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Perro viejo
Murió un viernes. Pasó sus últimos días observándonos y deleitándose con la rutina familiar; viéndonos con esos ojos de perro viejo, algo nublados por la edad, tristes y a la vez tiernos. Pero ya no movía su larga y pesada cola amarilla. Solo nos observaba, como quien sabe que ha llegado la hora de decir adiós pero no se atreve a hacerlo. Para ser francos, aquel perro viejo se merecía un descanso. Vivió casi quince años. Nos acompañó en nuestros mejores momentos y, por supuesto, en nuestros peores días; aquellos en los que hubo muerte, enfermedad y pena, siempre sumida en un silencio sepulcral, con una actitud que hasta podría confundirse con la prudencia humana. A veces parecía que escuchaba y asentía. Cuando murió mi hermano, justo hace tres años exactos, pasó varias noches durmiendo a un costado de su antigua cama.

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Cual perro viejo, pasó sus últimos días más sorda que un pez, débil, con dificultad para caminar pero con el apetito intacto. Comió hasta el último momento. Murió en su ley: comía, luego existía. Aquella máxime la acompañó todos los días de su vida perruna. Pasó más de una década devorándolo todo: desde los aguacates que nunca pudimos disfrutar de aquel palo de aguacate que sembramos hace años en el jardín, hasta el pastel de cumpleaños de mi hermana y un cartón de treinta huevos que se cruzó por su camino.
Como buen perro, daba sin esperar nada cambio, claro, pero tampoco perdonaba tan fácil la ausencia. Al regresar de una relativamente corta estadía fuera del país, pasó más de una semana sin moverme la cola. Luego, años después, volví a irme y esta vez sí que pasé una larga estadía fuera. Cuando volví, se sentó sobre su cola y me miró con ojos juiciosos, como quien dice “la tercera es la vencida”. Ya no volví a irme por tanto tiempo y me quedé a su lado hasta que murió aquel viernes en mis brazos. Espero haber enmendado mi ausencia, porque estando ahí, en su lecho de muerte, comprendí por qué vivió tanto: odiaba las despedidas y no se atrevía a hacernos falta. Hasta que la naturaleza puso los límites y forzó el adiós.
Quizás los humanos sí que aprendemos algo de los perros. Aprendemos a vivir una vida sencilla, basada en el disfrute de las cosas ordinarias y en la entrega apasionada, sin límites. Los perros, como ya saben todo eso, viven menos tiempo. Este perro viejo nació aquí, en casa, y la enterramos aquí, en el jardín. Sobre su lugar de reposo sembraremos un palo de aguacate, cuyos frutos ya no serán devorados por aquella ladrona oportuna. Que olfatees y corras otros campos. Adiós, perro viejo.