Ruta por entre la duermevela y el sopor que da el cansancio, sólo aparecieron dos nombres, Laura y Magacela, Magacela y Laura, ese cerro que era montaña, Laura, la amada de Petrarca a la que cantó. Dos oscuros objetos del deseo, y ya se sabe que para algunos la mejor manera de evitar una tentación es caer en ella. José en aquel momento era de esos. Antes de llegar el alba. José ya pisaba tierra con sus viejas zapatillas deportivas. Caminaba con ritmo pausado, alzando la cabeza de vez en cuando hacia lo alto, y allí estaba, parecía cercana esa montaña, pero lejana e inalcanzable, como cualquier deseo. Se sentía rejuvenecer, no era ese hombre de casi medio siglo, que evitaba mirarse en los espejos. Volvía a ser por momentos ese muchacho soñador, de carácter inquieto y confiado, que creía el mundo como un gran banquete al que si bien no te invitaban, podías colarte con facilidad, craso error, las mesas están numeradas y hace falta invitación. De vez en cuando aceleraba un poco el paso, y parecía que Magacela se alejaba, era un deseo esquivo, que se deja mirar, pero al acercarte se aleja. Paró en el camino, se dejó sentar sobre una roca que parecía dispuesta para la ocasión, quemaba un poco, bebió un poco de agua fresca y miró a Magacela. Pensó en Petrarca y en su amada Laura y él recordó a Delia, la compañera con la que estuvo en octavo de E.G.B, ella ya era toda una señorita, y él un imberbe alocado unas veces y otras alicaído, y cuando estaba así, de esa manera, ella se fijaba en él y le preguntaba «Oye niño ¿Qué te pasa? Qué cara de pena, ni que se te haya muerto el gato». Para algunos eso era ser una fresca, a José por entonces le agradaba que se fijará en él, aunque fuese de esa manera y hubiera en ella más burla que interés sincero, durante una tarde entera delante de un espejo ensayo caras de pena, no se le dio del todo mal, llegó a conseguir entablar algunas vacías conversaciones que le llevaron a escribir incompletos poemas de amor a los que no supo cómo poner fin. Echó a caminar
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