En los límites de su antiguo barrio encontraron un árbol de moras. No lo podían creer. A pesar de no contar con fuerzas corrieron hacia él. Sus manos y sus bocas pronto se tiñeron de púrpura. Micaela dibujó un árbol y lo pintó de morado. Al pie del mismo anotó un número: tres, las horas que calculaba habían tardado en llegar hasta el paraíso. Llevaba una mochila con sus útiles escolares. Caminaron unas horas más sobre hierros retorcidos, montañas artificiales surgidas de los restos de edificios y vehículos. Sus ojos ya se habían acostumbrado a ver cadáveres por todos lados. Nada se movía. —Tuvimos suerte. ¿Se dieron cuenta que no quedan muchos árboles? —observó Micaela. —Es verdad.
La noche los sorprendió con el brillo de las dos lunas: la natural y la que había lanzado China unos años antes del inicio de la guerra. Las nubes oscuras se encandilaban con los rayos azules y blancos. Los truenos aterraban a los pequeños. Irrumpían el silencio y les recordaban a otros ruidos estrepitosos e igual de incontrolables por su parte. Dentro de un colectivo destartalado escucharon sonidos. Dieron unos pasos en esa dirección. Tomás iba delante de los otros. Empuñaba dos cuchillos que había sacado de su mochila. —Llevalo a Blas lejos —le susurró a Micaela. Se escuchaban voces. Tomás tosió y se maldijo. Evidentemente lo habían escuchado. Las personas del colectivo habían dejado de hablar. Por una ventanilla sin vidrio asomó los ojos un niño. También estaba asustado. Frunció el entrecejo y sus ojos rasgados se notaron como dos líneas.