Neil Gaiman
Coraline
13 Los padres de Coraline no dieron muestras de recordar nada sobre el tiempo que habían pasado en la bola de cristal. Al menos nunca dijeron nada sobre el asunto, y la niña jamás lo mencionó. A veces se preguntaba si habrían notado que habían perdido dos días de existencia en el mundo real, hasta que llegó a la conclusión de que no eran conscientes de ello. Además, hay personas que llevan la cuenta de lo que ocurre todos los días y a todas horas, y personas que no, y los padres de Coraline pertenecían al segundo grupo, sin la menor duda. Coraline había puesto las canicas debajo de la almohada antes de dormir en su verdadera habitación por primera vez tras su regreso a casa. Después de ver la mano de la otra madre, volvió a la cama, aunque ya faltaba poco para levantarse, y apoyó la cabeza en la almohada. Al hacerlo, sintió como si algo se aplastase. Se incorporó y levantó la almohada. Los fragmentos de las canicas de cristal parecían las cascaras de huevo que hay en primavera debajo de los árboles: huevos rotos y vacíos de petirrojo, o mejor, huevos de reyezuelo, que son más frágiles. Lo que había dentro de las bolitas se había marchado. Coraline se acordó de los tres niños que le decían adiós con la mano bajo la luz de la luna, antes de cruzar el arroyo plateado. Recogió los pedacitos con mucho cuidado y los guardó en una cajita azul. Cuando era pequeña, su abuela le había regalado una pulsera que iba en aquella cajita. La pulsera se había perdido tiempo atrás, pero había quedado la caja. La señorita Spink y la señorita Forcible habían regresado de visitar a la sobrina de la señorita Spink, y Coraline bajó a su casa a tomar el té. Era lunes. El miércoles la niña volvería al colegio para comenzar un nuevo curso. La señorita Forcible se empeñó en leerle a Coraline las hojas de té. —Bueno, parece que todo va a pedir de boca, cielo —dijo la señorita Forcible. —¿Cómo? —se asombró Coraline. —Que todo marcha sobre ruedas —le aclaró la señorita Forcible—. Bueno, casi
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