecismo. Decía La Rouchefoucauld: “Hay pocas mujeres honestas que no estén cansadas de su oficio”. Asistemáticos, personales, Jouberts, Chamfort, combinaban el desdén aristocrático con el afán de indagar en sí mismos, como quien mira un abismo ajeno. No buscaban tanto el escándalo iracundo de la fe, como Pascal, sino el reposado encanto de un hombre que divaga entre amadas sombras seculares, despojado ya de las rudas vestimentas diarias, como lo expresó Maquiavelo y esto en una torre ornada de sentencias clásicas, como lo hizo Montaigne. Otra de las suscitaciones de los Escolios de Gómez Dávila, quién lo duda, sería la del hombre que, demente entre papeles, dejó un inconcluso manuscrito, subtitulado Transvaloración de todos los valores. En uno de sus apartes había escrito:     68


La humanidad no representa una evolución hacia algo mejor, o más fuerte, o más alto, al modo como hoy se cree eso. El progreso es meramente una idea moderna, es decir, una idea falsa. El europeo de hoy sigue estando, en su valor, profundamente por debajo del europeo del Renacimiento.

Se trata, por supuesto de Nietzsche, y así el arco de sus afinidades podría abarcar de Joseph de Maistre a Baudelaire, de Burckhard y T. S. Eliot a Cioran y Ernst Jünger. Todos de algún modo compartían una convicción: el mundo moderno no era, ni mucho menos, la utopía realizada. Era un simple mercado que ponía la vulgaridad al alcance de todos. De ahí los sarcasmos de Gómez Dávila contra tantos ídolos espurios: “Civilización es todo lo que la universidad no puede enseñar”. “Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno admira y el periodismo elogia”. “El demócrata compulsa como textos sacros las encuestas sobre opinión pública”. Pero no debemos circunscribirnos sólo a los paradigmas extranjeros. En uno de los pocos Escolios autobiográficos, Gómez Dávila dijo: Canónigo obscurantista del viejo capítulo metropolitano de Santa Fe de Bogotá, agria beata bogotana, rudo hacendado sabanero, somos de la misma ralea. Con mis actuales compatriotas sólo comparto pasaporte.

Por ello, muy consciente de cómo ningún trabajo deshonra, pero todos degradan, y cómo la vida activa animaliza, se refugió en su biblioteca, sabedor de cómo la auténtica lectura es evasión, la otra, oficio y escalafón. Bibioteca que hoy nos es accesible en su totalidad en la Luis Ángel Arango. Allí repasó las verdades eternas: “La clave del universo es una evidencia trivial: no existe técnica para la producción del valor”. A muy pocos de ellos se aferró. A la fe inquebrantable en la injusticia de Dios, que habrá de perdonarnos, y al milagro casual de la poesía, que no tiene razón de ser, se da porque sí. Y no es 69


posible repetirlo en un taller de escritura creativa. Y el resplandor del erotismo: un cuerpo desnudo resuelve todos los silogismos. Los imperios se hunden, con mayor o menor estrépito. Subsisten apenas Homero y la Atenas de Pericles, las catedrales de la Edad Media donde Dante cantaba la Suma teológica de Santo Tomás, la Florencia de los Médicis, las cortes de Inglaterra y Francia donde Shakespeare y Racine vieron memorizar sus versos, Dostoievski ante la tumba de Pushkin y la Viena de Wittgenstein recordándonos: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Sobre ese fondo no es indigno leer los Escolios de Gómez Dávila. Tienen el trazo fulgurante de la poesía, al recordarnos que “el hombre persigue el deseo y sólo captura la nostalgia”. Y a la vez formulan una ética insobornable, que no es bueno olvidar: “Tratemos de adherir siempre al que pierde, para no tener que avergonzarnos de lo que hace siempre el que gana”.

