El profesor john katzenbach (1)

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débiles músculos. Deseó tener más fuerza, como algunos de los atletas de su instituto obsesionados por el levantamiento de pesas. Siempre con la respiración agitada, dio un paso de prueba hacia delante. Mantenía las manos delante de ella. No podía sentir nada. Las movía a derecha e izquierda, y una de sus manos chocó con la pared. Se volvió a medias y, usando la pared a manera de guía, empezó a moverse como un cangrejo, sintiendo la capa de yeso que cubría el muro debajo de los dedos. Pudo escuchar una especie de repiqueteo que, se dio cuenta, provenía de la cadena alrededor de su cuello moviéndose. Supuso que estaba golpeando contra la cama. Su rodilla tropezó con algo y se detuvo. Parte del espeso olor a desinfectante traspasó la capucha de seda. Con mucho cuidado, estiró la mano hacia abajo y, como un ciego, pasó las manos sobre el obstáculo. Le llevó unos segundos hacerse una imagen mental de qué podía ser aquello, y pudo sentir el asiento y el trípode de apoyo. Era un inodoro portátil. Que lo reconociera fue sólo cuestión de suerte. Su padre la había llevado de campamento cuando era pequeña y ella había manifestado una serie de quejas por tener que usar algo tan primitivo al aire libre. Pero en ese momento se sintió casi rebosante de alegría. Le dolía la vejiga, que, al reconocer lo que estaba a sus pies, empezó a enviar exigentes dolores a través de su estómago. Se detuvo. No tenía ni idea de quién la estaba mirando. Sólo podía suponer que las reglas le permitían usar el inodoro. No sabía si tenía alguna intimidad. Se sintió casi dominada por una sensación adolescente de violación. El decoro luchó contra la vergüenza. Odiaba la idea de que alguien pudiera verla. La entrepierna clamaba alivio. Comprendió que no tenía más opciones. Se colocó encima del asiento y con un solo movimiento rápido se quitó las bragas y se sentó. Odió cada segundo de alivio.

*** En los monitores de la habitación que estaba encima de donde Jennifer se encontraba encerrada, Michael y Linda observaban cada movimiento que ella hacía. Las torpes y ciegas maniobras resultaban agradables en su ritmo. Podían percibir las ondas de intriga y las oleadas de fascinación en el inframundo de su transmisión. Sin necesidad de decirse ni una palabra, ambos sabían que para cientos de personas mirar a Jennifer se iba a convertir en una droga. Como cualquier buen traficante, sabían cómo mantener la cantidad exacta de suministro para mantener la demanda.


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