Cuento de Navidad Infinito por El Club de Escritura de las Letras Infinitas

Cuento de Navidad inf inito

Cuento de Navidad inf inito POR

El Club de Escritura de las Letras Infinitas

Este cuento fue escrito por un grupo de mujeres unidas por el amor a las letras, siguiendo el método de cadáver exquisito.

Diciembre de 2021.

PRÓLOGO por Marta Factor AUTORAS: Sandra Antón, Irene Burgos, Emma Espejo, Marta Factor, Sandra Gama, Pat Gento, Marta Gil, Yolanda López, Tania Luzón, Carol Mateos, Lara Recuero (Solange Vernon), Cris Salan, Edurne Sanz, Marga Sue, Marina Villoria.

ILUSTRACIONES Marta Gil. MAQUETACIÓN Edurne Sanz.

Introducción por Marta Factor

Todo cuento, aunque especialmente en Navidad, cobra vida entre la realidad y la ficción, entre el mundo terrenal y el de la fantasía. Me sirvo, por tanto, de la metáfora para hablar de cómo es nuestro Club de Escritura: podemos encontrarnos con la parte más cruda e incomprensible de la existencia y, a veces, también con ideas y letras que nos dan alas.

En definitiva, no tengo pruebas ni tampoco dudas de que nosotras, querida tribu, vivimos en un cuento.

También en un cuento vive Claudia, la mujer que vas a conocer a continuación. Tiene un poco de cada una de nosotras, pero es única. Su pasado, su presente y su futuro se ha ido forjando a lo largo de más de 4 semanas entregando el testigo de las palabras cada mañana a una nueva autora. Mientras, con los pies en el suelo, nos tocaba acompañarnos en los vaivenes que la vida ha seguido dándonos.

El 25 fue el día de Navidad y pusimos punto final a un cuento que se prometía infinito. Pero os hago la promesa de que ese será el único cierre que existe y existirá en esta historia porque la verdadera trama no ha hecho más que empezar. Nuestra amistad y nuestra pasión será, como las letras, infinitas. Ese será nuestro regalo. ¡Feliz lectura!

CAPÍTULO 0

Una hora

....................................................................................... pág. 10

CAPÍTULO 01

El dolor de la navidad

............................................ pág. 13

CAPÍTULO 02

El cascanueces manco

.............................................. pág. 17

CAPÍTULO 03

El viento que nos acuna

....................................... pág. 20

CAPÍTULO 04

Carencia natural

............................................................. pág. 24

CAPÍTULO 05

Always giving parties

............................................. pág. 28

CAPÍTULO 06

Cuantas veces fueran necesarias

.......... pág. 32

CAPÍTULO 07

La undécima campanada

.................................. pág. 37

CAPÍTULO 08

La felicidad es un hábito

.................................... pág. 42

CAPÍTULO 09

Despedidas

............................................................................... pág. 47

CAPÍTULO 10

Allá vamos

............................................................................... pág. 51

CAPÍTULO 11

Oaxaca

............................................................................................ pág. 55

CAPÍTULO 12

La herencia del cuaderno marrón

....... pág. 60

CAPÍTULO 13

El Motel

........................................................................................... pág. 65

CAPÍTULO 14

¿Qué estoy haciendo?

............................................... pág. 69

CAPÍTULO 15

Un sueño y un calcetín

........................................... pág. 74

CAPÍTULO 16

Temblores y champán

............................................. pág. 78

CAPÍTULO 17

Los ojos de Matías

......................................................... pág. 86

CAPÍTULO 18

Miércoles

...................................................................................... pág. 90

CAPÍTULO 19

El desayuno

............................................................................... pág. 94

CAPÍTULO 20

Llegado el momento

.................................................. pág. 98

CAPÍTULO 21

Solsticio de invierno

............................................... pág. 103

CAPÍTULO 22

Te dejo libre

...........................................................................pág. 108

CAPÍTULO 23

Dejar ir

........................................................................................ pág. 114

CAPÍTULO 0

Una hora Marta Factor

3Miró el reloj de mesa que su padre le había regalado e hizo la cuenta de forma instantánea: le quedaban 59 minutos. Debía terminarse el plato de brécol cocido, mareado de dar vueltas en el plato. Debía ducharse con agua templada para no dañar la tersura de su cutis de mujer madura, aunque la temperatura fuera de casa pidiese a gritos hervirse la piel. Debía echarse el sérum, el contorno de ojos, la crema y el aceite, cepillarse el pelo 50 veces de un lado y 50 veces del otro. Debía usar hilo dental, cepillo eléctrico durante 120 segundos, limpiador lingual y, la última moda, no enjuagarse los restos de pasta de dientes. Estaba atrapada bajo una montaña

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de debías, pero sabía que esa noche solo uno importaba: quedarse dormida antes de la medianoche. ¿Acaso era ella Cenicienta? No, pero necesitaba alargar, durante 7 horas más, la llegada del mes que más odiaba del año: diciembre.

Cuando la pantalla iluminase con los cuatro ceros el nuevo inicio ya no habría marcha atrás. Las luces, la musiquilla estridente y las efusivas declaraciones de amor no dejarían de sucederse y causar eco al darse de bruces con el vacío que tanto atormentaba a Claudia. Por eso era tan importante perder la consciencia antes de que fuese irremediablemente día 1, porque en el momento en que comenzase a vivir en él no podría pegar ojo. Maldito diciembre.

Guardó los restos de la cena en un túper y sacó del armario, como por arte de magia, un donette que empujó con la palma de su mano abierta dentro de su boca. Se puso el pijama y echó mano a una toallita algo reseca para quitarse los restos de maquillaje.

Se lavó los dientes rápidamente, apretando el tubo por arriba. Se puso un moño y, antes

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de meterse en la cama, volvió por la cocina con la intención de darle un sorbito, que terminó siendo un buen trago, a la botella de vino que reservaba para la comida del fin de semana en casa de su amiga. En eso estaba cuando se quedó hipnotizada mirando el delantal que colgaba tras la puerta de su cocina, el mismo que su madre había llevado los miles de veces que la recibía a ella y a su hermana preparando un buen plato de croquetas.

3No sabía cuánto tiempo estuvo secuestrada por los recuerdos, pero cuando volvió en sí y cogió su móvil descubrió, mientras las lágrimas rodaban por su cara y creaban surcos negros que demostraban la poca eficacia de las toallitas desmaquillantes, que no había sido capaz de cumplir con el único debía que era importante.

Eran las 00.03 del día 1 y diciembre había empezado.

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CAPÍTULO 01

El dolor de la Navidad Marga Sue

3El verde fosforito de los dígitos la trajo de vuelta a la cocina de la casa, cuando por fin tomó conciencia de donde estaba se encontró de pie junto a la puerta, con los pies descalzos en el suelo y las manos aferradas al delantal.

De pronto sintió como la piel se le erizaba y le invadió un frío helador. Todo su cuerpo se agitaba como una rama a merced del viento y en la boca, sus labios temblaban con una tartamudez muda, intentando contener lo que querían decir. El dique de sus ojos se había roto al fin y aquella pena salada que contenía todo el dolor del mundo se le derramaba, alcanzaba su boca y se le colaba hacia dentro hasta ahogarla.

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3No había querido, no había podido, no había sabido llorar esa angustia que llevaba contenida desde hacía tanto tiempo y que la estaba abrasando hasta quemarla. Cualquier excusa era buena para torearla y no le costó inventarse el conjuro que la exorcizara; bastaba tener que peinarse, desmaquillarse o ponerse sus cremas.

Era suficiente con tragar sus verduras mal cocidas e insípidas o beber ese trago de más, para darle esquinazo y que le diese tiempo a subirse a la barrera. Pero hoy, no sabía por qué extraña razón, no había podido esquivarla por más tiempo y la cornada había sido certera, le había golpeado en todo el centro y la había destrozado por dentro haciendo mil astillas cada parte de su cuerpo. Su huida hace tiempo que tenía un nombre disfrazado de diciembre, pero que en realidad se llamaba “Navidad”, daba igual que todavía faltase más de medio mes, ya la ruleta estaba echada y no había forma de pararla.

3Las mañanas heladas, los villancicos sonando por todas partes, las risas de los niños en los últimos días antes de las vacaciones cuando

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soñando con sus juguetes ni siquiera se pelean, los escaparates y las calles atestadas de gente, Papá Noel, Los Reyes Magos por todas las esquinas de los centros comerciales, el Paje Real y el anuncio de la Cabalgata, los mensajes de amor y paz en el ambiente. Los perfumes en la televisión y en las vallas publicitarias, las cenas de empresa, los menús para cocinar en casa.

Todas esas fórmulas de felicidad que hasta hace bien poco le habían parecido sagradas y de las que ahora renegaba. ¿Qué había sucedido, Claudia? ¿Cuál era el gato que se había metido a vivir en tus entrañas y que tanto te arañaba? Nunca habías sido una persona dramática, habías aceptado con sobriedad las horas bajas y vivido con más intensidad que nadie cuando de disfrutar se trataba.

Habías perdido cientos de veces al amor y habías vuelto a pedir carta y, sin embargo, ahora “touche”, tocado y hundido, este abordaje a los sentidos había fulminado tu alma y no habría campanadas de media noche que te salvaran.

Entonces algo extraño sucedió, mientras salía de la cocina en dirección a su cama escuchó

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dar once campanadas. No puede ser, pensó, ya hace rato que pasa de las doce, la campana de la iglesia debe de estar averiada. Volvió sobre sus pasos hasta la cocina para comprobar en el reloj que no se equivocaba y cuando sus ojos alcanzaron a ver nuevamente los dígitos pudo sentir como su sangre se helaba. Una nota junto al reloj con la letra del padre al que tanto añoraba: “Las oportunidades definen nuestra vida. Incluso las que se nos van. En tu mano está aprovecharla”.

Volvían a ser las once en el reloj de mesa.

Disponía de una hora y esta vez no iba a malgastarla. Corrió hacia el trastero y como loca se puso a buscar entre cajas. Vio apuntado con bolígrafo en una esquina justo lo que buscaba.

Sin perder un instante se plantó en el salón y desempolvando la caja la abrió y puso en pie “EL ABETO”. No, no iba a desaprovecharla.

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CAPÍTULO 02

El Cascanueces manco Pat Gento

3El primer adorno que quiso colocar Claudia en el árbol fue la nota de su padre. La colocó en la punta del abeto, en el lugar de la estrella.

— Esto va a ser mi guía, mi estrella de diciembre y de mi vida a partir de hoy. ¡Gracias, papá! — Se dijo en voz alta.

3Antes de seguir colocando el resto de adornos, Claudia se dirigió a la cocina a preparar una infusión casera. Tenía los ingredientes anotados en una servilleta de papel, la había visto en un dominical del bar donde desayuna cada domingo y la anotó en la servilleta que había utilizado.