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Lu is Faya d  1945

De Beirut a los barrios bogotanos Luis Fayad, nacido en Bogotá, publicó su primer libro de cuentos en 1968. Se titulaba Los sonidos del fuego. Más tarde, en 1974, publicaba un segundo volumen de cuentos en Medellín llamado Olor de lluvia y, en 1978, una de las más logradas novelas del periodo, Los parientes de Ester, en la cual un viudo ve cómo su vida queda escamoteada en manos de los parientes de su mujer en una muy acertada recreación de Bogotá y sus clases medias. Los ocho cuentos que integran este delgado volumen, Los sonidos del fuego, se despliegan en un terreno afin con varios intentos narrativos llevados a cabo en nuestro medio: una temática rural, enfocada a través de una situación deliberadamente estática, parca en el lenguaje, atenta a dos o tres personajes que el autor logra sumergir, con pocas frases, en esa atmósfera donde sus triviales vidas transcurren impávidas. A pesar de la reiteración de ciertos nombres –Rosario, viuda de Barrientos, el hijo del viejo Gregorio–, hay una inmóvil quietud que sí logra integrar estas historias, unificándolas a través del calor y el tedio. Un perpetuo aplazamiento de los gestos, hace que cuentos como “Esperando el amanecer” o “Un destino para Vidal” resulten afines, en su común vacío. Esa condena, que en el mismo escenario, y con otros actores, representa idéntico drama. Quizás por ello resulte tan tónica la anécdota de un cuento como “La casa en las afueras del pueblo”, o la inmediatez vibrante que amalgama elementos tan disímiles en una unidad cruzada por duros relámpagos verbales, como es el caso del cuento que da título al libro. 71


La infancia, y una madurez que constituye el reverso de una aceptación dolorosa del fracaso de toda existencia, son las dos líneas de fuerza que sostienen el libro. Por ello “Justo Montes” –un rastreo en los orígenes que arroja el saldo de un presente ya escamoteado– al no lograr la fusión de los dos elementos queda, apenas, como la primera incursión balbuceante por aquello que constituye el motivo, más personal, de su temática. Todo lo cual no hace más que confirmar la clara ascendencia rulfiana de un relato como “Más allá de la cuesta”: hay allí una reducción al nervio expresivo que permite advertir ya un seguro pulso, trabajando sin titubeos y concretando sus siluetas. Reducidas apenas a una escena, o buscando las motivaciones íntimas de sus personajes, las muestras narrativas de Fayad podrían, de seguro, reclamar una mayor preocupación técnica; o una más vigilante atención al vocablo. De todos modos, su mundo ya existe, explorando con un rigor al cual no es ajeno la morosa delectación con que refrena y agudiza su escritura. Los parientes de Ester es una de las novelas más reveladoras de la nueva narrativa urbana ambientada en Bogotá. Novela de diálogo y pequeñas existencias empeñadas en sobrevivir, entre los tortuosos escalafones de la burocracia y la lucha tenaz, día tras día, para alcanzar las tres comidas diarias en esos hogares de clase media, sostenidos por una estropeada dignidad y la llegada inexorable de la jubilación y la vejez. Sin embargo, en el año 2000, y editada por Planeta, Fayad publicó una nueva novela: La caída de los puntos cardinales, donde torna la mirada hacia sus raíces, al viaje de sus ancestros desde el Líbano a la costa norte de Colombia. Un viaje marcado por el azaroso destino, en el sentido literal de la palabra, pues se juega a las cartas. El protagonista, ante las pérdidas de dinero en el póker, decide desembarcar en Sabanilla y borrar de su horizonte a Chile, el lugar hacia donde originariamente se encaminaba. Se trata de Dahmar, profesor de un colegio en Beirut, y su esposa Yanira. Su contrincante en el juego es Jalil, sastre en Beirut. También viaja el herrero Mohamed, quien conocía a Yanira desde     72


