EL NARRATORIO - ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL Nro 14 Abril 2017

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EL NARRATORIO

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EL NARRATORIO

ANTOLOGÍA LITERARIA DIGITAL AÑO 2

NRO 14 - ABRIL 2017

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ÍNDICE OTRO DOMINGO LILIANA MACHICOTE 5 LA ESQUILA ALINA TORTOSA 11 3.05 am (SASHA) MARINA CONDÓ 14 DOS PASOS LILIANA DIUORNO 20 SEMANA DE MAL SUEÑO CARLOS E.SALDIVAR ROSAS 24 JULIA OTRA VEZ ÁLVARO MORALES 28 BICHOS JAN GRŽINIC 33 CAFÉ NOCTURNO DIEGO ALONSO R.37 SOFÍA OMAR JULIO ZÁRATE 42 LO QUE HUBIERA QUERIDO SER ANGIE PAGNOTTA 45 PAREDES DIEGO VIDAL SANTURIÓN 48 ENTREVISTA CON EL DRAGÓN DANIEL FRINI 54 CIERRO LOS OJOS...ALICIA GAIONE 59 EL CASO DEL MANUSCRITO CERVANTINO PARTE 1 CARLOS M.FEDERICI 62 EL MUDO ANDREA MACCHIAROLI 71 EL FIN DE MUNDO LUCIANO DOTI 74 DÍA DEL PADRE YOLANDA SA 78 REGRET AEDO SÁNCHEZ 85 PARECIERA QUE NO AMANECE JORGE CORREA PÉREZ 90 EL ALTILLO DAMARIS GASSÓN PACHECO 92 RECUERDO VÍVIDOS ISABEL FUERTES VILA 96 ESCAPE TRANSITORIO JUAN R.ORTIZ GALEANO 99 YO SOY YO (Y MI CIRCUNSTANCIA) NÉSTOR GARCÍA 102 EL CÍRCULO DE FUEGO ALEJANDRO E.FERRARi 105 DIÁLOGO SILENCIOSO ADA INÉS LERNER 109 EL ANCIANO ROLANDO JOSÉ DI LORENZO 114 ESE MALDITO FRÍO ZANDRO ZÁS 117 DULCE NIÑA CAROLINA ROBE FERRER 123 DON SISTO ANA MARÍA CAILLET BOIS 126 EL LIBRO PERDIDO MARTHA A.LOMBARDELLI 128 UN CORAZÓN OCULTO CLARA GONOROWSKY 130 CONFESIONES SEBASTIÁN T.PALUMBO 132 MATRIMONIO POR CONVENIENCIA ALFÉIZAR 135 EL LECTOR DE SUEÑOS ROB_UTOPÍAS 137

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lovía y como podían se refugiaban en un alero a metros de la puerta oxidada. El ingreso se hacía lento y más sombrío. Supieron que la semana anterior unas mujeres habían sido detenidas ingresando droga y habían incrementado los

controles y las requisas internas. Alguien comentó, que además, hubo una revuelta en un pabellón, con incendio de colchones, palizas, heridos, aparentemente por un reparto de drogas mal hecho. —Tratan de cansarnos para que no vengamos más –aventuró Florencia, las demás miraron sin contestar. —¿Hasta cuándo nos van a hacer esperar bajo la lluvia? —se quejó Ana y avanzó unos pasos hacia la puerta. Elsita la tomó con fuerza de un brazo y la hizo tambalear —Si discutís, perdés la visita. No te metas con nadie, ya vamos a entrar. Las otras visitas, la mayoría mujeres, algunas de ellas con chicos, trataban de guarecerse del mal tiempo con pilotines, camperas, paraguas y bolsas de plástico sobre las cabezas. Algunas iban llegando y le entregaban dinero a una mujer que había estado parada allí ocupando uno de los primeros puestos de la cola. Otra, que vestía la camiseta de Boca, pasaba voceando: “Rosarios para los muchachos, diez pesos. Biromes, cinco pesos. Tanguitas, veinte pesos”. Se entretenían escuchando conversaciones ajenas. Las charlas variaban, iban desde los precios de los artículos que llevaban para entregar a sus familiares a la conducta de los hijos. A Daniela siempre le llamaba la atención que entre ellas no se preguntaban por qué estaban detenidos sus presos. Había una especie de código. Algunas cosas se iban aprendiendo con el tiempo, las mujeres que iban de visita a los penales, no vestían de gris, de azul o de negro para que no las confundieran con las guardiacárceles. Aunque a veces se preguntaba si no sería para beneficiar a los negocios que rodean al penal, en los que alquilan ropa interior y alpargatas. Los zapatos habían sido objeto de requisa varias veces para Elsita y siempre había vuelto a casa con los tacos destrozados. —Chicas, quería contarles algo… —Depende, Anita… —Es importante. —Ojo… mejor no, todos escuchan acá. 6


Ante el comentario de Florencia, Ana optó por hacer una seña con la mano manteniendo silencio, pensó que ya tendrían tiempo para hablar. El día era largo, todavía no habían entrado y les quedaba todo el camino de regreso. —Las lamparitas no te las van a dejar pasar, Ana. —Pero es que no tenían luz hace quince días en la celda... —Nunca sé que se puede traer —dijo Daniela sin dejar de mirar las bolsas que tenían en la mano— fideos con agujeros, no; maquinitas de afeitar, si… nos cambian las reglas todo el tiempo. Entraba la primera tanda de visitantes y les tocaba a ellas, producto de la revuelta de la semana o quizás por la lluvia, había pocas personas ese día. El paisaje iba cambiando a medida que se adentraban, parecía todo tranquilo y rutinario hasta que una mujer paró de pronto a Ana mientras revisaba las bolsas, ya le había desparramado el paquete de yerba y roto los de fideos, aunque las lamparitas parecían estar bien esta vez. —¡Ah no! Los medicamentos entran por otra puerta. Por acá no. —Tengo la orden del médico del penal – respondió con temor. —No me importa, por acá no pasan, si quiere me los deja y después los llevo a la enfermería, si no, tienen que venir los miércoles de 14 a 18 que ahí se los reciben por el portón negro. Dudó. Elsita escuchó y se adelantó: —No hay ningún problema. Los guardamos y volvemos. ¿Está bien? La mujer asintió con un gruñido. Elsa volvió a tomar del brazo a Ana y la empujó hacia afuera. Caminaron en silencio. Ana temía que le preguntara para qué eran los medicamentos. Elsita caminó, abrió la puerta del auto, levantó el asiento y le señaló para que los guardara allí. Ana obedeció y caminaron otra vez hacia el portón oxidado. —Aprendé a decirles “oficial” a estas. A los penitenciarios les gusta escuchar esa mentira. Ana no contestó, parecía que temblaba. —Y otra cosa… resistí, tenés que parecer fuerte. Y, tené esto presente, maquíllate mucho, así te cuidas de llorar. Entraron, pasaron la requisa íntima y cada una caminó hacia lugares diferentes. 7


Florencia se sentó frente a Carlos, sacó el mate y comenzó a contarle sobre los chicos. —Ricos, gorda, el mate cocido amargo es un asco. Extraño… —Aprovechalos entonces. ¿Estás bien? —¿Sabes que pensé, gorda? Cuando salga de acá, nos casamos. —Estás loco, es un disparate. —Es lo que querías, ¿no? Con vals y todo, gorda. Hacemos fiesta, invitamos al barrio… —Los chicos ya son grandes, Carlos… se nos van a reír… —¿Y? ya tengo todo pensado, si acá algo sobra es tiempo para pensar, vos dejame a mí que ya tengo todo calculado. Cambiá la cara, gorda, ponete contenta. Daniela lloraba frente a su marido. Lo miraba y no podía disimular el dolor que sentía al verlo así. Con esa ropa mugrienta, esas zapatillas que él jamás hubiera vestido, el olor de ese lugar, la idea de dejarlo otra vez… —Arrancaste otra vez, así se hace, Dani, así me gusta. —¿Por qué me hablás así? ¿Quién te dijo? —¿Cómo se está portando mi empleado? Le dije que te cuidara bien. Acá se sabe todo, Dani. Novedades de afuera son las que más nos llegan. Me entero… así de simple. —Te traje un poco de dinero. —Guardalo, no lo necesito… —Pero… me dijeron… que podía hacerte falta… —Mirá, acá sos si tenés, plata, amigos, influencias. Algo me queda. Guardá la plata. No la necesito. Ana había tomado la mano de Pablo que miraba hacia abajo. Ella trataba de ser fuerte y él sollozaba sin poder hablar. Apretaba aún más su mano intentando darle fuerzas. —¿Te sentís bien? ¿Te pudo ver el médico? El otro domingo me dieron unas recetas, pero no pude dejar los medicamentos. ¿Te los dan acá? —Siempre espero el día de visita —decía Pablo mientras, sin dejar de mirar hacia

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abajo, pasaba el dedo por el borde del vaso de plástico con café— Durante un tiempo pensaba: Me quiebro, no doy más, pero si vos me veías así no ibas a luchar. —Estoy bien, por mí no te preocupes, llegamos a un acuerdo con las mujeres esta semana… Pablo levantó la mirada y se puso un dedo en los labios para que dejara de hablar. Ana bebió un sorbo de café, sin dejar de mirarlo y de tomarle la mano. Miguel sonreía, nunca perdía la sonrisa. —Estoy fabricando escobas. Ya que soy tan hábil con las manos, ¿no Elsi? —No sé si voy a seguir haciendo entregas personalmente… el auto no da más… —La paso bien en el taller con los muchachos, las horas pasan rápido… ¿averiguaste acerca de los nuevos negocios que te dije? —No voy a poder, no llego... —Vas tener que llegar, como sea. Conseguila. —¿Con qué? No tengo… —Vendé el auto Elsi. —¿Y cómo trabajo? No, no lo voy a vender porque… —Caminá, caminá… no te va a pasar nada… caminá… —¿Qué son? ¿De dónde traen esas cosas? —De Bolivia, creo, pero con poco que consigas, se vende fácil, nos sacás del problemita, ¿entendés Elsi…? —No lo voy a hacer, no le voy a pedir a esa gente, no les confío, no hago esas cosas… sabés que… no, no quiero… —Te van a llamar. Recibí, pagá y hacelo. Acá hace falta mucha plata para que yo pueda salir. No me jodas. —Por favor, no… no quiero —No te consulto, te doy una orden. Se van a comunicar con vos. Dejá de hablar boludeces, ¿estamos? Y ahora me voy a terminar unas escobas…. Ah, si no querés, olvídate de mí cuando salga… seguí con tu costumbre, andá a rezarles a los santos, y de paso, fíjate si les vendés algo. Miguel se levantó, habló con el guardia y se fue. Elsita lo miró hasta que 9


desapareció, juntó sus cosas y se dirigió a la puerta. Se sentaría en el auto y esperaría que sus compañeras salieran. Una a una fueron saliendo, tristes, mirándose los pies, imbuídas en sus propias desgracias. Subieron al auto en silencio, como hacían desde el día que se conocieron en ese mismo portón oscuro. Ese mismo portón que separaba la luz de la oscuridad, las plantas del olor a orina, la salud de la enfermedad, el amor del destrato, las risas de sus hijos de la tristeza. Acomodaron las bolsas vacías de esperanza debajo de los asientos. Ya no llovía y el sol quería brindar unos rayos débiles. Ajustaron los cinturones de seguridad, trabaron las puertas. El auto marchaba lentamente hasta llegar a la salida. Los guardias levantaron la valla. Uno de ellos las miró y les sonrió. Retomaron la ruta. Ya vendrían otros domingos.

LILIANA MACHICOTE

Argentina

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acía calor, el aire espeso le quemaba la cara y la humedad le pesaba sobre la barriga y en las piernas. Hacía falta que lloviese para que se quebrase esa pesadez que los había puesto a todos de mal humor. Sobre todo a Fernando, su marido. Y para colmo había llegado la gente de la esquila. El

día antes Fernando había ido al pueblo a buscar galleta para darles, y había carneado una oveja. Ahí la estaban asando en la parrilla grande. El cocinero que había llegado con ellos cebaba el mate mientras cuidaba el asado. Tomaba solo porque los hombres estaban en el galpón esquilando. Teresa, “la Teresa”, como la llamaba su familia y el resto de la gente, estaba ojerosa de tanto calor, y del peso de su barriga de siete meses. Se le habían empezado a hinchar las piernas y las manos. El médico del hospital le había dicho que no pusiera sal en la comida, pero Fernando no comía nada sin sal, entonces ella comía igual que él. Hacía sus cosas sin mirar a los hombres, demasiado bien sabía lo que eran esas conversaciones de galpón. Tendrían cuidado cuando creían que Fernando escuchaba, pero después... Eran raros los hombres, raros y malos. ¿Por qué hablaban así de las mujeres como si no importase lo que les pasa o quiénes son? Fernando le había dicho: —No vayas al galpón, ya sabés. Ella tuvo ganas de contestarle: “Pero para eso estás vos, para defenderme”. No se lo dijo. Esa fue una de las primeras cosas que aprendió de niña, a callarse. Hablar de más a uno siempre le traía problemas. Si refrescase... No miraba a los hombres pero veía lo que pasaba. Había aprendido a ver sin mirar. Los de esta esquila no eran los mismos del año pasado, algunos habían vuelto, otros no. ¡Qué lástima! Le hubiese gustado verlo otra vez al rubito ese. Aunque ella estaba tan fea... De noche cuando no podía dormir pensaba en él. Lo veía todavía moviéndose con gracia y bailando con el carnero. El pelo largo sostenido en la frente por una vincha y las bombachas sostenidas por una rastra de plata. El torso al aire, bronceado dorado, no negro o blanco leche como los de los demás. Ella lo vio enseguida, él también la ojeó. Fernando corría de aquí para allá dándose importancia. Era la primera vez que el patrón no había ido para la zafra y quedaba él a cargo de todo. Se quejó como si le molestase, pero se había puesto ancho, y hasta parecía más alto. Pero fue el rubito el que acaparó su atención. Era distinto a los demás. Mientras los demás descansaban después de almorzar, lo vio bailando con el carnero. El carnero lo seguía y le bailaba alrededor. Parecían embrujados. A la tardecita del día siguiente ella fue

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caminando hasta el arroyo al fondo del campo, quería pensar sin que la interrumpiesen. En la casa siempre podía entrar alguien buscando algo, o entrar a charlar no más. No quería charlar, quería pensar en lo que había visto. Cuando llegaba a la orilla del arroyo vio al rubito de espaldas. De a poco él se dio vuelta y la miró de reojo, como estudiándola. Ella lo miró de frente. Muy lentamente, como si le costase, él se acercó y se paró frente a ella. Estuvieron un rato así, que a ella le pareció largo y corto. Instintivamente las palabras le parecieron inútiles. Sintió el movimiento en su cuerpo antes de extender el brazo, se dejó llevar por el impulso. Dio un paso, y otro, y estiró el brazo derecho. Con las yemas de los dedos rozó el torso. Sus dedos recorrieron el pecho del hombre, acariciándolo apenas. Su mano decidía por ella. Lo sintió temblar bajo su mano, lo vio temblar. Él entreabrió la boca y jadeando la apretó contra la boca de ella y fueron cayéndose al borde del arroyo. Aún siente en las manos la carne firme y tensa del hombre. Cuando él la penetró, ella se arqueó como una yegua retobada gimiendo. Él le chupó las lágrimas que le cubrían la cara y le dijo cosas que ella no entendió, salvo al final, cuando se desplomó sobre la hierba. —Te llevo conmigo. Teresa sintió que se hundía en la hierba, sintió que los latidos de su corazón la empujaban contra la hierba. Su cabeza y su corazón habían estallado, estaban en todos lados, en los árboles, en el agua, en las vacas que pastaban cerca. El mundo latía y estallaba con ella. Tuvo miedo. La emoción la arrasó y tuvo miedo. El rubito se levantó arreglándose la ropa: —Te espero en la última portera. Me voy ya. Se sentó y lo miró abriendo mucho los ojos para no olvidárselo. De noche, cuando no puede dormir sale afuera y lo imagina en la distancia bailando con el carnero. ¿Por qué ella no lo siguió? A veces, durante el día va hasta el borde del arroyo y se sienta sobre la hierba. No comprende del todo lo que pasó, si puede sentirlo. Publicado en La entrevista inédita, Alina Tortosa, 1997, Nuevo Hacer, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires.

ALINA TORTOSA

Argentina

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A

ntonio Rojas se despierta con tres gotas de transpiración en el medio de la frente. Abre los ojos. Siente el filo del cuchillo en la garganta. Sabe que si se mueve, se muere. Se agarra de la sábana, la aprieta. Cierra los ojos de nuevo.

Vuelve a abrirlos. Se toca la garganta. No hay nada. Se sienta en la cama. Respira con la boca abierta. Son las 3.05. Antonio Rojas sabe lo que va a pasar ahora porque hace cuarenta y nueve noches que le pasa lo mismo. Va a intentar dormirse. Va a verla a ella riéndose arriba de él, desnuda. La va a sentir como si la estuviera cogiendo. Hay olor, un olor intenso, acaramelado que lo hace marear. Se le va a parar y ella lo va a mirar sonriéndole con esos labios rojos, gozándolo. Él está listo para acabar y en ese momento ella se va a convertir en un escorpión grande, negro, húmedo que se tira arriba de él. Él se va a volver a despertar con más gotas de transpiración en su cabeza y una erección. Era una noche más en el Noite. Las mismas chicas, el mismo whiskey con hielo. La presentaron como la encantadora Sasha. Ella salió detrás de una cortina de hilos dorados. Lo miró fijo. No te había visto antes por acá dijeron sus labios gruesos. Se sentó en sus piernas. Antonio Rojas tuvo una erección inmediata. Me gustas mucho, ¿cómo te llamas? susurró pasándole la mano por el pelo gris opaco. Tres gotas de transpiración aparecieron en la frente arrugada. Antonio Rojas balbuceó. Lo miraba como nadie nunca lo hizo. Deséandolo. Lamiéndolo. Tenía los labios espesos, ondulados y pintados de carmín. El vestido negro le ajustaba bastante el escote. El pelo largo olía a flores. No eran rosas ni jazmines. Era muy dulce y bastante ácido a la vez. Se levantó y empezó a cantar una canción en francés que nunca había escuchado. La voz era ronca, triste. Esa noche Antonio Rojas se fue a su casa al amanecer silbando, cansado y borracho de su olor. Antonio Rojas se despierta con tres gotas de transpiración en el medio de la frente. Abre los ojos. Siente unos dedos fríos y largos apretar su garganta. No puede moverse. El dedo gordo se pasea de abajo hacia arriba por el medio de su cuello. Lo acaricia, lo presiona. Sabe que está solo, que nadie lo va a ayudar. Se agarra de la sábana, la aprieta. Cierra los ojos de nuevo. Vuelve a abrirlos. Se toca la garganta. No hay nada. Respira con

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la boca abierta. Se seca la transpiración, mira el reloj. Son las 3.05. Se hizo habitué del Noite. Iba de miércoles a lunes. El martes tenía función privada en su casa. Como si fuera un vampiro ella nunca salía antes de las 6 de la tarde. Su show hacía llenar ese cabaret de mala muerte. Cantaba una canción y mientras, se desvestía. Nada especial pero con ella parecía nunca visto. Cantaba canciones en otros idiomas, en francés, en italiano, sabía una en alemán. Siempre tenían el mismo sonido triste y rasposo. El pelo negro caía en su espalda hasta la cintura. Su piel suave y blanca resaltaba entre las luces. Siempre de negro. El único color estaba en sus labios encendidos y en sus ojos que disparaban fuego. Antonio Rojas se sentaba en el mismo asiento desde el día que se conocieron como si al moverse ella pudiera olvidarse de él. La función empezaba a tiempo, ella salía con su vestido negro y su escote y él, con una mano en la copa, contenía la respiración. Antonio Rojas se despierta con tres gotas de transpiración en el medio de la frente. Abre los ojos. Está todo oscuro. Intenta moverse y se da cuenta que está dentro de una caja de madera sellada. Grita pero de su garganta no sale nada. Trata de golpear pero sus manos no pueden moverse. Siente el aire acabarse, respira jadeando. Cierra los ojos con violencia, los vuelve abrir. Está oscuro pero no hay caja. Respira aliviado. Se pregunta si realmente está solo en la cama. Cierra los ojos imaginándola. Cincuenta y nueve noches. Siempre 3.05 de la mañana. Je t'aime decía en un costado de su cadera. Era el único tatuaje que tenía y Antonio Rojas amaba besarlo. Contame la historia del tatuaje. No hay nada que contar. Quién te dijo eso, le preguntaba pasándole los dedos por las letras negras. Él la besaba desnuda. Era su hobby, su pasatiempo. Empezaba desde los pies y terminaba en su boca blanda, caliente. Después iba directo al tatuaje. Le pasaba los dedos, lo acariciaba. Jetaim. Se dice sheteem le corregía ella dejándose besar. Él se lo repetía una y otra vez. Ella cerraba los ojos y se reía. Antonio Rojas se despierta con tres gotas de transpiración en el medio de la frente.

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Abre los ojos. Siente la soga apretar su cuello. Es dura, fuerte, áspera. Siente como tiran. Le raspa el cuello, lo lastima. Le duele. El aire apenas pasa por su tráquea. Levanta las manos pero no puede soltarse. Cierra los ojos de nuevo. Vuelve a abrirlos. Se toca la garganta. No hay nada. Respira con la boca abierta como si fuera la última bocanada. Ya no mira el reloj, sabe qué hora es. Antonio Rojas. Su nombre sonaba mágico en sus labios. Lo miraba mientras se la chupaba. Y esos ojos repetían su nombre. Antonio Rojas, dijo, levantando la cabeza. Nunca me traiciones. Y sin dejar de mirarlo siguió chupándolo. Él sintió su boca caliente, su lengua pasearse por su cuerpo. Jamás. El olor de su pelo le envolvía la nariz. Jamás, dijo antes de perderse en ella. Antonio Rojas pasea por el parque. Los árboles están callados y solo las hojas arman un pequeño murmullo con el viento. La ve. Está detrás de un árbol. Tiene puesto su vestido negro. Lo llama. Él camina pero no avanza. Su pie está enredado en una raíz. Quiere soltarse pero la raíz es dura y ahora le agarró toda la pierna. Antonio, vení, dice paseándose de árbol en árbol. Ayudame. Ella se ríe. No la ve, solo hay árboles grandes y negros. ¿Dónde estás? Antonio repite. Y esa risa es el ruido de los árboles gigantes que se retuercen y lo agarran cada vez más fuerte. Una raíz le cubre la boca. No puede hablar ni respirar. ¿Dónde estás? Antonio Rojas se despierta con tres gotas de transpiración en el medio de la frente. Abre los ojos y respira. El reloj descansa en la mesita de luz. No lo quiere ver. Se tapa los ojos y se vuelve a dormir. Hacía calor en el Noite. La música estaba fuerte. Los perfumes y los olores se mezclaban armando una neblina que ahogaba la nariz de Antonio Rojas. La esperaba como todos los jueves en la primera fila. Ella hacía el último baile. Se sentó en un costado y pidió un whiskey. Unos ojos azules de pelo rubio se lo trajo. Nunca te vi por acá le dijo. Antonio Rojas tragó saliva y se acomodó sus anteojos negros y grandes. Bueno, empecé hoy. La rubia sonreía. Traía puesto un vestido azul muy corto. Tenía olor a atardecer en la playa. Ella le dejó el vaso y sin dejar de mirarlo se agachó y le dio un beso en el costado de su boca. Justo donde termina el labio. Sus manos jugaron con los anteojos. El pelo rozó la

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cara arrugada de Antonio Rojas como si fuera viento de mar. Se perdió en ese olor y se dejó llevar. La rubia se sentó arriba de él y no le dejó ver que la última canción ya había empezado y que una mirada de fuego lo seguía desde el escenario. Esa noche parecía brillar más que nunca. Su cuerpo desnudo iluminaba todo el cuarto. Antonio Rojas estaba acostado y ella se movía como poseída. Adelante, atrás, adentro, más adentro. Sus labios pesados gemían. Antonio Rojas deseó tenerla arriba de él, desnuda y con su olor dulce y ácido para siempre. Ella pareció escucharlo y lo miró riéndose. Él estaba ahogado en ese olor pesado, oscuro como un chocolate amargo. Ella se detuvo. Su cara parecía un espejo vacío. Sus ojos eran dos bolas rojas que ardían. Hoy me rompiste el corazón, Antonio Rojas y lo vas a pagar dijo moviendo apenas sus labios. Se levantó y se fue desnuda. Nunca más volvió a verla. Eran las 3.05 de la mañana. Seguime le dicen unos labios carnosos, grandes, rojizos, gastados como si hubieran dado mil besos. Antonio Rojas no camina, es como que flota detrás de esos labios. En realidad no es detrás, es al lado, arriba, dentro de esos labios. Los labios se sumergen en aguas transparentes. El agua está caliente. Antonio Rojas se moja todo y sigue a esos labios rubí que lo hipnotizan. Bailan en el agua. Se siente bien. Está flotando al lado de los labios que ahora lo besan y lo hacen reír. Adiós Antonio cantan a coro. Él también canta. Cierra los ojos, los abre y ya no los ve. No hay más labios. El agua está fría y gris. Antonio Rojas no flota, ahora se hunde. Se despierta sobresaltado. Son las 3.05 pero esta vez en lugar de sentir alivio, siente tristeza. No sabemos de dónde venía, pero acá nadie sabe nada de la vida de los demás. El show funcionaba. Siempre son los mismos borrachos. Lo mira de reojo mientras se acomoda el relleno del corpiño. No lo tomes a mal, lindo. Cuando ella salía había el doble. No sé de dónde si este pueblo tiene diez cuadras. Pero bueno, era ella, la encantadora Sasha. Ahora solo quedan los mismos borrachos. Se pasa el labial rojo por los labios ya rojos como si fueran a extenderse, expandirse. No vino más. Ni idea a dónde se fue. Desapareció. Una pena, lindo. Minas así no se encuentran dos veces. Lo besó en la mejilla y se fue.