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·​​ 4 cucharaditas de manzanilla · 2 unidades de anís estrellado · 1,200 ml de agua · 2 cucharaditas de regaliz · 20 gramos de jengibre

3Puso la tetera con el agua a hervir y volvió al salón. Comenzó a sacar los adornos de la caja del abeto: con cada adorno, un recuerdo; con cada recuerdo, una lágrima.

3El cascanueces manco se lo compró su padre en un mercado de segunda mano. Recuerda su enfado cuando le entregó el paquete: — Papá, ¡es manco!, ¿no pudiste comprar uno que tuviera los dos brazos?

— Podría haberlo hecho, pero me lo encontré en una caja entre otros cascanueces en mejor estado y pensé que este, el manco, iba a quedarse allí para siempre. Sentí la obligación de darle una segunda oportunidad. Un hogar, un abeto y muchas Navidades. Te conozco, te he educado y sé que no lo tirarás.

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3Alzó la cabeza, volvió a leer la nota, oportunidades…

3La tetera empezó a pitar, así que volvió a la cocina, apagó el fuego e introdujo en ella los ingredientes uno a uno, la manzanilla, el anís, el regaliz y el jengibre. Esperó que reposaran los siete minutos que indicaba la receta y, una vez transcurridos, se sirvió la infusión en su taza favorita, esa que en letras doradas tenía grabada la frase: Si hay verdad, hay magia.

3Con ella se fue directa al mueble donde tenía el tocadiscos, era tarde para poner algo de música, pero recordó tener los auriculares inalámbricos cargados, así que sacó el vinilo de Bob Dylan, The freewhelin’ BobDylan, y con extrema delicadeza lo colocó sobre el plato, movió el cabezal hacia la izquierda y posó la aguja sobre el primer surco.

“

How many roads must a man walk down Before you call him a man How many seas must a white dove sail Before she sleeps in the sand How many times must the cannonballs fly Before they are forever banned (...)

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CAPÍTULO 03

El viento que nos acuna Sandra Gama

3Concentrada en la música, pero sin animarse siquiera a tararearla, siguió colocando en el árbol las bolas en zigzag, poniendo especial cuidado al repartirlas de forma que nunca se encontrasen las mismas juntas, como siempre había visto hacerlo a sus padres.

3Volvieron a sonar fuerte las campanadas.

Las contó mentalmente. Estaba acostumbrada a su compañía. Siempre fueron como su reloj interno, el latido sonoro del paso del tiempo.

Después del undécimo toque el silencio detuvo su cuenta, no hubo más repiques.

3De golpe y porrazo se abrió súbitamente la ventana y entró con ímpetu una ventisca helada, con un fluir entusiasmado, pero melodioso al mismo tiempo (como siguiendo los acordes

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de la canción que escuchaba), que la descolocó y zarandeó el árbol. Mecida por el viento, la nota que hacía unos minutos había colocado en la copa del árbol se desprendió de sus ataduras y se balanceó dibujando circunferencias, como si flotara en el aire, hasta que encestó y fue acogida por el gran bolsillo del delantal que descansaba tras la puerta de la cocina.

3Atónita y boquiabierta, pudo enfrascarse y escuchar con más atención a través de sus auriculares:

“

The answer, my friend, is blowin’ in the wind.

The answer is blowin’ in the wind”.

3Claudia permaneció embelesada contemplando ese baile coreografiado. Como una autómata, pero pálida de la emoción y del frío, cerró la ventana, temblando y sintiendo aún el susurro del viaje del papel, escuchando todavía los murmullos que quedaron en la habitación.

Sacó la nota del delantal y a su lado encontró el pequeño cuaderno marrón con hojas perfila-

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das en la tapa, en el que su madre se recordaba a sí misma todo lo que no quería olvidar. Fue abrirlo y encontrar la receta de su tarta preferida, la que siempre le preparaba para su cumpleaños. ¡Cuán dulces fueron los recuerdos! La leyó y pudo evocar su sabor y su aroma mezclado con esa humedad salada que últimamente tan a menudo se deslizaba hasta su boca.

3Abrazada al delantal y al cuaderno fue a buscar su taza ya fría y se sentó en la butaca amarilla. Sorbiendo esa taza inacabable con su tristeza rebosando, leyó de nuevo la nota antes de guardarla dentro del abultado cuaderno: “Incluso las que no se van”, se repitió en voz alta.

3Por un momento, arrullada por las palabras de su padre y por los olores y sabores de su madre, se sintió como la hoja: volando en un tiempo sin tiempo, planeando por la habitación, turbada y arremolinada.

3Quiso seguir leyendo el cuaderno como leía los periódicos: empezando por el final, por la última anotación de su madre. “Cuando vayas al centro no olvides comprar a Claudia Las

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gratitudes de Delphine de Vigan”. El último libro que le regaló. En un impulso Claudia saltó, abrió la librería donde atesoraba sus lecturas preferidas y buscó un librito de tapas amarillas.

No le costó encontrarlo. Volvió a sentarse y lo abrió al azar:

“Michka me espera sentada en el sillón.

No hace nada mientras tanto. No finge leer, ni tejer, ni estar ocupada. Aquí esperar es una ocupación en toda regla.”

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CAPÍTULO 04

Carencia natural Yolanda López

3Cuando ya había amanecido, el día estaba opaco. Claudia tenía la mente en otro lugar, pero su cuerpo, en cambio, seguía deambulando por allí. Aquel cuerpo vacío iba completando con languidez las tareas rutinarias, con los ojos ausentes y la piel pálida bajo la luz fluorescente mientras su alma flotaba por el ambiente navideño de la estancia.

3Claudia lo organizaba todo metódicamente en su mente, sin embargo, tenía la sensación de que faltaba algo. Era imposible sacarse esa incertidumbre así que repasó de nuevo la decoración de su árbol, las bolas… y pensó en las luces. Las rescató de la caja. Sacó brillo a algunas

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que habían acumulado polvo por llevar tantos meses guardadas y las ensartó entre las ramas del abeto. Estaban allí, frías y muertas. Decidió encenderlas para comprobar que la calidez devolvería a la vida aquel abeto lleno de vida de antaño. Hubo un tiempo en que se habría sentido orgullosa de su decoración. En realidad, enchufar aquel alambre de bombillas blancas y uniformes era la parte más fácil del asunto: lo verdaderamente difícil era vencer el impulso de hacer lo mismo con su vida.

3Claudia se quedó allí, pinzándose el interior de las mejillas con los molares posteriores, condescendiendo la indecisión que la apremiaba y con una sonrisa forzada decidió seguir buscando en la caja de decoración. Vacía. Así estaba la caja y así se sentía ella misma.

3Cogió su portátil para escribir unas palabras, pero pronto cambió de opinión. Se levantó enérgica. Sus pies golpearon el suelo y atravesó la sala hasta llegar a la puerta. Buscó la llave a tientas y salió al pasillo, que siempre estaba oscuro. Se palpó el bolsillo derecho, descubrió que todavía conservaba el billete de veinte euros

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y descendió por las escaleras saliendo a la calle.

Aspiró el aire frío, que le cortaba la cara, sintiendo que le oxigenaba la sangre. Se encaminó tranquila por la acera sin rumbo fijo, siguiendo solo el impulso de caminar. Se abrazó a sí misma mientras sus piernas aceleraban el paso tropezando con gente que sonreía y vociferaba con las manos llenas de bolsas y gestualidad. Se paró en seco. Allí estaba su floristería favorita.

Aquella que la había abastecido de plantas para dar un aire hogareño a su casa, aquella a la que acudía cuando necesitaba flores frescas que la devolvieran a la naturaleza perdida desde que vivía en la ciudad.

3El escaparate era un reclamo de belleza y luz. Entró de súbito, tropezando en el escalón por no sentir los pies que ahora eran cubitos de hielo. La campanilla de la puerta advirtió de su presencia a cuantos estaban allí, incluida Mila, la florista.

—Adelante, ahora mismo estoy contigo Claudia — sonrió amablemente.Le devolvió el saludo con la mano y una sonrisa forzada.

3Esperó a que llegara su turno contemplando

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las nuevas adquisiciones que se presentaban en una pantomima de hogar que en nada se parecía al suyo y sí mucho a las películas americanas: flores de pascua de enormes pétalos rojos, guirnaldas de pino decoradas con elegantes luces plateadas, abetos pequeños con formas domesticadas, coronas navideñas para las puertas de entrada, muérdago coronado de perladas bolas…

3Observó a Mila, voz amable, sonrisa lenta, amor por las plantas y talento para cuidarlas, haciéndolo de un modo tan modesto que sus clientes le compraban cuanto les ofrecía. Ahora ya sabía lo que faltaba en su decorativa navidad.

— Dame todo el muérdago — dijo el señor de gorra escocesa delante de ella.

Claudia sintió el subsuelo temblar de inmediato. Y cuando el señor abandonó la tienda, un silencio se apoderó de la atmósfera. Ambas se miraron hasta que por fin rompió a decir: — Sí — dijo Mila, con la mirada fija en el recipiente de muérdago vacío-. Los hay que no dejan buena suerte para los demás.

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CAPÍTULO 05

Always giving parties Marta Gil

Y allí en la floristería, ambas se quedaron pensativas mirando aquel recipiente vacío, metáfora insistente de lo que llevaba Claudia cargando por dentro por tanto tiempo.

3En ese mismo momento un rayo de luz entró empeñado por el cristal de aquel atestado escaparate apuntando directamente a un reno de peluche gordito de patas largas. Mike le había regalado uno muy parecido al día de la fiesta en la que, casualmente, le tocó de amigo invisible. Tan invisible como se sentiría ella horas después, en el preciso momento en que su corazón se fragmentó de nuevo al ver cómo besaba a aquella chica rubia con vestido negro, que había llegado de Erasmus de cualquier lu28

gar nórdico y frío como su alma.

3Mike, su compañero de trabajo, el eterno amigo, su secreto más inconfesable y más reprimido. De él había aprendido tanto de literatura, había aprendido a amar los libros y, en especial, la poesía. Había leído cada recomendación casual que le ofrecía en cualquiera de esos deliciosos desayunos de trabajo en los que el tiempo se paraba y solo existían ellos. A la tarde de aquellos días frecuentemente salía corriendo en busca de sus recomendaciones a la Pérez Galdós, su librería favorita. Buscaba entre sus páginas algún mensaje escondido.

Imaginaba en cada frase una insinuación hacia su persona, un mensaje oculto que la sacara de aquella rutina y aquella vida sin sentido. Por desgracia aquellos mensajes nunca aparecieron con nitidez. Apenas le sirvieron para intentar en vano captar la atención de Mike con inteligente conversación, ya que la vida no la había dotado de gran belleza.