los trece años y es ahora su confidente, y el hermano de Jalil, Hichan, quien tuvo que abandonar Beirut un domingo 27 a las 8 de la noche, ante las perentorias amenazas del padre de quien es ahora su mujer, Hassana. Miembros de la comunidad maronita, en aras del honor, debieron dejar atrás negocios y hogar; y en el caso de los hermanos Kadalani (Jalil y Hichan), chiitas y masones, un turbio asunto de política, en un atentado contra un Mutasarrife armenio pero investido por el gobierno turco, para el cual trabajaba el padre de Yanira. Pero esas conspiraciones contra la Sublime Puerta tendrán en Colombia una única respuesta: todos ellos son turcos, debido a su pasaporte, rubricado por el Imperio Otomano. También la travesía en barco y el arribo a esa precaria y desangelada tierra, donde liberales y conservadores se hallan enfrascados en sempiternas guerras civiles, comienza a erosionar sus rituales, con nuevos frutos: no el kibbe sino la yuca, no el tabule sino los patacones, lo cual los lleva a aferrarse, con más ahínco, al juego del taule de su padre, hecho con madera de cedro y dados de marfil. Dos meses de travesía por mar ya serán un indicio de lo que acaecerá entre el cambio y la nostalgia. Lo cual se acentuará luego, cuando las mujeres, en primer lugar, aprenden en contacto con las muchachas del servicio, los usos y palabras de la nueva tierra; e inmigrantes anteriores, como Ibrahim, comienzan a ponerlos en contacto con aduanas y trámites para importar mercancías. Que más tarde, a lomo de mula, comercializarán por los pueblos del interior, abriendo el crédito sobre telas y baratijas, en un país pobre sacudido por las guerras civiles. En tal sentido, la novela sigue de cerca el desarrollo del país a comienzos del siglo xx, y la llegada de estos inmigrantes libaneses a Bogotá teje un logrado mosaico de figuras colombianas inconfundibles como el señor Contreras, de los trasteos, o el abogado Rubén Marín, candidato al Ministerio de Economía, que irán develando a estos extranjeros los intríngulis de la vida local. Que si bien aprenden rápido los tejemanejes para sobrevivir, siguen aferrados a los vínculos con sus paisanos y ven cómo, poco 73


a poco, sus símbolos de identidad se transforman guardados algunos en los armarios y confinados otros al fondo de los baúles, al contrario del narguile que viajó con Dahmar desde Beirut y que no pasó de ser un adorno en una esquina de la sala, fue a parar al cuarto de Mohamed para darle el uso original. Unas costumbres se diluyen, otras se mantienen con fuerza. Quizás la más destacada fuera su hábil astucia para los negocios, como la memorable escena en la cual Dahmar visita a un funcionario del Ministerio y no vacila en tentarlo con una apuesta absurda, la cual el burócrata ganará fácilmente si tramita en doce días las licencias de importación de trigo. El soborno cobra así un aire risueño. Por su parte, Mohamed, el misterioso, viajará al sur en trance de conspiración para secuestrar al presidente y terminará negociando hojas de parra, tan esenciales en la preparación de las comidas libanesas como el kibbe y tabule fabricado con el trigo importado. Ya son casi colombianos en la picaresca del negocio, pero siguen siendo libaneses integrales en una vida cotidiana con raíces milenarias. Las cartas que llegan del Líbano, como las de Soraya, prima de Yanira, dibujan un mundo lejano que padece también, en alguna forma, el viaje de tantos hijos suyos al extranjero: No todos aquí están conformes con los que se van. Se alegran de que a sus paisanos los acompañe el progreso en otra parte, pero se quejan de que muchos se llevan el dinero y nuestro país es cada vez más pobre. Los que tienen y pueden venden sus propiedades y cargan con nuestras riquezas.

En todo caso, la patria nunca queda atrás del todo. Siempre hay noticias, rumores, nuevos miembros que arriban a esa comunidad, pequeña si se quiere, pero cada vez más arraigada en Colombia. Los cambios quedan registrados:

Cuando las tropas turcas sufrieron la derrota como aliadas de las alemanas en la primera gran guerra, los franceses entraron en Beirut, pusieron su gobernador y apoyaron en Damasco la subida de un emir.

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Los hijos de estos inmigrantes en Colombia estudian derecho, ingresan a la política, ven cómo sus padres montan fábricas de hilados de algodón y asisten a las primeras huelgas de los empleados del tranvía eléctrico. La novela, en todo caso, no se desprende nunca de su núcleo original. Dahmar y Mohamed ayudan a Bayur a simular un incendio en su depósito de telas mohosas, con corto circuito y acetona incluida, para cobrar el seguro, pero una tormenta, con rayos y truenos de verdad, logran gracias a Dios el propósito. Por su parte, la mujer de Bayur, cada vez más gordo y quejumbroso, inicia una relación con Mohamed, siempre dentro de la endogamia de esos trasterrados, cada uno con las marcas diferenciadoras de sus raíces: maronitas, chiitas, drusos. Al igual que sucederá con Jalil casándose con una viuda con tres hijos, con lo cual él tendrá con quien recordar sus días de juventud en Beirut y ella los suyos en Trípoli. La novela que incluye la figura de Jorge Eliécer Gaitán y el consabido desastre del 9 de abril, concluye dentro de la filosofía ya anunciada: en el aniversario de la muerte de Dahmar, su mujer, Yanira, se entrega a Mohamed, fieles de algún modo al pasado, al hijo que ella tuvo en esta tierra y al cuerpo de su marido ya enterrado en Colombia, pero con el corazón, sin duda, aún quemándose con el recuerdo del que había conocido en el Líbano.

