FSA In memoriam

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Florencio Sevilla Arroyo In Memoriam

Departamento de Filología Española

Universidad Autónoma de Madrid

2021



Tabla

Juan Cerezo Soler, Florencio y la lección vital

3

Ana María Díaz, Recuerdo de Florencio Sevilla

8

M.ª Dolores Fernández, «Te has cargado a la protagonista»

10

Alberto Ferrera-Lagoa, Fuera de toda duda

11

Luis Fuente Pérez, «Qué blando con las espigas, qué duro con las espuelas»

13

María González Díaz, «Vamos a ver...»

15

Pablo Mármol, Aprender a actuar desde el otro lado

17

Daniel Martínez-Alés, Florencio Sevilla, in memoriam

19

Rosa Navarro Romero, «Lo de Cuenca»

21

Julen Romero, El oficio de profesor

24

Ana Serradilla Castaño, A mi maestro

26

Víctor Sierra Matute, Sit tibi terra levis

27

Beatriz Suárez García, Tras los imaginarios estudiantiles

28

María Tapia-Blanco, «Tú, que siempre habías defendido a las mujeres»

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Florencio y la lección vital

A

l buen maestro se le reconoce por no ser, o no mostrarse, consciente de hasta dónde llega su magisterio. Tal pasaba con Florencio, a quien tuve, en efecto, por maestro —con todo lo que abarca el término— prácticamente desde el primer día de curso hasta la última firma para el depósito de la tesis que me dirigió. Apenas unas semanas después de aquella firma —y del correo en el que, ya sin su pudor habitual, me daba la enhorabuena— se conocería su ingreso en el hospital. Quince años de relación entre profesor y alumno marcados, y no me avergüenza decirlo, por una cercanía que nunca creí merecer y que, precisamente por eso, agradecí tanto. A lo que voy es a que en estos quince años la lección de Florencio conmigo ha sido académica pero, por encima de todo, vital. En Florencio estas dos cosas, la literatura a la que se consagró como investigador y la propia vida estaban ensambladas de tal forma, tan al modo cervantino, que uno no sabía ser su discípulo sin abrirle por completo su vida personal. Porque también ahí, en los dramas domésticos y los sufrimientos que asaltan el día a día, Florencio guiaba, enseñaba, tenía palabra y consejos que deslizaba, así como sin querer, mientras fumaba despacio o se mesaba la barba. Exhibía la sabiduría de muchos años, desde luego más de los que tenía —incluso de los que aparentaba— y tenía, además, la extraña capacidad de condensarlos todos en la más mínima frase que lanzaba. Allá por 2013 formalicé con él lo que ya tenía claro desde 2006: que me iba a doctorar en literatura del Siglo de Oro y que solo lo haría, si lo hacía, bajo su dirección. Las tutorías con él fueron, desde bien pronto, un deambular de un tema [3]


a otro sin hilo conductor aparente. Florencio empezaba y tú te quedabas como embobado, bebiendo por goteo todo lo que soltaba con ese ritmo pausado tan suyo, con aquella respiración entrecortada; salías de allí y, si le habías pillado inspirado, te ibas a casa siendo otro, empapado de una sabiduría que no era tuya. En aquellas tutorías el asunto de la Tesis —él siempre lo ponía en caja alta— ocupaba, al fin, un lugar muy secundario; nos ventilábamos rápido la cosa académica, que si «he encontrado este libro sobre lo tuyo»; que si «el índice cómo va», «perfecto Juan, ahora solo hay que rellenar los huecos», etc., para empezar cuanto antes a charlar de esto y lo otro. La propia Tesis terminó por convertirse en el pretexto que me ponía para echar la tarde con Floro en su despacho, oyéndole hablar y viéndole fumar. Si llegabas agobiado por los plazos o cansado porque no dormías nada desde que nació tu bebé, él se echaba las manos —las huesudas manos— a las gafas, se reía y te decía eso de «ánimo Juan, que los hijos son una bendición de Dios», frase que en su boca de ateo declarado no dejaba de tener bastante gracia. El caso es que él, que siempre huía del tópico como respuesta, sabía bien de lo que hablaba. No daba puntada sin hilo, y enseguida te lo demostraba compartiendo contigo cómo había vivido él su paternidad. Te hablaba del desvelo, del insomnio y de la frustración de saberse limitado para ejercer como padre; te hablaba de las noches de hospital, de lo que había sido estar a pie de cama con su hija enferma y de querer cambiarse por ella sin pensárselo dos veces. Te describía con todo lujo de detalles su flaqueza durante la prueba y se emocionaba hasta el llanto cuando recordaba el aguante sobrehumano de su mujer, tan por encima del suyo; todo para concluir que, incluso en el tiempo más duro, la vida de un hijo viene para transformarte, para obligarte a desplazar el centro de tu vida, para sacarte de ti mismo y descubrir que [4]


