libro de investigacion

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119. El peligro de las historias que andan libres (Lucho Lopez) Preciosa me recibió sentada donde no debía, pero podía. Me recibió sin proponérselo. Su energía llenaba el lugar. Sus manos sostenían un libro que leía entre los momentos que, obligada por el cansancio del día, dormitaba serena. Cuando dormía me contagiaba la calma que irradiaba su cabeza apoyada en el hombro, los ojos cerrados y la respiración tranquila. Busqué llenar mis manos con algo, acciones chiquitas que me permitan disimular sin dejar de prestarle atención. Luego, sin proponérmelo conscientemente, nuestras miradas se cruzaron por unos segundos. La sensación fue de plenitud. Sus oscuros manjares me transmitieron la bellísima sensación de estar vivo. Las piernas me temblaron y la panza me hizo cosquillas. Después seguimos viajando. Pensé que aquel ejemplar que ella había elegido para leer podría servirme para empezar la conversación, sin saber que en realidad se sucedían sus acontecimientos a medida que lo leía. Mientras tanto cada uno seguía en su individualidad, aunque conectados de alguna forma. Momentos más tarde, volvimos a encontrar nuestros ojos y no pude evitar soltar una sonrisa. Algo había en ella que me movilizaba. Me corrió la mirada, quién sabe por qué. Habrá sido por miedo, o quizás por timidez. Me niego a pensar que por desinterés. Podía sentir en el aire una dulzura que no saboreaba hacía tiempo (quizás nunca). Sospeché que sus labios fueran traídos de un cuento de hadas sin saber que eran, de hecho, de aquel mismo que ella llevaba en sus manos. Su mirada lograba atravesarme como una flecha y hacer temblar mi cuerpo. Quise evitar sentarme para poder seguir apreciándola, para no perder la conexión. Pero cuando no hubo más gente a la que convidar asientos me quedé sin excusas. Entonces pensé (me refugié en la excusa) que no era un buen momento para relacionarme demasiado con nadie y abandoné la idea, junto con el interés por aquel libro sin saber qué, comandado por las líneas que su lectura iba descubriendo, fui manejado a voluntad y sin demorar me iba a ver pensando en formas de novelas para abordarla, de aquellas que sólo se ven en las películas. Aquel hechizo encantado conducía mis acciones. Todo lo que yo hiciera, pensara o sintiera estaba escrito ahí. Finalmente, llegó el momento de bajar. Intenté caminar hacia la puerta sin mirar atrás aunque, como era de esperarse, acabé rindiéndome para atravesar un momento de hermosa euforia: Nuestras miradas volvieron a cruzarse en un ternísimo saludo final (esta vez sin titubear), mis ojos miraban los de ella y ella miraba fijamente los míos. Nuestras bocas sonrieron mientras mi corazón palpitaba como si corriera. Sentí como si estuviera a punto de explotar. Frotaba mi cara con las manos, no sabiendo cómo actuar. Mis gestos de timidez la divirtieron. Era como si nos conociésemos desde siempre. Un mar de sensaciones me recorría: Parecía como volver a la niñez, a las primeras veces, a la inocencia de los besos infantiles y quién sabe a cuántas cosas más. Finalmente acepté que sería sólo una inolvidable fantasía y me bajé. Todavía imagino que aparece corriendo buscándome, como en las películas, cuando ya estaba en la calle. ¿Quién sería esa maravilla hecha niña que logró conmoverme sin hablar? Mil historias imaginaré con ella. A ella escribiré el libro que leerá cuándo nos encontremos.

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