Revista Junio 2018

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MICRORRELATOS

Ángel Gómez Rivero CUATRO PALABRAS

Todos suponían que el moribundo era un hombre de gran patrimonio. Tenía cuatro hijos a los que no veía desde hacía tiempo, y entre ellos ninguno mantenía relaciones fraternales, ni tan siquiera afables, con el resto. Así que, en el lecho mortuorio, visitaron al padre por separado. Todos y cada uno de ellos recibieron una única palabra por parte del progenitor. Solo una. Los cuatro se retiraron pensando que se trataba de los delirios que preceden a la muerte. Y al fallecer, días después, comprobaron los hermanos que el difunto no tenía ni un triste euro en los bancos. En principio maldijeron al Cielo; pero, con el paso del tiempo, decidieron romper con las distancias y se reunieron por fin, para visitar la pequeña vivienda que habían recibido como herencia única. En ella, tras recuperar el espíritu fraternal que con el tiempo perdieron, comentaron el extraño comportamiento del padre, y todos revelaron las incomprensibles palabras notificadas: rincón, casa, baldosa y dormitorio. Los cuatro se levantaron como impulsados por un resorte y fueron hasta el dormitorio del anciano padre. Allí buscaron en los cuatro rincones hasta hallar una baldosa que se movía. La levantaron y encontraron una oquedad con un ancho maletín que pesaba algo más de dos kilos y que contenía un millón de euros en billetes de quinientos. Desde ese momento, los cuatro hermanos decidieron navegar juntos en la vida. EL CONFERENCIANTE

El conserje no entendía nada. Pero nada de nada. El conferenciante llevaba más de media hora ante el micrófono sin dejar de hablar, entusiasmado, muy concentrado en sus palabras. Incluso sonreía de vez en cuando en plan histrión, tal que se creyera Vincent Price en sus momentos más inspirados. El conserje, patidifuso, llamó a un compañero para decirle que el tipo que exponía debía andar mal de la cabeza. «¿Por qué dices eso?», preguntó este último. No recibió respuesta; solo fue invitado a que se asomara a la sala, que tenía capacidad para cincuenta personas. Así fue cómo lo comprobó. Abrió los ojos al máximo, asombrado, al observar que el local estaba vacío. Ese catedrático, al que contrataron por sus amplios conocimientos en el terreno de la Química, estaba disertando… ¡para nadie! ¡De locura! Así que entornaron la puerta y lo dejaron en soledad con su actuación teatral. Pero, al igual que no vieron alma alguna, tampoco se percataron de que alguien había tosido allí dentro. No fue el conferenciante, que no paraba de dar consejos de supervivencia, de adaptación al medio, y que terminó su locución de la siguiente manera: «Queridos amigos, con todo lo expuesto ya saben cómo proceder y sobrevivir una vez ingerida la droga de la invisibilidad». Pero, para los dos conserjes, ese catedrático de Química, por siempre y jamás, estaría más loco que una cabra. COMPAÑERO

Bien sabía él, todo un artista en su especialidad, que había que cuidar todo los detalles concernientes a su espectáculo nocturno: vestir con elegancia, elegir el mejor ángulo para poder ser visto por todos, seleccionar la mejor música de fondo, saber mirar a los espectadores con complicidad… Pero, por encima de todo, debía tratar con cariño a su compañero. Porque dos no bailan si uno no quiere. Por eso entendía que debía respetar mucho a Peter. Bueno, más que respetar, debía amarlo. Era la mejor manera de que siguieran trabajando juntos, en armonía, para lograr la admiración de los espectadores. Y más en los últimos tiempos, en los que Peter había alcanzado más popularidad que él. Al fin y al cabo, Peter siempre fue el mejor de todos sus muñecos.

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