Veintemilleguas

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La impracticabilidad de la muralla nos obligó a descender hacia la orilla. Por encima de nosotros, el agujero del cráter parecía la ancha abertura de un pozo. A través de ella veíamos el cielo y las nubes desmelenadas que por él corrían, al impulso del viento del Oeste, dejando en la cima de la montaña una estela de brumosos jirones. Ello probaba la escasa altura a que navegaban esas nubes, pues el volcán no se elevaba a más de ochocientos pies sobre el nivel del mar. No había transcurrido apenas media hora desde la última proeza cinegética del canadiense cuando ya nos hallábamos en la orilla interior. Allí, la flora estaba representada por extensas alfombras de esa pequeña planta marina umbelífera, el hinojo marino, también conocida con los nombres de perforapiedras y pasapiedras, con la que se puede hacer un buen confite. Conseil se hizo con unos cuantos manojos. En cuanto a la fauna, había millares de crustáceos de todas clases, bogavantes, bueyes de mar, palemones, misis, segadores, galateas, y un número prodigioso de conchas, porcelanas, rocas y lapas. Se abría en aquel lugar una magnífica gruta, en cuyo suelo de fina arena nos tendimos con placer mis compañeros y yo. El fuego había pulido sus paredes esmaltadas y jaspeadas por el brillo del polvo de mica. No pude por menos de sonreír al ver a Ned Land palpar las murallas como tratando de averiguar su espesor. La conversación se orientó entonces a sus eternos proyectos de evasión, y, sin comprometerme demasiado, creí poder darle la esperanza de que tal vez el capitán Nemo hubiera descendido hacia el Sur con el único propósito de renovar sus provisiones de sodio. Hecho esto, podía esperarse que volviera hacia las costas de Europa y de América, lo que permitiría al canadiense reemprender con más éxito su abortada tentativa de fuga. Hacía ya una hora que permanecíamos tendidos en el suelo de la hermosa gruta. La conversación, animada al principio, iba languideciendo, a medida que nos invadía una cierta somnolencia. Como no veía razón alguna para resistirme al sueño, me dejé ganar por él. Soñé entonces -no se eligen los sueños- que mi existencia se reducía a la vida vegetativa de un simple molusco. Me parecía que aquella gruta formaba la doble valva de mi concha. La voz de Conseil me despertó bruscamente. -¡Peligro! ¡Peligro! -gritaba el muchacho. -¿Qué pasa? -pregunté, incorporándome a medias. -Nos invade el agua. Me incorporé del todo. El mar se precipitaba como un torrente en nuestro refugio. Decididamente, como no éramos moluscos, había que ponerse a salvo. En unos instantes nos hallamos en seguridad sobre la cima misma de la gruta. -¿Qué es lo que pasa? -preguntó Conseil-. ¿Qué nuevo fenómeno es éste? -Es la marea, amigos míos -respondí-, no es más que la marea que ha estado a punto de sorprendernos como al héroe de Walter Scott. El océano se hincha fuera, y, por una ley natural de equilibrio, el nivel del lago sube. Y lo hemos pagado con un buen remojón. Vayamos a cambiarnos de ropa al Nautilus. Tardamos tres cuartos de hora en recorrer nuestro camino circular y en regresar a bordo, justo al tiempo en que los hombres de la tripulación acababan de embarcar las provisiones de sodio. El Nautilus estaba ya en disposición de reemprender la marcha. Sin embargo, el capitán Nemo no dio ninguna orden. ¿Acaso quería esperar la noche y salir secretamente por su pasaje submarino? Tal vez. Fuera como fuese, al día siguiente, el Nautilus, habiendo dejado su puerto, navegaba por alta mar a algunos metros por debajo de las olas del Atlántico. 11. El mar de los Sargazos El Nautilus no había modificado su rumbo. Así, pues, toda esperanza de regresar hacia los mares europeos debía ser momentáneamente abandonada. El capitán Nemo mantenía el rumbo Sur. ¿Adónde nos llevaba? No me atrevía yo a imaginarlo. Aquel día, el Nautilus atravesó una zona singular del océano Atlántico. Nadie ignora la existencia de esa gran corriente de agua cálida conocida con el nombre de Gulf Stream, que tras salir de los canales de Florida se dirige hacia el Spitzberg. Pero antes de penetrar en el golfo de México, hacia los 440 de latitud Norte, la corriente se divide en dos brazos, el principal de los cuales se encamina hacia las costas de Irlanda y de Noruega, en tanto que el segundo se orienta hacia el Sur a la altura de las Azores, para bañar las costas africanas y, desde allí, tras describir un óvalo alargado, volver hacia las Antillas. Este segundo brazo -es más bien un collar que un brazo- rodea con sus anillos de agua cálida esa zona fría del océano, tranquila, inmóvil, que se llama el mar de los Sargazos. Verdadero lago en pleno Atlántico, las aguas de la gran corriente no tardan menos de tres años en circunvalarlo. Este documento ha sido descargado de http://www.escolar.com


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