EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL NRO 40 JUNIO 2019

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 4

NRO 40 — junio 2019 ISSN 2591—3123 Edición y Diseño de tapa:

Renate Mörder Imágenes:

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ÍNDICE CADA MARTES SOLEDAD MARÍA DATo 7 LA VIRGEN SOBRE LA RAMBLA DE LA AV. 60 JORGE LUIS ALONSo 10 OTRO DÍA COMO AYER,Y COMO MAÑANA MATÍAS HERNÁN PICCOLi 13 SARDANAPALUS JAVIER O.SOSa 17 BLISTER GUSTAVO VIGNERa 21 EL TRATO KALTON BRUHl 26 CON LA VENGANZA EN SUS ALAS MARIO TORRES VALDIVIa 29 LAS AURAS ROSARIO MARTÍNEz 33 USOS PRÁCTICOS DE LA FE. EJEMPLO 3 DANIEL FRINi 38 EL ENGAÑO ERNESTO TANCOVICh 42 PANTALÓN DE LINO MARÍA LÓPEZ SAUBIDEt 44 ULISES Y LOS CAMINOS DEL RECUERDO MANUEL ALONSO NAVAZAr 47 LA ESQUINA LUCIANO ANDRÉS VALENCIa 52 LO QUE BORRA LA MEMORIA ROXANA CHURRUARIn 55 LA VIOLINISTA BREIGNER TORREs 59 DOS MÁS Y DESPUÉS BENAVÍDEZ LUIS FONTANa 63 LOS LOROS CATÓLICOS LUCÍA BORSANi 66 AMNESIA OSVALDO VILLALBa 69 SONATA PARA TROMPETA Y ÁRBOLES KARLA MOSQUEDA ORTEGa 76 EL ALESI (DEFORMACIÓN DEL ALEPH) HERNANDO TORRILLa 79 RECUERDOS DEL PASADO ESMERALDA EGEA RABINAd 82 EL“BRAYAN” SILVIA ALEJANDRA FERNÁNDEz 85 ENTRE REJAS ADELA GOFRAn 90 UNA FORMA SE PERCIBE LUCAS GRECo 96 COMO EN EL RITZ MIRTA CALABRESe 99 5


GUITARRA Y VIOLÍN MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTi 102 EL CASO DEL SR. SHERMAN DAMARIS GASSÓN PACHECo 105 REGRESO ACCIDENTADO YOLANDA Sa 108 RAÚL FLORENCIA BUENAVENTURA-LISARDO SUÁREz 112 EL GLOBO AMELIA BEATRIZ BARTOZZi 116 SUERTE CLAUDIA DÍAz 119 EN BUSCA DEL CUERPO PERDIDO OSWALDO CASTRO ALFARo 122 La niña del chaleco adosado Clara gonorowsky 125 GRAN MAESTRE JOSÉ A. GARCÍa 127 DE LA ESTACA jOSÉ LUIS DÍAZ MARCOs 130 LA ORDEN SILVER DAWN MÓNICA MARCHESKy 136 A BAILAR DONDE SUCEDA EDUARDO JAVIER BARRAGÁn 142 LA SOLEDAD SOFÍA NAVARRo 146 LO QUE HABÍA CARLOS ENRIQUE SALDÍVAr 148

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i papá me promete quedarse con el auto estacionado en la puerta hasta que yo salga. A mí me carcomen los nervios: recuerdo el intento frustrado con otra psicóloga y tomo la decisión de que si tampoco funciona esta vez, abandono la idea. Su sala de espera resulta acogedora. Me siento al costado de la mesita colonizada por las revistas First, en cuyas páginas me zambullo buscando en vano ahogar la ansiedad. La gata siamesa se contornea presumida entre mis piernas. Justo a mí que no me gustan los gatos… La luz se filtra por el ventanal de vidrios de colores que da al jardín delantero de la casa y proyecta sobre mis pies un arcoiris. Observo absorta el desnudo de Picasso y concluyo, en mi virgen juventud, que toda la sensualidad posible de este mundo converge en esa espalda. La puerta se abre, su sonrisa cálida anticipa al resto de su cuerpo y me invade una sensación de acierto. Advierte mi interés por el cuadro y antes de sentarnos tiene el buen gesto de hacer docencia explicándome lo del período azul del pintor. Mi lugar es el del sillón beige en el que puedo mecerme frente al suyo, del mismo modelo pero tapizado de cuero negro igual que el diván. El cielo que asoma por la ventana chiquita y ovalada que está detrás de ella parece custodiarla. Sus rejas son muchas veces el punto fijo en el que me concentro para esquivarle la mirada cuando se pone incisiva. Sus rulos colorados se mueven al compás de la cabeza cuando asiente algo de lo que digo. Está decidida a vencer mis barreras. Yo impongo mi infranqueable resistencia. Mis ganas de hablar de cualquier cosa menos de lo importante no logran perturbar su paciencia. Me pregunta sobre mis pasiones. Confieso mi debilidad por la música. A partir de allí, siempre nos acompaña su selección de canciones en portugués flotando en el aire como puentes colgantes. Y eso es lo que busca: un puente hasta mí. Aún así no renuncio a mi rebeldía. Redobla la apuesta con su dulzura casi maternal para suavizar mi ríspida adolescencia. Le cuento de mi miedo a quedarme sola en casa; a los muertos; al crujir de la escalera de madera por la noche que, aunque lo identifico al oírlo, me asusta igual. Me escucha atenta. Le discuto con convicción que los fantasmas sí existen y que no seré yo quien niegue ese hecho para que después vengan los espíritus a demostrarme lo contrario. Sonríe y me da argumentos científicos para tranquilizarme. “No quiero crecer”, le digo ofuscada. Recurre a su experiencia para calmarme. Cuestiono los mandatos, la necesidad de elegir una carrera, asumo mi pánico al fracaso. Desde su esquina me responde contrapunteando mis quejas. La relación conflictiva con mis viejos es un tema recurrente: la culpa siempre es de ellos. Me desafía preguntándome sobre mi vínculo con el sexo opuesto. Me confundo y huyo, salgo corriendo. Decide no buscarme y respetar mi distancia.

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Vuelvo. Las escaleras de entrada al edificio están siempre repletas de madres atentas al timbre de salida de la escuela vecina. Me siento en el cantero que oficia de banco y ahí espero con más calma que antes. Aparece, y sé que es mutua y genuina la alegría de vernos otra vez. Saltan a la vista mis kilos de más y sus rulos, ahora castaños, de menos. El ascensor para en el segundo piso. Me reciben dos composiciones de Kandinsky. Me toca sentarme en el butacón mullido y azul. Observo su actitud expectante. Después de un rato dispara su contenido “qué te trae por aquí”. Mi angustia brota acuosa y salada. Con su mirada avellanada me sostiene y me absuelve de culpas que, tontamente, acarreo desde hace años. “Mi sexualidad”, digo ahogada. La palabra y, por fin, la libertad. Su abrazo poco ortodoxo derrumba los prejuicios con los que cargo. La apertura de su mente abre mi mundo. El cuadro que le pintó su cuñado es lo primero que veo al entrar. Recostada, busco en el techo las respuestas que están dentro mío. Sus silencios prolongados detrás de mí me dejan en una lucha encarnizada, mano a mano, con mi Soledad. “La profesión me resulta ajena”, “tengo muchas cuentas pendientes” o “debería haberme arriesgado” son algunas de mis frases más recurrentes. La foto de su primer nieto acapara la atención que antes yo depositaba en los libros de su biblioteca. La redención de mis padres, sus canas de más y mis kilos de menos revelan que venimos hace rato desandando este camino, des(a)nudándome. El amor y sus enredos. Mi miedo a la pérdida y al abandono reaparece con más fuerza. Ella intenta repelerlo con su a veces forzada pero necesaria severidad. El eterno retorno se vuelve mi karma. Sus llamados de atención son cada vez más frecuentes. Nos convertimos en una especie de payadoras: a mi negación la sigue su advertencia; a mis crisis e inseguridades, sus intervenciones filosas. Odio mi tendencia a la repetición y a esto también se lo repito. El desamor y el clonazepam. Su silencio atronador me interpela. La amargura de mis lágrimas me atraganta. Con su renovada paciencia busca aclarar mi oscuridad. Ella permanece callada mientras clavo mi mirada en el cielorraso, también mudo. Mi desesperación me lleva a probar con el tarot, hacerme la carta astral y adoptar una gata que todavía no me convence a ver si aprendo a ser independiente. Ni consigo sacarla de su eje: su impavidez es envidiable. Frena mi inquietud confianza. Mi inestabilidad encuentra el límite que necesita en su crudeza. De mis cortes pausados se vuelven definitivos. Y cuando asoma mi ansiada escucho su siempre puntual “lo dejamos aquí”.

aún así con su a poco, lucidez,

SOLEDAD MARÍA DATO

Argentina

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l nene lloraba sobre la vereda, la Virgen lo miraba parada sobre la rambla. Los autos iban calmos en dirección a la Av. 131. En la otra mano, nadie iba en dirección a la plaza, donde el reloj sigue parado. Sobre la rambla una mujer vendía ramos de flores. Pero ella estaba sentada en un banquito de plástico, no vendía nada y no tenía más ganas de estar parada. El nene seguía llorando en la parada del colectivo. En la estación de servicio, los playeros vestidos de rojo. Uno cargaba nafta a una moto, otro esperaba ver algo más allá de todo. Por la 131 hay una casa vieja, de madera, rodeada de alambrado y ese alambrado cargado de vegetación. Ahí vive una familia. La ropa cuelga al sol. En la Av. 60, fragmento que hay entre la 131 y la 32, está Jorge Julio López. Algunas ofertas en la colchonería frente a la estación de servicio, son ofertas como un último recurso. La peluquería de al lado tuvo que cerrar. El nene seguía llorando. Un hombre de campera negra miró a la Virgen, después a la mujer que no vendía flores y siguió caminando. El hombre pensaba en él. El cielo estaba más claro del lado de la 32, y un poco se estaba nublando allá por sobre la Av. 137. El nene lloraba, tenía en las manos un trofeo, había ganado un trofeo. El nene llevaba una campera, un pantalón negro. Tenía la cara roja de tanto llorar. La Virgen seguía sobre la rambla, la mujer sin vender flores, el playero viendo a la nada y el hombre pensaba en él. La madre del nene se arrodilló al lado, ella también triste, pasaba la mano por la espalda de su hijo. Pero, amor... decía ella ¿Por qué llorás tanto? Ella ahora lloraba. No sé... Tengo muchas ganas de llorar... dijo el nene. Secaba los ojos con el dorso de la mano. Pero... ¿qué pasa, amor? Ella lo abrazó. Un colectivo frenó en esa esquina. La Virgen quedó detrás. El colectivo iba lleno de caras. Todas las caras cansadas apuntaban al nene llorando y a la madre. Yo quiero que papá esté acá, quiero hablar con él... decía el nene. Pero amor, papi está acá con nosotros... dijo la madre y lo acariciaba. Pero yo le quiero mostrar el trofeo, quiero que esté acá conmigo... El colectivo avanzó y las caras. Otra vez quedaron a la vista de la Virgen sobre la

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rambla. Papi está orgulloso de vos, hijo, siempre va a estar orgulloso de vos... decía la madre. También lloraba. Pero yo lo quiero ver, le quiero decir que me fue bien... el nene bajó la cabeza. La madre lo abrazó más fuerte. Yo quiero ver a papi, le quiero contar... ¿por qué no está más? El trofeo, para el nene que lloraba, no tenía sentido.

JORGE LUIS ALONSO

Argentina

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l viento le pega de frente en la cara y cada tanto tiene que entrecerrar los ojos para evitar que la tierra de esa maceta entre en ellos. Ve el sol ponerse, mientras el cielo se tiñe de un color violáceo, o rosado, no está muy seguro. Llega el momento de repasar, de evaluar lo que ha sucedido en el día. ¿Habrá faltado algo o habrá hecho algo de más? Se pierde en sus pensamientos y regresa varias horas hacia atrás. Ve el sol. Es mediodía, la hora indicada para levantarse, gracias al aviso de las campanadas de las iglesias. Una y otra, las dos iglesias que comparten la manzana hacen sonar sus campanas día tras día, siempre al mediodía, doce veces. Curioso es que, justamente, ambas estén en la misma manzana. Se ha dicho cada cosa, como que compiten por los feligreses, la cantidad de concurrencia, que se pelean para determinar qué iglesia llegó primero. A todo eso, por lo que tiene entendido, en la misma zona hubo dos personas muy conocidas, muy queridas y es por ambas que se construyeron esos templos. Pero aún así a veces le parece que compiten las campanadas de ambas, que por eso suenan juntas, más allá de que sea la hora en la que deben sonar. Siente que en un “tan” una campana suena más fuerte, que en el siguiente “tan” la otra eleva su volumen. Sea como sea, esas campanadas son lo que lo despiertan, está claro que recién levantado no está del todo lúcido como para determinar si realmente es así. Poco a poco escucha llegar a los feligreses: algunos charlan y ríen, otros van rezando, cada tanto ve gente llorando. Él no entiende mucho, tampoco nunca pisó una iglesia, no sabe qué se hará ahí adentro. Lo que sí sabe es que una hora después de las campanadas, la gente sale. Y él también. Pero no de la iglesia, sino de su casa, cuando el momento de trabajar llega. Camina la cuadra de siempre, saluda a los mismos vecinos que saludó ayer y saludará mañana y llega. Imponente ante él, el lugar de trabajo. Un lugar sombrío y tenebroso, según dicen. Para él, su segunda casa, el único lugar donde pasa sus tardes, a gusto, trabajando. De a poco empiezan a llegar los coches negros, lentos, con otros de todo tipo y marca detrás. Llega el primero, atrás una caravana de autos. No recuerda si el primero ese día era un Renault o Peugeot, o tal vez era Ford. ¿Azul o gris? Se lo confunde con el segundo. El segundo, sin dudas, era Ford. Llegan a donde está él, bajan el cajón y lo llevan para que lo bendiga un cura. ¿Será que este cura también hace competencia con las iglesias que están a una cuadra? Él espera, con el pozo hecho, listo para depositar el cajón. El cajón con el cadáver. ¿Cómo habrá muerto? Imagina qué tipo de persona sería. Si no se equivoca, ha visto a una madre, a una esposa, a algún hijo. Seguro era un hombre, adulto, de unos cuarenta años. Pareciera ser muy juguetón con los chicos, por eso se mueven tanto ahora, y por lo que pudo escuchar a la madre, seguramente era muy cercano a ella. ¿Con la esposa 14


cómo sería? No parece el tipo de persona que engañara a su mujer, aunque ella tal vez… Pobre hombre si es así. Ya le estaba cayendo bien este difunto, y descubre (¿lo sabe?) que su esposa lo engañaba. Quizás por eso murió, para no conocer nunca una noticia semejante. En fin, sale la gente de la bendición, muchos llorando, otros intentando hacerlo, los nenes, tan inocentes, jugando, aunque sin llamar mucho la atención. Él siempre trata de buscar cuál es el familiar más cercano al difunto para darle el pésame. Se fija a quién saludan y abrazan más personas, quién llora más y si no, mala suerte, le da el pésame al primero que cruce y que se lo haga llegar a todos. En definitiva se supone que todos están mal. Bah, salvo los nenes. Pero cuando crezcan seguramente necesitarán el pésame ése. Depositan el cajón y él deja unos segundos para que tiren flores, momento en el que se fija quién la emboca arriba del mismo. Es como un juego. Cuando ya están todas, tapa el pozo con tierra. El trabajo está hecho. Alguno de los que están allí le acerca una propina, él dice que no es necesario, mientras estira la mano y la toma, no sea cosa que ese “no es necesario” impulse a esa persona a retirar el billete. Esta misma escena, con otros personajes, se repite a lo largo de la tarde. Cinco veces. Ni una más, ni una menos. Así arregló él cuando consiguió el trabajo, es que no puede estar enterrando un día cuatro personas y otro día seis, tiene que tener algo asegurado, y si ya enterró cinco, bueno, que la gente espere un día más para morir, o que vaya a otro cementerio. Vuelve la mente al patio. El sol sigue ocultándose y ya se ve poco de él. El viento está algo más fuerte. Le mueve el pelo, es molesto, pero al menos es feliz de tenerlo. Es que está pasando algo los últimos días. Llega a su casa luego del trabajo y se peina. Le dicen que no tiene sentido peinarse al llegar a su casa, pero ese día lo hizo así, de forma que tiene que ser siempre igual. Y estos últimos días, cuando se peina, ve el horror. Cabellos que quedan en el peine. Un día es uno, al siguiente dos, ha llegado a contar cinco. Quedan enganchados, como no queriendo caer. La mayoría son negros, pero cada tanto aparece uno blanco: el tiempo está pasando. Cómo no va a estar pasando si incluso se están escapando de su cabeza. ¿Se estará peinando demasiado fuerte? ¿Cómo es posible? ¿Será el peine que está roto? No puede ser, ya lo ha cambiado cinco veces. Con dolor, limpia el peine para que quede libre de cabellos. Peine asesino, quitador de cabellos. Lo lava con bronca, recoge los pelos, son suyos, le pertenecen. Corre al peluquero, se los colocan y respira tranquilo. Ni un cabello más, ni uno menos. Su cabellera vuelve a estar completa, puede volver a su casa. Nota que dejó el lavabo sucio: tan desesperado estaba con el tema de los pelos, que, como siempre, se había olvidado de abrir la canilla. Lo hace, el agua comienza a 15


salir y perderse hacia la cañería. Viaje corto. Después no ve más esa agua. ¿Cómo viajará el agua por la cañería? Los átomos chocando unos con otros. ¿Irá rápido, desesperada, buscando salir de ese encierro que significa el caño? Luego saldrá por otra canilla y volverá a hacer lo mismo. Se pregunta si irá de la misma forma por todas las cañerías, o si en alguna lo hará más rápido. ¿Y si la cañería tiene suciedad? ¿Se frenará un poco? Dudas le quedan, respuestas faltan. El sol se pone definitivamente. Ha salido bien el día, se repitió como el anterior, y el anterior a ése y todos los días desde que se fue su esposa. Cada detalle de ese día en que dejó este mundo debe seguir igual, simplemente que ahora está solo. Se retira a descansar. Y mientras tanto se pregunta, igual que ese día, igual que anteayer y que ayer… ¿estaba violáceo el cielo o más bien rosado?

MATÍAS HERNÁN PICCOLI

Argentina

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…They murmur because I have not shed their blood, nor led them To dry into the desert´s dusty by myriads, Or whiten with their bones the banks of Ganges; Nor decimated them with savage laws, Nor sweated them to build up pyramids, Or Babylonian walls. Sardanapalus. Act I, Scene II. Lord Byron

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lejandro se aflojó el nudo de la corbata, un medio nudo Windsor perfectamente hecho; se acomodó sus anteojos y, con la garganta seca, miró hacia abajo. Sacó su teléfono móvil del bolsillo interno de su saco Zegna; lo extendió al vacío. Luego de soltarlo, contempló su precipitada aceleración. Luego de unos segundos dejó de verlo; tampoco escuchó el ruido del aparato estrellarse contra el asfalto: “Ojalá no haya golpeado a nadie”. Esta alternativa lo conmovió por unos momentos y, por algún motivo, esto lo entristeció más que otra cosa. Su respiración entrecortada parecía gélida, como las gotas que surgían de su frente y de su cuello, manchando la inmaculada blancura de su camisa perfumada. Una de las gotas de su congelado sudor golpeó sus zapatos marrones. “¿Desde cuándo es lícito usar zapatos marrones con traje gris?” pensó extrañado. “Deberían haber colgado al que se le ocurrió semejante idea”. Sonrió parcamente mientras se tambaleaba por el viento suave de las alturas. Contradicciones. Como que estamos hechos de arcilla y barro. Arrastró sutilmente sus pies al borde, hasta que la punta de su calzado asomó por el saliente del imponente edificio. Contradicción de sentir un poder inmenso, sobrenatural, y un miedo paralizante. Inclinó su cabeza hacia adelante y sintió un mareo inespecífico en su cabeza; tanto que casi de inmediato la volvió hacia atrás tratando, quizás inconscientemente, de balancear el peso para seguir erguido, para no caer. El absurdo domina el Cosmos, más real incluso que las posesiones, más que la sensualidad a la que se había entregado todos estos años: “Il n´y a qu´un problème philosophique vraiment sérieux…”, le había dicho uno de sus tantos instructores. No recordaba quién había sido, ni de quién era la cita, pero por algún motivo esa frase había resurgido en su cerebro como presagio de algún mal. Toda la sangre de su cuerpo se concentró entonces en su cabeza, al punto que sintió que sus ojos se hinchaban. Le resultó curioso este hecho. No sentía sus manos y sus pies; es decir, no se reconocía a sí mismo en el resto de su cuerpo. Podía sentirlas, aunque con cierta lejanía. Sin dudas, si pellizcara su mano sentiría el dolor pero, en última instancia, sentía que el dolor solo se canalizaba a través de su cerebro. “En la cabeza debe estar el alma” imaginó. Pensaba, sentía, miraba y hablaba con esa parte del cuerpo. Trató de imaginarse cómo 18


sería percibir el mundo si su alma estuviera en sus pies, o en su corazón, cuando lo distrajo el leve susurro de una paloma esquivando los altos edificios, y volvió a concentrarse en su tarea. Miles de empleados a su cargo, a través del mundo. Lo que para unos podría llegar a ser el sueño de una vida se había convertido, para él, en condena. Se sentía sitiado en una ciudad legendaria y espléndida, como aquellas de sus clases de Historia, que tanto le gustaban. Como en esas mismas leyendas, un complot se había formado, reclamando sangre. Todos murmuraban, ser el hijo del máximo accionista resulta un escollo cuando uno es el C.E.O Principal de una de las más grandes corporaciones del planeta. Lo tildaban de blando y permisivo, y hasta hubo quienes afirmaron que sus finas ropas emulaban al empeño de las mujeres en su atuendo. Ahora nada de esto importaba, o no importaría dentro de pocos minutos. Volvió a mirar hacia abajo. Sintió el mismo poder atractivo del suelo; como si lo llamara, como si por algún motivo la fuerza más absoluta que sentía era la de arrojarse a la nada, al absurdo. ¿Quién le había dado tal poder? ¿Quién se atribuía la autoría del absurdo? ¿Cómo darle tamaña libertad a un simple pedazo de arcilla? ¿Estaba todo realmente librado a su suerte, al poder irracional e incoherente de su decisión? ¡Qué esfuerzo inútil! Se sintió un titán, encomiado en el vano esfuerzo de arrastrar su roca a lo alto de la montaña, solo para verla rodar hasta el principio. Una historia de nunca acabar. ¿Es acaso la bondad mala consejera? Eso pensaba Mirra. O por lo menos que parte de la grandeza que se esperaba de su persona, era ser ése que nunca se había sentido capaz de ser: mentir, despedir, comandar, ordenar. Ser el más cruel de los hombres para que el resto sintiera su liderazgo, y a través de él se sintieran más protegidos. Contradicciones e incoherencias. Ser despiadado hacía que sus empleados se sintieran contenidos, quizás amados, a despecho de sus propias libertades y designios. Muchos de los que habían ostentado su cargo lo eran, y eran odiados; él pretendía ser bueno y era aborrecido. Nunca había despedido a nadie; sin embargo, sus dependientes lo tomaban como una debilidad. ¿No eran acaso ellos los que habrían de sufrir la afrenta? Sintió algo rebelarse dentro suyo, una negación al absurdo, como si a través de esa rebelión pudiera liberarse de sus designios. Escuchó a Mirra, diciéndole que, si no podía ser el que las circunstancias ameritaban, por lo menos debía luchar, y no regalar lo que le correspondía. Cómo había llegado ella a esa certeza, lo desconocía. Sus orígenes eran humildes, cuando se conocieron trabajaba en la limpieza de cierto sector de la empresa, como una esclava. Sin embargo, le brindó todo el amor de que era capaz 19


una persona. Incluso la había visto llorar mientras Alejandro le relataba pausadamente su situación, y la necesidad del Consejo Directivo de reducir el personal en un treinta por ciento. Pero no lloraba por los empleados, lloraba por él, porque sabía que no sería capaz de hacer lo que se le ordenaba. La voz se corrió rápido, y en seguida los empleados empezaron a murmurar, a hablar a sus espaldas. A reírse y a burlarse de su situación. Se sentían inseguros, no por sus puestos de trabajo, sino porque sabían que su máximo jefe era incapaz de cumplir las demandas: lo vieron débil. Consultó la hora en el Rolex dorado. Casi una hora había pasado, y las calles del centro estarían casi desiertas. Seguramente todos estaban ya en sus casas o camino a ellas, pero lejos ya del centro. Recordó su pacto con Mirra: nadie habría de llevarse lo que le correspondía, nadie habría de mancillar su nombre. Lo que había ganado solo a él correspondía: la conquista del absurdo. Su bondad era su reino, y con él se lo llevaría. Era necesario un acto de rebeldía, de libertad. Estaba en sus manos acabar con el dolor, la miseria, el absurdo. Sin importar que se aniquilara el espíritu, sin apego y sin temor. Miró hacia abajo nuevamente y, en un acto de total desinterés, lleno de paz y de sosiego, sintió que nada le debía al mundo, ni siquiera un sepulcro. Se llenó de su propia libertad, se despidió de Mirra y, saltando, realizó tal vez el primer acto sinceramente libre de toda su vida.

