ENLACARANO #1

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´ ANA PICADO ILUSTRACION:

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Editado por Alberto S. Lozano y A. Salse Batán

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os hablan de la herencia recibida. Que los de antes lo hicieron muy mal y por eso están las cosas como están. Y los de antes le echan la culpa a los de antes, y así sucesivamente. El caso es que para herencia recibida la nuestra, que después de lo que curraron nuestros padres, y los padres de nuestros padres, seremos la primera generación que, sin comerlo ni beberlo, tenga menos expectativas que la anterior. Nosotros somos lo que tendremos que pagar el pato que mataron los políticos, los corruptos, los especuladores, los bancos… Mientras suben los impuestos y bajan los sueldos, los causantes de esta crisis se retiran con honores y sueldos millonarios, y nuestra generación, perfectamente capacitada y cargada de títulos, cada vez tiene más problemas para encontrar su primer empleo (no digamos ya, un empleo digno y de su campo). Cansados estamos de la falta de oportunidades y de que nos mientan en nuestra cara, que nos cierren las puertas en nuestra cara y que se rían en nuestra cara. Y así nace este fanzine, no como arma de combate, ni folletín político, sino como un espacio en el que demostrar que tenemos algo que decir y algo que aportar, ya sea un poema, un relato, o un artículo con el que cagarnos en todo. Nos apasiona escribir (o dibujar o fotografiar) sobre los que nos gusta (o nos disgusta), ya sea sobre cualquier campo de la cultura, la política, o la vida en general. Y como cada día está más jodido que te paguen por escribir —peor todavía en el campo creativo—, para hacerlo gratis, nos editamos nosotros mismos para no rendir cuentas ante nadie. En definitiva, estamos hartos de que se corran —perdón, quise decir que nos mientan, nos cierren las puertas y se rían— en nuestra cara. Es hora de decir ENLACARANO. Señoras y señores, bienvenidos a este fanzine.

4. Cultura de Trivial 6. Un sorbo (Relato) 7. Comunica en Berlín (Relato) 9. Liturgia (Poema) 10. El viejo truco del timo (Artículo) 11. ¿Qué cojones pasa con Siria? (Monográfico) 18. Es rubia, el cabello suelto... (Crítica musical) 21. Náuseas (Poema) 22. The Toy Dolls (Reseña) 24. Lluvia (Relato) 26. Viñeta 27. Con qué mezclarnos (Poema) enlacaranofanzine@gmail.com

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Cultura de Trivial0 WALTER COX Y EL W.C. Alberto S. Lozano

berdt.blogspot.com

El hecho de que la mayoría de la gente crea que las siglas W.C. significan water closet, es una prueba de cómo la historia ha tratado a su principal precursor, ya que dichas siglas no son otra cosa que las iniciales de Walter Cox, su inventor.

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Antiguamente, como todos sabéis, no había los baños que existen hoy en día y la gente no tenía más remedio para aliviarse que hacer lo que se conoce como cagar de campo o, dicho más finamente, cagar de labrantío. Con el paso del tiempo en las zonas más habitadas, se habilitaron espacios concretos para hacer de vientre. Estos espacios consistían en una zanja cavada en la tierra dónde la gente, en la tradicional posición del caganer, esto es, con el pantalón por las rodillas, en cuclillas y con el culo al aire, aliviaban sus necesidades fisiológicas.

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Si a alguien le resulta difícil hacerse una idea de cómo serían aquellos

espacios pre-inodoros, no tiene más que entrar en los baños de ciertos bares por la noche, ya que el aspecto es francamente similar. Walter Cox era un carpintero inglés y, además, un alcohólico empedernido. Después de un duro día de trabajo, lo que más le gustaba a a nuestro querido amigo Walter era irse a la taberna a cogerse unas cogorzas de campeonato. Más de una vez, estando en la taberna practicando su deporte favorito, recibió la llamada de la selva. Así pues, presto corría hacia esas franjas de las que antes os hablé, ya que el vandalismo no se inventó hasta siglos más tarde y la gente en aquella época solía usar las zonas habilitadas para evacuar, absteniéndose de hacer sus necesidades en cualquier parte de la vía pública. Borracho como solía ir y, puesto como estaba en la posición natural de defecar, posición en la que es