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Antonio Rojas se prepara para dormir. Piensa en las 3.05 y tiembla. Se acuesta. La sábana cubre su pecho. Los brazos desnudos sobresalen. Las manos se cruzan. Así, como si fuera un muerto, Antonio Rojas se encomienda a los dioses de la Noche. Duerme. Su respiración es suave y constante. No se mueve. Abre los ojos. No recuerda su sueño. Es más, no cree que haya soñado nada. Mira el reloj. Es la noche número sesenta y dos. Hace dos noches que Antonio Rojas ya no sueña, ahora a las 3.05, llora.

MARINA CONDÓ

Argentina

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D

os pasos me separan de su habitación. Mi mujer teje, se abstrae del mundo. Y yo, mientras tanto, quiero dar esos pasos. No me atrevo. No me siento seguro. Un libro duerme sobre mis piernas. No logro leer. Aún estoy en ropa de

calle tirado sobre la cama. Le pregunto a mi mujer: —¿No vas a dormir todavía? —No. Tomé las pastillas pero no me hicieron efecto. ¿Por qué no te cambiaste? ¿Vas a salir? —Estoy cansado, busco fuerzas para sacarme la ropa. Repetimos el diálogo de todas las noches. Un beso en la mejilla. Después de un rato, me saco los pantalones y me pongo una remera y short. Ella descansa. Las pastillas le aseguran un sueño tranquilo. Y a mí me dejan con mi mundo paralelo. Solo, enloqueciéndome. Pienso en los pasos. Me detengo. Me ahogo. Quiero pero no. Muchas son las cosas que me detienen. —Hasta mañana, amor. —dice mi mujer mientras bosteza y apaga la luz. El lobo anda suelto. Su ferocidad me asusta. Huele la presa cerca. La deleita paso a paso en su pensamiento. Yo soy el lobo, me doy miedo. Necesito pasar la noche. Cuento los minutos. Quiero convertirlos en horas. Intento leer nuevamente. Mirar televisión. Mi mente me lleva a la presa. —¡Qué pase la noche! ¡Por Dios! Soy un lobo. Aúllo por las noches para inhibir a mi presa. Gozo con el sufrimiento de los otros. Pero hoy, esa presa que anhelo, necesito, deseo con el pensamiento y la piel, es mi hijo. Por eso me detengo. Por eso me ataría las manos. Por eso quiero golpear mi cabeza contra la pared. El hijo amado. Más amado que nunca. Prendo el televisor. Pongo una serie policial. No puedo contenerme. Camino hacia la habitación. Dos pasos. Camino a su alrededor. Lo rodeo. Aúllo. Contraigo mi espalda para el acecho. Regreso a la cama.

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La miro a mi mujer. La odio. Desprecio esa facilidad para dejarme solo. Las pastillas. El tejido. Y yo, acá, solo. Con la necesidad de la presa, de carne fresca. No puedo quedarme quieto. Necesito comer algo dulce. Paso por su cuarto. La puerta entreabierta. Entro con excusa de arroparlo. Se da vuelta: —Gracias pa. Con el cuerpo pesado. Como si dos fuerzas físicas se pelearan y tiraran de mí, intentando separarme, logro salir del cuarto. Saboreando dulce de leche. Me siento frente a la computadora. Pongo el código que me permite encontrar una víctima virtual. Calma en el desahogo al lobo que hay en mí. Logro una satisfacción transitoria. En mis pensamientos, se cruzan imágenes. Mi padre en mi cama. Su mano en mi cuerpo. Y el silencio. Traidor. Asesino. Silencio que selló nuestras vidas. Veo claridad que entra por las ranuras de la persiana. El sol asoma. Ya casi pasa el peligro. Otro día más que gané. Duermo unos minutos. Algo me despierta. El niño en medio de la cama. —Papi, tengo miedo. —Quedate tranquilo, papi te cuida. La piel suave del niño se incorpora a mi piel. A mis deseos. Otra vez el lobo oliendo su presa. Frunce la nariz. Absorbe todo el perfume del corderito cercano. Se relame. Rodea a su presa con el deseo. Estira sus garras. Se eriza. Aúlla. —Papi, tengo miedo. Soñé cosas feas. —Papi te cuida. Lo levanto. Me deshago del lobo por un momento. Lo pongo al niño. A mi hijo, en su cama. —Acá dejo la compu prendida. Tiene una cámara. Papá la mira desde el cuarto. Y viene enseguida si pasa algo. Estoy a dos pasos de tu cuarto. —Gracias papito.

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Vuelvo triunfante a la cama. Todavía no aclaró del todo. Otra vez, el deseo intenso. El lobo. El deseo lacerante. La presa inmóvil e indefensa. A dos pasos. Me levanto. Camino. Cruzo la puerta entreabierta. La cierro. Apago la computadora. —Hola pa. —Shhhh, papi viene a cuidarte.

LILIANA DIUORNO

Argentina

Facebook: Liliana Diuorno

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E

l lunes me levanté temprano, muy agitado, y no pude dormir durante el resto del día.

El martes también me desperté antes de hora, con un terrible malestar, parecía que

un animal imaginario habitaba en mí y respiraba de una forma incontrolable, robándose el aire de mis pulmones. Ese día tampoco pude dormir correctamente, el insomnio me debilitaba, me irritaba, deseaba mucho coger sueño. No pude conseguirlo; lo intentaría al día siguiente. El miércoles logré dormir a medias. No me sentí ni bien ni mal con el paso de las horas. Hoy, jueves, me desperecé, agitado de nuevo. Mierda. Por fortuna, el tipo que vive en el edificio de al lado me pagó una deuda. Genial. Con el dinero pude adquirir una solución, que no sabía si era temporal o definitiva: las pastillas para dormir son fáciles de conseguir; vivo en Perú, la informalidad resulta una bendición para los seres rastreros como yo. Caminé varias calles, hasta que encontré una botica independiente, le pagué un poco más de dinero al tipo que atendía; ni siquiera le miré bien el rostro, ¿por qué hubiera tenido que hacerlo? Al fin podría dormir, qué maravillosas pastillas, pero también me sentí fastidiado, ansioso, ¿acaso un efecto secundario del medicamento? No lo creo, algo malo me pasa. Tiene que ver con lo sucedido el domingo. Sin embargo, no siento rabia, estoy tranquilo, al menos en lo psíquico, es mi físico el que no responde. ¿Será esta mi forma de deprimirme? El viernes también pude dormir, gracias a la medicación, aunque solo por cuatro horas. He adivinado el problema, me trastorna que nada más tengo unos pocos soles en el bolsillo. Todo porque el domingo pasado traje a mi cuarto alquilado a una chica, quien ni siquiera me dijo su nombre real. El lunes desperté sin dinero, la perra me había robado. No suelo ser tan descuidado, pero caí, como un imbécil. En ese momento me dieron ganas de matarla, de quemarla, de… no sé… desmembrarla. El domingo debí acostarme temprano, el lunes tenía que presentarme a una entrevista de trabajo, pero opté por irme

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de fiesta y la cagué. ¿Quién se larga a parrandear los domingos? ¿Por qué hice eso? ¿Por qué no actué según lo que ya había planeado? De repente en este momento me encontraría chambeando en una empresa, con buen sueldo. No, la culpa no es mía, es de esa prostituta. Todo es culpa de esa ladrona. El sábado no dormí, ciertas alucinaciones se presentaron y me tuvieron recostado en mi cama, con los ojos muy abiertos; en estas me veía ultimando de mil y un modos a esa tipeja. Hoy me levanté del sofá, donde pasé toda la noche mirando televisión, estaba ansioso, como lo había estado siempre, durante veinte años. Esto es lo que ocurrió: al salir a la calle, para desayunar, me di con una sorpresa: la vi, era ella, la misma mujerzuela que conocí en un antro, a la cual invité a salir, con la cual tuve sexo y que luego, cuando me dormí, me robó los pocos soles que traía en el bolsillo. No me ha notado, la he seguido con lentitud, ella se despidió de una amiga; como siempre, vestida como una puta, ingresó en una tienda, salió, la seguí por varias cuadras hasta que se metió a unas cabinas de Internet. Entré detrás de ella, aún no me había visto, llevaba bajo mi casaca una gran piedra puntiaguda. Pedí una cabina privada, no había mucha gente a esa hora, era muy temprano, solo el joven que atendía el local me había notado y tenía cara de idiota. Me acomodé en la cabina apropiada. En ese instante ella me miró. Antes de que gritara, le descargué un golpe en la cabeza con la piedra, no hubo alboroto, nadie se dio cuenta. Rebusqué los bolsillos de la infeliz y hallé una cantidad aceptable de dinero. Era mucho menos de lo que ella me había quitado. Pagué los quince minutos de la cabina alquilada y salí con rapidez de ahí, con lo distraído que estaba el imbécil que atendía (con audífonos puestos, sumido en jueguecito virtual), confié en que transcurrirían al menos quince minutos más para que pudiera descubrir lo sucedido. Tuve tiempo de huir y lo hice. Me largué tarareando la canción que había escuchado en aquel negocio de Internet mientras realizaba mi genial obra: I... No, I never wanna see you smile. And I never wanna see you satisfied. Chapé un taxi, regresé a mi casa, y aquí pasé el día entero. Después de una opípara cena, que pedí por teléfono, me acosté, muy temprano.

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El lunes amanecí contento, tenía mi plata de vuelta, bueno, al menos una parte. Recordé el hecho del día anterior, era la zorra ladrona, en definitiva lo era, pero ¿estaba totalmente seguro de ello? Claro que sí. Aunque las muchachas trigueñas y delgadas, de cabello negro lacio, de piel lunareja, de ojos grandes, nariz recta y orejas y boca pequeñas son abundantes en esta ciudad. Es seguro que mencionarán el nombre de la agredida en las noticias, aunque ahora recuerdo que cuando le pregunté a mi amante ocasional cómo se llamaba, ella sonrió y me dijo: Talía, como el póster que tengo en mi habitación; se lo había inventado, no me dijo su nombre verdadero, podía llamarse como fuere. ¿Será ella, la mujer que asesiné en las cabinas de internet?, ya no estoy seguro de eso, ni de nada; de hecho, pudo no serlo, su barbilla no correspondía, era demasiado angosta, y su frente, un poco más amplia… me he equivocado, y la ramera que me vio la cara de estúpido aún está allá afuera, jodiendo a otro. ¿Se me habrá escapado la puta?, carajo, no estoy seguro. La estatura de esa cojuda… Arrojo el blíster con las pastillas contra la pared, malditas, ¡malditas sean! Enciendo la televisión, miro las noticias y ahí mencionan el suceso del día anterior, dicen el nombre de la víctima… una niña de diez años, asesinada de un piedrazo contundente mientras jugaba en la red, en el local de... Una niña de diez años. Malditas, cagonas, pastillas de mierda. El boticario que me las vendió se las verá conmigo. Esperaré a que las cosas se calmen, una semana, sí, con eso bastará, entonces actuaré. Le voy a meter a ese idiota todos los blísteres de su negocio en la boca, en el culo… Aunque no me acuerdo dónde las compré, ¿fue en la botica de la esquina del parque, o la que se ubica atrás del mercado, la que está terminando la avenida, o…? Lo consultaré con la almohada mejor, en algún momento voy a recordarlo; sé que no volveré a equivocarme. Aguardaré; será una semana larga, agitada, de mal sueño.

CARLOS ENRIQUE SALDIVAR ROSAS

Perú

Páginas web: http://www.fanzineelhorla.blogspot.com Facebook :www.facebook.com/carlosenrique.saldivarrosas

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L

a veo entre medio de la gente. No es como tantas veces he imaginado. El tiempo no se detiene ni la peina el viento. Pero en mi pecho, como una maquinaría antigua y oxidada, un latir descontrolado se activa y me arrastra

hasta el resoplido. ¡Es ella! Sacude el pelo que ya no es del mismo color y pierde la mirada entre la gente con gesto displicente. No viste de oscuro, pero han pasado diez años y el tiempo cambia hasta a las rocas más duras. Todos los recuerdos, retenidos como un valor preciado y excepcional, por sobre todas las otras cosas que se deslucen, vuelven en un instante. Todo se ajusta, ocupa su lugar. Como un proceso tácito e ignorado, pequeñas piezas se van acomodando en mí interior. La transformación ordinaria en la que la percepción se ajusta al recuerdo cumple su cometido. Pero la información y su caudal son tan fuertes que el proceso rebota y se invierte, como si los recuerdos comenzaran a adaptarse a lo que ven mis ojos. ¿Cómo saber hasta dónde llega la contaminación del deseo? No me ha visto. No sospecha la forma en la que está por cambiar su día. Luego de todo este tiempo no sé qué esperar y, cuando un pequeño atisbo de duda parece asomar, camino a su encuentro con decisión e intentando no pensar en el abanico de posibilidades. Tan solo una de ellas debe ser la correcta. ¡Es ella! Gira el rostro, el perfecto perfil tantas veces soñado, la sutil arquitectura, la mágica alineación de cada uno de sus detalles. Cuando nuestras miradas se cruzan me detengo. Pero su mirada es un lazo, siempre lo ha sido, y me atrapa y me arrastra por entre medio de la gente. —¡Sos vos! —exclamo. —No lo puedo creer —responde y se lleva las manos a la cara, en ese gesto tan característico. —No digas nada —le digo y la abrazo. Me mira con gesto sumiso. —Hace diez años que espero este momento. Llegué a pensar que después de tanto tiempo la multitud amortiguaría el encanto y que seguiríamos perdidos aunque nos cruzáramos a cada rato. A veces la gente se pierde en el mismo dormitorio. Y en una

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ciudad tan grande… Pensé que nunca volvería a verte. Decime algo. Sonríe. —Siempre me enamoraron tus contradicciones —dice. Y es cierto. Siempre dijo que amaba mis contradicciones. Y yo amaba las suyas, aunque no entendiera qué quería decir con eso. Tomamos un taxi hasta su apartamento, mirándonos en silencio durante todo el trayecto casi como si las palabras pudieran ser un pretexto que anticipe el fracaso. Nos besamos con pasión en el ascensor, y apenas nos desprendemos para que abra la puerta. Sonrío al ver un cuadro que confunde las caras de Dylan y de Calamaro, cada una de ellas como un reflejo difuminado. Tiene plantas junto a las ventanas y una gran biblioteca llena de polvo en donde se asoman varios discos de vinilo intercalados. Adivino en la confusión entre las sombras de los muebles y las luces que se filtran por las ventanas la presencia de un gato. Caemos en el lecho como en cámara lenta. La voy tomando fingiendo cierta delicadeza, y luego me deslizo dentro de ella con fuerza. La tomo con firmeza desde los hombros de manera que no puede salirse. Gime y se queja, la química amenaza desbaratarse. Los años han pasado y ella está más grande, más pesada; se ha alargado, se ha teñido, ha adquirido el agrio olor del tabaco; pero es ella, al fin y al cabo, ella. Y eso tal vez sea lo único que importe. Deshace mi abrazo y se aparta. Me gustaría poder decirle que no importa, que es evidente que las cosas tantas veces pensadas pocas veces salen como planeamos y que diez años de fantasía nada pueden contra un instante real. Pero me callo. Respeto este silencio que ha establecido. Supongo que ese otro momento fantaseado en el que nos contamos cómo hemos llegado hasta acá, los picos altos y los no tanto, todo, vendrá más tarde, cuando baje la ansiedad del encuentro y se enfríen las cosas. Enciende un cigarro y me ofrece otro. —No, gracias. Me mira por sobre el hombro, con esa mirada que solo saben hacer las mujeres sin ropa y desilusionadas. —¿Lo dejaste? —pregunta.

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La miro sorprendido. —Nunca fumé. Se ríe. —Sí, claro. Sospecho algo. Presiento la conversión del río en catarata. —Que loco, Julio, vos y tus contradicciones. Me aparto hasta el borde de la cama. Y, como si un pudor fuera de encuadre se hubiera apoderado de mí, estiro la sábana hasta cubrir mis genitales. —¿Julio? ¿Qué querés decir con Julio? Y veo como detiene el movimiento de su cabeza, el humo queda a medio camino dentro de su boca y no sale. Es como si mis palabras hubieran armado un embrujo gracias a una impensada pronunciación y a otras combinaciones irreproducibles y ya ignoradas. Permanece petrificada, sentada en la cama y de espaldas. —Julia, ¿qué querés decir con Julio? —insisto. Reacciona. Se levanta de un salto y durante un instante luchamos por la sabana. —¿Quién sos, hijo de puta? —dice y siento como si fuera a desmayarme. Porque la transformación de su rostro es tal que ya no me cabe duda: ¡esa no es Julia! —Pensé que eras Julia —tartamudeo—. Mi nombre es Alberto. —Y yo soy Inés. ¿Quién sos? ¿De dónde saliste? ¡Me violaste, hijo de puta! —¿Cómo? —exclamo. Y arroja el cigarro por la mitad, con tanta dramática puntería que me pega en el ojo izquierdo. Retrocedo aturdido por el dolor y el aroma a pestaña quemada. Manoteo el pantalón, un zapato, el otro, la camisa. Ella continúa arrojándome cosas e insultos. Intento argumentar algo ridículo mientras me pongo los pantalones. Toma el teléfono y dice que va a llamar a la policía, insiste en el delirio de la violación. Camina apresurada y abre el primer cajón del ropero junto a la cama. Sacude la mano en gesto amenazante. ¡Dios mío, esta loca está armada! Abro la puerta y corro por el pasillo. Aprieto nervioso el botón del ascensor y me pongo uno de los zapatos. Escucho los gritos desde la puerta entornada de la habitación a diez metros. Me siento en medio de una película de terror. La puerta del ascensor se abre

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justo cuando ella, en ropa interior y con gesto de poseída, sale al pasillo. Me termino de vestir en el ascensor y abandono el apartamento como si me persiguiera la muerte. Escucho golpes, portazos, o tiros, ¿cómo notar la diferencia? Me pierdo entre la gente, me mezclo, intentando parecer alguien normal, disimulando lo mejor posible que en realidad me persigue una demente armada. ¿No nos ocurre esto a todos alguna vez en la vida? ¿Cuántos como yo disimulan cosas por el estilo, caminando entre otras gentes y fingiendo? ¿Cómo pude ser tan estúpido? Haber confundido su pelo del color del otoño con ese otro, su sonrisa, su mirada profunda y reflexiva, su olor, su sabor, todo. Haber pensado que ese caminar…, ese que veo ahora mismo, esa cintura, el vaivén de su cadencia, esos pasos que en este preciso momento veo adelante en la acera repleta de paseantes y turistas, esas piernas, el paso firme y decidido…, el caminar, que sin dudas ahora reconozco. ¿Será posible una casualidad similar? ¿Puede ser que esa que va allí adelante sea esta vez Julia?

ÁLVARO MORALES

Uruguay

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M

e gusta escuchar como cruje el tejido de la ventana cuando los insectos se golpean contra él, atraídos por la luz de mi cuarto. No hay viento, así que detecto con mayor nitidez el vuelo corto y el golpe en seco. Respiro, exhalo, inhalo; repito manualmente la operación y me pierdo en los

sonidos del tejido nuevamente. —Sabemos ahora, que en los primeros años del siglo XX nuestro planeta estaba siendo observado muy atentamente por inteligencias superiores a las del hombre, aunque también tan mortales como las nuestras. Algunas semanas atrás tuve una entrevista. Me sentí incómoda. No logré despegarme de la silla y hablé entrecortado. El chico de recursos humanos pasaba sus ojos sobre mis manos, continuaba en mi curriculum y terminaba sobre la taza de café en su mano. El cubículo se fue cerrando sobre nosotros hasta que sentí la asfixia de cada pregunta. Mis respuestas dubitativas se esfumaban por el conducto de aire. Sentí placer cuando indicó el cierre ceremonial al tomar de su carpeta un nuevo curriculum. Recién en ese instante pude inclinarme y adoptar una posición suelta. Desde esa mañana no recibí nuevos llamados, prácticamente dejé de insistir en la búsqueda. Me tomé un recreo. La radio sigue. No la escucho, opto por la percusión del tejido poblándose de polillas, mosquitos, chinches, cascarudos: todas las especies. Me destapo y bebo un sorbo de agua. Me despeino el flequillo, recorro con vehemencia mi cabello y lo refriego contra mi cara, me sumerjo en él y lo huelo. —Era la noche del 30 de octubre. La agencia de noticias Crossley estimó que unos treinta y dos millones de personas, en todo el país, tenían, en ese instante, conectada la radio. Los golpes se pronuncian más. La luz irradia algún tipo de sustancia seductora. Los bichos se están chocando como imbéciles contra el vidrio, ya traspasaron el tejido y lograron hacerle varias aberturas. El sonido se torna más grave y profundo. El repiqueteo perdió su naturaleza armónica. Me distraigo, pierdo de a poco la concentración y vuelven a inquietarme los pensamientos. Intento perderme en algún recuerdo placentero, alguna imagen que retenga. Viajo atrás, muy atrás y ya estoy llena de actividades. Tengo una lista mental de pendientes. Cierro los ojos. —Me encuentro, en este instante, en una gran sala semicircular totalmente oscura, y que llama la

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atención por su larga ranura en la bóveda del techo. A través de esta abertura puedo contemplar el cielo lleno de estrellas, cuyas luces se reflejan sobre el complejo mecanismo del enorme telescopio instalado aquí. Pierdo la voluntad y la necesidad. Días atrás había perdido el apetito. Por inercia o como acto reflejo, cierro mis piernas. Están fruncidas, el short ajustándose a mis glúteos y humectándose con el sudor. Froto mi cola, que se expande contra los pliegues de la sábana; me dejo envolver por la sensación de la textura del acolchado rozando mis pies. Los bichos rajaron el vidrio de la ventana. La vanguardia emerge como una patrulla de control y se tumba contra la lámpara, da vueltas alrededor de ella. La idolatría y sus devotos va in crescendo, amontonándose en un crisol de colores que resplandecen ante mis ojos semicerrados. Mis manos se cierran contra mis pechos. Exploran mi remera vieja, holgada y llena de roturas. Una caricia con fuerza prueba el estado rígido de mis pezones y mis dedos caen en picada por mi short, cada vez más pequeño e insignificante consumido por mis nalgas. Los bichos invaden el cuarto y el ruido se vuelve imposible. Intento hacer algo, pienso un movimiento y cedo a hundirme en la dilatación de mis labios. Expandidos. Estoy lista, dispuesta a ser el alimento de una turba frenética de conducta patriarcal maligna, exacerbada y con erotismo básico. Abro mis piernas y las levanto en un ángulo improbable. Apunto hacia la lámpara y oscilo mis pies como si fueran una carnada. Los bichos giran en la luz, pero algunos comienzan a impregnarse en mi piel, merodeando. Se posan unos segundos y retoman vuelo, después vuelven y me inspeccionan como un nuevo objeto. Siento sus patas pequeñas adhiriéndose a mí, metiéndose a través de mis poros. Elevo más mis piernas y las separo. El enjambre se pega a la crema que había aplicado sobre mi cuerpo. Una grieta que se prolonga desde mis piernas y se profundiza hasta mi cintura, colmándose de más criaturas. El ruido enfermizo se vuelve un sedante que relaja mis músculos. Siento mi cuerpo flojo; la tensión se libera y es absorbida por la luz que se vuelve más fuerte, menos infectada de insectos. Mi piel se contamina de pisadas y patas viscosas múltiples, indescifrables. Podría responder con soltura cada pregunta de una entrevista en este momento, podría ser una candidata encantadora, inmaculada. Corro el pliegue del short que cubre mi sexo. La cadencia del enjambre se volvió atractivo. Me invade y con mis

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manos dejo que se expanda y se consuma junto a mi flujo.

