historia de dinosaurio

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HAMMOND

John Hammond se sentó pesadamente en la tierra mojada de la ladera y trató de recuperar el aliento. «Dios bendito, hace calor», pensó. Calor y humedad. Se sentía como si estuviera respirando a través de una esponja. Miró hacia abajo, hacia el lecho del arroyo, ahora doce metros por debajo de donde había llegado: parecía que hubieran pasado horas desde que dejó el arroyuelo y empezó a subir la colina. El tobillo estaba ya tumefacto y de color púrpura oscuro; no podía cargarle nada de peso encima. Se veía forzado a subir la colina saltando sobre la otra pierna, que le dolía por el esfuerzo. Y estaba sediento. Antes de dejar el arroyuelo detrás de sí, había bebido de él, aun cuando sabía que eso era una necedad: ahora se sentía mareado y, a veces, el mundo le daba vueltas. Tenía problemas de equilibrio. Pero sabía que tenía que subir la colina y regresar al sendero de arriba. Creyó haber oído varias veces pisadas en el sendero, durante las horas pasadas, y en cada ocasión había gritado pidiendo auxilio. Pero, por alguna causa, su voz no había llegado suficientemente lejos y no le habían rescatado. Y por eso, a medida que caía la tarde, se empezó a dar cuenta de que tendría que trepar la colina, con la pierna lesionada o no. Y eso era lo que estaba haciendo ahora. Esos malditos chicos. Hammond sacudió la cabeza, tratando de aclararla. Llevaba subiendo más de una hora y sólo había logrado recorrer un tercio de la distancia colina arriba. Y estaba cansado, jadeando como un perro viejo. La pierna le latía. Estaba mareado. Por supuesto, sabía perfectamente bien que no corría peligro, estaba casi a la vista de su cabana, por el amor de Dios, pero tenía que admitir que estaba cansado: sentado en la ladera de la colina descubrió que, realmente, ya no quería seguir moviéndose. «¿Y por qué no habría de estar cansado?», pensó: tenía setenta y seis años. Ésa no era edad para andar subiendo colinas. Aunque estaba en óptimo estado para un hombre de su edad. Personalmente, esperaba vivir hasta los cien. Tan sólo era cuestión de cuidarse, de atender a las cosas a medida que se iban presentando. Ciertamente, tenía abundantes razones para vivir. Otros parques que construir. Otras maravillas que crear... Oyó un grito; después, un gorjeo: grito de pájaro pequeño que andaba saltando por la maleza. Había estado oyendo animales pequeños toda la tarde. Vivían toda clase de animalitos por ahí: ratas, zarigüeyas, víboras. El grito creció en intensidad, y pedacitos de tierra rodaron por la ladera, más arriba de

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