JAVIER O. SOSA

Argentina

Página WEB: Javier O. Sosa

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A

preté el blíster hasta que saltó la pastilla. Quedaba solo ésa. Era la última de las dieciséis, la que indicaba que otra quincena de mi vida se había desvanecido. Tenía mucho cuidado de no quedarme sin ellas, ya que eran lo único que me permitía dormir de corrido toda la noche. Abrí el botiquín y me cercioré de que me quedara otro blíster sin empezar. Mi vida con Cecilia se había convertido en un infierno. Pero no era el infierno figurativo del Dante, no había Divina Comedia: mis días, desde hacía un buen tiempo, no eran ninguna comedia. Y ella, la abominable perra, había dejado de ser divina como por arte de magia. Cecilia y su demoníaca familia habían hecho todo lo necesario para que yo bajara la guardia y entrara como un chorlito en su terrible trampa. Ahora que he vivido tanto tiempo con ellos puedo decir que no son una familia: son una logia, una cofradía, una especie de secta donde cada uno tiene una función específica a la hora de destruirme. Al principio me trataban como a un rey: “¡Rolito de acá!”, “¡Rolito de allá!”, “Rolito, ¿te gustan las milanesas de lomo o de nalga?”, “Rolito, ¿te gusta el flan con dulce de leche o con crema?”. Tengo una lista interminable de ejemplos de cómo me trataban mi suegra perversa, el falso de mi suegro y mis dos inútiles cuñados. “¡¡¡Rolito!!! ¡¡¡Rolito!!!” Bien que sabían que me llamo Rolando y que me enfurece hasta las tripas que me digan “Rolito”… ¡la gran puta! Cada comentario era un plato de alimento balanceado para este pavo que fueron engordando esperando a que llegaran las fiestas para degollarlo y prepararlo al horno con papas. Todo era paz al principio, pero juro que en el fondo algo raro sospechaba de tan exagerada ternura. ¡Qué pelotudo fui! Como ese ternero que van llevando al matadero enfilando paso a paso hacia el juicio final. ¿Por qué puse el gancho en el registro civil? ¡Maldita decisión que me arruinó para siempre! Me quedé sin futbol, sin amigos, sin familia, sin socio, sin nada. ¡Yo y Ceci! ¡Ceci y yo! No me junté con ella, ni me uní, simplemente me amontoné y ahora estoy pagando las consecuencias. Dicen las malas lenguas que siempre hay un roto para un descosido, y creo que yo fui el descosido. E igual de descosido me quedó el orto después de haber vivido casi un año con ella. Yo tenía un buen pasar, un bar en Avenida de Mayo y otro en Caballito. Fue el legado de nuestros abuelos, que se habían roto el alma cuando vinieron 22


de España huyendo de la guerra. No era millonario, pero podía tener una vida sin sobresaltos. Ese primer domingo, después de mi vuelta de la luna de miel, Roberto —mi primo y socio— me llamó para ir a la cancha como lo hacíamos habitualmente. No había clásico que nos perdiéramos. Ese mediodía Cecilia empezó a decirme que le faltaba el aire. Respiraba como con un ronquido, parecía que tenía un ataque de asma. Me suplicó que no la dejara sola, que era imprescindible que estuviese con ella, que si la dejaba se podía morir, y que mi conciencia no iba a soportar ser viudo de por vida a causa de un Boca - River. ¡Y lo bien que hubiera estado! Porque para mí fue el fin del fútbol. ¡Ni siquiera me dejó verlo por la tele o escucharlo por la radio! Unos días después mi suegro me llamó para tener una charla, que —según él— no implicaría ningún tipo de compromiso. Ahí fue cuando, después de varias quemaduras de seso, los dos hermanos de Cecilia empezaron a trabajar cada uno en uno de mis bares. Tuve que presionar para ponerlos como encargados, porque a mi socio no le gustó un carajo la idea. Pero mi cobardía no me permitía volver atrás con la decisión que mi señora esposa y su familia me habían impuesto. Ninguno de los dos hijos de puta duró mucho. Se afanaban hasta las medialunas del día anterior y por esa razón tuve que cerrar los bares, la querida herencia de mis abuelos. Gracias a ello hoy tengo varios juicios laborales y una demanda por estafa de mi primo Roberto. Ahora trabajo en la remisería de mi suegro con un auto alquilado. No hay almuerzo en el que mi suegra y mis dos cuñados, alrededor de la fuente de fideos, no me den vuelta la bocha para hacerme creer que si no fuese por ellos yo estaría en la ruina. ¡Qué problema cuando te das cuenta que el que te dice que te dio una mano es manco...! Para completar el cartón, si alguna vez se me ocurre ir a visitar a mi vieja o a mi hermana, Cecilia se enferma en forma instantánea de las cosas más inverosímiles. Colitis, tos convulsa, hernia de disco, cólicos renales, son solo una muestra de la teatralización hipocondríaca de mi diabólica esposa. Pero hoy llegó la gota que colmó el vaso. Así es como digo que, para todos sin excepción, la paciencia es como el yogurt: tiene fecha de vencimiento. Y si bien pude mantener a raya el monstruo que llevo dentro hasta este momento, se despertó cuando esa noche entré al dormitorio. Estaba caminando en puntas de pie, sigiloso, para no despertar a Ceci. Ella siempre se dormía primero. Pegaba su hermosa cabellera en la almohada y quedaba 23


desmayada. Despacito corrí la frazada para meterme en la cama y pude ver que la pantalla de su celular, el que siempre dejaba cargándose en la mesita de luz, se iluminaba. Me extrañó tanto que la curiosidad le ganó a mi cansancio. Volví a salir de la cama para ver quién podía mandarle a Cecilia un mensaje a esa hora de la noche. Llegué a su mesita de luz y el celular había vuelto a oscurecerse, así que con mucha cautela lo tomé y toqué suavemente la pantalla para ver qué podía descubrir. ¡Oh sorpresa! Jamás hubiese pensado que me iba a encontrar con un mensaje que decía “¡Nos vemos mañana en el Gym, amor!” y un par de ridículos emoticones tirando besitos. Miré el nombre del remitente. Nunca había escuchado hablar de ese tipo, pero era más que evidente que no era su personal trainer. La furia se trasladó a mis manos. Mis dedos se agarrotaron, mis dientes crujieron. ¿Ceci tenía un amante? Pensé primero en ahorcarla, y luego que quizás era mejor asfixiarla con una almohada sobre la cabeza. Pero la suerte otra vez estaba del lado de Cecilia: la pastilla me había empezado a hacer efecto y decidí, mientras me convertía progresivamente en zombi, meterme de nuevo en la cama y ponerme a dormir. La verdad fue que soñé con angelitos. Después de la ira, tal vez por efecto del medicamento, la paz había colmado mi alma. Pude descansar y despertarme como nuevo. Mientras Ceci se daba una ducha fui a preparar el desayuno. A ella le encantaba el café bien fuerte sin azúcar. Decía que era lo único que la despertaba. Hice unas tostadas con manteca y mermelada mientras ella miraba los titulares del día en un canal de noticias. —Buenos días —le dije— ¿O dormimos juntos? Ella sonrió y se levantó para darme un beso. Un beso tan dulce como los que me daba cuando nos conocimos y éramos felices. —¡Buen día, Rolito! —contestó, y volvió al televisor y a su tazón de café amargo. Me pidió que obviara las tostadas porque había empezado un régimen. Quería bajar un par de kilos para estar en forma. Terminó su café y bostezó. Estaba somnolienta. Se quiso levantar de la silla pero una fuerza extraña la tumbó nuevamente. El cuello no aguantó la pesadez y su bonito rostro se estroló contra la mesada de mármol. Yo saqué del bolsillo de mi pijama el nuevo blister vacío. Tendría que ir a 24


comprar otra caja urgente. Sin miedo esta vez, le advertí: —¡Este fin de semana, te guste o no te guste, voy a ir a la cancha a ver a Boca! Ella no me respondió.

GUSTAVO VIGNERA

Argentina

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L

a madre observa, desde hace un buen rato, la segundera del reloj en la pared del hospital. La aguja cae unos centímetros antes o después del número que marca la hora. Nunca en el lugar exacto. Esa falta de precisión la exaspera. Su hija tararea una canción y mueve acompasadamente sus pies que todavía no llegan al suelo. Ya es bastante tarde. La niña debería estar dormida en casa, pero no encontró a nadie que la cuidara. No sabe si su hija comprende lo que está sucediendo. Carlos, su esposo, sufrió un infarto. El segundo. Los médicos hablaron de un trasplante como la única forma de salvarle la vida. Ella los escuchó en silencio. No solo era cuestión de encontrar un donante: su seguro no cubriría la operación. Mientras los médicos hablaban, ella se imaginaba ya vestida de negro. Ahora espera. Los milagros ocurren, piensa. De pronto, las enfermeras y los doctores corren hacia la habitación de su esposo. Alguien empuja un voluminoso desfibrilador. Vio uno igual durante la última estadía de su esposo en el hospital y sabe que su presencia no augura buenas noticias. Se levanta y sigue al personal médico. Está tan asustada que se olvida de su pequeña hija. La niña ha dejado de cantar y de agitar sus pies. Sus labios tiemblan preludiando el llanto. «¿Qué haces aquí sola?», le pregunta una amable anciana. La niña sorbe por la nariz. «Mi papito está enfermo», responde, «y mi mamita se ha ido a cuidarlo». La anciana le acaricia el cabello. «¿Lo quieres mucho?», pregunta ahora la anciana. «Muchísimo», dice la niña antes de hacer un puchero. La anciana la toma de la mano. «Te propongo un trato», le dice a la niña, «si vienes conmigo, puedo hacer que tu padre se cure». La niña duda. Sabe que no debe confiar en extraños; sin embargo, la anciana le inspira confianza. Se parece mucho a la mamá de su papito. Solo la ha visto en fotografías porque ahora vive en el cielo. Ella no quiere que su papito también se vaya al cielo. Lo quiere aquí, junto a ella. La niña se desliza de su asiento hasta caer al suelo. Avanzan por el pasillo. La niña abre los ojos, asombrada. A cada paso, las paredes se transforman en los linderos de un bosque y el suelo de baldosas blancas en un sendero de tierra. Mira a la anciana y lanza un grito de terror. Ya no se parece a su abuelita que vive en el cielo, ahora es igual a las brujas que ilustran los cuentos que a veces le lee su papá. «Tu padre necesita un corazón», grazna la vieja, mientras aguijonea el pecho de la niña con una de sus largas uñas, «y yo tengo un hambre espantosa; pero como te prometí ayudarle voy a dejarlo enterito, sin un solo mordisco». Los médicos no pueden creerlo. El hombre está sentado en la camilla, completamente recuperado. Es como si tuviera un corazón nuevo. La mujer abraza a su esposo que la mira desconcertado. «Voy por Lucía», dice ella y sale hacia el pasillo vacío. 27


KALTON BRUHL

Honduras Ilustración:

ABRIL CORTÉS SUÁREZ

México

Instagram: @lirbalam Blog: https://abrilcortesblog.wordpress.com/ Deviantart: https://lirbalam.deviantart.com/

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C

ansado de manotear al aire y de observar cómo invaden las habitaciones de su despacho, cierto alcalde decidió erradicar a las mariposas del anónimo pueblo que gobernaba. Al principio, organizó una cuadrilla de policías municipales para la tarea, los dotó de redes aéreas para atraparlas y les ordenó patrullar plaza, las calles y sobre todo los parques, donde se concentraban en coloridas colonias; los ciudadanos, mortificados por semejante crueldad, le reclamaban al alcalde: “Oiga, las mariposas son el alma de la plaza y de las calles, nos colorean la visión ahora que todo está tan gris”. Pero el alcalde, lejos de retroceder, les explicaba: “Es que se han multiplicado de manera exponencial y el Municipio realiza todas estas acciones con la finalidad de salvaguardar la salud de sus vecinos, ya que se ha comprobado la presencia de nocivas y hasta en algunos casos, mortales epidemias cuando la presencia de estos lepidópteros es en extremo numerosa”, y con esto la gente calló. Pero sus medidas dieron resultado por un corto tiempo, pues la naturaleza, como siempre, encuentra una sorprendente solución para cada problema que no la deja ser, pues las mariposas aprendieron a esquivar los golpes de las redes de muselina, volviéndose el atraparlas, una tarea imposible para los fofos municipales, así que el alcalde decidió tomar otras medidas para erradicarlas, compró tanques fumigadores y conformó, mediante ordenanza municipal, el E.M.E.M. (Escuadrón Municipal Especialista en Mariposas), quienes se dedicaban a disparar chorros expansivos de insecticida a gran velocidad. El alcalde dirigió personalmente la operación de exterminio, se le podía ver corriendo por las calles al lado de su tropa de agentes enmascarados rociando el pesticida por doquier, en lugares públicos y privados, casas, bibliotecas, hospitales y guarderías; la gente del pueblo protestaba: “Oiga, ¿no cree que esto ya es mucho?”, pero el alcalde, lejos de recapacitar, respondía: “Le pedimos a nuestros vecinos un poquito de paciencia, las molestias pasan, pero las obras quedan, comprendan señoras y señores, queridos vecinos, que este magno sacrificio lo hacemos por el bienestar de la salud de todos nosotros” y los vecinos volvieron a callar. Las mariposas caían diezmadas por cientos y parecían que en el último segundo de sus vidas, luchaban por aterrizar en la boca de los transeúntes, en las tinajas de agua para beber o en los platos de comida de los comedores y fondas. Con el tiempo, las mariposas ya no bailaban entre los maceteros o en los jardines de las plazas, se las veía volar a gran altura, esperando el momento oportuno para lanzarse a las flores, algunas lo lograban y de inmediato remontaban el aire a gran velocidad, otras morían bañadas en insecticida y al descomponerse, manaban un olor fétido, como de fruta agusanada; el servicio de limpieza urbano no se daba abasto para recogerlas y solían hacer turnos dobles para depositar sus restos en el basurero municipal que ya se había 30


congestionado. Muy pronto, cerros de variopintas alas cubrieron las calles, y todo el pueblo, en la medida de sus posibilidades, llenaba grandes bolsas con el maloliente resultado de la matanza. Una vez más, y en solidaria marcha hacía el municipio, fueron a solicitar el cese de las medidas de erradicación, tuvo el alcalde que interrumpir un almuerzo importantísimo con sus concejales para salir al balcón y derrochar floridas frases de consuelo y esperanza de un futuro mejor, pero la gente ya no le creyó: a la primera piedra que le cayó cerca, abandonó el balcón, luego siguieron las bolsas llenas de mariposas podridas que fueron cayendo una a una en el patio del palacio municipal; al día siguiente, miles de solicitudes se abarrotaron en la mesa de partes del municipio exigiendo su revocatoria, pero el alcalde decidió hacer oídos sordos y no cejar en su tarea. Los pobladores protestaban al punto que los trabajadores ediles y la policía municipal ya no podían transitar por las calles por temor a que la gente, como ya era su costumbre, les embarraran las mariposas muertas en el rostro y la ropa, tratando de hacérselas comer; el alcalde y los trabajadores decidieron vivir con sus familias dentro del municipio por temor a estos arrebatos ciudadanos. Con el tiempo, las mariposas volaban cada vez más alto y redujeron enormemente sus valientes acometidas en busca del alimento en las flores de la ciudad, que poco a poco fueron muriendo, tornando las calles y espacios públicos grisáceos y tristes; la gente caminaba irascible por las calles, provistas de mascarillas quirúrgicas para paliar inútilmente el nauseabundo olor, pisando mariposas por doquier que crujían como hojas de otoño con cada paso que daban. Para ese entonces, a las mariposas se las veía volar distantes, cruzando el cielo en otra dirección. Un día, y con el esfuerzo de todos los ciudadanos, se pudo completar la tarea de juntar el mazacote de mariposas muertas que quedaban para quemarlas en grandes piras en cada esquina de la ciudad. Muchos meses después se completó la tarea y fue necesario voltear los adoquines de las calles para desaparecer la imagen de las mariposas en su superficie. Pudo esto ser el fin definitivo al problema, pero con el espeso humo que se diseminó por la ciudad, llegaron enfermedades imposibles de curar: Las mujeres embarazadas se retorcían de dolor y abortaban a sus hijos, cubiertos con una fina capa de escamas multicolor en la piel, los hombres de mediana edad intentaban volar desde los campanarios de las iglesias y desde los balcones de sus casas y a las viudas les embargaba una nostalgia insostenible y se les oía llorar furiosamente día y noche hasta acabar como momias resecas en sus cuartos abrazadas a fotos viejas. Todo pudo ser “soportable” por el bien del pueblo, pero la gota que derramó el vaso fue cuando la piel 31


de los niños se volvió de colores, unos púrpura, otros azules y, tras dolorosos cuadros febriles, los ojos se les oscurecían por completo, agrandándose con cada día que pasaba, desconocían la voz de mandato de sus padres y al menor descuido, escapaban de las casas para irse a morir mordisqueando las raíces de la mala hierba y la corteza de los árboles muertos. Para sosegar la ira del pueblo, el alcalde había ordenado tirar volantes en las calles que decían: “¡La tarea está cumpliéndose, cuán pernicioso hubiese sido si la autoridad edil no hubiese previsto tal ruindad por la plaga de mariposas!”; pero aún así, los sobrevivientes del pueblo se organizaron y marcharon hacia el municipio para tomar la justicia por sus manos. Mares de hoces y escobas arremetían contra los guardias abriendo cráneos, dejando pozos de sangre cuajada en cada posta de vigilancia. Por el lado Oeste de la plaza, una barricada fue fácilmente vencida, pues los defensores recibieron la orden de replegarse al edificio principal para asegurar la vida del alcalde, los funcionarios y sus familias; por el lado Este fue peor, decenas de policías fueron atravesados por picas e instrumentos de arado. El mar de furia ya estaba a media calle del local cuando de pronto, el mediodía se oscureció, atemorizando a la multitud enajenada, quienes mirando al cielo, pudieron observar un manto crepitante de alas negras volando en picada hacía los altos de la municipalidad, como una flecha que arañaba las nubes, reventando lunas, bisagras y cerraduras, cerrándose como una masa maligna que intentaba triturar el tejado. La gente observaba sorprendida aquél ataque, unos corrieron aterrorizados a sus casas, otros permanecieron pasmados viéndolo todo, sobrecogidos por la extraña belleza del momento. Un par de minutos después, las mariposas negras se elevaron y se dispersaron en múltiples direcciones, solo quedó el silencio. El edificio municipal tenía el aspecto de haber sobrevivido al paso de los siglos o al peor de los sismos. La mayoría regresó a sus hogares atropelladamente, solo los más avezados tuvieron el ímpetu necesario para entrar a ver lo que había ocurrido dentro, hubo que asegurar sogas para llegar al segundo piso, pues toda la madera del edificio estaba apolillada. Cuando lograron subir, vieron que yacían los guardias, funcionarios y familiares, tirados por los corredores y oficinas, con los ojos y las boca exageradamente abiertos, cubiertos por erupciones purulentas y negruzcos cardenales. El alcalde, que se había resguardado en el despacho principal, fue encontrado colgado de cabeza envuelto en una maraña de seda que colgaba del techo junto a esposa e hijos, verdes como esmeraldas, derramando gusanos de vellos hirsutos por los oídos nariz y boca. Unas finas alas transparentes nacían de sus espaldas y bailaban ondulantes al viento que entraba por una desvencijada ventana.

MARIO GAVINO TORRES VALDIVIA

Perú

Facebook: Mario Torv 32


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ólo se obligaba a dar un paso y otro más, sin pensar en ninguna otra cosa. Sabía que de hacerlo terminaría por claudicar y sentándose, aunque fuera en el filo del cordón que tarde que temprano delimitaría una banqueta tan gris como la enorme autopista por la que circulaba a gran velocidad el enorme culebrón que los automóviles formaban. Siendo sus segmentos tan asimétricos y desparejos como el terreno sobre el que marchaba forzadamente. Sentía los pies cansados y un dolor insidioso comenzó a acosarle el vientre. A lo lejos distinguió la parada del autobús donde cerca de una docena de personas aguantaba estoicamente el frío mientras esperaba su llegada. El aterrador círculo de auras que volaban demasiado alto le llamó la atención y casi sin darse cuenta bajó el ritmo monótono y constante de su marcha. Elevó la vista y se quedó mirando durante un buen rato el hipnótico vuelo de las aves rapaces. Sintió una sensación de desagrado, las auras siempre le recordaban lo que debía haber por debajo de ellas. Aún en contra de las recomendaciones de casi todos los entrenadores, versados o no en las cuestiones de la marcha y la carrera, se detuvo en seco. El culebrón corría veloz y se bifurcaba, una de sus cabezas seguía sobre el puente, la otra por debajo y a un costado. Enormes supermercados se alineaban al lado contrario de donde seguía parado, anidando a varios automóviles en sus estacionamientos techados. El ruido de los neumáticos sobre el asfalto era ensordecedor, debido a esto casi nunca tomaba esa ruta, sus oídos sufrían con el estruendo de los cientos de vehículos rodando, siempre rodando. Atardecía, serían cerca de las cinco, poco más, poco menos. Él seguía estático contemplando a lo lejos los gigantescos álamos ocres que bordeaban el arroyo que dividía la vía de acceso al fraccionamiento donde sus moradores solían pensar en términos de lujo, confort y exclusividad. Algo se movió entre los matorrales secos, claro, ¿qué podía esperarse?, era otoño, la naturaleza emprendía su largo sueño. «Debe ser un perro» pensó, «un pobre perro casi muerto al que las auras acechan». Inusual, sí que lo era: «¿Auras sobre un perro moribundo en plena ciudad? ¡Qué raro!» se dijo. Decidió proseguir la marcha, tal vez estaba enfermo, a lo mejor hasta tenía rabia, pero no, se autocorrigió como si de verdad supiera mucho sobre el tema, esa enfermedad era propia del verano. Así que con cautela se aproximó. Lo primero que vio fueron un montón de plumas negras llenas de polvo, parecía que hubieran desplumado cientos de chanates, pero no percibía algún hedor. Se acercó un poco más, de pronto de entre el revoltijo de plumas emergió una mano tan pálida que le obligó a pegar un grito. Un grito que nadie 34


escuchó por supuesto. Tal vez era un ejecutado de esos que todos los días protagonizaban las noticias más que morbosas de los diarios vespertinos, pero no, cómo iba a estar muerto si aún se movía. Llenos de arañazos se distinguían un par de pies tan pálidos como la mano. Volteó en busca de un palo con el que tocar aquella cosa. Cuando se dio la media vuelta para buscarlo escuchó un sonido tan extraordinario y bello que giró de nuevo. Era un rostro hermoso, con unos ojos tan grandes que daba miedo mirarlos, lo bueno fue que casi de inmediato, los cerró. Oiga ¿Qué le pasó? ¿Qué tiene? ¿Necesita ayuda? ¿Está herido? «Ahora sí se murió», pensó al no obtener ninguna respuesta. Lleno de furia tomó un gran pedrusco que arrojó con toda su fuerza a las aves que sobrevolaban, con tan mal tino que, en vez de dar en su objetivo, terminó golpeando la cabeza del ser tirado sobre el montón de abrojos y tierra. Muy asustado pensó, «Ahora sí que van a decir que yo lo maté». Echó una ojeada alrededor, pero nadie parecía reparar en su presencia. El único cambio notorio era que ya nadie esperaba el camión. Presuroso decidió alejarse cuanto antes, no fuera la de malas y alguien lo hubiera visto y llamara a la policía, «¡qué horror! terminar tras las rejas y todo por andar de curioso y buen samaritano», pensó con gesto preocupado. Una hora después de llegar a su casa y darse un baño con agua caliente, seguía pensando en el muerto: «¿y si lo reportaba a la policía, pero ¿de dónde? ni modo que de su casa. Ellos tenían identificador y sabrían quien había llamado. ¿Y si no estaba muerto y las auras se lo comían vivo? ¿Seguirán ahí?, ¿vigilarán toda la noche o se irán a dormir en algún árbol?». Encendió la computadora para consultar sobre los hábitos de las aves de rapiña. «No puede ser» masculló por lo bajo, «¡maldita computadora!». Le habían cortado el teléfono y no tenía internet. «¿Qué hacer?», los pensamientos volaban dentro de su cabeza. Cerca de las once tomó una linterna, una manta y subió a su camioneta. Iba temblando más de miedo que de frío, a los cinco minutos distinguió a las auras ¡Ay no! Gimió ¿Qué hacen aquí? ¡Fuera! Vociferó sabiendo que nadie lo escucharía, llevaba los vidrios cerrados. «A ver si me meto en un buen lío, y ese fulano termina por hacerme algo a mí» pensó, mientras la camioneta brincaba el cordón de la banqueta. Apagó los faros antes de llegar. Lo bueno es que su camioneta era negra y se confundiría con la oscuridad de la noche. Tomó la linterna con ambas manos y echó sobre su hombro la manta, luego dijo con voz queda: Oiga ¿sigue aquí?, he venido en su ayuda, diga algo para encontrarlo ya está muy oscuro y no se ve muy bien. 35


De nuevo ese bello sonido como de viento entre los árboles, de lluvia al caer, ese sonido lo guió: Hey amigo tendrá que ayudarme, yo solo no lo podré cargar y no viene nadie más conmigo. «Ni que se enteren» pensó sin decirlo, «dirían que estoy loco por andar a medianoche recogiendo a un vagabundo». La luz de la linterna iluminó una cara de enormes ojos tan abiertos que parecía más bien que la cara estaba en los ojos y no al revés. Ande hombre sacúdase ese montón de plumas, a mí se me figura que las auras lo bombardearon con ellas, mire nomás como lo han puesto el pálido ser permaneció en silencio y dando tumbos siguió al que hablaba. Subieron a la camioneta que el hombre cubrió con la manta, no se le fuera a ensuciar. Al llegar metió el vehículo en la cochera, cerciorándose muy bien de apagar las luces antes de abrir la puerta de la casa. Cuando ambos estuvieron dentro de la pequeña sala, el estupor del hombre solo fue superado por su curiosidad. Jaló sin miramientos una de las grandes alas negras, y dijo ¿Pues de qué baile de disfraces viene? ¿Trabaja de botarga en una tienda de pollos? ¿Es la mascota de algún equipo? Pero, ¿de cuál? Eso de no ver tele, sabe, por eso no estoy muy bien informado. ¿Quiere que le llame a alguien para que venga por usted? Aquí no puede quedarse o dígame a dónde lo llevo, por lo menos ya está a salvo de las auras ¡carroñeras desgraciadas! deberían esperar a que uno se muera y no torturarlo con su presencia antes, ¿no cree usted?, pero ¿qué digo? a lo mejor quiere olvidarlo. Dispense usted, es que estoy nervioso, esto es algo extraordinario para mí. Oiga dijo casi sin tomar aliento ¿quiere comer algo?, pues claro que sí, que tonto soy. A ver, siéntese aquí mencionó señalando una silla playera que había rescatado varios años antes de un bote de basura. Se dirigió a su reducida cocina, calentó leche y cortó una manzana en trocitos. Ande dijo casi con ternura coma. El joven de las alas estaba arrinconado justo en el hueco que formaban dos sillones, parecía dormido y no se había despojado de sus alas. El hombre lo miró un largo rato. Luego en silencio le acercó el tazón con la leche y el plato desechable con los trocitos de manzana, y se sentó a vigilarlo. No podía irse a dormir a su recamara con un extraño ser alado en su sala, ¡parecía tan desvalido! Recordó la cobija que dejó en la camioneta y fue por ella. El árbol fuera de su casa lucía tan emplumadamente oscuro que no quiso averiguar por qué y de prisa regresó dentro. Lo que el hombre no vio fueron unos enormes ojos que vigilaban sus movimientos. Arropó al joven de las plumas y 36


sentándose de nuevo cruzó las manos sobre el pecho dispuesto a vigilarlo toda la noche. En silencio se acercó para ayudarle a quitarse las alas para que así pudiera dormir más cómodo. Buscó cordones, elásticos o algún otro artículo que mantuviera sujetas las alas al cuerpo del joven, como no lo viera, dio un tirón con fuerza por si las tenía pegadas. El joven lanzó un chillido tan fuerte que por poco el hombre queda sordo para siempre. Se levantó ágilmente de un brinco y desplegó las alas creando una confusión de libros, cuadros, vasos y platos volando dentro de la pequeña sala, mientras el viento que generaban alborotaba sus largos y negros cabellos, maravillando al hombre. Por último, lo vio con sus grandes ojos que daban miedo, bebió la leche y comió algunos trocitos de manzana, finalmente se acurrucó con sus enormes alas replegadas cubriendo su espalda dejando al hombre incrédulo. Creo que sí ¡Dios santo! Creo que sí ¡Es un ángel!