si alguna vez ha habido alguna causa noble por la que dar, literalmente, la vida, es esta. Los hijos. Y que, solo por eso, ya son toda una bendición. Al final te convencía. Florencio ha sido un maestro sabio, qué duda cabe a estas alturas. La autenticidad de sus clases será recordada durante muchos años en la Universidad Autónoma de Madrid; la magnitud de su aportación a la Filología queda ya bien recogida en la lista de sus publicaciones, y plasmada de nuevo en las reseñas, obituarios y semblanzas que han venido saliendo a la luz durante el último año. Su calidad como investigador estuvo, y está, pues, fuera de toda duda: Florencio es todo un «primera espada» de la Filología. Y, sin embargo, somos muchos los que sabemos que lo mejor de Florencio se dio, precisamente, al margen de su currículum. Fue, ante todo, un maestro generoso. Y digo generoso no solo por haber recibido de su misma mano libros, tomos de revistas y fotocopias con anotaciones de su puño y letra; o por la gratuidad con que nos invitaba a comer y beber lo que quisiéramos, ya en Madrid o en Cuenca. No hablo solo de la cosa material, que también, sino de una entrega total, sin reservas, con la que nos obsequió siempre a sus alumnos. A los que nos dejamos querer, al menos. Si notaba un ataque contra alguno de sus doctorandos, intervenía implacable y lo hacía con todo. Nunca supo, ni quiso, quedarse al margen o desentenderse; sacaba el colmillo y defendía a sus cachorros. Así de en serio se tomaba el tutelaje. Fue generoso hasta el punto de quedar expuesto frente a sus colegas por defendernos, cosa que pasó más de una vez. Fue también un maestro humilde, pero no de los de humildad impostada que, en el fondo, solo oculta indiferencia, no. Florencio se mojaba, te reconvenía, y a veces con dureza; era de natural exigente y sabía ser —si quería— bastante borde, pero en esa misma discusión, en esa riña que tanto [5]


escandalizaba a los de piel más fina y que le dio fama de duro, Florencio demostraba que te respetaba. «Tú puedes dar una limosna a un mendigo y olvidarte de él, o puedes pegarte con él y reconocerle como tu igual». Floro era de los segundos. Luego, con la misma facilidad con la que sabía herir, sabía pedir perdón; y si hería en público, en público se disculpaba. Me falta espacio aquí para dar una imagen ajustada de lo que fue realmente Florencio como director de Tesis, de la forma en que su tutela —que, insisto, nunca fue solo académica— modeló la forma que tengo hoy de ser y de estar en el mundo. Bastará para esta semblanza, necesariamente breve, que diga cómo iban sus consejos encaminados a que tomara conciencia real de mis capacidades, a que no me plegara a mis inseguridades y a que jamás me dejara amilanar por «supuestos prestigios académicos de nadie». Florencio fue la única persona en todo el mundo, junto con mi mujer, que me oyó decir en voz alta que no valgo para la Filología. Si te notaba superado se te acercaba, sigiloso y enjuto de carnes como era, para soltarte aquello de «mira, Juan, te compares con quien te compares, si te fijas verás que tiene dos brazos y dos piernas, exactamente como tú» o lo de «que a todos nos ha sacado Dios del mismo barro». Florencio, contra lo que puedan pensar quienes le conocieron solo desde lejos, te permitía la duda, la debilidad, el error. Comprendía todo y no juzgaba nada. Equivocarse en su presencia nunca fue, al menos para mí, algo de lo que avergonzarse, antes bien todo lo contrario. Es cosa habitual entre directores y doctorandos esa de tener que cumplir, de entrada, con unos estándares mínimos de calidad, de demostrar cada dos por tres la valía propia, la de tener que venderse bien, aunque sea con humo, para hacer carrera. No así con Floro, que te acompañaba paciente, más como un padre cercano que como el catedrá[6]


tico de altos vuelos que era. Así fue como, poco a poco y casi sin notarlo, la figura del maestro pasó a convertirse en la de algo más parecido a un padre. Un padre en el oficio, si se quiere, por usar palabras de Umbral a propósito de Cela, pero padre al fin y al cabo. Con Florencio uno enseguida encontraba, en la intimidad a puerta cerrada de su despacho, un sitio donde no había que fingir ni aparentar, donde no había que demostrar nada a nadie, y menos a él, donde se podía desbarrar y dar palos de ciego con toda la tranquilidad del mundo. Ese, y no otro, es el Florencio que se nos fue, justo cuando parecía que mi partida contra el 2020 iba a terminar en empate, que no es una victoria pero algo es algo. Se nos fue, discretamente y en diciembre, este maestro sabio, generoso y humilde; aquel a quien hoy llamo sin pudor «padre en el oficio» y que, como solo acerté a balbucear el día de su entierro, «me ha dejado huérfano, me ha dejado huérfano». Se nos fue el amigo auténtico, libre y sincero, aquel a quien debo mucho más de lo que jamás podré reconocer por escrito. Se nos fue con ese fumar encorvado y esa forma tan suya, y solo suya, de arremeter contra la estupidez. Se nos fue sin cobrarse la deuda que teníamos con él los hispanistas de varias generaciones. Se fue, ay, sin verme defender una tesis que le debía todo, obligándome de aquí en adelante a andar solo en el mundillo sin el amparo de sus consejos que, en fin, tanto me valieron en lo académico como, ya lo he dicho, en lo vital. Juan Cerezo Soler