Consciente de aquella realidad, durante años había visto desfilar una por una a todas esas chicas preciosas por fuera y vacías por dentro

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que se empeñaban en hacer de él un compañero leal. Chicas preciosas y vacías, cual huevos Kínder con juguete roto incluido, en el momento en que eran reemplazadas por otras sin tiempo para reconstruirse y sin piedad. Y a cada reemplazo una nueva esperanza rota, una nueva decepción.

3—¡Ay, Claudita! — le había dicho Pat, su única confidente — a estas alturas eres experta en Kintsugi. A cada decepción una cicatriz de oro en tu corazón. No me extraña que estés hecha de oro puro.

3«De acuerdo, pensó Claudia, «creo que ya está bien de poner en manos de los demás mi destino. Se acabó ser la espectadora silente de mi propia obra de teatro. Me estaré volviendo loca, pero anoche sonaron dos veces las 11 en mi reloj, una nota manuscrita apareció de la nada y una brisa helada la metió en el mandil de mi madre. «Las oportunidades nos definen, incluso las que se nos van»… en mi mano está aprovecharlas…, pero ¿cuáles?. ¿Mi vida? Las gratitudes, ser agradecida solo puede significar una cosa…».

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3— ¿Sabes, Mila? Olvidémonos del muérdago. Tengo que organizar una fiesta. Quiero hortensias, lilas y claveles, al menos dos docenas. Y quiero que haya rosas a raudales. ¡Ah!, y estas — dijo apuntando a unas preciosas margaritas de colores — , estas me las llevo ahora.

3Y de allí salió Claudia cual Mrs. Dalloway preparando una fiesta, pero no para tapar el silencio, sino para llenarlo de gratitud por la vida y por esta navidad infinita que se le presentaba.

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CAPÍTULO 06

Cuantas veces fueran necesarias Marina Villoria

3Salió de la floristería recibiéndola de nuevo la claridad de aquel día gélido. Saltó a la calle con decisión, dejando atrás el sonido de la campanilla de la floristería, que la despedía hasta la próxima, y apretó contra su cuerpo el enorme y oloroso ramo que Mila le había preparado con todo el primor del mundo.

3La vida de la calle había perdido sus sonidos. El mundo parecía mudo porque la mente de Claudia bullía y su corazón palpitaba con una fuerza inusual en aquella época del año.

Los únicos sonidos que percibía eran sus la32

tidos fuertes y decididos y su vorágine mental. No sabía si se habían adueñado de ella los fantasmas del Cuento de Navidad de Dickens o es que se había vuelto rematadamente loca.

Se llevó una mano a la frente haciendo equilibrios con el ramo — desde luego no parecía tener fiebre y estar delirando, y si así fuera, ¿a quién le preocupaba estar febrilmente delirante? Se sentía viva y llena de una determinación que no sabía adónde la llevaría, pero tampoco le importaba. En su mente se agolpaba la primera frase del libro de Virginia Woolf — ¿Comenzaba con «Clarissa Dalloway dijo que ella misma compraría las flores» o con «La Señora Dalloway dijo…»? Tendría que volver a leerlo. Tampoco dejaba de sonar en su cabeza la canción de Bob Dylan que había estado escuchando — «How many roads must a man walk down. Before you call him a man?»… Eso, how many… No las suficientes, de eso ahora estaba segura. Nunca había intentado ciertas cosas las suficientes veces. Ahora comprendía que había tirado la toalla demasiado rápido. Con Mike.

Con la soledad tras el accidente de sus padres

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y su hermana. Simplemente había aceptado sus cartas: ser la amiga poco agraciada que se queda unos pasos atrás mirando como otras son las «afortunadas», quedarse sola; huérfana y sin su mejor amiga, su hermana Carolina, y limitarse a odiar en silencio a la Navidad, culpándola de todos sus males y carencias. Era una maestra en cuanto a retiradas del cuadrilátero se refiere.

3—Claro que sí, papá: «Las oportunidades definen nuestra vida. Incluso las que se nos van. En tu mano está aprovecharlas» — sonrió al cielo — Y hay muchas oportunidades que aún no se me han ido. Ni las voy a dejar marcharse así como así.

3El jarrón con flores la observaba desde la mesa del salón. Tenía el móvil en una mano y no dejaba de temblar. Intentó estabilizarlo, ayudándose con la otra. Respiró hondo y tocó la pantalla.

3— Hola. Sí… Ya, mucho tiempo. Bien, bien, todo bien, ya sabes, la Navidad y esas cosas, pero bien. Eh… Esto… Mike… No, no de verdad que estoy bien. De hecho estoy muy bien, como debería haber estado hace tiempo… Te

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he llamado porque me gustaría verte ¿quedamos a comer como en los viejos tiempos?…

Ah, sí, sí, claro que lo recuerdo. Genial, pues allí nos vemos. Hasta luego.

3El móvil temblaba en sus manos aún más que antes. Pero en su cara asomaba la sonrisa más increíble, una sonrisa que se le colaba por la boca y le llegaba al estómago. En ese momento se sentía abrumada y paralizada por un miedo absoluto. — ¿Qué iba a decirle? ¿Qué le amaba por encima de todas las cosas como si la hubieran sacado de un folletín de aventuras románticas del siglo XVIII? Cerró los ojos. Respiró. Le diría lo que tuviera que decirle. Esta vez no se iba a conformar con retirarse y observar, había llegado la hora de jugar cuantas veces fueran necesarias. La siguiente cicatriz de oro, si es que la había, la quería por alguna batalla luchada hasta su último aliento. Se acercó al abeto. Enderezó la nota de su padre que lo culminaba, al igual que culminaba su nueva determinación. Deslizó los dedos por varios adornos, deteniéndose en el cascanueces manco.

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3— Tranquilo, amigo, aquí a todos nos falta algo, ninguno somos perfectos… ¿O sí?...

3Se agachó y presionó el interruptor. Las luces cobraron vida y empezaron a parpadear en una tímida danza de luz cálida.

3— Feliz Navidad, Claudia.

Y se encaminó al cuarto de baño mientras se desprendía de la ropa que llevaba puesta por el pasillo.

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CAPÍTULO 07

La undécima campanada Tania Luzón

3Claudia atravesó bailando la densa nube de vaho provocada por el calor húmedo de su cuerpo. Hacía tiempo que no cumplía con el ritual que precede a una cita y esta, además, no era una cita cualquiera. Se dirigió hacia el armario mientras cantaba Blowing in the wind a todo pulmón y sus pasos se ajustaban al frenético palpitar de su corazón.

3Rebuscó entre toda su ropa, seleccionando diferentes colores y estilos, pero ninguno le parecía suficiente. Por un momento, los nervios se apoderaron de Claudia y las dudas le asaltaron ante lo que reflejaba esa superficie de cristal en la que se miraba. Sin embargo, haber sido testi-

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go durante tanto tiempo del desfile de mujeres que conseguían las atenciones de Mike le otorgaba una ventaja estratégica. Tras los descartes de rigor, se enfundó en un vestido que un día compró tras un impulso y estaba sin estrenar, ajustado y llamativo. Se subió a los tacones más altos que tenía, como si desde ese otro horizonte, separado solo por unos cuantos centímetros, se viese el mundo desde otra perspectiva.

3El espejo le devolvió la imagen de una extraña, pero sonrió. Lo había conseguido. Ya era como una de ellas.

3Por último, decidió ponerse, por primera vez desde el accidente, el abrigo de Carolina, ese que siempre le dejaba cuando debía enfrentarse a una cita importante. Era una forma de sentirla y, a la vez, de sentir autenticidad entre tanto atrezzo.

3Cogió el móvil justo antes de salir de casa.

Vio que tenía decenas de mensajes sin leer.

Eran de su grupo de amigas. Ahí estaban, todas ellas, como siempre; para compartir lecturas, para animar en un mal día, para calmar ante las incertidumbres, para aconsejar ante la más

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mínima duda, para enviar el más cálido abrazo en el momento justo. Su rostro dibujó al instante una sonrisa infinita. No estaba tan sola como pensaba.

3Cerró la puerta decidida, segura de sí misma tras ese disfraz que había diseñado.

3De camino al lugar en el que había quedado con Mike, vio, tras los cristales de los escaparates, cómo la gente se agolpaba y hacía colas kilométricas para comprar, o salían por la puerta perceptiblemente aliviados tras haber conseguido tachar una de sus innumerables tareas pendientes. Por más que se fijaba, no había alegría por ningún sitio, solo agobio y estrés.

3La Navidad, pensó, se había convertido en un paisaje donde se celebraba un ritual a gran escala. Un gigantesco y predecible belén viviente en el que cada persona representaba, día tras día, año tras año, su papel.

3Se detuvo en un semáforo en rojo. Alzó la vista y, frente a ella, en la puerta de un local, pudo leer en uno de los anuncios con grandes letras luminosas y parpadeantes, a modo de advertencia, “últimas oportunidades”.

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3Cruzó la calle sin perder de vista el letrero y, justo antes de entrar en el bar donde la esperaba Mike, Claudia se vio reflejada en el cristal.

3— Claudia, ¿quién es esa persona?; ¿eres tú realmente? — se preguntó — Porque es el único reflejo que debe importarte, el que tú ves.

3Hay que creer en la magia para encontrarla. En ese momento, sintió una ventisca helada que ya le resultaba familiar.

3No se trataba de insistir. Las cosas no cambian si hacemos siempre lo mismo, hay que explorar nuevos caminos. A veces, merece la pena salirse del mapa, cruzar fronteras, sobrepasar límites, porque son precisamente los lugares no recorridos los que te llevan a experiencias diferentes y extraordinarias.

3Volvió a fijarse en la persona que le devolvía el reflejo y recordó la frase de su taza: «Si hay verdad, hay magia». Lo había intentado, había tomado una ruta nueva, pero no había verdad en ella. Quizás todo esto no consistía en ser una pieza más del belén de Mike, pensaba al ritmo de las campanadas de su reloj, cuyo tañido solo ella oía. No así, al menos.

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3— Las oportunidades crecen con los riesgos que afrontamos, y también se construyen oportunidades a través de nuestros errores, solo tenemos que estar atentos a esos once repiques que, aunque bajito, siempre suenan — se dijo.

3Y mientras reverberaba el sonido de la undécima campanada, sonrió, consciente de que aquella no era su última oportunidad.