difícil mantener el equilibrio en estados avanzados de embriaguez, más de una vez acabó en el fondo de la zanja, retozando entre los deshechos de sus convecinos. Si bien a menudo se dice que la belleza está en el interior del ser humano, cuando sale al exterior suele ser bastante asquerosa y no suele ser placentero rebozarse en ella. Aunque parezca bastante desagradable, y de hecho lo es, a Walter le solía importar bastante poco y regresaba a la taberna a seguir bebiendo, descubriendo además que la gente le hacía hueco rápidamente en la barra sin tener que esforzarse por abrirse paso. Pero a su mujer no le hacía tanta gracia el asunto. El hecho de que su marido llegase, no solo borracho, sino que también hediendo, y pretendiese meterse en el lecho junto a ella, era algo que podía soportar una vez, quizás dos, pero no más.

Si bien a menudo se dice que la belleza está en el interior del ser humano, cuando sale al exterior suele ser bastante asquerosa

Así que el señor Cox se veía obligado a hacer una y otra vez lo que hoy llamamos “irse a dormir al sofá”. Pero si el lector es un poco avispado, habrá deducido que, si no había baños, muchos menos iban a existir confortables sofás cama. Cansado de dormir en condiciones bastante incómodas como en el suelo

EN LA CA RA o en un montón de paja y dándose cuenta de que no podía ir toda su vida apestando, NO Walter se debatía entre dos opciones: dejar de beber, o dejar de cagar. A Walter cualquiera de las dos opciones le parecía una locura y, si hubiera podido, antes dejaría de defecar que de beber. En esa tesitura estaba cuando tuvo una genial idea: no necesitaba dejar de excretar y mucho menos, gracias a Dios, dejar de beber. Bastaba con dejar de caerse a la zanja de mierda (con perdón, pero no se me ocurre otra manera mejor de llamar a esa zanja). La pregunta que se le planteaba entonces era cómo dejar de caerse en el foso. Precisamente cagando fue como se le ocurrió el invento y, sin limpiarse ni nada, corrió a su casa a fabricarlo. Cogió una silla de madera y le realizó un corte circular en el asiento. Desde entonces, iba a la taberna con su silla-cagadero, (silladero, como él lo llamaba) y cada vez que sentía un apretón, corría a la zanja, silladero en mano, lo plantaba en medio de la mierda (con perdón una vez más) y se sentaba a realizar sus necesidades, evitando así acabar de deshechos hasta las cejas. Luego el invento fue evolucionando hasta llegar al inodoro actual, dejando, lamentablemente, a Walter Cox sumido en el olvido. 5


Un sorbo

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-¿Te acuerdas de la primera bofetada que me diste? -¿A qué viene eso ahora? -¿Te acuerdas o no? -No, no me acuerdo. -¿Lo ves? Ése es el problema. Siempre lo ha sido. No eras consciente. Nunca lo has sido. Y eso lo hace todavía peor. -No te entiendo. -Sí, sí me entiendes. Pero te gustaría que no fuese así. Ahora te gustaría anudar bien el tiempo y que todo el pasado muriese estrangulado. -El pasado es pasado. -Pero es lo único que me queda. -No digas eso, por favor. -Y tú no me pidas nada por favor. Suena raro de tu boca. -No sé si voy a poder hacer esto. -Debería parecerte fácil después de todo. -No tienes ni idea. -¿Ah, no?¿Y por qué me marché?¿Por qué preferí la calle a casa?¿Por qué llevo años fingiendo que estoy solo? -¿De verdad importa eso ahora? -No sé. Tienes razón, no importa. -No puedo dejar de pensar en el por qué de esto. -¿Qué más da? Me caí. A veces pasa. -Déjalo ya, joder.

