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SE HACE CuEnTO

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SE HACE pOESÍA

SE HACE pOESÍA

Carlos A. Schilling

Doble Reencarnaci N

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Muy poco tiempo después de morir, Daniel Vera y Bernardo Schiavetta reencarnaron en una misma persona. Una mujer: Vera Schiavetta. Si bien un estudio genético no hubiera detectado en su sangre el ADN de ninguno de los dos poetas, el nombre y el apellido con que la inscribieron en el Registro Civil debería ser una prueba suficiente de esa doblefiliación.Aquieneslesparezcaimposible solo puedo responderles que más difícil es aceptar que soy el destino y que estoy contando esta historia porque conozco todos sus detalles. Nada voy a agregar sobre este punto. Simplemente me presento de nuevo por si quedaron dudas: soy el destino. Los diccionarios me definen como un poder que obra de manera inevitable sobre la vida de los seres humanos y sobre la totalidad de las cosas que componen el universo. Sinónimos: hado, sino, fatalidad. Ser el destino me permite afirmar que en materia de reencarnacioneslafusióndedosalmasenuna tercera es un fenómeno extrañísimo. Intervienen miles de factores variables. Y les advierto a los enamorados que no existe un manual de instrucciones para almas gemelas: ni un pactodesangre, niun suicidioenpareja les garantiza esa reencarnación conjunta. Cierta afinidad, por supuesto,califica entrelas condiciones necesarias, pero está lejos de ser la única y la principal. En cambio una dificultad insuperable es la fecha de las muertes. En la medida en que se prolonga el lapso entre una y otra resulta menos probable que la fusión se produzca.

El alma del primer muerto siente que le falta algo, no sabe qué, ni a dónde buscarlo, aletea nerviosa, va y viene, se mueve en círculos, formando remolinos en el aire, y de un momento a otro empieza a chocar contra las paredes, contra las puertas y contra las ventanas, sin encontrar una salida porque la salida no está en ninguna parte. No es raro que en esos giros desorbitados agite las cortinas o destruya algún objeto contra el piso. Así se originan los fantasmas. Todo lo demás son mitologías. Lo curioso es que Daniel Vera y Bernardo Schiavetta no murieron el mismo día, ni siquiera el mismo mes (aunque eso fue un truco del almanaque) y cuando se despidieron de este mundo mediaba entre ellos la distancia de un océano y mil kilómetros terrestres adicionales. Si esos obstáculos no impidieron que sus almas coincidieran en Vera Schiavetta es porque realmente querían ser una sola alma.

A los 95 años Daniel Vera conservaba el cuerpo de maratonista que tenía desde los 40 cuando empezó a correr carreras de larga distancia. Seguía saliendo a caminar a la madrugada por los mismos lugares de la Costanera donde se había entrenado durante décadas, y de vez en cuando se permitía una breveaceleraciónparacomprobarelestadode sus piernas. La ropa deportiva se había transformado en su indumentaria habitual y norenunciaba a los buzos de gimnasia ni para asistir a las presentaciones de libros que todavía publicaban sus amigos más jóvenes. Esa costumbre de atleta puede computarse como la causa principal de su muerte. Una mañana de invierno, cuando aúnnohabíasalidoelsolylostermómetros marcaban un grado bajo cero, Vera fue rodeado por tres tipos que venían de un baile. Uno tenía un revólver y le apuntó al pecho. Dame la billetera, le gritó. Perdón, contestó Vera, no llevo billetera cuando salgo a caminar. Viejo pelotudo, comentó el más borracho. Sacate las zapatillas, dijo el tipo del revólver. Y el buzo, agregó el más borracho. Vera se agachó para desatarse los cordones, pero lo pensó mejor y volvió a incorporarse. Tengo casi 100 años, empezó aargumentar,conestefríomemuerodeun paro cardíaco antes de llegar a mi casa, lo siento, pero si están interesados en mi ropa van a tener que pegarme un tiro… Ninguno de los tres delincuentes había previsto esa posibilidad y les pareció más divertida que los pocos billetes que le hubieran podido robar a un jubilado. Así que mientras dos inmovilizaban a Vera por la espalda, el tercerolesacólaszapatillas,elpantalónyla campera del buzo de gimnasia. Bastante más complicado fue quitarle la remera por el cuello: el ladrón tuvo que forcejear un buen rato antes de conseguirlo, pero ya inspiradoporlasrisasdelosotros también le sacó el calzoncillo y lo revoleó al río, con tanmalapunteríaquequedóatrapadoentre las ramas de un árbol en la barranca. Dejale las medias, sugirió el más borracho, para quenoseresfríe.Sindecirunapalabra,Vera agradecióeldetalledelasmedias,improvisó un taparrabos con una bolsa de plástico, y volvió trotando a su casa en Villa Páez, a través de un paisaje de calles desiertas, veredas rotas y largos paredones medio derrumbados. Lo primero que hizo cuando llegófuedarseunaduchaconaguacaliente, se puso otro buzo de gimnasia en vez de un pijama y se acostó bajo una pila de frazadas. Antesdedormirseescuchóunarisaenelrincón más oscuro de la habitación. Reconoció la silueta de Hilario Sombra y supo que no se despertaría nuncamás.Eraellunes30dejunio de2042.