ROSARIO MARTÍNEZ

México

Facebook: Rosario Martínez Twitter: @magnolia1320

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sto es; palabras más, palabras menos; lo que nos contó el viejo Vélez: El «Amelia» estaba a la altura del paralelo 38, a unas diez millas un poco al sur de Mar del Plata. Fue allá por el año ochenta y uno; ochenta y dos, a más tardar. Me acuerdo porque fue una de las últimas zafras rendidoras del bonito. Después, no sé si conoce la historia, empezaron a traer el atún de afuera; y nos tuvimos que dedicar a la pesca de la merluza. ¿Usted sabe cómo se encuentra el bonito? No hay sonar ni radar que valga. Se trata de ver el cardumen. Desde cubierta, al salir o ponerse el sol, se busca, a ojo limpio, el reflejo de los lomos plateados. Si se anda con suerte, las gaviotas ayudan: donde hay gaviotas, hay anchoítas; y si hay anchoíta, lo más probable es que, debajo, esté el bonito. Ese día navegábamos con rumbo norte y, desde temprano, habíamos estado en cubierta forzando la vista hacia el este. Casi en el horizonte, una reverberación nos señaló el cardumen. Viramos para perseguirlo, y a eso de media mañana el capitán empezó a largar la red cerquera, para rodearlo; moviendo el barco de acá para allá. Estábamos en esa maniobra, cuando Gauna contó, como al descuido: El capitán estuvo toda la madrugada relojeando el barómetro. Parece que se nos viene una movida de allá y señaló hacia el sur. Se veían, lejos, unas nubes; pero, por lo demás, era un día claro. Sin embargo, ya se sabe que el mar no avisa. Al mediodía, el cielo de color azul se volvió gris y tuvimos que enfundarnos en los trajes de agua para aguantarnos el chubasco. Al minuto, nomás, la lluvia se hizo tan intensa que el capitán decidió poner el motor al ralentí porque las gotas hacían daño en la cara y la visibilidad era pésima. Los cabritos de las olas empezaron a crecer con la intensidad del viento. Entré a la cabina para buscar unos guantes y, justo al salir, vi un enorme fogonazo seguido por un chasquido brutal, que sonó como un desgarro, seguido de otros más pequeños. Hubo varios rayos seguidos; y, cerca del barco, se veían los surtidores de vapor que causaban. Calculamos que fue uno de ellos el que nos dejó sin radio. Y la cosa se puso peor: el viento llegó a los ochenta, cien kilómetros por hora; el mar se retorcía en olas de más de ocho metros y la lluvia caía a baldazos de un cielo grande y negro, y barría la cubierta. El capitán ordenó capear; navegando despacio, porque el «Amalia» se movía en una travesía llena de pantocazos, escoras cada vez más pronunciadas y ruidos del trepidar de la hélice cuando salía del agua. Los doce que estábamos en cubierta nos metimos en la cabina y trincamos las puertas. Alguien gritó «¡Viene una grande!». Nos agarramos de donde pudimos, y la ola nos impactó con un ruido espantoso, y arrancó, de cuajo, la puerta de proa. ¿Vio, en las películas, que cuando el agua entra por la puerta de un buque parece una catarata? 39


Bueno. No es como en las películas. El agua entró a una velocidad infernal, con la forma de la puerta, y con esta como locomotora, casi hasta la mitad de la cabina, desmantelando todo. Calculo que ahí fue cuando se inundó la Sala de Máquinas; porque, ni dos minutos después, se plantó el motor. Entonces, el capitán, preocupado, llamó en un aparte al viejo D’amico y le dijo: Oiga, D’amico, estamos en un brete muy bravo. Y que lo diga, capitán. Tengo que pedirle algo. Mande, nomás. Usted es un hombre de fe, ¿no? Sí, señor. ¿Mucha fe? Creo que sí, capitán Sabe que la cosa está jodida. Sí. Que nos quedamos sin radio y sin motor… Sí. ¿Quiere que guíe el rezo del Santo Rosario? En realidad, quiero pedirle algo más concreto. Voy a necesitar que vaya caminando, a pedir ayuda. ¿Caminando? Sí. ¿Sobre el agua? Sí. No le voy a decir que como Jesús. Digamos que como Pedro, pero sin dudar. Y con algo más de fe, para que voy a mentirle: el mar de Galilea no estaba tan furioso. Trataré, capitán contestó D’amico, mientras se persignaba. El viejo acomodó su traje de agua amarillo y ajustó su capucha; lo ayudamos a sellar mangas y botamangas con cinta de embalar, para impedir la entrada de agua; se calzó un par de salvavidas en la cintura nunca se sabe cuándo puede flaquear la fe; revisó sus botas y calzó sus guantes. El capitán le dio una brújula y las indicaciones necesarias para que siempre fuese hacia el oeste. Se persignó otra vez, y esperó a que la próxima ola alcanzase la altura de la proa para saltar al agua, como quien sube a una escalera mecánica. Trastabilló y se ayudó a mantener el equilibrio con sus brazos, a la manera de un equilibrista; pero enseguida se repuso y se alejó del «Amalia» con pasos 40


cortos, primero, y más decididos, después. Nosotros lo mirábamos asombrados e incrédulos. No todos los días se ve un milagro. Parecía que el mar estaba poseído por el diablo y le doliese que alguien se atreviera a desafiarlo; y lo golpeaba con olas tres, cinco veces más altas que él; de frente, de atrás y de costado. En un momento, el viejo D’amico levitaba a dos metros del agua, caminando en el aire; y al siguiente estaba hundido hasta el pecho, como en la nieve. Y así, nos fuimos separando. A unos cien metros, se paró en el valle entre dos olas, nos miró y levantó su brazo en señal de saludo; y lo perdimos de vista. Pasaron unas dos horas, la tormenta se hizo llovizna, el mar se calmó; pudimos achicar la sala de máquinas, limpiar los filtros y encender el motor, después de cuatro o cinco intentos. Bastante averiados, con un susto grande y sin la radio. El capitán ordenó navegar hacia el oeste, tratando de encontrar al viejo; si aún no había alcanzado la costa. Nos apostamos todos en cubierta, cansando la vista; hasta que, ya en el crepúsculo, alguien lo vio a unos mil metros, sobre la banda de babor a popa. Faltaban unos cuatro kilómetros para llegar a la costa, un poco al norte de Santa Clara. Caminaba arrastrando los pies, con sus manos aferradas a los salvavidas. Solo estaba vestido con su capucha, de la que colgaban jirones de lona amarilla, unos calzoncillos gastados y una sola bota que había perdido su suela, subiendo y bajando en su pierna derecha. Llevaba los ojos bien abiertos, la vista fija en la franja de tierra; y no respondió a nuestros gritos ni a la bocina del barco, ni siquiera cuando estuvimos a su lado. Gauna sacó el cuerpo inclinándose fuera de la borda, y le tocó el hombro. Solo allí el viejo se sobresaltó y nos miró como a fantasmas. Déjeme llegar, capitán dijo el viejo, mientras peleaba con nosotros que queríamos tomarlo de los brazos para subirlo a cubierta. El capitán nos hizo una seña para que lo dejásemos. Habrá pensado que había pasado lo peor, o que merecía el premio por su esfuerzo. Lo soltamos, y D’amico siguió caminando. Lo seguimos desde unos treinta metros; entre admirados y enternecidos. El caso es que se hizo de noche y no pudimos acercarnos más por miedo a encallar. Creemos que llegó a la costa, pero nunca más volvimos a verlo. A los diez días, la prefectura abandonó la búsqueda. Gauna dice que, quizá, se hundió en la tierra; pero yo no le creo.

DANIEL FRINI

Argentina

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E

n cuanto supe del engaño tomé la decisión. Junté todas sus porquerías, y acomodadas en cajas y bolsas, las saqué a la calle. Mandé los chicos a casa de la abuela y tranqué muy bien puertas y ventanas. Regresó el desgraciado, como de costumbre, el domingo de nochecita y silbó para que le abriera. Pero la tontita que aquí ves, la insigne pelotuda, se había hecho de piedra. Aporreó la puerta, la pateó, gritó a lo loco y anduvo dando vueltas por la vereda, como león enjaulado. Los vecinos, llamados por el quilombo, salían haciéndose los boludos o espiaban por las rendijas. Y yo punto en boca, dejando que se cocinara en su propio jugo. Terminó sentado en el suelo, la cabeza entre las rodillas, las manos cruzadas en la nuca. De lejos una mirada distraída lo hubiese tomado por una bolsa negra más. Los viernes de tarde venía con el sobre de la paga y ánimo jodón, dejaba la parte de los gastos para la casa y se iba. A divertirse, decía. Yo conozco lo duro que es el trabajo en la cementera y le tenía preparada ropa limpia y planchadita. Debo admitirlo, fui por años una estúpida. La Domitila me despabiló. Ya venía tirándome algo de letra que yo dejaba correr hasta que una tarde, sin anestesia, me largó todo el rollo. “No va de puteríos como te hace creer”, dijo. “Ni a boliches ni al escolaso. No, mamina. Te tiene engañada. Lo saben todos y es hora de que vos también te enteres. Hay otra mujer, otro hijo y está haciendo la casa. Que sale a divertirse, te dice. Si será guacho. Se lo pasa el fin de semana trabajando como burro. Alzando paredes, colocando pisos, techando. Vos sabrás qué hacer”. Así, después de un rato largo, viendo que el atorrante seguía merodeando sin decidirse a volar de una buena vez, le pegué el grito. “Morite llamando. No te voy a abrir. Olvidate. Sabés bien dónde ir. Acá no vengas a joder más”. Hubo que decirlo así de clarito para que despertara. Fue cargando las cosas en la Renó doce, dio arranque y allá se fueron, quemando aceite, él y su chatarra. No lo vi más, por suerte. Hay tipos que no tienen compostura y repiten la misma historia toda su vida. Comentan las chusmas del barrio que la otra taradita lo tiene hecho un príncipe. Y que los viernes, después del yugo en la cementera, él sale a distraerse. Y que recién al caer la tarde del domingo le vuelven a ver el pelo.

ERNESTO TANCOVICH

Argentina

Facebook: @letrasdetancovich

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A

yer lo crucé en San Isidro. Me miró. No sé si me reconoció. Yo sí lo reconocí. Él iba corriendo, yo en bicicleta. Cuando me vi doblando el pantalón prolijamente para apoyarlo en la silla me di cuenta que la pasión se había terminado. Él también se dio cuenta y me lo dijo: No, no dobles el pantalón. Me lo dijo con ese tono de qué hacés, dejate de joder, y él también se dio cuenta en ese instante que la pasión se había terminado. Me dio muchísima vergüenza cuando me lo dijo, y creo que ni nos abrazamos. No me acuerdo mucho, fue hace años. Ya las cosas me pasaron hace años. Pero quiero recordar ese instante, ese segundo en que las cosas suceden, y se ven. Con él tuve una pasión de poco tiempo, un par de meses quizás. Me encaró una mañana soleada en el río, mientras yo sufría por un amor a la distancia. Un amor que se había vuelto más amor cuando se fue a vivir a otro país. Yo estaba tomando sol acostada en los asientos que había en la plaza. Mi bicicleta apoyada en el banco cuadrado me hacía de alguna pared. Se sentó al lado mío asustándome, un poco por mi casi desnudez, otro poco por la sorpresa y me hizo reír en seguida. Era un joven, yo le llevaría más de diez años a lo mejor. Hablamos, nos reímos y después de un par de horas subí la bici a su auto y me llevó al centro, a casa. A la noche estábamos amándonos. Se fue a la madrugada. Me contó que estaba en el río esa mañana porque había tomado cocaína y no había dormido. Un par de veces le pedí que trajera cocaína y nunca quiso. Esa mañana siguiente me lo crucé llegando a la cancha de River, yo iba en bicicleta para el norte, él iba en auto con una chica volviendo de un boliche. Serían las diez de la mañana. Me vio, lo vi. Me reí y agradecí darme cuenta rápido dónde me estaba metiendo. Esa noche que nos vimos se quiso disculpar pero nos dijimos que no había que disculpar nada. Fue gracioso al final. Fueron meses o semanas. Fue pasión, fue compañía. Ya le conté a mi vieja que te estoy viendo, me dijo que le gustaría conocerte alguna vez. No, estás loco, me da vergüenza. Tu madre debe pensar cualquier cosa de mí. Tu madre capaz que tenga mi misma edad. No, ni loca. Él trabajaba administrando locales de una marca de ropa de surf que había en distintos shoppings. Eran de su tío. Me regaló mi primer par de zapatillas cancheras. Urbanas. A partir de ahí no paré de comprarme zapatillas urbanas. Nos veíamos en casa, donde la cama ocupaba la mitad del ambiente. Nos sacábamos la ropa sin tabúes. Él tenía una piel muy suave. Me hacía tan bien que una vez que me llamó por teléfono 45


mi amor a distancia me dijo: Te escucho muy bien, para mí que tenés un novio nuevo. No, estás loco, nada que ver. ¿Cómo podía ser que se hubiera dado cuenta? ¿Qué decía mi tono de voz que yo no me daba cuenta? Acaso dejaba de mendigar amor. A lo mejor fue eso. Me sentí que lo engañaba, que le estaba siendo infiel, aunque hacía casi un año que no nos veíamos. De hecho había venido dos veces a ver a su familia y no había querido verme. No fue así tan tajante, pero hizo lo imposible por complicar las cosas para no vernos. Y yo sufrí cada vez. Y seguí amándolo y torturándome por no haberme ido con él cuando él me lo propuso dos años atrás. Pero después de ese llamado vino la liberación, me liberé de la cárcel en la que me había metido, esperando como Penélope, mirando el horizonte, a la espera del barco que lo traería de regreso. Salíamos, íbamos a bailar, a comer, y no me importaba ser la mayor. No me importaba lo que decían las miradas. El pantalón también lo había doblado la noche anterior, pero él no me había visto. Era un pantalón que yo quería mucho, era de lino y se arrugaba mucho. Pero ese pantalón también lo había usado al principio, cuando lo conocí, y había quedado arrugado, tirado en el piso.

MARÍA LÓPEZ SAUBIDET

Argentina

Twitter: https://twitter.com/mlsaubidet

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E

ra indudable que después del accidente, Ulises Romualdo se había convertido en otra persona. Era ahora un hombre completamente distinto del que antes había sido. No gustaba ya de frecuentar el café Marconi, ubicado en la calle Esperanza, al que antes solía acudir casi todos los días; en vez de eso, pasaba largas horas en el parque, viendo a las aves comer las migajas de pan que él mismo les tiraba, con una mirada que evidenciaba el olvido absoluto de una vida no recordada. Los parroquianos del café Marconi lo observaban desde el interior a través del escaparate, extrañados, recordando quizá las amenas charlas que habían sostenido muchas veces con él, el mismo que ahora no se acordaba de ellos. Para tristeza de muchos, Ulises había dejado de ser el hombre extrovertido, hablador y divertido que era, capaz de amenizar las reuniones más soporíferas y llevarlas a buen término. Era ahora un hombre taciturno, antisocial, inexpresivo y muy extraño. Solía deambular por las calles hasta el anochecer, momento en el cual regresaba a su casa para no dejarse ver hasta la mañana siguiente, para volver a cumplir a cabalidad su ya establecida rutina de despertarse, dedicarse a arreglar su pequeño jardín, dar de comer a las aves en el parque y ponerse a caminar luego sin rumbo fijo por horas y horas hasta que cayera la noche, dando la impresión de que cargaba en las espaldas un peso del cual no podía librarse. No necesitaba trabajar. La pensión vitalicia que el canal del Estado en el que había laburado le otorgaba, le aseguraba una vida relativamente cómoda y sin mayores apremios, más aún al no tener ya a nadie que dependiera de él, a excepción de las aves que se congregaban en el parque cada vez que lo veían llegar con los bolsillos cargados de migajas de pan. A fin de cuentas, era un hombre viudo y solo, y ya no tenía que preocuparse por nadie. De este modo, la vida de Ulises Romualdo hubiera mantenido su rutina intrascendente de no haberse producido los efectos de esa inesperada visita que llegara al vecindario en aquella recordada noche de invierno. Un hombre alto, delgado, vestido con un elegante gabán y un amplio sombrero, se dejó ver por el barrio preguntando por Ulises y despertando de inmediato la curiosidad de los vecinos. Un hermano perdido, un primo, un amigo, o cualquier tipo de pariente lejano, fueron las hipótesis que empezaron a aflorar de la boca de todos en cuestión de segundos. Para cuando el hombre se detuvo frente a la puerta de la casa de Ulises, ya todos tenían el rostro pegado a las ventanas de sus casas, seguros de ser testigos presenciales de una escena digna de apreciar, pues, sea quien fuera aquel extraño, todos estaban casi seguros de que Ulises jamás lo podría recordar. En ese preciso instante, Ulises abrió la puerta… 48


*** Para cuando la lluvia ya había arreciado y el cielo despedía sus últimos residuos de niebla, Ulises Romualdo se arrellanaba en el asiento principal del descapotable que hacía unos días había comprado. Lo acompañaba Helena, su esposa, sentada en el asiento de al lado, risueña, como siempre, al igual que su marido. Tres años de matrimonio estaban ahora a punto de ser coronados con una buena noticia: Ulises y Helena tendrían un hijo. Un deseo, que parecía truncado por una aparente infertilidad de ella, se veía ahora convertido en realidad. La celebración no podía esperar más. Rápidamente, Ulises pisó el acelerador rumbo a las instalaciones del canal en el que venía trabajando por espacio de seis años como uno de los más carismáticos conductores de aquel noticiero matutino que luego, sin su chispa, perdiera parte de su encanto. Allí, sus colegas lo esperaban con una mesa atestada de tragos, bocaditos y otros víveres apropiados para llevar a cabo la celebración. Aquella sería, sin duda, una noche imposible de olvidar. Una noche redonda, perfecta; mas, lo único que Ulises no recordó es que nada en este mundo puede llegar a ser completamente perfecto, como si el capricho de la felicidad fuera siempre el revelarnos que no estamos tan cerca de ella cada vez que creemos que ya la hemos alcanzado. Para cuando Ulises despertó, se hallaba ya en los interiores del hospital María Auxiliadora. Un collarín le sujetaba el cuello y por sus venas corría un líquido frío, como llegaría a estar su alma tiempo después. Intensos moretones marcados en su cuerpo le hicieron suponer que había sido el sobreviviente de una catástrofe de inmensa magnitud y, de ese modo, a pesar del dolor, sintió una leve satisfacción por saberse salvado de aquel terrible accidente. No tardó en llegar el momento en que Ulises, para sorpresa de los médicos que lo tenían a su cargo, dio señales de que, simplemente, no podía recordar, aun cuando no mostraba en la cabeza ninguna contusión. Al principio, según informes del galeno, solía preguntar el por qué sus familiares no acudían a verlo. Luego, ante la reticencia de los doctores a darle alguna información clara, comenzó a preguntar quién era, en qué lugar vivía y qué era exactamente lo que le había ocurrido, entre otras cosas por el estilo que los médicos trataban de explicarle con extrema sutileza, evitando así cualquier impacto emocional que pudiera empeorar su situación. Días más tarde, como era de esperarse, Ulises regresaba al calor de su morada y todo el asunto del accidente no tardaría en ser completamente olvidado. De un momento a otro, los del vecindario veíamos a Ulises llevar a cabo la construcción de una nueva rutina de vida, muy distinta a aquella que llevaba antes del percance. Al 49


instante, nos quedó claro que Ulises había cambiado; no obstante, era Ulises a fin de cuentas, y nos alegramos inmensamente por tenerlo de nuevo con nosotros. Sus amigos del canal se encargaron con tenaz resolución de mantener a Ulises alejado del acoso de otros medios periodísticos, los mismos que podrían recordarle que Helena, la mujer que había sido su esposa, había perdido la vida trágicamente, llevándose consigo al hijo que Ulises nunca vería nacer, en ese fatídico accidente en el cual su auto se estrellara contra un poste de luz hasta acabar destruido casi por completo. Quién diría que siete años después del accidente Ulises recibiría esa visita inesperada. Una visita que terminó por producir los efectos esperados de una verdad que, en un momento u otro, no habría tardado en revelarse, como todas las verdades que el azar o el tiempo suelen descubrir sin que nadie lo aguarde o esté preparado para ello. *** Nos enteramos más tarde que su nombre era Francisco Ostolaza. Médico de profesión, se había encargado de hacer realidad el sueño de incontables mujeres que, por jugarretas del destino, parecían privadas de convertirse en madres algún día. Venía a confesarle una triste verdad que, por respeto a Helena, su esposa fallecida, había mantenido en reserva por espacio de siete largos años. Hasta ese día no había querido que usted lo supiera. Se suponía que sería una sorpresa. Lo cierto es que la confusión fue generada por el infame mensaje de texto que Helena recibiera en su teléfono celular, el cual había dejado olvidado sobre la mesa de noche al momento de ir al baño para tomar una ducha. Un mensaje en el cual un hombre le pedía una cita para esa misma tarde, una cita que, al igual que otras efectuadas en esos últimos días, ella supo mantener en reserva para que Ulises no se enterara. Ulises, luego de leerlo, supuso que aquellas misteriosas salidas que su mujer había efectuado sin decirle a dónde iba tenían ahora un porqué. Sin siquiera preguntárselo, convencido tenazmente de que todo se trataba de una innoble traición, decidió dar el golpe de gracia aquella misma noche. Las palabras, escritas por puño incierto, retumbaban en su mente en medio de una furia irrefrenable que las había insuflado de un sonido peculiar: el sonido de la burla, del engaño, de la duda misma, todo ello mezclado con la idea de una traición imperdonable que merecía de por sí un duro castigo. La revelación que hiciera Helena sobre la llegada de un niño luego de regresar a la casa acabó por rematar todo. Disipada toda duda, el entonces asesino en potencia 50


esperó a que arreciara un poco la lluvia y cubriendo su rostro con la sonrisa hipócrita de aquel que está a punto de cometer un acto execrable, condujo a su mujer a bordo del auto en el que fingiría encaminarse a aquella reunión que ella misma había organizado con la gente del canal en el que se habían conocido. Tal y como lo había planeado, aguardó el momento oportuno para desviar el vehículo fuera del carril y hacer que el auto impactara contra un poste, cuidando que el lado del conductor fuera el menos afectado y haciendo que su esposa perdiera la vida al instante, sin importarle en absoluto aquella otra vida que ella estaba empezando a alumbrar en su interior. Momentos antes, tal y como el victimario confesara el día de su detención, le había exigido una respuesta a Helena al mismo tiempo que aumentaba la velocidad del vehículo a límites exorbitantes, lo cual había hecho que la joven entrara en pánico sin poder responder con claridad a las muchas y confusas inquisiciones del marido: ¿Con quién te ves? ¿Con quién has estado viéndote todos estos días? ¡No es lo que tú crees! ¡Entonces dime! ¡Se trata de…! Pero el tiempo no bastó. En solo unos segundos la respuesta quedaría ahogada en el silencio total, y tuvo que esperar siete largos años para al fin revelarse con la llegada de aquel visitante nocturno. Esto, en el sentido que de no haber venido nunca, Ulises Romualdo hubiera seguido llevando a cuestas una vida extraña, pero soportable. Aunque culposa y abyecta, una vida sopesada por la seguridad de haber, al fin y al cabo, cobrado un justo castigo. Porque el hombre recordaba. Aun cuando todo parecía indicar que detrás de esa notoria tristeza se ocultaba un pasado que la memoria se empeñaba en olvidar, el hombre sí que recordaba, y esa fue de seguro la causa de que, poco tiempo después de culminada aquella inesperada visita, Ulises se entregara a las manos de una burlada, pero a fin de cuentas, implacable justicia.

MANUEL ALONSO NAVAZAR

Perú

Blog: http://perseo2341.wixsite.com/misitio Poemario virtual: navazar.webnode.pe Facebook: facebook.com/manuelalfonso.navarretesalazar

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G

ustavo vive solo en un monoambiente de tres por seis metros. Algo pequeño, pero cómodo y perfectamente funcional a sus necesidades. Desde la esquina donde se ubica su cama es posible ver todo el departamento. Bueno, en realidad no todo: la esquina opuesta a la de su cama queda cubierta por el abultamiento del baño, único ambiente separado del resto de la vivienda. Allí guarda las escobas y los enseres de limpieza. Muchas veces Gustavo se ha despertado con la terrible sensación de que algo siniestro se ocultaba en esa esquina que no podía visualizar. Con el paso del tiempo esa sensación se fue incrementando hasta impedirle levantarse durante la noche. En innumerables oportunidades sintió ganas de orinar en horas de la madrugada y el temor le impidió ir al baño. Permaneció asustado bajo las sábanas hasta que el sol hizo su aparición y recién en ese momento fue capaz de levantarse, con la vejiga hinchada y los riñones doloridos. Otras veces se levantó rápidamente y corrió hacia el baño, permaneciendo encerrado en el mismo por un largo tiempo hasta que la sensación desaparecía. Inclusive de día comenzó a sentir temor cuando debía ir en busca de una escoba. Consciente de que no podía seguir con esa situación, decidió buscar ayuda profesional. El doctor Lombardo, psiquiatra de orientación conductual, diagnosticó que su temor se debía a un condicionamiento aprendido, y planificó un tratamiento basado en técnicas de exposición, desensibilización sistemática y control de la ansiedad. Todas las noches Gustavo debía levantarse en horas de la madrugada (las 3:00 AM resultaba ideal por su carácter simbólico) y aproximarse a la temida esquina mientras ensayaba controlar su ansiedad. Los éxitos parciales actuarían como reforzadores de la nueva conducta. Las primeras noches no consiguió salir de la cama. Se limitó a tratar de alumbrar con la linterna del celular el espacio temido. Unas noches después, juntó valor para levantarse y caminar unos metros hacia allí, pero rápidamente volvió a esconderse bajo las sábanas, como cuando era un niño pequeño que le temía a la oscuridad. Solo que ahora no estaban ni su padre ni su madre para venir a socorrerlo. En una oportunidad, caminó con los ojos cerrados hasta la esquina, permaneció unos segundos en el lugar y regresó rápidamente, no sin antes llevarse por delante una silla y golpearse un pie con el borde de la cama. Luego de varios intentos consiguió acercarse con los ojos abiertos mientras hacía ejercicios respiratorios para controlar su ansiedad, y mirar durante unos segundos. No vio nada perturbador, pero igualmente abandonó pronto el lugar y regresó a la seguridad de su lecho. Pero esa noche se durmió tranquilo. Sentía que sus miedos 53


estaban llegando a su fin. Progresivamente fue aumentando el tiempo de exposición, mientras la ansiedad disminuía. Esto reforzaba su seguridad. Ya era capaz de ir al baño en medio de la noche o de levantarse a tomar un vaso de agua o cerrar una ventana. La última noche permaneció cerca de cinco minutos, mientras bebía lentamente una taza de té. Yo lo observaba sin que sospechara de mi existencia. Ahora que se siente seguro es el momento de salir de mi escondite. Esta noche me presentaré ante él. Hoy lo tomaré por sorpresa.

