Contratiempo magazine 59

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José Gamaliel González, Aztlán en Chicago

Foto: cortesía de MarK Zimmerman.

Mark Zimmerman

José González frente al Mural de Ray Patlán, tomada en los 1990s.

Al comienzo de la década de los ochenta, antes de que la propuesta de un museo saltase a primera plana, José González lanzó el Consorcio de Arte Mi Raza, o MIRA, el cual a pesar del timbre chicano del nombre, buscaba ser un ente representativo del arte latino y no exclusivamente de los artistas mexicanos de Chicago y el Medio Oeste. José publicó varios números de un boletín de impecable diseño tirando más a revista especializada, ya que no sólo contenía información sobre eventos, proyectos y subvenciones disponibles sino también artículos sobre artistas y programas locales. La intención de José fue establecer esta organización artística con miras a fundar un centro cultural, museo o galería en el barrio de Pilsen en Chicago. A José y su organización se le debe la traída del promotor Felipe Ehrenberg desde México y que el Día de los Muertos se haya convertido en un evento celebrado en toda la ciudad, habiendo rebasado los confines del hogar mexicano para ser parte de la escena pública del mundo artístico angloamericano. Hubo, además, otros sucesos por los que MIRA alcanzó notoriedad. En vista de la conmoción política entre los grupos étnicos de la ciudad y al velar los latinos por sus propios intereses a raíz de la oleada de apoyo que la candidatura de Harold Washington a la alcaldía, había generado en la comunidad afroamericana, José se identificó con los progresistas mexicanos pro Washington, recaudando fondos a favor del futuro alcalde y otros candidatos latinos como Rudy Lozano, Juan Solíz, Juan Velásquez y Luis Gutiérrez. A medida que avanzaba la campaña de Washington, gracias a la iniciativa de José se logra la participación de toda una constelación de artistas y promotores de las artes en una serie de funciones de recaudación de fondos y solidaridad a favor de la campaña de Washington. Los esfuerzos que desplegara José González en apoyo del arte mexicano, chicano, latinoamericano y latino en la ciudad vinculándolos con el desarrollo general de la comunidad se verían coronados por el éxito en los años que siguieron. Pero ese éxito no le pertenecería, y

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se mantuvo muchos años en la oscuridad, cayendo casi en el olvido. Ni él ni sus seguidores gozaron de los frutos de su labor dentro de la comunidad mexicana; puesto que, en la opinión de José, Harold Washington buscaba extender su base política y los interesados en fomentar las artes para la creciente población mexicana de la ciudad decidieron dirigir su apoyo hacia otros promotores artísticos. En medio de todo el fervor que comportan tales eventos, tomé conciencia de que el hombre a quien consideraba cada vez más amigo padecía, efectivamente, de una enfermedad que se manifestó en los primeros años con una racha constante de agitación y depresión, con delirio de persecución. Mientras tanto, la otra organización, que se convirtió en el Mexican Fine Arts Center Museum, comenzó a florecer bajo la dirección de Helen Valdez y Carlos Tortolero, profesores ambos de escuelas públicas, bajo el mecenazgo del Illinois Arts and Humanities Councils, el Chicago Council of Fine Arts, representados por Juana Guzmán, y la sección cultural del consulado mexicano, representada por Argentina Terán de Erdman, y otros, ganando más prominencia entre aquellos deseosos de que se les identificara con los sucesos culturales de Chicago con un nombre mexicano. A mediados de los ochenta, en su afán por mantenerse relevante en la escena del arte mexicano en Chicago, su último esfuerzo concertado fue su campaña por traer, en colaboración con su amigo e historiador de arte Victor Sorell, una ambiciosa exposición de arte chicano —CARA (Chicano Art Resistance and Affirmation)— al Field Museum de Chicago. La exhibición CARA nunca llegó a presentarse en Chicago; y el Mexican Fine Arts Center, afianzado ahora como el embajador de todo lo mexicano, comenzó a adoptar una dimen-

