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Revista bimestral de relatos cortos ilustrados para el fomento de la lectura

; habla a o que r b un alm e , r o e d c a n d i u v s . a; ol ora” ierto e e esper azón que ll bro ab go qu r i o “Un li m c a n ndú. o, un ido, u bio hi cerrad ona; destru Pover rd que pe Ante ci leerá ertos lib ros, ?Ya un nt ¿qué leerá e cierta o se preg s per n? Y encu sona unta: ¿q al fi entr uién s un n, li an”. o bros l y per se pregu os sona nta: s se

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SUMARIO

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AUTOESTIMA Xurxo

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Carta a un desastre de exportador Kikas

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Allí estaban Ricardo Balaguer

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Victoria inesperada Sergio Cossa

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Amaranta Cesar Alberto Gonzalez Z Amaranta

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Cárpatos Luciano Doti

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CUATRO METROS Cesar Alberto Gonzalez Uarth

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EL PAÍS DE LOS ENANOS Manuel Arduino Pavón

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La niña de Patan Ferran Salgado Serrano

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UN CÚMULO DE CIRCUNSTANCIAS Mónica López Suárez

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LOS OJOS DE LA ESTATUA Carlos Sabarich

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LA CHICA DE LOS VAQUEROS PERFECTOS Lauren García

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LA HISTORIA DEL HOMBRE QUE... Igor Rodtem

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COMO HERMANOS Jesús Cano

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ESTA TIERRA Luis Ignacio Rodríguez

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EL HOMBRE SIRENA La Gárgola Impasible

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CUANDO EL LEÓN DE PIEDRA SALTÓ Carlos Aymí

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Entropía núm 7

PÁgina 16: AMARANTA

PÁgina 38: COMO HERMANOS

El secreto de mi padre: San Francisco de Macorís (2ª Parte) Onintza Otamendi Iza

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UNA IMAGEN DE MIL PALABRAS Laura López Alfranca

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LA LINEA 27 Juan Carlos Prieto González

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LA SEMANA Xavier Peralta

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LA VIEJA CAMPANA Lallá

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OPERADO DEL PITO José Luis Bueño Piña

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HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE Alberto García Romo

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¿TÚ ME HABRÍAS DISPARADO? (1ª PARTE) Javier Fernández Jiménez

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LA MUÑECA DE TRAPO Enma Gueagui

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LA GUARDIA (1ª PARTE) Michele Rodríguez

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MOBILIARIO NÚMERO CUATRO Rafa A. Romero

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El CIRUELO Josep Ros Farreras

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PERFIL Oscar Wilde

PÁgina 76: LA MUÑECA DE TRAPO

PÁgina 85: EL CIRUELO


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El secreto de mi padre: San Francisco de Macorís (2ª Parte)

Onintza Otamendi Iza

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ugusto me explicó entonces que nos encontrábamos en algún lugar de la República Dominicana, entre San Francisco de Macorís y Puerto Plata. En los sótanos de una sociedad literaria que organizaba reuniones y debates culturales. Que el tótem que presidía la estancia había sido el último hallazgo de papá. Lo encontró casi enterrado entre la frondosa vegetación de un bosque subtropical. Se quedó prendado de su buen estado de conservación, su particular color y sobretodo su tamaño. Medía más de un metro de alto. Se trataba de una pieza muy especial, símbolo de la herencia cultural africana, en probable mestizaje con reminiscencias maoríes, según algunas teorías antropológicas. Quizá incluso

única y por tanto, de gran valor para coleccionistas y especuladores. Al parecer, hacía ya tiempo que un grupo de traficantes de obras de arte andaban tras los pasos de mi padre. Habían detectado que gran parte de sus descubrimientos eran valiosos y sin embargo, él los donaba de forma altruista a instituciones públicas y culturales de diversa índole. No estaban dispuestos a consentir, que les arruinara el negocio ni un minuto más, por lo que, tan pronto supieron de su última expedición, pusieron tras sus pasos a los mercenarios más despiadados de la organización. No consiguieron arrebatarle el secreto y por suerte, nunca encontraron información sobre la familia ni sus colaboradores. Estaba descubriendo que mi padre tenía