-¿El qué? -Eso, esa actitud. -Creo que el tiempo de acatar tus órdenes terminó hace mucho. -Ha pasado tanto tiempo... -Ha pasado todo. -¿Estás seguro de que esto será suficiente? -Sí, seguro. Acércamelo a la boca y déjalo ahí hasta que te avise. -Está bien. -... -¿Así?¿Así acaba todo? -Sólo queda esperar. -Lo has bebido todo. -Sí, no quiero correr riesgos. -¿Vas a sufrir? -No más que contigo. -Siento mucho todo esto. -Tú nunca has estado aquí. Esto no ha pasado. -Ya lo hemos hablado. Pero nunca podré olvidar lo que acabo de hacer. -Te estaré eternamente agradecido por esto. Solo por esto. -... -Estoy cansado, creo que voy a quedarme dormido. -Descansa, hijo. -Adiós, papá. Por A. Salse Batán @alexsalse


Comunica en Berlín

Por Brais Suárez González

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l caso es que el otro día, día de viento y lluvia, vi un árbol flotando. Sus hojas no se movían y estaban completamente secas, pero las raíces, colgando, se agitaban como el vestido largo y delicado de una novia. No sé dónde lo vi ni creo que sea muy importante, pero allí estaba, allí apareció en la oscuridad tras el cristal de una ventana de tren en cuyo reflejo espiaba yo a una chica de pantalón verde para combatir un capítulo demasiado pedante de la Rayuela. Ella me veía directamente y yo me hacía el misterioso viendo hacia el infinito negro de la ventana del tren, solo interrumpido por su delicioso reflejo. Y detrás, al llegar a una estación en la que el tren no se detiene, el árbol flotante, con sus hojas rígidas y sus raíces alocadas, se contoneaba como una medusa, con ese toque gelatinoso de lo que está a punto de derretirse, como intentando apoderarse de todo el aire que las azotaba, y luego el tronco, medio traslúcido, casi sin vetas pero con manchas porque daba hacia el norte, y también las ramas y luego ya muchísimas hojas, nada raro para estar en verano, pero tan firmes, de verde tan intenso,

tanto más sólidas que las raíces, que el hecho de que flotase se volvía indiferente ante semejante impasividad de unos elementos generalmente frágiles y huidizos. Todo ocurrió mientras escuchaba uno de los discos que agitaron mi verano como un laberinto de incertidumbre, que diría Bunbury. Se llama Berlin Calling, y su autor es Paul Kalkbrenner. Su nombre me había quedado grabado como se queda grabado un trabalenguas una vez se consigue pronunciar, pero para dar con su obra hube de esperar a que como por arte de magia, igual que el árbol tras el reflejo de la de pantalón verde, apareciese. Surgió de entre la estroboscopia y las profundidades más lisérgicas de la música electrónica como una revelación divina. Me asaltó reivindicando la dignidad de un género completamente relegado a las entelequias de ácidos y pastilleros por los puritanos de las guitarras y las letras de cantautor (entre los que hasta ahora me incluiría). De la misma manera que no voy a explicar la rigidez de las hojas del árbol flotante, porque no puedo, no haré ningún análisis de este espejismo sonoro de una oscuridad

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incandescente y un vértigo trepidante que vaya más allá de las impresiones que transmite. No sé qué tipo de música es. Solo sé que el “sintetizador, secuenciador en conjunto con un controlador MIDI, sintetizadores de hardware y máquinas de beat” (citando wikipedia) que usa para parir esos sonidos diabólicos son a la música lo que los yogures griegos con chocolate al mundo del lácteo: una condensación de sensaciones intensas y transgresoras, una compactación y una redondez de matices que desborda imaginación y rompe los esquemas de una vida restringida a la división de lo azucarado vs lo desnatado. Pero es que además Berlin Calling aporta bastante más al oído y la mente que un yogur griego a las papilas gustativas y el estómago. Su trasfondo oscuro nos precipita con detalles reveladores sobre un mundo turbio, subterráneo. Parecen dirigirnos a través de alcantarillas secas durante el día y sobre los tejados húmedos durante la noche. Lento pero dinámico, agresivo pero extremadamente frágil es todo una misma sinfonía, pero llena de una variedad abrumadora de ritmos y matices cuidados has-

