Tiempo 02

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El Señor del Tiempo

El Proscripto

Louise Cooper

Preferiría no ver a nadie morir de un modo tan bárbaro, pensó Cyllan, pero se mordió la lengua. La incomodaba el hecho de que un impulso interior la hubiese hecho salir en defensa de Tarod, pero se dijo que era solamente la crueldad de Drachea lo que le había ofendido. Sin embargo, la idea del destino de Tarod si Drachea triunfaba..., no, si Drachea y ella triunfaban, pues su causa era la misma..., la estremecía hasta la médula. Si Drachea se dio cuenta de sus dudas, las pasó por alto, demasiado absorto en sus propios planes para prestar atención a todo lo demás. -Debemos volver al Salón de Mármol -dijo resueltamente- y encontrar aquella joya. Y será mejor que no retrasemos lo que hemos de hacer. –Se levantó de nuevo, cruzando los brazos-. Todavía tengo en mi poder los papeles del Sumo Iniciado. Si Tarod lo descubriese, no quiero ni pensar cuál sería su reacción. Creo que lo más prudente es devolverlos con la mayor rapidez posible. -Miró hacia la puerta-. Aunque saben los dioses que me sentiría mucho más tranquilo si pudiese tener algún arma antes de volver a rondar por este edificio. -Tiene que haber armas en el Castillo -dijo Cyllan, aunque dudaba en su fuero interno de que una espada pudiese servir de mucho contra los peligros que les acechaban-. En el festival de Investidura se celebraron torneos, asaltos de esgrima. Yo no vi ninguno de ellos, pero me los relataron. Y Tarod solía llevar un cuchillo... Drachea le dirigió una extraña mirada, débilmente teñida de recelo, pero solamente dijo: -Muy bien. Entonces debes encontrar las armas. Mira en las caballerizas del Castillo. En ShuNhadek, la milicia guardaba las armas cerca de los caballos, lo cual es bastante sensato. Tráeme una espada, ligera pero bien equilibrada. –Hizo una pausa-. Es decir, si sabes distinguir una buena espada. Cyllan entrecerró los ojos. Probablemente, Drachea sólo había ceñido una espada dos o tres veces en su vida, y aun para fines ceremoniales. Ella había tenido una vez un cuchillo; un arma cruel de hoja curva y mango de hueso. Lo había empleado para rajar la cara de uno de los mozos de su tío, que había pensado que podía aprovechar el sopor de su amo borracho para violar a su sobrina y escapar con tres buenos caballos, y los alaridos del hombre habían despertado a todo el campamento. Kand Brialen había despedido al presunto ladrón con un brazo y tres costillas rotas, una por cada caballo como dijo ferozmente él, y había recompensado la vigilancia de Cyllan dándole un cuarto de gravín y vendiendo su cuchillo en el primer pueblo por el que pasaron. -Puedo distinguirla bastante bien, Drachea -dijo-. Y tomaré una daga para mí, si la encuentro. El se sorprendió un poco por el tono de su voz, pero lo disimuló rápidamente encogiéndose de hombros. -No perdamos tiempo. Yo llevaré los papeles al sitio donde deben estar y volveremos a encontrarnos aquí cuando hayamos hecho nuestro trabajo.

Drachea no quería confesarse que sentía miedo al recorrer el largo pasillo que conducía a las habitaciones del Sumo Iniciado, pero los fuertes latidos de su corazón desmentían su arrogancia. Con las revelaciones de Keridil Toln, y también las de Cyllan, frescas en su mente, la idea de que podía encontrarse con Tarod llevando encima los documentos acusadores a punto estuvo de hacerle volver corriendo al refugio de su habitación. Ahora lamentaba no haber encargado a Cyllan esta tarea e ido él en busca de armas; pero era demasiado tarde para lamentaciones. Y seguramente, se dijo, tratando de reforzar su valor menguante, las probabilidades de encontrarse con el Adepto en la inmensidad del Castillo eran muy escasas.

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