LUCIANO ANDRÉS VALENCIA Argentina

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-L

as luces me encandilaban, no podía moverme, ni abrir los ojos, apenas podía mover los labios. Estaba en una sala blanca que olía a remedio. Me acercaron un carro de enfermería, enseguida me apretaron el brazo con un lazo y ahí nomás sentí el pinchazo corto y certero. Estaba furioso pero inmóvil. Papá me relató varias veces esa experiencia tortuosa de su adolescencia. Apenas había podido llorar la muerte de su papá a los tres años, y la del tío Ernesto, su hermano mayor, a los doce. Hicimos un picnic. Era domingo y fuimos los cuatro. Yo imaginaba en su relato el pasto escaso del parque, el mantel de flores viejas, la tierra que levanta la ventolina temprana de noviembre y el recuerdo que se le resbala en su pequeña memoria. Comimos unos sandwichitos y nos pusimos a jugar con el tío Ernesto. Mi viejo se empezó a sentir mal, mucho dolor abdominal. Fuimos al hospital, pero como era domingo, nadie lo atendía. Mi mamá se daba cuenta de que se ponía cada vez peor, viste que la abuela era enfermera. Y les decía: ¡este hombre no está bien! El abuelo, que era un el hombre joven y sonriente, esposo feliz y padre de dos niños que disfrutaba de un picnic de domingo en un pueblo de Santa Fe, se transformó en un ser pálido y cetrino, sudoroso y febril. La abuela, una viuda de veintisiete años, vino con sus hijos a vivir a Buenos Aires y consiguió trabajo como enfermera en un hospital público. Los chicos se quedaban en casa. Vivían en el hogar de los abuelos maternos en el barrio de Liniers, en donde el abuelo árabe era dueño de un almacén mayorista. Me encantaba que el abuelo me viera cuando levantaba las bolsas de harina pesadas, él estaba orgulloso de mí porque yo era grandote y fuerte, desde chiquito. El abuelo Jacinto, es decir mi bisabuelo árabe, era rudo, pero tenía gestos de cercanía a los niños que, después de la escuela, se encargaban de callejear luego de ayudar en la casa. La bisabuela era una entrerriana dulce, una maestra que había abandonado su profesión para dedicarse a la maternidad y a cuidar de la casa. Papá y tío Ernesto disfrutaban de las horas libres. Hacíamos muchas travesuras con el tío Ernesto. Un día encontramos en un terreno baldío, al lado de la casa, una bala de cañón. A mí, sin querer, se me disparó. Era una tarde de sol y brisa cuando se produjo el encuentro imprevisto: un artefacto pesado, metálico, de dimensiones inciertas, una especie de cohete de bronce, abandonado en el pastizal del baldío lindante a la casa. Con entusiasmo infantil, papá y el tío deciden ver qué pasa, si la levantan, si la tocan, si la tiran, y a papá se le disparó el 56


proyectil, involuntaria pero poderosamente, directo al centro del tío, quien lo abrazó atónito, aturdido, antes de salir despedido a alta velocidad y volar varios metros, para caer luego al lado de una vieja pileta de loza. Al día siguiente salimos en los diarios, yo era El pibe artillero y el tío era El pibe bomba. Por suerte el tío, esa vez, zafó. La abuela volvió a casarse con un señor de barba blanca y ojos claros que había sido su paciente. Se casaron en Montevideo, porque él era separado, y por entonces en Argentina no existía el divorcio legal. Tuvieron una preciosa niña rubia, de ojos tristes y azules, mi tía Ana. Los hermanos crecieron y comenzaron a hacerse cargo de las tareas de la casa, para alivianar el trabajo de los abuelos. “Yo no tengo la culpa de que tengan dos zapallos entre las piernas”, repetía mi abuela, que les enseñó a lavar, planchar, cocinar, y buscar a su hermana cada tarde al jardín. Esta última tarea fue asignada a mi viejo, quien un día descubrió a la pequeña saliendo de la escuela de la mano de un anciano de barba y sobretodo negro, que le ofrecía llevarla a su casa y darle unos caramelos. Otro día olvidó buscarla, pero por suerte las monjas la retuvieron llorando desconsoladamente hasta la llegada de papá, culposo y extenuado. A mi hermana la salvé yo del viejo degenerado, y también de las monjas, que la dejaron llorando, pobrecita. Se mudaron a Floresta, en un conjunto de monoblocks oscuros y rodeados de verde, frente al parque Avellaneda. La mala relación con el padrastro forzó a tío Ernesto, ya adolescente, a irse de la casa. Había abandonado la escuela secundaria y comenzaba a trabajar en una óptica. Mi vieja le partió la regla T en la cabeza, no lo vio más después de ese día. Yo lo veía cada tanto, a escondidas. Lo espiaba desde la ventana de nuestra habitación, él se asomaba por la estación de servicio que estaba en la esquina. El día que murió tío Ernesto, papá dormía, y su padrastro lo despertó sin anestesia: ¡Leopoldo, murió tu hermano! Atontado y semi-conciente, fue al baño, se cambió, y se dirigió a algún lugar con gente que lo llevaba no sabía a dónde. ¡Leopoldo! murió tu hermano, el tambor resonante en cada hueso del cráneo, en cada célula cerebral anestesiada de dolor. Por una semana no pudo decir una palabra. Después vino la adolescencia y con ella, una profunda depresión. De pronto veo como que se me vienen encima, mientras hablaban palabras que no entendía. Yo seguía inmóvil. No podía gritar, tenía ese coso de plástico en la boca, no me acuerdo el nombre, es para que no se vaya la lengua para atrás. Tampoco podía mover los brazos, los sentía pegados a la cama. 57


Dos dispositivos son gatillados en forma simultánea sobre sus sienes. Una, otra vez. Una corriente eléctrica lo atraviesa y su cuerpo estalla en convulsiones. Luego, la oscuridad. Los recuerdos de su vida se desvanecen en fragmentos: la mirada de su madre, la sonrisa borrosa de su hermano, los ojos deslucidos de tía Ana, la memoria arrancada, los hombres de blanco, la ambulancia Ford que se desdibujan en el instante previo al encierro. Papá, a los dieciséis años, en una sala de emergencias de un hospital psiquiátrico. El silencio en la mente. Y la nada. *** Es domingo y papá, como es habitual, hace asado, toma unas copas de vino, hace una larga sobremesa. Nos cuenta cómo fue que un golpazo que se pegó en la frente, le dejó los huesos triturados de por vida. ¿Les conté el accidente con la bicicleta de carreras? Yo iba a toda velocidad, y creí que el camión estaba lejos, pero no, estaba ahí nomás.

ROXANA CHURRUARIN

Argentina

Instagram: @roxanaretz

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S

talingrado. 1942. Los morteros estallaban por todos lados, una mezcla extraña entre polvo de escombros, ceniza y carne quemada. Hacía semanas que la guerra estaba estancada en esta ciudad. Dos grandes ejércitos estaban atascados peleando días y noches enteras por el control de un cuarto, luchando por los insumos de una alacena abandonada. Las bombas aéreas caían en los edificios sin preguntar si allí habían aliados o enemigos, simplemente derrumban todo a su paso. Partes de cuerpos estaban esparcidas como si fueran decoraciones modernas. Al caer la noche, las llamas de los incendios iluminaban el cielo y lanzaban columnas de humo que oscurecía aún más el cielo negro. —El escuadrón tres fue capturado —El teniente Stuff tenía un cigarrillo improvisado entre los labios, mientras daba parte a lo que quedaba de su escuadrón—, bueno, los que no murieron—añadió. —Teniente —dijo un joven cabo ario, envuelto en una sábana para abrigarse del inclemente frío, tiritando—, ¿podemos encender una fogata? Stuff lo miró a los ojos con lástima. Veía que el enclenque niño soldado estaba agonizando de frío; él mismo tenía en el fondo de sí, el deseo de encender una hoguera para abrigarse. —Me temo que no podemos, cabo. La luz del fuego podría atraer a una patrulla rusa. No querríamos que nos encontraran aquí. Ni siquiera podemos hablar demasiado fuerte —Stuff le extendió un cigarro al joven—, sea valiente, por el Führer. El joven tomó el cigarro y lo encendió con su encendedor, ocultando la llama entre la sábana que lo cubría. —Heil Hitler, teniente —susurró sin ánimos. —Heil —respondió Stuff. Los demás soldados fumaron en silencio, algunos limpiaban sus armas, contaban sus balas, otros simplemente miraban melancólicos fotografías de sus familias, sus mujeres; esposas o novias que los esperaban en sus casas. A más de uno ya lo habían dado por muerto desde que empezó la batalla y llegaron noticias del estado de sitio de la ciudad. —Iré a patrullar un rato —Stuff se levantó, tomó su pistola y se dispuso a salir de su escondite. —Lo acompaño, teniente. Stuff lo detuvo cuando el cabo iba a tomar su arma. —Prefiero que no, cabo. Quédese y cuente las raciones. Volveré en una hora. El cabo se despidió y se puso a hacer lo que le habían ordenado. El teniente 60


Stuff salió del salón donde se escondían él y los suyos, y se movió entre pasillos, callejones y casas en ruinas, saltando encima de fotos familiares y algún cadáver, militar o civil, ocasional. Esquivó unas cuantas patrullas tanto alemanas como soviéticas y llegó a una casa; entró y se movió a través de sus pisos rotos y sus paredes agujereadas. Bajó hasta el segundo subnivel del edificio y vio una luz salir de una habitación, siguió avanzando y entró a la habitación iluminada. En el interior había una mesa y tres asientos, caminó hasta un pequeño estante y sacó de una gaveta una botella y tres vasos. Se sentó a la mesa y se sirvió un trago. Después de unos minutos, escuchó pasos en su dirección y vio entrar a otro sujeto, vestía uniforme con líneas rojas. —Justo a tiempo, amigo. —Gusto en verlo, teniente Stuff —respondió el otro sujeto; era el teniente Checov, del ejército ruso. Se quitó su sombrero y se sentó a la mesa junto a su homólogo germano. Ambos compartieron un trago de una manera casi amistosa y formal. —¿Qué tal va el Reich, Krick? —preguntó con una sonrisa el ruso. Krick Stuff sonrió. —De maravilla, ya casi no se nota que los gloriosos soldados morimos por causas perdidas. ¿Qué me dice de la Madre Patria, camarada Boris? —A todo vapor —Boris se encendió un cigarro y dio una fumada—, como un tren. Un nuevo par de pies, más ligeros, sonaron y entraron en la habitación. Una mujer pequeña y joven, llevando un estuche en sus delicadas y maltratadas manos, avanzó por la puerta y saludó a los dos caballeros sin hablarles y se sentó frente a ellos. —Buenas noches, señorita. Nos alegra que esté bien. La mujer sonrió y levantó su estuche y se lo puso sobre las piernas. De él sacó un violín en mal estado, pero funcional. Ambos sujetos se acomodaron en sus asientos y se deleitaron con la música de aquella mujer, ninguno de los dos sabía su nombre, ni su historia. Se habían conocido por azar una noche hace dos semanas patrullando cuando ambos coincidieron en aquella habitación, atraídos por esta melodía que los hacía olvidar que estaban en guerra, matándose entre sí. La mujer iba cada dos noches a tocarles música a ambos. Con las visitas, ambos soldados de oficio se habían vuelto amigos; cada dos noches olvidaban por un momento que eran rivales, se olvidaban del color de sus uniformes y de la diferencia de sus idiomas y hogares. Eran solo dos hombres. 61


Al finalizar la música, ambos compartieron un último trago y se despidieron. —Que mis balas no te alcancen pronto —se dijeron mutuamente, y salieron de la habitación con tres minutos de diferencia para no ser vistos. Así estos dos caballeros, los tenientes Krick Stuff y Boris Checov, solo fueron Krick y Boris por una hora entre balas, fuego y muerte. Así habían hecho por dos semanas y harían por otras tres, antes de que uno volara a otro con un mortero sin saberlo y ya ninguno volvió a su cita. La guerra siguió, pero con una chispa efímera de humanidad en medio de la barbarie.

BREIGNER TORRES

Venezuela

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C

uatro veces escuché hablar de Benavídez. La última, la fatal para esta

historia, fue en una librería hace mucho cerrada de la calle Laprida. Sin mucho entusiasmo, un sobrino suyo me confirmó que los rumores eran ciertos, pero que le había jurado no decir nada y que por eso se sentía un traidor. No quise escuchar sus lamentos. Le pagué lo prometido y estuve dando vueltas unas cuantas horas hasta decidir tocar su puerta. Unos segundos después, como si me hubiera estado esperando por toda la eternidad, su pelo avejentado asomó tras la madera dejando ver apenas una mesa de luz desordenada, columnas de libros acumulados y pequeñas manchas de humedad en la pared. Se me antojó fugazmente el Macedonio lúgubre con que nos han insistido tantas veces, y decidí pasar para no arrepentirme. No dijo nada. Supe que esperaba mi pregunta, pero aún así dudé. Me enfrentaba al temor del camino sin regreso, a la irresponsabilidad de cruzar la línea que nadie siquiera había soñado trasvasar. Pero en ese momento recordé a los dos que por error ya había asesinado con la certeza de haber cumplido, y cuyo mal recuerdo me nublaba la conciencia en un remordimiento perpetuo. Benavídez sabía que no podría matarlo sin antes hacerle la pregunta, y una suerte de tranquilidad miserable la cruzaba la cara. Y sabía también, sobre todo, que confirmar mi sospecha con un sencillo “es cierto” daba por tierra con este Universo tal cual lo conocemos. La noche se ponía, (ahora sé que por última vez). Yo tenía el arma cargada y él la calma de quien sabe que no tiene que hacer la siguiente jugada. Pensé en el sabio ajedrez y me supe dueño del movimiento que acabaría con el juego, con los balcones, los limoneros, las cosas, los amores y desencantos, la poesía de Flaubert, las brisas del atardecer, la mítica Alejandría, todos los tomos del mundo, los textos escritos y nunca escritos de cada autor posible, los hombres, las mujeres, los pensamientos, las prolijas declinaciones del latín, los corsarios sajones, las arenas, las batallas y sus muertos, en fin, todo lo que ocurrió alguna vez, cada diálogo, cada tensa mirada, cada mínima jornada en la historia del Universo. La idea me la había susurrado mi abuelo en su lecho de muerte y en ese acto me regaló el arma. Me dijo que alguien no mucho más allá de los barrios del Sur lo había pensado todo. Y que su muerte era necesaria para llegar a la verdad, para probar que solo existíamos en esa mente, que él era en definitiva el único que era. Arriesgué a preguntarle si en realidad no me estaba sugiriendo matar a Dios. Apenas sonrió.

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Se trata de Benavídez, simplemente. No mucho más que eso… dijo restándole importancia. Respiré profundo. Apoyé el dedo en el gatillo y supe con terror que tenía en los músculos de mi mano derecha el fin de todo lo que alguna vez había sido. Pero la verdad era más valiosa y le solté la pregunta. Me miró y luego de unos segundos solo dijo: Me saca un peso de encima... En el último instante pensé que si todo aquello era falso, si Benavídez era solo un viejo más perdido en una pensión de Buenos Aires, como mucho yo pasaría el resto de mis días en la cárcel como triple homicida. Si en cambio era cierto que ese insignificante hombre había pensado el Universo y que solo él existía, su muerte también sería en rigor una decisión de su voluntad. Ese pensamiento me tranquilizó. Alcancé a repasar los lomos de algunos libros, y en el parco silencio de la pieza, jalé del gatillo.

LUIS FONTANA

Argentina

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G

ran problema en el barrio Las Palmeras: la vecina doña Fausta se queja de los loros que en bandada cruzan el pedazo de cielo azul que le toca y su sentimiento ha pasado a mayores. Su mente, ávida de drama en esa rutina mohosa que vive, elucubra suciedad y bochinche. El asunto es que doña Fausta vive la vida tan desde adentro de su casa que podría decirse que tiene un problema personal con la naturaleza. Aquella mañana, la necesidad imperiosa de comprar víveres la hizo salir del hogar, en plena algarabía de los loros que estaban particularmente comunicativos. Cuentan que la vieron caminar muy rápido, con el ceño fruncido y un diario en la cabeza, del cual no se sabía si estaba recién comprado y servía para cubrirse del sol, o era su escudo de protección contra posibles represalias de los loros en cuestión, imaginando que ellos tuvieran el sexto sentido de saber que la mujer —lisa y llanamente— los odiaba. Aprovechando ese contacto con el prójimo, doña Fausta se puso a averiguar donde se concentraban los nidos, considerando que el sonido aumentaba al pasar por determinados lugares y llegando felizmente a localizarlos: las palmeras de los Francia. No eran los Francia vecinos de su devoción pero ahora comenzaba a ver en ellos una actitud incivilizada indignante: ¡Albergar ese infierno de pájaros y mantenerse en la impunidad! La obsesión va en aumento pero pocas son las probabilidades de solución. Adentro y afuera de su casa, el griterío perturba hasta el alma más reposada y doña Fausta comienza a entrar en una especie de posesión satánica que no va con su religión. El odio, como un volcán activo, comienza a desprender una lava que se contradice con su condición de mujer católica practicante, como siempre ha preferido definirse. Todas las noches antes de lidiar con el sueño, pide a Cristo, a la Virgen y al santo patrono del día la destrucción de los nidos con viento, granizo o lo que sea. Pero a la mañana, los loros parecen gozar cruzando la quietud de su ventana y hasta podría asegurar que se mofan de sus frustradas oraciones. Pero no hay mal centenario se consoló doña Fausta. Aún sin edad para ello, se alistó para entrar al convento de la ciudad más cercana que encontró en Google Maps. La aceptaron, porque la escasez de vocaciones permite hacer ciertas salvedades. Un examen oral con las principales oraciones y adentro. Para ella, la paz y una austeridad elegida. El convento no tiene palmeras y aquel odio se ha evaporado con el poder sanador del silencio. Ahora es la Hermana Faustina. En el barrio Las Palmeras, la abundancia. Apenas pasados unos meses, los Francia han montado un itinerario turístico con visitas guiadas que comienza en sus 67


palmeras y recorre todo el vecindario. La principal atracción es escuchar a loros que rezan, y lo hacen justo en las herméticas ventanas de doña Fausta, una mujer que descubrió su vocación religiosa a los setenta años de edad.

LUCÍA BORSANI

Uruguay

blog: http://loca-por-la-luna.blogspot.com

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El recuerdo es vecino del remordimiento. Víctor Hugo

S

ábado 6.40 hs. Aún no amanece. Detengo el auto frente al portón de ingreso del estacionamiento para el personal. En invierno comienza a aclarar recién a las 7:30 hs y el sol sale cerca de las 8:00 hs. Espero que el guardia registre mi ingreso y conduzco hasta la cochera habitual. Este es mi último año de residencia en Emergentología que cumplo como médico de guardia “franquero” los sábados y domingos. Faltan quince minutos para tomar mi guardia pero seguro que el Chapu, ya cambiadito, me vio estacionar por la ventana y se está tirando por las escaleras. Cuando me lo cruce en hall central me va a gritar “¡Rolfy! ¡Hola! Te dejé las novedades con la enfermera. ¡Buen finde!”. ¿Nunca se le ocurre que lo paso aquí adentro? ¡Alguna vez me va a tocar descansar los fines de semana! Bueno, si yo estuviera en su lugar también me iría contento. Llego a la Unidad de Terapia Intensiva y le pido a la enfermera el parte y las historias clínicas para ordenar mis prioridades de las próximas cuarenta y ocho horas, además de todo lo nuevo que ingrese. —¿Alguna novedad del accidentado? —le pregunto a la enfermera. —Ninguna, doctor. El respirador no hizo falta porque satura bien. Los informes de laboratorio están en la carpeta. —Gracias Sandra, cualquier cosa la llamo. El paciente había ingresado la semana pasada a causa de un accidente automovilístico. El auto, en el que viajaba junto a otras dos personas, fue embestido en la Ruta 14, unos veinte kilómetros al norte de Concordia, por un camión que iba de Brasil a Buenos Aires. Quedó volcado al costado del camino provocando el fallecimiento inmediato de dos de los pasajeros mientras que el tercero fue derivado aquí. Ingresó sin conocimiento pero al controlar sus signos vitales comprobamos que no existía riesgo para su vida. Tenía varios traumatismos en el lado izquierdo de su cuerpo; en el parietal, en la zona intercostal y en la pierna. Presentaba algunas heridas cortantes que fueron atendidas. Como su ritmo cardíaco y presión arterial permanecían normales, y respiraba por sus propios medios, desconecté el respirador. Por prevención lo derivé a Imágenes y los estudios no mostraron lesiones óseas. Lo único extraño eran unas ampollas de quemaduras en el cuello y el hombro derecho. Pregunté si el auto se había incendiado y me respondieron que no. Estaba ocupado haciendo el informe de rutina cuando me vino a ver el 70


Comisario Sánchez, de la Séptima, quien me informó que debía dejar un agente de consigna para cuidar al paciente. —¿A qué se deben estas precauciones, comisario? —le pregunté. —Es que ninguno de los tres tienen documentos identificatorios —me respondió—. Además el auto no tiene placas y los números de motor y chasis están adulterados. No sabemos nada de ellos. Avíseme si recupera el conocimiento. Domingo 4.00 hs Ya es de madrugada y recién me puedo ir a dormir un rato. Toda la noche ocupado con los pibes que se pelearon a la salida del boliche. Dos con heridas de arma blanca y el tercero muy golpeado. No entiendo al que va a bailar con un cuchillo. Ojalá pueda dormir un par de horas. —¡Doctor! ¡Doctor! ¡Venga! ¡Se despertó! —los gritos de la enfermera me sacaron abruptamente del sueño. Corrimos al box. El tipo, con los ojos muy abiertos, me mira con una expresión mezcla de asombro y susto. —¡La luz! ¡La luz! ¿Qué es esa luz? —me dice señalando la lámpara del techo. —¡Tranquilo! —le digo mientras lo tomo de la muñeca y controlo su pulso— Es la luz de la sala. ¿Sabe dónde está? —¡No! ¿Dónde estoy? —En el hospital Delicia Concepción Masvernat de la ciudad de Concordia. Soy el doctor Rodolfo Méndez. Tuvo un accidente ¿Sabe cómo llegó o adónde iba? ¿Cuál es su nombre? —¡No! ¡No tengo idea! ¿Dónde queda Concordia? ¡No recuerdo mi nombre! —Bueno, tranquilícese. Vamos a hacerle unos controles. Ya se va a acordar. ¡Sandra! —me dirijo a la enfermera— Por favor avísele al agente de consigna que le informe al comisario que el paciente recuperó el conocimiento. Ahora le voy a hacer unos controles para ver si está en condiciones de ser interrogado. Le hago una serie de pruebas para comprobar sus respuestas neurológicas y los resultados son normales. Desisto de seguir interrogándolo para no ponerlo más nervioso. Mejor que eso lo haga el Comisario. Entra el agente y me informa que el comisario ordenó esposarlo a la cama por seguridad. Lunes 6.30 hs Por suerte se acaba mi guardia. El comisario no vino. ¿Iba a dejar su partida de golf por venir a interrogar a un desconocido? ¡Nunca pensé que lo hiciera! Durante el domingo pasé por el box un par veces pero solo hablamos de la evolución de sus 71


heridas. No le volví a preguntar si recordaba algo de antes de despertarse y él tampoco mencionó nada. Sábado 6.45 hs Estaciono en la cochera de siempre. Subo a la UTI extrañado que el Chapu no haya bajado corriendo. Lo encuentro en la habitación de los médicos, ya cambiado, pero sentado en la cama esperándome. —¿Qué le diste al NN? —me pregunta riéndose. —Solo analgésicos. ¿Por? —¡No guacho! ¿Qué le diste que no quiere hablar con nadie más que con el doctor Méndez? —me dice imitando la voz del tipo. —¿En serio? ¡Me estás jodiendo! —¡No! ¡De verdad! Lo pasaron a sala. Lo pusieron en la que está solo. En la semana vino el comisario y el tipo no recuerda nada. Ni el auto, ni a los otros dos. Le mostraron las fotos que sacó el forense. Se dio cuenta que estaban muertos pero no tuvo ninguna reacción ni los reconoció. Y con los médicos de la sala… ni la hora. El lunes dijo que solo iba a hablar con el doctor Méndez y el resto de la semana directamente mira para otro lado y no contesta. Les dije que lo dejaran todo un día sin analgésicos y el guacho se la bancó. —¡Noo! ¡No podés! ¡Sos un hijo de puta! —le dije riéndome. —Te juro. Ni mu. Después le dieron otra vez. Tenían miedo que les hiciera una queja a la Dirección Médica. Bueno. Me voy. Ahí lo tenés, todo para vos. —mientras se va escucho sus carcajadas bajando la escalera. Después de leer todos los partes, comienzo la recorrida. Cuando termino bajo a la sala y busco al “NN”, como lo llama el Chapu. Lo ubico enseguida por el consigna en la puerta. Cuando me ve entrar, esboza una sonrisa. —¡Doctor Méndez! ¡Por fin llegó! Quería hablar con usted. —Es que yo estoy solo los fines de semana —respondo— Y esta sala no me corresponde. Soy de Terapia Intensiva. Por lo visto está mejor ¿Recordó su nombre? —No doctor, no puedo recordar nada. Pero esta semana he tenido un sueño recurrente y se lo quería contar. Lo esperé a usted porque es el único que se preocupó por mí. Los demás me tratan como si molestara. —No lo tome como algo personal —le digo, tratando de justificar a mis colegas— son formas de ser nomás. —¡No, doctor! Yo no me acuerdo de lo anterior pero lo que pasa ahora no se me escapa.

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—Bueno, cuénteme del sueño —le sugiero para sacarlo del tema. —Antes… ¿hay forma que me saquen esto? —señalando las esposas. —No depende de mí. —Bueno, que se le va a hacer. Fueron tres o cuatro días en la semana, no estoy seguro. Con pequeñas variantes me veo corriendo por un bosque como escapando de un incendio. —Cuénteme que cosas se repiten y cuáles no en los diferentes sueños. Se queda pensando un rato y empieza a enumerar: —Siempre es un bosque, el incendio es en una casa. A veces me alejo del fuego y otras voy hacia él. Solo una vez escuché gritos. Pienso qué preguntarle que pueda sacudir su inconsciente cuando entra Sandra: —Doctor, están bajando de quirófano un paciente baleado anoche en un asalto. —Bueno, ahí voy —respondo. Y dirigiéndome a él— Fíjese si recuerda algo más del sueño y después seguimos charlando. Domingo 16.30 hs ¡Por Dios! ¡Qué fin de semana! Con el choque del micro de ayer al mediodía no paré hasta ahora. ¡Me muero de sueño! Pero quiero ir a ver al amnésico para seguir la charla de ayer. Creo que algo hay en su sueño. Y tal vez explique sus quemaduras. Entro al box. Duerme. —¡Hola! —lo despierto— ¿Seguimos la conversación de ayer? —¡Ah! Hola doctor. Sí, sí. —Me decía ayer que en uno de los sueños escuchó gritos. ¿De quiénes eran? ¿De mujer o de hombre? ¿De adultos o de chicos? Se queda pensando y de repente su expresión se ensombrece. —No recuerdo —responde— Estoy cansado, tengo sueño. ¿Seguimos después? Tengo la impresión de que algo sonó en su cabeza pero no quiero presionarlo. —Sí, claro. Cuando quiera. Avísele a la enfermera y ella me llama. Lunes 8.05 hs Ya me voy de la guardia. No me volvió a llamar. Yo tampoco fui a verlo. Le voy a dar tiempo para que digiera lo recordado. Mañana cuando juegue al fútbol con los pibes le voy a pedir al Rolo, que trabaja en un semanario, que me averigüe sobre algún posible incendio tres semanas atrás. Sábado 7.50 hs Me llama la atención no ver la camioneta policial estacionada como siempre. 73


Sandra me da los partes. Antes de empezar a leer le pregunto: —¿Sabe algo del NN? —Me dijeron que se fue de alta doctor. —¡Ah! Después consulto. Comienzo a hacer la recorrida. No me lo puedo sacar de la cabeza. ¿Encontrará su historia por fin? Siempre me dicen que no es bueno involucrarse tanto con los pacientes. Sobre todo en mi especialidad en la que algunos no resisten. Golpeo la puerta de la Dirección Médica. —¡Adelante! —se escucha. —¡Hola jefe! —le digo asomándome— ¿Le puedo hacer una consulta? —¡Sí, pasá Rolfy! —Quería saber qué pasó con el amnésico. Me enteré que le dieron el alta —Así es. En realidad ya hacía más de una semana que podríamos haberle dado el alta porque médicamente ya estaba bien, pero el comisario me pidió que lo aguantara un poco porque no tenía donde ponerlo y había recibido un llamado del secretario de un juzgado federal de Buenos Aires avisándole que iban a enviar un oficio de traslado y en ese momento necesitarían el alta médica. Y a mediado de esta semana me trajo la orden, acompañando a la delegación de la Federal que lo trasladó. —¿Y en el oficio decían algo de la filiación? —No. Solo hacía referencia al accidente y mencionaba “al masculino sobreviviente”. La orden judicial también autorizaba a retirar los cuerpos que estaban en la morgue y el automóvil accidentado. ¿Querés ver el oficio? —¡Claro! Si me permite. Busca en el fichero de las historias clínicas y me alcanza una hoja. Empiezo a leer. Me causa gracia como cada profesión tiene su léxico específico; un paper de medicina, una escritura pública, un informe contable o un oficio judicial, se redactan con terminologías tan específicas que, al común de la gente, les cuesta entender. Traducido al “castellano”, la orden decía que, a efectos de una mejor identificación, se trasladen los dos cadáveres y al masculino sobreviviente a dependencias de Servicios Especiales de la Policía Federal, así como al vehículo siniestrado. En otro párrafo mencionaba que la solicitud había partido de la dependencia mencionada y se autorizaba al Comisario Inspector Alfonso Rocamora a realizar el operativo. Le devuelvo la hoja. Me despido agradeciendo y regreso a la unidad de terapia. Algo en todo esto no me termina de cerrar. Domingo 17.45 hs

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¡Goool! ¡Vamos Patronato! Por suerte, domingo tranquilo, me permite ver el partido. Suena mi celular. Es Rolo. —Hola Rolfy. Soy Rolo. Estuve averiguando lo que me pediste. Hace tres semanas hubo un incendio en un pueblito llamado San Jorge, cercano a Villaguay en la que murieron un matrimonio y sus dos hijos. Se sospecha, por dichos de los vecinos, que fueron ejecutados por tres sicarios por ser testigos protegidos en una causa contra un comisario inspector de la Policía Federal. Por supuesto nadie en el pueblo quiso declarar. —Rolo, ¿el comisario inspector se llama Rocamora? —¡Sí! ¿Cómo sabes? —¡Por metido! ¡Menos mal que los pacientes vienen sin etiquetas de sus antecedentes! ¡Si no sería tan difícil cumplir el juramento hipocrático!