ta el extremo. Un mismo río, pero un río revuelto a base de trepidantes y subversivos fogonazos de un sonido único. Posiblemente un buen reflejo de su tormentosa gestación, todas esas alcantarillas y tejados fluyen rápido por los delirios esquizoides de un cerebro tan fundido y agujereado como un queso gruyere en verano, con sus partes condensadas de intenso sabor y sus vacíos incomprensibles. Idas y venidas entre un psiquiátrico, una discoteca, afters, camellos y calles demasiado anchas. La sensibilidad de este trompetista de conservatorio, huérfano, reconvertido en party animal desorientado y a la deriva en un abismo de polvos blancos se vuelca como una avalancha hirviente y saca de quicio a quien lo escucha por primera vez, agitando sus raíces y desquiciando la poca o mucha convicción que pueda tener en sus gustos musicales. Ahora que lo pienso, quizá aquel árbol flotante de raíces inestables no fuera más que mi reflejo superpuesto en el de la chica de pantalón verde, o un yogur griego en mal estado.


Liturgia En tu río de carne se multiplican mis manos como peces, y en la carne de tus labios se multiplica el pan, que es mi alimento.

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Sergio Fernández Sánchez

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EL VIEJO TRUCO DEL TIMO Sara Yánez Soto Tengo 21 años, soy estudiante de periodismo y el ambiente se torna tenso cuando me presento así ante desconocidos. Un pausado silencio acompaña las muecas de la gente, mezcla entre compasión y decepción.

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Dicen que en nuestra profesión (¿profesión?) mantener la mente activa y ser conscientes de lo que nos rodea es lo que nos hace gente respetable. Qué bien, ¿no? Hace un tiempo, muy de mañana, me desperté escuchando una cifra: 1.215€. Se ve que reacciono ante esa clase de estímulos. Era una voz masculina, parecía un chaval majo y conversaba con mi abuela. - ¿1.215 euros? - Si. - ¿Pero no me ibais a regalar algo? - El colchón ortopédico. Pero la manta para la artrosis y el aspirador inteligente suman un total de 1.215 €. El historietista español, Francisco Ibáñez, ha dedicado muchos de sus números de Mortadelo y Filemón al personaje del timador, al mundo del engaño. Por honor a una infancia rodeada de sus viñetas, maldito el momento en el que decidí quedarme en cama y no presentarme frente al gorrino gritando: ¿¿¿1.215 QUÉ??? Cuando salí, el muchacho ya se había ido - más contento que un cuco - con sus 24 billetes de 50 euros en el bolsillo, bien guardados. Atrás quedaba

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abuela, sentada en el sofá y sosteniendo una factura en sus manos temblorosas. Tenía la mirada de aquellos que votaron promesas que al final no se cumplen. Sabía perfectamente que se había dejado embaucar pero ahora era menester disimular el agobio de las decisiones mal tomadas. Era una presa débil y con bolsillos de fácil acceso. Llegados a este punto la historia ha de sonaros. En estos meses críticos han operado sin anestesia el único tejido sano que tiene España: su gente, la clase media. Los ricos cada vez son más ricos y los pobres, cada vez más pobres. No puede ser aplaudido que tengamos que afrontar los recortes tres o cuatro generaciones de españoles, mientras se regodean en sus asientos los causantes del despilfarro y la bancarrota. ¿Pero cómo se arregla tamaña solución del Gobierno? Nótese la ironía del asunto. Se demanda el cambio (I scream, you scream, we all scream) pero las manifestaciones pacíficas no funcionan; las protestas violentas, tampoco. Ahí lo tienen señores: nunca antes habíamos tenido los ojos tan abiertos, pero no por ello estamos menos jodidos.


¿QUÉ (COJONES) PASA CON SIRIA?

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Por Moisés Blanco

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Es rubia, el cabello suelto...

Por Sergio Fernández Sánchez

Artista: Laura Marling Título: Alas I cannot swim Fecha de publicación: 11/02/2008 Género: Folk/Pop Puntuación: 7’2