JAN GRŽINIC

Argentina

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L

a puerta se abre con un intenso chirrido. Por suerte no hay nadie a quien molestar, aparte del obvio culpable. El cual avanza entre los bancos, vacíos como sus usuarios habituales. Pronto encuentra al oyente deseado, lo espera

dentro del confesionario. —Ave María Purísima. —Sin pecado concebida... —¿Cuánto hace de tu última confesión hijo? —Su voz es rasposa y delata una vida gastada. —Nunca me he confesado. —Parece atragantarse con sus palabras. —Grave error, todos debemos confesarnos ya que no podemos evitar pecar. —Lo entiendo, pero dudo que pueda creerme. —No deja de mirar tras su espalda y el párroco lo nota. —Cualquier cosa que pueda asustar tanto a un hombre debería tomarse en serio. Así que cuéntame todo hijo, no estoy aquí para juzgarte. —Tras unos segundos de duda parece que sus palabras surgen efecto. —Está bien, intente creerme... Todos los domingos los paso igual. Compro una botella de Ballantine's y la bebo hasta quedarme dormido. Sé que no es la mejor manera de empezar esto, pero puedo asegurar que mis problemas con el alcohol no afectan a los hechos. Me desperté con unas ganas horribles de mear. Y cuando volvía a la cama empezó a sonar el timbre. Y eso es extraño. Yo no recibo visitas, aparte de los chicos que contrato algunas veces, y mucho menos a las tres de la mañana. Pensé que sucedería alguna clase de accidente y baje tan rápido como pude. Pero al girar el pomo solo encontré una anciana. —¿Vas a dejar a una anciana en la puerta? —Su voz era muy agradable. —Perdone, pase. —No sé porque dije eso, fue algo instintivo. Se acercó a la mesa de la cocina y se sentó en la primera silla. Yo empecé a hacer café. Sé que mis actos parecen extraños: entra una desconocida y yo le preparo café sin dudarlo. Pero cualquiera que la viera actuaría del mismo modo. Parecía una buena persona, pero los años la habían desgastado mucho. Además se asemejaba a mi abuela, todo en ella provocaba un aura de tranquilidad. 38


—Ya está haciéndose el café. No creo que tarde mucho. —Gracias, eso me hará entrar en calor. —No dejaba de frotarse las manos. —Perdone pero tengo que preguntarlo ¿Quién es usted? —Por muy agradable que fuera seguía siendo una desconocida. —¿No me reconoces? Es cierto que estoy cambiada, pero mis ojos son los mismos. —La observé unos segundos y debo admitir que esos ojos eran increíbles, aunque no encajaban con su aspecto. —Perdone pero no la reconozco. ¿Qué viene hacer a estas horas? —¿No te acuerdas? Hoy es tu cumpleaños. Vengo a cobrar mi deuda. —Una sonrisa apareció entre sus arrugas. La reconocí. Había cambiado tanto que parecía otra persona, pero mi mente sabía que era ella y mi cuerpo también porque empecé a sudar, mientras mi mandíbula traqueteaba. No estaba preparado para pagar. —Siéntate. —Lo dijo señalando la silla frente a ella y yo me senté al instante. —¿Qué vas hacer? —Mi voz temblaba tanto como yo. —¿No te lo dije? Voy a cobrar mi deuda. Espero que no la hayas olvidado. —No lo he olvidado. —Mantenía mi mirada baja. —Entonces dame lo que es mío. Ahora. —Lo dijo mientras adelantaba su mano para recibir el pago. —Me preguntaba... ¿No podríamos hacer un trato? Tal vez pueda pagarte en otro momento. —No pude levantar la mirada. —¿Acaso no cumplí mi parte? —El aura cambió de golpe. —Sí. —¿Acaso no fui clara? —No elevó su voz, pero sonaba más fuerte. —Sí, pero... —Entonces dame lo que es mío. —Pensaba que tal vez podría tener más tiempo... —No sabía que decir para convencerla. Entonces la cafetera terminó su trabajo. —Prepara mi taza de café. Me levanté tan rápido que tire la silla. Y me puse a preparar su café, mientras se

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quedaba a mis espaldas. Mi mandíbula se controlaba, pero mi cabeza no dejaba de gritar, necesitaba una buena idea. Estaba tan nervioso que no podía pensar, incluso derramé parte del café por la mesa. Cuando me senté ella seguía mirándome. —Fuiste tú quien me llamó. Cumplí con mi palabra y tuviste veintitrés años por delante. Lo justo es que cumplas la tuya. —Dio un sorbo de la taza. —Claro que voy a pagarte, es solo que quería tener más tiempo. Creo que todavía soy joven. —También lo era ella. Hoy has alcanzado su edad y sabes lo que significa. ¿Acaso quieres engañarme? No me sorprende, sois iguales. —No me compares con ella —Sin darme cuenta me puse en pie. —¿No te gusta? ¿Entonces vas a pegarme o vas a saldar la deuda? —Vi su pequeña mueca burlona. —¡Cállate! Yo jamás hice daño a nadie. —Intenté apretar los puños para calmarme. —Por favor, solo mírate. Estas deseando hacerme daño. Golpearme hasta que mi carne se rasgue. ¿Verdad? Lo llevas dentro. Tal vez lo merecieras. —Entonces esa mueca se transformó en una enorme sonrisa. —¿Cómo puedes decir eso? Solo era un niño. —La odiaba y por un momento olvidé el miedo que le tenía. —Un niño que asesinó a su madre. —Eso me hizo volver en mí. —No, fuiste tú. —No te confundas, fueron mis manos. Pero fuiste tú quien lo pidió. Recuerda el trato. —Su voz estaba cambiando, era más rasposa. —Pero solo era un niño. No sabía que era real, no lo sabía...—Y empecé a llorar. Por un momento volvía a ser un niño, volvía a estar en aquel cuarto. —No importa, la palabra de un niño vale lo mismo que la de un hombre. Eras consciente de lo que sucedería. Pero si quieres más años podemos llegar a un trato. — Creo que sus ojos se apagaron, aunque con las lágrimas no veía bien. —¿Qué trato? —No confiaba en ella, pero quería más tiempo. —Me prometiste tu tiempo a cambio del suyo. Dame a otra persona y tendrás un

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poco más de tiempo. ¿Es justo verdad?. —Su voz ya no era la misma. Parecía otra cosa, pero no una anciana. —¿No hay otra opción? —No. —Vale. — Tenía miedo pero todos queremos vivir. —¿Trato? —Lo dijo mientras me ofrecía su mano. —Trato. Nos dimos la mano, se termino el café y se fue sin decir nada más. —Eso parece una gran historia. —¿Entonces me cree? —Mi voz tiembla más que antes. —Tal vez, pero entiende que es algo difícil de creer. De todos modos, ¿A quién le entregarías? —Lo dijo sin pensar. —A usted, padre.

DIEGO ALONSO R.

España

Blog: nacimientoescritor.blogspot.com Twitter: https://twitter.com/diego_inefable

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H

ablábamos el otro día con unas amigas sobre cuál es la mayor traición, algunas decían que la traición a la patria, otra, que era la que se da entre esposos. Yo, decía que para mí era la de traicionar mis principios, en

especial, los referidos a mi trabajo. Y ahora, cuando me enteré que vendría para una segunda transfusión, se me ocurrió la idea y los voy a traicionar. Será otra cosa que no pueda perdonarle, pero, ahora que lo pienso ¿Qué mayor traición que dejar a una niña sin madre? Y le juro ¿Eh? Hasta ese momento nunca lo había pensado, no de esta manera por lo menos. Va a morir, por haberme dejado sin ella, cuando yo iba apenas por los cuatro años. Después de aquello, yo caminaba por la casa llamando ¡Mamá! ¡Mamita!... yo veía a papá llorar y no entendía por qué, no sé cuánto tiempo fue, solo sé que un día se levantó, me dio un cachetazo —que todavía me duele— y me pidió, me exigió, que no dijera más esa palabra. Inmediatamente salió y no regresó sino hasta dos días más tarde, totalmente borracho. Sigue así, aunque nunca más me tocó, claro, yo nunca más en presencia de él dije esa palabra. Pero…que ganas tenía de hacerlo. A duras penas, y por la abuela, terminé el colegio primario e inmediatamente me desarrollé, como puede ver, y a pesar de no ser ya tan joven, lo hice muy bien. A esa edad, creí enamorarme de Jorge que tenía treinta y dos. Él, primero me hizo el novio, y después, una vez que me desvirgó, me usó, obligándome a prostituirme. Fueron seis años, seis largos y horribles años, casi hasta los veinte. En ese momento, por suerte para mí, no para él, lo mataron en un ajuste de cuentas y yo quedé libre, libre y con algo del dinero que yo producía y él usaba o guardaba. Quería volver a casa y decir: —Mamá, mamita, mirá lo que me pasó, mamá te necesito. Pero, como usted me dejó sin ella, no pude hacerlo. Dolía el cachetazo de mi padre, dolía el engaño de Jorge. Me alejé de aquella vida que me daba asco. Busqué trabajo. Tuve suerte, conocí a la Señora Luisa, que era la dueña de la casa en la que comencé a trabajar, al principio dos veces por semana y luego ya con cama. Ella fue lo más cercano que tuve a una madre. Me hizo ver la necesidad de seguir estudiando, primero hice un secundario rápido, de dos años, y luego, el curso de enfermería. ¿Sabe? Cuando me dieron los títulos, la Señora

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Luisa estaba allí, y yo se los dedicaba a ella, pero, dentro mío, pensaba en decir: —Mamá, me recibí, que alegría, me recibí… No tengo que recordárselo, ¿no?, usted me dejó sin ella. Empecé a trabajar como enfermera hace casi diez años. Conocí a Andrés, el que hoy es mi marido… ¿Sabe qué hace? Las autopsias de los que fallecen en este hospital. Tuve dos hijos con él, son dos soles. Cuando nació el Coqui, el primero, yo sentía la necesidad de correr y decir: —¡Ma! Es tu nieto… ¿No es hermoso? Y cada vez, cada ocasión, no sé, el sarampión…, el primer día de clases… cuando se perdió el Toti… no le puedo contar todas las veces que pensaba o soñaba. —Mamá, tal cosa, mamá ayudame, mamá te quiero… Y ahora, hace quince días, llegó usted para una transfusión. Primero me llamó la atención el nombre, luego corroboré que era quién me había dejado sin madre. Su familia venía con usted, se preocupaban, preguntaban. Terminaron el procedimiento y se fue. Ahora vino por la segunda y me toca a mí ponerle las unidades de sangre. ¿Está bien así? Ya no se puede mover. Sí, ya sé que no era necesario pero, no queremos que falle nada ¿no? ¿Ve esta jeringa? ¿Se imagina qué contiene? ¡No! Tranquila, primero se dormirá y luego… bueno ya sabe. En una media hora, o cuarenta minutos volveré y allí comenzaré a pedir ayuda pero ya no habrá nada que hacer, o sí, la autopsia para saber qué pasó. —¿Sabe? Es irónico, tantas veces tuve ganas de decir: Te quiero, mamá, te amo. Pero, viendo como usted, que me dejó sin madre, pudo, sin embargo, darle amor a otra familia, ahora ya es tarde, ahora solo puedo decir: —La odio, mamá, adiós.

OMAR JULIO ZÁRATE

Argentina

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S

e despierta. Sueña con el pasado. El pasado vuelve escalonado, desacomodado, trastocado. Se despierta molesta. Todavía tiene ese gusto en la boca. Suena el teléfono. Va al baño. Se lava la cara y los dientes. Se mira al espejo y recuerda fragmentos del sueño. Flashes. Imágenes. ¿Por qué con mis ex?, se pregunta

inquieta. Con uno fantasía, amor, sexo, cariño. Con el otro reproche, violencia, enojo, agresividad. Por uno, hubiera dado la vida. Por el otro, tuvo que dar la vida a cambio de nada o menos que nada. Nada. Por uno, dejó pasar el tiempo, actuó tarde, lo dejó ir sin saber lo que perdía. Por el otro, anestesió parte de su vida en años que no valieron la pena, no actuó, se dejó ir a sí misma, sin saber —tampoco— qué perdía de ella. Federico y Martín, dos antagónicos e insoportables pasados que volvían en sus sueños. En el sueño Agustina era como hubiera querido ser. Estaba radiante, brillante, etérea. Federico le decía —por fin— que quería estar con ella; entonces nada más había que decir: se besaban en un beso eterno, sin prisas, demorado y apasionado. Los dos se sentían vivos, enteros. Estaban embarcados en una fantasía que habían reprimido por mucho tiempo, años enteros en la vida real, pero que en este sueño cobraban vida y se iban transformando rápidamente en una sensación de bienestar. En cambio, desde la otra esquina del ring y en lo ideal de su sueño con Martín, Agustina era como hubiera necesitado ser: tras la terrible discusión hecha monólogo —casi tal como la vivió unos meses atrás— Agustina decidía no callarse y tomaba las riendas del conflicto, después de una larga y convincente explicación en donde argumentaba los motivos reales de su infidelidad. Después de un tiempo, lograba —mediante un gesto— que Martín comprendiera todo lo que necesitaba comprender de un tirón, sin planteos. Martín se dejaba rendir y caer al piso, y con él en el suelo caían también todas las fichas con dolor. Ella se iba y él —esta vez— no la frenaba. Ambos habían comprendido todo: la relación empezaba a ser pasado y la pareja se había disuelto para siempre. Sin escenas de sentimentalismo barato, sin violencia, sin marcas en el cuello, sin insultos ni golpes bajos. Entonces, el cariño (que alguna vez habían sentido), quedaba en un cajón; como un recuerdo feliz; sin rencor. Agustina vuelve al baño. Se refriega los ojos y la cara con agua. Las gotas caen por su rostro hacia el lavatorio. Sus ojos están pálidos. Sus mejillas están levemente rosadas.

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Se sonríe. Se arrepiente de esa sonrisa. Se tira agua bien fría en la cara, de nuevo. Se seca despacio y toma su celular. Manda un mensaje: Para: Federico “Querés que nos encontremos este viernes? Beso enorme” Del libro: Memoria de lo posible (Peces de Ciudad, 2017)

ANGIE PAGNOTTA

Argentina

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L

as paredes de la casa estaban llenas de recuerdos; él mismo los pintó allí con trazo tembloroso cuando empezó a perder la memoria.

Aquel domingo de otoño, Lorenzo quiso evocar un rostro conocido de mujer

joven, junto al aroma dulce de la madreselva en el verano, pero no pudo. —Otro recuerdo perdido —lamentó. Fue entonces cuando empezó a escribirlo todo. Al principio anotaba cosas comunes del día a día. En unas libretas de cartón escribía direcciones, horarios de medicamentos y actividades pendientes. Con el correr del tiempo, de anotar horarios y líneas de ómnibus pasó a escribir nombres y fechas, o a dibujarse mapitas para recordar el camino de su casa al almacén y también del almacén a su casa. Así anduvo con las libretas a cuestas durante varios meses, hasta que una tarde de invierno, frente al reflejo pálido de un sol que se escondía, Lorenzo intentó evocar un viaje a la playa que había hecho con su familia cuando apenas era un chiquilín. Se trataba de un viaje memorable del que habían surgido mil y una anécdotas. Sin embargo, por más que se esforzó no pudo rememorarlo con detalle. Tenía presente el viaje y las personas que lo acompañaron pero no retenía nada de lo vivido. Recordó sí que antes, cuando evocaba aquel momento siempre se emocionaba, cosa que ahora su desmemoria le impedía y por lo cual sintió una profunda tristeza. Entonces, con el firme propósito de conservarlos, tomó la decisión de escribir sus recuerdos según le fueran surgiendo. Como con las direcciones y los medicamentos empezó haciéndolo en hojas de cuaderno o en las propias libretas de índices telefónicos que en su casa tenía. Si bien en un inicio esta estrategia le pareció correcta, pronto se dio cuenta de que era poco práctica y además bastante desordenada. Sucedía que los papeles se perdían o se entreveraban; o a veces, el recuerdo urgía y afloraba de golpe y al no tener a mano donde apuntarlo, una vez que conseguía lápiz y papel, ya había perdido la frescura y la fuerza que lo hacían relevante. Cierta mañana de una primavera más fría que de costumbre, Lorenzo despertó

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perturbado por el recuerdo de su hermana, la menor. De inmediato tomó el primer marcador que encontró sobre su mesa de luz y dispuesto a no dejar escapar ni un ápice de aquella limpia emoción, la transcribió sobre una de las paredes de la casa. A partir de entonces, escribir en las paredes de la casa se le hizo costumbre. Al principio fueron recuerdos sueltos, desordenados. En una misma habitación tanto podía leerse la irrefrenable alegría de la primera bicicleta que le trajeron los reyes, como la impotencia y el miedo que le provocaba su padre llegando borracho en medio de la noche, los gritos de su madre, los gritos de su padre, el llanto de su madre, y su propio llanto ahogado bajo el acolchado en la oscuridad de su habitación. Con el tiempo, en todos los cuartos de la casa se mezclaron los recuerdos de su vida rescatados con tinta y pincel sobre el enorme lienzo de mampostería. En todos los cuartos menos en el estudio. Allí, Lorenzo había retirado con premeditación los cuadros, las bibliotecas y los anaqueles; los adornos y los libros yacían desparramados en el piso; mientras que a las paredes de aquella habitación las había reservado para las mentiras, o al menos, para las historias de dudosa constatación. En aquellas paredes Lorenzo escribió los recuerdos de sus vivencias ya no como realmente habían sido, sino como a él le hubiese gustado que fueran, o más bien, como se imaginaba que a los demás les despertarían mayor admiración y respeto. Así, mientras que los recuerdos de la cocina o el dormitorio eran crueles o alegres añoranzas de risas, humillaciones, dolores o muertes, tan diversos como sinceros, surgidos del repentino revivir de una situación a fuerza de una memoria cansada y maltrecha pero visceralmente cierta. Lo que se contaba en las paredes del estudio eran historias destacadas de sucesos poco comunes que lo tenían a él como protagonista. Eran, en definitiva, versiones mejoradas o exageradas, cuando no, puros inventos. En el estudio, a diferencia de lo que sucedía en el resto de la casa, nunca un recuerdo pasaba directamente de la primera añoranza a plasmarse en los muros. Antes de eso Lorenzo lo asentaba en un borrador que era a su vez corregido y vuelto a corregir. Cuando la historia quedaba redonda, cuando ya la había leído y releído una y mil veces, recién entonces pasaba a engalanar las paredes del estudio, con trazo lento pero seguro. Allí, claro está, se describían mayormente sus victorias. Sobre la pared que daba a

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la Avenida, por ejemplo, podía uno asistir con detalles de novela erótica a la noche en la que salió con las hermanitas Piñeiro, Laura y Sofía. Dos lindas chicas que de haberse fusionado hubiesen conseguido una belleza de voluptuosidad inigualable. Pues él de alguna forma lo había logrado, lo de la fusión, saliendo y acostándose con las dos a la vez. Sobre la pared opuesta, en un plano más naif pero no menos épico, podía leerse el relato de un gol que le había marcado al Sol de Mayo en el partido final jugando para el Cielo Azul, en lo que a la postre fue uno de los últimos campeonatos del barrio. Por supuesto que el partido terminó uno a cero y aquel zurdazo de afuera del área, que atravesó una maraña de piernas y fue a meterse en el único lugar posible para evitar la notable estirada del arquero contrario, valió la copa del 68 y la impagable alegría de toda la manzana que otra vez salía victoriosa. Sin embargo, Lorenzo no tardó en darse cuenta de que la memoria de la casa también era finita. El problema surgió cuando los espacios para escribir se volvieron escasos, obligándolo a hacer la letra cada vez más pequeña. Esto le resultó de una incomodidad mayúscula. No solo por la dificultad que le implicaba lograr un trazo breve con brochas deshilachadas, sino además porque se le hacía muy difícil leer lo que escribía y si no podía leerlo no podría rememorarlo. Llegó un momento en el que la necesidad de espacio fue tan apremiante que la síntesis llegó a extremos casi obscenos. Sobre el zócalo de la cocina, por ejemplo, podía leerse: "15/09/1986 – Sepelio de mamá. Ni una magnolia, solo claveles y dos primos." O contra el marco de una de las puertas del pasillo: "Verano de 1978 – Tus ojos negros y ajenos, otra vez y para siempre..." Otro inconveniente surgió cuando las visitas, pocas pero existentes, empezaron a reconocerse en algunas de las historias rememoradas. El primo Miguel por ejemplo, se enteró al bajar la tapa del váter, de que su hermana era la co-protagonista de una serie de relatos de iniciación sexual que en las paredes de aquel recinto se narraban sin concesiones. O el caso de su propio hermano, que al colgar el abrigo en el perchero de la sala supo que desde que se había negado a pasar aquella navidad en la nueva casa de Lorenzo, éste lo consideraba un negro resentido y un cornudo consciente y meritorio. Así las cosas, la falta de espacio, la mezcla de recuerdos, y los enojos de parientes y

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allegados, hicieron que Lorenzo se planteara una nueva revisión, corrección y reestructura de su memoria, y por ende, también de sus recuerdos. La primera medida fue no recibir más visitas. Pero además, y luego de meditarlo un buen tiempo, Lorenzo se compró un cuaderno, seleccionó las historias que consideró de mayor importancia y las pasó en limpió. Inventó otras que creyó oportuno agregar, las corrigió, las ordenó y le otorgó a cada una un lugar en las paredes de la casa. Blanqueó todo con cal y transcribió con esmero los recuerdos ordenados, uno a uno, en el lugar previamente asignado. Al mes, mes y medio, cuando el verano ya alargaba los días, el trabajo estuvo terminado. Las paredes de la casa contaban la historia de sus sesenta y dos años de vida. Su historia. La forma en la que quería recordar y ser recordado. Su vida retocada y corregida. Sus recuerdos poblando las paredes de la casa para revivirlos cuando le diera ganas. Todas las habitaciones de la casa contaban ya lo que él quería. No había lugar para más en las paredes y aunque se negara a aceptarlo, tampoco había lugar en su memoria. Lorenzo nunca más volvió a tocar sus recuerdos. No agregó, ni quitó nada. Se pasaba el día entero recostado en el sillón del living, con los ojos fijos en el leve vaivén de las cortinas cayendo sobre el ventanal, buceando en las profundidades de una memoria oscura y vacía. Dormitando de a ratos y sin saber con precisión lo que buscaba, intuía sí que algo se le perdía. Cada anochecer encendía las lámparas y recorría las habitaciones en busca de ese recuerdo que le era esquivo: el viento salado y fétido llegando desde la costa, el aroma tibio y dulce de un tazón de leche en la cocina de la abuela, una enredadera color aceituna devorando la casona abandonada, el roce cálido en su antebrazo erizado y el vértigo bajándole hasta el ombligo, la frente enorme y helada de su padre contra el granito de la entrada, aquel violento rostro moreno explotando en la exuberancia de unos labios carmesí... Incontable cantidad de veces leyó y releyó una por una todas las habitaciones de la casa. Sea lo que fuere que buscara, eso que tanto anhelaba retener, ya no estaba. Inútilmente había intentado resguardarlo entre las paredes de su hogar.

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Entonces, la consciencia de haberlo perdido todo le resultó insoportable. De nada sirvieron las historias descritas con maestría que adornaban los muros. De allí no podía sacar más que ilusiones para deslumbrar a las visitas y hacía años que la casa a nadie recibía. Por un instante tuvo la intención de rasquetear las paredes en busca de los primeros recuerdos ocultos bajo las capas de pintura, pero intuyó de inmediato que aquella era una idea rayana a la locura. Comprendió entonces que el fuego era la única salida. Derramó queroseno por todo el lugar, hizo una pira con su ropa, las fotos y los documentos que aún guardaba. Abrió las hornallas de la cocina, tomó algo del dinero que escondía en el aparador, trepó hasta la ventana y dio un salto para caer en el patio trasero. Encendió un fósforo y enseguida la caja entera. La lanzó por la ventana hacia adentro y de inmediato surgió el resplandor. La explosión la escuchó llegando a la reja del fondo. No se dio vuelta. A su espalda los recuerdos eran devorados por el fuego pero él hacía tiempo que ya era un hombre sin memoria.