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CAPÍTULO 08

La felicidad es un hábito Sandra Antón

3Claudia seguía pensando que tras ese disfraz impostado no iba a estar cómoda con Mike. Sacó nerviosa el móvil, las manos temblorosas, le escribió: «Llego unos 5 minutos tarde, ¡¡perdona!! :)». Entró corriendo al centro comercial por la zona de ÚLTIMAS OPORTUNIDADES, atravesó el hall y bordeó el belén que estaban montando, se detuvo unos segundos. Recordó el que montaba junto a su padre en casa de la abuela Clara. Una mesa de playa hacía los honores, cubierta con una tela dorada que la abuela había encontrado años atrás en un contenedor. Las manos rechonchas de papá colocaban las pequeñas ovejitas, las gallinas, el

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musgo… Era natural que Carolina se pelease con ella para poner las figuritas del nacimiento del niño Jesús, así como la de los Reyes Magos siguiendo la estrella de Oriente. Notó un nudo en la garganta, las ganas de llorar iban en aumento, pero cogió aire con fuerza y continuó.

Entró al baño y se recogió el pelo en una coleta, tal y como Mike estaba acostumbrado a verla.

Con un trocito de papel, se retiró un poco de maquillaje, le parecía abusivo el que había utilizado y se retocó el rojo de los labios. Ahora sí, esta era la Claudia real, no la impostada. No quería ser una copia de las antiguas novias de Mike, quería ser auténtica, real, así es como debía gustarle, si es que eso ocurría algún día.

3Salió de los grandes almacenes y vio de espaldas a Mike entrando en el bar. Estaba guapísimo, como siempre. Llevaba unos pantalones vaqueros algo ajustados, unas bambas blancas y una chupa de cuero negra. El casco de la moto en el brazo derecho, con la mano izquierda iba quitándose un gorro de lana gris. El corazón se le aceleró, las manos le sudaban a pesar del gélido frío del día, se abrazó a sí misma y notó el

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ligero aroma del perfume de Carolina que aún seguía impregnando el abrigo. Quería huir, salir corriendo, no tener que enfrentarse de nuevo a una negativa. Pero mientras cruzaba con determinación la calle y escuchaba con fuerza el sonido de sus tacones, se repetía como un mantra; «las oportunidades definen nuestra vida, las oportunidades definen nuestra vida…».

3Al entrar en el bar, notó una bofetada de calor. Se quitó la bufanda, bajó los escalones despacio para no caerse de los tacones, notaba un pequeño temblor en las piernas. Mike estaba sentado al fondo, jugueteaba con el móvil distraído. Las lámparas del techo iluminaban su bonito pelo, ensortijado, cayéndole por la frente y de color miel. Cuando estuvo suficientemente cerca, Claudia le tocó el hombro y él la miró. Se levantó apresurado y cuando fueron a darse dos besos, enredándose entre bufandas y abrigos, se rozaron las comisuras de los labios.

El corazón no podía estar más atropellado.

3— Claudia, estás guapísima, como siempre.

Qué ganas de verte — dijo sonriendo. ¿Cómo siempre? Claudia no paraba de pen-

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sar en ese «como siempre», ¿de veras a Mike le parecía guapa? ¿O era un simple cumplido? Su madre siempre se lo decía, «tu inseguridad te impide crecer, confía más en ti, pequeña Clau, confía en las palabras también de aquellos que te importan».

3Estuvieron unos 40 minutos poniéndose al día. Cambios de trabajo, nuevos compañeros de piso de Mike, su nueva moto, risas, brindis con botellines de cerveza, por supuesto, la temida Navidad. Claudia recordó el gran ramo de rosas que compró a Mila, la fiesta que quería organizar y a la que sin duda quería que Mike asistiera. Claudia lanzó un suspiro y mientras Mike daba un sorbo a su cerveza, se lanzó a hablar.

3— Mike, quería invitarte a una fiesta que organizaré en unos días. Quizá es un poco precipitado, pero este año quiero darle otro sentido a estas fiestas. Ya sabes, después de lo de mis padres y lo de Carolina, estos días son muy complicados para mí. No sé qué haré, ha sido un impulso, un arrebato, pero sé que debo hacerlo para avanzar. Creo que estoy recibiendo

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una serie de señales que no debo desaprovechar.

3Mientras Claudia hablaba y hablaba como si de un torrente se tratara, Mike la miraba de una forma extraña. No sabía si era ternura, pena, admiración, desinterés… Claudia estaba desconcertada, paró de hablar.

3— Claudia, hay algo que hace tiempo quería decirte...

3ºEl tiempo, la respiración, el latido del corazón se paralizó. Tragó saliva, desconcertada dejó que Mike continuase.

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CAPÍTULO 09

Despedidas Cris Salan

3 — Bueno… — titubeó Mike — … he pedido una excedencia y a principios de año me voy, eh… nos vamos, Anjia y yo, a vivir a Tromsø, al norte de Noruega...

3— Pero…, ¿estás seguro? ¿No será un capricho pasajero? ¿Vas a dejar el periódico así como así…? — balbuceó Claudia, intentando que las lágrimas no salieran y con un millón de preguntas en la cabeza.

3— Así como así no, sabes que llevo tiempo asqueado, que las columnas de deporte me aburren y que quería un cambio… Lo he decidido hace meses, pero no he sabido encontrar el momento para decírtelo antes. Me gustaría

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trabajar en algo más serio, en ese libro que llevo posponiendo tanto tiempo…

3Claudia le hizo un gesto para que callase y sin decir nada se levantó de la silla, cogió el abrigo de Carolina y miró a Mike, lo miró quizás como nunca lo había mirado antes y con una amarga sonrisa le dijo: 3— Adiós, Mike, deseo de verdad que seas feliz.

3Salió del bar y, despacio, fue para casa. No entendía por qué, pero de repente no estaba triste; estaba decepcionada, decepcionada por un hombre al que había querido en silencio durante demasiado tiempo, pero no triste. La tristeza era otra cosa, ella lo sabía.

3Superar la pérdida de papá, mamá y Carolina había sido y aún lo era, la gran prueba de su vida; ¿qué era la pérdida de Mike en comparación? Un pinchazo en el estómago que duraría cuánto, ¿unos días, unas semanas, unos meses?

Nada en comparación al grito ahogado que se había quedado en su garganta durante muchos días tras el accidente; nada como esas pesadillas que poblaron sus noches durante casi un año y

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que a veces volvían; pesadillas en donde estaba ella sola, siempre ella sola, sola en un bosque oscuro, sola en una casa en llamas, sola en una carretera vacía; pesadillas de soledad, reflejo de la soledad y el vacío que sentía… ¿Qué significaba la pérdida de Mike en comparación con las veces en que pensó quitarse de en medio, en la de tardes que repasó las diferentes maneras de hacerlo? Por eso estaba ya cansada de llorar; por eso quería pensar en sí misma. Se acordó de repente de un poema que había leído unos días antes, «El pesimista piensa en ayer, el optimista en mañana, el realista en hoy. El poeta en ti». Ella sería su propia poetisa, ella encontraría la manera de afrontar lo que le quedaba que aunque no era lo que ella hubiera elegido, ya era mucho, y así, en un instante todo fue más claro.

3Decidida volvió a casa, abrió el chat Amigas Infinitas y escribió: «Chicas, este año me pierdo las uvas de Nochevieja. No os preocupéis, hacía meses que no me sentía tan viva».

3Pero antes debía visitar a alguien; cogió el ramo de flores de Mila y el pequeño cascanueces

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manco y volvió a salir. Aunque la temperatura había bajado considerablemente los últimos días ella apenas notaba el frío. Saludó a Igor con la mano, este le devolvió el saludo con una sonrisa sincera; hacía demasiados días que no iba por allí pensó, al salir se acercaría a charlar un rato con él. Había más polvo que la última vez; sacó un paquete de pañuelos de papel e intentó limpiar la lápida de su familia lo mejor que pudo; repasó las letras de los nombres con el dedo y al terminar dejó las flores junto con el cascanueces encima del panteón.

3El taxi llegó puntual y Claudia no iba a hacerlo esperar; llena de energía tras una noche en la que al fin había dormido más de 8 horas seguidas; cerró la maleta y bajó las escaleras lo más aprisa que pudo. Ya sentada en el taxi de camino al aeropuerto se preguntó una vez más «How many roads must a man walk down?»…

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CAPÍTULO 10

Allá vamos Carol Mateos

3Iba en el taxi, mirando por las ventanas empañadas. Una metáfora de lo que pretendía con este viaje, o con esta locura, aún no lo tenía demasiado claro. El cristal era como una bruma que le impedía ver con claridad, pero que separaba el frío helador, del calor agradable en el interior del coche, un calor que era «hogar».

Era esa fina capa de cristal la que separaba lo que había sentido desde hacía tiempo de lo que quería sentir a partir de ahora.

3Los últimos días habían sido de lo más reveladores. Esa tristeza al llegar diciembre, esa nota de su padre, que le hablaba de oportunidad. La última campanada, la duodécima, que

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últimamente nunca llegaba a sonar. El encuentro con Mike. Tenía claro que todo eran señales, señales que le invitaban a buscar su Navidad, a buscarse a ella misma y es lo que iba a hacer.

3Llegó al aeropuerto y sonrío. Hacía tanto que no cogía un avión. Pensó en si se habría olvidado algo, pero rápidamente lo desechó, llevaba lo más importante con ella: la nota, el cascanueces manco, el cuaderno marrón de su madre y el abrigo de las citas importantes: el de su hermana Carolina.

3El avión despegó a la hora prevista y cuando estaba en el aire una sensación de libertad inundó su cuerpo. Cerró los ojos, sonrió y su corazón empezó a latir a una velocidad mayor.

Sin pretenderlo brotaron lágrimas de sus ojos, esta vez, y a diferencia de todas las anteriores, de alegría. Se sentía libre y con la determinación de que esta vez ella pilotaría su vida.

3De repente notó un golpecito en el hombro: 3— Señora, ¿se encuentra bien?

3— Para serle sincero, creo que nunca me había encontrado tan bien. Gracias por preocuparse.

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3Y así era. Elevarse nunca le había hecho sentir tanta libertad, de alguna manera se había liberado de ese peso que llevaba tiempo arrastrando.

3Tras varias horas de avión, sacó su libreta y decidió que había llegado el momento.

Iba a escribir todos los días. «¿Por qué escribir?», se había planteado. Para que la vida no se escape entre los dedos, para plasmarla, para dejar constancia, para dejarse llevar, para que su mano suelte lo que a su cabeza, a veces, le cuesta ver. Tenía claro cuál sería el principio de todo aquello, esas frases que ella misma se dijo y que quería que nunca se le olvidaran: «Las cosas no cambian si hacemos siempre lo mismo, hay que explorar nuevos caminos. A veces, merece la pena salirse del mapa, cruzar fronteras, sobrepasar límites, porque son precisamente los lugares no recorridos los que te llevan a experiencias diferentes y extraordinarias.»