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Recuerdo de Florencio Sevilla

C

onocí a Florencio, como probablemente le ocurrió con frecuencia, antes de conocerlo. Por supuesto su fama de cervantista le precedía y fue en la Universidad de Salamanca donde escuché por primera vez la veneración sentida hacia su trayectoria académica. Tras aludir a él, en mi ingenuidad estudiantil, como «Fernández Sevilla», lo conocí en persona el verano de 2015 en el aniversario de la Segunda Parte del Quijote celebrado en Alcázar de San Juan. Su timidez no hacía justicia a la semblanza salmantina y velaba a un hombre honestamente enamorado de un universo cervantino que había hecho suyo. Sin embargo, no fue hasta el máster cuando lo viví como alumna. La situación era sin duda privilegiada y aterradora, pues éramos tan solo tres estudiantes con un profesor exigente y ambicioso en sus reflexiones. Peor todavía cuando yo era la única que no había estudiado en la Universidad Autónoma de Madrid y no tenía realmente perspectivas de internarme en una investigación doctoral en la literatura medieval o del Siglo de Oro. No obstante, Florencio consiguió transmitir su pasión por la asignatura con sus citas memoriosas, pero, sobre todo, porque la clase se convirtió en un diálogo que él, en su infinita humildad, pretendía entre iguales. Nunca he tenido una clase en la que hubiera tal nivel de debate intelectual, siempre con la mirada puesta en los nuevos campos abiertos por las obras o en las lagunas que dejaba la crítica y que nos espoleaban para involucrarnos profundamente con los textos. Recuerdo especialmente un debate en torno a La Celestina que llegó casi a convertirse en una discusión. [8]


Florencio me tranquilizó poco después al confirmarme que no le importaba que mi formación y mis ideas hubieran sido diferentes, sino que realmente él buscaba promover esos contrastes y espíritu crítico. Se trata tan solo de una anécdota mínima que, sumada al resto de los cursos, me fue dejando claro que Florencio había llegado a ser una figura de referencia no solo por su defensa del texto, sino por ser un modelo de libertad intelectual. Ana María Díaz

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«Te has cargado a la protagonista»

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e han propuesto escribir una especie de carta homenaje para el profesor que ya no está entre nosotros, Florencio Sevilla. Es difícil dirigirse a él de esta manera, sabiendo que ya no nos lo cruzaremos por los pasillos de la facultad, aun así me lo puedo imaginar si hago un esfuerzo. ¿Qué podría decir de él que no hayan dicho ya? Quizás calificativos, como que era un profesor genuino, culto y amante de la literatura, que nos enseñó la asignatura Literatura Medieval de una manera peculiar, que La Celestina adquiría otra relevancia viniendo de él. Todavía me acuerdo de una anécdota personal, cuando me aconsejó hacer un trabajo, precisamente sobre La Celestina y después de corregirlo, se dirigió a mí de una manera amable y me dijo «No está mal, pero con tu conclusión te has cargado a la protagonista, la Celestina»; sin embargo, aprobé la asignatura. Nunca lo olvidaré. Desde luego si algo hay que resaltar de Florencio es la educación y la sinceridad que emanaba, (es mi percepción). Si tenía que decirte algo negativo no lo dudaba un momento, de la misma manera, que si te tenía que alabar tu trabajo. Siempre premiaba la dedicación. En eso era muy justo. Su presencia material ya no estará entre nosotros, pero seguro que su espíritu sí estará paseando por las aulas y a más de un alumno o alumna le susurrará al oído alguna duda. Gracias profesor por las enseñanzas recibidas. Nunca le olvidaré. M.ª Dolores Fernández Díaz [ 10 ]