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que intentó susurrarle, momentos antes de su muerte. Leí con avidez, hasta que llegué a la parte final, dirigida a mí: “Amada hija, si esta carta llega a tu poder, significará que mis peores presagios se han convertido en realidad y será demasiado tarde para poder explicarte mi vida, esta otra vida, sentados delante de una taza de café, como tantas veces había soñado. Espero que sepas perdonarme y quizá algún día, comprenderme. La codicia ganó el primer asalto de esta batalla, arrebatándome la vida, pero te aseguro que donar el tótem al Museo de San Francisco de Macorís, sería la mejor venganza de mi muerte. No obstante, por tus venas corre mi sangre y la de tu madre. Eso te hace obstinada, inteligente y con un gran sentido de la justicia, por lo que estoy convencido que harás todo lo posible para que la verdad salga a la luz. Soy consciente de que emprender ese camino sola no haría sino condenarte a mi mismo destino, así que he dispuesto una caja fuerte en el Banco Cantonal de Zúrich. Dentro, encontrarás todas las pruebas necesarias, para demostrar que mi muerte fue provocada, y que llevaban mucho tiempo siguiendo mi pista e intentando interceptar las entregas de obras de arte, antes

una segunda vida, alejada de la tranquilidad del hogar. Sentía una mezcla de desconcierto y dolor, pero al mismo tiempo agradecí lo especialmente cauteloso que había sido al ocultar su identidad y su vida privada. — Pero, ¿dónde encaja el colgante?, se preguntará usted. La verdad es que tardé un tiempo en descubrirlo. Como le digo, incluso para mí su padre era un libro codificado. Sólo la comprensión de las primeras páginas nos permite descifrar las siguientes, y más tarde las posteriores, para finalmente ser capaces de traducir el jeroglífico completo. Hace unos días, recibí una carta. Su padre había encargado que la enviaran pasados seis meses desde su fallecimiento. Asegurándose, de ese modo, que ni usted ni yo, al desconocer la verdad, diéramos ningún paso en falso durante ese tiempo. Eso ayudaría a calmar a sus asesinos y desviar su atención. — Lo cierto, querida, es que en esta carta – tendió el manuscrito con la inconfundible caligrafía de su padre hacia ella— explica cuanto le acabo de relatar y es más, revela lo

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de llegar a su destino en los museos, que es dónde deben estar. He adjuntado igualmente, una lista de personas de confianza con quienes deberás contactar, para hacer pública toda la información. Recuerda, que tan sólo la difusión inmediata e internacional de los nombres de los implicados, podrá salvarte la vida. No confíes en nadie, excepto en las personas de la lista o en mi fiel Augusto. Hija mía, no sufras por mi marcha. Parto con el corazón lleno y la maleta vacía, como siempre quise que fuera. Viví una vida intensa, repleta de inquietudes, de alegrías y de todo el amor que tu madre y tú me disteis. Me han quedado, como no, muchos sueños por cumplir, pero me llevo todas las experiencias que no compartí contigo, para salvaguardar tu integridad y que ahora te lego en forma de biografía. Recuérdame por lo bueno que hice y aligera en la balanza de tu corazón el platillo de lo negativo. Vive intensamente y guarda siempre un teso-

ro, que sea sólo tuyo. El misterio mantiene encendida la llama de la vida. Recuerda, sólo tú tienes la llave de tu felicidad. Tuyo siempre, PD: En el sobre adjunto, encontrarás los billetes a Zúrich, con fecha abierta, para Augusto y para ti. El colgante que te entregué, no es sino una pieza geométrica, que se ajusta a la cerradura de seguridad para abrir la caja fuerte del Banco. También encontrarás allí mi diario, las notas de mis investigaciones y todas las cartas que durante años os escribí, compartiendo mis aventuras, pero que nunca me atreví a franquear”. Con los ojos llenos de lágrimas miré a Augusto, quien me reconfortó con un tierno abrazo. — ¡Vamos, Augusto! Un avión nos espera. — No perdamos ni un segundo, tengo entendido que Zúrich es precioso en esta época del año.

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¿Tú me habrías disparado?

(1ª Parte)

Javier Fernández Jiménez

En un pasillo de aspecto rancio y pasado de moda, de ambiente apolillado y luz apagada, aguardaban en silencio varios hombres y mujeres. Era un lugar estrecho y carcomido que olía a viejo. Las paredes, repletas de desconchones y grietas, estaban empapeladas con pliegos de colores marchitos y figuras geométricas. Aquí y allí colgaban cuadros con imágenes de guerras lejanas o retratos de jefes militares; también podían apreciarse, a lo lejos, un par de apliques de pared, cuya luz mortecina iluminaba tenuemente el corredor. El suelo era de una madera que hacía tiempo que no veía una capa de barniz o siquiera un buen fregado. La escayola del techo estaba descascarillada y amarillenta, en algunos puntos podían adivinarse los restos de alguna gotera seca. A los dos lados del pasillo se estiraban dos delgados bancos de madera crujiente y vieja, sojuzgados por los pacientes ocupantes del pasaje.