OSVALDO VILLALBA

Argentina

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T

omo la fotografía que está junto a mi cama y comienzo a recordar todo con mucha tristeza. Viajábamos kilómetros y kilómetros para llegar hasta aquel solitario lugar; mi padre lo descubrió hace ya mucho tiempo. Había una fila larguísima de árboles muy altos y frondosos, la cantidad de hojas era tal que adentro no pasaban casi los rayos del sol. Entre nosotros le llamábamos “la cueva”. Teníamos nuestra rutina. Bajábamos del auto y caminábamos a la entrada de la cueva. Yo me quedaba ahí y mi papá se iba hasta el otro extremo. Ambos sacábamos nuestra trompeta, le colocábamos la boquilla, presionábamos un poco los pistones y como nuestras voces ya no se escuchaban por la distancia, mi viejo lanzaba una nota, después, cuando yo estaba listo, le lanzaba otra de regreso, era nuestra señal para comenzar. Para ese lugar teníamos únicamente tres canciones, siempre las mismas, lo que no sabíamos era cuál interpretaríamos, entonces, mi papá iniciaba, tocaba varios compases, los suficientes para que yo supiera qué canción era, luego se detenía y yo retomaba el siguiente compás, me detenía y él seguía y así íbamos tocando mientras caminábamos lentamente al centro de la cueva hasta quedar frente a frente y tocábamos juntos el final. Todo era una especie de pregunta y respuesta, solo mi papá y yo; dos músicos pasando tiempo juntos con sus trompetas y los árboles recibiendo y guardando todas nuestras notas en cada una de sus hojas para después esparcirlas en el viento a su antojo. Dejo la fotografía en su lugar. Ahora mi viejo se ha ido. He regresado a ese lugar muchas veces, intento tocar pero no puedo. Mi alma se quiebra, los dedos me fallan. Hoy lo intentaré de nuevo. Cuando llegué bajé nerviosamente y con dificultad. Ya en la entrada y con la trompeta en mano me pasa lo mismo, mis pulmones se bloquean, comienzo a llorar y decido caminar en silencio hacia el centro de nuestra cueva, nunca lo había hecho sin tocar. Me detengo al llegar, cierro los ojos, siento el viento en mi cara, percibo el movimiento de los árboles y de pronto, empiezan a sonar las canciones que tocaba con mi padre, es como si las hojas tuvieran memoria. Poder escucharlo por última vez me reconforta. Sigo las melodías en mi cabeza y cuando casi va por el final de la última se detiene abruptamente, todo queda en silencio. Sé que es mi turno, es como si él quisiera darme el cierre que necesito. Abro los ojos, levanto mi instrumento temblorosamente y toco los últimos dos compases. Con esas pocas notas me despido de él. Adiós papá. Haremos música en otra vida.

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KARLA TABITHA MOSQUEDA ORTEGA

México

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A

yer el Alesi sacó un desvencijado sofá viejo y sucio del galpón de su casa y lo llevó a la esquina del barrio, ahí donde los pibes pintaron el logo de Los Piojos. Cuando pasé para la facultad lo vi sentado en el sillón, tomando vino con gaseosa en una botella cortada, pero hice como si no lo hubiese visto, o como si no viera nada, como si viniera metido en una nube, o como si fuera invisible, no sé. De todos modos no dio resultado y me terminó pidiendo, casi exigiendo, el cigarrillo obligatorio de cada vez que paso. Finalizada la transacción, el muy ladino me puso a prueba ofreciéndome un trago. Mi respuesta lo desorientó. Acepté. No solo agarré la jarra, también me senté sobre la cuerina seca y rota y los resortes dañinos del sofá. Dejé los libros al lado y apuré la bebida como si el vino no fuera agrio y el jugo no fuera de guaraná o mango, o una de esas porquerías dulces hasta lo ridículo. Miraba el fondo de la jarra improvisada en una botella plástica de gaseosa mientras escuchaba al Alesi burlarse de que yo nunca iba a la cancha, cuando el tiempo se suspendió. Como si fueran balas disparadas desde la ametralladora de un loco, un millón de imágenes inconexas llegaron a mi cerebro aunque creo, no lo hicieron a través de mis ojos. El vino me mostró todos los lugares del Orbe sin confundirlos. Vi millones de actos deleitables o atroces. Vi el pulposo mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una calle en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi un dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa en el mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos 80


en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino (No he explicado quienes son, ni lo voy a hacer), vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi al Alesi, desde todos los puntos, vi en el Alesi la tierra, y en la tierra otra vez al Alesi, y en el Alesi la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo. Sentí infinita veneración, infinita lástima. ¡Señor, no se lo digo más! ¡Documentos por favor, y contra la pared! dijo una voz aborrecida y autoritaria. Fogonazos de luces azules me fueron golpeando hasta que volví en mí. Dos policías me miraban desde el patrullero mientras otro de ellos me sacudía estirándome la remera. Los vecinos se asomaban por las ventanas y puertas. El Alesi había desaparecido. La jarra estaba tirada y mis libros manchados con vino. En ese momento concebí mi venganza. En el patrullero, en la mesa de entrada, en el calabozo, me parecieron familiares todas las caras. Por suerte pude dormir, aunque apoyado en el suelo frío y áspero del calabozo, y acá estoy, ya sin cigarrillos, esperando que se hagan las seis de la tarde para salir y volver a mi casa, que es un lugar similar a este.

HERNANDO TORRILLA

Argentina

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C

on la mano temblona abrió la puerta de un armario macizo, que sería suyo hasta el día de hoy. Su hijo pasaría a recogerlo en menos de dos horas, llevaba preparado para marchar desde el punto de la mañana. Iba pulcramente vestido con su mejor traje, que con total seguridad, ese sería el último día que lo llevaría puesto. Se estaba despidiendo de su hogar, y qué menos que ponerse de gala, la ocasión lo merecía. El abrigo estaba dispuesto en el perchero de la entrada, junto a una pequeña maleta apoyada en la pared estucada. Tienes que llevar lo imprescindible, le habían advertido sus hijos, ¿y qué es lo imprescindible? A sus años, ya nada lo era, aunque en el último momento se acordó de una pequeña manta de terciopelo que había sido de su mujer hasta el mismo día de su muerte. A lo mejor en el sitio al que iba le sería de gran utilidad. Solo había estado una vez en la que desde el día de hoy sería su nueva casa, le enseñaron la que sería su habitación, no era muy amplia, y además debía de compartirla con alguien que ni siquiera conocía todavía. La recuerda oscura y con olor a pis. En esos momentos tragó saliva, pero no hizo ningún comentario, tampoco lo hizo Mario, su hijo mayor, pero cuando la enfermera cerró la puerta detrás de ellos, vio como del bolsillo de su bata blanca, sacó un spray, y con cierto disimulo lo roció, haciendo que el olor a orín, quedara envuelto por una fragancia química. Nadie le preguntó, un día sus hijos aparecieron sin avisar por su casa, y sin demasiados rodeos, sacaron de una fina carpeta varias hojas de papel couché brillante que olía a revista del corazón, lástima que a la hora de la verdad, el sitio al que le habían asignado, no tuviera nada que ver con las casas que aparecían en la revista Hola. Le impusieron de una manera amable que, dada su situación y que mamá ya no estaba, lo más acertado sería que se fuera a vivir a un hotel. Debió de poner cara de circunstancia, porque enseguida uno de sus hijos, el único que todavía no había abierto la boca, rectificó y dijo “residencia”. La luz que entraba a través de la ventana era suficiente para ver que debajo de la manta asomaba una vieja caja de latón. Con la mano temblorosa la acarició y la apartó con suavidad, aún olía a su mujer. Cogió la caja y la colocó con sumo cuidado encima de la cama, el sonido chirriante que hizo al abrirse le hizo rememorar recuerdos que creía olvidados. Sacó un viejo papel, parecía un pergamino, estaba fechado en mil novecientos veintiocho. Era una factura de la vieja fábrica de galletas de su barrio, el mismo en el que vivía actualmente, pero tan diferente en aquellos entonces. La factura estaba firmada por él mismo. Entonces él era alguien, la fábrica estaba 83


en pleno auge, era joven, y se sentía con fuerzas para todo. Ahora se sentía un estorbo, la fábrica no existía, y su casa dejaría de ser suya en un rato. Su mujer había muerto y sus hijos... esos hijos que lo sacaban de su hogar. Tan solo quedaba de todo aquello el recuerdo en su cabeza, eso era lo único, porque todo lo demás se había esfumado. El sonido del timbre lo despertó de sus ensoñaciones, cogió la vieja factura doblándola con cuidado y la metió doblada en cuatro en uno de sus bolsillos. La manta la dispuso en una bolsa, en la entrada junto a la puerta, se puso el abrigo, y con la otra agarró la maleta con lo imprescindible. Miró por última vez, cogió una vieja foto que se encontraba adornando una pared, una foto con su mujer, cuando aún era alguien. La cogió y guardó junto a la manta de terciopelo. Una lágrima resbaló por su rostro arrugado, haciendo que una gota quedara estancada en un surco de piel. Abrió la puerta, y salió de su casa para siempre.

ESMERALDA EGEA RABINAD

España

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B

ryan se acomodó sobre la pila de bolsas que había a metros de la casa donde vivía con su familia. Encendió el último cigarrillo que tenía y, haciendo un bollo con el paquete, lo tiró lejos, intentando pegarle al Capo, el perro del vecino. Le erró por pocos centímetros. —La próxima te emboco de una —le gritó al perro, que le ladró sin mucha convicción. Se subió el cierre de la campera, ajustándose la capucha. El frío lo estaba congelando, pero no tenía la menor intención de entrar a su casa. Podía ver como su mamá estaba en la cocina mientras sus hermanos menores Coqui y Rolo corrían con palos de madera en la mano, jugando. Su hermanita menor estaba en la escuela; él mismo la había llevado a la mañana. Arrojó la colilla del pucho y saludó con la mano a dos de sus amigos que estaban en la esquina. Estaban apoyados en un auto que él nunca había visto antes. En la Villa 42 casi todos se conocían. Habían nacido allí y seguramente allí vivirían el resto de sus vidas. Muy pocos se iban. En el horizonte había muchas nubes, negras y espesas. Esto era sinónimo seguro de lluvia y de pisos y muebles mojados. Siempre se inundaba, aunque solamente cayeran tres gotas de agua. —¡Qué barrio de mierda! —pensó, mientras se ponía unos guantes. El frío lo hizo tiritar. La Villa 42 está a seis kilómetros del centro de Santa Bárbara del Mar. Había empezado como un pequeño asentamiento que rodeaba a la escuela 22, General San Martín. Con los años, la escuela había crecido. De jardín de infantes y colegio primario, se había transformado en un centro de reunión para todos en el barrio. El comedor escolar que tenía aportaba, a los chicos de la zona, la comida que en sus casas casi siempre faltaba. Pero Bryan hoy no pensaba en ir a la escuela ni al comedor. Tenía en mente algo grande para hacer. Si le salía bien quizás pudiera irse de la Villa para siempre. —¡Brayan! Andá a lo de Omar y pedile aceite y harina. Decile que mañana se lo pago. ¡Ah, y un atado de Camel! —le gritó su mamá, mientras se limpiaba las manos en la camisa que tenía puesta. Odiaba que le pidieran que hiciese mandados como si fuera un nene de ocho años y detestaba cuando su madre le decía Brayan, pronunciándolo Brashan. “Braian se pronuncia”, pensó con bronca. Por culpa de su mamá, todos le decían Brashan. No le prestó atención al pedido de su madre. Él tenía cosas más importantes que 86


hacer que ir a pedirle al almacenero comida fiada. Sonrió imaginándose viviendo en una casa limpia, con pisos con baldosas, sin mugre y con un enorme televisor en el comedor. Así sería su vida fuera de la Villa. Limpia y calentita. Si hasta pensó en que compraría cera para pasarle a los pisos. Los quería brillantes, como los de las publicidades de la televisión. Al final le dio pena su vieja, como le decía a Ruth, su mamá, y fue a buscarle las cosas que le había pedido. —Hoy no como acá vieja, me voy al centro —farfulló apurado mientras se lavaba el cuello y las manos en la palangana y se ponía el buzo Nike nuevo. Limpió, como pudo, las zapatillas negras y después de abrigarse bien, agarró la tarjeta SUBE y se fue a la parada del colectivo, rogando que no se largara a llover. No podía llegar al centro todo embarrado. Miró por la ventanilla y vio a Kevin y Jonathan que seguían al lado de ese auto nuevo y estaban mostrándoselo a Myrna. Vio a la señorita María, su maestra de preescolar, que estaba lidiando con dos chicos que se resistían a entrar al jardín de infantes. Las gotas de lluvia empezaron a caer, tímidas al principio, apenas mojando la tierra reseca de los costados de la calle. En pocos minutos la llovizna, se convirtió en una cortina de agua que formaba pequeños ríos que serpenteaban entre las montañas de bolsas de basura, los autos abandonados y las casitas de la Villa. Pensó en Deborah, su hermana menor y la más linda de todos, que le tenía miedo a las tormentas. Esperaba que en el aula donde estaba no hubiera goteras y que no entrase agua por ninguna ventana. Algún día se llevaría a Deborah de allí, para vivir con él en su casa de pisos encerados. Se la imaginó con un vestido rosa, con voladitos en la pollera, como le gustaba a su hermanita. Sus otros hermanos y su vieja, no se irían jamás de la Villa. Eso lo sabía bien. Pero su hermanita sí. Ella desentonaba entre la basura que la rodeaba. Era diferente, como él. Hasta soñó con verla convertida en maestra, cuando fuese grande, y él la llevaría en su auto hasta el colegio. Ella tendría un impecable delantal blanco y libros en la mano. Feliz con estos pensamientos, sonrió. Las calles que separaban la Villa 42 del centro estaban anegadas por la lluvia. Al colectivo de la línea 224 se le hacía difícil transitar y tuvo que dar un rodeo de más de siete cuadras para poder llegar hasta la avenida Moliere, que estaba construida más alta que los alrededores y tenía un asfalto reciente. Bryan se miró las manos y las vio temblar. Era una mezcla de ansiedad, excitación y miedo. 87


“A nosotros, las cosas siempre nos salen mal”, la voz de su madre y sus depresivos dichos le resonó en la cabeza. Intentó calmarse y pensar con claridad. Él estaba haciendo todo como lo venía planeando desde hacía más de un año. Metió la mano en el bolsillo derecho de su jean y palpó la billetera. Casi catorce meses le había costado juntar la plata necesaria y hoy por fin el día había llegado. Tuvo que arrinconarse contra la ventanilla del micro cuando un hombre muy gordo se sentó a su lado. El hombre ocupaba casi un asiento y medio y, de bronca por el apretujón que le dio cuando se sentó, Bryan dobló el codo para empujarlo un poco o al menos molestarlo. La lluvia no cesaba y las calles de tierra se estaban convirtiendo en lodazales. El colectivo tuvo que volver a desviarse para el lado del hipódromo y Bryan alcanzó a ver como bajaban un caballo de una camioneta con acoplado. Le pareció que el caballo lo miraba a los ojos cuando pasaron cerca. El ómnibus dio vueltas y más vueltas por eternas calles hasta retomar la avenida Moliere. Ahora solo faltaban veinte cuadras y llegaría al centro. Hubiera deseado tener chicles o alguna pastilla para masticar y así calmar su ansiedad. Pero en los bolsillos de su campera no encontró nada. En el semáforo de Moliere y la 36 vio una chica que trataba de hacer entrar a su perro a una veterinaria. El perro se resistía a moverse por más que la chica tironeaba de la correa, gritándole. Él nunca había tenido un perro propio. Alimentarlo hubiera sido un lujo que ellos no podían darse. Desde que su padre se fue, subsistían con un plan que cobraba su mamá y alguna changa que hacía él. Nunca había podido encontrar un laburo para poder vivir mejor. Mentalmente agregó tener un perro en la casa de pisos encerados que algún día habitarían Deborah y él. Se imaginó la boquita de asombro de su hermanita cuando él entrase por la puerta con un cachorrito de regalo. La lluvia era cada vez más intensa y en pocas cuadras él ya debía bajarse. Solamente dos paradas del colectivo lo separaban de su nueva vida, de sus sueños. —¡Eh, viejo! ¿No escuchás que estoy tocando el timbre para bajar? Pará el micro de una buena vez —le gritó al chofer del ómnibus. La puta que te parió —agregó en voz más baja. Al bajarse tuvo que correr hasta un kiosco que tenía un toldo porque estaba diluviando. Miró el celular y ya casi era la hora. Caminó dos cuadras y vio al Chueco Barreiro que lo estaba esperando. —¿Trajiste eso pibe? —la voz del Chueco le sonó rara. Pensó que el hombre ya 88


había estado bebiendo en la cervecería de mitad de cuadra y dudó. Por un instante dudó de seguir adelante y de darle la plata que tanto le había costado ahorrar. Bryan sacó la billetera y le dio un pequeño fajo de billetes, no sin antes volver a contarlos. —Cinco lucas, como habíamos quedado —dijo Bryan. El Chueco sonrió, relamiéndose al pensar toda la cerveza que podría comprar en lo de Pepe con esa plata, y le dio a Bryan una franela anaranjada. Bryan la tomó en sus manos con delicadeza, como si fuera de cristal y pudiese romperse. —Tu parada va de esquina a esquina, las dos veredas. El fin de semana te vas a llenar de plata ¿viste? Y cuando abra la cervecería de la esquina… ¡millonario! Te vas a forrar pibe —agregó el hombre, palmeándole la espalda. Bryan fue corriendo a dar indicaciones para estacionar a un auto que paró en la puerta de la cervecería. —Cuidámelo bien ¿eh? Mirá que es nuevo —dijo el dueño del auto dándole un arrugado billete de diez pesos. —Vaya tranquilo, jefe, yo se lo cuido— dijo Bryan sonriendo feliz.

SILVIA ALEJANDRA FERNÁNDEZ

Argentina

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ra la única persona que había llegado al aula 214. Abrió el ventanal mayor y luego soltó su bandolera gris en la mesa de la segunda fila. No hacía falta orearla porque la primera lección no solía impartirse allí — todavía no estaba invadida por ese olor de colonia, desodorante y sudor de primera hora de la mañana—, pero la sensación de la brisa le resultaba relajante. Le erizaba los vellos de las manos y de las muñecas. Hacía poco que se había acabado el invierno, aún refrescaba. En cambio, por las tardes sí insistía el sol. A través del ventanal se podía ver uno de los balcones interiores, sucio y desusado, del Rectorado. Este constaba de un hueco con barandilla hacia el que la vista apenas alcanzaba. Al fondo de aquel escenario, en lo alto, estaba la campana de un reloj vetusto, que repicaba a cada hora. Era molesta para los profesores, quienes optaban por detener sus explicaciones cada vez que sonaba. Pero ella imitaba la melodía con el dedo acompañada de su compañero. La transportaba hacia ensueños enmarcados en ese espacio ajeno que le gustaba observar. Se sentó y preparó su portátil. Era casi menos diez, pero aún no se había presentado ningún compañero. Los habrían entretenido otra vez. Tampoco aparecían las chicas erasmus, quienes solían ser más puntuales. Dejó abierto el archivo con los apuntes de la asignatura y una página web donde aparecía una curiosa foto de los trabajadores y las cigarreras de la Fábrica de Tabacos. Revisó sin suerte las notificaciones del móvil, luego se quedó mirando las musarañas de una pizarra en blanco —o más bien en verde—. Cruzaba las piernas, las desenredaba, repetía la misma operación con los brazos y después con los dedos, con los que también tamborileaba en la mesa innovando ritmos. Bostezó hasta tres veces. Estaba adormecida; apartó el ordenador a un lado y apoyó la cabeza sobre el pupitre. Solo pasarían cinco eternos minutos hasta que escuchó unos ruidos. Se deberían a los cambios de clase. Pensó que habían tardado en oírse. A pesar de ello, no parecía ser el sonido de unas pisadas huecas. Se incorporó para comprobar la puerta, que había dejado cerrada, pero no tuvo tiempo. Se escuchaban a sus espaldas. Se sorprendió y dio un paso hacia la salida instintivamente. Aun así, no pudo evitar que en un primer momento las miradas se cruzasen. Una chica sacudía las rejas del ventanal. Estaba en el balcón. La joven, abriendo la palma de la mano, sacó el brazo y lo estiró hacia ella. Estaba impregnado de lunares, como si fuesen constelaciones. El cabello brillaba con delicadeza, como los mantos de nieve que cubrían su pueblo en febrero. Llevaba un vestido corto negro —demasiado fino para aquel tiempo, con los hombros descubiertos— que contrastaba con el tono pálido de la piel. Podría haber aparecido en una película de antaño, de aquellas en 91


blanco y negro que eran mudas. Los ojos, dos estelas de plata, se fijaban en ella impertinentes. Esquivó nerviosa su mirada, apartando la cara. Le resultaba algo familiar. Se cruzó de brazos para darse un poco de calor. No tardó en preguntarse cómo había conseguido entrar. Desde que empezó el curso había especulado varias hipótesis con su compañero sobre la existencia de alguna puerta de entrada al balcón. Alguna vez habían visto a trabajadores andando por él, dando vueltas, hojeando los rincones. Aun así, el estado no invitaba a nadie a pasearse por allí. No sabía si habría sido accesible en otros tiempos, si lo habrían utilizado, quizá, como terraza para la cafetería, o para los universitarios en los descansos. Puede, incluso, que, cuando funcionaba como fábrica, conociese el tránsito de la gente. O quizá se construyese después. No todas las partes de aquel edificio habían nacido a la par. Meditó durante un rato sobre aquel lugar inaccesible. Sus pensamientos, que no habían discurrido en otro asunto, no lograron que olvidase la presencia que se encontraba al otro lado de las rejas. Todavía la continuaba observando. Se sentía incómoda. Decidió, tras una corta consulta a sí misma, acercarse al ventanal. Prefirió tomar distancia, dejando entre sí un poyo de cuadros azules y blancos en el que ella solía sentarse a tomar el sol durante los cambios de hora. La chica casi podía alcanzarla con el brazo que mantenía en tensión. Intentó comunicarse sin mucho éxito ya que no respondía a ninguna de las cuestiones en las que estuvo divagando hace instantes. Abría la boca, pero no emitía ninguna palabra, tan solo un sonido que se asemejaba más al piar de los gorriones. Le causó una peculiar impresión. No conocía a nadie que pudiese imitar tan bien a los pájaros. Incluso el tono de la voz era como sus agradables cantos. No obstante, no entendía el porqué de expresarse de aquella manera. «¿Quieres salir?», le preguntó, por último. La joven negó con la cabeza, despeinando su media melena. Con la mano que no agarraba las rejas la invitó a acercarse más. No se fiaba, pero tampoco conseguía comprender qué pretendía y la curiosidad la instaba a aceptar la petición. Se arrodilló sobre el banco de loza. Su frialdad le subió por las rodillas y le hizo tiritar. La chica del balcón, entonces, atrapó su brazo y tiró con fuerza de ella. De pronto sintió el tiempo ralentizarse mientras la arrastraba y caía hacia los barrotes oxidados; lo notaba en el movimiento torpe, en el cambio de expresión en el gesto de la cara y, sobre todo, en la cantidad de pensamientos que cruzaban su mente, todos centrados en el temor por el impacto. La boca se entreabría, los ojos de color avellana se sumían en el choque y el pecho tomaba aire con agitada lentitud. Habría de empezar dentro de poco la clase y no sabía si había entrado ya alguien. Quien fuese, se la encontraría colisionando contra las rejas o desmayada, con hilos de sangre que 92


discurrirían luego por la frente. O estaba la posibilidad de que no hubiese tanto dramatismo y de que tan solo se hiciese un chichón. Se llevaría de igual manera un buen susto y, sobre todo, se preguntaría qué estaba haciendo y cómo es que había una chica joven dentro del balcón. Sin embargo, no se hirió. La reja era acuosa. Se agitaba al contacto. Sintió frescor en el rostro. La caída fue una caricia líquida en la clavícula y los hombros, luego en el pecho y los brazos, y al final en las piernas. La chica la sostuvo para procurar que no topase con el suelo. No había ni papeles rodadores ni manchas como las que había visto desde dentro. El balcón estaba más limpio y nuevo. El reloj sufrió una aparente restauración, aunque no tenía agujas. Estaba anocheciendo. Se asomó de inmediato al hueco. Siempre pensó que daba al patio de la fuente, y en ello no estaba equivocada. El agua caía en abundancia. Había crías de gatos, de pelajes oscuros, que se acercaban sedientos a beber. Sus grandes y redondos ojos, como la luna que empezaba a asomar, observaban con detenimiento. Estaban deambulando varios grupos que le eran conocidos: alumnos y profesores de distintas carreras, y turistas de paso tranquilo y cámara al cuello. No le ocurría lo mismo con los operarios que salían dispuestos en hilera. Parecían contentos. Conversaban entre bromas y risas. Se daban palmadas en los hombros que sonaban huecas y dolorosas, pero no hacían muecas, sino que sonreían. Las mujeres cigarreras también. No supo cuándo llegaron allí. Se encontraban con el cuerpo echado sobre la barandilla. A veces saludaban a los de abajo. Susurraban entre ellas y algunas la miraban de soslayo. No le extrañaba. Ella traía puesto un vestido de entretiempo, con un poco de manga, de colores vistosos. Quedaban visibles sus brazos y piernas alunaradas y pálidas. En cambio, las cigarreras iban cubiertas por completo. Las faldas de volantes les llegaban hasta los tobillos y el mantón ocultaba los escotes. Frente a ellas, que tenían el cabello recogido con flores olorosas, la chica lo llevaba suelto y despeinado. Les causó curiosidad, pero no tardó en perder la atención. Aquellas mujeres se colocaron a su lado entre leves contoneos y posaron. Alguien, abajo, estaba tomando una foto. Se habían unido hombres con una vestimenta que denotaba mayor rango. Junto a ellos, todavía descansaban otras personas cuyos tiempos no coincidían. Incluso los gatos parecían mirar al objetivo. Tenía muchas preguntas. Tras la fotografía, se soltó y buscó a la chica del balcón, pero ya no estaba. Frunció las cejas y llevó la mano al pecho. La sedosa tela del vestido se arrugó dentro del puño. Por primera vez fuera, escuchó sonar las campanas. Los operarios se movieron de sus posiciones y volvieron a caminar hacia el otro patio. Las cigarreras se quedaron a 93


la espera de su turno. Cuando recordó qué significaba el aviso del reloj, dirigió la vista al interior del aula. No había acudido todavía mucha gente. En ella ya no estaban ni la bandolera, ni el portátil sobre la mesa del compañero. Él estaba colocando la tableta electrónica en su sitio, mientras el asiento de ella permanecía libre. Corrió hacia el ventanal y se prendió a los barrotes. Ahora no huían a su tacto, sino que eran ásperos y helados. Sacó el brazo y lo estiró cuanto pudo. Quería que la notasen. Las rejas hacían un sonido hueco cuando las intentaba mover. Alzó la voz, pero nadie parecía escucharla. Estaban pendientes de conversaciones, leyendo algún relato en los dispositivos o imaginándose libres en espacios ya conocidos. Probó aun llamando al compañero. Ella no quiso abandonar, sino que persistió. Zarandeaba la reja con la mano libre mientras la otra se abría y pedía compañía. El muchacho, que ultimaba el documento de la asignatura, miró de soslayo. Se limpió los ojos. Después, rebuscó en la mochila y sacó una botella de agua de la que bebió. Por último, volvió a atisbar. La nueva chica del balcón le saludó con la mano que asomaba. Él se levantó del asiento y se acercó con lentitud, temeroso. Se colocó como antes ella había hecho. —¡Por fin! Creía que nadie podía escucharme, ¡y era muy frustrante! Menos mal que has sido tú. No le contestó, sino que quedó en silencio. Bajaba el rostro. Parecía que el resto de los alumnos no les atendían; estaban lo suficientemente entretenidos. —Perdona, ¿qué haces ahí? —le preguntó él con voz entrecortada. —¡Bueno…! Es que me vas a tomar por loca. Resulta que he llegado a clase y no había nadie. Yo me quedé tan tranquila esperando a que llegaseis alguno y ahí fue cuando me encuentro con que hay alguien al otro lado de esta misma ventana, donde yo estoy ahora. ¡Me llevé un susto! No tenía idea de cómo había podido entrar, así que le hablé. Y eso que la tía me resultaba un poco rara. Pero ella y yo no nos… Se calló al percatarse de la cara desconcertada de su compañero. Barrió con la vista de nuevo el aula. No había diferencias. Era tal y como recordaba: los pupitres dispuestos en dos hileras, y la mesa del profesor frente a una de ellas, respaldada por la pizarra y acompañada de una mesa para discapacitados que estaba abandonada. Sacó el brazo y soltó la verja, pensativa. Supo que no la había reconocido. La profesora llegó con algún minuto de retraso. La campana daba su segunda señal. El chico, al sentir que la puerta se abría, reaccionó pegando un pequeño respingo. Se apresuró y cerró las contraventanas. Lo último que habría podido verse sería la espalda de la chica, adornada por aquel vestido que tanto le favorecía. Se acercaba a las 94


cigarreras mientras él corría una tupida cortina amarilla.