Diego Vidal Santurión

Uruguay

Twitter: @dvsanturion Blog - http://todoesplagio.blogspot.com.uy/

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-Y

usté me lo dice a mí, señor periodista —dijo el dragón, resignado—.

Hace seiscientos treinta y dos años que cuido princesas. Pero nunca me tocó una como esta. Uno se preparó para trabajar acá. No le voy a decir que, de joven, fuese mi vocación. Me hubiera gustado asolar

Northumbria o las costas de Carelia, como aún suelen hacer mis primos; pero uno viene de una familia de cierta cultura, señor periodista. Hubo ancestros míos cuidando princesas chinas en la dinastía Han, por poner un caso. Mi padre mismo custodió en Tolosa a Tindigota, la hija de Alarico; y a la Santa Berta, hija de Cariberto de París. Yo he cuidado a Ana, la Hermana de Basilio el Matabúlgaros; a Emma, hija de Richard de Normandía; a Isabel, Hermana de Casimiro el Grande. ¡Hasta fui contratado por Hakam, califa de Córdoba, para cuidar a su hija Fátima! Estudié Teología en Cracovia con el Santo Cancio, Magisterio en Cambridge con Scotus, Medicina en Padua con Pietro d’Abano, Derecho en Bolonia con Guarnerio, Trivium y Quadrivium en París; y aquí me tiene, cuidando a esta mocosa maleducada, atrevida, obscena y descarada. —No es fácil mi trabajo, señor periodista —dijo el dragón, didáctico—. No se trata solo de custodiar la castidad de una doncella. Hay que educarla en la prudencia, el trabajo, la honradez y el silencio; mostrarle las bondades de una vida cristiana, los buenos modales y el buen trato. Se requiere transmitirle cultura; que reconozca sus privilegios y haga uso correcto de ellos; enseñarle a cuidar y educar a quienes serán sus hijos, administrar el hogar y mandar sobre los criados y sirvientes con responsabilidad y prudencia. Ilustrarlas en el arte de la escritura, la lectura, el dominio de idiomas, la ciencia y prepararlas para tañer aceptablemente un rabel o una zanfonía. Se debe instruirlas en el manejo de la rueca, en la costura y el hilado; en las tareas del huerto y el cuidado del ganado. Luego, para ejercer su trabajo de custodio, uno debe dominar todas las escuelas de esgrima, el combate sin armas, saber enfrentarse a un caballero y conocer los puntos débiles de su armadura, superar la defensa de un broquel y la amenaza de una spada longa, conocer las técnicas de defensa de una plaza fuerte y, claro, ejercitarse constantemente en esto de echar fuego por las fauces. Además, un torreón como éste no se mantiene solo: debo dominar las técnicas de 55


albañilería y plomería; reparar roturas de paredes y techos, combatir la humedad, mantenerlo calefaccionado y habitable; y todo eso sin contar con sirviente alguno. Con esta voluble, indecente, deslenguada y palurda: por otra parte, debí aprender a maquillarla, acicalarle el pelo y bajar al mercado a comprarle vestidos y zapatos hasta tres veces por semana. ¡Habrase visto! —¡Ah, señor periodista! ¡Absolutamente caprichosa, consentida, grosera, malcriada, y malhablada! —dijo el dragón, enojado— Mire que con algunas he renegado bastante. Gailtergrima, hija de Gaimar de Salerno era tosca y ordinaria; y necesité quince años para que resultase en algo parecido a una dama, señor periodista. Pero con esta, ¡válgame Dios! No sé si es que uno ya está grande y ha pasado tres cuartos de su vida en climas inhóspitos, donde la soledad de esos parajes olvidados se hace insoportable; entonces, la paciencia mengua; pero esta insolente, jactanciosa y desconsiderada; le juro, me saca escamas verdes. Antes, era normal que viniesen cuatro o cinco caballeros por año para liberar a la dama de turno. Los viajes eran largos, los caminos inexistentes y los salteadores gobernaban los páramos. Pero acá estamos a un par de leguas de la ciudad, el Camino Real se ve desde esa ventana y no se recuerda la última vez que nevó en esta sierra. Sin embargo, señor periodista, hace como dos años que nadie viene a esta Torre. ¡No hay quién se preocupe por venir a salvar a esta desvergonzada, descortés, arrogante y desatenta! Y estoy seguro que de no haber sido por los escándalos de la corte; usté tampoco se hubiese apersonado por acá. —Entre nos, señor periodista —dijo el dragón, confidente—, no se podía esperar otra cosa. Esta veleidosa, descocada, impúdica, desobediente e impertinente; es digna hija de su madre. No se entiende, señor periodista, cómo un joven tan educado como el ahora Rey puede haberse enamorado de una suripanta que fue corista en los burdeles de Brüssel. Se dice que, en realidad, su padre, el viejo Rey, pagó una deuda de juego llevándola a Palacio y entregándole a su hijo en matrimonio. Se cuenta, también, que esta insumisa, rebelde, díscola y petulante no es hija del Rey, si no del dueño de una Casa de Juegos de Katowice. Y a uno no es que le importe, pero esta presumida, desaprensiva,

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caradura y sinvergüenza no se parece en nada a Su Alteza. Usté debe saber más sobre eso, señor periodista. Yo digo lo que leí en las revistas. Porque yo no tengo contacto con nadie de la Corte. Acá llega un carruaje con escolta de soldados, bajan a la doncella, me la entregan junto con una carta de puño y letra del Señor, con su sello, donde se hace constar que la ponen a mi custodia hasta la aparición de un Caballero que la rescate. Puedo mostrarle, en mi archivo privado, todas las misivas que guardo de quienes me han confiado a sus hijas o hermanas. En ellas —es norma ancestral— se detalla qué características debe satisfacer aquel que quiera liberar a la prisionera: qué debo ver en ellos, cómo debo enfrentarlos o en qué punto debo dejarme ganar en el combate. Algunas de estas cartas acotan consideraciones más específicas: nacionalidad, religión o apariencia del pretendiente. Incluso, Rodrigo Díaz el Campeador escribió, y cito de memoria: «Confíese mi hija María solo al Caballero Ramón Berenger, Conde de Barcelona.». En cambio, mire usté esta carta del Rey. ¿Vé?: «Entregue mi hija al primero que aparezca». No se acota que deba ser un Caballero, ni Noble, ni nada. Ni siquiera debo luchar en su nombre. La última vez que vino alguien a preguntar por ella fue un cartero, que le trajo un Sirope de Rosas comprado, por correo, en la ciudad de Gabrovo. Intenté que se llevara a la princesa, pero él se negó; y llegó a batirse en encarnizado combate conmigo. Era muy valiente. Una pena haberlo matado. —Esta desfachatada, procaz, indecorosa, frívola y chabacana; señor periodista — dijo el dragón, enumerativo—, ignora las más elementales normas de etiqueta. Le voy a contar una infidencia: Ha sido la única de las más de doscientas que he custodiado que me ha sacado de las casillas. Cierta vez estuvimos estudiando, durante dos meses, Protocolo y Comportamiento en la Mesa; y repasando las cien reglas del Menanger de París: mantener la boca cerrada mientras se mastica, tomar la ración más pequeña de la fuente; mantener el meñique limpio y seco si se va a usar para condimentar la comida, no limpiarse las manos en el mantel, no usar los cubiertos para higiene personal, limpiarse la boca antes de beber, y así las demás. Finalmente, cierto día le tomé el examen de rigor. Me vi sorprendido por unos resultados razonables; hasta que, mientras estaba sentada a la mesa repasando la Regla Sesenta y Dos, inclinó su cuerpo hacia la derecha, levantó su pierna 57


izquierda y dejó escapar una sonorísima flatulencia que movió hasta los velos de su ajuar. No pude contenerme. Me paré sobre mis dos patas traseras, abrí mis alas hasta que estuvieron extendidas de pared a pared, saqué pecho y sentí el fuego subiendo desde mis entrañas. El cabello tardó más de ocho meses en crecerle.

Daniel Frini

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/DanielFriniEscritor/ Blog: http://danielfrini2.blogspot.com.ar/

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Q

uise volver a sentir mi ciudad natal en toda su intensidad y hacia allí me dirigí en tren. El ruido de la locomotora y las paradas en aquellas viejas estaciones me hacen vibrar de emoción. Experimento la misma sensación que el viaje me

provocaba cuando era niña. Cierro los ojos, ahora rodeada de silencio, y puedo escuchar aquel sonido ronco de los colosos de vapor que parecían resoplar cuando se ponían en marcha, es una sensación extraña porque veo mucho humo, me veo en medio del encanto de aquellas viejas estaciones que aún están en pie...todo combinado con el silbato de la locomotora ---chuchúuuu...chu-chúuu, el grito en la estación de: ¡Paaaasajeeros al tren!, y yo sentada en los vagones de madera y con mi frente apoyada en la ventanilla que no cesaba de trepidar, a la vez que mi cabeza saltaba porque no se podía mantener fija apoyada sobre el vidrio, pero aún así no dejaba de mirar el paisaje que pasaba ante mi vista en forma lenta. Y el tren seguía marchando abriéndose paso con un ruido continuo, chacachá ...chacachá ...chacachá aumentado con el golpeteo de los paragolpes de los vagones entre sí, y el chirriar de los engranajes y el vaivén que se producía dentro del vagón cuando cambiaba de riel. Pero abro los ojos…. Vuelvo. El tren llega un poco retrasado a la estación de Santa Lucía, que está cerca del río. Bajo del tren y voy caminando hacia la ciudad. Lo primero que veo es el viejo Hotel Biltmore y no lo puedo creer. Está igual que hace cincuenta años, cuando me fui a vivir a Montevideo. Conserva su blanca fachada en todo su esplendor y algo de su historia me viene a la mente, porque fue el primer hotel turístico que tuvo el Uruguay, construido allá por 1872. Anteriormente se llamaba Hotel Oriental, hasta que en el año 1920 lo compró la familia Monzeglio y lo bautizó Hotel Biltmore, como se conoce hasta el día de hoy. Un gran cartel a su entrada subraya mi recuerdo, pero para mi sorpresa me entero de que ya no funciona como hotel (no es redituable) y que las habitaciones se alquilan a personas estables. Me parece mentira, ya que tuvo épocas de esplendor, cuando era disfrutado por gente adinerada que pasaba allí las vacaciones o simplemente los fines de semana. Muchas 60


personalidades del Uruguay también hicieron uso de sus instalaciones, como Máximo Santos, que entre los años 1885 y 86, desde allí gobernó el país, ocupando por una temporada todas las instalaciones con toda su comitiva. También se conserva intacta una habitación, la 32, donde Carlos Gardel cantó para la delegación del Club Nacional de Fútbol en el año 1933. En la actualidad solo se abre al público el Día del Patrimonio. Realmente, una gran pérdida. Ante mi insistencia me permiten entrar y recorrerlo con entera libertad. Subo los seis escalones de mármol blanco y entro como si estuviera retrocediendo en el tiempo. Me encamino al enorme salón principal, y percibo que el mobiliario se mantiene intacto. Las lozas inglesas, francesas y alemanas que adornan los antiguos aparadores color caoba me arrojan una mirada cómplice que viaja desde aquellos mediodías que compartí junto a mis padres y hermanos. Me siento en una de las sillas de antaño y otro torbellino de sensaciones me invade. Comienzo a sentir el aroma de verduras de aquella sopa pavesa que preparaban muy a menudo y que saboreábamos como un manjar de los dioses. Recuerdo a los mozos trayendo las cazuelas de barro, con los croutons de pan fritos en manteca, sobre los que rompían un huevo, añadían mucho queso rallado y encima vertían el caldo hirviendo. Me inclino hacia atrás en la silla y comienzo a escuchar, desde el salón contiguo, una audición radial que trasmitían todos los mediodías. Se llamaba “A la caza del gazapo” y consistía en encontrar los errores que se cometían en los periódicos. Cada vez que leían uno, lo aprobaban con el sonido de un tiro de escopeta. Me parece estar oyendo esos sonidos. Luego recorro el gran patio, con sus canteros y plantas al que dan las habitaciones. Entro en varias, algunas aún conservan las camas con sus respaldares de bronce torneado, roperos de madera con ovalados espejos biselados y arañas con caireles de cristal. Esta visita, después de tantos años, me llena de emoción y me motiva para seguir recorriendo aquellos lugares que marcaron huellas en mi niñez.

ALICIA GAIONE

Uruguay

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A

SOLAS en la biblioteca del pent house que compartía con el famoso

criminalista negro Barry Coal, en el número 13 de Battery Place, al sur de Manhattan, Charlie Fedson miró con resentimiento el diploma de su premio

Pulitzer del año anterior. Su madre se había sentido orgullosa, a tal punto que insistió en un detonante marco dorado para realzar adecuadamente la proeza de su retoño; el mismo Charlie no había logrado evitar que cierta vanidad se le filtrara por debajo del chaleco, inflándole el escueto tórax; pero ahora veía las cosas en su correcta perspectiva. —Solo un reflejo —gruñó—. Como el resplandor prestado del plenilunio. La gloria verdadera pertenecía a Barry Coal, el inefable detective cuya sonrisa de teclado aparecía con harta frecuencia en las primeras planas de los periódicos de mayor tiraje... Charlie no hacía más que relatar aquellas peregrinas historias; y si bien se ufanaba de lo florido de su prosa, no podía ignorar que lo que en verdad atraía al público, y vendía edición tras edición, era la esencia: los apasionantes casos criminales infaliblemente resueltos por el genio deductivo del pintoresco investigador de color, cuyo intelecto privilegiado se imponía siempre al subterfugio delictivo, por maquiavélico que éste fuese. Barry Coal estaba ausente. Se le había requerido con urgencia en la Central del FBI, en Washington, y hacia allí había partido, en compañía de Alan Powell, el otro miembro del equipo. Powell, con su físico privilegiado y su apostura de galán hollywoodense, sonreía desde un retrato de conjunto, ubicado en la repisa de la estufa. Mirándolo, y mirando su propia efigie, virtualmente enanizada entre sus dos altos amigos, Charlie sintió que el acíbar de la envidia contaminaba su cándido corazón. —Desearía ser yo el héroe, aunque más no fuese por una vez... —suspiró—. Resolver por mí mismo un misterio..., uno pequeñito, al menos. Le habían dejado a cargo del fuerte; incluso Barry Coal, demostrándole confianza, le había formulado advertencias acerca de la fecha damocliana que se avecinaba; pero Charlie sabía que en verdad no se le tomaba en serio. Coal era el cerebro; Alan Powell los músculos. ¿Qué le quedaba a él?... Observó melancólicamente los trofeos evocativos de los triunfos del célebre detective: placas testimoniales, recortes de diarios enmarcados, fotos de archivos policíacos. ¡Eran tantos los malhechores a quienes Barry Coal había derrotado ignominiosamente!... 63


—Pero nadie es perfecto, viejo —masculló Charlie, con rencorosa sonrisa, al fijarse en uno de los recortes, que llevaba una foto—. ¡Tú también tuviste tu talón de Aquiles! Como ocurriera con el gran Sherlock, también Coal tuvo por Némesis a una mujer. Su Irene Adler era tan hermosa como perversa, de cabellos llameantes y lustrosa dentadura anidada entre labios de granate. Figuraba en todos los prontuarios del planeta, con más alias de los que cualquiera podría guardar en la memoria, aunque su nombre preferido era April Furst. Barry la había puesto al descubierto, tiempo atrás, al borde de perpetrar una estafa de proporciones fabulosas; pero ella finalmente había evadido al Largo Brazo, aunque sin lograr alzarse con el botín. Por lo cual juró venganza, e incluso tuvo el descaro de reforzar su amenaza con el preciso dato cronológico. Sin duda, una mujer excepcional, se dijo Charlie, quien se sentía íntimamente vindicado por la actitud desmitificadora de la fémina ante la presunta infalibilidad de Barry Coal. —¡Y qué pedazo de nena, además! —soliloquió admirativamente, extasiándose con aquellos ojos tan extraños que adornaban la fotografía... El iris izquierdo era más oscuro que el derecho; pero el detalle solo añadía el encanto de lo exótico a la belleza apabullante de aquel rostro... LA CHICHARRA lo arrancó de sus lucubraciones. —¡Bueno! —se dijo—. ¡Vamos a ver quién llega! Entre las recientes adquisiciones de la casa figuraba un dispositivo electrónico que transmitía la imagen televisada del eventual visitante al monitor de la biblioteca. Pero no se trataba de un portero eléctrico común: éste incluía un detector láser que denunciaba objetos metálicos ocultos o mínimas alteraciones artificiales de una fisonomía. Individuos de toda catadura solían dejarse caer por allí; y bien podía tratarse de criminales disfrazados... Barry Coal se había hecho de una legión de enemigos a lo largo de su carrera. Sin embargo, esta vez Charlie conocía al menos a uno de los recién llegados. Sonrió con afecto: el profesor Borisoff, octogenario filólogo, Doctor Emeritus de Harvard, era un buen amigo. —Lo lamento, profesor —se oyó la voz de la señora Quantrell, factótum

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doméstico—. Mr. Coal salió ayer para Washington, y... Charlie Fedson pulsó el botón del intercomunicador. —Señora Quantrell —dijo—, haga subir al profesor. Yo lo atenderé, señora Quantrell. —Pero viene a ver a Mr. Coal —la voz de la mujer sonó condescendiente—. No me parece que usted... —Señora Quantrell —dijo Charlie—, en los seis meses que lleva con nosotros he llegado a considerarla una segunda madre. Su guiso de cordero me extasía... Ahora, por favor continúe con sus labores culinarias, ¿sí? Y que los señores pasen a la biblioteca —y puso énfasis bastardillesco en la oración final. Terminó saliéndose con la suya, pese a las protestas ensordinadas de la buena mujer. Al llegar, los visitantes lo encontraron instalado en la butaca favorita de Coal. Por fortuna la altura del mullido mueble podía graduarse, y Charlie enmascaró así su menguada estatura, al menos en su propia opinión. Algo le molestaba interiormente; quizás esa lamparilla fastidiosa que titilaba en el monitor; pero prefirió dedicar su atención a lo más urgente. ¿Quién le decía que no había llegado por fin su oportunidad de lucirse? —¡Qué mala suerte que Coal no esté aquí! —el profesor Borisoff entró refunfuñando, como era su costumbre inveterada—. ¡Justo cuando necesito consultarlo! ¡Y esta gente, que vino especialmente para...! —Siéntese, señora —invitó Charlie, siempre urbano—. Y ustedes, caballeros, por favor acomódense a gusto. El anciano académico venía acompañado de un individuo corpulento, tocado por amplio sombrero tejano, y de una dama de edad incierta, cuyos labios se plegaban en frío rictus de solterona. Gente como había miles por ahí, pensó Charlie; nada parecida a los villanos que encerrara Coal; pero, en fin, uno no puede tenerlo todo, ¿verdad? —Lo veo muy preocupado, profesor —Charlie usó un tono jovial para romper el hielo—. ¿Acaso alguien atentó contra el Decano de la Facultad de Letras? ¿O se robaron el emblema de los Phi-Beta-Kappa? —¡No, no se trata de crimen alguno! —gruñó el viejo—. Es nada más que un simple consejo lo que busco... —Resopló, con lo cual su bigote blanco le cubrió media 65


nariz—. ¿Es demasiado pedir eso? ¡Por todos los...! —Cálmese, profesor —recomendó Charlie—. Esas agitaciones no le hacen ningún bien... ¿Por qué no me plantea su caso? No pretendo ser Barry —empleó toda su fuerza de voluntad en aparentar modestia—, pero haré lo que pueda para servirlo... El profesor estuvo a punto de lanzar una respuesta airada; pero se detuvo en seco. Sus ojuelos acuosos fulguraron. —¡Tal vez puedas, Charlie! —Soltó una risita festoneada de toses—. Siempre fuiste medio ratón de biblioteca... ¿No hiciste un curso sobre clásicos hispanos en Princeton hace un año, muchacho? —Fue hace ocho meses —corrigió Charlie—, y lo hice en Brandeis... Pero vayamos al grano. ¿Qué necesita? El profesor Borisoff abrió con retumbantes chasquidos su enorme portafolios. No sin cierta reverencia, que intrigó a Charlie, extrajo de sus profundidades una hoja de papel. —Esto es una fotocopia —dijo, temblorosa la voz—, de lo que puede convertirse en el descubrimiento más grande de los últimos tiempos. ¡Un manuscrito de Cervantes, hasta hoy desconocido! ¡Parece una tercera parte del Quijote! —¡No me diga!— Fedson estiró el cuello, súbitamente interesado; pero el profesor mantuvo la fotocopia vuelta hacia él. Charlie, que lo conocía bien, no lo presionó. —¿Y estos señores...? —insinuó. —¡Ah, sí! —masculló el anciano doctor—. Bueno, ¡ya es público y notorio que no tengo tiempo para las gracias sociales! Te presento al señor Justin Maddox, de Dallas, Texas, y a la señorita Callejas, experta en incunables del Museo del Prado de Madrid. Maddox es un buen amigo mío, y tiene intención de comprar el original del manuscrito para su colección particular, pero lógicamente... —Desea asegurarse de su autenticidad, ¿no es así?—completó Charlie. Hacía esfuerzos por mantener la calma, aunque su corazón amenazaba con lanzarse a un redoble escandaloso. Naturalmente que conocía al tal Maddox. ¡Como que el tipo habría podido comprarse el Museo del Prado entero, de haber estado en venta! A Charlie le dolía la cabeza tan solo de ponerse a calcular cuánto dinero se le perdía a Maddox en una semana. Con tanto pozo petrolífero en sus dominios... Claro que la compra del dichoso manuscrito, de no ser apócrifo, pondría seriamente a prueba las 66


reservas del multi-millonario. —Se me ocurre algo —dijo, como quien no quiere la cosa, y muy en su papel de persona enterada—. Tenemos acceso a un laboratorio equipado con la última palabra en sistemas de verificación. ¿Quiere que enviemos ahí su manuscrito? Barry me ha dejado totalmente facultado para... El profesor sacudió las manos, bufando impaciente. —¡No, no, no! El asunto es urgente; no podemos depender del tramiteo del FBI. ¡Justin sale mañana para Riad, a una reunión de petroleros, y quiere dejar todo finiquitado hoy mismo! ¡Además el manuscrito ya fue debidamente examinado por peritos, y hubo un 90 % de consenso en cuanto a la autenticidad! ¡La señora podrá confirmárselo! —Todas las pruebas dieron positivo —corroboró la dama, en tono oficial—. Tanto la edad del papel, como la tinta y el estilo de escritura, corresponden. ¡Se emplearon las técnicas más actualizadas, puedo asegurárselo! —Se aclaró la garganta, y sus ojos grisáceos miraron de través a Charlie—. ¿Está por casualidad... familiarizado con esas técnicas, joven? Charlie se ruborizó. La actitud de la experta no era nada respetuosa. ¡Sin duda lo consideraba un advenedizo, ya que ni siquiera usaba anteojos! Tal irreverencia enojó al susceptible Charlie. Se enderezó en la butaca, sacando el mejor partido posible de su formal terno gris, su corbata a franjas en diagonal y su corte de cabello conservador. —Tuve oportunidad de trabajar con el equipo de De Vries, en Amsterdam —dijo, por un costado de la boca, y frunciendo la nariz—. Allí comprobé que esas técnicas tan avanzadas también posibilitan la confección de... fabulosos fraudes. El irascible profesor Borisoff saltó de su asiento. —¡Suficiente! —bramó—. ¡Todo eso está fuera de la cuestión! Solo buscaba la ayuda de Coal, esa... maravillosa intuición para olfatear la verdad que tiene él. ¡Quería que me dijera si el texto fue en realidad escrito por Cervantes! Charlie se limitó a extender la mano. —Por desgracia —dijo—, hoy nos está vedada la intervención de Barry. Pero permítame el documento: creo que puedo darle alguna orientación al respecto. Se trataba de un bluff, desde luego. Pero Charlie había llevado las cosas demasiado lejos como para pensar ahora en dar marcha atrás. 67