El martes 1 de julio de ese mismo año terminó laagoníadeBernardoSchiavettaensucamade unafincadeValvins.Tambiénestabadormidoy nosedespertó,loqueensucasoesunalástima porque tenía pensadas unas últimas palabras que solo entenderían sus lectores más fieles: Raphel maÿ amech zabí almí. Si le hubieran dado a elegir habría preferido morir en la casa de su familia en Cosquín, pero en las últimas décadas de su vida no había tenido la oportunidad de permitirse esa clase de elecciones. El éxito internacional de La saga Wunderkammer lo había retenido en Europa mucho más tiempo del que suponía cuando se lanzaron las versiones francesa, alemana e inglesa de los cinco volúmenes en 2024. Dos años después la serie televisiva basada en la novela elevó al cubo (al hipercubo, diría Schiavetta citándose a sí mismo) las exigencias editoriales y periodísticas de su agenda. Los beneficios del dinero compensaron los perjuicios de la fama y pudo comprarse una finca en Valvins, bastante lejos de París y bastantecercadelacasadecampodondehabía vivido y donde había muerto su querido Stéphane Mallarmé. El corazón empezó a fallarle antes incluso de terminar la saga, pero hasta los 90 años pudo controlar esas deficiencias con una combinación de pastillas recetadas por los mejores cardiólogos de Francia. Recién sufrió su primer infarto a la edadenquelamayoríadelaspersonasyaestán enterradas. Lo operaron, le pusieron un marcapasos y debió someterse a ejercicios de rehabilitación para recuperar las funciones normalesdesusmanosydesuspiernas.

Resignado a vivir rodeado de asistentes, se le ocurrió que la mejor manera de mantener su cerebroactivoseríahablarentodoslosidiomas quehabíaaprendidodesdesuadolescencia.Así que contrató a una enfermera inglesa y a otra alemana, a un cocinero italiano y a una empleada doméstica portuguesa. Se comunicaba en francés con su secretario y soñaba (ya no escribía) en español. En esa especie de Torre de Babel personal pasó sus últimos años. Durante ese tiempo no cesaron lasprocesionesasufincadeValvins,decenasde curiosos que se conformaban con ver el lugar donde vivía el veterano autor de La saga Wunderkammer y quealosumosedabanuna vuelta por el museo Mallarmé. El día de la muerte de Schiavetta, su secretario tuvo la gentileza de salir a comunicar la triste noticia a los fanáticos, quienes se quedaron en silencio, algunos abrazados, otros tomándose de las manos, y todos llorando como niños que perdieronsujuguetepreferido.

Antes de seguir contando los detalles de esa doblereencarnación,esconvenienteaclararque la familia paterna de Vera Schiavetta no tenía ningún vínculo con la de Bernardo excepto el apellido. Sus antepasados provenían de diferentes regiones de Italia y se habían radicado en distintos pueblos de Córdoba: en Cosquín,losabuelosdeBernardo;enLaCarlota, los tatarabuelos de Vera. Cuando la versión televisiva de La saga Wunderkammer se estrenó en la Argentina, el periodismo nacional encontró un inagotable motivo de orgullo patriótico y cada vez que un cronista mencionaba la serie (casi todos los días desde 2027hasta2030)nopodíadejardeañadirentre paréntesisqueestababasadaenlamonumental obra del narrador y poeta argentino Bernardo Schiavetta. El futuro padre de Vera, por entonces un joven estudiante de Agronomía, se aprovechó de ese reconocimiento homónimo y se declaró sobrino nieto del escritor.Eraunafórmula perfecta para llamar la atención de las chicas, elequivalentedeuntítulodenoblezaodeuna fortuna millonaria, pero mucho menos irritante para las personas alérgicas a la aristocracia o a la renta financiera. El apellido Schiavetta funcionaba como una llave que abría las puertas de un mundo maravilloso, colmado de las infinitas posibilidades que el mundo real les negaba. Sin embargo, el parentescoficticionoduródemasiado,porque el esfuerzo que requería poblar ese mundo superaba la imaginación del futuro padre de Vera, cuya mente era más apta para entender el vector de crecimiento de una plaga que el zigzagdeunasátiramenipea.