Fuera de toda duda

E

l magisterio de Florencio Sevilla ofreció grandes y variadas lecciones. Nos habló de alcahuetas, de la dulzura de las jarchas y de un teatro (no) ausente; de jardines milagrosos, de los goliardos y de un honor cidiano que nunca deja de crecer. Pero en torno a todo ello hubo algo mucho más importante: nos enseñó a dudar. Éramos alumnos temerosos de la tradición crítica, de esa palabra («bibliografía») que pronunciábamos con respeto, de las opiniones de los grandes maestros. Florencio nos demostró que eran humanos y que no había ningún castigo divino por llevarles la contraria con opiniones bien apuntaladas en el texto. Porque eso era lo importante, el texto, nada más. Con su mirada inteligente y limpia, nos animaba siempre a perseguir nuestras convicciones («La Celestina seguirá ahí, aunque te equivoques»), incluso cuando él mismo te las desmontaba en clase o en su despacho con facilidad de artillero. Nos enseñó a varias generaciones de filólogos ese no tan común sentido de saber ver lo que es bueno y lo que no, ese desbroce que puede aplicarse, mucho más allá de lo académico, a la vida, que no deja de ser literatura. Por eso puedo permitirme ahora, con total convicción, llevarle la contraria a Florencio (como a él le gustaría): hay maestros de los que no puedo dudar, y él es uno de ellos. Que quede fuera de toda duda su gran labor reside en su humanidad, en ese respeto ganado a pulso y en que, mucho más allá de enseñarnos literatura, su misión (y su habilidad) fue pretender que una generación más descubriera y admirase esa literatura, que no cayera en el olvido. Y lo consiguió, cada año. Podríamos decir que todavía lo [ 11 ]


consigue. Porque Florencio, allá donde esté, en nuestros recuerdos, en sus palabras (que siempre quedarán ahí para aquellas generaciones que no verán su magisterio), seguirá enseñándonos. Alberto Ferrera-Lagoa

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«Qué blando con las espigas, qué duro con las espuelas»

M

i grado de admiración por Florencio Sevilla puede cifrarse en un solo recuerdo. Un recuerdo, trivial a ojos del mundo, cuya íntima magnitud me sigue sorprendiendo según se relevan sin hacerse notar las estaciones. Los hechos son los que siguen: años después de nuestro único cruce —aquella ardua asignatura, Literatura Española Medieval, que de una forma u otra dejaba huellas en todos los individuos que la transitaban; aquella, previéramoslo o no, fascinante Literatura Española Medieval que no será la misma— nos reencontramos en mi tribunal de defensa del Trabajo de Fin de Máster. Hastiado por el esfuerzo, agotado mental y creativamente, más o menos satisfecho del trabajo pero tenso por la inminente valoración de un juez que conjeturaba riguroso, quizás implacable, la intervención que hice en mi propia defensa resultó, aun correcta, desganada: al fin una preocupación definitivamente aparcada. Cuál no sería mi asombro, como el de una liebre ante los faros de un coche, cuando en respuesta, primero en público y más tarde en privado, tras confesar que, incluso habiendo sido mi profesor, nunca me registrara durante mi tiempo en la facultad como alguien con potencial y, en definitiva, en ese preciso momento apenas tenía idea de quién era yo, Florencio desató una catarata de elogios incondicionales hacia el texto y hacia mis aptitudes críticas y literarias. En aquel momento (seis personas en la sala, una luz delgada de finales de verano en los cristales) el pudor me hizo encogerme en la silla como ante una lluvia fina. Arrobado, yo nada más agregué. [ 13 ]


Este es el recuerdo. Aquellas inopinadas y no pedidas alabanzas en unos términos que guardo para mí y que desde entonces atesoro envueltos con infinito cuidado, como una alhaja de valor incalculable. De naturaleza insegura frente al quehacer propio, nunca, ni antes ni después, me he tomado de verdad (de verdad) en serio un elogio fuera de ese inesperado estallido de Florencio Sevilla. A este recuerdo vuelvo cada vez que las miserias del mundo académico y la frustración ante mi cíclica inutilidad intelectual me quitan las ganas de seguir trabajando, de seguir leyendo, pensando y escribiendo. «Si Florencio lo dijo es que, de un modo u otro, alguna razón llevará, puedas verlo o no. Tan tonto no serás si lo dijo Florencio». Para mí es consuelo periódico y casi dogma de fe. Luis Fuente Pérez

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«Vamos a ver...»

«Vamos a ver..., si vas a una panadería, quedan diez barras de pan y estás la número diez en la cola, no puedes quitarte para ponerte la última porque, entonces, te aseguro que vendrá el siguiente y cogerá tu barra de pan».

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lorencio Sevilla Arroyo fue mi profesor en el primer año del grado en Estudios Hispánicos: Lengua Española y sus Literaturas, en la asignatura Literatura Española, cuando éramos muy pocos en el grupo 120 y me sacó a la pizarra delante de todos mis compañeros para que le explicara por qué no entendía que el capítulo xx «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quijote de la Mancha» de la Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) encajaba en el esquema que había dibujado. Fue mi profesor en segundo de carrera, en la asignatura Literatura Española Medieval, momento en que ya éramos muchos alumnos en la clase por la fusión de los dos grupos y nos demostró que no vale acercarse a la bibliografía «a las bravas», que luego hay que reflexionar sobre lo que uno realmente cree acerca de lo que ha leído. En tercero no fue mi profesor, pero me tomé con él un café muy importante en la barra de la cafetería que compartimos con la Facultad de Formación de Profesorado y Educación, donde me animó a tratar de especializarme en la literatura del Siglo de Oro si, como le decía, era lo que de verdad me interesaba. En cuarto de carrera, fue mi profesor en la asignatura Edición Literaria y Nuevas Tecnologías, [ 15 ]


