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El que tiene clase… ¡Tiene Clase!
Ya lo creo… ¡Qué sí!
El viejo Pierre era un gentleman valón de Valonia de mirada azul y pajarita ocasional. Primero fue cliente, y ya casi cebolleta, nuestro agente en Bélgica. Calzaba un 70 cuando lo conocí, y estaba a mis órdenes, pero mandaba él. Se desesperó con un hijo artista y bohemio al que nunca se sintió unido y, de alguna manera, yo ocupé ese lugar.
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Una noche, mi primera en Bruselas, me hizo cerrar los ojos y visualizar cientos de nazis taconeando sobre los adoquines de la Grand-Place. No olvidaré aquel momento.
En mis sucesivas visitas, corrigió mil veces mi francés, devoramos cientos de mejillones a la marinera en Chez Leon, me hice un máster en birras, compartimos langosta, y también fogón y litera, e improvisó un rancho, de cuando estaba en el frente, cerca de esos mismos nazis, a base de patata y arenque seco, y cerveza, mucha cerveza para pasarlo.
Y así, cuando me contaba esas batallas regresaba a la trinchera y a aquellos tiempos de miseria, guerra y polvo. Con los años creó un negocio y se hizo sibarita, pero nunca olvidó el arenque con patatas calentado en una lata.
Su última noche regresó del charlestón con su mujer y fue a buscar una de champán, para estirar la fiesta. Al viejo no le gustaban las botellas medio llenas, así que las vaciaba. Y allí quedó, colgado de la puerta del frigorífico y tocando la del cielo.
Le lloraron desde Flandes hasta el Congo, pasando por Bilbao, y fui a presentar mis respetos a la viuda, que era una viejecilla que recordaba a la de Titanic, y me dijo lo mucho que su Pierre me quiso como a un hijo.
Y yo a él como a un padre.
Hay personas que disfrutan de la vida y que nos contagian.
Y algunos, sólo unos pocos, tienen clase hasta para morirse y dejar una huella imborrable.