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N ic ol ás Sue s cún  1937

La Candelaria puede ser el mundo nicolás suescún nació en Bogotá y tanto su narrativa como su poesía están obsesivamente centradas en su visión de la ciudad capital que ha quedado reflejada en sus volúmenes de relatos El retorno a casa (1971), El último escalón (1977), El extraño y otros cuentos (1980), Los cuadernos de N (antinovela) (1994) y Oniromanía (1996). La Universidad Nacional ha publicado, en 530 páginas, la totalidad de la obra poética de Nicolas Suescún, autor además de sarcásticos y versátiles collages. Suescún quien no ha tenido miedo de traducir a Rimbaud y a Yeats o los cuentos de Ambrose Bierce (Aceite de perro, en 1994) y el varias veces reeditado y fascinante El río de Wade Davis, titula ahora su obra reunida con un título que lo define: Este realmente no es el momento. Títulos anteriores suyos como La voz de nadie o Empezar de cero (2007) apuntan hacia esa elusión, borramiento, despojo y marginalidad del sujeto de sus textos. Por ello la sensación inicial es de distancia e incomunicación: la de los hijos con los padres, la de la familia entre sí – “ igual cada uno en sí mismo, día tras día”. Soledad asumida que cada cual protege con tics y manías, con una erizada cortina de sarcasmos, toscas bromas y desamparada indefensión. Ser de ciudad, inalterable en sus rutinas, cuyo espacio solo puede ser aquel donde la historia envejece y se degrada. Sueños laxos e inconsistentes y la inutilidad misma de intentar otra vez lo “requetedicho”: la poesía. Pero en ese intersticio entre el anhelo y la caída previsible, la gran liberación del absurdo. Una rendija a través de la cual puede asomarse a gratificantes espectáculos inconcebibles.     76


Por ejemplo, seres que pueden pisarse a sí mismos, caminando por el techo, o tomando vitaminas para el pelo. Seres de la estirpe de Samuel Beckett, que en lo anodino de la acción diaria pueden colarse en el teatro de la historia, y vivir un momento vicario, de frágil esplendor. De irrisoria grandeza. “El vacío de siempre entre la gente y yo”, lo irán llenando esas acciones tan maquinales como disparatadas, tan compartidas como solitarias. El traductor que ha sido Suescún retoma la energía polémica de un Blake para fortalecer una mirada visionaria aplicada a su apatía y desgana. A la cual bien puede aplicarse el certero (y breve) poema “Contra Blake” de W. H. Auden: La Vía del Exceso conduce, las más de las veces, al Cenegal del Desconsuelo.

Nada vale la pena, salvo soñar con la fuga, perderse en la evasión del incómodo recuerdo. Nada vale la pena sino volver a ser César Vallejo en las líneas leídas de un poema suyo. La voz de nadie es la voz de todos y la flora y la fauna de la imaginación apenas un pretexto para adormecerse y no sentir la acometida de los años. Seres crepusculares, que envejecen en cafés o parques; que vuelven a medir el saldo negativo de toda existencia, y que de dicho fracaso extraen aún fuerzas para soñar con doradas playas o apetecibles sirenas. Las mismas que aún exultan cantando la canción feliz del tedio y la pereza. De una ensoñación sin consecuencias, apenas si acaso las frágiles líneas del poema: me agobia esta diaria zozobra ...................... este querer cantar siempre y no poder cantar nunca.