Arrebató la fotocopia de la mano irresoluta de Borisoff y se acomodó en el sitio mejor iluminado de la biblioteca. Aparatosamente, extrajo una pequeña lupa del bolsillo interior de su saco. El leve rumor del aire acondicionado sonó como una escuadrilla de combate en medio del silencio que imperó durante los siguientes ciento ochenta segundos. Un par de "mmms" y media docena de "¡Ajás!", emitidos desde lo más profundo de la garganta de Charlie, ascendieron hacia el cielorraso como intangibles globos–sonda. Toda la atención estaba centrada en nuestro pequeño héroe, y ¡oh, Dios!, era obvio que aquello le complacía. Su repentino carraspeo sobresaltó a la concurrencia. —Sí —dictaminó, en tono campanudo—, la forma de los rasgos es característica... Inclusive el perfil peculiar de la pluma de cuervo salamanquino que Cervantes usaba en forma preferente... Sí..., por supuesto. LA FAZ del profesor Borisoff había adquirido un matiz alarmante, entre el púrpura y el carmesí. Charlie advirtió, con secreta diversión, que el docto caballero estaba a punto de estallar, y aquella circunstancia hizo que se le soltaran todos los diablos que durante años llevara ocultos debajo del chaleco pulcramente abotonado. —Fíjense en las gracias de las mayúsculas —improvisó, descaradamente—, la vuelta de la "g" minúscula y, ¡ah, sí!, el pequeño rabito de la "s" larga, que Don Miguel torcía siempre hacia la izquierda... ¡Inconfundible! Puro Cervantes Saavedra, sin el más mínimo margen de duda. Observó a la señorita Callejas, del Museo del Prado, tiesa en el borde de su silla, plegados los labios en una mueca de escandalizada estupefacción, las cejas casi encaramadas en el nacimiento del severo peinado. Charlie se volvió en su dirección, volublemente, con preciso sentido del tempo dramático. —¿Supongo que el original de esta reliquia literaria no estará disponible? —le lanzó, sofocando la diatriba que muy probablemente se mecía en la punta de la educada lengua de ella—. ¡Disfrutaría tanto con solo echarle una ojeada a ese tesoro! —El manuscrito está a buen recaudo, en el cofre–fort de un banco madrileño — contestóle la mujer, tajeando cada sílaba—. Es propiedad de un particular..., un caballero

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de rancia prosapia... —Cuyo nombre, desde luego, no está usted autorizada a divulgar —interrumpió Charlie, amablemente—. ¡Muy comprensible! El fruncimiento de la boca de ella se acentuó. —Es la norma en casos como estos. Las dificultades económicas por las que este digno señor atraviesa, lo colocan en la penosa situación de verse forzado a desprenderse de una reliquia familiar de inestimable valor... En lo que me es personal —agregó—, habría sido mi deseo que lo adquiriese el Museo, como patrimonio para España y la Humanidad toda; pero el señor Maddox ha llegado primero, y dado que su honorabilidad le califica para constituirse en custodio de una presea histórica de ese calibre, pues... —y elevó apenas uno de los huesudos hombros. —¡Y además le construiré un ala nueva al Museo de la señora! —tronó el tejano, eufórico—. Y ella —le sonrió con una dentadura reluciente de incrustaciones áureas— será también debidamente recompensada por su inapreciable asistencia en este negocio... ¡Palabra de Justin Maddox..., y pueden rubricarla! —¡Silencio, Justin! —le cortó el profesor Borisoff—. ¡No es necesario ventilar aquí esos detalles! —¡Pero es que quiero demostrarle mi gratitud a esta dama! —insistió el acaudalado petrolero—. ¡Gracias a ella, voy a ser el único en todo Texas con un original de Cervantes en la sala! ¡Rayos y truenos, Jack! ¡Cómo van a envidiarme! —¿En tu sala? —rugió el académico—. ¡Si te resta una pizca de sentido común, lo conservarás bien guardado en las arcas de tu banco! ¿O qué piensas que estás comprando, una cabeza de elefante disecada, vaquero loco? —¡Bueno, bueno, no te sulfures, Jack..., fósil comelibros! Se hará como digas, que para eso tienes más caletre... ¡Pero nadie me impedirá sentirme más orgulloso que cualquiera de los de mi pueblo! ¡Truenos y rayos, viejo! ¡Ser el dueño de una reliquia única en el planeta! ¿Cuántos pueden jactarse de semejante cosa, eh? —Radiante, se volvió hacia Charlie—. ¿No le parece, joven? ¡Ser dueño de un original del mismísimo Cojo de Levante! ¡Eso es grande! Charlie asintió. Sostuvo la fotocopia frente a sus ojos, en actitud de leer; aunque observaba con disimulo a la señorita Callejas, que sin duda execraría la referencia errónea 69


al ilustre Manco. —Escuchen esto —propuso—: “Paróse Don Quijote junto a la puerta de la venta, y reparando en las siluetas de dos grandes molinos que en lontananza veíanse, volvióse a Sancho, y en tanto posaba su diestra sobre el hombro de su fiel escudero, pronunció estas palabras: ” —Molinos son, Sancho amigo, que no gigantes, cual mi extravío me dictara...” —Puso los ojos en blanco, al tiempo que movía los labios, como si saborease las palabras leídas— . ¡Qué sonoridad la del antiguo castellano, mis amigos! ¡Qué inefable cadencia la de esas frases! ¡Escritas por un artífice de la lengua, sin lugar a dudas! ¡Vaya, es magnífico! —No entiendo una palabra de esa jerigonza —murmuró el Creso de las llanuras— ; pero supongo que será algo bonito, si usted se pone así, joven amigo. —¿Bonito? —aulló Charlie—. ¡Es fabuloso..., sensacional!… —¡Acerté, entonces, con la compra! —se glorió Maddox. —...¡Un estupendo fraude! —finalizó Charlie Fedson, y fue como si cayera una bomba nuclear en medio de la reunión. SIN PERDER un ápice de su dominio de la situación (ya que por fin estaba seguro del terreno que pisaba), Charlie logró al cabo imponerse a la locura colectiva. —¿Te volviste loco? —le increpó el profesor—. ¿A qué viene esa disparatada afirmación, después de todo lo que decías antes? ¿Se trata de una muestra de tu famoso humorismo, cabeza hueca? ¿Acaso pretendes burlarte de nosotros, o...? Charlie se puso de pie, con la mano levantada. Avanzó hacia el iracundo anciano, que parecía a punto de sufrir un colapso, y lo aferró, gentil, por los hombros. —No hay burla, querido amigo —le dijo suavemente—. Pudo haberla, pero la frustraremos—. Lo obligó con mucha delicadeza a volver a su asiento—. ¡Cálmese! —le rogó; y alzó la voz en dirección de los otros—. ¡No hay por qué agitarse! Puedo explicarlo..., aunque seguramente alguno de los aquí presentes ya se lo sabe todo de antemano… CONTINUARÁ

CARLOS MARÍA FEDERICI

Uruguay

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L

a verdad es que a Víctor Reyes le gustaba jugar. A cualquier cosa, a todo. Por diversión, por aburrimiento o porque sí. Jugaba desde que se levantaba hasta que apoyaba la cabeza en la almohada y el sueño le hacía perder la cuenta de las

veces que sonaba esa gota de la canilla del baño sobre el aro metálico de la pileta. A la mañana siguiente, si el número que recordaba era par, auguraba un buen día, por el contrario, si era impar Víctor se preparaba para uno de esos días en los que había que tener cuidado. Antes de salir de su casa ya había competido con la locutora que anunciaba el pronóstico del tiempo por radio, intentando adivinar con un margen de error de un grado centígrado (más no hubiera sido justo para él) cuál sería la temperatura máxima para la jornada. Las tres cuadras que lo separaban de la parada de colectivos las recorría alternadamente cada día, pisando solo las baldosas claras o las oscuras. Una vez que subía al colectivo, jugaba a reconocer cuál de los pasajeros se levantaría de su asiento antes de llegar a las vías, y si la barrera estaba baja se entretenía en predecir por qué lado llegaría el tren. Le costaba mantener conversaciones con la gente. Pero no era timidez. Se demoraba en contar con sus dedos las sílabas de cada frase emitida por él o por su eventual interlocutor. Y solo quedaba conforme cuando una frase completaba las diez sílabas que con sus dedos seguía a velocidades impredecibles. Ajustaba sus palabras al juego, de modo que lo realmente emocionante dependía de la persona con la que estaba conversando. Cuando la frase no alcanzaba o superaba las diez sílabas, Víctor no podía disimular su ansiedad o malestar, y eso era mal interpretado por el otro la mayoría de las veces. Sus juegos se parecían más a desafíos que a entretenimientos, pero desafiar cada situación a la que se enfrentaba, producía en Víctor más adrenalina que la que podría causarle cualquier otro juego más convencional. Un día decidió ponerle más emoción a sus actividades lúdicas. Agregó pequeñas apuestas, promesas, por así decirlo, que debía cumplir en tales o cuales situaciones. De esta manera, cuando por ejemplo, pisaba la baldosa equivocada, debía caminar lo que restara de la cuadra sin respirar. O si la persona que había elegido como la que bajaría antes de llegar a las vías se bajaba después, debía quedarse parado, aunque tuviera asientos 72


libres para ocupar y le faltaran todavía unos veinte largos minutos para llegar a destino. Cumplir estoicamente con esas "prendas" constituyó un atractivo especial para sus juegos, por lo que cada vez les fue añadiendo más dificultades convirtiéndolas en verdaderos riesgos. Así, por ejemplo, había cruzado en dos oportunidades una calle bastante transitada con los ojos cerrados después de errar el cálculo de los pasos que faltaban para llegar a la esquina. Víctor tenía trabajo, mujer y algunos amigos. Ninguno participaba voluntariamente de sus juegos, pero eran parte de sus pasatiempos de una u otra manera. Su jefe no lo tuvo en cuenta a la hora de los ascensos. No veía en su empleado la concentración necesaria para ocupar un puesto con mayores responsabilidades. Sus amigos dejaron de invitarlo a los encuentros semanales de charla, truco y cerveza. Víctor parecía jugar solo, no formaba parte de las bromas y parecía no compartir ya los mismos códigos, estaba siempre pendiente de algo más que todos desconocían. El juego de contar las sílabas pasó a tener un papel fundamental en la vida de Víctor. Se había perfeccionado con el tiempo, y sus frases decasílabas participaban de casi todas sus conversaciones. Poco a poco fue exigiendo, sin decirlo, la misma precisión en los demás. Las prendas a cumplir eran cada vez más arriesgadas, casi castigos. Un día su mujer, valija en mano, le dijo: —No aguanto más, Víctor, te dejo. Los dedos de Víctor contaron rápidamente diez sílabas. Sonrió satisfecho y aliviado. Su mujer dio un portazo y salió de la casa. —¿Qué dijiste, exactamente? —gritó Víctor cuando reaccionó. Sus dedos se detuvieron en la novena sílaba. En ese instante, Víctor Reyes comprendió que nunca más volvería a emitir palabra. Al final, una prenda es una prenda.

ANDREA MACCHIAROLI

Argentina

Facebook : Andre Macchiaroli

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C

uando a Pablo le ofrecieron ese trabajo, lo aceptó por el solo hecho de que era mejor que nada. A los 40 años, desocupado, haciendo algún trabajito de vez en cuando para cubrir sus gastos, no estaba en condiciones de elegir. Consistía

en ir todos los jueves a entregar un sobre en el estudio de una contadora. La persona que necesitaba realizar ese trámite no estaba disponible en ese horario, por lo que tenía que delegar la tarea en otra. El primer jueves, estaba algo nervioso, dado que sus habilidades sociales no eran las mejores. Tomó un ansiolítico para estar más tranquilo, y fue al estudio. Últimamente había descubierto que las cosas tarde o temprano se tenían que hacer, por lo que dilatar el momento de hacerlas no tenía sentido. Al llegar al lugar, la contadora lo invitó a pasar y lo recibió muy amablemente. No era lo que se dice una reina de belleza, pero tenía lindos ojos, se notaba que cuidaba mucho su estética y derrochaba simpatía. Conversaron poco, apenas unas frases de cortesía y luego, cuando Pablo se marchaba, saludando de manera verbal, ella acercó su mejilla amistosamente para el beso entre ambos. En ese momento a Pablo no le generó un enamoramiento, pero se fue de allí con la certeza de que esa mujer le caía bien. Al otro día, se sorprendió el mismo tratando de hallar algún perfil de red social con el nombre de la contadora. No era fácil. Su nombre bastante común, Daniela Pérez, dificultaba la búsqueda al extremo. No podría saber más nada de ella que lo que pudiera averiguar por las suyas. Los jueves siguientes fueron más o menos similares. La contadora se mostraba siempre amable. Las veces que tenía que esperar que lo atienda, para realizarle algún comentario acerca de los papeles contenidos en el sobre, podía notar que ella era igual de simpática con todos. Por un lado eso le advertía que era su forma de ser, que su simpatía hacia él no era exclusiva ni representaba un indicador de interés, pero por otro lado, le alegraba saber que existía una mujer con tan buena onda. Cada jueves ansiaba más asistir a esa cita. Un día se le ocurrió guglear el nombre de la contadora junto a su profesión, y los perfiles en redes sociales de ella se hicieron visibles. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Existían muchas Danielas Pérez, pero no muchas contadoras con el mismo nombre. A partir de ese momento, comenzó a revisar sus publicaciones. Supo que no tenía hijos ni

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estaba en pareja, y que, a juzgar por lo que compartía, quería estarlo. Pensó en agregarla como amiga, pero se dio cuenta de que no podría explicar cómo se había encontrado con su perfil ya que no tenían ningún amigo en común. Sus intereses y amistades eran diferentes. Sin embargo, él se sentía atraído por ella. Reflexionó sobre lo raro que era eso. Él, que solía valorar a las mujeres por los intereses en común o por su cuerpo, estaba ahora prendado de una que no calificaba tanto por esos ítems. Otro día se puso a analizar qué posibilidades había de que ella se convirtiera en su pareja. La contadora era una profesional, y él… Al terminar la secundaria, empezó el ingreso en la Universidad de Buenos Aires, que no tardó en abandonar. Pasar tiempo en los bares y realizar actividades artísticas en las que nunca tuvo éxito monetario fue su mayor dedicación. Nunca un trabajo formal, con un horario que cumplir, recibo de sueldo y obra social. Aún residiendo en la casa paterna. Una profesional no se fijaría en él. Lo sabía, aunque interiormente albergara alguna posibilidad. Esperaba el milagro. La contadora cada vez le atraía más. Ya era en vano negarlo. Revisaba el perfil de ella a diario. En una de esas revisiones, vio algo que le aceleró el corazón y lo dejó como noqueado. Un hombre la saludaba y le hacía saber que el día que habían pasado había sido muy bueno. Ella devolvía el saludo y ponía “me encanta”. Una tercera persona manifestaba lo lindo que era actuar como celestina. Revisó el perfil del hombre en cuestión: ejecutivo de una empresa, bastante mayor que ella. Pablo se lamentó por el tiempo perdido, por no haber estudiado cuando tuvo la posibilidad. Los 40 son una edad difícil, para la mayoría de las cosas ya eres grande, pero al mismo tiempo te queda por vivir la mitad de tu vida, o más. Una vida que tendría que vivir sabiendo que se equivocó, que si fuera un profesional podría haber tenido una chance con Daniela. Y conste que el problema no era Daniela, sino “las Danielas”. Porque antes había habido otras y después habría otras, y la situación sería siempre la misma; estaba condenado a repetir un bucle interminable. Recordó que algunos definen el infierno de esa manera. Aun en el caso de que consiguiera un trabajo estable, el sueldo no le permitiría estar con las mujeres de la clase social a la cual siempre había creído pertenecer. Justo en ese momento, llovía como si fuese el fin del mundo, y para al menos una persona, lo era.

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LUCIANO DOTI

Argentina

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S

osteniendo las bolsas de la compra con una mano, Marisa empujó con la otra el pasador de la puertita de madera que formaba parte del cerco de la casa. En ese momento una de las bolsas se desfondó, y los dos kilos de mandarinas, oferta del

puesto de la feria de la plaza, se desparramaron por el piso. —¡Justo ahora, la c… de la lora! Malenaaa, gritó, vení a ayudarme. Un mal paso sobre una de las lajas y el borde del pantalón quedó salpicado con agua sucia. ¡Lo que me faltaba, me lo puse limpio esta mañana, no lo puedo creer! La joven abrió la puerta y tomó las bolsas que todavía cargaba su madre. Las apoyó sobre la mesada de la cocina y fue a recoger la fruta caída. Volvió y la acomodó en una fuente de plástico, mientras Marisa se cambiaba los zapatos por chinelas gastadas. Era su día libre en el Hospital. —Tomá un mate, le ofreció su hija, el agua está caliente. Me falta poco para terminar con el resumen de historia, mañana tengo prueba. —Lo encontré, Malena, lo encontré, dijo la madre, tomando la calabaza entre las dos manos. —¿A quién encontraste? No me digas que a Pelusa, porque no te creo, no debimos gastar dinero en ese caniche mal agradecido. —No, encontré a tu padre, está en una cuadrilla de pintura, trabajando en el frente del nuevo edificio de departamentos, el de la calle Alvear. Siempre me preguntas por él. Andá a conocer al malnacido, así te sacas las fantasías de la cabeza. —¿Estás segura de que es él? —Cuando me vio, bajó de la escalera y me llamó por mi nombre. No lo hubiera reconocido. Me dijo que yo me conservaba muy bien, y que él, ahora tenía familia: esposa y dos hijos. Agregó que guardaba buenos recuerdos de lo nuestro. Me preguntó dónde vivía. ¡Qué atorrante! Di media vuelta y me fui. Llevaba jeans salpicados de pintura, el pelo muy corto, bigotes y barba recortada. —Mañana después del colegio, paso, solo por curiosidad, mamá, solo por verle la cara una vez. Al día siguiente, al mediodía, dos pintores estaban de sobremesa, recostados en la vereda contra la pared del edificio de la calle Alvear, uno pelaba una manzana, el otro

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fumaba un cigarrillo. Malena llegó al lugar y no pudo dejar de mirar al fumador. Este se sintió molesto, exhaló una bocanada de humo y le preguntó: —¿Estás buscando un buen pintor? Volvé más tarde, te puedo mostrar algo que quizás te interese. Se incorporó y se echó a reír, llevándose la mano a la entrepierna. Me llamo Antonio, para lo que necesites, muñeca. Dio dos pasos hacia la joven que seguía paralizada. Una voz la llamó de la vereda de enfrente. Escuchar su nombre rompió el hechizo, quería decir algo, pero no pudo, se alejó corriendo. No, no era su padre, a ese mujeriego no lo aceptaba, su madre tenía razón, se dijo, mientras esperaba para cruzar. Se reunió con su amiga que la acompañó hasta su casa. —Mañana vamos a bailar, las de siempre: Julieta, Vanesa y Rocío. Te pasamos a buscar, nos lleva mi papá, ¿Qué te parece? —le propuso antes de irse. —Como quieran, las espero —le contestó Malena, con desgano. Marisa no le preguntó nada. Durante la noche escuchó sus sollozos, tampoco fue a consolarla. Su hija tenía que madurar. La modesta casa blanca, ubicada a unos metros de la esquina, tenía dos puertas: la de la entrada principal y otra que daba a un pasillo que conducía a una habitación pequeña. De un empujón quedó abierta, y dos muchachos muy flacos entraron, quitándose las mochilas que llevaban a la espalda. —Por fin sábado, boludo, dijo Kevin, estoy reventado, bajar ochocientos ladrillos del camión al patio de la obra; después, cargar el trompito y descargar la mezcla para el contrapiso varias veces, me dejó fuera. Nos explotan compadre, nos explotan, pero no tenemos otra. Vamos a relajarnos un rato. La habitación de Kevin, contaba con dos camas en los extremos, una mesa, dos sillas y un placard de madera de pino, donde la ropa sobresalía de los cajones y no dejaba cerrar sus puertas. Sobre una de las paredes había un póster con la fotografía de un equipo de fútbol. Una cortina de algodón cerraba el paso a la escasa luz del atardecer. La madre hacía tiempo que no entraba. Él se lo tenía prohibido. 80


—Te voy a contar algo, le dijo Kevin a Jonathan, desparramado sobre una descolorida colcha, pero esto queda entre vos y yo. ¿Entendido? Tras una ruidosa afirmación de su amigo, que más se parecía a un eructo, continuó: —Le robé una pistola al padre del tano, la encontré debajo de su cama, cuando me estaba transando en el piso a la puta de su hermana. El chumbo está a resguardo. Vos no sabes nada, ¿de acuerdo? Jonathan asintió y al rato se lo escuchó roncar. Kevin lo miró con lástima y encendió un porro. Pasó media hora fumando y mirando el techo. Se levantó, fue al baño y cuando volvió lo sacudió con fuerza. —Bueno, vamos loco, es hora de ir al locutorio, el boludo de mi viejo ya se fue a la fábrica. Mi vieja está mirando la novela con la vecina. La noche es nuestra. Tengo unas ganas de entrarle a la Luli que no te imaginás. En el locutorio, cada uno llamó a su chica. Iban a ir a Natasha, un galpón, con un frente bien arreglado, dónde la cumbia y el rap eran los reyes de la noche. —Las minas van a llegar a las 10. Pasemos por lo del Rolo, y compramos cervezas, pan y salame. ¿Tenés para pagar, no? —preguntó Kevin. Volvieron a la habitación, dejaron todo sobre la mesa, y se tiraron a fumar un porro cada uno. A las 9 de la noche, Kevin se levantó, sacudió a Jonathan que tenía los ojos en blanco, preparó los sándwiches y con los dientes destapó las botellas de cerveza. Comieron y tomaron. Kevin trajo gel y se untaron el pelo, dejando un mechón central parado, a la moda del momento. —Así como tengo el pelo, tengo el pájaro, la "yerba" me lo activó ¡Luli vení pronto por favor! —dijo Kevin, tocándose el miembro que esperaba debajo del ancho pantalón. Inquietos salieron a la vereda para esperar a sus chicas. En el encuentro se fueron a los besos y a las manos, ávidas de contacto carnal. Volvieron a la pieza. —¿Luli, qué te pusiste? —preguntó Kevin cuando la joven se quitó la campera. —¿Te gusta? Así podes alardear conmigo, rió ella. Llevaba unas medias negras, un poco más gruesas que las clásicas, con un dibujo que se repetía, ajustadas al cuerpo,

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marcando muy bien su voluptuoso contorno, apenas tapado por una remera de manga corta con sugerentes recortes de tul transparente negro. —Guau, sos mi perra preferida, le susurró Kevin. Sacate todo y entregá que estoy como agua para el mate. Yanina ya está curtiendo con Jonathan, no quiero mirar. Apurate. Luli se sentó en el borde de la cama y comenzó a quitarse las medias. Kevin pegó el tirón final, le bajó la tanga, le sacó la remera y después de varios chupones, se introdujo en ella, que con sus movimientos pélvicos, satisfacía también su deseo. Fueron gemidos y gritos que confirmaban el mutuo orgasmo. Quedaron tendidos uno al lado del otro. Kevin comenzó a presionar el pubis. Luli se arqueaba de placer. La besó, mordiéndole los labios. Volvieron a inundarse de deseo. La dio vuelta y la tomó por el culo, gritando exaltado: “Entregá, entregá” Volvió a descargar su semen y cayó a un costado, completamente relajado. Se limpió con su remera usada que tiró al piso y fue al baño, un ambiente reducido, adosado a la habitación. Volvió con un toallón con el que envolvió a Luli y la acompañó hasta el sanitario. Yanina terminaba de lavarse. ¿Cómo estuvo? le preguntó. —Genial, Kevin es un ganador, le contestó Luli. —Te envidio, Jonathan parece un zombi, a la larga se corre, pero tarda, jadea, jadea y nada. Lo voy a dejar. Tengo un perfume nuevo, dijo cambiando de tema, es una buena imitación, y apretó el vaporizador. Una vez compuestos, los cuatro tomaron un auto de alquiler, que los llevó hasta el lugar bailable. Un gran número de jóvenes se congregaba, esperando para entrar. Hacía calor y Luli se quitó la campera, que hasta el momento ocultaba sus nalgas enfundadas en las medias sugerentes. —Ustedes tres no entran, dijo el guardia de seguridad, mirando a Luli con lujuria. —¿Qué dice, escuché bien? —preguntó Kevin. —No quiero disturbios, la señorita está muy provocativa, parece desnuda, contestó el guardia. Además su amigo parece descompuesto, añadió señalando a Jonathan, que con la mirada perdida parecía un loco.