El ruido del piloto indicando el aterrizaje la despertó. Ya estaba allí. Este era su punto de inflexión. Su navidad no volvería a ser una cena

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solitaria, no vería las calles llenas de nieve, no sería su fría navidad de siempre. Había decidido buscar el calor, un calor agradable que notaría en sus mejillas. No quería más agua salada corriendo por su rostro, sino que esta vez, el agua salada sería símbolo de renacer, se iba a meter en ella de cuerpo entero. Quería luz, de la de verdad, no de la artificial, color, del de verdad, no del de las bolas de navidad. Quería una navidad distinta a lo que conocía, quería su navidad. Quería empezar sus propios rituales.

Cerró los ojos, tomó una fuerte respiración y se dijo: «aquí estamos, está será mi navidad». Las puertas de cristal se abrieron y pudo leer en un cartel: «Bienvenida a Oaxaca».

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CAPÍTULO 11

Oaxaca Irene Burgos

3Por fin había llegado a Oaxaca. La mezcla de emociones la invadía, tenía un millar de sensaciones. Tenía una misión importante que cumplir y a la vez un miedo horroroso. En ese momento, era una coctelera con patas y con una chaqueta en pleno calor invernal.

3Quería encontrar a su abuela Isabel, pero no sabía muy bien por dónde empezar. Sin embargo, en esos precisos momentos, volver a subir al avión y volar de vuelta a enterrarse en la nieve no era una opción. Así que «Claudia: respira, mirada al frente y pa’ lante».

3Se subió a un taxi sin saber muy bien a dónde quería que la llevara así que dijo lo primero que le vino a la mente: «El Zócalo ».

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3Por la ventana veía correr colores: colores que hablaban de alegría, que le iban dibujando una sonrisa y la alejaban de la blanca nieve. En la radio sonó Dios nunca muere cantada por Eugenia León. ¿Cuántas veces les había cantado esa canción su mamá? ¿Cuántas veces les hacía escuchar una y otra vez a Eugenia León? Claudia recordaba que su padre Salvador siempre decía que Eugenia era una más de la familia.

Sin darse cuenta esa agua salada de la que había huido volvía a correr por sus mejillas. «¡Vaya!, pues sí que había durado su promesa de no volver a llorar», pensó. Pero esta vez, esas lágrimas hablaban de reencuentro, de familia, de raíces, de promesas y de encontrarse a una misma.

Así que, bienvenidas fuesen cada una de ellas.

3Llegó al Zócalo de Oaxaca y no podía creer lo que sus ojos veían: estaba llena de luces que iban a una especie de pérgola gigante donde colgaban unas estrellas preciosas. Anduvo alrededor de la pérgola y se imaginó a su madre jugando alrededor y a su abuela Isabel vendiendo flores de todos los colores y respiró hondo, muy hondo, tanto como pudo para oler esas flores y

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escuchar esas risas.

3Se sentó en una heladería de la plaza y se tomó un helado. A Claudia le pareció de lo más divertido comerse un helado en plenas navidades. No había de turrón, así que pidió de chocolate y se sentó a mirar, a disfrutar.

3Pensó que el primer paso para encontrar a su abuela era buscar un alojamiento porque iba a ser un poco pesado ir andando con la maleta a cuestas. Buscando por internet encontró un alojamiento cuyos anfitriones se llamaban Gabriella y Gabo y que tenía un encanto y una personalidad que la hicieron sentir en su hogar solo con ver las fotos. Llamó y Gabriella le dijo que sin problema podría alojarse allí tanto tiempo como necesitara.

3La casa era un pisito independiente, muy pequeño, con las paredes de ladrillos y los muebles de madera rústica. Tenía cuadros de colores muy vivos que unificaban el ambiente de la casa. Dejó la maleta encima de la cama y la abrió sacando con delicadeza el regalo que tenía preparado y que con tanto amor había guardado para su abuela.

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Oaxaca

CAPÍTULO 12

La herencia del cuaderno marrón Edurne Sanz

3Lejos de tratarse del típico turrón navideño con sabor a rancio y regusto a ese pasado tan amargo que ansiaba dejar atrás, antes de subir al avión había tenido claro que una forma realmente poética de cerrar el círculo vital que representaba su vida hasta ese momento, pasaba por hacer volver a su primera poseedora el cuaderno marrón. Ese cuaderno, había sido un regalo de la abuela a su madre cuando esta cumplió los dieciséis años de edad, y que su madre la había regalado a su vez a Claudia cuando hubo alcanzado la misma edad, a pesar de las rabietas de su hermana menor Carolina.

Las tres generaciones de mujeres primogénitas de su familia, habían permanecido siempre 60

unidas en el tiempo a través del cuaderno marrón de tapas blandas y piel roída, con sus páginas ya amarillentas y repletas de pensamientos, ideas, frases, poemas, recetas y referencias de diferente índole.

3Se sentó sobre la cama dejando reposar el cuaderno sobre sus rodillas mientras lo observaba con detenimiento, como si en él esperase hallar alguna respuesta. Permanecía embelesada rozando las yemas de sus dedos suavemente contra la tapa, cuando de golpe, del mismo modo que había sucedido días atrás cuando se encontraba de pie en su cocina, las ventanas de madera de la pequeña habitación rechinaron abriéndose de par en par, dejando entrar una bocanada de aire extremadamente caliente que rezumaba un olor sospechosamente familiar.

Cerrando los ojos de placer, dejó que su mente divagara en un intento de averiguar a qué le recordaba esa mezcla de canela, achiote y cilantro… Y entonces, como por arte de magia, una imagen de su tempranísima primera infancia vino a visitarla. En ella, su abuela Isabel, de tez morena y una larga trenza reposando sobre su

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espalda, se encontraba erguida a su lado en la vieja cocina de la casa de Oaxaca, vestida con un delantal rojo de flores, a conjunto con sus pendientes de botón del mismo color. Mientras canturreaba, le sonreía con cariño y afecto de vez en cuando mientras vertía uno a uno distintos tipos de ingredientes — algunos de naturaleza y procedencia difícilmente identificables — en un cazo negro humeante de gran tamaño.

Sobre la encimera de pizarra reinaba el caos absoluto, pero de entre todos los utensilios, tarros, especies y demás, reposaba el mismo cuaderno marrón que ahora sostenía entre sus manos.

Estaba abierto por una página al azar, pero en la cabecera podía llegar a leerse perfectamente algo así como Receta para el mal de amores.

3Claudia no había podido recordar nada de eso hasta ese preciso instante, así que debía de significar algo realmente importante. Súbitamente, abrió los ojos, presa de la ilusión como quien acaba de descubrir una fórmula secreta, y empezó a pasar las páginas del cuaderno frenéticamente, con el corazón a punto de salirse de su pecho, ahogada de excitación.

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Desplazándose sus dedos tan rápidos y ávidos que no podían tan siquiera verse, como sucede con el movimiento de las alas de las abejas que revolotean alrededor de una flor en busca de su preciado néctar, empezó a leer algunos de los titulares: Receta para días lluviosos, Receta para las mañanas de lunes, Receta para la concentración... Hasta que, por fin, se detuvo al toparse con la que estaba buscando.

3La página de la receta para el mal de amores era como cualquier otra: debajo del peculiar titular, un listado enumerando los ingredientes, siguiéndole después varios párrafos enteros de minuciosa descripción. Sin embargo, en el extremo inferior derecho, parecía haber algo escrito con letra extremadamente diminuta.

Bajó rápidamente al salón, atropellándose con sus propios pasos, donde Gabriella y Gabo parecían discutir sobre algo. Los dos callaron al instante al verla aparecer tan de repente.

3— ¿Qué te sucede, mi hija? — preguntó Gabriella haciendo una mueca de preocupación.

3— Necesito una lupa. Es muy urgente. ¿Tenéis una lupa?

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3Y mientras estas palabras salían por su boca, la mirada de Claudia cayó en una lupa de madera oscura que reposaba sobre la mesita, al lado de la chimenea que presidía la estancia.

Fue a cogerla de inmediato, la colocó sobre la hoja del cuaderno, y las letras tomaron sentido en forma de dirección:

Motel Urban.

Calle Niños Héroes 411 Oaxaca

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CAPÍTULO 13

El Motel Emma Espejo

3Nada más entender que esas palabras tenían sentido, independientemente de la receta, se le erizó la piel. Era una pista.

3— ¿Sabrían decirme dónde queda esta dirección?— les preguntó a sus anfitriones que todavía la miraban con preocupación. Ellos se acercaron y repitieron la dirección en voz alta varias veces.

3— Si no recuerdo mal Niños Héroes es la calle paralela al río entre este y la carretera Internacional, pero no estoy seguro a qué altura queda eso, ahorita se lo miro, mijita. Gabriella, tráigale a la niña una silla que voy a por el laptop y confirmamos.

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3— Gracias, Señor, no se preocupe, lo puedo mirar directamente con el mó… (y ahí recordó que a veces debía cambiar su vocabulario)… el celular. Así también me indicará cómo ir.

3Comprobó donde quedaba el motel en el mapa y la mejor opción para llegar: con lo baratos que son los servicios, pedir un uber aquí era un sueño, ya que en España por ese importe te llevan a la manzana de al lado.

3Dio las gracias a la pareja y volvió a su habitación. Tenía mucho sueño y muchas ganas de ir a ver a su abuela, pero ahora que tenía esa pista entre manos, sentía que tenía que descifrarla. Era otra manera de llegar a ella, de conocerla mejor, de saber de su pasado. ¿De quién era esa dirección? Y ¿por qué estaba escrita en la página del mal de amores?

3Por un momento tuvo el impulso de escribir un mensaje a Mike y contarle su aventura. Había sido su confidente durante tanto tiempo que en esos momentos de silencio en los que uno necesitaba hablar, su oyente había sido siempre él. Eso tenía que cambiar… Tenía que cambiar en ella, ya que era ella la que le había asigna-

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do ese lugar en su vida. Tenía que recolocar a Mike, cambiarle el rol. «Centrémonos» se dijo, «estás en Oaxaca, vas a ver a la abuelita y antes vas a descifrar qué significa esta dirección, no te despistes que te van a dar las campanadas y tú todavía aquí».

3El uber llegó a los 20 minutos y 30 minutos después llegaba a su destino: La calle de los Niños Héroes, número 411. Era un motel, bastante moderno, cosa que le sorprendió. Dado el momento en el que se debió de escribir la nota en el cuaderno se esperaba un edificio antiguo, con algún toque de arquitectura colonial, con historia. Era un edificio minimalista, blanco, pero le faltaba el encanto que ella se había imaginado. Entró y le recibió un chico sonriente de pelo negrísimo, estatura media, que llevaba gafas de pasta.

3— ¡Buenas! ¡Bienvenida al Motel Urban! Mi nombre es Fernando, pero me puedes llamar Fer. ¿Tiene una reserva?