donde volvimos a ser muy poquitos en el aula y decidió, en tanto que estábamos a un paso de convertirnos en filólogos, que solo le mandáramos una «reseñita» sobre lo que más nos hubiera llamado la atención de sus clases. Además, fue mi director del Trabajo de Fin de Grado y me apoyó desde el principio para que siguiera con esa idea que todavía hoy tanto me obsesiona sobre el hecho de que no puede ser una cuestión baladí que la pastora Marcela volviera un día las espaldas y se encerrara en un monte para la eternidad. Fue mi director del Trabajo de Fin de Máster (que, como no podía ser de otra manera, estoy haciendo sobre las pastoras cervantinas) en la mayor parte del primer cuatrimestre del máster universitario en Literaturas Hispánicas: Arte, Historia y Sociedad y, gracias a él, conseguí la beca «Ayudas para el fomento de la Investigación en Estudios de Máster-UAM 2020» que actualmente disfruto. Con Florencio me tomé un último café el año pasado en la barra de la cafetería pequeña de nuestra Facultad. Le dije que estaba preocupada (qué raro) porque quería hacer la tesis doctoral sobre un tema que había pensado y no sabía si era un error. Me dijo que estaba muy equivocada si creía que eso iba de acertar o de fallar, que lo único que de verdad importaba era que yo hiciera lo creía que tenía que hacer, que luego vendría lo demás («todo se andará»). También me dijo que, aunque dudara mucho, como siempre he hecho, no me quitara de la cola, pues estaba seguro de que algún día llegaría mi turno. María González Díaz

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Aprender a actuar desde el otro lado

R

eferirme a Florencio Sevilla Arroyo me supone aludir a mi maestro en el estudio de la literatura y, en general, en las labores filológicas. Desde luego, otras personas han influido en mí al respecto (algunas, muy especialmente), pero nadie lo ha hecho de forma tan determinante. Me acuerdo de la primera clase con él (2012), que dejó en mí una huella imborrable. Esta significó la introducción a una asignatura, Literatura Española Medieval, que resultaría clave para mis posteriores decisiones académicas, particularmente en lo tocante a la investigación; yo estaba entonces en segundo curso. Pero durante esos meses con él como profesor no solo aprendí de la literatura de dicha época, sino que también me enriquecí acerca de asuntos metodológicos, entre otros. Desde este principio, en el grado en Estudios Hispánicos: Lengua Española y sus Literaturas, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, nuestro contacto se prolongó a través del tiempo. Acabaría haciendo el Trabajo de Fin de Grado y el Trabajo de Fin de Máster bajo su dirección; después comencé con él la tesis doctoral. Me aportó mucho a lo largo de los años en que avancé en esta bajo su tutela (2016-2020). Su magisterio, asimismo, se relaciona con mi formación como profesor, colaborando con él en tareas docentes a partir de 2017 dentro de diversas materias. Mis primeras clases se integraron en la de Literatura Española Medieval, que, ya lo he señalado, conocía como estudiante. Fui aprendiendo a actuar desde el otro lado; me ayudó en este proceso. [ 17 ]


Con el legado en las cuestiones anteriores, y no solo en esas, me queda el recuerdo. Como alumno y discípulo suyo, entre otros muchos, me siento muy agradecido. Pedro Mármol Ávila

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Florencio Sevilla, in memoriam

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e Florencio Sevilla, algunos dirán que fue destacado hispanista, experto en crítica textual, novela picaresca, literatura medieval, narrativa barroca y, ante todo, un maestro en la obra cervantina. Como profesor, era de los que inspiran vocación, de los que lo dejan todo bocarriba. Prefería el estímulo al consenso, la duda a la convención, la osadía al refugio de lo establecido. Era exigente, pero cercano, pero enfático, pero divertido. Tan generoso, que no era raro encontrarlo regalando algún libro. Provocaba a todos por igual, respetaba al alumno que leía. «¿Y tú, qué opinas? —decía—. Olvídate de lo que han dicho los demás. La Filología es leer, leer y leer» —repetía. Había que bajar al texto para encontrarse con él, para vivir donde él vivía. Se fue el Sevilla que tanto Florencio deja: sus numerosas ediciones de los clásicos, de la picaresca completa, de toda la obra de Cervantes. Introducciones, artículos, comentarios, notas al pie. Años y años de horas y horas de la mejor Filología. Se ha apagado la voz sagaz del cervantismo, que es que además era muy bonita. Cálida. Agradable. Se ha llenado de luto el hispanismo todo por ese prestigio suyo tan unánime y discreto. Orfebre de la ecdótica y filólogo excesivo, cotejaba textos infatigablemente «las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio». Ha dejado, por fin, de comer mal, de fumar mucho, de dormir poco, de quejarse demasiado. De joven, trabajó como albañil, y siempre —dichosa edad— reivindicó el placer de usar las manos. [ 19 ]