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—Pelotudo, vamos a entrar, lo quieras o no, los “parece” me importan un carajo —lo retó Kevin. El guardia hizo sonar un silbato, y enseguida aparecieron dos fornidos ayudantes que se plantaron en la puerta con actitud amenazadora. Kevin evaluó la situación y con rabia decidió retirarse. —Me las vas a pagar hijo de p… esto no te va a salir gratis —le gritó. Los cuatro se separaron de la fila y comenzaron a alejarse. En el camino se cruzaron con unas chicas que se reían a carcajadas. —¿Qué es tan gracioso, boludas, forras? les gritó Kevin con bronca acumulada, empujando a una de ellas y desarmando el grupo. La chica trastabilló y por poco no se cayó al piso. —Idiota, —le respondió la que la sostuvo y después continuó: ¿Malena, estás bien? Los cuatro rechazados entraron en otro boliche de dudosa reputación. Bailaron y tomaron alcohol con energizantes. Yanina aportó el metálico. En la pista, Kevin se encontró con una barra de amigos de la joda. Uno de ellos tenía un viejo Ford Falcón de los 90 y se ofreció a repartirlos a sus casas. Jonathan se descompuso y comenzó a vomitar. Lo sentaron al lado de una ventanilla. Las chicas tarareaban a viva voz un tema de moda. Vivían todos cerca. Kevin fue el último y en un instante negro recordó la ofensa del guardia y que tenía una pistola guardada en su pieza. —Esperame un minuto —le dijo al que manejaba. Se bajó y desapareció en el pasillo. —Regresemos hasta Natasha, a uno le debo un regalo, dijo al volver, sentándose adelante. —¡Cómo tarda tu viejo! —comentó Julieta,— ¿y si tomamos uno de los autos con que realizan traslados? —Me dijo que venía, que se quedó dormido —le contestó Valentina— es más seguro. ¿Vos qué pensás Malena? —Pienso que es una pena que tenga que levantarse justo el día del padre, pero prefiero volver con él. Sos afortunada de que tu viejo sea tan compinche.

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—Para él sos una hija más, te nombra como ejemplo de todo, acotó Valentina. Mañana te venís a almorzar a casa. La conversación se interrumpió por el ruido de la frenada de un auto. A continuación se escucharon tiros contra la puerta del boliche y el arranque furioso del auto nuevamente. Muchos se tiraron al piso. Malena no se levantó.

YOLANDA SA

Argentina

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E

l Cazador se encontraba pegado a la puerta de madera, en plena oscuridad. No podía ver del todo a la criatura frente a él, pero su pestilente olor le daba una idea aproximada; se mantenía erguido y tranquilo, con las manos en las

culatas de sus revólveres, solo por si acaso. De pronto, la luna salió de entre las nubes e iluminó por un momento la habitación, dejándole ver a la criatura. Era una figura delgada y pálida, casi tanto como la luna misma: su delgadez era extrema, en la que podían verse sus huesos a simple vista, aunque la piel que le colgaba del cuerpo hacía pensar que alguna vez había sido gordo. Sus ojos estaban inyectados en sangre y se encontraba sentado, mirando al suelo, abrazando sus piernas. La luna dejó al descubierto algo más en la habitación: era el cuerpo de una pequeña niña rubia rolliza; por su tamaño, bien pudo haber tenido 8 años. Sus largos cabellos yacían en el suelo, desparramados. No se había movido ni una sola vez desde que el hombre del revólver había entrado. —Nunca quise esto, Cazador —dijo la criatura, con un tono triste en la voz. —¿Por qué ahora? —preguntó el hombre del revólver. La criatura levantó la vista y posó sus ojos en la niña por un momento. Miró la habitación y volvió a bajar la mirada. —Falta poco para que amanezca —dijo el Cazador, mirando a la criatura. —Lo sé —respondió— la Luna siempre es distinta a esta hora. Es más grande y más brillante. La figura se levantó despacio y caminó hacia el cadáver de la niña. Tocó su cabello y por un momento, pareció sobrecogido por su propia tristeza. —¿Puedes creerlo? Ella me vio hace dos noches y no huyó— dijo, con una tenue sonrisa en el rostro. —Me vio y no se asustó. Qué niña más valiente—. El Cazador apretó las culatas de sus revólveres con sus manos y esperó, paciente. —Nunca quise ser esto —comenzó a decir—. Yo tenía una familia: una esposa y una hija. Se llamaba Vreska; siempre estaba sonriendo y bailando aunque no tuviéramos ni un poco de pan para comer. Mi mujer y yo éramos pobres, pero aun así éramos muy dichosos por tenerla a ella. “Un día, volvía a casa después de cortar algo de leña en el bosque; recuerdo los 86


rayos del Sol de la tarde pasando por encima de las copas de los árboles, el olor a carne asada en el fuego, los trinos de los pájaros. Extraño tanto escuchar el cantar de las aves, Cazador. Solo de vez en cuando escucho a un búho y cuando ulula es como si todo se oscureciera; extraño mucho escuchar a los canarios y petirrojos cantar todo el día. Era verdadera música para los oídos. Cuando volví a casa, el Sol ya se había metido por entre las montañas y comenzó a hacer un viento muy frío. Cuando entré a la casa, las velas estaban apagadas y llamé a mi mujer, pero nunca me respondió. Entonces las vi en el suelo; no se movían. Traté de gritar y tomar mi hacha, pero antes de hacer algo, eso se abalanzó sobre mí. Lo último que recuerdo fue que me mordió y me desmayé”. “Cuando desperté, la luna estaba encima de mi casa; era medianoche. Me acerqué a mi hija y la moví, tratando de que despertara, pero era muy tarde: estaba pálida y sus ojitos no se movían; miraba al techo y no cerraba sus ojos. Mi mujer igual. Encendí una vela y me miré al espejo: estaba pálido y no respiraba, pero seguía con vida. Entonces escuché que se acercaba alguien y escapé. Yo no maté a mi familia, Cazador, te juro que no. Fue esa cosa. Me interné en el bosque y encontré este lugar, donde pasé la noche; fue al amanecer cuando sentí que el Sol quemaba mi piel y me escondí en el sótano, donde pude dormir hasta que volvió a anochecer. Entonces me dio hambre. Volví a casa y encontré algo de pan. Traté de comerlo y lo vomité. Para entonces, se habían llevado los cuerpos de mi mujer y de mi hija; días después me enteré que los habían quemado. ¡Quemado! ¡Las quemaron como si fueran perros apestosos! En fin... en ese momento, tenía tanta hambre que atrapé a la rata con una velocidad que no sabía que tenía y simplemente me dejé llevar”. —Bebiste su sangre— dijo el Cazador. —Sí… cada gota me supo exquisita y quise más, pero… no podía acercarme al pueblo. Aunque los odié por mucho tiempo, no quería hacerles daño. Todos fueron siempre muy amables conmigo. “Entonces me retiré al bosque; cazaba ciervos, ratas, ardillas, cualquier cosa que se acercara. Pronto noté que los animales no advertían mi presencia y pude seguirlos hasta sus madrigueras, donde podía comérmelos sin problemas. Me sentía un poco mal por ellos, pero mi hambre podía más. Solo una vez estuve a punto de atacar a alguien del

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pueblo: un niño que se acercó a explorar mi casa mientras dormía. Sus pasos sobre la madera me despertaron y cuando supe que era humano, me contuve cuanto pude hasta que se fue. Esa noche, me comí hasta las vísceras de un ciervo de tanta hambre que me provocó ese chiquillo”. La criatura entonces detuvo su narración; se sentó de nuevo y abrazó a la pequeña con sus delgados brazos. —Se parece tanto a mi Vreska… y no me tuvo miedo. Hablamos un poco esa noche; me contó que le gustaban los petirrojos y que estaba aprendiendo a bailar. Vi en ella a mi hija y yo… —se detuvo y puso sus manos sobre el rostro, sollozando. De sus mejillas cayeron lágrimas rojizas que salpicaron el vestidito blanco de la pequeña. —¿Has visto al que te convirtió? —preguntó el Cazador, mirando la luna por la ventana. —Hace mucho… creo que murió. No lo sé. —¿Por qué sigues vivo, entonces? —Tengo miedo de morir —dijo la criatura. Se levantó y salió de la casa para sentarse en el pórtico. El Cazador lo miró y desenfundó uno de sus revólveres. —Tengo miedo de morir, Cazador. Lo he intentado muchas veces, pero… — mostró el pecho donde dos balas le habían atravesado un par de horas antes. Las heridas estaban casi del todo curadas. —Siempre está el Sol y lo sabes. —Lo sé, pero… no sé qué va a pasarme cuando muera. ¿Veré a mi hija y a mi mujer en el Cielo? El Cazador se encogió de hombros. Nunca había sido muy religioso. —Al menos… ¿puedes hacerme compañía hasta que amanezca? No te preocupes, yo… no tengo hambre. El hombre suspiró y guardó su arma, para sentarse a una distancia prudente de la criatura. Ambos miraron hacia abajo, en dirección hacia el pueblo. Algunas antorchas comenzaban a apagarse y a lo lejos, un gallo cantó por primera vez. —¿Qué le pasará a la niña? —preguntó la criatura.

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—No dejaste ni una gota. No será como tú. —Me alegro. No pasará por lo mismo que yo. Pasaron algunos minutos y el cielo comenzó a tornarse azulado, con ligeros tonos rojizos aquí y allá. El gallo cantó nuevamente y a lo lejos se escuchó el golpe de un hacha sobre madera. Las ventanas comenzaron a abrirse y un caballo encabritado relinchó a lo lejos. Se oyó el tintineo de un martillo golpeando un yunque y desde encima de las copas de los árboles, se vieron las primeras volutas de humo en las chimeneas. —Gracias —dijo la criatura.— Gracias por hacerme compañía-. El Cazador no dijo nada y esperó a que los rayos del Sol pasaran sobre el follaje; cuando se posaron sobre los pies de la criatura, no mostró ningún dolor y cerró los ojos, en perfecta paz.

AEDO SÁNCHEZ

México

Twitter: https://twitter.com/dragonquesters Facebook: https://www.facebook.com/lao.jinouga.9

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areciera que no amanece, como si hubiera nubes dentro del cuarto, cierro los ojos y los vuelvo abrir pero nada, no hay brillo en las cosas. Me gustaría estar dormido, tener más sueño. No quiero salir de aquí, ver la realidad, ni

enfrentarme a las consecuencias de mis actos. A veces pienso que de escoger la marihuana en vez del alcohol me hubiera ahorrado todo lo que me tiene fundido en esta cama, en estos pensamientos. Pero de nada sirve pensar en hubieras, cuando cicatrices de cortadas en mis brazos, en mi espalda y la nariz rota a causa de mi última pelea –misma que me causó una despedida de un empleo más–, son cosas palpables. De nada sirve pensar en hubieras con el cuarto, nunca limpio, ahora lleno de latas y ropa sucia regada por el piso, con aroma a alcohol, como si las paredes lo transpiraran, es el oxígeno que llena mis pulmones. De nada sirve pensar en hubieras con la moto cada día más miserable, con una pieza menos y un golpe más, a punto de no poder llevarme de nuevo a algún lugar apartado, lejos de este sitio, un lugar donde ya no tengo fuerzas para ir. De nada sirve pensar en hubieras con mis vecinos llamando a la policía al menos dos veces por semana y de cualquier modo, de lunes a lunes, mal mirándome, de lunes a lunes sin que yo pueda verlos a los ojos. De nada sirve pensar en hubieras con las llamadas que Laura no me contesta, con los vergonzosos mensajes que le mando amenazándola con matar a su actual pareja y de paso, con que voy a matarme. Con todo eso materializado, de nada sirve pensar en hubieras. Ahora que estoy aquí, sentado en el borde de la cama, con ambos pies en el suelo y dándole un trago a esta botella con cerveza caliente. Siento como mis orejas se entumen al mismo tiempo que el sabor del trago me hace sacudir la cabeza y soltar un aliento. Pienso, de la misma manera en la que me he mentido ya innumerables veces, que ese fue el último trago en mucho tiempo, que es momento de componer las cosas, de componerme. Ahora vuelvo a acostarme. No tengo sueño pero cierro los ojos.

JORGE ORLANDO CORREA PÉREZ

México

Sitio web: www.jorgeorlandocorrea.blogspot.mx Facebook: https://www.facebook.com/orlando.correa.90834

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¿Q

ué mejor sensación que soñar? Sumergirse en los brazos de Morfeo en un absoluto estado de relajación mientras la mente drena los residuos e impresiones que quedaron en el subconsciente. Pero cuando este estado tan necesario y apreciado por nosotros los

humanos sufre, digamos, un cambio, pues tanto el mundo de la ensoñación como el de la vigilia se ven afectados. Soy de esas personas que siempre han tenido lo que se llaman sueños lúcidos, en los cuales de cierto modo se puede cambiar la trama del sueño y en el que los detalles, los colores y hasta las sensaciones son sumamente vívidos. Pero de un tiempo a esta parte, mis sueños empezaron a ser episódicos; todo comenzó con unos en los que viajo a un pueblo perfectamente reconocible para mí que está ubicado en lo alto de una montaña, recorro sus calles, su iglesia, las casas y sobre todo el cementerio. Pero son tantas y tantas las veces que he soñado con este pueblo que podría describirlo con un nivel de detalle rayano en lo obsesivo. El cementerio por ejemplo, está ubicado en una ladera y se compone de dos niveles: el bajo contiene las lápidas más antiguas y el alto, por ende, las más recientes, pero cuando entro en él, puedo observar a los difuntos sentados esperando, obnubilados en sus recuerdos y a la espera de algo que se escapa de mi entendimiento. Ellos saben que estoy ahí, uno que otro me observa con curiosidad, pero al rato simplemente se adentran de nuevo en sus pensamientos y en su espera silente. Posteriormente camino admirando las casas y me detengo en la Iglesia, una catedral gótica cuya magnificencia desentona con lo pequeño del lugar, y al adentrarme en ella, descubro que su interior está simplemente abandonado. Recamados de oro, reclinatorios de caoba, lujos encerrados en un sitio terriblemente frío en donde ya no se percibe la presencia de Dios. Salgo de ahí, y sin poder controlar mis pasos, me dirijo hacia la mansión que está ubicada en la colina. De ninguna manera la mansión muestra signos de deterioro o de descuido, de hecho el mármol brilla, las vajillas de plata relucen y los cristales parecen recién lavados, pero da una impresión de soledad, como si la mansión no necesitara o no quisiera estar habitada pues se siente cómoda siendo autosuficiente. He recorrido esta mansión de arriba abajo y conozco cada detalle de sus cuartos, de la cocina, de la sala…

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El único sitio al que no he podido entrar es al Altillo. No he podido, ni puedo hacerlo, porque siento que hay una presencia ahí, que a diferencia de las que están en el cementerio, no está ni en paz y mucho menos es inofensiva. Y esta ambivalencia entre el miedo y la urgente necesidad de saber qué o quién habita el Altillo me está matando. Esta obsesión me ha llevado a buscar el pueblo de modo frenético, consultando libros e imágenes a ver si en alguna de ellas lo reconozco y corrí con suerte, pues está ubicado en un país no tan lejano al mío. El único detalle es que está abandonado hace siglos y a los pobladores de las regiones más bajas les desagrada que cualquier intruso se adentre en él, por temor a despertar a los que ellos llaman los «durmientes». Con mucha reticencia y como pedido especial por mi salud mental, uno de los pobladores accedió a contarme lo sucedido allí: Según las leyendas, el pueblo de M llegó a ser el pueblo más esplendoroso de toda la región, pues la gente más adinerada decidió establecerse ahí y de mutuo acuerdo construyeron la mejor infraestructura, respetando el entorno natural. A fin de mantener sus privilegios y en cierto modo, su pseudo-sistema oligárquico, las familias empezaron a formar alianzas a través de los matrimonios de sus hijos, lo que garantizaría además la pureza de los descendientes y el amalgamamiento de las familias. Pero una mujer se reveló ante toda esta imposición y con una decisión psicópata, en la fiesta de su compromiso, envenenó a todos los habitantes colocando cianuro en la comida, subió al Altillo de su mansión, se encerró ahí y murió de inanición. ¿Qué si vi las fotos de la joven asesina? Por supuesto, y era mi vivo retrato, como era de esperarse. Supuse que si iba a la mansión y lograba hacer contacto con esta mujer, ambas nos liberaríamos de lo que nos atormentaba, por lo que me dirigí al pueblo y lo recorrí reconociéndolo por completo. En el cementerio no vi a los fantasmas pero sentí su presencia; lástima la Iglesia, totalmente destruida. Finalmente llegué a la mansión y subí al Altillo, ni siquiera tuve que forzar la puerta de lo carcomida que estaba, entré y cuando la vi, sufrí un paro cardiaco. Ahora resulta que estamos las dos atrapadas aquí en el Altillo, y de algún modo debo conseguir la manera de penetrar en el sueño de alguien a ver si existe la posibilidad de que venga y nos libere a ambas de este encierro. Estoy fastidiada de que me diga que tiene hambre y que los envenenaría a todos de nuevo por no dejarla casarse con el

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hombre que ella quiere. Una y otra vez tengo que revivir con ella los recuerdos de su rabia y de su muerte… ¿De qué tipo son tus sueños?

Damaris Gassón Pacheco

Venezuela

Twitter: La Dama @damarisgasson

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os que conocían a Olam pensaban que era un joven brillante. Tenía veinte años, vivía solo en la ciudad y se había recibido de periodista. Nadie lo había visto en pareja hasta hacía unos meses atrás. Una mañana de otoño, mientras iba caminando por las calles céntricas, vio que

en la vidriera de un negocio había un cartel donde se ofrecía un puesto de editor en el periódico del pueblito al sur de la ciudad. No lo dudó, en ese momento llamó al diario y obtuvo el trabajo. A los dos días se mudó al pueblo junto con su mujer. La casa que alquilaba estaba ubicada a dos cuadras de su trabajo, era una zona tranquila, a dos horas de la gran urbe. Sus vecinos eran personas amables pero muy reservadas. Así, con el paso de los días, su vida transcurría entre su hogar y la redacción del diario. Una noche de desvelo, entró en la biblioteca de su casa y se sentó en su escritorio. Encendió su computadora e inmediatamente comenzó a escribir. Parecía estar en una especie de trance, una tras otra se le ocurrían las palabras que iba tecleando dando forma a las frases de su relato. No quería interrumpir esa conexión sublime que había logrado, por eso hizo una pausa para ir a cerrar la puerta de la habitación y así nada lo perturbaría. Luego, rápidamente volvió a concentrarse en su tarea. Antes de la medianoche, terminó de escribir su artículo y lo envió por mail al diario para que lo publicaran. Estaba exhausto y se quedó dormido en su silla. Volvió a la consciencia cuando sintió un beso en sus labios que lo despertó. Era su gran amor. No podía vivir sin ella. En ese instante, él se levantó de su escritorio y abrió la puerta de la biblioteca. En la habitación de enfrente observó la silueta de su mujer quien aún seguía durmiendo en su cama. Entonces se dirigió hacia la cocina donde se sirvió un vaso de agua. El reloj de pared marcaba las tres de la madrugada, eran la hora y el día de su natalicio. Sorbió la última gota del líquido y un sudor frío lo invadió. Apenas atinó a esconder el frasco de veneno en la alacena, que enseguida cayó al piso. Antes de cerrar los ojos para siempre, esbozó una sonrisa y exclamó con su último aliento: –¡Ya voy mi amor! A la mañana temprano, mientras la policía retiraba el cuerpo inerte de Olam, todos los vecinos rodeaban la casa horrorizados ante lo que para ellos era un espectáculo

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humillante. Al mismo tiempo comentaban, con sorna, la noticia del día publicada en la primera plana del diario local. Era la carta más triste que nadie antes había escrito. Cada párrafo era una confesión atroz: "...Desde que tengo uso de razón ella siempre me acompañó. Era mi mayor alegría y nos adorábamos. Su recuerdo había cobrado vida de tanto que la amaba. Siempre pensé que estábamos destinados a estar juntos para la eternidad. Pero, fue el año pasado cuando la traicioné que nunca más volví a sentir su presencia. Fue indescriptible el dolor cuando me di cuenta que la había perdido para siempre. Yo tuve que continuar viviendo, por eso me mudé, pero estaba sin alma. Ya no puedo soportar más la angustia de pensar que no volveré a encontrarme con ella en esta vida. Le pido perdón a mi familia." A unos meses de la tragedia se conoció la historia oculta detrás de los hechos. Los padres de él contaron que cuando Olam nació, su madre compartió la misma habitación en la clínica con una vecina que había tenido una niña. Ambos bebés nacieron en el mismo día y a la misma hora. Cuando regresaron a sus casas, las dos familias siguieron la amistad y se veían continuamente, tal es así que los niños se volvieron inseparables. Estuvieron juntos hasta la adolescencia y eran como dos almas gemelas. Pero, lamentablemente la niña enfermó y murió a los quince años de edad. Luego Olam, con el apoyo de sus familiares, continuó con sus estudios y se graduó con honores. Todos creyeron que había superado la pérdida, hasta aquel fatídico día de su cumpleaños.

Isabel Fuertes Vila

Argentina

Twitter: @sabelifv

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“… hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento” Julio Cortázar

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oy culpable. El bosque por el que huyo no es cabalmente intrincado ni oscuro; es desconocido. Estafar al poderoso y enérgico Don Fernando, perder su protección y confianza, robar a un ladrón (como yo) para liberar a un justo

cautivo como mi hermano, fue una elección de la que no me arrepiento. Los cazadores cercan mi escape; las armas ansían mi silueta; los perros olfatean mi organismo; lo sé aunque mis ropas emergieran empapadas luego de cruzar el río, donde perdí el revólver en braceo torpe y convulsivo. Tras la ribera, franqueé una arboleda de aparentes abedules, surgiendo en un terreno liso y amigable, donde ensayé algunos pasos trémulos hasta caer de hinojos con la cara pegada al pecho y completamente agotado; pero raudo y tenaz, en un esfuerzo sobrehumano, levanté la cabeza para tomar aliento con la mayor amplitud posible, y así recuperar al menos una pizca de la fuerza disipada. Entonces, renovando angustia en lugar de aliento, la simulada emisión de la luna me delató, con su fingida luminiscencia, en el centro de un llano gris azulado que ascendía y descendía como una suave marea donde yo era un barco y mi corazón el náufrago jadeante, mareado, y flanqueado difusamente por aquellos árboles figurados. Yacía en una trampa involuntaria, cuyo azar igualaba tanto a su perfección, que mis captores íntimamente lo agradecerían. No obstante —mientras padecía la enardecida resignación de un condenado a muerte— tuve la impresión repentina de que aún podía salvarme (sí, salvarme); y además, hacerlo valiéndome de una salida segura y simple, que si bien transitoria, al menos aplazaría mi cita ineludible con la muerte, concediéndome un respiro último, tal vez no rebosante de plenitud, pero ciertamente ajeno a la urgencia de mis perseguidores. Intuí que podría alcanzar esa salida —esa respuesta— con un movimiento sencillo. Pero lo apremiante de la situación me dificultaba pensar con claridad y descubrir exactamente qué debía hacer para conseguir ese escape transitorio. Veía el contorno de la respuesta, pero no podía descifrar su contenido; era como leer la partitura de una melodía muda; escuchar las modulaciones de un grito secreto; como vislumbrar la clave a contraluz de una irradiación tan intensa, que impedía el 100


discernimiento cabal de la cifra. Una acción, un movimiento, ¿pero cuál? Abstraído en esa suerte de acertijo velado, sentí una leve fragancia que al principio me pareció a madera rancia, pero que fue cobrando densidad hasta revelarse como el intenso aroma de la muerte, ¡y la acción se desató sobre mí!: enfrenté a las linternas cuando delataron mi posición y velaron mi vista; escuché o intuí a las armas alistar sus proyectiles irrevocables; comprendí a los hombres acatar su mandato y valer su entrenamiento maquinal; vislumbré la silueta de los perros abalanzándose contra mi cuerpo y soporté el aliento de sus fauces humedecer mi rostro. Hasta aquí no hubieron sobresaltos, todo parecía tan definitivo como previsible y trillado, pero cuando sentí el sutil inicio de lo que sería la insoportable presión de sus mandíbulas en mis brazos cerré el libro.