CuandonacióVeraSchiavetta,el2dejuliode 2042, hacía mucho que la curva de espectadores de La saga Wunderkammer se hallaba en su fase descendente; por el contrario, los cinco volúmenes de la novela original seguían vendiéndose a la lenta velocidad de los clásicos. De todos modos, Vera pasó su infancia sin enterarse de que tenía el mismo apellido que un escritor famoso fallecido un día antes de su nacimiento. Era una niña hermosa e inteligente en un pueblo donde el 90 por ciento de los niños eran hermosos e inteligentes, por lo que su talento para aprender idiomas y su belleza de ángel en llamas no sorprendían a nadie. El fuego celestial que parecía emanar de su cuerpo (lo que justifica la imagen de ángel en llamas, además de cierto libro de Daniel Vera) se debía a que aprovechaba cualquier oportunidad para correr como si se escapara de un incendio o como si la persiguiera un demonio. Ningún niño de su edad era capaz de ganarle una carrera, y esas victorias efímeras en competencias alrededor de la plaza o en calles de tierra derivaban en una sensación de seguridad física que la protegía de los miedos de sus amigas. Se animaba a caminardenocheporlosbarriospobresoa entrar en las casas en ruinas o a conversar con el loco del pueblo o a enfrentar a un borracho que le hacía burla. Una vez, incluso, calmó a un dogo que había roto la cadena a la que estaba atado y que provocó una estampida entre los alumnos y las maestras justo a la hora de salida del colegio. Mientras todos corrían despavoridos,Veragritóelnombredelperro dosotresveces,elanimalgiróendireccióna la voz que lo llamaba, y empezóa acercarse a ella despacio, gruñéndole y mostrándole los colmillos. Vera permaneció inmóvil, cruzadadebrazos,hablándoleenunidioma queeldogoparecíaentender,unidiomaque nadie conocía y que solo un improbable lector del poema Prosopopeïa de Bernardo Schiavetta hubiera identificado con las palabrasquepronunciaNemrodenelCanto XXXI del Infierno de Dante: Raphel maÿ amech zabí almí. Tampoco Vera Schiavetta sabía el significado de esas palabras, simplemente le venían a la boca y el hecho de que fueran capacesde calmar a un perro furioso hacía que las repitiera una y otra vez.

La amistad entre Daniel Vera y Bernardo Schiavetta empezó en la década de 1980 y mantuvo una respetuosa distancia desde el principio hasta el final, aunque cuando se cruzaban, siempre en Córdoba, siempre en la presentación de un libro, se generaba entre ellos una especie de incandescencia, un halo luminoso que los envolvía a los dos como en las estampitas de los santos. No eran santos, por supuesto, eran bufones, bufonesquehabíanleídotodosloslibros.La elocuente ironía de Schiavetta y el humor tartamudo de Vera se combinaban sin embargo en una comedia más física que verbal, visible en los movimientos de sus manos, en los tics nerviosos, en las palmadas en los hombros o en las sonrisas cómplices.Desdeelpuntodevistadel destino, es decir, desde mi punto de vista, resultaba obvio que sus almas ya pugnaban por fundirse mucho antes de que sus cuerpos se volvieran obsoletos, pero no sabían (no podían) traspasar las fronteras anatómicas contra las que chocaban en cada intento de fuga. Un crítico miope diría que la afinidad entre Schiavetta y Vera surgió de su común afición por las formas fijas en un país donde imperaba el verso libre. Es un error. Se podría llenar una agenda de la A a la Z con los nombres y los apellidos de los poetas que aún escribían sonetos en esa época. Había una enorme diferencia entre los experimentos formales de la dupla Schiavetta-Vera y el culto a la tradición de la multitud restante. Esa diferencia ya resplandecía en Fundamento Hsin de Vera, aunque recién se transformó en un nexo entre ambos escritores con la publicación de Corona para los mares y maría (1992) y de Entrelíneas (1993), libros de coronas de sonetos en los que intercambian prólogos y elogios mutuos. Más allá de la literatura (si es que existe un más allá de la literatura), los unía lo que une a la voz con su eco o a la imagen con su reflejo, solo que aquí no había un original y una copia, sino dos variantes de un mismo individuo.

