Cuaderno16 Va de cuento narradores de Quintana Roo

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rones estaban frescos. El aroma tibio de sándalo que despedían los senos erguidos de Rose invitaba a besarla. La respiración agitada de ambos, así como sus cabellos alborotados por el viento, más la playita tan sola y tan clara, los empujó a uno hacia el otro de manera tan sutil, que sin darse cuenta se unieron en un solo cuerpo y fueron mecidos por las complacidas olas. La noche les llegó rápido. Acostados en la arena miraron las estrellas mientras saboreaban pequeños tragos de ron. Al amanecer, Mariano llevó a la muchacha a su casa. Antes de dejarla ir aspiró el sándalo de sus pechos y la despidió, deseoso de volverla a tener. Ella le dio un apretado beso en los labios y entró. Seguían sin pronunciar palabra. El negro Wanan estaba complacido. Su vocación de servicio lo hacía ver con buenos ojos que uno de sus mejores clientes quedara totalmente satisfecho. Mariano Rosales comenzó a visitar la tienda todos los lunes por la tarde, casi a la caída del sol. Rose le preparaba la cena y lo esperaba en la trastienda, se decían dos o tres palabras y hacían el amor. A ella le gustaba frotarse entre los senos con aceite de sándalo. Después le pedía a él que le diera un beso en la parte más tibia de su pecho; tenía la creencia de que así retendría ese amor que creía tan puro, que adivinaba tan blanco. Después de entregarse, saboreaban laterías y vinos tomados de la tienda. Más tarde volvían a entregarse y lo hacían de nuevo, hasta que el cansancio los separaba. En una ocasión ella le pidió una foto. Él se la llevó. La semana siguiente la observó colocada en un altar con una veladora en frente, enmarcada con nueve moñitos rojos, para, según dijo la muchacha cuando él preguntó, atrapar su amor. Él rió con la ocurrencia. Lo que Rose había logrado atrapar era su deseo, su pasión, sus ansias de poseer su cuerpo hermoso, de dibujarlo, delimitarlo con sus labios, cercarlo como su territorio para que jamás lo tocara el enemigo. Sus ojos muy abiertos, sus labios abundantes y tersos, su cintura juguetona y sus glúteos esplendidos y redondos, capaces de transportar bien sentados a dos hombres y tres niños, no tuvieron el poder para retener a Mariano cuando su madre le sugirió casarse con Susana, una joven cozumeleña de familia tan blanca y tan católica como la de él. 15


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