ADELA GOFRAN

España

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elada. Tan terrible como impenetrable, la silueta se mantenía fija en la pared. No se movía, no se contorsionaba, no producía animosidad, ni siquiera empatía. Su postura derecha daba cuenta como si se tratara de una diapositiva sobre anatomía. Su interior era oscuridad. Aquellos que la observábamos nos preguntábamos si acaso lo que presenciábamos no era producto de nuestro afán por proyectarnos. De lo que sí confiábamos era lo que producía en nuestro estado de ánimo. Una sombra. Tan negra, sombría, que hasta las almas de mayor fortaleza se habrían sentido corrompidas por tan horrible estupor. Aquella opacidad se veía acentuada con la luz que entraba por la ventana a tan solo unos metros de la pared. Estaba nublado, recuerdo, sin embargo eso no impedía una pequeña resolana que olía a intrusión. Nadie se movía, todos estaban expectantes de una acción próxima a suceder. Cada suspiro parecía como la invocación a un desenlace. De repente, una mujer que estaba cerca de la sombra, comenzó a acercarse con el brazo extendido. Sus pasos temerosos y su espalda un poco encorvada creaban una atmósfera de suspenso. A medida que se acercaba a la pared se dibujaban en su cara unos ojos dubitativos. La sombra se mantenía inmóvil sin ningún indicio de acción. Cuando estaba a unos centímetros de lograr su cometido, la mujer alejó el brazo rápidamente, arrepintiéndose. Pero al darse cuenta de la expectativa que había generado su iniciativa entendió que no podía dar marcha atrás. Súbitamente, ante el desconcierto general, acercó su mano a la pared y la apoyó sobre lo que se consideraría el pecho de la sombra. Sobre esa superficie rugosa se proyectaba ahora la mujer. Ambas figuras estaban una junto a la otra. Una mano sobre un pecho. La reacción tardó en aparecer. El silencio y la tensión dominaban el espacio al punto de aquietar, por unos segundos, el territorio que, hasta antes de producirse toda la escena, considerábamos propio. La mujer mantuvo su mano con el pasar del tiempo. No sabía exactamente qué hacer o cómo reaccionar. Todos los ojos de la habitación se posaban en ella al punto de incomodarla. Sabía que aquella situación la pondría en el foco de la escena, pero actuó de igual manera. Cuando el nerviosismo general llegó al punto de ebullición, la sombra puso su mano sobre aquella de la mujer. Poco a poco una pequeña sonrisa se empezó a esbozar en su cara. En todos mis años compartiendo un mismo espacio con ella, nunca la había visto sonreír; hasta ese momento. Observando mejor empecé a notar que aquella valiente persona comenzaba a tomar un carácter petrificado. Como si se hubiese transforma en una estatua. Luego de unos momentos, alejó su brazo de la pared y de la sombra y se retiró; fue hacia la puerta más cercana y simplemente desapareció. Ninguno de los allí presentes dijo palabra alguna, ni 97


se acercaron a la mujer para preguntarle sobre la experiencia o para detener su retirada. Todos seguíamos obnubilados, idiotizados, por esa sombra. Uno a uno se acercaban para repetir la acción previamente vista. Tocaban el pecho, sonreían y se retiraban. La escena comenzaba a tomar un carácter industrial, mecanizado. Mismos movimientos, mismas expresiones, diferentes personas. Yo estaba último en la fila. No sé exactamente por qué me coloqué en ese lugar de esperar hasta el final. Quizás quería evidenciar algo extraordinario, más de lo ya presenciado; como si en el último instante fuera a suceder eso capaz de mover el mundo, mi mundo. También porque quería ver la expresión y lo que sucedía con cada persona, si se repetían las experiencias o si cada individualidad sugería otro desenredo. Pero, como dije, un patrón surgía por entre los poros y las paredes. La escena no variaba, solo sus protagonistas. Ya de por sí todo eso significaba algo excepcional y una ansiedad empezó a circular dentro mío. Cuando llegó mi turno ya no quedaba nadie. El silencio ya no se disimulaba en suspiros y jadeos, sino que resaltaba al punto de inquietarme. Ahí estaba esa forma y ahí estaba yo. Nos estudiábamos; o por lo menos eso sentía. Acercaba mis ojos para tratar de evidenciar un indicio que sacara mis dudas. Hasta que lo noté. La sombra comenzó a seguir mis movimientos, a copiarlos. Si me ponía de perfil, la figura se ponía de perfil. Si abría mis piernas, la figura abría sus piernas. Y así, y así. ¿Cómo podía ser? Si antes al hacer algún movimiento no me imitaba. ¿A qué se debía? No podía entenderlo. Quizás era un modo de conquista; hacerme pensar que era yo. La dominación llegó al punto cúlmine cuando ya dudaba si la sombra era efectivamente yo o si mi cuerpo era la sombra. No aguanté la situación y hui. Nunca más volví a ese lugar. Cuando averigüé sobre la silueta me dijeron que se había esfumado para no volver a aparecer. Se decía que algunos se quedaban horas frente a la pared para ver si volvía a manifestarse. Creo haberla visto de nuevo antes de escribir estas palabras; mientras entablaba una conversación con un hombre sobre asuntos imperecederos. La noté observándome sobre la pared de un bar. Interrumpí la charla y cuando me acerqué se había ido. Me acomodé mejor el saco por el frío y seguí mi camino.

LUCAS GRECO

Argentina

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e conocieron un verano en París. Alice viajaba sola por trabajo y Daniel en una de sus habituales escapadas, aventurero y bohemio, sin arraigo en ningún sitio, con casi nada en los bolsillos. Se encontraron en una patisserie y, con el delicioso olor a pan recién hecho de por medio, se reconocieron en un mismo idioma. No preguntaron casi nada uno del otro. Y pocos días después en aquel viejo hotelito, donde era mejor no mirar debajo de la cama, se hicieron amantes. ¡Ella está tan bonita y elegante esta noche con el sencillo vestido de algodón que lleva! Él, impecable, con una camisa blanca. Solo unas velitas a medio consumir iluminan la estancia, la luna que esta noche derrocha su luz sobre el mar se hace cómplice de la cita. Desde la pequeña cocina invaden la terraza una mezcla de deliciosos aromas. En el centro de la mesa luce como un trofeo una sopera antigua, un regalo heredado. El fino mantel de lino bordado que Alice trajo en su valija le da un toque sofisticado a la pequeña mesa de madera desgastada. Los cubiertos y la vajilla de loza blanca también son herencia que le dejó la abuela a Daniel. Ellos se sienten felices y tan a gusto como si estuvieran cenando en el mismo Ritz. Daniel preparó la crema de puerros con todo mimo. Las verduras finamente cortadas, con el toque dulce que le dan las zanahorias tiernas. Un pan, unos pequeños trozos de queso y unos higos en su almíbar esperan para después en un plato de porcelana. ¿Recuerdas el frío de las noches de aquel verano en París? dice Alice. ¡Igual que esta noche amor, pero ahora tan lejano! contesta Daniel. La terracita está perfumada por las hierbas aromáticas que en unas macetas olvidó un inquilino italiano en el pequeño patio del edificio. No tienen prisa, los sabores exquisitos y una copa del mejor vino blanco que Daniel se ha permitido comprar los hacen soñar. Cuando están juntos nada es importante, olvidan todo lo cotidiano. Solo ellos dos, no necesitan nada más. La música suena muy bajita en la radio. Una brisa fresca hace temblar la luz de las velitas. Ellos se abrazan y se besan ajenos al mañana. Así lo pactaron, sin reproches, sin esperas. Las horas se escapan como agua entre los dedos, la primera luz del amanecer se cuela por la ventana apenas entreabierta y sentencia implacable el final. No quieren pensar, ni saber si en una noche de niebla, en un amanecer cualquiera la despedida será para siempre. Comparten un último café. Alice acomoda la ropa en su pequeña maleta, mientras desde su móvil titila en azul un insistente mensaje: “Cariño, ¿llegarás a tiempo? Te espero en el aeropuerto, te quiero”. 100


MIRTA CALABRESE

Argentina – España

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ucía y Estela habían estudiado durante toda su niñez, en detrimento del juego infantil. Tanta exigencia horaria y privaciones, hicieron mella en el carácter de las nenas. Estela, rebelde, capaz de negarse y mantener con firmeza su postura, un torbellino, que sin embargo, su padre sabía cómo calmar. Lucía en cambio, encerrada en sí misma, contraída, empequeñecida, se dejaba avasallar. Ambas compartían la pasión por la música y disfrutaban estar juntas, expresándose a través de las melodías. Lucía tocaba la guitarra y Estela, el violín. Vivían en casas contiguas, en un pueblo tan acogedor como solitario de lunes a viernes. Los fines de semana, la gente de la capital huía hacia esos lugares tranquilos para relajarse del estrés laboral. Era en esos fines de semana en que los padres de las niñas trataban de mostrar los dones artísticos de sus hijas delante de sus amigos y saborear los halagos como si fueran méritos propios. Cansadas de la exposición obligada en reuniones de adultos, como si fueran las encargadas de proporcionarles entretenimiento y por ello ser admiradas, es que comenzaron a confabular. Aprovechando los elementos y oportunidades que les ofrecía el paisaje, salían de picnic al lado del arroyo, aislándose en tiempo y espacio, estableciendo así un límite y ganando distancia entre sus actividades y las de los adultos y protegiendo a su vez la intimidad del momento. Vieron que su actitud daba resultado, era respetada y no enojaba a sus padres, quisieron llevarlo más allá. Un viernes por la noche se encontraron en el sauce de siempre, al lado del río. Las dos llegaron con sus mochilas conteniendo algunos enseres, además Lucía llevaba la guitarra y Estela su violín. Decididas a alejarse de lo que ellas llamaban “yugo esclavizante”. Comenzaron a correr por la orilla del arroyo, luego atravesaron el montecito de espinillos, lo hicieron sin hablar, las aturdían el ritmo acelerado de su propio corazón y el temor en la noche bastante oscura, sin luna que acompañara la fuga. Cruzaron el puente y sintiendo que ya se habían alejado bastante, aminoraron el paso. Caminaron casi toda la noche sin saber muy bien hasta dónde querían llegar. Cuando las venció el cansancio, buscaron un lugar para guarecerse y allí reconocieron su agotamiento y replantearon su postura. Comenzaba a amanecer cuando decidieron emprender el regreso a casa. Prometieron así mismo, escudarse una en la otra, cuando sus padres quisieran seguir sojuzgándolas. Alguien se acercó a interrogarlas y ofrecerles ayuda, ya que las notaba inseguras y conmocionadas, sin saber muy bien qué rumbo tomar. Sus padres entretanto advirtieron las ausencias e iniciaron la búsqueda junto a vecinos y baqueanos. En todas las direcciones, en los pueblos vecinos y nada. Las 103


adolescentes no aparecieron. Alguien avisó que en una estación de servicio de la ruta, en una mesa, abandonados, había una guitarra y un violín.

MARÍA DEL CARMEN RAMACCIOTTI Argentina

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N

o era común que en el barrio viviera un “gringo loco”. No era racismo, solo desconfianza por el aspecto de este individuo. Alto, desgarbado, una especie de Boris Karloff con ojos alucinados y acento pesado. Claro que para la banda de la que mis amigos y yo formábamos parte nos era indispensable, pues él nos salvaba la vida (literalmente) una y otra vez. El Sr. Sherman era nuestro médico wampir Verán, no era con medicinas o implantes que nos curaba. Cada vez que llegábamos baleados o apuñalados, o simplemente al borde de la muerte, el Sr. Sherman se clavaba una inyectadora en el corazón y se extraía la sangre más negra que jamás vi, más parecida a petróleo que a sangre propiamente dicha. Posteriormente, nos la inyectaba lo más cerca posible de la herida y esta cerraba milagrosamente, sin dejar cicatriz o marca alguna, como si nunca hubiera sucedido. Era como si la sangre inyectada negara el hecho mismo de la herida, curando a su paso cualquier otra imperfección o hasta el paso mismo del tiempo. No era cura, era renacer. Pero como todo en este mundo, la cura tenía un precio. Por cada inyección, debíamos llevarle al Sr. Sherman un niño, entre cuatro y cinco años, sin marcas o deformidades aparentes, y no preguntar por ello. No sé a los demás, pero a mí, que era un sicario sin mayores escrúpulos, eso me pesaba en el alma como una piedra. De esos niños no se sabía nada más, y las especulaciones nos rondaban como una manada de perros alrededor de conejos ¿Qué sería de ellos? Era obvio que se convertían en el alimento del Sr. Sherman, pero antes de eso ¿Los violaba, los torturaba, los engordaba como cerdos? El precio de curarnos para que fuéramos unos asesinos inmortales se volvía cada vez más alto, más invaluable. Encontrarlos no era mayor problema; cuando se tiene dinero, todo se transforma en una mercancía, y en los barrios en donde el odio no hace más que autoperpetuarse, el dinero es el dios que lo puede todo. El diablo necesitaría un estadio lleno de notarios para atender las colas de los que venderían su alma a través de un contrato. Pero el aborrecimiento que sentía por mí mismo crecía cada vez que veía el rostro alegre de esos niños, agarrando mi mano para ser entregados como ovejas al matadero. Mi alma comulgaba con el monstruo y se bañaba en la sangre de los inocentes. No sé quién era más monstruoso. Nunca vimos al Sr. Sherman comer, pero sí lo vimos tomar. Cuando se embriagaba, narraba tantas historias que quedaban dos opciones; o había vivido mucho, mucho tiempo o había tenido varias vidas en distintos cuerpos. En una de esas ocasiones se lo pregunté y me dijo: ¿Sabes qué? Tienes razón en ambas No olvidaré la intensidad de su mirada. Mis amigos y yo seguimos en nuestras actividades 106


delictivas, pero el entusiasmo y la adrenalina disminuían cada vez más. Además, algo extraño nos sucedía, no solo las heridas sanaban, sino que nuestro cuerpo rejuvenecía, era como si nos estuviéramos transformando en seres divinos, y lo notábamos no solo por nuestro aspecto, sino por la manera en que la gente respondía a nuestra presencia. Los adultos ya no nos temían y sonreían a nuestro paso, los pobres niños que eran nuestras víctimas se iban confiados con nosotros. Algo percibían en nosotros sin entenderlo, ni el Sr. Sherman tampoco. Dio la casualidad que los siete nos encontramos en medio de un atentado con bombas. El Sr. Sherman acudió raudo en nuestra ayuda con la consabida inyectadora, pero dada la magnitud de las heridas sospecho que nos inyectó más sangre que la acostumbrada. Cuando nos recuperamos, todos teníamos unas alas correosas, como de murciélago, pero para nada feas. Además, un halo de poder y justicia propio de los ángeles. Ya que estábamos en la casa del Sr. Sherman fuimos hacia el patio trasero y ahí los vimos; docenas de niños revolcándose en el fango y engordando. Los sacamos volando de ahí. El Sr. Sherman sabe que volveremos por él, veremos si está preparado, porque nosotros sí lo estamos.

DAMARIS GASSÓN PACHECO

Venezuela

Twitter: http://www.twitter.com/damarisgasson

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E

l hombre bajó del ómnibus en una de las paradas del recorrido. Llevaba una gastada mochila, dónde parecía escucharse el tintineo de frascos de vidrio, envueltos quizás, con prendas de vestir. Se calzó una gorra con visera, para protegerse del sol del mediodía que entibiaba el aire frío y cortante. Comenzó a caminar en dirección al puente. Un puente de cemento, sobre un arroyo seco en esa época del año, con una protección de madera que invitaba a fundirse en la contemplación de la corriente tumultuosa del deshielo de las cumbres, cuando cambiara la estación. —¡Don Eliseo, hay lentejas a punto, el camino es largo hasta Los Zorzales! — escuchó desde la puerta del Parador. “Eliseo”. Solo a la soñadora de su madre, pudo habérsele ocurrido ese nombre. Cuarenta años atrás, ella vio fotos de una avenida muy ancha, iluminada, de la que se decía era un reflejo del cielo, dónde moraban los buenos después de dejar este mundo. Su hijo se llamaría como ese cielo. El padre no se opuso y a los viejos les gustaba cómo sonaba. Mientras despachaba el guisado, recordó el deletreo de sus maestros, la primera vez que se encontraban con ese sustantivo propio. De adolescente se mudó a la ciudad de San Juan, dónde un tío le ofreció alojamiento mientras cursaba la magistratura. Durante sus estudios conoció a María. Después del tercer año, dependientes uno del otro, comenzaron la aventura de vendimiar en los meses del verano, para ayudar a sus familias. Como maestros se instalaron en Los Zorzales y empezaron a ejercer en la zona. Durante las vacaciones de invierno, él regresaba a una de las bodegas para realizar trabajos en la cadena de elaboración de vinos finos. Ahora, con el estómago lleno, tenía que desandar el camino a casa. Alrededor de dos kilómetros a través de campos secos, dejados a la buena de Dios. Sin agua, no había milagro. Solo cortaderas, juncos, totoras y algún algarrobo y algún chañar, desparramados contra el horizonte, aguantando la amplitud térmica diaria. Eliseo apuraba el paso, levantando la vista de a ratos, creyendo divisar maras en carrera, pero todo ser vivo se guardaba a esa hora desolada. Había cuevas de vizcachas y de comadrejas perfectamente camufladas. Era la nada. ¡Qué contraste con la zona de los viñedos, de dónde venía! Rosales, canales de riego y las parras cargadas, pidiendo que le quitaran los frutos. María se había quedado en el pueblo, cuidando de los hijos. No había manera de avisar de su llegada. Imaginaba el momento del reencuentro. La disolvería en su abrazo, la llenaría de besos y a sus pequeños… Se le humedecieron los ojos, les traía dulce de 109


cayote, dulce de leche y aceitunas verdes. A lo lejos apareció el esbozo de la torre de la iglesia, difuminada por nubes transparentes y además, una nube de polvo. Lo habían visto y estaba solo. Tomó agua y agudizó sus sentidos. Lo que venía, venía rápido y no en son de paz. Recordó lo que contaban los pobladores, cada tanto aparecía una jauría de perros cimarrones, perros abandonados por sus dueños o, a los que ellos dejaban en busca de aventuras por tener más desarrollado su instinto salvaje. En los campos encontraban alimento, rastreando las alimañas o arrinconando alguna liebre. Se habían reportado casos de ataque a guanacos, perdidos de sus rediles y algunos humanos sufrieron heridas en piernas y brazos. Eliseo corrió hasta un algarrobo, cortaría algunas ramas para enfrentarlos si fuera necesario y el tronco lo protegería. En los bolsillos del pantalón encontró su cuchillo afilado y una corneta de aire para camión, con la que salía de excursión con su familia y fijaba su posición cuando entraban en terrenos boscosos. Sopló con fuerza, sosteniendo el arma casera con la mano diestra. Los perros ahora iban al paso. El sonido agudo los paralizaba. Miraban al líder, esperando la señal de ataque. Este sacudía la cabeza y gruñía con fuerza. El que se animó fue un descastado pequeño, que con ánimo de hacer méritos, tomó carrera, tirándose contra Eliseo que lo esperó con el cuchillo en ristre, y allí mismo cayó a sus pies. La jauría, oliendo la sangre, se acercó. Los sonidos seguían molestando, pero algo diferente los distrajo. Apareció otra polvareda a lo lejos. El tiempo se detuvo y los dos bandos esperaron que se aclarase la situación. Eliseo suspiró aliviado, era Bruno, su ovejero alemán, que había detectado la llamada. Con sus ladridos y su posición desafiante, desorientó a los intrusos, tiró una dentellada y se quedó con media oreja. El castigado aulló de dolor y se perdió en la pampa. Los demás comenzaron a retroceder y al rato corrieron tras él hasta perderse de vista. El hombre abrazó al perro. —¿Qué hubiera hecho sin vos, sin tu ayuda a tiempo? —le dijo, acariciando su pelambre. Recién entonces, asqueado por el muerto en un charco de sangre, levantó la mochila y mirando los campos vibrantes de vacío, retomó el camino que faltaba.

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YOLANDA SA

Argentina

Facebook: Yolanda SA Pรกgina WEB: http://www.yolandasa.com

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-¿P

or qué tanta prisa? Camina bajo la lluvia, con rapidez, impulsado por esas interminables piernas que parecen dejar huella en el asfalto. A pesar del constante repiqueteo de mis zapatos, es difícil seguir el ritmo de resortes tan poderosos. Me pego a sus talones con el bolso sujeto al costado y la barbilla bien alta, aunque me salpique el vestido. ¡Más despacio, Raúl! ¡Por favor! El eco de nuestras pisadas retumba en la estación. Las suyas son la melodía principal, percusión intensa, mientras las mías resultan poco más que notas menores. El cabello, pegado a la cara, conduce los restos de la lluvia hasta mi ropa empapada que baila al ritmo de la tiritera. Cuando llegamos al andén, lo miro: sus ojos están fijos en los rieles. El agua se escurre, sin más, por un rostro carente de gestos. Él no tiembla. Abordamos el último tren que viene del norte, casi vacío. Unas gotas brillan en su cara de mirada oscura, confundida. Sin sonrisa. Sin voz. Las manos, crispadas, se agitan al compás del traqueteo del vagón. Dos paradas hasta casa y el licor gira en mi estómago amagando la náusea. Con la seguridad del ebrio, busco respuestas: ¡Dime algo! Mira por la ventana: su clásica forma de evitarme. Llegamos a la estación de destino y, veloz, baja del tren para subir las escaleras de dos en dos. Lo sigo tan rápido como me permiten la compostura, los tacones y el vestido; no lo alcanzo hasta llegar a la calle. Arrastro mi aliento, alcohólico y agitado, pero conservo fuerzas para volver al asunto. Tenemos que hablar. Bajo la lluvia y las prisas de Raúl, sin el paraguas de su respuesta, seguimos nuestro camino. Empapada por completo, pruebo varias veces con la llave; tengo los dedos manchados de sombra de ojos. Por fin, doy con la cerradura y entramos al apartamento. Agotada, caigo en el sillón. La realidad sigue oscurecida. Recuerdo otra vez la mirada de Raúl al contemplar a Ana. ¿Lo malinterpreté? Coqueteaba con voz empalagosa. ¿No tenía razones para alterarme? Cierro los ojos. ¿Me había traicionado? Esa idea se afianza en mis pensamientos. En un intento de aplacar la rabia, quiero pensar que nada de eso es importante y que está hecho solo para mí; pero la lluvia ablanda mi voluntad. Tal vez la única salida sea el horror de un adiós. Otro más. De pronto, escucho sus pasos. ¿Ana es tu amante? Arremeto furiosa y manoteo contra su pecho duro, todavía mojado, en el que tantas veces he hundido la cara con placer. Una punzada de deseo merodea mis entrañas. Encrespada por la rabia de sentir algo como esto en un 113


momento así, grito: ¡Lo sabía! Él camina hacia atrás en dirección al dormitorio. ¿No me ibas a contar la verdad? Aunque me digo a mí misma que debo permanecer calmada, que de esta manera no vamos a ninguna parte, la ira triunfa. El corazón está apretado, como mis dientes. Pienso en matarlo. ¿Cuánto tiempo llevas mintiéndome? grito de nuevo mientras me acerco. Todavía retrocede cuando entra en nuestro cuarto. Sentado al borde de la cama, se aprieta la cabeza con las manos. Sin pensarlo, me arrojo sobre él. Forcejo con débiles puñetazos y mi cuerpo, tenso, jadea. Raúl no se defiende. Mi pelvis y mi pecho se frotan contra él. Raúl no reacciona. Rompo en llanto. Raúl no me consuela. Los gemidos, como mis torpes movimientos, son espasmódicos, cansados, rendidos, mojados, agotados. Volteo y me aparto para quedar tumbada de espaldas con los ojos cerrados. La calma llega, despacio. Siento que cada músculo se relaja. Dejo de llorar, dejo de sentir, dejo de estar. Todo da vueltas. Cuando abro los ojos, está de pie junto al marco de la puerta. Fuerte. Alto. Masculino. El enchufe parece diminuto en sus grandes manos. Mónica… ―dice con voz calmada. ¡No me hables! Estoy sola en la cama. Lanzo la mano en movimientos exploratorios para toparme con algo, pero en vano. No hay nadie. ¿Habría estado aquí o en la entrada del dormitorio? Me quedo dormida otra vez. Escucho de nuevo la puerta; ha vuelto. Aturdida, voy al baño y me lavo la cara tantas veces como son necesarias para reconocer con claridad la imagen que me devuelve el espejo. Ahí está, a pesar del dolor de cabeza por los vinos de más, los sentidos enmarañados y estos ojos del color de las fresas untadas de petróleo. Recuerdo cuántas veces me he encontrado ante la misma escena con mi exmarido. Con los otros maridos, también; tal vez hace ya una vida, tal vez hace un instante: consecuencias de vivir mucho tiempo con el amor gastado. Lo mismo con Raúl que con el primero y los demás. Hablar con atajos lo hace todo predecible. Las palabras, harapos desgarrados que cuelgan al viento. Los sentimientos, aire que se escapa entre los dedos. Y yo que pensaba que, con Raúl, había dejado todo eso atrás. Pero no: la bebida embrutece pensamientos y agita recuerdos. Vuelvo al cuarto. Sigue de pie junto a la puerta, imponente. Me mira fijo, pero la voz se escucha débil. 114


Mónica… debes… conectarme… mis baterías… mi programación… Se desploma sin terminar la frase. El estruendo del metal que choca contra el suelo me trae de vuelta a la realidad. Maldita sea, Raúl, perdóname. Siempre se me olvida. En cuanto me duche y desayune, llamo al servicio técnico. Espero que manden al caballero tan simpático de la última vez.

