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LUIS VELARDE

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La puerta del bar se abrió empujada con violencia por un hombre diminuto que avanzó hasta el final del establecimiento sin encontrar un sitio disponible. A falta de un mesero que le ofreciera un trago caliente se topó con una sonrisa enorme y una voz enrarecida por un acento extraño que lo invitó a compartir la mesa. —Siéntese conmigo, no sin advertirle que voy a contarle alguna que otra historia. No es frecuente encontrar buenos interlocutores. Personas que atienden charlas de extraños sin desconfianza. Le ofrezco un whisky. ¿Usted invita la próxima ronda? El aludido asintió con un minúsculo parpadeo. Espero que mi conversación le resulte agradable. Si usted nota que me sobrepaso pídame callar. Interrumpa sin miedo. No sería la primera vez. Ya me lo han dicho en todo Chicago. Antes, permítame presentarme. Soy Kenny Chambers. Salud.

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—Mucho gusto. Yo soy Mark Darby. ¿Usted es extranjero? Me pareció notar cierto acento en su voz.

—Debo decirle que nunca he logrado amoldar la dentadura postiza que un médico chambón colocó en mis encías. El desajuste me provoca una pronunciación singular, alguna hinchazón y uno que otro mal entendido — respondió Chambers. —Hay muchas personas que aparentan ser lo que no son, pero no estoy aquí para juzgarlo, platique algo de lo prometido por favor. —Sí, claro señor Darby. Mis recuerdos son caprichosos. Aparecen cuando se les pega la gana y en ocasiones me hacen quedar mal. A veces repito la misma historia durante quince o veinte días consecutivos y de pronto soy incapaz de recordarla. Para entonces ya hablo de un tema distinto en otro bar. Darby abrió los ojos sin responder mientras Chambers continuaba sin darse un respiro. —No vaya a pensar que estoy loco o que el alcoholismo me confunde. Soy un bebedor social. Un anciano jubilado que solo busca compañía, aunque a

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veces olvide los nombres y confunda las fechas. Lo que sí recuerdo con bastante claridad es que conducía de regreso a casa cuando vi a un muchachito en una parada de autobús. Era una noche próxima a la navidad o al fin de año. El frío iba en aumento. No se trataba solo de los copos que caían sin detenerse, lo peor era el viento. Si usted ha soportado una ventisca en Chicago, sabrá a lo que me refiero. No importa cuántos grados marque el termómetro, la temperatura real siempre será mucho más baja por el factor de congelación introducido por ese aire interminable. Es una fiera helada que embiste desde el Polo Norte sin encontrar un poco de sol que la reduzca. El viento se adentra en los huesos hasta ahuyentar todo deseo de salir a la calle, por más que se trate de las celebraciones más atractivas. Ahora puedo decirle que usted también bebe rápido. Brindo por ello y antes de seguir, por favor dígame de dónde es. —Nueva York —respondió Darby en un murmullo. —¡De Nueva York! Válgame dios. Entonces bien sabe de lo que hablo. La gente solo desea permanecer oculta en escondrijos y dormir hasta que las marmotas señalen el inicio de la primavera. No quiero decir con esto que en Nueva York haga menos frío, lo único que afirmo es que en Chicago experimento más molestias. No importa que ambas ciudades se encuentren casi a la misma altura en un globo terráqueo y que el invierno disponga de humedad por todas partes. Yo hablo de fríos distintos por más que compartan similitudes. Quizá el frío es más intenso en quienes sufren alguna clase de tristeza. ¿No lo cree así? —He visitado ambas ciudades y no encuentro mayores diferencias si bien coincido en que los días nublados favorecen la melancolía —acotó Darby— Su charla es interesante, aunque dispersa. Voy a cumplir lo prometido para ver si deja de extraviar personajes. Camarero, traiga una botella. Yo invito. —Creo que lo juzgué mal, señor Darby. Lo supuse de menor estatura. Ahora su esplendidez lo agiganta sin duda. —No agradezca ni me elogie por favor. Gracias. —Disculpe si me salto algún detalle. Desde mi entender un corazón triste no es capaz de ofrecer digna resistencia al frío ártico; y este se aprovecha de las

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ventajas concedidas en cualquier ciudad congelada. Un ramalazo de escarcha por aquí y unos carámbanos por allá hasta que uno se vuelve monigote de nieve. Un fantoche discreto con nariz de zanahoria, bombín apachurrado y ojos fingidos con dos pedazos de carbón. Un espantapájaros misántropo en medio de un jardín cubierto por tres mantos de hielo. El panorama empeora si se añade una fecha que debiera ser festiva. Figúrese usted lo que sentía aquel niño en las proximidades del lago Michigan. —Es muy triste su historia, pero continué por favor, no niego que es interesante señor Chambers. Salud.