sión chicana más populista, moldeada en su propia visión de mexicanidad. Y así comenzó su ascenso en la escena nacional chicana y la comunidad local. Sin embargo, como José siempre lo manifestó, ellos nunca usaron la palabra “Chicano” en sus exhibiciones. A medida que la nueva organización floreció, a José se le obvió de lo que ahora se considera la prehistoria del arte mexicano en Chicago. Hasta mediados de los noventa, el papel que jugó no se reflejó en ninguna de las exposiciones de arte comunitario del MFACM. En 1996, sus logros se colaron furtivamente en el Museo como parte de una presentación de gran escala dedicada a la vida y obra de Carlos Cortez, amigo de José, en la cual no pudo ignorarse el papel que tuvo como fundador y director de MARCH. Posteriormente apareció una referencia constructiva en un libro sobre el Chicago mexicano publicado por el MFACM y finalmente el Museo patrocinó una revista orientadas a los alumnos en la que se publicó una entrevista altamente positiva con José. Al continuar la expansión del museo y la salud de José deteriorándose, él seguía batallando en busca de apoyo para abrir un nuevo centro cultural mexicano, se empeñó en cambiar el nombre del Harrison Park a Zapata Park; y se opuso al aburguesamiento de Pilsen. Las altas dosis de medicamentos que ingería le impedían completar un proyecto, mantener un empleo e incluso terminar un cuadro o bosquejo. Su producción personal, en picada desde sus días en MARCH, salvo un breve momento de inspiración generado por el centenario de Van Gogh, quedó reducida a una pieza de madera de Siqueiros que cargaba con la ayuda de Carlos Cortéz y unos cuantos bosquejos que dibujó en una de sus estancias en el Hospital Northwestern del centro de Chicago. A pesar de todas la sombras y tristezas en el transcurso de los años, recuerdo ocasiones felices y jubilosas en la vida de José. Pero recuerdo sobre todo los días de enfermedad, el asedio de las alucinaciones, los frígidos días invernales que desaparecía por las calles y lo encontraban vagando sin rumbo pobremente vestido, días que en que supuestamente el FBI le había colocado micrófonos en las zapatillas o que lo espiaban por delitos que había cometido, días de diálisis, días de soledad. Fue en esos años, a mediados de los ochenta, que algunos de los artistas veteranos de Pilsen como Ray Patlán y Aurelio Díaz se fueron de Chicago, y otros como Mario Castillo, Alejandro Romero, Marcos Raya y Carlos Cortéz habían alcanzado considerable reconocimiento en el ámbito local e internacional. Mientras tanto, llegaron nuevos talentos como Héctor Duarte y artistas femeninas como Diana Solís y Esmeralda Gamboa. Aunque el Mexican Fine Arts Center pasó a ser el Mexican Fine Arts Center Museum y luego el National Museum of Mexican Art, otras orga-

nizaciones más modestas como el Taller del Grabado, la galería Prospectus de la Calle 18 y la galería Calles y Sueños que funcionaba en un departamento donde solía vivir José, contrarrestaron ese avance. Una nueva generación de latinos escritores lanzó proyecto tras proyecto; un grupo de jóvenes artistas formó POLVO, además de surgir unos cuantos cafés artísticos en la zona de Pilsen pese a que el aburguesamiento seguía su curso. Tales actividades guerrilleras, metafóricamente hablando, se daban al margen del proyecto MFACM, movimientos que la organización bandera pensó poder “colonizar” a pesar de que éstos ejercieron resistencia y mantuvieron su distancia y autonomía. En cierto sentido, la historia de José es una que su generación repitió a lo largo de los Estados Unidos, un visionario latino nacido en la comunidad, quizás con más sueños que técnicas, cuyos grandes esfuerzos fueron apisonados, adaptados y negados al llegar a la madurez una nueva generación de profesionales chicanos que pasaron por la universidad. A pesar de que José nació en México y se orientaba más por el arte mexicano, su historia refleja la lucha entre los sectores mexicano y méxico-americano de sus comunidades que vivieron aquellos más influenciados por el movimiento chicano, ya que trajeron corrientes más rebeldes que tenían peso en otras regiones pero no es las propias, y sus esfuerzos, a veces fructíferos y otras no, por inculcar una nueva visión y compromiso en su gente. Esta historia también le pertenece a esos artistas que están económica, social, cultural, ideológica y artísticamente marginados pero que quieren ser vistos y oídos, que quieren marcar y mantener una diferencia, a pesar de que los tiempos y las sensibilidades de sus comunidades inmediatas cambian. El relato narrado en este libro es relevante en sí mismo, pero también dentro de ese contexto más amplio que abarca la reseñas que conforman la historia de ese arte popular de minoría, latino y mexico-americano o chicano de Chicago y los Estados Unidos. Marc Zimmerman es jefe del Departamento de Lenguas Modernas y Clásicas de la Universidad de Houston. Extracto de la introducción al libro Bringing Aztlán to Mexican Chicago: My Life, My Work and My Art, José Gamaliel González, as told to, edited and introduced by Marc Zimmerman, que se publicará en 2009 bajo el sello editorial de University of Illinois Press. Traducción de Luisa Oblitas-Feuerstein, traductora peruana que radica en el área de Chicago.

octubre 2008


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