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n par de meses después de la publicación del debut discográfico de Laura Marling, un joven londinense llamado Johnny Flynn (del que nos encargaremos en próximas críticas) sacaba a la luz su también ópera prima, titulada con un curioso “A larum”. Los rumores sobre un posible romance entre los dos comenzaron pronto a revolotear por las tertulias musicales. Muchos basaban su suposición en el propio disco de Flynn, cuyo título no era sino, según los eruditos de la hermenéutica diletante, un anagrama de Laura y la inicial de su apellido, M. El joven músico se apresuró a desmentirlo, explicando que el nombre que le había dado a su primer trabajo respondía solamente a su pasión por Shakespeare, y no significaba otra cosa que “alarma” en inglés medio. Aunque tenga más peso la segunda explicación, tan sólo por su posibilidad de ser contrastada objetivamente, basta con escuchar una sola vez la cautivadora y magnética voz de Laura para que la primera ya no nos resulte descabellada, e incluso nos haga sentir que la idea de dedicarle un puñado de canciones a la cantautora británica no sólo es plausible, sino que debería ser tarea obligada para cualquier músico.

Su enigmática timidez como principal arma, interpretando siempre con la mirada perdida, entregada solamente a su música y a un mismo tiempo como si nada de lo que ocurriese fuera con ella. Las cuerdas de la guitarra pulsadas con la suavidad de sus uñas despintadas; su voz trémula como una serpiente y un torbellino de oro sobre su gabardina marrón ante el que es imposible no caer rendido. En “Alas, I cannot swim”, su primer álbum, Laura pone todo su talento sobre la mesa. Con tan sólo 18 añitos se muestra, por momentos, insultantemente madura y compleja. Sus dos posteriores trabajos no hacen más que confirmar esta tendencia, que evolucionará hacia una mayor aridez compositiva. Pero he preferido empezar por su primera entrega, no sólo por razones cronológicas, sino personales, pues este fue mi primer acercamiento a su obra. Aún lejos de las influencias literarias y mitológicas de sus composiciones posteriores (John Steinbeck en Salinas, Penélope y otros personajes de la cultura clásica en su segundo disco...) y un apartado lírico de mayor coherencia y peso, este primer largo destaca, sobre todo, por sus pegadizas melodías pop entremezcladas con la serie-

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dad folk que le otorga el haber crecido escuchando a John Martyn, Vashti Bunyan, Fairport Convention o Joni Mitchell. Todo ello aderezado por un extraño candor nihilista, en el que las canciones versan básicamente sobre la imposibilidad de establecer relaciones personales satisfactorias y el poder omnipotente y cruel del fracaso. Su abanico de sonidos es aún limitado, to-

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En “Alas, I cannot swim”, su primer álbum, Laura pone todo su talento sobre la mesa. davía sin las pinceladas blues o jazz de sus canciones más recientes, pero ya está marcado por la profundidad de una creatividad única. Se inicia con “Ghosts”, de poderoso carácter narrativo y con un puente delicioso y tremendamente adictivo. Es quizás el corte más optimista de todo el disco, pero en él pulula ya ese escepticismo y descreimiento impropios de su edad y que caracterizan al álbum en su totalidad. “Old stone” es otro ejemplo de personalidad y rabia, la voz de Marling brilla más que nunca con esos ramalazos soul, y sus versos finales (“you can chase me through the rain/ and scream my name, a childish game/ but I love to be young”) no engañan sobre su forma de pensar, encerrando toda la inestabilidad y confusión propia

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de la adolescencia. “Tap at my window” y “Failure” no hacen más que remarcar un inicio arrollador: la primera grabada de forma casera y bañada de conmovedora sencillez, la segunda acentuando el gusto de la autora por las historias sobre el fracaso, pero esta vez con un estribillo enérgico y esperanzador. Junto a la dinámica y tranquila “Cross your fingers” (que por momentos recuerda a Kate Nash, pero mucho menos indulgente y fingida) y el intenso interludio que la prosigue, aparece uno de los más b r i l l a n t e s cortes del disco: “My manic and I”. Con una letra enrevesada y poética, Marling teje un fascinante vals, prácticamente a solas con su guitarra y en el que vierte todas su esquizofrenia y talento. Por otro lado, el caudal más clásico aparece en “The captain and the hourglass”, con un arreglo sencillo de viento, el piano marcando los tiempos y un tímido “pedal steel”, la compositora británica construye el típico tema folk atemporal, con sus aires trovadorescos y su especial mística. En general estamos ante un trabajo más que notable. Es cierto que algunas canciones como “You’re no God” o “Shine” son inferiores y algo pueriles, pero no empañan en absoluto el conjunto. Altamente recomendable, sobre todo si te gustan artistas como Angus & Julia Stone, Belle & Sebastian, Emmy the Great, Josh Ritter o Beth Orton. Una mujer única que sin duda dará mucho de que hablar en los próximos años, una mujer que viene del sol, y al sol va/ que es el amor: y es el verso.