FLORENCIA BUENAVENTURA

Colombia

Goodreads: Florencia Buenaventura

LISARDO SUÁREZ

España

Goodreads: Lisardo Suárez Twitter: LisardoSuEs

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unro. Madrugada del 5 de enero de 2018. Hace calor, un calor pegajoso. Me despierto sobresaltada. Miro el reloj despertador. Son casi las tres de la mañana. Tengo un mal presentimiento. “Es mi hermano”, pienso. Ya hace varios días que no sé nada de él. Está tan lejos… en Egipto, creo. Pareciera que no puede conectarse a internet. “¿Estará bien?”, pienso. Sigo con esa corazonada de que algo anda mal; me cuesta respirar, tengo ganas de vomitar. Paso por la habitación de los chicos y veo que duermen plácidamente. Voy a la cocina, me sirvo un vaso de agua y busco velas en los cajones. Empiezo a encender velas a todos los santos. Rezo. Rezo mucho, durante mucho tiempo. Vuelvo a mirar el celular. Nunca está en línea. “No se conecta o no puede”, pienso. Lo llamo. No contesta. A las ocho ya no aguanto más y llamo a la agencia de viajes. Quiero saber dónde está, el nombre del hotel donde se aloja; no sé… algo, cualquier cosa, algo que me quite esta angustia. Me atiende una chica muy amable; tarda un rato, pero al final me da el nombre del hotel. Busco el teléfono en internet y llamo. No tengo idea qué hora será en Egipto, pero tampoco me importa. Me atiende un hombre; me habla en árabe creo. Yo le hablo en inglés; obvio que no nos entendemos. Parece que no habla inglés. “¡Qué raro!”, pienso. Yo no sé un pomo de árabe, así que corto. Busco el mail del hotel y mando uno dando el nombre de mi hermano y preguntando si se encuentra ahí; en inglés, por supuesto. A los diez minutos me contestan diciendo que sí, que se aloja en ese hotel, pero que en ese momento no se encuentra allí. Sigo nerviosa, con el mismo mal presentimiento. Envío otro mail donde les pido que, por favor, le avisen que se comunique conmigo; con su hermana, escribo. Mientras tanto, continúo rezando. No puedo dejar de repetir mis oraciones. Siento que algo va a pasar. Cada tanto, miro el celular. A las cuatro horas, mi hermano me llama. Lo escucho acongojado, desencajado. “¿Llamaste por lo del globo aerostático?”, me dice. “No, ¿qué globo?”, pregunto. “Se cayó el globo donde iba a subir. Hay muertos y heridos. Todo mi grupo subió. Fue una tragedia”, me dice, y agrega: “Yo estaba pagando para subir, y en un segundo, no sé por qué, me arrepentí y no subí. No sé qué me pasó. Me salvé”. Shockeada, sin poder creerlo, casi sin voz, pregunto: “¿A qué hora fue?”. “Acá eran las ocho; allá serían las tres de la mañana”, me contesta.

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AMELIA BEATRIZ BARTOZZI

Argentina

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al vez llamarlo Lucky fue un error. Lo condené bautizándolo apenas llegó a casa, de chiquito, con una semana de vida. Era una bola de pelo negro y manchones blancos, de cola corta y de patas enormes desproporcionadas para su cuerpo. Era Lucky, mi suertudo. En mi familia nadie sabía inglés y tuve que pagar por eso. A los pocos días su nombre fue masacrado; mi abuelo hizo una chapita de identificación que rezaba Luqui, a lo criollo. Como si se llamara Lucas y resultara tierno el diminutivo. Pero no, no se llamaba Lucas. Era Lucky, era en inglés, era mi perro y nadie respetó mi decisión. Tenía apenas seis meses cuando lo diagnosticaron. Moquillo, nos dijo el veterinario y no quedaba mucho por hacer. Me di cuenta enseguida, al poco tiempo de enfermarse. Nadie quiso escucharme cuando advertí que no cerraba el ojito izquierdo, ni que al correr en busca de pajaritos se le torcían las patas traseras. Le pedí dinero a papá para llevarlo a una consulta urgente y su respuesta fue no: a los perros cualunques había que criarlos como en el campo, a la buena de Dios. Los días pasaban y mi cachorro desmejoraba. Apenas caminaba, apenas comía, apenas tomaba agua. Los medicamentos recetados en un improvisado plan de salvación no servían de nada. Salía una o dos veces de su cucha para recostarse bajo la sombra del limonero; llegaba agitado, apoyaba la cabeza en el suelo y se dormía. Su naturaleza perruna intuía el final. Yo rezaba todas las noches con la estampita de San Roque pegada al pecho. Mi niñez inocente pedía un milagro, mientras que mamá me inducía a la resignación. La reunión de Nochebuena con abuelos, tíos y primos se dio cita en mi patio. Estaba furiosa. En ese burdo festejo de vino y música no había lugar para mi cachorro moribundo. Me encerré en el lavadero y no me despegué de él en toda noche. Corté trozos bien pequeños de mi porción de carne e intenté que comiera, pero apenas abría la boca. Me miraba con ojos vidriosos, como si suplicara piedad. Escuché el reloj del comedor anunciando que eran las doce. Papá gritaba mi nombre por toda la casa para que fuera a la mesa, reprobando la elección de mi perro por sobre mi familia. Cerré la puerta del lavadero y encendí la radio; era la opción más efectiva para disminuir el sonido de los estruendos y los bramidos de la ebriedad. Lucky temblaba y gemía, con sus patas frágiles intentaba cubrirse el hocico. Busqué las mantas y lo arropé, lo abracé despacio, acaricié su lomo y apoyé mi cara sobre la suya. Lloraba, no podía contenerme, no podía resignarme. Mamá me encontró y se arrodilló a mi lado. Me consolaba diciendo que el Niño Dios se lo llevaría esa noche, al cielo de los perros. Pero yo no quería que se lo llevara, quería que lo salvara. Que cumpliera con el pedido 120


de la cartita que colgaba del árbol. Los estruendos habían cesado al igual que la música y los gritos, era hora de ir a la cama. Fui obediente y solté a mi cachorro. Le besé el hocico y prometí volver apenas saliera el sol. Papá seguía quejándose del perro y de mi ausencia, con claros indicios de vino recorriendo su cuerpo. Lucky gemía cada vez más fuerte. Mas lastimoso, más dolorido, perturbando el silencio de casa. Tomé la estampita de San Roque y redoblé mis plegarias. Le pedí a la virgencita y hasta al mismísimo Dios. Alguien tenía que escucharme. Un ruido sordo interrumpió mis rezos. Los quejidos ya no se escuchaban. Salté de la cama; mamá esperaba en la puerta para detener mi paso y evitar que observara la escena. La empujé y corrí hacia el lavadero, con el corazón detenido y albergando la peor de las sospechas. Lo vi. Papá tenía en su mano izquierda el hacha de la leña cubierta de sangre. Me miraba con soberbia, satisfecho por su buena acción de Navidad. Contuve la respiración y las ganas de gritar, las ganas de correr, las ganas de morir. Lo odié con cada parte de mi cuerpo. Con un odio ciego y feroz. Nadie lo necesitaba, nunca lo necesité. Nadie pidió que cumpliera el papel de verdugo inmolador. Mis ojos lo atravesaron. Comprendí que lo único cualunque, lo único sacrificable en esa casa era él. Deseaba que mis pensamientos tuvieran el mismo efecto que el hacha en el cuello huesudo de mi cachorro.

CLAUDIA DÍAZ

Argentina

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a morgue improvisada en el campo de batalla se ha convertido en el dolor de cabeza del sargento Walters. El militar apura a las cuadrillas de soldados para clasificar los muertos en oficiales, subalternos, negros e indios. Los cadáveres se alinean para ser identificados. No es una tarea fácil pues muchos carecen de segmentos corporales y en el fragor perdieron placas de identidad, galones y otros distintivos. Los soldados, al mando del cabo Reynolds, cavan fosas en donde los enterrarán. Hay algunos que quedan como NN y van a la fosa común. El sargento Walters cumple el protocolo establecido por el ejército y su misión fundamental es ubicar, identificar y tranquilizar a los deudos. Posteriormente podrán exhumarlos y enterrarlos donde quieran. Por el momento, los esfuerzos se centran en evitar epidemias y empadronarlos. Las primeras hogueras calcinando manos, piernas y demás apéndices impregnan el lugar con olor a carne quemada. Cerca del toque de silencio arriba un cuerpo extemporáneo. Es un individuo alto, delgado y su contextura elegante parece indicar a un miembro de la alta sociedad local. El cabo Reynolds informa de la ocurrencia y añade que está decapitado. El sargento Walters ordena cubrirlo con una manta y acomodarlo al fondo. El cabo despoja al cadáver de las botas y del anillo de matrimonio. Hace entrega de las prendas y Walters reconoce, por la calidad del cuero, que el hombre era un oficial de caballería. Revisa el anillo y en el interior distingue grabadas las letras MH y una fecha. Las horas siguientes transcurren a sobresaltos. El cabo afirma que el muerto está vivo por las contorsiones que hace. El sargento le explica que algunos tienen movimientos extraños por los gases de la putrefacción. Reynolds no concilia el sueño por vigilar al intruso. Está convencido de que algo raro sucede con él. Piensa que no quiere partir por estar incompleto, eso es lo que dicen en su pueblo. Amanece y el campo santo va despertando del letargo y de las miserias de la guerra. Walters observa el panorama distante y suspira al ver el medio centenar de cuerpos listos para ser enterrados con honores militares. Programa la ceremonia para el mediodía. Luego del desayuno, Reynolds anuncia la llegada de una hermosa dama. El sargento respira hondo y sabe que en cuestión de minutos los familiares vendrán a averiguar la suerte de sus parientes. La mujer viste luto riguroso y porta una canasta. Es recibida y coloca la cabeza de un hombre sobre el escritorio. El cabo no oculta una muesca de asco y de susto, sabe que está buscando al dueño y sospecha. La dama explica que no entiende cómo la cabeza de su marido apareció en el 123


granero de su granja, distante varios kilómetros del campo de batalla. Walters permanece en silencio y con un ademán de la cabeza indica a su subalterno que la lleve donde el cadáver revoltoso de la noche. Mandy Harris reconoce al capitán Spencer y pide autorización para coserle la cabeza al cuello. Para Walters es imposible no acceder a la petición y, tras paciente labor, la viuda completa el trabajo. Agradece y solicita un carromato para trasladar al difunto hasta la propiedad cercana y darle cristiana sepultura. Los militares ven cómo el círculo de la vida se cierra y dan media vuelta para seguir atendiendo sus obligaciones.

OSWALDO CASTRO ALFARO

Perú

Facebook: https://www.facebook.com/oswaldo.castro.73

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ariela consideraba a su hija suya, solo suya y estaba dispuesta a moldearla a su imagen y semejanza. Como ella no había tenido oportunidad de estudiar, no la envió al colegio. Como no tenía familia, desde pequeña se había criado en un orfanato, no le dio oportunidad de tener una. A los cuatro años, ella solía adosarle a su pequeña Candela, chalecos con bengalas que debía ingresar a las canchas de fútbol, lugares donde estaban prohibidas y nadie revisaría a una niña tan pequeña, de mejillas paspadas y largo cabello negro enredado sobre sus hombros; esa era su changa, le pagaban por eso. A los seis, el chaleco contenía sobrecitos con cocaína, con esto logró incrementar sus ingresos. De esta manera, Mariela podía mantener a la niña y vivir sin grandes aspiraciones pero sin entrar en la indigencia. Candela creció sin límites, sin educación, sin afectos. De un día para otro su madre desapareció y nunca más la volvió a ver. Algunos comentaban que estaba presa, otros que se había marchado con un rufián que no le permitió llevar a la niña. Ella fue acogida por unos vecinos que ocupaban un conventillo y eran anarquistas. Unos años más tarde, allí conoció al amor de su vida, diez años mayor que ella quien la invitó a recorrer el mundo. En ese derrotero llegaron a una aldea de Siria donde Paco, su novio, tenía su grupo de referencia, sus amigos de las redes, como él los llamaba. Camila se obnubiló con los nuevos camaradas, no le importó que estos la relegaran a un segundo plano, que la colocaran en una posición servil, le impresionaba lo aguerridos que eran, lo provocadores, lo dispuestos que estaban a dar la vida por su causa. Un día, la invitaron a participar y ella aceptó agradecida y orgullosa. Hasta le dieron una misión: debía viajar a Francia, París y visitar el mercado de Navidad. La propuesta le fascinó. En la ciudad gala se encontró con unos integrantes de este grupo que la estaban aguardando. El día previsto para llevar a cabo el encargo, le pusieron un chaleco lleno de explosivos. Con ternura Camila recordó a su madre muerta y sus chalecos que contribuían a brindar alegría. Ella era justamente eso, una traficante de alegría. La vida le daba la oportunidad de volver a serlo. Se dirigió a la meta fijada y cumplió la orden como lo había hecho siempre. Los medios narraron su muerte y se refirieron a ella como “La chica del chaleco adosado”.

CLARA GONOROWSKY

Argentina Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com

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odría decir que soy el mejor en lo que hago; pero esa frase de seguro tiene copyright y terminaría pagando una fortuna que no tengo a alguien que nunca podrá gastarla en el tiempo que nos queda. Diré, en cambio, que me gusta lo que hago, que comencé como un aficionado más, y me desarrollé de tal forma (tan rápido, con tantas habilidades) que hoy soy el único gran maestre en mi arte. También el último, es cierto. Pero en ciertas ocasiones es más sabio no proyectarse tanto hacia adelante, hacia el futuro, cuando ignoramos cómo será el mismo. Es raro que lo diga, eso también lo sé, pero mi propio aprendizaje me lleva a sostener algo semejante. Aun así, tengo la leve esperanza de demostrarle al mundo que la disciplina en la que me desempeño realmente es un arte, no solo un entretenimiento para quienes se encuentran aburridos. Además, sostengo que mis habilidades son únicas e irrepetibles en nuestro mundo. Para aquellos que no lo consideran de tal modo sé que, cuando me vean realizar lo que me propongo, entenderán esa grandeza y dejarán de lado las críticas infundadas. Después de todo, y antes que nada, amo el surf. Creo que desde el día mismo en que nací, en un parto en casa, en el interior de una pileta especialmente preparada para contener el milagro de la vida, rodeado de gente que conocía muy bien su papel en el mundo. Sí, de seguro mi amor por al agua comenzó allí mismo. Incluso puedo ir un poco más atrás, hasta la anécdota que me contara mi padre y que puede resumirse en la breve frase de que me concibieron durante una noche de tormenta en la playa, tras una larga y extenuante tarde de surf y diversión al mejor estilo de la anteúltima generación. Nadie envidiaría un origen como el mío; no, al contrario, todos deberían hacerlo. Mi madre, por su parte, nunca dijo nada. Ella hablaba muy poco, apenas un par de palabras al año; las suficientes para dar a entender cuanto necesitábamos saber. Y eso estaba bien para ella; supongo que mucha gente actuaría del mismo modo ante la perspectiva de cuanto acabaría sucediendo. Persisten poco cultores del surf, no porque seamos una comunidad cerrada y endogámica, como muchos creen; sino que, habiendo tantos problemas en el mundo, la gente casi que no tiene tiempo para pensar en otra cosa. Claro que el mayor problema es definir el término problema. Porque de seguro, nos libraríamos de muchos malos entendidos a partir de algo tan simple. Hablar del fin del mundo, no solo de la civilización islámica occidental que nos gobierna desde mediados del siglo XXI, sino de la naturaleza misma, del planeta poniéndose en nuestra contra, hace tiempo que dejó de ser un tópico de la ciencia 128


ficción. Claro que esto ya lo saben, por lo que no perderé el tiempo explicando los cómo ni los porqué que, por otro lado, sería imposible para mí encontrar las palabras adecuadas para ello. A mí, lo único que me importa es una tormenta. No, miento; no es una tormenta, es La Tormenta. Así, con mayúsculas. Porque quizá sea la más grande que haya contemplado el hombre, siendo también, según las predicciones científicas, la última que llegará a soportar la menguada humanidad. Nadie puede asegurar cuándo tendrá lugar la formación climatológica tan perfecta que creará las olas más espectaculares que un maestre surfer pueda soñar con montar. Dicen que se acerca el momento con pasos agigantados luego de que los oasis del Amazonas se desecaran y que el archipiélago de Groenlandia desapareciera tras aquella inesperada explosión volcánica. Esos detalles me tienen sin cuidado; yo solo quiero que la Tormenta llegue mientras aún conserve mi tabla y mi cuerpo en perfectas condiciones. El resto de la sociedad carece de interés para mí, yo solo quiero surfear y surfear. Y lo haré hasta el fin del mundo sabiendo que, si ellas así lo quieren, las olas me llevarán hasta allí.

JOSÉ A.GARCÍA

Argentina Página web: www.proyectoazucar.com.ar

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oy vengo contento. ¿Por qué? ¡¡Porque me voy de vacaciones!! «¡Mira qué bien!». ¡Ah, se siente! ¿Y dónde me voy de vacaciones? Al mejor sitio del mundo: ¡a mi pueblo! Mi pueblo está en la provincia de… ¡Bueno, aquí cerca! Se llama Aldeanueva de la Estaca. ¿Lo conocen? Es muy bonito. A casi todo el mundo le sorprende el nombre: «…de la Estaca». Es por nuestra principal industria: la fabricación de garrotes. Todo se remonta a nuestro primer vecino: Nemesio, El aviador. Como en todos los pueblos, Nemesio no tenía apellidos: tenía apodo. Y lo llamaban así, no porque fuera piloto de Iberia, sino porque tenía poca paciencia. Si lo cabreabas, siempre te decía lo mismo: ¡Qué te meto un palo, que te avío! Y de avío, aviador. Y del palo, la manufactura del garrote. Fundó Aldeanueva con una baraja y una fuente. Como el españolito Antonio Armijo en América. ¿Lo sabían? Las Vegas de los casinos, la ciudad del pecado, se llama así por aquel. Y no es cachondeo. En 1829, don Antonio, explorador y comerciante, descubrió y bautizó el fértil valle del desierto de Nevada sin sospechar que los indígenas acabarían convertidos en crupieres. El aviador no exploraba ni comerciaba con nada. Solo era un culo inquieto. Llegó a la orilla de un riachuelo, le gustó el sitio y decidió quedarse. Sacó la baraja y se puso a hacer solitarios. Después, llegó otro jipi y ya pudieron jugar a las siete y media. Más tarde, llegó un tercero y organizaron una partida de póquer. Alguien hizo trampas, Nemesio agarró una estaca que había por allí y zanjó la cuestión: «¡Qué te meto un palo, que te avío!». Poco a poco, la comuna empezó a crecer y, sin darse cuenta, acabaron levantando un pueblo. Y hasta hoy. No es porque los hagamos nosotros, pero la excelente calidad de nuestros garrotes los ha convertido en argumento imprescindible de búsquedas de novios fugados1, manifestaciones2 o cobros de deudas3. ¡Nada convence más y mejor que la solidez del roble de Aldeanueva de la Estaca! Y, tampoco es por presumir, ¡pero los manejamos con una soltura! Por eso en nuestro pueblo, como en casi todos los pueblos, las puertas de las casas están siempre abiertas y no entra nadie que no deba entrar. ¿Por qué? ¡Porque no hay… lo que tiene -¡¿Entonces en qué quedamos: te casas o no te casas?! -¡Qué no! ¡Qué no! ¡Qué no nos represent¡ay!! 3 -¡¿Entonces en qué quedamos: pagas o no pagas?! 1 2

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que haber! Los bancos tienen seguridad gracias a los cristales blindados, las cámaras, los guardias… Nosotros tenemos seguridad gracias a nuestros garrotes. Tan sencillo como efectivo. ¡Puedes dejar las joyas de la abuela encima de la mesa camilla, que no se las lleva ni…! Hasta el tonto del pueblo sabe la que le espera si se atreve a acercarse: ¡un mes de reposo y más escayola que la reforma de un piso! Con dos paisanos míos y sus correspondientes garrotes, el Banco de España podría dejar abierta la cámara acorazada y no habría delincuente que se atreviera a oler nuestras reservas de oro. ¡Ni siquiera los compradores esos del cartel amarillo que pagan cuatro perras!: ¡¿Solo veinte euros por un sello, una esclava, dos sortijas, dos juegos de pendientes, tres cadenas con sus correspondientes medallas y las joyas de la abuela?! ¡Y porque es usted! Ya sabe: la crisis, que no perdona. ¡¿A los ladrones tampoco?! ¡Qué pena! ¡Así les sirvan pa´ laxantes y estén caducaos! En la ciudad, cuando roban, la pregunta es: «¿Y cuánto san llevao?». En mi pueblo, cuando roban4, no hay pregunta. Hay exclamación: «¡La que sabrán llevao!». Uno de nuestros principales atractivos turísticos es la jala, y no como dicen algunos: ¡La gastronomía! ¡Uy, qué fino, el marqués! ¡Será la gastrono-nuestra, porque hasta que no suelte la viruta, de gastrono-suya, nada! ¡Qué manjares! ¡Nada de química envasada al vacío, eh! ¡Todo matanza cien por cien natural, sin colorantes ni conservantes: jamones, chorizos, morcillas, chuletas, longanizas…! ¡Y, además, qué guisotes, qué salsorras, qué dulces…! Y todo ello, la duda ofende, bien regado con vinos y jugos. ¡Vamos, lo estoy diciendo y se me hace la boca agua! Porque, otra cosa no, pero en Aldeanueva tenemos el apetito de tres pueblos juntos. ¡Somos capaces de comernos lo que muchos de ciudad no tienen bemoles de echarse a la espalda! ¡Ni siquiera los que van al gimnasio! Y la consecuencia lógica de ello, todo hay que decirlo, es la abundancia de barrigas. De comer, se entiende, no de… (Mueve las caderas, insinuante). ¡Que también las hay! Pero hasta en eso somos distintos a los urbanitas. Una barriga de ciudad es como un globo lleno de agua: blanducha, fofa… Una barriga de mi pueblo ¡es 4-

Suicidas y/o domingueros.

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compacta como una piedra! ¡Puro tocino reconcentrao! En una pelea, a un paisano le dieron un puñetazo en la suya y el otro acabó con los dedos hechos… Nos está estudiando un equipo médico. ¡No entienden cómo es posible que, engullendo tanta grasa, no hayamos reventao por algún sitio! «Con el colesterol no se juega», dicen en la tele. Y es verdad. Pero a nosotros, se nos ha quedao pequeño. Nos pasa lo mismo que a Barney, el borracho de Los Simpson, con el alcohol: ¡ya ni lo sentimos! Nuestro patrón es San Eustaquiazo y brindamos por nuestras fiestas en agosto, como casi todos los pueblos. ¡Qué fiestas: bailoteos, encierros y comilonas! Por ese orden. Si lo cambias, es imposible participar en todo. ¡Intenta bailar después de pillarte el toro! Si sigues vivo, claro... ¡O intenta correr delante de aquel con dos millones de calorías en la panza! ¡Cascas fijo: por cornada o por indigestión! El bailoteo no es lo mío, pero bueno… ¡Está bien! Nosotros lo resolvemos con cuatro piezas: los pasodobles España cañí y Paquito el chocolatero; El tractor amarillo, de Zapato Veloz; y Opá, yo vi a cé un corrá, de El Koala. ¡Con ese repertorio y una minicadena, nos ahorramos la orquestina y traemos a las mozas del estriptis! ¡Que son muy necesarias, eh! Te levantan el ánimo. ¡Ya te digo! Sobre todo, después de ver a la secta de las solteronas. Sí, secta: ¡porque solo bailan con otras solteronas! Lugares visitables. No muchos… Quitando el río, la iglesia y el bar, solo queda la era. ¡Y al lío, que te crío! Medio pueblo ha sido concebido allí. Y el otro medio en los pajares. Como ven, nos va el rollo del grano y la paja. Con perdón. ¡Que se lo digan a…! ¡Ocurrió hace años y aún nos estamos riendo! Les cuento: a Aldeanueva llegó un equipo de televisión para grabar no sé qué especie de escarabajo que hay por allí, ¡qué también son ganas!, y alguien les dijo que podían encontrarlo en la era: ¿Y usted cómo lo sabe? Voy mucho por allí. ¿A qué? ¡¿Y a usted qué le importa?! ¡A él nada, pero a mí, sí! ¡Coño! Mamari, no te había visto llellegar... ¡Conque ibas a ver un amigo enfermo! ¡Tú sí que estás enfermo! ¡Y, a partir de hoy, también divorciao! Los televisivos cogieron sus cámaras, y antes de que se escapara alguna torta, salieron pitando pa´ la era. Allí, localizaron un ejemplar de la especie buscada y 133


empezaron a seguirlo. (Imitando a Félix Rodríguez de la Fuente:) «El insecto, ajeno a la presencia del ave zampaescarabajos, busca comida sin sospechar que aquel ya la ha encontrado». ¡Menuda paciencia la del bicho! ¡Seguro que habría dado lo que fuera por ser una mofeta y aliviarse en su cara! Pero, como no lo era, no tuvo más remedio que seguir p´alante. Siguió, siguió… ¡Hasta que las mieses se abrieron, y todos, incluido el escarabajo, se quedaron de piedra! ¿Por qué? ¡Porque allí estaba don Silverio, antiguo párroco de Aldeanueva de la Estaca, dándole las bendiciones a una monja de clausura! Edad de él: treinta y pocos. Edad de ella: ochenta y cinco. «¡La virgen!», exclamaron las autoridades eclesiásticas antes de hacerles lo mismo que ellos habían hecho al voto de castidad: (Mueve las caderas, insinuante) ¡Y hala, excomulgaos! Por desgracia, las imágenes triple equis nunca llegaron a emitirse. ¿Censura? Robo. Y paliza. La que dieron a los televisivos, ya en la ciudad, con garrotes made in Aldeanueva. ¡Los dejaron guapos! ¡Qué cobardes! ¡Pero qué buen gusto eligiendo armas: con bates de béisbol se habrían perdido matices! Peor suerte corrió el escarabajo: apareció pisoteao en la era. ¡Los mafiosos, dicen, no querían testigos! ¡Aunque no pudieron liquidarlos a todos! El resto del equipo de grabación lo integraban becarios sin contrato y sin ná, y no pudieron ni localizarlos. Paradojas de la economía sumergida: a unos les fractura la existencia y a otros se la salva. Las peores lenguas también cotorrean que esa cinta yace ahora en una caja fuerte del… del… ¡Uy, no me atrevo ni a decirlo! De… de ese micropaís donde todos visten de negro, salvo el jefe, que va de clarito, y se pasan el santo día rezando aunque no estén cabreaos. ¡El mismo! Y total: si es así, ¡¿pa´ qué?! ¿Temen que el… de un cura y una monja pueda perjudicar su imagen como institución? ¡¿Qué imagen?! Teniendo en cuenta su pasado y presente, ¡¿les queda alguna?! ¡Y no veas la que montaron los ecologistas por el escarabajo! Aparecieron en el pueblo ciento y la madre, con pancartas y megáfonos: «¡No hay pan para tanto chorizo!», «¡Indígnate!», «¡Toma la calle»… ¡Algunos se apuntan a un bombardeo! Aunque al Ernesto le hicieron un favor paralizando el desahucio de su granja. ¡Qué ya se veía durmiendo con los gorrinos debajo un puente! El amor a los animales está bien, no digo que no. Pero, sobre todo lo de los pijos urbanitas, ya es tontería: ¡un caniche disfrazao de mamarracho no es más feliz que un caniche nudista! Al contrario: ¡está esperando que pase un camión pa´ cruzar la 134


carretera! Habría que ver a muchos de esos ecologistas durmiendo con un gallo en la oreja. ¡Qué llegan las cinco de la mañana y «¡Kikirikiii!»! Las cinco ¡de todas las mañanas, eh! Seguro que empezaban a quererlo un poco menos. Como ven, los estaqueños no nos aburrimos. ¡Entre unos y otros, nos echamos unas risas que pa´ qué! Pero no se dejen intimidar por nuestra industria ni crean todo lo que se dice por ahí: «¡Conozco a uno que fue a Aldeanueva de la Estaca y casi no vuelve de la paliza que le dieron!». ¡Hombre, algo haría! A nadie le aplauden la cara por preguntar la hora. De verdad, somos muy acogedores. Por las buenas. Y, en el peor de los casos, como gente franca que somos, siempre, absolutamente siempre, avisamos antes de arrear: «¡Qué te meto un palo, que te avío!».