—Yo le puse el suelo de la cocina a Fulano —le escuché una vez—, y en esa casa había treinta gatos. —Ya será menos, Floro —dijo alguien. Respondió: —Uno, dos, tres, cuatro, te lo juro, chato, ¡treinta gatos! De complexión delgada, «seco de carnes, enjuto de rostro», costaba no ver en su apariencia el enésimo motivo cervantino. Tenía carisma, manos estilizadas, demasiado carácter y una abrumadora capacidad de trabajo. Era muy cariñoso, además, cuando lo era. Como Calixto, más muerto está que mi abuelo este Florencio nuestro, siempre tan suyo, genio y figura, referente querido, amigo leal, que no se ha dejado «morir sin más ni más», y que «entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.» En su inmenso legado vive todavía. Daniel Martínez-Alés

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Lo de Cuenca

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uchos fuimos los que nos encontramos, en nuestro primer día de Hispánicas, con ese trasunto de Cervantes, tan tímido como incitador, que venía revolviendo celebros y retándonos a pensar. Y muchos fuimos los que aprendimos a leer con él, a leer de verdad, que nada tiene que ver con juntar vocales y consonantes y repetir como loros lo que estaba en los textos. Florencio Sevilla Arroyo fue un excelente profesor, investigador, crítico y editor, y gracias a él entendimos qué significaba realmente eso de ser filólogo. Años después de aquellas primeras clases de Literatura I, tuve la inmensa fortuna de formar parte de la comisión organizadora del Seminario Internacional Edad de Oro, del que Florencio fue codirector y, más tarde, director, entre 1993 y 2012. A ese Florencio es al que quiero recordar aquí, a Floro, si se me permite, ese jefe cercano y entregado que nos enseñó tantas cosas, incluso más allá de las letras. «¡Qué buen vasallo sería, si tuviese buen señor!», se dice en el Cid. Nosotros tuvimos el mejor. Edad de Oro era el encuentro más importante en su campo a nivel internacional, y prueba de ello son los programas que Florencio elaboraba con tanto esmero y cuidado. Sin embargo, tenía clara una cosa: lo primero eran los alumnos. Para ellos había que trabajar, por ellos merecía la pena el esfuerzo y la dedicación. Siempre fue generoso con los que trabajábamos a su lado, pero también, como no podía ser de otra manera dada su naturaleza, exigente. En los congresos, como en la edición de textos, Floro cuidaba hasta el último detalle, aunque a priori [ 21 ]


pudiera parecer un asunto pequeño o intrascendente. Por ejemplo, en alguna ocasión, nos hizo pegar un cartel veintisiete veces, porque le parecía que estaba un poco torcido o que no se veía bien. Al final, acababa arremangándose y colocándolo él. No sé cómo lo hacía, pero le quedaba perfecto: era un artesano para todo. Edad de Oro también era «lo de Cuenca». Allí nos íbamos cada año, con un autobús cargado de estudiantes y académicos, a seguir con la literatura áurea entre las casas colgadas y el Júcar, en el Auditorio de Cuenca, donde nos esperaba el profesor Martín Muelas. Una de las cosas que recuerdo con más cariño son las sobremesas, en las que estudiantes y académicos charlábamos de cualquier cosa, ya fuera humana o divina. Una vez, su gran amigo Antonio Rey, a raíz de un estudio que se había publicado por entonces, se dedicó a calcular cuánto tardaría don Quijote en ir de tal a cuál punto en escoba voladora. En otra ocasión, Florencio nos regaló una disertación —ojo, de más de una hora de duración— en la que analizaba Los hombres de Paco como serie quijotesca. Eso es lo que hacía de Edad de Oro un encuentro único: la convivencia de alumnos, profesores y especialistas, sin distinciones —aunque a Florencio le preocupaba más el bienestar de los primeros—, durante unos días en los que se aprendía de literatura, sí, pero también de la vida. Los alumnos de Florencio han tenido la suerte de alternar con los mejores especialistas, compartir copas, charlas y, algunas veces, incluso, una lambada o una bachata. Cuando nos encargaba la misión de buscar un lugar para las reuniones nocturnas, también era muy riguroso. Lo primero era conseguir una rebaja para los estudiantes, aunque al final él acababa invitando a todo el que se cruzaba en su camino. Se preocupaba incluso de la música, para que todos estuvieran contentos y a gusto: un tango para Teodosio Fer[ 22 ]