3— Buenos días, Fer, me llamo Claudia. No tengo reserva, verás, vengo porque me habían recomendado venir a este motel, pero la perso-

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na que me lo recomendó… digamos que no le encaja mucho el estilo del hotel. Es mi abuelita la que me habló. ¿No sé si quizá se refería a otro lugar?

3— ¡Aaaah! ¡Obvio! Este es mi negocio ahora.

Antes el motel era de mi abuelito y su hermano, ellos llevaban el motel y era muy diferente.

Hicimos una reforma hace unos 10 años y lo cambiamos completamente. ¿Tu abuelita había estado acá?

3— No lo sé, es lo que estoy intentando averiguar. He conseguido esta dirección por un antiguo cuaderno de ella en el que la había apuntado. Ella vive en Oaxaca. Pensé que quizá aquí se encontraba algún conocido de ella.

3Fer miró hacia un lado. Había una puerta de cristal tras la cual se intuía un escritorio con una lámpara encendida y una persona sentada al lado.

3— Mi abuelito ya no está, heredé yo el negocio, pero su hermano todavía me acompaña algunos días y lleva parte de la contabilidad. Veo que todavía está en el despacho. Espera que le pregunto y quizá puedas hablar con él.

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CAPÍTULO 14

¿Qué estoy haciendo?

Carol Mateos

3Tras el cristal Claudia veía como Fer charlaba animadamente con su tío. Un señor con un denso pelo blanco y de cuerpo frágil. Fer movía las manos y terminó por señalarla, justo en el momento en el que su tío se giró. Se quedó unos segundos mirándola y por fin accedió a levantarse. Con paso lento, pero con mirada decidida se presentaron ante ella: 3— Este es mi tío Matías.

3— Mucho gusto.

3— Ella es Claudia, está buscando información de su abuelita y bueno, quizá tú puedas ayudarla.

3— Encantada, Matías.

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3— Espero poder ayudarte, estaba muy concentrado con los números del hotel. Poder volver a concentrarme me va a costar, a esta edad la cabeza ya no hace lo que uno quiere.

Claudia ni siquiera escuchó las palabras de Matías. Se había quedado mirando sus ojos.

Unos preciosos ojos azules, un azul intenso, unos ojos que impactaban y que le recordaban, inevitablemente, a los ojos azules más bonitos que había visto nunca: los de su madre.

3— ¿Y bien, Claudia, en qué puedo ayudarle?

3— Oh, sí, disculpe. Verá, estoy intentando saber si mi abuela estuvo aquí hace muchos años. Al menos cuando yo era una niña.

3— ¿Cómo se llama su abuela?

3— Isabel.

3— Comprenderá que por aquí ha pasado mucha gente, solo con el nombre de Isabel no creo que pueda recordar nada más.

3— Oh, sí, disculpe. Su nombre es Isabel Hernández, es morena y siempre lleva una trenza negra.

Fer tomó la conversación y dijo: 3— Quizá podamos buscar en los registros y

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si vemos algo interesante llamarla.

3Matías le dio un manotazo en el brazo y dijo: 3— Continúe.

3— Es de aquí de Oaxaca y bueno, lamentablemente no puedo darle muchos datos más.

Quería saber más de ella y sé que tenía anotada esta dirección en un cuaderno, bajo una receta contra el mal de amores. Lo sé, suena un poco raro, pero estoy segura de que esta dirección apuntada me quiere decir algo.

3— ¿Y dice usted que se llama Claudia y es su nieta?

3— Sí, así es. Isabel tuvo una hija, mi madre, pero nosotras nos criamos en España.

3De repente la cara de Matías cambió. Se puso tenso, frío, serio. Claudia notó como entre Matías y ella se creó un abismo.

3— No recuerdo nada, señorita. Lo siento.

Me tengo que ir a continuar con mis números.

3Matías volvió a su despacho y cerró la puerta de un portazo.

3— Lamento no haber podido ayudarte, Claudia —dijo Fer—. Déjame tu teléfono.

Aunque mi tío dice que no recuerda nada…,

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creo que yo voy a mirar en los registros que tenemos. Si viera algo que pudiera interesarte, te llamo.

3— Muchas gracias, no sabes lo que te lo agradezco.

3Claudia volvió al apartamento con una sensación rara. Los ojos de Matías le habían recordado a su madre y esto le había puesto melancólica. El no haber podido sacar nada de información e incluso el portazo de Matías le había hecho replantearse todo esto. Se sentó en la cama y mirando el abrigo de su hermana Carolina sobre la silla se planteó si todo aquello era una locura. Si había perdido el norte… Se había plantado en México a buscar a su abuela y en lugar de eso había ido a un motel a preguntar ya que vio una dirección en un cuaderno. Cierto es que la nota de su padre, la confesión de Mike y las 11 campanadas continuas le habían dado impulso a tomar las riendas de su vida y tomar acción en lugar de lamentarse, pero quizá había llegado demasiado lejos. ¿Qué estaba haciendo? Era diciembre, estaba en un lugar lejos de su casa, jugando a los detectives.

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3— ¿Qué estoy haciendo? — dijo en voz alta y de repente empezó a llorar. A llorar de nuevo.

3Un ruido la despertó, se había quedado dormida. El móvil vibraba en la mesilla. Con los ojos hinchados del llanto, le costó afinar la vista. El móvil seguía vibrando.

3— Sí.

3Contestó con voz somnolienta.

3— Hola, ¿Claudia?

3— Sí, soy yo.

3— Hola, soy Fer el del motel. Nos vimos esta mañana, ¿recuerdas?

3— Sí.

3— Verás, después de irte, estuve hablando con mi tío. Me pareció raro el cómo se fue y el portazo que dio. Y bueno… Creo que quizá podamos ayudarte.

3— ¿Sí? ¿De verdad?

3— Sí, mañana es mi día libre. Voy a organizar una pequeña cena con mi tío en uno de los patios del motel. Creo que podrías unirte a nosotros. ¿Te parece?

— Sí, claro. Nos vemos mañana.

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CAPÍTULO 15

Un sueño y un calcetín Yolanda López

Se desperezó y, una vez recuperada del impacto por la llamada, miró la hora. Eran las diez de la noche, el jet lag había hecho que cayera rendida fuera de horas. Se sentía extraña, así que, sentada en el borde de la cama, volvió a tumbarse hacia atrás estirando los brazos por encima de su cabeza. Contempló los techos elevados, sus cornisas labradas y ese ventilador que movía el aire del aparato acondicionado dando una sensación de mayor confortabilidad a la estancia. Volvió a cerrar los ojos, vencida.

Un flash repentino iluminó su pensamiento. La imagen de una niña la atravesó fugazmente y recordó haber soñado con ella minutos antes.

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Quiso retomar su voz onírica y mantuvo los ojos cerrados mientras se dejaba mecer por el sonido de las aspas. Se quedó dormida, de nuevo. *** 3Una niña corría descalza por la hierba mientras escapaba de la mirada adulta de quien la perseguía. Se volteaba y el pelo le cubría la cara, mostrando la sonrisa de sus dientes desiguales bajo unos ojos brillantes de alegría. Continuaba corriendo al mismo tiempo que su vestido blanco le acompañaba bailando. El aire era cálido. Volvió a girarse. Desafiante se paró y de pie, en medio del campo, cruzó los brazos a la altura de la cintura y se sostuvo con las manos.

Las mujeres llevan siglos preocupándose en esta postura y ahora la adoptaba ella, imitando a su abuela. Siguió con los ojos el deslizante camino que había dejado y por el que se acercaba su padre. En la mano derecha un trozo de papel y en la izquierda un calcetín. Esperó paciente a que él la alcanzara porque sabía que el juego

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no había terminado. Estaba ahora a dos pasos y calculando el tiempo que tardaría en darlos, se abalanzó sobre sus brazos de un salto. La recogida era hogar y nunca la defraudaba. El rostro del hombre lo cubría una ligera niebla, pero podía sentir su cariño y su complicidad.

El aroma a padre la envolvió y pudo escuchar cómo le susurraba al oído: 3— Vamos, ahora tienes que ayudarme 3Con delicadeza la niña sostuvo su mano derecha alzada mientras su padre le enfundaba el calcetín. Se sonreían. Ahora el padre le entregó en la mano izquierda la nota.

3— Lee, serás la mejor lectora y escritora de nuestra familia porque entenderás a través de las palabras las claves de nuestra estirpe.

3Sin entender la profundidad de los motivos, comprendía la encomiable misión que debía cumplir: aprender a leer para ser el orgullo de su familia.

3Y la niña leyó: 3— In-clu-so las que no se ven... ***

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3Claudia sintió que su cuerpo dio una sacudida repentina y se despertó sobresaltada. Se incorporó en la cama sentándose nuevamente en el borde y notó el pálpito acelerado de su corazón mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. Se los cubrió con ambas manos aunque no pudo evitar el llanto incontrolable, sonoro y profundo.

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CAPÍTULO 16

Temblores y champán Marina Villoria

3La mañana se abría ante ella con la luminosidad de un sol que se adivinaba abrasador desde el principio del día. Llorar siempre la vaciaba y la dejaba en un estado de calma sin sonidos que le permitió callejear por la ciudad con el ánimo renovado. Le resultaba fácil pensar mientras andaba.

3Pensaba en el sueño de la noche anterior, en esa profecía sobre entender la historia de la familia gracias a su conexión con las palabras. ¿Habría soñado con aquella frase por haber encontrado anotada esa dirección en el cuaderno

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de su abuela y estar intentando encontrar información que la hiciera sentirse más unida a la única familiar que le quedaba por parte de su madre? Sus pasos empezaron a centrarla en la figura de su abuela. En su mente se empezaron a agolpar frases sueltas, momentos de charla con su madre y con su propia abuela gracias a los cuales Claudia había tejido una red de información sobre quién era su abuela, aunque hasta ahora no se hubiera cuestionado su identidad.

3Las abuelas son esas personas que huelen a hogar, que recogen y abrazan para que el cuerpo deje de doler, de tener frío o de sentirse asustado. Son esas personas que soplan en el cuello las tardes de verano asfixiantes echando la trenza a un lado para que el escalofrío te arranque una carcajada y se te olvide que te sudan hasta las manos. Las abuelas son y ya sólo con eso uno se siente satisfecho. No hay nada más que preguntar; no es necesario saber nada más.

3Ella misma le había contado que apenas tenía dos años cuando un gran terremoto

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destruyó prácticamente la ciudad de Oaxaca.

Ese mismo terremoto que destruyó edificios y llenó de escombros las calles, también hizo tambalear los sueños de sus habitantes y, sobre todo, rompió el corazón de su bisabuela. Mucha gente abandonó la ciudad tras el seísmo, entre ellos su bisabuelo, que se marchó con una maleta pequeña y la promesa de volver a por ellas cuando hubiera encontrado un trabajo con el que volverse a ganar el pan. Su abuela nunca lo contó con pena. Uno no siente pena por quien no conoce, decía.