—Salud. Bajé la ventana para preguntarle si necesitaba ayuda. Lo vi correr hacia una estructura metálica abandonada un millón de años atrás. No sé si eran

las ruinas de un edificio de departamentos. Un fantasma que durante muchos años había adquirido vida gracias a los ocupantes. —Así ocurre en las grandes urbes. Las construcciones mueren sin que sus habitantes lo noten. Salud. ¿Qué había ahí? —No tengo la palabra exacta señor Darby. ¿Ruinas? ¿La carcasa inservible de una nave espacial abandonada por extraterrestres confundidos entre la neblina espesa de la noche que intento recrear con su ayuda? ¿El esqueleto de un dinosaurio surgido de las profundidades de la Tierra? No es sencillo poner en marcha la imaginación. Aquella noche grité en vano que volviera. Tal vez era un inmigrante ilegal y por eso huyó entre la nieve. Regresé a mi auto para llamar a la policía. Un tipo somnoliento tomó el reporte. Me fui veinte minutos después. Mi cuerpo temblaba y la ayuda no se miraba por ninguna parte. Ya en casa, mi esposa me llamó fantasma invernal y no hizo mucho caso de mi historia. Me refugié en la sala. Aquella noche no dormí bien. Me soñaba en un lugar extraño, donde nadie era capaz de entenderme, mucho menos mi mujer. —Confieso señor Chambers que a veces busco acompañamiento y otros días prefiero mantenerme a resguardo de la gente. Salud otra vez. —Lo mismo me ocurre, pero esa noche soñé ser un viajero espacial que llegaba a un planeta donde era incapaz de comunicarme. Imagínese que usted y

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yo. Sí, nosotros, fuéramos pilotos de una nave descendida en un mundo congelado. Un sitio donde nada indicara nuestra procedencia distante. Solo podríamos expresarnos en un idioma desconocido. Un lenguaje sin gestos válidos y sin traductores de bolsillo o artefactos telepáticos. No destacaríamos por nada que no fuera nuestra condición de migrantes. ¿Me sigue señor Darby? —Sí, por supuesto. Experimento esa sensación con frecuencia. —En la historia que propongo procedemos de un mundo donde el sol es constante y navegamos hasta un sitio de nieve cotidiana. Una ciudad que pudiera ser Nueva York o Chicago en el invierno más húmedo y más frío del siglo XXI. Elijo estos ejemplos, porque usted me ha dicho que conoce ambas metrópolis. Daba lo mismo elegir Cleveland o Moscú. No se asuste, aún podemos desplazarnos, aunque nos cueste tanto trabajo que sentimos desesperar. En las esquinas de las calles desiertas no encontramos nada que nos oriente. Los negocios cerrados son repetitivos. Una tienda de autoservicio y una gasolinera y un jardín y un puesto de revistas; o un banco, un taller mecánico hasta volver al establecimiento inicial. Una escenografía repetida desde aquí hasta el Océano Pacífico y desde Texas hasta la frontera con Canadá. Así son muchos de nuestros cruces de calles y avenidas. Los considero laberintos prefabricados para confundirnos. Además, la nevada se metería en los ojos con la misma terquedad con que me cegaba aquella noche en que miré al muchachito desaparecer en la ventisca. ¿Qué ocurriría si nos separásemos? De seguro íbamos a vagar sin descubrir pistas que nos llevaran de regreso a nuestra nave abandonada en algún paisaje irreconocible. ¿Me sigue? —Por supuesto. Además de oírlo con atención bebo tan rápido como usted, señor Chambers. —Así deben acompañarse las buenas charlas, señor Darby. De sobrevivir al invierno, aún seríamos extranjeros en el largo proceso empleado en aprender el lenguaje y encubrir una vida increíble como las civilizaciones ubicadas más allá del Sistema Solar. Creo que preferiríamos pasar inadvertidos. Esperaríamos con paciencia una invitación para beber uno que otro vaso de whisky. ¿No es así?

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—Claro, aunque hay momentos en que me pierdo entre tantos detalles. Me gustaría que apresurara el final antes de emborracharme del todo. Aún debo regresar a casa señor Chambers. —Con mucho gusto. ¿Le resulta extraño mi acento? Aclaro que no uso dientes postizos. Es solo mi manera de llamar la atención. Así resulta más simple plantear historias de niños surgidos de los quicios de las puertas para conceder posibilidades mágicas a las armazones recubiertas de óxido. Edificios abandonados. ¿Naves espaciales? Interlocutores sorprendidos por los personajes sin rostro que se congelan en las paradas del autobús extraviado en las cercanías del Lago Michigan o en las avenidas celestiales de Alfa Centauro. Una galaxia menos distante que el sitio fantasmagórico comprendido entre la Nochebuena de Chicago y el Nueva York que se empeña en recibir al año que se inicia durante la noche interminable en que usted me ha permitido contarle esta historia. ¿Y me lo dice a mí señor Chambers? —respondió con tono melancólico el hombre diminuto, al tiempo que comenzaba a desdibujarse como si nunca hubiera entrado al bar. El viento empujó la puerta del establecimiento hasta dejarla abierta de par en par y la noche fue invadida por las voces de los clientes que no lo vieron marcharse. El señor Chambers bebió hasta concluir otra botella de whisky.

JOSÉ LUIS VELARDE México

Página WEB: Literatura Virtual

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