nández, un pasodoble para Antonio Rey… La canción que pedíamos para él, por cierto, era La camisa negra, de Juanes. Su entrega absoluta y su carácter perfeccionista a veces chocaba con nuestra torpeza. Cuando metíamos la pata — cosa bastante frecuente—, Florencio se ponía nervioso y fruncía el ceño. Pero era incapaz de enfadarse, al menos enfadarse de verdad, y en el momento en el que debería echarnos una reprimenda —merecida—, no podía evitar que le saliera la sonrisilla. Aunque también es cierto que la mejor cura para sus momentos de desasosiego era Begoña Rodríguez, capaz de resolver cualquier entuerto y traer de nuevo la calma. No hubo una sola edición del seminario en la que Florencio no se emocionara en la clausura: así era. Le conmovía que los alumnos asistieran a las conferencias, aunque algunos ni siquiera se hubieran ido a dormir la noche anterior. Siempre dijo que se sentía orgulloso y agradecido y, en alguna ocasión, se le escapó una lagrimita al ver la sala llena de estudiantes. Como se nos escapa ahora a nosotros, que mucho llanto vamos llorando, porque se nos ha ido mucho más que un maestro y un amigo. Sin embargo, nos deja un legado inconmensurable, académico y humano. Ahora que repaso las fotos de aquellos congresos, me detengo en una de ellas: Florencio está en el centro, rodeado y abrazado por profesores y alumnos. Juanjo, de la cafetería, también forma parte del grupo. No puedo dejar de observar el rostro de Floro: absoluta felicidad. Con eso me quedo. Rosa Navarro Romero

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El oficio de profesor

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iempre he creído que el trabajo de profesor se asemeja al del escultor, que saca una figura pulida de un tosco bloque de mármol. O quizá se parezca más al del arquitecto, que imagina y diseña de la nada lo que en un futuro estará construido. En mi caso, Florencio fue un desfibrilador. Él fue esa experiencia que cambia tu perspectiva sobre la vida, ese foco que alumbra y te descubre lo que permanecía oculto. Estaba tan acostumbrado a rescatar a sus alumnos de la pasividad que parecía tener un manual de instrucciones infalible para todo aquel que se acercase, enérgica, segura, tímida o dudosamente, a él. Su guía iba mucho más allá del aula, ahí era solo donde empezaba. En ocasiones, al volver a ser consciente de que no voy a intercambiar más correos con mi magnífico profesor, que no voy a encontrarlo en su despacho ni a cruzarme con él por los pasillos —por mucho que a veces me parezca vislumbrar fugazmente su inconfundible silueta—, me recorre una sensación parecida a cuando eras consciente de que te han quitado los ruedines mientras aprendías a montar en bicicleta: pierdes el equilibrio, te desestabilizas, la inseguridad te asalta y se cierne sobre ti la impresión de que te vas a caer, de que sin esa base, sin ese apoyo que te mantenía firme, en realidad, no sabes montar en bicicleta, sigues sin ser capaz. Pero, a pesar de todo, no te caes, sino que manejas torpemente el manillar, pedaleas y avanzas. Y es que puede parecer que los pasillos de la facultad estén vacíos, que las clases se hundan sin ningún asidero al que agarrarse, o que el grado haya perdido gran parte de su sentido; pero aunque todo se tambalee a nuestro alrededor [ 24 ]


y se esfume nuestro equilibrio, gracias a él, a su impulso, seguimos avanzando. Porque los cimientos que Florencio construyó en nosotros, en mí, no se han desvanecido de un plumazo, aunque ahora, sin su sólida palmada en la espalda, pueda parecer que así sea. Le estoy y le estaré eternamente agradecido por descubrirme quién quiero ser. Julen Romero

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A mi maestro

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o conocí hace toda una vida. Yo tenía dieciocho años y él era un jovencísimo profesor que estaba comenzando su carrera. Recuerdo tantas tardes en la Biblioteca Nacional mientras él terminaba su tesis y yo empezaba a adentrarme en la Filología, tantos cafés entre lectura y lectura, tantas charlas al acabar la tarde… Florencio me enseñó a leer los textos antiguos, a comprender y a disfrutar la literatura medieval, a querer aprender siempre más, a investigar. La Celestina, el Libro de buen amor, Cárcel de amor, el Conde Lucanor, autores como Mena, Santillana, Jorge Manrique… fueron un descubrimiento inesperado; incluso aquellas obras que ya había leído adquirieron una nueva dimensión gracias a él. Para mí Florencio fue un maestro, un maestro con todas sus mayúsculas. Fui avanzando en mis estudios y él siempre seguía ahí para cualquier duda, para cualquier referencia que necesitara, para cualquier conversación sobre literatura o sobre la vida. Y así fuimos hilvanando momentos inolvidables. Después hemos sido compañeros —y buenos amigos— durante años, pero para mí siempre siguió siendo ese primer profesor que me abrió los ojos hacia una pasión que nunca he abandonado: la literatura. Aún me quedan muchos libros por leer, por amar y por entender, y en ellos seguiré recordando a Florencio. Hace toda una vida, pero ha sido demasiado corta. Ana Serradilla Castaño

