Rutas para descubrir extremadura

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De Villanueva a Magacela Fotos: Ana Manotas Cascos Texto: Pedro Maximiano Cascos http://anamanotascascos.com El cerro que era una montaña «No muevas una montaña por quien no mueve una piedra por ti». José recordaba esas palabras que resonaban en su cabeza, se las había dicho su mejor amigo días antes de morir en una habitación de hospital. Era alguien que había movido montañas y recibido pedradas. La pedrada de mayor acierto, un cáncer que venía con billete de ida y sin retorno. José Llevaba varios días por Villanueva de la Serena, a partir del tercero ya se había acostumbrado a una nueva rutina, que sólo admitía leves variaciones. Se levantaba a la salida del sol y tras asearse con celeridad un breve paseo de veinte minutos, volvía a casa y desayunaba mientras veía la televisión sin interés y pensaba en el helado que tomaría en Los Valencianos, le agradaba ese lugar. Tras el helado vagaba sin rumbo, intentando organizar el caos de sus pensamientos, que vagaban mucho más libres y desenfrenados que él mismo, como si no le pertenecieran. Eran esos pensamientos como los vicios de los que habla un proverbio chino, que llegan como invitados, se quedan como huéspedes y terminan como dueños y a José nunca le habían gustado los dueños, ni ser dueño de nadie. En cuanto su vista alcanzaba el cerro de Magacela, era un imán para sus ojos, aquello para él no era un cerro o una colina, le parecía majestuoso y misterioso, como un lugar en el que sin estar, hubiera estado antes. Aquello era la montaña, pronunciada esa palabra mon-ta-ña con delicadeza, sintiéndola, recreando a la par que la dices, su imagen poderosa, de atracción, como si fuese un lugar de redención, de aura mística, el fin de algo, el principio de otro algo. Magacela no es el techo del mundo, pero José sentía cada vez más la necesidad de pisar ese lugar, subir a esa cima y para un ateo como él, pensar que podía creer en algo más fuerte que su propia naturaleza, ahora que todo se derrumba. Una noche veraniega de intenso bochorno, de esas noches largas que provocan cansancio y mal humor. José se levanta y va hacia el cuarto de baño, se refresca la cara más que lavarse. Se fija en una en una moneda de dos euros que se ha dejado en el lavabo, mira su reverso, es italiana, ahí aparece Francesco Petrarca. Recuerdo cuando había leído que Petrarca había subido por el puro placer y curiosidad el Mont Ventoux, una montaña en la Provenza francesa, un 26 de abril de 1336 en compañía de otros (lejos aún en el tiempo de ser santuario ciclista), dicen que quería disfrutar de las vistas. Para algunos ahí nació el alpinismo. José cree que lo debió de hacer movido por otros motivos, pero que seguro que se los guardo para él, si era poeta, que lo era y de los buenos, seguro que sabía guardar bajo siete llaves lo que se debe guardar y poner a salvo. En la mente de José, 57


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