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entado sobre uno de los bancos estaba Rufino, un antiguo soldado republicano sucio y desaliñado. Tenía el uniforme y la piel manchados de sangre reseca y hollín, de barro. Tras la capa de suciedad de su rostro podían apreciarse, si se dedicaba una mirada más exhaustiva, unos rasgos

juveniles y apuestos, aunque, en su estado actual pocos habrían podido adivinar que estaban ante un hombre joven y guapo. Los ojos del miliciano miraban hacia el frente sin ningún tipo de sentimiento o brillo, sin esperanza. Nada le importaba, ni siquiera aquella tediosa espera. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir

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cualquier cosa que no fuera ese insistente dolor de riñones instalado en su espalda, eso y la continua amargura de la espera. Llevaba tanto tiempo esperando que ya ni recordaba qué era lo que esperaba. La madera carcomida del suelo emitió crujientes gritos de protesta cuando alguien se acercó al pasillo en el que esperaban. Adivinaron la sombra antes de ver que un anciano encorvado se dirigía hacia allí. Rufino ni se molestó en levantar la mirada. Siempre era igual, el anciano caminaba hacia ellos a un paso que le hinchaba las narices por lo lento que era, se agachaba junto a alguien sentado en uno de los dos bancos, departía con él entre susurros quedos, hacía que su interlocutor se levantara y se alejaban del pasillo al mismo paso indolente de antes, como si fuese igual caminar solo o acompañado, como si no importara quién le acompañara. A Rufino le caía mal aquel viejo, no era que este les mirara desdeñoso o siquiera hablara con ellos, era su modo de andar, su parsimonia lo que te ponía de un humor de perros. El viejo, ajeno a los pensamientos del miliciano y sin levantar la mirada en ningún momento, como si supiera el camino de memoria, caminó entre el tumulto silencioso. Eso también le ponía de mala leche a Rufino, eran más de

cien personas en el pasillo y nadie decía nada, nadie hablaba, estaba hasta las narices de estar allí. —Me cago en la puta guerra de los cojones —musitó para sí mismo el soldado. Pero debió de hablar en voz alta, porque todo el mundo le miró con ojos reprobadores, incluido el anciano, que levantó la mirada por primera vez desde que él estaba allí y se acercó a grandes zancadas donde estaba. El viejo abrió la boca para hablar y Rufino pudo apreciar el aroma del interior de un cuerpo viejo y moribundo pegado a su rostro. Aquel anciano era tan vetusto y pasado de moda como el pasillo en el que estaba. — ¿Señor Rufino García Gracia? —preguntó el viejo en el tono quedo que tanto molestaba a su interlocutor. Para no hablar y decirle un par de frescas al abuelo que tanto lo incomodaba, Rufino se limitó a asentir. —Acompáñeme —ordenó el bedel. Rufino se alejó del pasillo y caminó detrás del viejo. Allí nadie volvió a mirarle, nadie le despidió, nadie dijo nada, como si no importase nada de lo que ocurría. Persi guió al bedel por angostos pasillos, cada vez más estrechos, oscuros, malolientes y sinuosos durante... no sabría decir a ciencia cierta cuánto tiempo había esta-

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do caminando; si minutos, horas o años. El caso es que, finalmente, llegaron al umbral de una puerta de roble desgastada. El viejo le indicó que entrara en la sala con un simple ademán de la cabeza, sin molestarse siquiera a emitir algún sonido. Rufino, a pesar del odio antinatural que tenía por aquel hombre, obedeció y entró. La puerta se cerró detrás de él, dejándolo solo en una habitación a oscuras. De repente se encendió una luz que parpadeaba y pudo ver dónde se hallaba. La sala era tan vieja o más que el pasillo en el que había estado esperando, estaba en penumbra y solo la iluminaba el resplandor recién encendido. Rufino miró hacia allí y vio un aparato misterioso, desconocido, cuadrado, situado en la pared del fondo. Se asustó, nunca había visto una cosa como esa, parecía una ventana por la que se veían toda clase de imágenes diferentes que cambiaban con el paso de los segundos. Pasado el susto inicial examinó la habitación para ver dónde estaba. Hileras de bancos, parecidos a los de la iglesia del pueblo, que había ayudado a quemar dos días antes de llegar allí, ocupaban casi toda la estancia. Frente a él, en el lugar en el que estaba el artilugio misterioso se erigía algo así como un altar. Rufino nunca había estado en una, pero supo que estaba en una sala de juzgado.