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Sit tibi terra levis

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e llegan las terribles noticias desde España a Nueva York: ha fallecido nuestro profesor Florencio Sevilla, querido mentor de varias generaciones de colegas. Florencio nos enseñó a analizar literatura —y a disfrutar de ello— y a cuestionar a las vacas sagradas de la Filología —y a disfrutar también, mucho, de hacerlo—. Con él tomamos Literatura Española I, una de las primeras clases de la carrera, si no la primera. Estábamos aterrados: Florencio destrozaba sin piedad, apasionadamente, todo lo que habíamos aprendido en el instituto. Pero poco a poco aprendimos que en eso consistía la Filología: en no dar nada por sentado y en aprender y reaprender constantemente. Disfrutamos mucho de esta experiencia compartida y nos dimos cuenta de que detrás de esa figura imponente en las aulas había un dedicado mentor, dispuesto a dedicar horas y horas de su tiempo a la formación de chavalines de dieciocho o diecinueve años. Fantaseábamos con ser Florencio. Florencio encarnaba, en su saber y en su praxis, los espíritus de la crítica literaria y de la docencia. Gran parte de la culpa de lo que soy ahora (de lo que somos ahora) la tiene él. Sit tibi terra levis, maestro. Víctor Sierra Matute

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Tras los imaginarios estudiantiles

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Florencio le precedía esa fama de profesor duro, construida por promociones de estudiantes anteriores y que, como mantras imaginarios, se componen en realidad de tres elementos que deberíamos agradecer como estudiantes: conocimiento, rigor académico y profesionalidad. Una vez traspasados los imaginarios estudiantiles, Florencio demostraba ser un gran docente, de los mejores que he tenido en la Facultad y, por qué no decirlo, de los que mayor simpatía me producía. Todos aquellos que hemos aprendido con él coincidimos en su amor por la literatura medieval, un amor que solo puede obtenerse mediante el profundo conocimiento de la materia y por la pasión en transmitir ese amor, en compartirlo. Amar lo que uno hace no garantiza, en absoluto, capacidad para transmitir ese conocimiento, Florencio lo hacía. No solo lograba transmitir conocimiento, también me enseñó a valorar, con espíritu crítico, obras, autores y sobre todo la importancia de conocer lo anterior para entender en su conjunto nuestra literatura. Por todo ello, todo mi agradecimiento sabiendo que, donde se encuentre, seguro que estará disfrutando. Beatriz Suárez García

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«Tú, que siempre habías defendido a las mujeres»

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ace un par de días, cuando leía las quince razones de Leriano en defensa de las mujeres, sonreí y lloré a la vez. Miento, en verdad ya había ido llorando intermitentemente desde el inicio de la lectura de Cárcel de Amor. Al principio no sabía por qué, hasta que una bombillita se encendió en mi cabeza: ¡bingo! Mi último «no examen» antes de hacer el parón este curso había sido contigo y consistió en una reflexión personal sobre una obra de clase. Recuerdo que me alegré al saber que post-confinamiento, seguías ahí. Trabajé La Celestina y ¡disfruté taaanto haciéndolo! Te lo agradecí. En tu comentario sobre el trabajo, me sugeriste que podía haber hecho una comparativa con Cárcel de Amor por alguno de los puntos planteados, y recogí el guante. No importaba, porque volvería a las clases, y en algún momento, escribiría algo sobre ello. Siempre imaginaba que al volver a la Facultad te encontraría por los pasillos y conversaríamos. Ya no podremos hacerlo y me duele en el alma. En primero, que estabas un poco refunfuñón y habiendo hablado algunas cosas en clase relativas a las mujeres y sus derechos, ya sabías que yo era feminista sin decirlo, así que cada vez que el tema salía por algún lado, hacías referencia —te metías y criticabas— mirándome. A mí me hacía gracia. «Tú, tú que siempre habías defendido a las mujeres», decías (sonrío para mí). Eras una persona brillante, tremendamente sabia, de esas que dicen cosas que no gustan. Ni siquiera compartíamos posicionamiento político, pero me encantaba escucharte porque aprendía mucho. A veces me enfadaba, pero tú re[ 29 ]


coges bien los enfados. Te gusta provocar. Y tu voz, la tengo guardada en la memoria, esa voz rasgada. ¡Cómo me iba a imaginar que meses después ya no ibas a estar ahí! Tengo tu imagen grabada, sentado enfrente en el andén, esperando que llegara el tren. Te miro desde el otro lado, levanto la mano y te digo adiós sin saber que será el último. Gracias, gracias por todo, gracias por tanto. Hasta siempre, Florencio. María Tapia-Blanco

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In procinctu stare. Ad ambulandum paratus Este cuaderno se acabó de componer el 19 de abril de 2021, en el cuadringentésimo décimo quinto aniversario de la dedicatoria de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia, setentrional a Pedro Fernando de Castro y Andrade, al cuidado de Santiago U. Sánchez Jiménez, y José Ramón Trujillo.

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