JOSÉ LUIS DÍAZ MARCOS España

Blog: https://la-estanteria-2.webnode.es

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e incorporó y de un salto estuvo frente a la ventana. Abajo, la gente se apretaba ante un cuerpo sin vida. Sirenas. Amanecía un día gris en Ile SaintLouis de París. Racine levantó la vista, las grandes construcciones como masas aglomeradas se sucedían otorgándole al paisaje una sombría continuidad, quebrada solo por el paso del Sena. Consultó su reloj, llegaría tarde a la cita con Jean Pierre en Vert-Galant. Dio una larga mirada al recinto antes de salir, sabía que no regresaría. Descendió los cuatro pisos sin aliento. En la calle la gente se dispersaba, varios guardias civiles y enfermeros inspeccionaban el cuerpo de la mujer. Se colocó los anteojos de sol, recogió su ondulado cabello en un rodete y apuró el paso. Había poco movimiento a esa hora de la mañana. Cruzó el puente Saint Louis corriendo. Al tomar la Rue de Notre Dame notó la presencia de las gárgolas de la Catedral. Un movimiento la hizo retroceder. Desplazó la visión periférica en forma horizontal como una cámara, girando trescientos sesenta grados. El olor a almizcle era el mismo de la noche anterior, cuando se enfrentara con aquella mujer. Al pasar frente a la Ste. Chapelle la presencia era notoria, las sombras se confundían con la estructura de la iglesia. Tomó la senda interior de Vert-Galant y vio la silueta de Jean Pierre que se recortaba al fondo, como una imagen en tres dimensiones. El hombre al notar su presencia, se adelantó. ¿Racine? ¿Eres tú? Siento llegar atrasada Jean Pierre tomándolo de los hombros. Pudo sentir la textura áspera de su prenda de vestir. ¡Necesito hablar contigo!, este es el momento de actuar, es necesario que… Jean, debemos ir a otro lugar. Lo interrumpió mirándolo directamente a sus ojos sin vida. Estamos en el último tramo de l`Ile de la Cité, a menos que te atrevas a nadar no veo otro lugar que… ¿Qué sucede? Te noto preocupada agregó. Anoche maté a una mujer sentenció. Él sabía que el tramo final había comenzado. Revolvió nervioso unos papeles dentro del morral. No hay tiempo que perder, tengo unos documentos que entregarte, son rutas y nombres de lugares donde puedes encontrar lo que buscas. Pertenecieron a La Orden “Silver Dawn”. Ha llegado la hora de que estén en tu poder. 137


¿Qué Orden, Jean Pierre? pronunció Racine a media voz mirando a todos lados, notando cada vez más fuerte la presencia de varias mujeres que se arrastraban entre los arbustos del jardín. Las sombras se alargaban; quiso seguir preguntando, pero el peligro era inminente y dejó que el ciego hablara. La Orden Silver Dawn haciendo una pausa ellos no solo protegen secretos religiosos, sino secretos de magia, ceremonial y ocultismo… toma dijo metiéndole los manuscritos en la mochila ¡corre! le gritó retrocediendo hacia el borde de la isla. ¡Pero Jean Pierre! ¡Debes venir conmigo! ¡Es peligroso! ¡Corre Racine, corre! le repitió en un grito ahogado. ¡De ninguna manera te voy a dejar solo! poniéndose en guardia. ¿No te das cuenta que vienen por mí? ¡Corre! empujándola de su lado. Racine salió por el borde del jardín y se desplazó hacia el centro de la isla. Al mirar hacia atrás, vio un espectáculo dantesco. Las mujeres emergían de las sombras como animales, arrastrándose en siluetas grotescas; en un instante acorralaron a Jean Pierre, lo rodearon y lo despedazaron. Pensó que obedecían una orden, porque fueron directamente a su objetivo: Jean Pierre – Oráculo ciego – Eliminar. Al dirigirse a la biblioteca, pensó en él. No recordaba cuándo había comenzado a notar su ciega presencia, él siempre había estado a su lado. Racine era periodista independiente; muchas veces se involucraba en historias fantásticas. Jean Pierre le había dado un objeto que ella había transformado en su talismán. Una piedra de cuarzo rosado engarzada en una especie de mapa estelar de plata, con símbolos que desconocía, tal vez cabalísticos o religiosos. Él le había contado historias de hombres y mujeres “distintos”, le había dicho que ella era la última mujer de esa raza antigua. Una raza de hombres guerreros y conquistadores que idolatraban a una diosa. Él la había protegido. Pero ¿Qué era eso de la “Silver Dawn”? Se sumergió en la biblioteca de La Comuna y buscó información. Lo que leyó le sirvió para aclarar las visiones que estaba teniendo últimamente. Al dar vuelta la página de un libro, se encontró con el plano del lugar del VertGalant donde había estado hacía poco con Jean Pierre. Era distinto, pero el lugar geográfico era el mismo. Siguió leyendo y el escrito hacía referencia a lo que había ocurrido en ese mismo lugar, un 18 de marzo de 1314, cuando dos hombres pertenecientes a la Orden de los Caballeros Templarios: Jacobo de Molay y Godofredo de Charnay fueron quemados vivos en la hoguera por sus pecados, por decisión del 138


Papa Clemente V y el rey de Francia Felipe IV. Habían sido acusados de sacrilegio contra la Santa Cruz, herejía y falsa idolatría. Según contaban los registros históricos, cuando uno de estos caballeros se estaba quemando, maldijo a los culpables de la conspiración: Malditos seréis, todos malditos, hasta la decimotercera generación. Esas eran las visiones de Racine. Visiones de hombres torturados. Últimamente angustiosas y desahuciadas. Podía presentir el olor del miedo entre gruesas paredes de piedra. Manos sangrantes atadas a cadenas, lamentos, maldiciones y suplicios. Le había llegado el calor del fuego, había tocado las cenizas encendidas de las fogatas, los gritos de la gente, los puños levantados y rostros crispados deseosos de justicia divina hacia los herejes. Siguió leyendo. Había una imagen que se repetía constantemente: el grito de ¡Silver Dawn! ¡Silver Dawn! Que la hacía sobresaltar y despertar. Estaba todo ante sus ojos; hasta la referencia de la imagen del perro aullando: Cuando a Godofredo de Charnay le llegó la hora de subir a la pira, un perro invisible que ella nunca pudo identificar en el sueño, se puso a aullar. La referencia estaba en los escritos y cerró de un golpe el libro. ¿Idolatría? ¿Hacia quién? se preguntó. Tendría que seguir indagando un poco más. En un apartado de la biblioteca y bajo una lámpara, desplegó el manuscrito que le había entregado el malogrado Jean Pierre. Se encontró con planos de rutas, trazos en rojos, Check Point con nombres de ciudades. Y en un rollo aparte, estaba la verdad. Los caballeros de La Orden “Silver Dawn” habían sido ajusticiados por idolatrar una figura que nada tenía que ver con la imagen aceptada por la Santa Iglesia. En un dibujo se le presentó un ser mitad mujer, mitad animal, con ojos grises y cabellera ondulada y se reconoció. El talismán, era el mismo que ella tenía en su poder. Se sorprendió y empezó a atar cabos. No conoció a sus padres. Desde la infancia se había sentido protegida no solo por los ancianos y Jean Pierre, sino por una cantidad de gente desconocida para ella. Como si todo formara parte de una gran red. Supo, desde muy pequeña que su objetivo de vida era encontrar a un hombre, era lo que le exigían. Su profesión de periodista la había llevado a conocer distintos lugares. Y ahora se encontraba en París con un rastro muy fuerte de la presencia de esa persona que era su objetivo. Se sintió cansada, no podía volver al mismo lugar de la noche anterior, tendría que buscar otro sitio. Cuando salió de la biblioteca, oscurecía; una bruma incipiente comenzaba a subir 139


desde el Sena. Un impulso de adrenalina recorrió su cuerpo. Se encontró de pronto frente a un pequeño hotel, decidió entrar y tomar una habitación por algunas noches, tendría que moverse rápido y en círculos, pensó. El tercer piso del hotel estaba frente al Sena, un poco más alejado de su anterior residencia. Arrojó el bolso sobre la cama, se duchó y salió a buscar algo para cenar. El impulso era cada vez más fuerte, inundando su boca. La pista segura de que su objetivo se encontraba cerca, había despertado su instinto animal. Sabía que no podía resistirse al llamado de la sangre. La orden era clara: Al encontrar su objetivo, el apareamiento debería ser inmediato. Sus movimientos se hicieron cada vez más ágiles e intuitivos. Soltó su cabellera y comenzó a correr bajo las luces brumosas de Quai de Bourbon. Una cisura plateada era testigo en el cielo. Ya no tenía control de su cuerpo ni de sus acciones y se sintió libre. Libre de elegir su destino. No supo cómo, se encontró sentada en uno de los bancos de Vert-Galant, amanecía. La barrera amarilla marcaba la zona donde el día anterior había tenido el encuentro con el ciego. Se pensó una marioneta dirigida por hilos invisibles. La acompañaba el sonido del Sena golpeando suavemente sobre los bordes del jardín. Por primera vez en mucho tiempo no tuvo memoria de lo que había sucedido en la noche. De pronto, frente a ella, y en otro banco de la plaza, un bulto se movió, se acercó; era un hombre que dormía y sobre su pecho se encontraba una llave. No supo por qué la tomó. Su primer punto de contacto había sido Jean Pierre, ahora necesitaba llegar a su segundo punto, el que se encontraba en un balcón cercano, según rezaba el papel arrugado que pudo extraerle al hombre de entre sus dedos. Apretó el talismán y fue a su encuentro. La esperaba una mujer anciana que, al verla, le hizo seña de que no hablara y que la siguiera, así lo hizo y se metieron en un recinto pequeño con una abertura por donde entraba la luz poligonal de un foco que iluminaba la escena artificialmente. La anciana le entregó un pequeño papel manuscrito con la dirección de su macho. Nunca la había visto y notó un brillo especial en sus ojos. Un aullido a la distancia le recordó el perro fantasma de sus pesadillas, el aullido de Charnay, pensó. Debes tener cuidado Racine, hay fuerzas que trabajan desde la oscuridad y están sobre tu pista. ¿Tienes la llave? ¡Sí!, la tengo contestó. Racine no sabía qué era La Orden Silver Dawn, ni por qué motivo ellos adoraban una diosa con su imagen. Lo único que sabía era que empezaba a sentir un 140


leve cosquilleo en su estómago. Sabía que tenía que aparearse con su contacto y eso la excitaba al extremo de seguir sus instintos sin pensar en el peligro que podría correr. Esa era su misión. Leyó las instrucciones. El tiempo apremiaba. Su tercer punto de contacto sería directamente con él. Al llegar a la dirección que le había dado la anciana, sintió el ansia que le subía hacia la garganta y tragó saliva. Abrió la puerta con la llave y entró. El recinto estaba oscuro, iluminado solo por una lámpara que se encontraba en el suelo, el lugar era sucio, húmedo y olía a cloaca. Racine siguió su intuición para encontrarlo. Agudizó la profundidad de la escena en perspectiva y entonces lo vio. Sentado en un sillón de alto respaldo, la penetró con la mirada. Era un hombre joven, robusto, un hermoso ejemplar masculino. Sabía que llegarías hasta acá dijo el hombre. Eres mi trofeo susurró. Aún tienes que recorrer cien metros, le dijo a la vez que se ponía de pie y le señalaba el sillón a modo de trono que ella debía ocupar. Supo que el camino hacia la cópula con el macho estaría cubierto de espinas. Una mujer joven, morena se presentó ante ella y otra vez ese olor. Pensó que tal vez sería una de las que habían matado a Jean Pierre, pero el deseo por cumplir su meta era mayor. La lucha fue medida al principio. Sabía que debía sortear este obstáculo y a esta altura, era ella o la morena. En un descuido, Racine le cortó el cuello con el talismán y la dejó fuera de combate. Sintió la salpicadura de la sangre de la mujer en su cara y en sus manos. Se encontró con trampas. Las sorteó a todas, arrastrándose, rodando, saltando, esquivando púas y lanzas. Hasta que el salto final la dejó casi sin aliento y se enfrentó al macho. Su respiración se aceleró, se acercó a su rostro, oliéndolo, gozando por anticipado del animal con el que copularía. Extendió la mano para tocarlo. En ese momento la imagen se esfumó y supo que todo había sido una trampa. Al darse vuelta, una columna de mujeres la atraparon a la vez que se dibujaba en su monitor de RV: GAME OVER. ¡Maldición! gritó y tiró su casco al suelo.

MÓNICA MARCHESKY Uruguay

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ecuerdo que ese fue el quinto intento, sin embargo no consigo acordarme de nada en concreto de los otros cuatro, por más que lo he intentado en más de una oportunidad. Bien, si debo sincerarme, no es que realmente lo haya intentado mucho, solo lo justo y necesario, por así decirlo. Por sencilla y pura curiosidad que se apodera de mi de vez en cuando. Ya de por sí, ese tonto entretenimiento que obsesiona a tantas personas (llegando algunos a referirse a este como un “estilo de vida”) nunca ha llamado mi atención. Tal vez es por eso que solo he conservado imágenes borrosas de esos primero cuatro lugares que visitamos, de esos cuatro intentos fallidos. Después de todo, me uní al grupo esa noche porque... Creía que sabría qué escribir, pero me equivoqué. No puedo decir con seguridad cuál fue la dichosa razón que me motivó a aceptar su invitación (y menos qué los llevó a invitarme justo a mí, inclusión quizás), no recuerdo los nombres de ninguna de esas personas. Nunca los supe, en retrospectiva. Puede que haya sentido una especie de presión social, o una urgencia de hacer amistades, o algún deseo de cambiar mi forma de ser, aunque fuera un poco. Quién sabe. Pienso, sin embargo, que una buena parte de mí quería estar ahí cuando todo eso sucediera. Al resto le emocionaba tanto el evento en si, como la idea de bailar en el sitio donde todo pasaría. A mí, como ya les aclaré, nunca me interesó la idea de salir a bailar, solo me importaba un poco el evento. Por semanas todo el mundo habló de eso. En las redes sociales solamente hablaban de cómo deseaban que la fecha llegara; en las noticias se informaba sobre tal inminencia; cada vez que yo, por casualidad, escuchaba a dos personas conversando, ese era el tema de discusión; no podían esperar más. Todos querían celebrar y bailar esa noche, donde todo pasaría. Creo que yo era la única persona que no podía sentir esa proximidad. Al hablar de lo ansiosos que estaban porque esa gran noche llegara, decían también que sentían muy dentro suyo que indudablemente no pasaría de aquella noche, que el suceso al fin ocurriría. Por eso no podía entender ni el hecho de que yo no sintiera nada, ni el que las personas con las que estaba siguieran con tanta paciencia y entusiasmo, luego de cuatro fracasos. Íbamos por el quinto intento pero, por la expresión de sus rostros, cualquiera hubiera dicho que era el primero. —Cambiá la cara, seguro que es en la próxima —dijo alguien del grupo, probablemente a mí. No supe quién fue, pues estaba mirando hacia el piso mientras caminábamos. Al inicio de la salida me dispuse a sentir entusiasmo, para así no desentonar con 143


el resto. Sin mencionar que no quería que descubrieran que yo no podía sentir la proximidad del acontecimiento. Pero, para esas alturas, ya estaba perdiendo interés en todo eso, a diferencia de mis acompañantes. Me acuerdo que, en ese momento, empecé a preguntarme si realmente ellos sentían lo que afirmaban sentir, si realmente alguna de todas las personas de toda esa maldita ciudad sentía algo de eso, e inclusive en el momento de escribir las presentes líneas no dejo de planteármelo. No me sorprendería para nada que alguno hubiera dicho que podía sentirlo (fuera para engañar ingenuos, por el deseo de sentirlo, o por lo que fuera), que alguien más lo hubiera escuchado para posteriormente exclamar: “Yo también”, lo que habría sido oído por otra persona, que luego habría dicho lo mismo, propagándose por todos lados como si de una epidemia se tratase. La noche llegó y ninguno de los lugares a los que fuimos era el correcto. —¡Ya casi llegamos, falta poco! —una voz distinta a la que se había dirigido a mi momentos antes cortó mis meditaciones. La exclamación recibió por respuesta una señal de asentimiento por parte del grupo incluyéndome, pues me apresuré a hacerlo, aunque seguía igual de insensible. Lo único que podía sentir era el presentimiento de que esa salida iba a terminar siendo una pérdida de tiempo. Perdimos varias horas yendo de acá para allá, y en esos momentos faltaba poco para el amanecer. Según lo que todos dijeron el evento sería esa noche, por lo que si amanecía antes de que ocurriera, significaría que nada iba a pasar. Fue cuando lo vimos. Llamémosle el nuevo “punto de reunión”. Ya había una gran cantidad de gente reunida, conversando, esperando el momento de comenzar a bailar. Algunos llegaron caminando como nosotros, otros en algún transporte público, y otros en sus propios vehículos. Muchos de estos últimos llevaron equipos de sonido, ansiosos por encenderlos. Supongo que se habrían puesto todos de acuerdo en poner la misma música. No lo sé y nunca lo sabré. Cuando llegamos al amplio lugar tan concurrido, vi como varios de ellos ya habían bajado el equipo de sus autos, y otros lo estaban haciendo justo en ese momento. Ese sitio fue mucho más memorable que los anteriores, los cuales han desaparecido casi por completo de mi memoria. Era una enorme plaza que nunca había visitado hasta hoy. La considerable cantidad de arboles que presencié en ese lugar fue agradable para mi vista, a diferencia de la mayoría de las cosas de esta ciudad. Ni siquiera presté atención a las edificaciones que la rodeaban, no me acuerdo en qué 144


consistían... Creo que había una iglesia pero no estoy seguro, de todas maneras eso no es lo importante, sino la misma plaza porque creo que fue esta la que me hizo tener una mínima esperanza de que no tendríamos que cambiar de lugar otra vez. Me gusta caminar, pero me encontraba realmente aburrido y me negaba a aceptar que toda la noche, las largas caminatas, y el unirme a este particular grupo, fuera para nada. Fue un alivio el contemplar a tantas personas preparándose para ese tan anhelado baile, y a tantas otras encendiendo sus equipos de música. Volví con mi grupo cuando algunos ya estaban bailando. Nunca se me ha dado eso de bailar, pero sabía que solo debía imitar lo que viera lo mejor que me fuera posible. Bastante sencillo. La amarga sensación llegó cuando me estaba preparando para hacer eso. Pensé que en el quinto intento sería distinto, pero estaba pasando de nuevo: los equipos de música estaban siendo guardados otra vez y las caras largas se hicieron presentes. Tampoco sería en esa plaza. Con la mirada mis compañeros me indicaron su frustración, así como el deseo y la esperanza de que la sexta fuera la de la suerte. No lo entendí y creo que no lo entenderé nunca. Ese instinto, que supuestamente tenían todos, ya se había equivocado cinco veces y, sin embargo, todos partían convencidos aún de que en el lugar siguiente podrían al fin comenzar con la algarabía, incluyendo mis acompañantes. —¡Esperen, hagamos el baile acá, ya fue! —grité con la intención de que me oyeran, no solo mi grupo, sino la mayor cantidad de gente posible. Los pocos que me escucharon voltearon a verme con expresiones despectivas en sus rostros, para luego seguir caminando sin haber formulado una respuesta— ¡Falta poco para que la noche termine, olvídense de todo eso! —nadie me oyó. Todos se fueron, determinados a bailar donde suceda, ni más ni menos. No sé por cuánto tiempo me quedé parado en ese lugar, teniendo a mi soledad como única compañía. —Hay más como vos —escuché una voz junto a mí. Me gustaría extenderme mucho más pero no puedo, el vehículo que estamos usando mis nuevos acompañantes y yo ya está llegando a su destino, así que ya debo concluir la narración con estas últimas palabras: por favor únanse a nosotros.

EDUARDO JAVIER BARRAGÁN

Argentina

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s la soledad la que me hace llamarte, ella es la culpable. No es que por decisión propia quiera saber qué haces o si piensas en mí. La soledad me obliga continuamente a ir tras de ti, a crear una nueva historia sobre cómo podremos estar juntos, a contemplar la posibilidad de preguntarte si podremos vernos una vez más y a que en mi pensamiento te cueles como un color que todo lo baña. Tendrías que ir a reclamarle a ella, a decirle que ya no te busque. Créeme que yo te apoyaría en esa tarea e incluso, si me lo permites, podría actuar como testigo. Es obvio que a mí también me interesa el caso y quisiera conocer lo que tiene que decirnos. Entonces, por favor, no pienses que he sido yo la que te ha buscado, eso solo sería caer en un malentendido, en el cual evito participar. Así, te pido que comprendas que la soledad ha sido la culpable. Yo, por mi parte, solo soy una víctima, quizás al igual que tú. Por tal motivo, creo conveniente organizar un juicio para resolver este caso, uno en el que la soledad resulte sentenciada. Si los resultados son los deseables, quizá por fin, podremos liberarnos los dos cuando esto se haya convertido en un sueño que vivir.

SOFÍA NAVARRO

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resentía que aquella noche sería más pesada que otras. Era más de medianoche, pero no tenía problemas con acostarse tarde. Entraba al trabajo después de almorzar. Se dijo que esa era una rutina un tanto desgastante, pero al menos llegaba de noche para ver una cinta de terror (de las que tanto le gustaban) o leer un buen libro. En ese momento se hallaba en su habitación, leyendo «Un extraño en mi tumba», de Margaret Millar. La lectura avanzaba bien, ya iba por la mitad. Escuchó un ruido, una especie de susurro, surgir de la sala del departamento donde vivía solo desde hacía seis años. Dejó la obra literaria en su biblioteca y salió de su habitación con sigilo. El murmullo ya no se escuchaba. El hombre se dijo que todo era producto de su imaginación, ¿quién podría meterse a esa pequeña estancia y qué podrían robarle? La computadora y la televisión con el reproductor de DVD eran las únicas cosas que tenía de valor. Además los ladrones hacían otro tipo de sonidos, como el rebuscar cosas o palanquear puertas. ¿Qué había ahí? Nada, pensó. Ya estaba en la sala y se le ocurrió la idea de encender la televisión por cable. Encontró una película de horror en un canal, se trataba de «Espejos siniestros». Ya la había visto, pero faltaba poco para que terminara y el final le gustaba mucho, porque le parecía inesperado y surrealista. ¿Qué había ahí? Solo él. De pronto se le ocurrió que el vecino de arriba también estaba viendo un film y quizá de ahí venían los ruidos. Sin embargo, el extraño susurro se oyó otra vez, en esta oportunidad desde la cocina. Alguien me está viendo, alguien sigue mis pasos. Estaba muy nervioso. Se decía que la noche era la culpable, que el exceso de trabajo le hacía alucinar todo tipo de tonterías. Se acercó con cuidado a la cocina y esperó encontrar allí solamente a un ratón o quizá a una cucaracha (vivía en un primer piso y aquellos bichos no lo dejaban en paz, sobre todo en esta época tan calurosa, aún a esas horas). ¿Qué había ahí? Nada. Estaba solo. No había dejado ninguna hornilla prendida. Ya había cenado opíparamente. Solo terminaría de ver la película y se iría a dormir. A lo mejor no reposaría. Se dedicaría a navegar por internet desde su celular durante una hora más. Entre tanto pensamiento escuchó el murmullo, esta vez en el pasillo que daba al baño. Quizá sea mi propio estómago, he comido mal, sabía que el pollo a la brasa era una mala idea. Caminó con dirección a ese recinto, con tranquilidad. ¿Eso sería: una 149


falla en el wáter? No fuera a ser una fuga de agua, no quería meterse en problemas con los demás vecinos de ese edificio. Pero ¿qué digo? Si hay problemas en mi inodoro no es mi culpa, sino del tipo que me cobra la renta todos los meses. Ya en el baño, se lavó la cara, aún no se había puesto el piyama, por aseo y comodidad. Sentía aún que alguien estaba siguiendo sus pasos, que lo miraban, que lo acechaban. Nada en el wáter, nada en la ducha, procedió a lavarse la cara. ¿Qué había ahí? Lo que fuera estaba en el espejo. Cuando el hombre se miró, su otro yo, al otro lado del vidrio, rompió los cristales para jalarle la cabeza con todas sus fuerzas arrancándosela. Todo volvió a la normalidad, como se hallaba antes. Lo que estaba ahí iría a otra casa, a otro espejo, por el cráneo de otro desdichado individuo.

CARLOS ENRIQUE SALDÍVAR

Perú

Blog: http://fanzineelhorla.blogspot.pe/ Facebook: https://www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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