N á u s e a s

Lo de existir resulta inevitable, todo se despedaza en sensaciones. Crece la médula entre los axones que nunca tocarán lo imaginable. Existo porque pienso, después muero, respiro porque imagino, caduco. ¿Qué es? YO soy porque me maleduco como un coyote tras un gallinero.

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Absurda existencia, vana miseria. Yo soy tan sólo un ajado pronombre divagando a donde va el albedrío. El tiempo se confirma en la materia etérea, existir es ser el hombre condenado a estar libre en el vacío.

Por Rubén Luengo Miguel del Corral

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FOTO: CARLOS PEREIRO TEXTO: ALBERTO S. LOZANO

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The Toy Dolls nacieron como cuarteto en el Reino Unido a finales de 1979. Después de una serie de conciertos, su cantante abandonó la banda, siendo substituido por Hud, un chaval que nunca había cantado y que dejó el grupo después de la primera actuación. En vez de cancelar los conciertos inmediatos, Olga (Michael Algar), guitarrista de la banda, asumió el rol de cantante, además de mantenerse a las seis cuerdas, convirtiéndose así The Toy Dolls en un trío. A lo largo de sus más de tres décadas de trayectoria (incluyendo un descanso que los mantuvo alejados de la carretera por cinco años), fueron más de una veintena los miembros que pasaron por el grupo, hasta llegar a la formación actual con Tommy Goober al bajo desde 2004 y The Amazing Duncan a la batería desde 2006. Su último disco hasta la fecha es “The Album After Last One”, publicado este mismo año y que presentaron en nuestro país en una gira con ocho citas, incluyendo Santiago de Compostela (donde también tocaron el año pasado en el Rockin´ Way). 33 años después de su nacimiento, The Toy Dolls siguen manteniendo su espíritu canalla y la energía en el escenario, así como su look característico, convirtiendo cada concierto en un espectáculo. ¡Esperamos que así sea por muchos años más!


Por Alba Barral Ferreiro

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alió a pasear sin prisa por la ciudad, sorteando los charcos cuando se daba cuenta de su presencia o hundiendo las botas negras en el agua gris cuando no los advertía o, simplemente, cuando le apetecía. Siempre que había caminado por la ciudad con lluvia había practicado esa insana manía de pisar todo lo húmedo y salpicando lo más posible, pero desde aquellos primeros reproches al respecto había dejado de hacerlo. Curiosamente, en aquella época dejó de gustarle la lluvia y pasear bajo ella. Ahora, cámara en mano, vaga de un lado a otro, sin rumbo fijo; y sin prisa. Esperando el momento perfecto en el lugar perfecto que dé lugar a LA foto, única e irrepetible. Valiosa por sí misma. Observa la ciudad gris tras el velo del agua, y distingue los colores que le dan a cada rincón su esencia. Los semáforos alumbrando las gotas de lluvia, regueros de agua deslizándose sobre los coches, hojas sobrevolando el cielo empapadas, charcos agitados por el trasiego de coches y máquinas. Y de repente, en una parada de autobús, una melena rojiza y una sudadera gris se guarecen bajo la marquesina. A sus pies, una maleta azul que hace juego con sus ojos, como puede apreciar en cuanto cruza la carretera y se sitúa a su lado, ligeramente ladeada para observarla con detalle pero con discreción. Ni muy alta, ni muy baja. Ni gorda, ni flaca.