3Desde el día en que se hizo evidente que su bisabuelo no regresaría, su bisabuela se dedicó a trabajar para sacar a su abuela adelante y a no mencionarlo nunca más. Durante la infancia y la juventud de su abuela, habían vivido en la casa de la familia para la que su abuela comenzó a trabajar. Era una de las pocas familias adineradas que habían quedado en Oaxaca tras el terremoto y aunque parte de sus propiedades se vieron afectadas, consiguieron aguantar manteniendo su posición desahogada. Fue la construcción de la carretera Panamericana lo que les volvió a

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llenar las sacas de dinero, como decía su abuela.

Gracias a ella, el turismo comenzó a llegar a la región de Oaxaca y se avivaron los negocios de la familia Guzmán. Así se llamaban. Su abuela le contó cómo celebraron la inauguración del tramo que pasaba bordeando a la ciudad de Oaxaca, brindando con champán; un lujo que por aquel entonces pocos podían permitirse.

Su abuela tendría unos diez u once años y siempre le contaba, riéndose como una niña, las cosquillas que las burbujas hicieron en su boca.

3El calor empezaba a apretar cuando la necesidad de buscar una sombra le hizo darse cuenta de que estaba delante de la Basílica de Nuestra Señora de la Soledad.

3— Vamos, acompáñame a la basílica.

3— Pero ¿por qué te gusta tanto ir allí, abuela?

3— Porque allí me enamoré por primera vez.

3— ¿Del abuelo?

3— Del abuelo.

3— Yo no me voy a enamorar nunca, ¿sabes, abuela?

3Claudia sonrió, mientras los ojos se le vol-

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vían a llenar de lágrimas. Contempló la hermosa fachada del edificio y casi pudo sentir la compañía de su abuela. Esa noche cenaría con Fernando. Esperaba que haber aceptado esa invitación sirviera para aclarar ese extraño comportamiento de su tío Matías el día anterior.

No quería dilatar mucho más ponerse a buscar la nueva dirección de su abuela. Seguía sin entender cómo había podido traspapelar la carta que recibió como respuesta a la pequeña misiva que mandó a la congregación religiosa donde su abuela vivía desde hacía unos años para informar del trágico accidente de sus padres y su hermana. En ella le detallaban a Claudia que lamentablemente Doña Isabel ya no estaba en condiciones de comprender la dimensión de tan trágicas pérdidas, y le informaban de que debido a la venta del inmueble en el que hasta ahora habían tenido la residencia, su abuela pasaría a residir a partir de entonces en otra ubicación. En la carta le facilitaban la nueva dirección, de la que no recordaba absolutamente nada. Como no recordaba en qué momento aquella carta se había traspapelado para no vol-

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ver a aparecer jamás.

3— Buenas tardes, señorita. ¿Puedo ayudarle en algo?

3— Sí, claro. Si es tan amable me está esperando Fernando… — en ese momento cayó en la cuenta de que no sabía su apellido.

3— Sí, por supuesto, señorita, el Señor Guzmán. Pasé por aquí.

3Mientras caminaban entre las mesas, vio que de una del fondo se levantaba Fernando al verla acercarse. Matías parecía estar ocupado colocando la servilleta sobre sus piernas y no prestó atención a su sobrino.

3— Claudia, un placer tenerla de nuevo con nosotros — le dijo mientras le tendía la mano para guiarla caballerosamente hacia la silla que continuaba vacía.

3En ese momento Matías volvió de su ensimismamiento con la servilleta y su semblante se volvió tan duro como el día anterior antes de desaparecer dando aquel portazo.

3— ¿Por qué no me habías dicho que pensabas invitar a esta señorita, a la que no tengo nada más que contar?

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3— Tío, por favor, tranquilícese. No hace falt…

3— Sí que hace, jovencito. Si ya he dicho que no sé nada, es que no sé nada.

3— Por supuesto, Matías… Señor Matías…

Yo… — Claudia intentaba encontrar las palabras para excusar su presencia — Discúlpeme si me he atrevido a molestarle preguntándole sobre mi abuela. Verá, es que ella es la única persona que queda viva de mi familia materna y me gustaría… Verá, me gustaría conocer un poco más de su vida. Después de la muerte de mis padres…, de mis padres y de mi hermana, yo…

3El semblante de Matías volvió a cambiar.

3— ¿Dice que su madre ha muerto?

3— Sí. Lamentablemente sí.

3Matías dejó caer ambas manos sobre la mesa.

Cayeron como muertas. Su barbilla comenzó a temblar y unas lágrimas grandes y brillantes se descolgaron de sus ojos y corrieron por su piel curtida y arrugada. Claudia y Fernando se miraron sorprendidos y volvieron a mirar a Matías.

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3— ¿Usted conoció a mi madre, Señor Matías?

3— Su… madre era hija mía. Mi hija.

3Claudia miró a Fernando sintiendo un nudo en el estómago. En ese momento se oyó descorchar una botella de champán y los aplausos y las risas que siguieron, ahogaron el sollozo que comenzó a sacudir el cuerpo de Matías.

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CAPÍTULO 17

Los ojos de Matías Lara, Solange Vernon

3Esos ojos. Los ojos de Matías.

3Esos ojos la habían transportado a otro tiempo, a la calidez de los brazos de su madre.

A los olores de su infancia y de su abuela.

3De repente se habían ordenado algunas piezas del puzzle aunque no todas acabaran de encajar. Fogonazos de su infancia aparecían y desaparecían dejando huecos inconclusos.

3En su viaje había imaginado de mil formas el reencuentro con su abuela: sus ojos vidriosos, esos que tal vez no la reconocerían, su mano huesuda y frágil posándose sobre la suya. Había escrito en su cabeza mil y una conversaciones, preguntas y respuestas. Disculpas, muchas disculpas. Había dibujado momentos de luci-

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dez casi mágicos en los que su abuela le haría alguna revelación, en los que tendrían una conexión especial, un momento cinematográfico de esos que todos esperamos.

3Pero nunca, nunca, ni en esa mente suya tan centrifugadora de historias, había pensado encontrarse con su abuelo. Él siempre había sido una mancha, un lamparón de grasa en ese cuaderno de tapas viejas que la había traído hasta aquí.

3Claudia y Fer llevaron al anciano a su cama una vez lograron calmarlo y los temblores cesaron dando paso a un cansancio extremo. Por un momento pensaron en llamar a un médico, pero la negativa de Matías fue rotunda.

3Su brusquedad inicial se había quebrado y hecho añicos recordando a aquel joven caprichoso y adinerado que se había enamorado de una chica pobre, encima diez años mayor que él. ¿Dónde se había metido? Pues en la sacristía de la Basílica de Nuestra Señora de la Soledad. Allí donde quedaban al principio solo los primeros miércoles de cada mes y luego días alternos. Y luego… casi cada día.

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3¿Dónde fue a parar? A un agujero en el que vio su vida pasar, su huida, su orgullo, su cobardía, esa que le impidió ponerse el mundo por montera y luchar por lo que importaba: aquellos ojos azules como los suyos, sangre de su sangre, y aquella trenza larga y negra que le había hecho perder la cabeza.

3Demasiados años, demasiadas visitas tardías a la residencia cada miércoles sin resultado. Y ahora... su nieta. ¿Una oportunidad, una broma de la vida, de la Navidad?

3—Toma, esto al menos te refrescará — dijo Fer a Claudia mientras le tendía un vaso transparente con rodajas de lima y se sentaban juntos en el gran salón.

3— Gracias, la verdad es que es el típico momento en el que a pesar de estar en una Navidad calurosa bien podría tomarme un té caliente y esperar que unos niños llamaran al timbre pidiendo aguinaldo con gorros y guantes. Estoy helada. Sigo en shock. Parece que estoy viviendo un cuento de Navidad que no me pertenece…

3— Umm… Té no puedo ofrecerte, pero un

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café de olla exquisito sí. Así me cuentas desde el principio cómo has llegado hasta aquí. Creo que tenemos una larga noche por delante en la que tal vez yo pueda ayudarte con algún dato.

Para empezar, mañana mismo puedo llevarte a la residencia donde está tu abuela, es mi día libre.

3— ¡¿Cómo, sabes dónde está?!

3— ¡Claro!, Matías ya no está para conducir y soy yo quien le lleva todos los miércoles. Es religión, no falla ni uno, aunque he sido incapaz de sonsacarle nada sobre sus misteriosas visitas, ahora me cuadran muchas cosas.

3— ¿Tu abuelo era hermano de Matías entonces?

3— Uy, no tan rápido… La mía también es una historia peculiar, propia de telenovela mexicana como no podía ser de otra manera.

Te la contaré después, cuando hayamos avanzado un poco más en tu cuento de Navidad.

Ahora pediré ese café — concluyó levantándose rápido y perdiéndose en una de las salas.

El móvil de Claudia parpadeó. Era Mike. El mensaje era corto: «¿Podemos vernos?»

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CAPÍTULO 18

Miércoles Pat Gento

Querido Mike: Aquel día, en la cafetería, cerré de golpe una puerta que me prometí no abrir nunca más.

Pero, ahora —en la distancia, o con distancia, no sé muy bien— creo que te debo una explicación de por qué me fui así sin más y no volví a responder a ninguna de tus llamadas y mensajes.

Me siento con fuerza para decirte que durante mucho tiempo, Mike, te amé. ¡Boom!, ya lo he dicho.

Sí, Mike, yo te amaba a pesar de ver desfilar por tu vida a muchas rubias imponentes. A pesar de haber desayunado, merendado o cenado con algunas de tus novias. A pesar de saber que jamás responderías a ese amor que yo acumulaba hacia ti y que solo aquel día, en aquella cafetería, te iba a confesar.

Pero entonces me contaste tu nuevo plan de vida, donde — ¡tachán!— yo no entraba en ese plan ni por asomo.

Y a pesar de ser consciente, como te he dicho, de que mi amor hacia ti no iba a ser correspondido, volví a sentirme abandonada.

Así que decidí escapar, huir, marcharme o empezar de cero (aún no sé qué es exactamente lo que hice o estoy haciendo) de ti, de mi casa en la ciudad, del trabajo y de

todo lo que me recordaba a la Claudia cobarde, triste, apática y oscura en la que me había convertido tras el accidente.

No podemos vernos, Mike. Hay muchos kilómetros de por medio, hay mucho dolor en mi corazón y tú no tienes la culpa. ¿Cómo ibas a saber que yo te amaba si ni siquiera fui capaz de decírtelo?