Le sobresaltó el sonido chirriante de una puerta al abrirse y un estrecho haz de luz le hizo descubrir que en la pared situada frente a él existía una entrada igual a la que había utilizado para entrar. Las luces del aparato misterioso le mostraron la silueta de una persona en el umbral opuesto. Allí había un hombre. Sin apenas aguardar a que la nueva puerta fuese cerrada y a que el nuevo inquilino se adaptara a la oscuridad, una voz impersonal y autoritaria les ordenó que tomaran asiento. Rufino y el desconocido caminaron hacia el centro de la sala; el miedo a lo ignoto, el terror propio y un extraño sentimiento de solidaridad hizo que ambos hombres decidieran unirse en su soledad. Al menos tendrían a alguien con quien compartir juicio. Porque acababan de llegar a su propio juicio. Eso ya lo habían adivinado. Antes de ver el rostro de su oponente Rufino supo que algo no cuadraba, solo tardó un instante en percatarse de qué era lo extraño. Aquel hombre, aquel desconocido que compartía su suerte era un enemigo, vestía el uniforme del ejército rebelde, era un soldado nacional. Su traje estaba impoluto y sus botas relucientes, salvo en las punteras, donde se aprecia-

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Relatos Cortos

ban manchas de polvo. Rufino miró sus propias botas, desgastadas y llenas de barro, así como su camisa y su pantalón destrozados y sintió un atisbo de vergüenza. Después recordó que sus ideas defendían la democracia y recuperó algo de confianza. No se dejaría amilanar por un enemigo y menos aún dejaría que él se diese cuenta de su desconfianza en sí mismo. Una luz se encendió entonces en el centro de la sala y los dos hombres pudieron ver con claridad quién era el que tenían enfrente. De las gargantas de aquellos dos soldados enemigos brotaron dos gemidos semejantes, los dos perdieron el resuello unos segundos y ambos notaron un poderoso nudo en el estómago, más potente que un buen puñetazo o un cañonazo mortal. — ¡Felipe! —habló Rufino con un temblor incontrolado en sus labios macilentos. — Rufino —saludó el aludido con un cabeceo, ni su porte marcial ni su orgullosa mirada pudieron engañar al soldado republicano, su oponente estaba tan acojonado por la situación como él mismo. Los dos a un tiempo necesitaron sentarse, centenares de emociones diversas se amontona-

ron en sus cabezas. Por un lado el odio extremo hacia el bando contrario, por otro los recuerdos de la infancia... a ninguno de ellos se le escapó la vergüenza y la congoja del otro. Los dos se sentaron, uno junto al otro y sus miradas se dirigieron hacia el extraño aparato que ahora mostraba imágenes de muerte y destrucción, de guerra. Permanecieron callados mucho tiempo, sumidos en sus propias reflexiones. — Felipe... —musitó Rufino después de una hora larga de incómodo silencio. Tenía que hablar o estallaría,— de habernos cruzado... ¿tú me habrías disparado? El otro rebulló inquieto, sin saber qué responder pues ni él mismo lo sabía. — ¡Coño, Rufino! ¡Pues claro! Estamos en guerra, ¿no? — Ya, pero como somos amigos... — En una guerra no hay amigos ni enemigos, solo hijos de puta que quieren matarte. Tú habrías hecho lo mismo, seguro. — Sí, creo que sí lo habría hecho. Solo cumplimos órdenes... ¿no? — Órdenes. ¡Claro! Es por culpa de esos cabrones de los mandos, ellos nunca salen por ahí a pegar tiros ni a llenarse de mierda y de barro. Callaron.