Ese extraño individuo divisible que componían Bernardo Schiavetta y Daniel Vera tenía numerosos rasgos comunes que no obstante se manifestaban de formas muy distintas. Claro, mientras uno corría, el otro comía, insinuará un gracioso en alusión al considerable volumen de Schiavetta donde cabían dos Vera. Yo lo refutaría con el simple argumento de que no es el cuerpo sino el alma lo que importa en las reencarnaciones. Y si lo más cercano al alma son las palabras, lo más íntimo de las palabras son los nombres propios.Auncuandounocompartaelnombre propio con otros seres humanos, siente que esa particular combinación de letras le pertenece más que la lengua o los ojos, porque si le cortan la lengua o le arrancan los ojos seguirá siendo la misma persona, pero no sabe en qué monstruo se transformará si le cambian el nombre. Profesor de lógica, lector de Frege y de Russell, Daniel Vera percibía la paradoja de ser uno y múltiple a la vez, agudamente en su caso, pues tanto el nombre Daniel como el apellido Vera son demasiado frecuentes en Argentina, Bolivia y Paraguay y no cumplen la mínima condición de singularidadqueselesexige.Poresemotivo en muchos documentos oficiales figuraba como Daniel Vera Murúa, y por ese motivo, también, tuvo que apropiarse de su nombre propioensusversos,rimándoseasímismo, negándose (vera imago) y afirmándose (vera y mago) en sus juegos de palabras. Very Vera, diría Bernardo Schiavetta, quien no padecióeldilemadelosuniversalesencarne propia, ya que nadie se llamaba igual que él en ningún país del planeta, lo cual no le impidió firmar La saga Wunderkammer como Bernardo Schiavetta Gonzalvi. En esos dobles apellidos ya estaba el germen de sus identidades alternativas, aunque también en lainvencióndeheterónimossecomportaron de acuerdo con sus tendencias dominantes. El introvertido Vera creó uno solo: Hilario Sombra; el extrovertido Schiavetta, una familiacompleta:losinolvidablesGianfausto Gonzalvi, Celia Skossyreva Gonzalvi y sus hijos, Angelo y Angela Gonzalvi, cada uno dotado de su respectivo seudónimo, Selvio Zagghi, Zelia Zagghi, Zag y Zig. A la familia Gonzalvi ya la conocemos por la serie televisiva y por las cinco novelas que protagonizan, mientras que Hilario Sombra sigue siendo una silueta que se ríe en la oscuridad. “Por Hilario o por Sombra era maldito”,advierteunsonetode.

Vera. Y es que pese a todos los intentos de Bernardo Schiavetta por difundir la obra de su amigo (tradujo y pagó ediciones francesas de Corona paralos mares ymaría y de Ángel en llamas), los pocos lectores de esos libros creyeron que se trataba de un nuevo seudónimo del famoso escritor argentino que no había perdido el dominio de las formas fijasmáscomplicadas.

Unanenavalientenosiempresetransformaen una joven valiente. Vera Schiavetta, que había calmado los temores de sus amigas desde la escuela primaria, empezó a sentir en la adolescencia que existía una zona de la realidad de la que no podía escaparse corriendo y contra la que tampoco servía de nada el hechizo raphel maÿ amech zabí almí, tanútilparahipnotizaraunperrooparacallar a un gato. Cuando se dormía a la noche y a veces también a la siesta, en medio de la cantidad vertiginosa de sueños que después olvidaba, algo persistía, una nube, una presencia amenazante. Al principio carecía de forma, era una mancha, una mancha de contornosindefinidosquesemovíadelmismo modo en que se mueven las amebas en una solución líquida vista a través de un microscopio.Loquelavolvíaintimidanteerael cambio de escala, el enorme volumen que adquiría en el interior de su mente justo cuando esta era incapaz de distinguir lo que estaba adentro y lo que estaba afuera. Esa nube, esa presencia, esa mancha, esa ameba aún no tenían la fuerza suficiente para despertarla y hacerla gritar como una loca sobre las sábanas húmedas y retorcidas de su cama, pero le dejaban una sensación de angustia que duraba el resto del día y que no conseguíadisimularantesuspadresoantesus amigas, por más que tratara de borrarla de su cara delineándose los ojos, pintándose los labios o sonriendo como una estúpida. Ya en laépocadeesossueñosrecurrentes,Verahabía empezadoaleerloscincotomosde Lasaga Wunderkammer, los únicos libros de literatura que convivían con los manuales agrotécnicos en la reducida biblioteca familiar. No entendía mucho la trama, confundía los personajes, y le resultaba inexplicable la fascinación que causaba en tantos lectores, incluso en algunas de sus compañerasdelcolegiobastantemásbrutas que ella. La divertían, sí, los juegos de palabras y los poemas multilingües desperdigados entre las páginas, y más de una vez se sorprendía recitando una estrofa cuyos versos rimaban en cuatro idiomas diferentes.