JUAN RAMÓN ORTIZ GALEANO

Argentina

Blog: www.juanramonortizgaleano.blogspot.com Twitter; @OrtizGaleano

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ensar que hay gente que se pasa toda una vida buscándose sin encontrarse nunca. Y otros, casi sin proponérselo, se tropiezan consigo sismos todo el tiempo. Ya sabemos que la vida nos hace trampa a cada paso, enlodándonos en el charco de nuestras propias emociones, cual si fuéramos protagonistas de un

melodrama absurdo. Y eso es lo que casualmente me pasó los otros días. Yo venía caminando por Corrientes, como quien va hacia la 9 de Julio. Crucé Montevideo y justo a la altura del Bar La Paz (refugio de los últimos psicobolches) me vi venir. Yo iba en la dirección exactamente opuesta y casi que nos chocamos. Me di cuenta que hubiera preferido pasar de largo y hacerme el distraído, pero ya era demasiado tarde, yo me había visto y yo también, era inútil disimular. Un tanto incómodos por la inesperada coincidencia, al principio no sabíamos que decir (tengan en cuenta que no todos los días uno se encuentra consigo sismo en plena Avenida Corrientes). Eran las tres de la tarde y hacía un calor intolerable, al punto que un viejito se estaba derritiendo al lado nuestro. Finalmente acordamos ir a un bar de gallegos en Lavalle, justo enfrente de SADAIC. Antes de ir, despegué al viejo, que ya estaba totalmente derretido en la vereda y lo tiré a un cesto de basura. Yo no dije nada, pero me miré con un gesto de aprobación. Si todos fuéramos más conscientes de la importancia de cuidar la higiene ciudadana, las cosas nos irían mejor, no lo duden. En Dinamarca nadie te tira nada en la calle. No fui nunca a Dinamarca pero todos lo dicen, así que debe ser cierto. Llegamos al bar El Horreo, nos sentamos y pedimos los dos lo mismo, una coca con hielo. Coca no, Pesi, trabajamos línea Pesi, dijo el mozo, con un acento asturiano que no dejaba lugar a dudas sobre su origen. En definitiva terminamos tomando un agua tónica (los dos la misma, ya que no teníamos un mango). Comenzamos a charlar animadamente, mas pronto la conversación comenzó a languidecer, también animadamente. Es que habláramos de lo que habláramos coincidíamos exactamente en todo. Deportes, política, ortodoncia, música, filosofía zen, origami, tolvas, ecuaciones cuadráticas, canillas de doble comando, en fin todo aquello de lo que puede hablar un argentino bien nacido, terminaba convertido en un completo fiasco. Yo ya sabía lo que yo iba a decir antes de abrir la boca. Y a mí me pasaba lo

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mismo. No hay nada que hacer, poco puede ser más decepcionante que la previsibilidad absoluta. Al cabo de un rato nos quedamos callados, intuyendo que aquello, inexorablemente llegaba a su fin. Yo tomé la decisión casi al mismo tiempo que yo, nos levantamos y nos dimos un fuerte abrazo, comprendiendo que tal vez esa fuera la última vez que nos veíamos. Yo salí primero del bar, mientras yo me quedaba sentado mirándome irme. Observé como doblaba el pie izquierdo al caminar y recordé que tenía turno con el podólogo para tratarme los juanetes. Le pagué al mosaico y salí lentamente del bar. El calor de la calle me abrumó, golpeándome como el puño del Dios Vulcano. Mientras caminaba, esta vez hacia Callao, recordé aquella vieja frase que dice que tengas cuidado con lo que sueñas, porque puede volverse realidad. No pude evitar una sonrisa triste mientras lo pensaba.

NéSTOR ROBERTO GARCÍA

Argentina

Facebook: https://www.facebook.com/Nestorro.garcia.1

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la pequeña Emily, la excitación se le reflejaba en sus ojos vivaces, apenas visibles detrás de su máscara. Había llegado a un bar en el sector más alejado y marginal de un pueblo al oeste de Dublín. Las chicas que estaban con ella llevaban disfraces

convencionales. Momias, diablos, zombis, esqueletos. En cambio, Emily vestía una túnica blanca que le llegaba a los pies, una tosca máscara de paja le cubría la cara y una guirnalda de muérdago coronaba sus rizos negros. —¿De qué te disfrazaste? —le preguntó con desprecio una bruja regordeta que tenía más caramelos en la boca de los que podía masticar —Es un vestido de sacerdotes druidas, no sé si saben que la fiesta de Halloween se originó en... Pero las demás no se quedaron a escucharla, ya estaban tocando timbre en la casa más próxima para seguir pidiendo golosinas. A Emily le dio tristeza su comportamiento vulgar, tan alejado del espíritu de la festividad celta. Solo ella y su amigo Peter entendían el verdadero significado de la noche de los muertos. Como todos los treinta y uno de Octubre, la gente se reunía en ese bar de los confines del pueblo, cerca de la carretera. Allí bailaban y se emborrachaban hasta la salida del sol, por lo cual sus hijos podían disfrutar de la larga noche para jugar y visitar las casas vecinas. Arrastrando su larga túnica entró en el bar, atestado de gente con disfraces ridículos que hablaban a los gritos en medio de la música a un volumen atronador. Por allí estaba su madre, vestida como Marilyn Monroe, intentaba bailar sobre una mesa mientras su padre daba vueltas y aullaba a su alrededor. Emily avanzó entre la multitud a los codazos y finalmente encontró al papá de Peter, ataviado como un astronauta. —Señor O´Mahony —gritó Emily para hacerse oír— ¿Dónde está Peter? El hombre se levantó el visor de su casco, de donde emergió un sofocante aliento a whisky. —Hoy no se sentía muy bien, querida. Tenía un dolor en el pecho. Pero me dijo que de todos modos iba a venir a verte, como todos los años para esta fecha.

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¡Peter y sus tontas excusas para llegar siempre tarde! Emily salió al silencio reparador de la calle. Mientras sus amigas comían dulces sentadas en la esquina, se fue caminando por un camino lateral de tierra que ella y Peter conocían bien. La demora de su amigo no había hecho mella en su infantil entusiasmo, cargaba su mochila caminando con dificultad pero con alegría. Llegó a la entrada del viejo cementerio. El enorme portón de hierro estaba abierto, dando la bienvenida a los muchachos que llegaban para festejar. Caminó entre lápidas blancas con nombres ilegibles cubiertas por hojas de color ocre. A lo lejos se escuchaban risotadas y algún que otro acorde de guitarra. Junto a una cripta, otros niños jugaban a invocar a las brujas, con calabazas y fogatas, en un divertido Sabbath. Finalmente llegó al lugar habitual de reunión con su amigo. Un enorme roble desnudo. Lo habían elegido porque sus ramas se abrían a la noche como brazos monstruosos. Emily se sentó contra el tronco y comenzó a encender las velas que había llevado, formando un círculo alrededor del árbol. Luego sacó de su mochila unas manzanas y un budín de naranja, obsequios para los muertos que esa noche llegaban a este mundo. Y allí se quedó esperando, envuelta en una manta. Algunos chicos pasaron corriendo a lo lejos, desapareciendo después en la oscuridad. Por entre las tumbas venía caminando una figura cargando un farol de kerosene, no se le veía la cara. Caminaba lentamente y pronto se perdió en la oscuridad. Emily se sintió inquieta. Para distraerse se puso a leer un libro de antiguos rituales druidas para la noche de los muertos, que para los celtas representaba el final del verano y de la cosecha, y el comienzo del año nuevo. —Hola Emily. La niña tuvo un brusco sobresalto y el libro cayó al suelo. —¡Peter!, ¡Por fin viniste! Emily se incorporó con alegría y quiso ir a abrazarlo, pero algo la detuvo. Su amigo estaba parado muy quieto, no saltaba de un pie al otro como hacia siempre. Era evidente que estaba enfermo. Su disfraz era, por lo menos, decepcionante. Pantalones y sweater del mismo tono de gris, y su cara estaba maquillada en el mismo color. —Me alegro que hayas venido, amigo. Tenemos mucho por hacer, encontré ese

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viejo sendero que lleva a la capilla abandonada, donde el año pasado asustamos a esas tontas adolescentes. Emily no podía contener la risa y empezó a saltar. —No salgas del círculo, Emily. —¡Cierto!, aquí adentro los espíritus no nos pueden tocar. Luego Emily sacó de su mochila unos sándwiches y una botella de refresco de frutilla. —Anoche inventé un hechizo para invocar al dios celta de los muertos, Samhain, para producirle diarrea a esas niñas que solo piensan en comer en una noche tan especial como esta. El muchacho la observó con ternura. —Emily —dijo luego con seriedad— debo irme ya. No puedo quedarme mucho tiempo. Emily contuvo la respiración —¡Esperamos esta noche tanto tiempo! Peter esbozó una leve sonrisa, pero se lo veía muy pálido. —Vendré a verte aquí, al cementerio, cada año, en la noche de los muertos. —Qué lástima que no puedas quedarte hoy. Pero será mejor que vuelvas a tu casa, se te ve enfermo. Peter comenzó a alejarse en la penumbra mientras las hojas de roble caían a sus pies. —Voy a esperarte acá, Peter. Cada año. Y una voz en la oscuridad le respondió. —Si Emily, y llegaré tarde, como siempre.

ALEJANDRO E.FERRARi

Argentina

Facebook: Ale Ferrari

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-G

allega, ¿cómo se renueva la esperanza? Lázaro me formula esa pregunta sin respuesta y enfila hacia la retirada amputando, con los pies pegados al piso, las raíces de las horas.

—Tú tienes una jaula de puerta abierta, Lázaro, si eres infeliz será porque

abandonaste la lucha ¿por qué no huyes para siempre? Lázaro se arrastra buscando un rincón, se arrastra desde su incertidumbre hacia una certeza, la certeza cobarde de encontrar en la televisión una alegría, la alegría pasiva que viene del afuera y que no lo comprometa. —¿Te lo preguntaste, gallega? —Sí, ¡Jesús! solo que yo no conozco la respuesta, Lázaro, solo sé que tú solías repetir: mucha lucha, gallega, mucha lucha. Aunque hubo otro tiempo... —Creí que era para toda la vida, gallega, la vida compartida con vos y los chicos, ¡los chicos! Enredados en las volutas los chicos van acercándose a mí a destellos, y en las lucecitas que se filtran por el techo veo las caritas sonrientes y desde las sombras, como espíritus inquietantes, rápido se van diluyendo sus sonrisas, sus ojitos y ya no me queda nada ¡Los chicos! ¿Qué pensarán de mí, gallega?, ¿Querrán verme? Los chicos suelen creer que es por sus travesuras y torpezas que el mundo es difícil, que quizás por su culpa el papá se fue. ¡Los chicos! los chicos creen que la fruta más sabrosa es la que está en la rama más alta; en otro lugar. —A eso tú lo llamas soñar, Lázaro Él solía recordar su infancia, una infancia con más dulces que caricias. —¡Mucha lucha, gallega, mucha lucha!, solías repetir, Lázaro, la puerta de nuestra casa estaba siempre abierta ¡por los clavos de Cristo! y yo nunca necesité escapar. Al parecer yo soy así, ni siquiera soy como me veo en la luna del armario... soy como él me veía. —Porque te quería bien, gallega... ¡carajo con los recuerdos!, maldita memoria que no lo deja olvidar a uno. ¿Qué les habrás dicho a los chicos? La gallega no solía ser amarga o mala, pero ahora, ¡quién sabe cómo será ahora! Debe haber sufrido cuando me fui, aunque yo no era 110


gran cosa. ¿Estará sola? ¿Se acordará de mí? —Y yo... no puedo olvidar, Lázaro, porque esa vida, esa vida que alcanzaste a vivir a medias, yo diría una vida casi entrevista, ése fue nuestro tiempo perfecto y se nos presenta hoy como la presa del deseo, como una alucinación demencial. A ti Lázaro, el cobarde, lo vence el cansancio de recordar el tiempo viejo. Si yo hubiese cruzado esa puerta habría sido porque yo no formaba parte de los planes de mi familia. No es que yo no hubiese querido estar sola, sin tener que explicarle al verdulero lo que no quiero; o decirle al conductor del autobús adónde voy. En definitiva, que yo me impaciento con las normas tontas de esta sociedad, tú Lázaro, tú siempre repetías: mucha lucha, gallega, mucha lucha. —Soy un hombre austero y trabajador, algo distante, es cierto; fueron buenos los primeros tiempos... —mejor no recordar, el primer trabajo, el noviazgo. Gajos de un tiempo sereno La vida se va sucediendo y llega el casamiento y los hijos. Un día todo está hecho. —Sí, gallega, yo tuve una casa para volver después del trabajo, comida caliente y sabrosa, la misma buena mujer en la misma cama mientras mis chicos duermen en la otra pieza. —Es una casa sencilla y confortable, Lázaro, tu sabes, esta gallega la mantiene tan ordenadita, tan limpia. —Yo hubiera podido llegar a creer que esta apariencia de agrupación es mi familia. Y que ya no estaré solo. Estos pensamientos eran los que alimentaban mi esperanza en esos días. —Algunas veces, en el medio de la cena, Lázaro, te quedabas solo, ¡qué tío! tú ponías la mirada fija en el ventanillo de la cocina vacía. Parecía que tú no veías ni oías... —Solo sentía un zumbido sordo adentro, gallega, como si un bicho te rascara despacio; como si mi horizonte estuviese vacío. Y yo no quisiera que lo interpretes distinto. ¡Mucha lucha, gallega, mucha lucha! —Ahora Lázaro, tú te arrellanas, tu cuerpo se desvanece en el hueco del sillón desvencijado y solo queda tu mirada yerta, fija en la pantalla de la televisión. —Así voy atestiguando, gallega, desde otro lugar como pasa la luna por el cielo, y luego la madrugada, el día pleno con el sol subiendo desde el este, subiendo y muriendo 111


su luz hacia el oeste se va apagando y de nuevo la noche, gallega. Y sigo viviendo, después de todo, ése es el precio que se tiene que pagar por la vida, elogiar el pasado y seguir esperando, renovar la esperanza. —La esperanza, Lázaro, la esperanza ¿de qué? Tu esperanza es hablar del deseo y nada más, es solo aguardar a sobrevivir a hoy, y sobrevivir a hoy es solo una buena estrategia. —Es importante querer, a toda costa, seguir vivo, gallega, y para eso hay que renovar la esperanza. —Otras veces tú te quedabas ensimismado, parecías perder el hilo de tus pensamientos, tú te adormecías en el medio de ellos y... y ese perder un poco la conciencia pudo haber confundido al destino. De todas las formas, ¡Jesús, María y José! si tú te caías en tan largos silencios, creo yo, es que tú ya no estabas vivo. —Algunos días yo llegaba más temprano del trabajo y me ocupaba del jardín o de arreglar las canillas. Y mientras vos me alargabas el amargo. Solía pedirte la latita de los cueritos (que había quedado ahí nomás, sobre la mesa) y... —...y yo te alcanzaba la pinza y la conversación se reducía a eso y poco más. Casi una formalidad. Largas pausas orillaban la cena interrumpidas por las risitas y el parloteo chillón, medio a escondidas, de los chicos. —... y luego de la cena yo limpiaba la mesa (porque no me avergüenzo de eso, de ayudar en la casa, como algunos) y vos, gallega, llevabas a los chicos a la cama, cerrabas la puerta y ahí no terminaba nuestro día. —Mucha lucha, gallega, mucha lucha, tú me repetías como un tanganillo. Ahora estoy solo, realmente solo, ahora no tengo pasado ni presente, ahora comprendo que el futuro es la muerte. Ahora comprendo, gallega, que la única vida posible, la única vida que me resta es quedar entrampado en los recuerdos, que únicamente así viviré por siempre. Y qué placer si pudiera ir diluyéndome en el vino, en el vino que me ayuda a huir, a soñar con otra vida. A soñar con renacer una y otra vez y tener muchas vidas diferentes, sucesivas, ir pasando de vida en vida en un placer sereno, sin desear nada superfluo, como suele suceder en las familias, y que también suele llevar por el lugar equivocado. Mucha lucha, gallega, mucha lucha... del paraíso cercano se escuchan los pájaros de 112


la madrugada y el sol ya entreteje su luz con las hojas de los árboles, alumbrando apenas nuestra almohada. Esta mañana me quedo un buen rato echado, no deseo seguir durmiendo pero tampoco que la realidad venga a mí, me incorporo con cuidado para no despertar a la gallega y abro la puerta. El sol está casi asomado frente a la puerta, la tierra húmeda por el rocío me recuerda que estamos en verano. Pocos ruidos sueltos llegan de las casas cercanas. Algunos compañeros ya desfilan hacia la estación de tren, pronto deberé seguirlos. Algo alejadas, algunas casillas precarias detienen mi mirada. Sí, quizás es el temor a caer en la miseria lo que me hace pensar lo inútil del esfuerzo que ocupa mis días y agota mis noches. Temo que sea posible que caigamos allí. Mucha lucha, seguías y seguías repitiendo, Lázaro. Tú sentías que sobre tus hombros se sostenía el mundo entero; además, tenías la seguridad de que el único que podía ayudarte era dios (o la quiniela) aunque dios en este mundo, creo yo, no es más que dios. ¿Cómo se renueva la esperanza? Así es, me largo a caminar por mi calle como todos los días pero cuando llego al andén y los compañeros me apuran sosteniendo la puerta del vagón los saludo con el brazo en alto sin volver la cabeza y no paro, no paro hasta que no veo más el barrio y mi respiración se hace muy rápida y fuerte y el cansancio me obliga a caer bajo un árbol, agobiado por el sol del mediodía. —En el momento, en el primer momento, el aceptar la situación es lo difícil. Más tarde todo se va dando, la vida sigue y sigue con un desarrollo gradual, casi sin notarlo. A pesar del tiempo que pasó o quizás por lo mismo, tal vez haya cambiado el sentido de mi vida. Hoy recuerdo que Lázaro me preguntaba: —Che, gallega (nunca pude hacerle entender que yo no soy gallega sino castellana) che, gallega ¿cómo se renueva la esperanza?.

ADA INÉS LERNER

Argentina

Blogs: http://yosoylaescritura.blogspot.com http://empezarporcerrarlosojos.blogspot.com

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E

l eterno anciano sabio, vivía como un verdadero ermitaño. En la cumbre de una pequeña montaña, muy difícil de trepar, donde ocupaba una cueva natural. Nadie sabía a ciencia cierta cómo ese viejo estaba allí, ni desde

cuándo; pero estaba y eso era un hecho. Cuando la gente se fue enterando de su sabiduría y sobre todo de sus consejos, muchos decidieron ir a conocerlo y pedirle ayuda. Así fue como una mañana muy temprano, antes del amanecer y casi a escondidas, recibió a “Don Juan” ya muy mayor, apremiado por su falta de interés en el sexo, al cual confortó explicándole como buscar otros caminos para encontrarse con la felicidad. En otro momento atendió a “Caperucita Roja” algo crecida, que seguía confiando en los extraños y estaba cansada de que todos los lobos siguieran haciéndole propuestas raras. La dejó conforme el anciano, cuando con total sutileza le enseñó cual era el verdadero camino de la virtud. También tuvo que soportar al temible “Fu Manchú”, que acosado por la vejez y la artrosis, estaba perdiendo habilidades maléficas y por lo tanto perdiendo su esencia; no fue fácil explicarle el camino del arrepentimiento y la bondad. Difícil también fue el encuentro con el “Capitán Garfio”, empecinado en su lucha contra el paso del tiempo y no pudiendo dejar de odiar al imberbe Peter, pero también sus palabras fueron para él un bálsamo. Al que no dejó convencido, fue al “Conde Drácula”; cuando lo consultó por la flojedad de sus colmillos, con su mirada incrédula ante la explicación de los beneficios del vino tinto. Otro que lo visitó fue “Gilgamesh” que a pesar de los siglos que había desperdiciado buscando la inmortalidad y sin darse cuenta que ya era inmortal, logro hallar la paz con sus consejos. Pero cuando lo entrevistó “Otelo”, supo que era un hueso duro de roer. Como no pudo convencerlo con simples palabras, le contó un cuento mágico; que nunca había necesitado relatar y que decía así: “Hace mucho tiempo, casi en los orígenes, consultó el hombre celoso a un genio; luego de frotar miles de lámparas, este le dijo que a los hombres engañados por sus esposas, le crecían a veces enormes cornamentas en su frente, que de acuerdo a quien las mirara, podían ser motivo de burlas o de lástima. Pero que ese hombre, si las aceptaba con resignación, con el tiempo se acostumbraba a ellas y hasta le facilitaba la vida. Podía también suceder que afrontara con dignidad y rectitud el caso;

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dándole una solución definitiva a la situación amorosa y la cornamenta desaparecía, dejando en la gente, solo un vano recuerdo. Pero lo más grave era cuando el hombre celoso, solo tenía una oscura sospecha y se aferraba a ella sin buscar la verdad, entonces lentamente le crecían unos “cuernos internos”, que poco a poco le iban perforando el alma, hasta convertirlo en un árbol seco, en un verdadero muerto viviente. Pasado un tiempo, el viejo comprobó que Otelo nunca entendió el cuento.

ROLANDO JOSÉ DI LORENZO

Argentina

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L

a liviana manera de percibir ese suave bienestar no llegaba a generar una sensación de placidez lo suficientemente digna como para, por lo menos, diluir la amarga sensación de dolor, mal olor y vergüenza. El calor en la piel era todo

lo que necesitaba... no daba para mucho, sabía que era una especie de máscara que escondía un rostro indigno, cretino y rastrero. Pero, era todo lo que necesitaba; con esa sensación de calor generalizado soportaba todo el resto. Soportaba todo el día que todavía no había comenzado. La resaca era dura, la memoria vengativa. Era mejor no acordarse de algunas cosas, y sería tan bueno acordarse de otras... Luna le había dicho antes de dormirse, llorando, no podés ser tan hijo de puta. De eso se acordaba muy bien; y se acordaba en detalle de la expresión de su rostro al pronunciarlo: no podés ser tan... Sin embargo no se acordaba porque se lo había dicho... La resaca era dura, la memoria vengativa. Durante las últimas horas de la tarde anterior y las primeras horas de la noche habían pasado suficientes cosas como para que ella se sintiera herida, sin embargo luego del mediodía y en la primera parte de la tarde todo había estado tranquilo; se podría decir que el día había comenzado bien. Aburrido, pesado, insulso...pero bien. Siempre había sido así con Luna luego de los primeros dos años. Una vez que se fue diluyendo toda la fascinación inicial de ella por él, dejaron de tener momentos compartidos de euforia. Cuando los tenía ella, generalmente al comienzo del día (que siempre comenzaba después del mediodía), él estaba hastiado, sin motivación. Cuando los comenzaba a tener él, ella se empezaba a sentir ahogada, obligada a una rutina de rituales que ya la cansaba; y el final de la jornada para ella (generalmente en las primeras horas de la madrugada) casi siempre resultaba conflictivo y violento. Nunca pudieron, tampoco trataron de, recuperar la sincronía inicial, la de los primeros años. Aquella que los llevaba a una fascinación mutua que se autoimpulsaba a través de la noche y los dejaba exhaustos y felices al amanecer, terminando la jornada dañados, exultantes y caídos uno sobre el otro en el colchón que siempre descansaba sobre el piso de la pieza de pensión en la que vivía Tridente, como fulminados por la luz del sol de la mañana. Giró la cabeza, que aún sentía pesada, hacia la derecha y, entre los rayos de sol que entraban tangencialmente por la ventana, pudo divisar la cuchara con el fondo negro, la 118


jeringa y el mechero. Esa imagen siempre le daba asco, era el único de sus vicios que al mirarlo directamente le daba asco, los otros, todos los otros, le generaban una especie de orgullo, eran algo así como una marca que lo diferenciaba del resto. Según Luna, un maquillaje idéntico al del resto de los idiotas... “y mirá que los idiotas son muchos...” Sol, calor, apatía, el olor... ese maldito olor...la ventana, el mechero, la cuchara... y Luna que se fue. Otra vez... Sabés que me gustaría que hoy, cuando salgamos a pintar, bueno, cuando vos salgas y yo te acompañe... me gustaría que pintaras la pared que está frente a la iglesia, esa que es de una oficina municipal. ¿Te gustaría? La verdad... son algo así como las dos o tres de la tarde, y no me motiva mucho pensar en lo que va pasar en la noche con el sol rompiéndome los ojos. ¿Y por qué te sentás al sol, entonces? Si, ya sé, el suave calor que te ayuda a soportar todo el resto... ¿Sabés que te quedan muy bien esos lentes? Cumplen su función. ¿Sabés que te queda muy bien esa piel? Cumple su función. ¿Y cuál sería? Hacerme sentir que se quema cuando la tocás. Vení. Sol, calor, olor a café, la ventana, los rayos tangenciales bañando el cuerpo desnudo de Luna... —Poné Blues Tridente. —¿Por qué siempre querés escuchar Blues después de coger? El Blues es para antes, después tenés que escuchar Rocanrol... Pearl Jam. —¿Tenés que escuchar? Mmmm... No voy a decir nada con respecto a eso. A vos te gusta el Blues Tridente... —Mucho, pero para antes... ¿Qué es lo que más te atrae del Blues? —Que es como vos. —¿Si? ¿Y como es? —Está roto... pero suena íntegro. —¿Me alcanzás el whisky? —¿Ya vas a arrancar? ¿Te parece? 119