CONTINUA EN ENTROPÍA 8

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La guarida

(1ª Parte)

Michele Rodríguez

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rrumpió en mi vida en plena noche, sin previo aviso, aprovechando que estaba parado esperando el cambio del semáforo. Entró en el coche como una exhalación y, sin más, me soltó: —¡Arranca! Por lo que más quieras, ¡sácame de aquí! En el momento en que iba a abrir la boca para preguntar, mis ojos encontraron a los suyos, y su expresión de pánico me conmovió. Salí de allí, pisando el acelerador tan fuerte que chirriaron las ruedas. En el retrovisor, me pareció ver un grupo de tres o cuatro personas que llegaban corriendo y se quedaban en mitad de la calle, gesticulando. Sólo entonces, me acordé de decir: —Abróchate el cinturón. Obedeció sin rechistar, pero no abrió la boca. Decidí darle la oportunidad de hablar por sí misma sin cuestionarla, y mientras pasaban los segundos, aproveché para mirarla disimuladamente. Iba vestida de negro, sin ningún toque de color, aparte de su boca de un rojo llamativo, casi chillón. Mis ojos recorrieron rápidamente su pelo negro, cortado de una manera extraña y desigual, con algunos mechones rebeldes, el piercing de su ceja, el de su labio, el maquillaje

negro exagerado de sus ojos, contrastando con una piel lívida y unos curiosos mitones negros que dejaban ver sus dedos de uñas cortas. A pesar de su apariencia tenebrosa, me transmitió una sensación de desamparo y de inmensa soledad. Niña inocente escondida tras un disfraz de tinieblas, así era cuando la conocí. —Soy Thais —murmuró al cabo de un rato, sin mirarme. —Yo me llamo Hugo. ¿De qué huías, Thais? —Es una larga historia —susurró—, larga y fea. —No tengo prisa —respondí suavemente—, y a mi edad, no me asusto fácilmente. —Estoy metida en un lío —soltó bruscamente después de pensárselo durante unos segundos—, algo chungo. Tú no lo entenderías… no lo entiendo ni yo. —Prueba a explicármelo —contesté sin mirarla—, a tu edad, yo era un experto en líos. Por cierto, ¿a dónde quieres que te lleve? —A la calle Moragas, a casa— contestó a regañadientes—. No tengo ningún otro sitio donde ir. Iba a contestarle que a su edad, tendría probablemente dieciséis años, ir a casa no tenía que ser el último recurso, sobre todo a estas horas de la noche, pero opté por callarme. Algo me

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Relatos Cortos decía que de no hacerlo, se volvería hermética y perdería la oportunidad de conocerla. Mientras conducía hacia la dirección que me había indicado, un barrio elegante a la otra punta de la ciudad, Thais me empezó a contar una extraña historia, mucho más oscura de lo que hubiera imaginado nunca. —Antes, me llevaba bien con mis padres, bueno, más o menos, como todos los chicos de mi edad. Pero un día, me di cuenta de que su vida era una farsa. Me enteré que mi padre coleccionaba amiguitas de mi edad, y mi madre fingía no darse cuenta, por no perder su posición. La gran casa, la ropa de marca, el club de golf… si se separara, perdería todo esto y por supuesto, no está dispuesta, así que finge que todo va bien. Mi padre es abogado, y sabe que ella lo sabe todo, pero continúa haciendo lo que le da la gana porque le consta que la tiene cogida… ¿No es verdaderamente asqueroso? Desde que me he dado cuenta de todo, les he perdido el respeto, a los dos. Intento estar poco en casa, lo mínimo. Allí no hay familia, ni nada, solo mentiras y apariencias. —Comprendo —murmuré torpemente, sólo para decir algo. —Lo dudo, pero… gracias por intentarlo. Además, da igual, no necesito tu compasión. —Pero sí has necesitado mi ayuda. Significa algo: que estás sola, frente a algo que te supera. ¿Por qué no me lo cuentas? Thais no contestó, pareció dudar durante unos instantes, pero acabó diciendo. —Tienes razón. ¿Por qué no? Además, ya no sé qué hacer, quizás se te ocurra algo… “Cuando descubrí lo que pasaba entre mis padres, me quedé tan decepcionada, tan asqueada y furiosa a la vez, que me entraron ga-