Pero, en verdad, aún conserva la capacidad de ser otro, el otro: el viejo en el café, el vagabundo en la acera, la beata que se arrastra hasta la iglesia. Su padre o su abuelo ya son su rostro. Los rituales de la gente, delante del espejo, para conjurar el aullido del miedo. 77


Para volver a soñar como bello un pasado que no existe y un futuro que no se alcanzará a tocar ni a moldear de ningún modo. Por ello este presente de objetos uniformes y profetas que desvarían sólo se concede una pausa: la de quien contempla crepúsculos, la conflagración sangrienta con que las sombras alivian el esplendor dramático de un cese de luz. Ese frío consuelo de compartir la helada, sí, pero certidumbre al fin, de la luna como fiel, insomne compañera en estos poemas que avanzan tranquilos hacia “La dulce levedad final”. Hacia su exhortación, tan bogotana, tan de estas calles, cerros y miseria: “paciencia pulgas que la noche es larga”. Cuentista

El retorno a casa es un volumen con todas las virtudes convencionales del cuento y otras más; menos visibles, cierto, pero sin lugar a dudas mucho más decisivas. Las primeras son fáciles de enumerar: la unidad temática que hace de “Un profeta”, un cuento superfluo dentro de la estructura del libro y que confiere al resto del volumen su tono peculiar, ese modo ya intransferible con que Suescún se refiere desde esta, su obra inicial, a los asuntos que le conciernen. Algo que está basado, ante todo, en la economía de los medios: una parquedad y una concisión al servicio constante de sus personajes, buscando, como objetivo principal, la edificación morosa de esas figuras sin punto de comparación en nuestras letras, pero al mismo tiempo generosas en su apertura universal. No pueden ser de otra parte, pero desde el comienzo y en forma primordial, se nos presentan como seres humanos, con toda la complejidad que caracteriza a esa especie. Un merito que conviene recalcar desde el comienzo es precisamente este: cómo Suescún, en forma reiterada, revela su carácter de escritor anacrónico. O sea, alguien que aún cree que el lenguaje es un medio para decir cosas. Un instrumento susceptible de ser utilizado con un fin muy concreto: contar cuentos y, por ello mismo, dependiente de la materia que lo justifica y le da su razón de ser: las gentes que habitan este mundo, las muy concretas personas que viven, o malviven, en Bogotá, Colombia.     78


No se trata de apelar al famoso “érase una vez... ”, algo que por otra parte ha hecho de Cien años de soledad la única novela popular de la literatura latinoamericana contemporánea, sino una postura inicial, que confiere honradez a su prosa y le otorga un acento de sinceridad a todo cuanto narra. Y que, claro está, resultaba la manera más válida, por lo eficaz, de abordar un mundo virgen literariamente. Es entonces su voz sobria y cautelosa, en tono menor, y un ritmo pausado y en sornida, los que en verdad elaboran esta melancólica crónica de una decadencia. Ya que desde “La otra”, esa mensajera de la muerte, hasta “El retorno a casa”, ese lugar que es simultáneamente morada y tumba, no hay más que un clima uniforme, cerrado y claustral, de puertas adentro; un útero materno donde han vuelto a refugiarse estos individuos incapaces ya de soportar las presiones del mundo exterior. Una dura realidad que los empareja en su miseria, los margina en ese barrio sepulcral de La Candelaria y los ve agonizar sin mayores remordimientos. Y que en el único relato que la enfrenta directamente, “De pronto uno despierta”, quizás el más débil del conjunto, responde con la agresividad del asesinato injusto. Desocupados, absolutamente imprácticos, con el instinto del animal que escoge su cueva para allí morir en paz, se encierran estas sombras (“Lo que es yo, yo no vuelvo a salir”: tales son las últimas palabras del protagonista de “En mi pieza”) y convierten su postración en otra forma de existencia. Aquella que se alimenta de ensueños y quimeras; aquella que fabula e imagina sin tregua: el mar, largos viajes, playas de arena blanca; folletos turísticos. Aquella que hace planes y nunca los cumple.

Primero, al puro principio, fue la sastrería que iba a vestir a América, Norte y Sur, con un paño verde que fabricaba un tal Peñuela de Usaquén... Después fue la obsesión con los transportes, la fábrica de betún y la cadena de hoteles... Luego fue la estación de radio, los millones de ejemplares de libros baratos, la energía atómica, la cibernética. De todo eso había hablado por la mañana y por la noche, y de nuevo por la mañana y otra vez por la noche,

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hasta que en cada campo no quedaba nada por hacer; todo estaba resuelto y sólo faltaba empezar.

