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El bagre y el biguá

No hay fotografía de los hechos. No era posible. O fotografiaba, o intervenía de otra manera más drástica. Elegí esa otra manera, elegí cambiar las cosas en vez de dar testimonio de esa tragedia que puede no interesar a nadie, pero hubiera sido algo definitivo para uno de los implicados. Ya de ida para la amarra isleña, había visto una buena cantidad de biguás posados sobre una marina flotante bajo el puente Sacriste, que cruza el río Tigre. Y en la punta de las amarras, también había una decena: unos tres más atrevidos habían tomado aposentos encima de un canobote, que no corría peligro de naufragio por el peso de tales pájaros, pero calificaba para convertirse pronto en isla guanera. Navegando con rumbo de regreso a la isla, avisté por proa algo miles de veces visto: la aparición súbita de un biguá en la superficie del agua, cargando un bagre en su pico. Los biguás, parientes de los cormoranes, son grandes pescadores de profundidad. A diferencia de las garzas, que detectan los más mínimos indicios de acercamiento a la superficie de sus presas, descienden a toda velocidad, en picada, y de un picotazo quirúrgico las extraen del agua, los biguás se sumergen. Pero no unos pocos centímetros, como los gaviotines, sino metros. Algo que les posibilitan sus alas no recubiertas de cera, que se embeben de agua y operan como lastre. Por eso es tan común ver biguás o cormoranes posados sobre troncos o muelles solitarios con las alas abiertas para secarlas. Tan eficaz resulta esa adaptación, que los chinos usaron desde la antigüedad cormoranes para pescar. Lejos de estas teorizaciones, ahí había un biguá en particular con un bagre en particular apretado en su pico: ese biguá con ese bagre. No estadística, sino tragedia. No mera cadena trófica, sino combate épico. En todos los casos en que los bagres son pequeños, la deglución a mano, o mejor dicho, a buche de biguá, es cosa de segundos. Cuando los bagres son grandes, otro es el cantar. Más de una vez he avistado biguás demasiado ambiciosos, o petulantes engreídos de sus fuerzas, o meramente entregados a la gula, con bagres de un tamaño soberbio debatiéndose en la tenaza de su pico. En la mayoría de los casos, tales bagres terminan escapando. Pero a proa de mi lancha lo que había no era un bagre tan pequeño como insalvable en el pico de un biguá, ni un bagre lo suficientemente grande como para cansar al biguá y pronto a gozar nuevamente de sus branquias y bigotes en un ámbito más amable. Eran ese biguá y ese bagre mediano, a cada segundo más en lucha contra la asfixia que contra las fuerzas de su captor. No sé por qué lo hice —acaso haya sido un caso de solidaridad entre navegantes, pese a no pertenecer a la misma especie— pero puse proa a ese combate y aceleré al máximo la lancha. Juan “no consiente el delito de que se mate ansí a un valiente”. Para sumar suspenso a tan ardua lucha, tal vez digna de un viejo sábado de super acción, el motor estacionario de la canoa isleña es de 13.8 HP, lo cual no redunda en ninguna velocidad vertiginosa. Advertido de la maniobra, el biguá intentó escapar volando con el bagre, y también para sumar suspenso, fue carreteando como hacen los biguás, que aran el agua con las patas mientras van carreteando, por metros y metros y metros, hasta que potencia de alas y sustentación vencen el peso del agua acumulada en sus alas y logran elevarse. En eso andaba ese biguá, cuando cansado, o viendo la roda de la “Luna llena” acercándose, largó el bagre, que pegó un coletazo y buscó refugio en el agua oscura del río Tigre, no sin antes guiñarme un ojo, lo cual entre navegantes significa “te debo una”. Transcurridas ya unas horas desde el evento, recuerdo a ese amigo fugaz, y me pregunto si aún navegará, llenas sus branquias de las substancias dudosas que integran el caudal del Tigre, inquietos sus bigotes ante la multiplicidad de estímulos. Difícil ser bagre en esta época. Tan difícil, casi, como ser poeta épico.

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