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nas de romperlo todo, hacer tonterías, ¿cómo te lo explicaría? Desahogarme haciendo algo gordo. Cambié de estilo, y de amigos, dejé de estudiar y empecé a relacionarme con gente rara, en la calle y también en Internet. La vida me daba asco, la gente también, todo me parecía una mierda y estaba dispuesta a revolcarme en este fango, porque estaba harta de todo.” “Busqué páginas Dark, ya sabes oscuras y violentas, que hablan del mal, del diablo, de los vampiros, de todo lo paranormal, pero todo lo que encontraba me parecía muy inocente para mi estado de ánimo. Yo quería meterme en un sitio oscuro de verdad, tan oscuro como mi alma, mis deseos de venganza, mi corazón que se había vuelto despiadado.” La miré, incrédulo. ¿Qué clase de razonamiento había llevado una niña inocente y decepcionada hacia la senda tenebrosa? ¿Qué clase de mecanismo había hecho naufragar su razón en aquel pozo oscuro? Pareció leer las preguntas que afloraban en mi mente, y se detuvo para contemplarme, pero yo no articulé palabra. Al cabo de unos segundos, continuó. — Un día, di con lo que andaba buscando, por lo menos, eso me pareció en aquel instante. Llegué por casualidad a una página, cuyos contenidos eran realmente inquietantes. Me parecieron adecuados para la transformación que quería efectuar. Su nombre era prometedor: La guarida de la bestia. No lo pensé más y me apunté, disfrutando de antemano, como si con ello me iba a poder vengar de mis padres, de la vida y del mundo entero. “Rompí todas las reglas que regían mi vida hasta la fecha, subí fotos mías, videos, di datos personales sobre mí, me conecté con la webcam


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y dejé que todos los miembros de la página supieran quién era, y cuál era mi apariencia. Muchos mienten en estas páginas, pero a mí ni se me ocurrió. No disfracé mi edad ni mi sexo, no oculté mi identidad. Aquellas eran las normas para poder ser miembro y acceder al primer nivel del gran juego que se estaba organizando, algo que iba a ser “total” según decían todos.” —¿Un juego de rol? —Así lo llaman, me parece— contestó Thais, cabizbaja—, no sé cómo pude ser tan imbécil. —No seas tan dura contigo misma. Imbécil no, ingenua, tal vez. —Gracias, pero no, me reafirmo. Fui una imbécil, ofrecí mi vida en bandeja a unos completos desconocidos. Poco a poco, el juego empezó, y las pruebas también. El jefe, Mad, era el director del juego, el que decidía las pruebas, quién debía pasarlas y en qué orden. —¿Mad, de Maddox? —pregunté intrigado. —No, Mad de loco, me imagino, ya sabes, en inglés… además lo que siguió lo confirmó. Al principio, no me vi involucrada directamente en las primeras pruebas, pero tampoco eran muy peligrosas. —¿En qué consistían? —Iban aumentando de intensidad, primero se trataba de insultar a gente por la calle, luego de robar, después, pasar a pequeñas agresiones… —¿Te parece poco? —Sí, en comparación con lo que vino después. Mad nos empezó a pedir cosas más duras, maltratar a animales, mutilarles, degollar un pollo, beber su sangre, todo aquello tenía que ser filmado por otro compañero, para demostrar que era verdad. — ¡Qué asco!

—Tienes razón, es verdaderamente repugnante. Por suerte, no me tocó nada de esto, sólo hice de testigo, pero llegada a este punto, me empecé a asustar, me di cuenta que todo eso no me solucionaba nada, que mi vida seguía igual de decepcionante, y mis problemas allí estaban. Por mucho que me destruyera a mí misma, por mucho que me hundiera más y más en el fango, nada iba a cambiar. No sabía muy bien cómo acabar con todo aquello, pero cuando vino el momento de pasar las pruebas del tercer nivel, comprendí que no podía seguir así. —¿En qué consistían? —Mad decidió que siendo dos chicas para cinco chicos, teníamos que conocernos de un modo más personal, y que para crear una verdadera hermandad del mal, teníamos que estar unidos en cuerpo y mente. Según decía, nuestras mentes armonizaban, por eso habíamos ingresado en la misma página, pero aún faltaban nuestros cuerpos. Mad decidió que para la ceremonia del tercer nivel, íbamos a reunirnos todos, en un lugar que él escogería, y que íbamos a convertirnos en una hermandad de verdad. Las dos chicas debíamos ofrecer nuestros cuerpos a los cinco chicos. — ¡Madre mía! —suspiré atónito. —Como comprenderás, me negué rotundamente, pero me contestó que esta posibilidad

