Ser niño en un campamento mundari, los pastores nómadas del gran Nilo Blanco

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ser niño en un campamento mundari, los pastores nómadas del gran Nilo Blanco


miradas, responsabilidades, esperanzas…



Estamos en el campamento Toch Manga, uno de tantos que el pueblo mundari ha establecido a orillas del Nilo Blanco; en esta ocasión, cerca de Yuba, capital de Sudán del Sur. Los amaneceres y el crepúsculo son fascinantes, perfilándose la más bella e icónica estampa, compuesta por centenares de cuernos emergiendo entre el humo de las hogueras.





Sin embargo, desde el principio, lo que más llama mi atención son los niños. Al verlos, tengo la convicción de que solo pueden pertenecer a su propio universo, un universo único. Cuerpos diminutos que serpentean arrastrando el polvo y la tierra con sus movimientos, unas veces somnolientos, otras enérgicos hasta casi compulsivos. Cuerpos desnudos o semidesnudos, extremidades largas, ojos desorbitados, perdidos. La mera contemplación me perturba. Me reflejo en su mirada y ellos en la mía, siento el latir de sus corazones. Ser niño en un campamento mundari es sinónimo a trabajar infatigablemente recogiendo los excrementos de las reses, para amontonarlos y quemarlos en grandes hogueras que mantienen permanentemente encendidas. Con las cenizas, tanto ellos como los adultos, masajean todas las partes de los cuerpos de las reses, incluidos los cuernos, protegiéndoles así de cualquier picadura, evitando a su vez la malaria. También los niños harán lo propio, cubriendo de ceniza todo su cuerpo lo que les confiere esa apariencia espeluznante.









Desde su más tierna edad, participan activamente en el cuidado del ganado, los Ankole-Watusi llamados también “El Ganado de los Reyes”, por poseer una de las mayores cornamentas del mundo animal. Se habla de una simbiosis perfecta entre el hombre y su ganado, una fusión casi mística, con un grado de intimidad insólito en la raza humana, pero lo que allí presencio va más allá de lo imaginable, más bien parece una sucesión de imágenes en un escenario apocalíptico. Tan pronto como las primeras luces del alba empiezan a despuntar, los niños ordeñan las vacas, también sacian su hambre y su sed bebiendo directamente de sus ubres, incluso compitiendo con los terneros recién nacidos.



Veo cómo un niño estimula a su vaca insuflando aire en su vagina para aumentar la producción de leche. En ningún momento detecto un gesto de aprensión o disgusto, todo lo contrario, durante casi diez minutos su boca permanece pegada a los genitales de la vaca, separándose solo de vez en cuando para acariciarla, para limpiarle con el rabo.



Al final del proceso, le acaricia el lomo y le prodiga todo tipo de caricias; son gestos de mutuo agradecimiento, dar y recibir por igual, una comunión entre ambos jamás presenciada por mí hasta ese instante.



Temprano en la mañana el ganado va en busca de nuevos pastos; pasarán las horas más calurosas del día merodeando por los alrededores del campamento, pero antes de irse, los mundari les masajearán frotando la ceniza resultante de quemar el estiércol, para ahuyentar a los insectos y prevenir la propagación de la malaria. Pero no solo masajearán al ganado, también harán lo propio para ellos mismos, frotando y esparciendo las cenizas por todo su rostro y cuerpo un día tras otro.







Para su higiene personal, utilizan la orina de las bestias, con la que también lavan su pelo el cual va adquiriendo una tonalidad rojiza que muestran orgullosos.



Niños que despiertan con las primeras luces del alba, pero… ahora, son las horas de más calor del día, el ganado se ha ido en busca de pasto y a ellos les corresponde un tiempo de descanso.





Pueblo seminómada que se desplaza para encontrar pasto para el ganado, con el que duermen al raso vigilándolo y defendiéndole constantemente pues de él depende su sustento, su posición social, su dote para formar una nueva familia. Como en muchos países africanos, los Kalashnikovs son omnipresentes, como también lo son los graves enfrentamientos producidos por el robo de ganado.





Y así me dicen que transcurre su niñez, con la esperanza y determinación de, algún día, poder convertirse en un mundari adulto, respetado y reverenciado en el clan. El paso de la adolescencia a la edad adulta se materializa mediante una ceremonia de iniciación, tras la cual, el niño abandona las responsabilidades de ordeñar, agrupar e inmovilizar al ganado para pasar la noche, así como la recogida y quema del estiércol. Se trata de una ceremonia grupal en donde se entonan cantos iniciáticos transmitidos generación tras generación, y que culminan con la escarificación en la frente del símbolo “V”, emulando así la cornamenta de su ganado, los Ankole-Watusi la espectacular raza bobina oriunda de esta región.



Primero los tambores… poco a poco las tenues luces del amanecer comienzan a perfilarse en el campamento mundari. El ganado Ankole-Watusi se libera de las ataduras que lo mantenían sujeto a las estacas durante la noche. Comienza la actividad, pasarán el día merodeando por los alrededores del campamento en busca de pasto nuevo, hasta el crepúsculo, cuando regresarán de nuevo. Con estas imágenes quisiera rendir un homenaje a este pueblo que perpetua el legado de sus ancestros, manteniendo inalterable la unión con la Naturaleza y los animales. Un pueblo que duerme a orillas del Nilo Blanco bajo la gran bóveda celeste.



¡ Que las estrellas velen sus sueños !




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