VIVAN LOS COMPAÑEROS

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Al ebrio se le extravió otra sonrisa e hizo una de las muecas que las reemplazaban. —¡Así, así me gusta! —exclamó como quien llega de un triunfo—. Así, que la gente esté contenta. Le puso la llama al alcance, y el otro encendió. Regresaba la mesera. —¿Quiubo del disquito? ¿Me lo va a poner, pues? —Sí; ya va, pero espere. ¿No ve que hay tanta gente? —Está bien —se expresó el hombre—. ¡No es para tanto, linda! Traiga otra cerveza para el señor. —No, no señor, no se preocupe —rechazó el otro. —¡Ah! ¡Qué caray! ¡Se la toma, porque se la toma! ¡Tráigala no más! —Es que yo no tomo; no quiero tomar —protestó el invitado. Pero ya la copera se alejaba, seguida de las exclamaciones entusiastas del borracho. —¡Qué hembra! ¡Qué hembra! ¡Por Dios! —repetía. —Sí; es bonita —dijo el otro, por apoyar. Y fumaba en silencio, viendo al borracho, viendo a los parroquianos, y, sobre todo, viéndose él mismo. Viéndose subir la calle 10, en cualquier noche de tantas. Una calle con frío, inhumana, bestial, con olor a aguardiente y prostitutas; y los cafés con sus coperas, siempre arrojándolo cuando se quedaba dormido; y el policía, el soldado, con sus culatas, empujándolo, lanzándolo fuera de la vida. Fuera de la vida, que es la calle, con su angustia, con su vértigo, con su contento duro, pero quizá más blando que las almas de quienes pasaban a su lado con las caras serias y graves; con sus ojos abiertos para las cosas y cerrados para el dolor y la amargura ajena. Aun este hombre que, borracho, se acercó a brindarle una cerveza y un cigarrillo, no le daría un pan, si se lo pidiera. V i v a n l o s c o m p a ñe r o s

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