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Relatos Cortos

no cabía en el juego. No estaba allí para opinar, sino para obedecer, y no me estaba permitido abandonar el juego. —¿Y la otra chica? —No sé lo que decidió la otra chica, pero yo dije que ni hablar, que además me quería borrar de la página, que no era lo que imaginaba y que me había hartado. —¿Qué pasó entonces? —Mad se rio, y dijo que demasiado tarde, que estaba metida hasta las cejas, y que nadie se podía bajar del tren en marcha. Yo le contesté que adiós, muy buenas; que no me volverían a ver el pelo. Pero me amenazó, dijo que nadie dejaba a Mad, que la secta era sagrada y que nadie la podía abandonar. Que si yo me salía, me buscarían, me encontrarían, y que cumpliría con mi rol, a buenas o a malas. Desde entonces, me persiguen. —¡Qué fuerte! —Ni te lo imaginas, parece una pesadilla. Primero pensé que era un farol, pero los días pasaron y vi que iban en serio. Empecé a recibir llamadas, me acosaban por e-mail, y me amenazan con colgar fotos mías bastante comprometidas en Internet. Lo último que se les ocurrió fue intentar secuestrarme por la calle, en aquel momento llegaste tú.

—¿Por qué no hablas con tus padres? —¿De qué iba a servir? Están demasiado ocupados para enterarse. —Este es un mal asunto, Thais, no me gusta un pelo. Hay que hacer algo y rápido. Hoy has conseguido salvarte, pero quizás se repita la agresión y no tengas tanta suerte. —Para aquí —murmuró Thais, con un hilo de voz—, hemos llegado. Miré la lujosa casa delante de la cual había estacionado, se trataba de un palacete impresionante, rodeado de árboles frondosos, en un barrio exclusivo. Comprendí que todo lo que Thais había explicado era verdad. Me resultó escalofriante pensar que aquella familia lo tenía todo, pero no se preocupaba de su única hija, que un total desconocido la acababa de rescatar de un peligro muy serio. —Vamos a hacer una cosa Thais, yo te dejo una tarjeta, con mi nombre, mi teléfono, y mi e-mail, y si necesitas algo, me llamas. —Vale. —¿Me lo prometes? —Sí —contestó a regañadientes, mientras bajaba del coche—, y oye… muchas gracias. —Me alegro de haber pasado por allí —contesté emocionado—. Ahora ve a dormir, es tarde, voy a esperar un rato hasta que hayas entrado en casa. Cualquier cosa… me llamas, ¿vale? Se alejó, y mientras miraba cómo su frágil silueta desaparecía en la oscuridad, vulnerable y solitaria, me sentí triste, sin saber muy bien por qué. CONTINUA EN ENTROPÍA 8

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El gigante egoista Oscar Wilde

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. —¡Qué felices somos aquí! –se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conver-

sación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. —¿Qué hacen aquí? –rugió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. —Este jardín es mío. Es mi jardín propio –dijo el Gigante–; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí. Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES Era un Gigante egoísta... Los pobres niños se quedaron sin tener dón-

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Relatos Cortos de jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. —¡Qué dichosos éramos allí! –se decían unos a otros. Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la nieve y la escarcha. —La primavera se olvidó de este jardín –se dijeron–, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año. La nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la escarcha cubrió de plata los árboles. Y enseguida invitaron a su triste amigo el viento del norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el viento del norte.

Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas. —¡Qué lugar más agradable! –dijo–. Tenemos que decirle al granizo que venga a estar con nosotros también. Y vino el granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. —No entiendo por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí –decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco–, espero que pronto cambie el tiempo. Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. —Es un gigante demasiado egoísta –decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del norte y el granizo y la escarcha y la nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

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Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el granizo detuvo su danza, y el viento del norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. —¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera –dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con

ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente las ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse. —¡Sube a mí, niñito! –decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. —¡Cuán egoísta he sido! –exclamó–. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y des-

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Relatos Cortos

pués voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero, en cuanto lo vieron, los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín. —Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos –dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo

el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. —Pero, ¿dónde está el más pequeñito? –preguntó el Gigante–, ¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. —No lo sabemos –respondieron los niños–, se marchó solito. —Díganle que vuelva mañana –dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. —¡Cómo me gustaría volverlo a ver! –repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,

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ENTROPÍA

miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. —Tengo muchas flores hermosas –se decía–, pero los niños son las flores más hermosas de todas. Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró... Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño? Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. —¿Pero, quién se atrevió a herirte? –gritó el Gigante–. Dímelo, para tomar la espada y matarlo. —¡No! –respondió el niño–. Éstas son las heridas del Amor. —¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? –preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: —Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

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