Si se tienen en cuenta esos intereses, no es raro que Vera Schiavetta haya elegido la Facultad de Lenguas a la hora de seguir una carrerauniversitaria.Tampocoesraroquela doble composición de su alma la impulsara a leer todosloslibrosde poesía quele caían enlasmanos,loscompraba,losrobabaolos pedía prestados y no los devolvía. La mayoría eran buenísimos, potentes o delicados, luminosos u oscuros, sutiles o brutales, y le partía el corazón saber que no serían leídos por nadie, salvo por ella y por susautoresyquizásporalgúnfamiliaropor algún amigo de los autores, pero no era la escasez de lectores lo que la lastimaba sino la certeza de que tantos poemas maravillosos se desvanecerían en el olvido absolutounavezquelospapelesdebuenao de mala calidad donde estaban impresos se sumaran a las toneladas de basura que la humanidad genera día trasdía. Esesegundo principio de la termodinámica aplicado a la poesía le impidió leer los libros de Daniel Vera. Menos de veinte años después de su muerte, noquedaba ninguno en las librerías ni en las bibliotecas públicas de Córdoba. Sí se conseguían algunos de Bernardo Schiavetta,

FórmulasparaCratilo y Antesdelosapócrifos, que sobrevivían como satélites menores y exhaustos en la órbita de La saga Wunderkammer. Vera Schiavetta los leyó y releyó cien veces, como también leyó a Mallarmé y a muchos poetas que Schiavetta mencionaba,porqueelestudiodeidiomasyla lectura de poesía eran su único refugio contra las pesadillas. Solo en el primer año de universidad la nube, la mancha, la presencia o la ameba pasó de ser indefinida a tener los contornos de siluetas humanas, siluetas humanas sin rostros todavía, distorsionadas, rodeadas de un paisaje abstracto, pero mucho másamenazantesqueensusversionesprevias. Se le acercaban, la rodeaban y le decían algo que no entendía o, mejor dicho, que estaba a puntodeentenderjustocuandoladespertaban sus propios gritos. Además del espanto, esas visionesledejabanunfríohorribleenelcuerpo, bienhondoenloshuesos,dentrodeloshuesos, enlamédula,yVerasequedabatranspirandoy temblando en la cama, como si tuviera fiebre, hasta que salía el sol o hasta que volvía a dormirse.

Lassiluetashumanassehicieroncada vezmás nítidas en el curso de los años siguientes, fueron adquiriendo rasgos singulares, ojos, narices,bocas,yyanoquedabandudasdeque eran tres hombres y de que se acercaban para decirle algo que Vera no entendía. También el espacio circundante empezó a definirse en las formas de un puente, un árbol o una calle bordeada de veredas rotas y de largos paredones en ruinas, componiendo un escenario visible, siempre en segundo plano, dotadodeunacualidadsiniestra,nodepelícula de terror, sino desolada, desorganizada, con algo de baldío destinado a basural, más triste que la pobreza en invierno y más cruel. Vera hubiera preferido sentirse atrapada en el hielo transparente de un glaciar, como el cisne del sonetodeMallarméqueBer- nardo Schiavetta había reescrito en unfrancés impecable,perosesentíaatrapadaenunbarro acuoso, en un barro barrial. Por más que hubiera podido correr, no habría sabido adónde ir, tan reluctantes se veían esos fragmentos de ciudad que se le aparecían detrás de sus párpados. En algún momento, casi al finaldesucarrerauniversitaria,decidió no dormir más o dormir lo menos posible, inducirse el insomnio con litros de café, gaseosas y anfetaminas, aprenderse libros de poemas y diccionarios de memoria, y acortar losperíodosdesueñodurmiéndoseenlugares incómodos, sobre una silla, con la cabeza apoyada en la mesa, o acostaba sobre el piso, sin colchón y sin mantas, además de sincronizar las alarmas del reloj y del celular para que sonaran cada dos horas. No funcionó. Todo lo contrario: empezó a ver a los tres hombres despierta y creyó que se estaba volviendo loca. No se lo contó a nadie. Su familia no la entendería y sus amigas no podrían hacer nada. La desesperación de convivir con tres fantasmas que aparecían y desaparecían,quelegritabanylaamenazaban, no le impedía razonar con una lógica de persona normal. Así llegó a la conclusión de queantesdeiraterapia,antesdesometersea una medicación que no podía pagar con el dinero que le mandaban, debía recibirse y obtener unabecadedoctorado.Oalgomenos ambicioso: dar clases de inglés, francés o alemánenuncolegiosecundario.