Así rememora la mujer del protagonista de “Un nuevo día” y hay en este catálogo de fantasías cada vez más delirantes, lo mismo que en todo el cuento, el perceptible aliento de una ternura comprensiva, la aceptación resignada de una situación donde cualquier proyecto, por irrisorio que fuere, contribuirá a hacer menos largos los días que aún restan. Pero si estos vínculos que crea la pobreza son conmovedores, demostrando la variedad de matices que aún albergan estos seres próximos a extinguirse, no hay que olvidar en ningún momento la atmósfera oprimente que recubre todos y cada uno de sus movimientos. Una tensión que crece hasta desembocar en la violencia más sanguinaria; esa paradójica manera de sentirse viva mediante el sadismo con que la mujer de “La otra” intenta ahorcar a su gato; o el abandono insensible que recubre toda una casa con su decrepitud y agonía, como sucede con la madre de “El retorno a casa”. De la desesperación ya inútil a la inercia del fracaso admitido, concluye, finalmente, en la fascinación turbia por ese mundo próximo a desaparecer; tal podría ser una síntesis apresurada de la primera lectura. Pero una de las virtudes más sutiles de Suescún no reside en mostrar cómo la enfermedad que aqueja a estos viejos bogotanos es incurable, sino en transmitirnos el desolado horror por la vejez que ya comienza a invadir a los más jóvenes. Osorio Lizarazo habló en los años cuarenta de la injusticia y de esa muerte en vida que parece la única constante de nuestro malestar social; de esa ciudad que aparentemente fue devorada por los resplandores sangrientos del 9 de abril. Y una de sus novelas lleva el muy explícito título de El día del odio. Suescún, en cambio, nos recuerda cómo esos viejos paralíticos salieron indemnes de las ruinas y continúan deambulando por estas calles. Nos advierte también cómo algo sórdido y culpable, que se aferra a su pecado, llega a confundirse con él y logra incluso transmitir a sus hijos el germen que garantiza una derrota segura y un anquilosamiento     80


que ya comenzamos a percibir. Y son ellos, precisamente, quienes amparados en esta especie de senectud precoz, se sumergen insensiblemente, van cayendo en la rutina de postergaciones cada vez más dilatadas. Ya sea en el “Idilio a dos voces” o en “El amigo de Mario”, hay siempre un trasfondo de promesas marchitas, de anhelos desgastados, de escapatorias fáciles, en donde luchar no vale la pena y las vacilaciones o los conflictos se sacrifican de antemano ante la seguridad ya garantizada de un pasado que les brinda, simultáneamente, la atonía y a abyección. Todo lo cual se acentúa aún más en dos relatos, “La vecina” y “El retorno a casa”, en donde se nos muestra cómo detrás de esos personajes alienta un orden ancestral, una herencia que los determina y subyuga. Y que si en su forma más perceptible los lleva a identificarse finalmente con los retratos de sus respectivos antepasados, en el fondo, debido a su debilidad, a la carencia de sentido que distingue su vida, no hace más que degradarlos, vueltos ya la parodia caricaturesca. El hijo castrado que retorna a la matriz original. La repetición obsesiva de una historia que continúa encerrada en el mismo laberinto. Hay aquí algo complejo; sólo se escribe sobre lo que ya no existe; sólo se deforma, o se convierte en poema, lo que ya no está a nuestro lado. El desvelo con que Suescún ha registrado sus empresas irrisorias, la persistente compañía que les brinda, el testimonio que ha dado, esa manera cierta de resarcirlos en alguna media de la opacidad impuesta que ya parecen aceptar como su más logrado triunfo, es una manera de asumir el pasado, pero al mismo tiempo de perpetuarlo. De estar más allá de él y simultáneamente más acá devorado por su influjo. Pero quizá sólo a través de esa mediación que es la literatura, una de las formas más singulares del olvido, ese legado de crueldad y asco se vuelva algo nuestro, una parte de nuestros actos y no la razón de ellos. Y quizá, también, modifique en el legado esa trayectoria ya conocida: del estrépito al silencio, sin pasar jamás por el diálogo. Suescún, dentro de esa corriente subterránea que comparte con algunos escritos y escritores latinoamericanos –Aura, El lugar sin 81


límites, Garmendia, Onetti–, busca acceder a través de la podedumbre y la frustración cotidiana al verdadero núcleo de nuestras gentes. A la pérdida constante de una juventud falsa y su trueque por un final rencoroso y amargado. De ahí que este libro de Retorno a casa sea la certeza convincente de que hay ya una posibilidad de variación en el registro básico de nuestras letras; no el campo, sino la ciudad; no el paisaje, sino la mente; no la adolescencia, sino la madurez. Y no hay duda, tampoco de que a partir de este regreso a lo nuestro, es Suescún el más indicado para llevar a cabo tan urgente empresa.