No es un ejemplo de belleza, ni sus ropas son algo fuera de lo corriente ni nada llamativo. Pero hay algo en su presencia que hechiza: su cabello rojo por momentos, castaño otros, ahora casi negro debido a la lluvia que lo empapa en parte; sus ojos profundos, puede que azules como el mar, puede que grises como los charcos que mojan sus zapatillas de deporte. Una sudadera gris y un pantalón vaquero sobresalen ligeramente debajo de un abrigo marrón. Y nada más. Algo le ha llamado la atención, puesto que no es capaz de dejar de mirarla. Aunque se obliga, porque la cortesía así lo requiere, a apartar su mirada en cuanto sus ojos se cruzan, un imán la atrae. La encadena a ella. Un pequeño rincón de su mente, el poco sentido común que le queda, le grita desde algún lugar fuera de esa neblina de agua y fuego rojizo que es una locura, que si sigue mirándola un segundo más va a perder la poca razón que le queda, y que probablemente eso provocará que se le acerque, le hable y termine la historia encima de un charco o con las palabras en la boca, balbuceando sin sentido. Pero esa voz se acalla en el momento en que ella sonríe. Unas señoras están detrás de ella, caminando, y hacen un comentario que arranca una leve sonrisa en su pálido rostro. No es más que un ligero movimiento, una pequeña curva en sus labios, pero que


v i a provoca que sus marcados rasgos se suavicen por un segundo. Ya está, no hace falta más para que nuestra amiga se acerque sorteando charcos y barra de un plumazo la poca distancia que hay entre ambas. Y cámara en mano, sin mejor excusa que la ausencia de una, reclama su atención con una sonrisa. —Perdona, ¿te puedo hacer una foto?— la pobre muchacha, ante tan repentino abordaje, se encogió dentro de su abrigo y con desconfianza, recorrió a su interlocutora, que seguía bajo la lluvia con la sonrisa resbalando por su cara igual que las gotas de agua que seguían cayendo del cielo. Quizá fue que alguien por ahí arriba estaba de buen humor, o que la muchacha apreció que no había nada de amenazador en alguien que se para delante de otro alguien, bajo una lluvia torrencial, para pedirle una simple foto. Ante la espera tímida de aquella sonrisa, la muchacha respondió: — ¿Yo? ¿Para qué?— Sabiendo que no tenía más baza para ganar que decir la verdad, optó por encogerse de hombros y confesar: —Porque te he visto y me has parecido la cosa más bonita que he visto nunca bajo una tormenta. Y como es muy posible que no tenga la suerte de volverte a ver jamás, quiero por lo menos tener una prueba de que, una vez, vi a un ángel de pelo rojo esperando el autobús. Por aquello de que luego lo cuento y no me creen—.

Sabía que había sonado muy cursi, y probablemente ella también se había dado cuenta. Sin embargo, debió de percibir también la sinceridad de sus palabras, puesto que a pesar de su ceja izquierda alzada en bandera de un sano escepticismo, su sonrisa se había ampliado hasta mostrar una bonita fila de dientes, enmarcados por sus finos labios. Tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de escuchar, mientras nuestra fotógrafa esperaba con paciencia y su sonrisa bajo la lluvia, ahora con un deje levemente suplicante. Finalmente, la chica suspiró ligeramente, y accedió. Tras un par de disparos, aún sujetando la cámara en posición; pareció dudar antes de bajarla del todo y sonreírle de nuevo, esta vez, agradecida. Ella noto su titubeo, y por eso le preguntó. –No es nada importante, solo... ¿Un último favor? Tu nombre. –Supongo que ponerle nombre a las fotos no es ningún pecado. –Quiero saber a quién pertenece este trozo de alma que me llevo. Un alma muy guapa, por cierto—. Sin que ella se percatase, el autobús que su ángel esperaba ya había llegado, y permanecía detrás de ella. Con un leve sonrojo, pero una más acentuada sonrisa, la muchacha respondió mientras subía al autobús. Una última sonrisa acompañó el cierre de las puertas, entre las que se coló una última palabra: —Eréndira.

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isé o M


CON QUÉ MEZCLARNOS A. Barbón Tú no lo entiendes porque no has bebido suficiente, pero la noche es cálida y no hay nada más que hacer que escuchar a Joe Cocker y quejarnos de los que llegan porque son mejores... EN Y aunque no lo fuesen LA nosotros no lo merecemos CA porque las noches dan paso a semanas RA NO y las semanas a meses y nosotros seguimos aquí buscando el amparo de un fanzine para justificar nuestra ausencia mientras nos ponemos más hielo y decidimos con qué mezclarlo, con qué mezclarnos.

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