LadistanciaentreCórdobaysupueblonataly sus buenas calificaciones motivaban que sus padres la idealizaran y que fueran incapaces de suponer que su hija sufría trastornos mentales. Sus amigas, en cambio, la veían demacrada detrás del maquillaje y de la pintura de labios con las que Vera seguía intentadoocultarlesyocultarselaverdaddesu cara. Si bien era cierto que no podían hacer nada,almenossepropusierondistraerla.No el 2 de julio de 2064, el día del cumpleaños de Vera,queeramiércoles,sinoel4dejulio,osea el viernes, la invitaron a un boliche de Villa Allende, un lugar extraño para ellas, porque estaba lejos del barrio de estudiantes donde se movían como en una zona de exclusión. Todo fue previsible durante la noche: brindaron, bailaron y se emborracharon sin perder la conciencia. Lo imprevisible ocurrió a la madrugada cuando volvían en taxi y, después de cruzar el río, doblaron por una calle que Vera creyó reconocer, aunque nunca la había visto antes, una calle desolada y con veredas rotas, tan gris y tan fría que su existencia parecía depender del invierno y excluir las demásestaciones.Eseatisbodereconocimiento terminó de confirmarse en el momento enque el largo paredón de una fábrica abandonaba apareció al costado del taxi. Vera estuvo a puntodegritar,perosecontuvo,respiróhondo, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que llegó a su departamento y se despidió de sus amigas. Durmió perfectamente bien esa noche y las noches siguientes y muchísimas noches más. De todos modos me siento en la obligación de agregar que si ella hubiese buscado en el geolocalizador de su teléfono celular, habría sabido que la calle por la que doblóeltaxipertenecíaaVillaPáez,justamente el barrio donde vivió y donde murió Daniel Vera. Ningún vecino lo recordaba por su nombre, ninguno tampoco había leído sus libros. Sin embargo,DanielVerapermanecía en VillaPáezdeunmodoaúnmáspersistenteque Bernardo Schiavetta en La saga Wunderkammer. Permanecía como Hilario Sombra.

Quise queVera Schiavetta losupiera,quiseque conocieralaotramitaddesualma,perocambié de idea a último momento y decidí que pasara de largo y que no se enterara de quiénes eran lostresfantasmasdesuspesadillas.Preferíque ignoraraqueunomurióenmedio de las convulsiones de un delirium tremens, el otroseencerróelrestodesuvidaenunapieza, y el tercero vagaba por la Costanera gritando cosas incomprensibles. Preferí que ignorara que los tres escucharon la risa de Hilario Sombra y no pudieron soportarlo, porque nadiepuedesoportarlarisadelaoscuridaden sus caras. Mejor: nadie puede soportar la oscura risa de la eternidad en sus caras. Eso significaqueHilarioSombraeseterno,yeterno, a su vez, significa que mucho tiempo después de que Vera Schiavetta muera y de que sus huesos se vuelvan cenizas, mucho después de que la última casa de Villa Páez se derrumbe sobre sus propios cimientos, y no perduren ni el paredón de la fábrica abandonada, ni el puente, ni el árbol de la barranca, ni el río siquiera, mucho después de que desaparezca Córdoba y de que el bosque surgido de sus ruinas sea arrasado por un cataclismo o por cualquier otra catástrofe posible, Hilario Sombra seguirá siendo Hilario Sombra, esa oscuridad que ríe. Lo digo yo, lo dice el destino.

Carlos Schilling nació en Sunchales (Santa Fe) en 1965. Ha publicado Libros de ficción y de poesía. Entre los primeros, pueden citarse Diana y Nadia, Experimentos con seres Humanos y Disfrazado de novia. Entre los segundos, Mudo, Confesiones Impersonales y Ensayos de voz.

Es Licenciado en Filosofía y trabaja Como editor en el diario La voz del Interior.

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