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Álvaro Rodríg ue z  1950

La Sabana es también Bogotá

Sin distinguir apenas entre las pocas cosas que hicimos y las demasiadas que dejamos de hacer.

Joan Baez, los Rolling Stones, y el ser “protagonistas /de películas que no hemos visto”. Así se podría comenzar a dibujar el mapa de la poesía de Álvaro Rodríguez, como en Seis libros y uno menos (Bogotá, Universidad Nacional, 2004) Allí, donde curiosamente, el traductor de Baudelaire, parece más bien el discípulo de alguno de esos poetas norteamericanos, William Carlos Williams o Robert Frost, en su añoranza desde la ciudad mecánica, del bosque ancestral, o, desde San Francisco, soñando con el monasterio budista y la filosofía zen, como en el poeta ecológico Gary Snyder. Algo de esto hay en estos renglones escuetos: donde ninguna distancia se quedará en lejanía pero no siempre la paciencia sabe encontrar aquello que espera o ha perdido y aún el más hondo entusiasmo es alcanzado por la lenta erosión de la fatiga.

Pero el ademán no es de fatiga. Hay la serenidad del diálogo con la neblina, con el puente y el castillo, con los eucaliptos, y con la figura del padre, en ese ir y venir por la Sabana, de Zipaquirá 83


a Bogota. Solo que él prefiere ahondar en esas pocas vivencias, aclimatándolas al ritmo de su concisa palabra, descartando la “fácil imagen de evocación”: Como mente anquilosada el ojo acostumbrado empobrece lo que ve.

La acción que distingue al poeta, (saber agradecer), lo hará reflexivo y le permitirá acceder a una sabiduría que proviene, con naturalidad, de sus mismas raíces, del curso de su sangre, cuando preguntándose por la fe de su padre y la suya propia, reconocerá: “Lo ignoro, si bien lo que entonces /sabía de él lo sé de mí ahora”. Y aquí está otro de los temas centrales, en la metáfora clásica del tiempo y el río. Todo ello, por cierto, bajo la blancura a veces tímida, en otros casos espectral, de la luna. O de su museo imaginario, que abarcan en un solo trazo, de Clarice Lispector a Kandisky. Espejos para visualizarnos en el otro que dibujó nuestra imaginacion admirativa. Lo dijo el maestro Rafael Cadenas en su reciente testimonio en el libro de Julio Ortega El hacer poético: Hoy me parece preferible expresarse a través de un motivo cualquiera que sea, pero mi tendencia a la introversión ha hecho dificil ese paso hacia el objeto, que en realidad es otro modo de reflejarnos. No podemos escapar, hablemos de lo que hablemos ahí estará ese personaje real e ilusorio, con su retórica, porque cada quien tiene la que corresponde a su tipo. Lo que sí me parece factible y hasta urgente es verlo con mirada imparcial.

¿Es entonces el destino del poeta adquirir una retórica, eficaz, versátil, recursiva, para quedar atrapado en ella, preso en su fórmula? Podría ser, pero la reducción a lo esencial, a la cárcel de sí mismo que son sus palabras, se justifica cuando en ellas queda atrapada no solo la emoción recordada en la serenidad sino el presente mismo ingresando a la memoria, aposentándose en esa cauta melodía que es ya inconfundible. La que versos como estos preservan para siempre. Son como la luz mansa con que Vermeer     84


de Left enriqueció la claridad y el aura eterna de todo cuanto tocaba con su pincel. Terminaré citando a Borges, cuando Álvaro Rodríguez ya ha abandonado los muros protectores de la Biblioteca Nacional, donde durante tantos años impulsó con generosidad la divulgación cultural y el diálogo creativo, y se transforma solo en sus poemas, jubilado de la burocracia pero no de la poesía: Quizás me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana –la única– está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmovil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. Tomado de Ficciones

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escribir en b o gotá de j ua n g u s tav o c o b o b o r da f u e e d i ta d o p o r e l i n s t i t u t o d i s t r i ta l de l as artes-idartes y l a s e c r e ta r ía d e educación del distrito pa r a s u b i b l i o t e c a

libro al viento

ba j o e l n ú m e r o s e t e n ta y siete y se imprimió el mes de octubre del año 2 0 1 1 e n b o g o tá




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