—No se trata de lo que me parece o no. Además yo nunca paré. Simplemente, bueno... dormí un poco. —Sí, como el Blues. Tomá. Le alcanzó la botella que estaba sobre el parlante. —Le pido hielo a la vieja y te traigo; y ya de paso me doy un baño. Más te vale que cuando llegue con el hielo la habitación esté inundada de Blues. —La habitación está inundada de vos My Little Girl. Tridente agarro la botella por el cuello y le dio un trago largo. —No sé como podés tomarlo así a esta hora... ¿No te traigo hielo entonces? —Igual que como podés vos de madrugada... sí, traeme, voy a empezar, bueno, a seguir con hielo. Además me sirve para los brazos... —Creo que te pasaste con los pinchazos anoche. —No voy a decir nada con respecto a eso... ¿Cuánto hace que no te picás? —¡Lo decís como si lo hubiera hecho toda la vida! Hace 8 meses, 3 días, y... (mirando el reloj) 15 horas. —Sí, ya sé que antes de conocerme nunca... —Que nunca me haya picado antes no quiere decir que no hiciera otras cosas... así que no sos el culpable de todo querido. Bueno, me baño y te traigo el hielo. ¿Y qué pasa que no escucho Blues en esta pieza? Luna se puso un jean muy grande (de ella) y una remera de algodón más grande aún (de Tridente) que en la parte de atrás tenía una leyenda que decía: VENGO DE LA CASA DE TU NOVIA CUANDO LLEGUES DALE TIEMPO DE RECUPERARSE Tridente eligió un vinilo de la pila y lo puso en el audio. Luna entró en la habitación vestida con el jean y la remera, que la dejaban más delgada aún, y el pelo mojado. Al abrir la puerta la envolvió el sonido del vinilo de Clapton tocando una versión de Crossroads. Tridente dormía boca abajo cubierto por la sábana y el sol. Apoyó el recipiente con hielo en el piso al lado del colchón y se sentó, sobre el colchón pero del otro lado. No era demasiado amiga del sol, pero le gustaba secarse el pelo con él. Mientras removía su pelo con los dedos, sintiendo que se calentaban alternadamente distintos lugares de su cabeza, miraba la cuchara con el fondo 120


negro y el mechero. Tridente se había pasado, sin lugar a dudas; demasiados pinchazos para una sola noche. Estaba con la tolerancia que pronto desencadenaría otra internación. Con lo que había gastado en esa noche podría pagar el alquiler de tres meses de pensión. Pero Tridente era así, así lo conoció y, seguramente, así sería toda su vida. Por lo pronto se sentía triunfante por no haber cedido a la necesidad de picarse. A la enorme necesidad... Estuvo a punto, pero no lo hizo. A veces le daba la impresión de que Tridente la ponía a prueba, no tenía porque picarse delante de ella, podía perfectamente hacer como hacía cuando había alguien más presente y alejarse lo suficiente como para que no lo vea. Nadie mejor que él para saber cuánto le costaba verlo inyectándose, cuanto le costaba no mandar todo a la mierda y picarse otra vez. Se acarició repetidamente el antebrazo izquierdo, dejó caer la cabeza hacia atrás dejando los ojos en blanco. Retomó su posición inicial, la mirada quedó vacía por unos segundos. Se sintió morir un instante. Y se levantó de un salto. Fue hasta la cafetera y se sirvió una tasa llena de café amargo, luego del primer gran trago de café caliente, fuerte... muy fuerte, se sintió mejor. Respiró hondo, sintió el aroma a café y sintió el aroma a Tridente. El Blues se sintió más claro que nunca. Y sintió el olor a tierra... siempre que escuchaba Blues, en ese estado de fragilidad, sentía olor a tierra seca. No lograba entenderlo aún, no lograba descifrar por qué sentía olor a tierra seca. Le pasaba desde hacía, por lo menos, 10 años. A los 14, había sido la primera vez, escuchando a Robert Johnson. Se había encerrado en su dormitorio luego de una de sus tantas peleas con su madre, pero esta vez su papá que siempre la apoyaba no la había defendido. Puso Blues, trancó la puerta y se tumbó en la cama, lloró y cuando dejó de hacerlo, todavía con el rostro mojado por las lágrimas, sintió el olor a tierra. Desde entonces lo sentía cada vez que escuchaba Blues en un estado anímico vulnerable. Junto con el aroma a tierra, llegó la calma, se sintió plena, se sintió bien. Siguió disfrutando del café y del Blues. Tal vez en la noche Tridente pintara esa pared... sabía que lo haría, sabía que aunque a él le fastidiara la idea de pensarlo antes, al decírselo, lo estaba condenando a realizarlo. Y se sintió bien al tratar de imaginar qué podría pintar Tridente en la noche. Qué podría pintar en esa pared, en su pared... que podría pintar por su pedido... que podría pintar para ella. Blues... café... sol... bienestar...

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Cuando cerró la puerta de hierro de la entrada a la pensión, miró hacia adentro y volvió a sentir una desolación enorme al ver el pasillo largo con puertas enfrentadas a ambos lados; la misma desolación que sintió la primera vez que se paró frente a esa puerta, mientras esperaba que Tridente la abriera y la invitara a pasar, hace ya años. Muchas veces ya se había despedido sin despedirse, las últimas tres veces había sido igual, se había marchado mientras Tridente dormía. Cerró la puerta, giró sobre sí misma con la certeza de que esta era la última vez, que ya no regresaría. Mientras caminaba mirando el suelo y tratando de no pisar la unión de las baldosas de la vereda, sintió frío, el sol del mediodía caluroso golpeaba sin piedad su cuerpo, pero el frío persistía... al pasar frente a la iglesia miró la pared a su lado, y leyó: DEJEN DE QUERER RESUCITAR CADA DOMINGO LO QUE NIETZCHE YA MATÓ HACE TIEMPO. Y junto a la pared y a las letras vio a Tridente en medio de la madrugada, con el aerosol en la mano, con el cigarro colgando de sus labios, con la victoria en sus ojos; se vio a ella parada a un costado, eufórica, con la botella de whisky en la mano, con una remera enorme de Tridente, y con la sospecha en los ojos de un amanecer feliz. Se colocó la capucha de la campera de algodón que llevaba puesta, se acomodó los Wayfarer negros, se levantó la manga izquierda de la campera, se mojó los dedos índices y mayor de la mano derecha con saliva, y con los dedos mojados limpió el pequeño rastro de sangre seca de su antebrazo izquierdo, dejando al aire el pequeño puntito rojo que se hizo brillante... la boca seca, palpitaciones que se hacen más presentes de lo que deberían, y luego desaparecen, la opresión en el pecho, y la sensación vieja y conocida de la derrota. Al llegar a la esquina, no miró el grafiti estampado en el muro del estacionamiento, aquel que Tridente pintó hace casi un año y que continúa escupiendo la frase: ESE DOLOR PUEDE SER EL COMIENZO DE LA LIBERTAD... O DE UNA ETERNIDAD EN EL INFIERNO. Simplemente cruzó la calle, y siguió caminando, hacia ningún lugar, con frío... con mucho frío.

Zandro Zás

Uruguay

Blog: http://www.letrasquemuerden.wordpress.com Twitter: @LetrasqMuerden /Facebook: https://www.facebook.com/zandro.zas

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M

e llamo Carolina y tengo un añito. Ya sé caminar aunque todavía me caigo muchas veces. Aún no sé hablar, pero sé decir papá y mamá, aunque dicho por mí suena algo así como ¡paa…ppáááá!

Me estoy despertando. Abro los ojos y a mi lado veo a mi papá. No recuerdo haberme despertado en mitad de la noche llorando y que papá y mamá me llevaran a su cama. Cuando estoy malita y toso o tengo miedo y lloro, mis papás me llevan a su cama. Con ellos estoy más tranquila y me duermo enseguida. También me gusta jugar con ellos en la cama cuando nos despertamos los fines de semana. Yo me despierto muy pronto y para que me vuelva a dormir me meten en la cama con ellos un rato. Cuando ya no quiero dormir más, jugamos a hacernos cosquillas y a tirarnos peluches los unos a los otros. ¡Paa…ppáááá! Le llamo, pero no me responde. Sigue dormido. Voy a despertarle. Quiero jugar con él y con mamá a las cosquillas. Pero no veo a mamá. Seguro que se ha levantado para prepararme el desayuno. Me he dado cuenta de que no estamos en la cama. Estoy tumbada sobre algo duro y frío. ¿Nos habremos quedado dormidos en el suelo? Seguramente estuvimos viendo la tele y nos quedamos dormidos. Pero, ahora que me fijo, esto no es nuestro salón, ni siquiera es nuestra casa. Hay coches y una gran puerta. Voy gateando hasta papá y me pongo de rodillas a su lado. Le doy golpes en un lado de la espalda mientras le llamo. ¡Paa…ppáááá! No se despierta. Seguro que se está haciendo el dormido. ¡Paa…ppáááá! Sigue sin hacerme caso. Pero veo que tiene los ojos abiertos. Me está tomando el pelo. Voy a darle un beso que seguro que así se despierta del todo y me hace cosquillas. Muchas veces intenta engañarme así y cuando me acerco a darle un beso me hace cosquillas y no puedo parar de reír. Le doy un besito. ¡Ahora vienen las cosquillas! Pero papá sigue sin moverse. Hasta ahora no me había dado cuenta de que no llevo mi pijama de ositos; llevo mis pantalones y mi jersey nuevos. Papá tampoco lleva el pijama y mamá sigue sin 124


aparecer. Ahora empiezo a acordarme. No estábamos durmiendo. Ya hace un rato que nos despertamos, jugamos a hacernos cosquillas y tirarnos peluches y desayunamos. Mamá se iba a quedar haciendo cosas en casa. Papá y yo nos íbamos a comprar al supermercado. Habíamos salido de casa y bajado en el ascensor. En la calle hacía buen tiempo. Yo iba solo con mi jersey y papá con su camiseta; no hacía falta llevar cazadora. Papá abrió la puerta del sitio ese donde guardamos el coche, pero no sé cómo se llama. Encendió la luz y bajamos la escalera. Él me llevaba en brazos porque yo no sé bajar escaleras. Entonces pasó. No sé la razón, pero papá se tropezó y caímos por las escaleras. Lo último que recuerdo es que papá me abrazaba muy fuerte y no me dejaba caer ni que me diera contra el suelo. A papá le sale algo por las orejas. Es como agua pero de otro color más oscuro. Se parece al tomate que mamá me echa en la comida. ¡Paa…ppáááá! ¡Paa…ppáááá! Más gente ha llegado a donde estamos. Es el señor que cuida los coches y va con otros dos hombres que llevan ropa brillante. Uno lleva una cosa colgada del cuello como la que usa mi médico para oírme el corazón. Cuando se acercan a papá, yo sigo llamándole y dándole besos para que se despierte y me haga cosquillas. ¡Paa…ppáááá! El señor que cuida los coches me coge en brazos y me abraza fuerte mientras los otros hombres tapan a mi papá con una sábana que brilla mucho. Le tapan hasta la cara. Eso no me gusta. Mamá dice que no hay que taparse la cara con la sábana. Esos hombres tumban a papá en una cama con ruedas y se lo llevan. Aún está tapado. Entonces empiezo a llorar. ¿Por qué mi papá se va con esos señores?, ¿por qué no me da un beso como otras veces que se va? Yo quiero ir con mi papá. ¡Paa…ppáááá! ¡Paa…ppáááá! Pero él sigue sin despertarse.

ROBE FERRER

España

Blog :http://robeferrer.blogspot.com.es Facebook: https://www.facebook.com/sangrandopalabrasweb

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E

sta noche no voy a dormir, yo me conozco. La ansiedad me da vueltas alrededor como cuando voy a la calesita. Tengo cinco años y mañana comienzo primer grado; cuelga un blanco

delantal que me asusta, los moños para el cabello, todo preparado. Me levanto del almuerzo sin probar bocado, a las trece horas deberé estar en la escuela. Nos sientan a mi hermana gemela y a mí en sillas diferentes y mi hermana mayor y mi mamá nos peinan, nos ponen el delantal, los zapatos nuevos y un portafolio más grande que nosotras. Mamá y su mejor amiga y vecina nos llevan de la mano. Mis ojos asombrados van cada vez más abiertos, siento una mezcla de alegría, curiosidad y un poco de miedo. En el portón, que da al patio de la escuela, la primera sorpresa. Hay un señor sentado en el suelo y todos los chicos alrededor de él. Tiene un gran canasto con facturas cubierto con una servilleta amplia y blanca. Yo veo todos los chicos mayores con monedas en la mano y mamá pone en las mías la misma cantidad y me dice que elija lo que voy a comer en el recreo. Una sonrisa enorme, la del señor que tiene los ojos distintos. Mira siempre para arriba, me explican que es ciego, que no puede verme pero que siente que estoy ahí. —A vos, Chiquita, ¿cuál te gusta?, ¿la de crema pastelera? —¿Don Sisto tiene los ojos en la sonrisa?, —le pregunto a mamá, — sino, ¿cómo sabe cuál es la que me gusta?

ANA MARÍA CAILLET BOIS

Argentina

Facebook: www.facebook.com/ana.cailletbois

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A

veces pienso que mis libros —o por lo menos, algunos de ellos— se burlan de mí. Estoy convencida que no lo hacen por maldad. Lo hacen solo para gastarme bromas. Sucede así: de pronto recuerdo una frase, una palabra que

leí hace años en un libro. Sé que lo tengo, sé que lo leí en un determinado año, pero no lo encuentro. Tenía una tapa amarilla. ¿O beige? No me puedo acordar. Lo leí justo cuando estaba interesada en hacer un trabajo sobre la situación de la mujer en la Edad Moderna ¿en la Edad Media? Me escucho rogándole a Jesús su ayuda para encontrarlo. Inmediatamente me reprocho por molestarlo por cosas tan personales y hasta caprichosas. Me acuerdo de Martín Heidegger afirmando la impertinencia de los entes en desaparecer cuando los buscamos y en presentarse ante nuestras narices, cuando no nos interesan. Pienso en dejar de buscarlo, ya aparecerá cuando no lo esté buscando. Pero, mi deseo de encontrar aquella frase tan importante en este momento para mí, me impide que abandone la búsqueda. Esta se vuelve cada vez más urgente, más frenética, más desesperada. Me siento y tomo un mate. El mate es un amigo fiel en las buenas y en las malas. Pero ahora no me doy cuenta si está bueno o lavado y ni me importa. Cierro los ojos para ver si enfocando los estantes y recorriéndoles lentamente, tal como los tengo en el recuerdo, descubriré su ubicación. Estoy a punto de llorar por momentos. También de putear, no al libro. Eso jamás. Si no lo encuentro es porque mi memoria se toma descanso y me deja tildada. O las neuronas se desconectan y producen eso que llaman “lagunas”. Pues, ahora, a mí se me produjo un océano y no hay tutía. Abandono mi trasero como peso muerto sobre el sillón y dejo caer los brazos desalentada a mis costados. ¡Qué mierda me está molestando en el asiento! ¡Ay, ay, ay, aquí está el hijo de puta! Por fin lo encontré. Claro, si anoche lo preparé para leer lo que quería citar. Mi libro querido. Gracias por encontrarte. Gracias por aparecer. Esta vez se te fue la mano haciéndome bromas. Lo beso y lo beso una y mil veces. Lo acaricio y dulcemente lo abro allí, justo allí donde hace tantos años dejé la hoja doblada en la esquina; y la oración subrayada amorosamente con lápiz de mina blanda para no hacerlo sufrir.

MARTHA ALICIA LOMBARDELLI

Argentina

Facebook: Martha Alicia Lombardelli Blog: http://marthalombardelli.blogspot.com.ar/

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E

lla no encajaba en la vida en familia, estaba comprobado, y debió soportar un tercer ingreso al hospital, pero esta vez por motivos muy distintos, ahora, no encontrarían cápsulas envueltas en látex en su estómago...

Teodora era una joven boliviana que vivía en Yacuiba, localidad limítrofe con la Argentina. Desde pequeña convivió con la pobreza extrema y traficar como mula fue la llave que le abrió la posibilidad de escapar de la misma. Así, el cruce contínuo con cápsulas de cocaína en su aparato digestivo fue aireando su existencia paupérrima. Pero, en este ir y venir contrabandeando los estupefacientes, dos accidentes la pusieron al borde de la muerte. En ambas oportunidades, cápsulas reventaron en su estómago y la pericia médica como la rueca del destino, lograron salvarla. Soportó la cárcel, la expulsión y el acoso de los narcos. Quiso escapar, y así, para sacarse a estos últimos de encima, decidió embarcarse en una última misión a España. Allí trataría de desligarse de los traficantes e iniciar una nueva vida. Se ocupó en una casa de familia donde fue cobijada con afecto. Era la primera vez que se sentía querida. Simultáneamente, el amor golpeó la puerta de su corazón y se entregó con cuerpo y alma, pero el abandono, al poco tiempo, le dejó un sabor más amargo que el de la cocaína ingerida y un retoño en su vientre. Con una gruesa faja trató de ocultar esa vida que se estaba gestando, temía perder su trabajo. Esa tarde, fuertes dolores la hicieron ir al baño y allí parió la criatura, tras lo cual, se desvaneció en un charco de sangre. Así la encontró la dueña de casa quien solicitó inmediatamente auxilio. Y esta vez el hospital la albergó no solo para salvar su vida sino también la de ese pequeño secreto tan oculto y ahora tan preciado.

CLARA GONOROWSKY

Argentina

Blog: http://poesiadesdeelsentimiento.blogspot.com.ar/

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P

rimero, antes que nada, preambulando cualquier palabra o cualquier excusa posible, diré que lo amé desde un principio. Hace quince años nos casamos y hace muchos más que vivimos juntos.

Nunca nos hemos mudado, la casa está bien ubicada en un barrio tranquilo pero

no desolado. También es grande, demasiado para nosotros dos. No hemos tenido hijos ¿qué decir sobre eso? En verdad, nunca quisimos. Desde el primer beso, en algún baile del club Almafuerte, lo creí el hombre ideal. Era una persona tranquila y paciente, de esas que no tocan dos veces las puertas cuando no hubo respuesta al primer golpe. Su cabeza lograba alborotarse solo por pocas cosas. Mis escenas de celos, por ejemplo ¡lo desquiciaban! Yo no sentí nunca celos verdaderos, debo decirlo, solo los fingía para verlo viajar del enojo sorpresivo a las caricias en mi pelo o entrepierna, intentando curar mis heridas inexistentes. También me gustaba verlo enojado, quizá por eso mi “acting”. Lo sentía como un escape a su rutinaria paz, una reacción excepcional; parecían vacaciones en la ciudad...de la tranquilidad del campo a la furia ciudadana. Nunca sentí celos verdaderos ¿ya lo dije cierto? Nunca creí llegar a tenerlos tampoco. Pero, aunque yo no lo haya querido, el tiempo pasó y, con el correr de los días, él cambió. Hace, creo, alrededor de un mes que lo siento diferente, distante. Sus enojos se volvieron más frecuentes y dejaron de necesitar mis celos vacíos para estallar. Empezó a volver tarde a casa, algunas veces borracho, otras, cansado y con olor a perfumes que creo yo nunca haber comprado. Se excusó, primero, con que el cansancio era consecuencia del trabajo; luego con que sus cambios de horario se debían a que las partidas de truco o dominó con la barra del club se estiraban hasta horas donde las veredas morían. Una vez me acuerdo, creo que fue la semana pasada, antes de que se le torne imposible despegar su mirada de mí, llegó a casa alrededor de las 5 a.m. Escuché ruidos de motor, me levanté exaltada y un poco asustada de la cama. No lo vi a mi lado, por lo que supe que era él quien llegaba. Bajé corriendo las escaleras y desde la ventana lo vi despedirse dentro de un auto, tan rojo como la sangre

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que aún hoy sigo limpiando, de una silueta cincuentona y de cabellera rubia. Cuando entró no hice más que insultarlo; él no hablaba, no se enojaba, no me acariciaba ni pedía perdón. Empecé a revolearle los cubiertos que había dejado en la mesa para que él cene, el plato que había dejado para él, el vaso y la bandeja con el pollo ya helado que también eran para él. Sí, reaccioné de esa forma ¡yo que no soy una mujer celosa! Después de tranquilizarme intentamos hablar. Intentó encontrar algún puñal sin filo, alguna palabra sin dolor, para decirme que tenía una amante. “Pero igual te amo”, creo que fue lo último que escuché salir de su boca. A veces durante la noche lo oigo hablar desde el sillón junto a la cama donde lo senté y lo dejo palidecer. Lo escucho pedirme perdón, preguntarme si puede regresar a la cama conmigo, a acariciarme porque ahí sentado tiene frío. Pero yo le grito. Le respondo que no, que su traición todavía me duele y que tampoco me gusta el olor que deja la muerte en las sábanas, lo prefiero en el sillón.

SEBASTIÁN TOMÁS PALUMBO

Argentina

Twitter: https://twitter.com/SebaPalumbo

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E

s evidente que el templo abandonado amenaza ruinas. Han transcurrido incontables primaveras desde aquel día en que un trozo de cúpula se desprendió y aplastó a Fer, el novio.

Impaciente, esperaba en pleno presbiterio a la hermosísima Luz, su prometida. Muchos asistentes a la ceremonia, incluidos el párroco y la propia novia, huyeron en el instante del desastre. Unos pocos invitados permanecieron inmóviles, presas del pánico. Solo ellos presenciaron cómo, de la enorme pila de escombros, se incorporaba una figura imponente y polvorienta, con unos cuernos incandescentes que sobresalían de su frente y una larga cola que se retorcía en todas direcciones, asemejando a una víbora furiosa. Recitaba vocablos inaudibles, en una lengua arcaica. Libre de la prisión, se apresuró a ingresar en el primer confesionario que encontró en su camino, evaporándose en el interior del mismo. El rumor de lo sucedido se esparció con rapidez por las calles del pueblo y ningún fiel quiso acudir, desde entonces, a aquella iglesia infernal. En los espaldares de las bancas de madera deterioradas por la intemperie, aún hoy es posible apreciar algunas viejas cintas de seda con llamativas inscripciones metálicas anunciando la unión de Luz y Fer.

Alféizar

Colombia

Twitter : @AI_Feizar Blog : al-feizar.tumblr.com

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D

esde siempre me sucedía que los sueños al despertar no los recordaba, me inquietaba no poder saber qué sucedía en ellos. Se decía que "El Ñato el Fronterizo" era el más hábil lector de sueños que jamás había existido. Circulaban mentas de que el sueño más breve soñado era el de Zulema, la

maestra. Un sueño de maestra debe ser hermoso sin duda, pero este de Zulema se llevó las palmas, en tan solo dos palabras enamoró al Ñato y bien pronto se casaron, mas quiso el ángel de las maestras llevarse a Zulema a enseñar al cielo. Entonces el Ñato se dedicó a leer sueños ajenos, incluyendo los de «la Negra» que supo trabajar en un prostíbulo de campaña y decidió darle retiro a sus caderas, según ella por el reuma, pero todos sabían que era para soñar y que el Ñato la leyera la noche entera. Le pedí ayuda al Ñato para saber de mis sueños. Esa noche misma se quedó a mi lado en el dormitorio. Al despertar, a la pregunta que se leía en mis ojos ávidos de saber que era lo que soñaba, la boca del Ñato le puso a mis oídos la desilusión, que no parecía posible siendo él quien estaba a mi lado para leer mi sueño. Solo brumas pude ver en tu sueño, amigo, indescifrables las brumas grises espesas no daban paso a tus sueños, pero si lo deseas volveremos a intentarlo esta misma noche. Acepté de plano y así el Ñato estuvo a mi lado por cuarenta noches y las cuarenta mañanas recibí la misma respuesta decepcionante. —Brumas, amigo, solo brumas hay en tus sueños. Decidimos entonces abandonar el intento y me resigné a soñar sin saber que soñaba. Meses después la librería de la esquina era un mundo de gente, me acerqué a procurarme información sobre qué sucedía. Me enteré que el Ñato firmaba la primera edición de su libro "Sueños del Alma". La cola era larga. Tomé de la estantería un ejemplar para leerlo, mientras los autógrafos discurrían de una admiradora a otra del novel escritor de sueños. Devoré con avaricia los cuarenta capítulos de la obra primera del Ñato. Eran sueños de amor, de una increíble belleza que el autor había plasmado en el libro. Justo al llegar a la última línea veo tu nombre escrito, inspiradora del libro y de mis sueños.

Rob_Utopías

Uruguay

Twitter: @rob_utopías

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