Y no solo son los kilómetros o el dolor lo que me impide verte. Es más bien la promesa que me hice aquel día y solamente cuando la cumpla me veré capaz de volver a mirarte a la cara sin sentirme avergonzada.

En resumen, Mike: estoy en Oaxaca. He venido hasta aquí para encontrar a mi abuela materna, el único familiar vivo que me queda y que puede ayudarme a entender a qué he venido yo a este mundo. Busco lazos a los que unirme para no caer por el precipicio. Estaba justo en el borde cuando nos vimos, quise darte el extremo de la cuerda que me mantuviera a salvo, pero al confesarme tus planes, entendí que no era a ti a quien debía entregar ese lazo.

Así que, a pesar de todo, debo darte las gracias. Tu nueva vida lejos de mí me hizo ver muchas cosas que hasta ese momento no veía. La primera es que la Navidad no tiene por qué ser nieve, frío, muérdago y cascanueces mancos.

La Navidad puede ser otra cosa y yo ando buscando mi Navidad perfecta y en esa Navidad perfecta entra mi abuela. Y eso solo lo pude ver gracias a ti.

Mike, no quiero que esta carta sea un adiós definitivo. Me gustaría que fuera un hasta luego. Ojalá lo entiendas.

Un abrazo, Claudia.

3Claudia colocó la carta dentro de un sobre color vainilla, lo cerró y bajó a la recepción del hotel. Allí estaba Fer colocando unas llaves en los casilleros.

3— ¡Buenos días, Fer! Gracias por dejarme pasar la noche aquí. He cogido prestado un par de folios que había sobre el secreter de la habitación y un sobre. Puedo pagártelos, no hay problema.

3— Claudia, ¡no me tienes que pagar nada! Y sobre lo de pasar la noche aquí, no iba a permitir que te fueras tan tarde a casa. La noche en Oaxaca, a veces, puede ser peligrosa para una chica joven y guapa como tú.

3Claudia no pudo evitar sonrojarse y sentir un leve calor por todo el cuerpo. ¿Cuánto hacía que un hombre no le hacía un cumplido? Mejor no pensarlo.

3— Gracias de nuevo Fer, aún sigo un poco exaltada con todo lo que hablamos ayer. ¿Puedo pedirte otro favor?

3— La pregunta ofende. Dime, ¿qué puedo hacer por ti esta vez?

3— ¿Podrías enviar esta carta?

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3— ¿Es para ese chico que te escribió anoche?, ¿ese al que le gustan las rubias con tacones imposibles? ​​​​​​​​​​​​​​3«Madre mía, pero ¿cuánto hablé ayer noche?, ¿qué llevaba ese café?», se preguntó Claudia.

3De nuevo se volvió a sonrojar.

3— Sí, el mismo.

3— Ahorita llamaré a la oficina de correos y vendrán a recoger la carta. Hoy es miércoles, con suerte llegará el miércoles que viene. En estas fechas el correo anda un poco lento.

3— ¡Genial! Por cierto, no sé cuánto te conté ayer noche, me siento un poco avergonzada, pero también siento que mi historia está a salvo contigo.

En ese momento, apareció Matías, con la cara descompuesta, los ojos vidriosos, se notaba que no había parado de llorar toda la noche y toda la mañana incluso.

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CAPÍTULO 19

El desayuno Irene Burgos

Matías se acercó lentamente como engrasando cada articulación que movía.

3—Discúlpenme, no todos los días uno se encuentra con su nietecita y se da cuenta de que ha perdido a su hija. Tal vez no lo sepan, pero la amé cada día…

3Las lágrimas brotaron de sus ojos y sus piernas temblaron hasta tal punto que necesitó de Fer para no caer.

3—Matías — exclamó Claudia acercándose a él—, he recorrido muchos kilómetros para venir a conocer a mi único lazo familiar por parte de mi madre, a descubrir unas raíces que,

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aunque siento muy mías, desconozco. Ahora descubro que tengo un abuelo, alguien que me puede ayudar, sin duda yo le contaré todo lo que necesite saber sobre su hija.

3Matías la miró fijamente, con esos ojos azules (¡madre mía!, ¡esos ojos azules!… Era como mirarla…), sonrió, su cara recuperó el color y le dijo: 3— Vamos, mi hijita. ¿Le apetece desayunar?

3Los tres se dirigieron hasta el restaurante del motel y se acomodaron en una mesa cerca de la ventana. Pidieron para desayunar un buen café.

Los tres necesitaban ese manjar.

3— Recuerdo que una vez leí (creo recordar que era de Giuseppe Verdi): «El café es un bálsamo para el corazón y el espíritu.» — dijo Claudia.

3En ese preciso momento, ese primer trago de la mañana fue exactamente ese bálsamo que tanto necesitaban. Al unísono los tres inspiraron fuerte y suspiraron lentamente, como soltando para buscar por donde se empezaba de nuevo. Este gesto tan coreografiado les hizo sonreír y el ambiente cambió.

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3— A ver, yo aquí solo veo buenas noticias, así que propongo un brindis — dijo Fer — Por los reencuentros, por las aventuras, por las raíces, por descubrir quiénes somos y por nosotros.

3Matías y Claudia se miraron y con media sonrisa cómplice alzaron sus tazas de café y se unieron al brindis.

3La conversación durante el desayuno giró alrededor de la vida de Claudia: dónde vivía, en qué trabajaba, etc., como si no quisieran profundizar, como si tuvieran miedo de abrir puertas donde no sabían qué podrían encontrar. Finalmente, Claudia preguntó si creían que hoy podría ver a su abuela y Matías agachó la cabeza y le contó que su abuela estaba en una residencia y que poco a poco estaba perdiendo la memoria. Lo que más recordaba era el nombre de las flores a las que dedicaba mucho tiempo, las cuidaba, regaba, cortaba y hacía arreglos para decorar las diferentes estancias.

3Esta noticia trastocó a Claudia. Esperaba ese ansiado reencuentro, se había imaginado ese momento mil veces. Como en las películas de

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Navidad, con una sola mirada se reconocerían y la abrazaría con tal fuerza que se sentiría de nuevo en casa. Seguramente sonaría alguna canción, se reunirían con el resto de la familia, comerían juntos por Navidad, la aceptarían como una más, etc. Pero no, su película de Navidad no dejaba de sorprenderla. Apretó con mucha fuerza el cuaderno marrón y dijo: 3—No me importa, Matías, quiero conocerla.

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CAPÍTULO 20

Llegado el momento Edurne Sanz

3Sentada en el asiento trasero del coche de Fer, Claudia se mordía las uñas mientras intentaba concentrar toda su atención en las gotitas de agua que discurrían por fuera del cristal de la ventanilla. El tiempo había cambiado de golpe y, según proclamaban a voces la mayoría de telediarios del lugar, una gran tormenta tropical se preparaba para cernirse sobre la ciudad de Oaxaca tras semanas de calor extremo.

3Había pasado una semana desde que decidió alzar la voz para expresar bien alto y claro su deseo de visitar a su abuela. Un total de siete días que se habían hecho eternos y durante los

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cuales se había apoderado de ella una ansiedad nerviosa casi asfixiante, a pesar de los muchos esfuerzos de Fer por mantenerla ocupada con múltiples actividades turísticas y culturales a realizar por la zona. Había podido degustar quesadillas, enchiladas de carne y las mejores fajitas de pollo de la ciudad, pero mientras los demás a su alrededor permanecían embelesados por el espíritu navideño cantando villancicos a todo pulmón, Claudia no conseguía tranquilizarse. Su mente trataba de anticipar todo lo que podría llegar a acontecer en el momento en que entrase por la puerta de la habitación de aquella residencia, creando y recreando sin cesar un sinfín de escenarios de naturaleza diversa.

3«Parque Ecoturístico San Andrés Huayapam», leyó en el poste de madera que dejaron atrás unos minutos antes de que el coche se detuviera en el aparcamiento. Abrió la puerta para bajarse no sin antes suspirar rápida pero profundamente. Una vez fuera del automóvil, notó cómo de repente sus piernas empezaban a temblar levemente, pero prefirió hacerles caso

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omiso, puesto que debía ayudar a Matías a bajarse también. Juntos caminaron hasta el porche de la entrada lo más rápido que pudieron para evitar empaparse bajo la lluvia que había empezado a caer, lenta, suave y fina pero tenaz.

3— ¿Estás preparada, mi hija? — le preguntó Matías con ojos compasivos mientras acercaba la mano al timbre situado junto a la puerta del edificio.

3Claudia no tuvo tiempo para responder, porque en menos de un segundo la puerta se abrió de par en par, dejando ver a una mujer bajita de ojos saltones, vestida con una bata blanca y el pelo bien recogido en un moño pegado al cogote.

3— ¡Buenos días, señor Matías! Les estábamos esperando puntualmente como cada miércoles — dijo ella con una voz sorprendentemente grave y solemne, mientras hacía volar su mano por el aire con cierta gracia —. Pasen, ahora mismito se encuentra en su habitación.

3Avanzaron por un pasillo largo mientras el parquet de madera del suelo crujía a su paso. A través de las puertas entreabiertas de algunas

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habitaciones, la tres, la cuatro, la cinco, Claudia podía atisbar a algunos de los residentes, envueltos en sus batas, algunos sentados en la butaca, otros aún tumbados en la cama. De repente, Matías se paró delante de la habitación número siete.

3— Es importante que tengas en cuenta, querida Claudia — le susurró Matías — que tu abuelita Isabel, como ya te dije, no está demasiado bien de la memoria… Lo más probable es que no sepa quién eres, pero no es nada personal.

3Luego acercó la mano a la puerta y la golpeó con los nudillos antes de abrirla. Claudia tuvo la sensación de que se le iba a parar el corazón.

Llegado el momento, había estado pensando, no sabría muy bien qué decirle ni cómo reaccionar. Claro que en ningún caso podría haberse imaginado lo que estaba a punto de pasar.

3Primero la vio de espaldas: su larga trenza ahora plateada y poblada por las canas, reposando sobre unos hombros claramente encorvados hacia adelante. Tuvo un déjà vu, imaginándosela por unos breves instantes tal

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y como había podido recordarla hacía unos días, sonriente y joven, erguida junto a ella en la cocina. Sin embargo, ahora se notaba en sus movimientos cierta lentitud y pesadez, se notaba que no era la misma y que los años habían hecho mella en ella.

3Matías entró el primero en la estancia, acercándose a la mujer para saludarla con un beso en la frente, que pareció recibir un poco desconcertada. Claudia permanecía inmóvil y callada junto a la puerta, intentando no hacer ruido ni aun con el ir y venir de su propia respiración, cuando Matías señaló en su dirección y la mujer se dio la vuelta lentamente.

De repente, sus ojos cansados cobraron vida, se iluminaron abriéndose como platos, y exclamó con una fuerza insospechada: 3— ¡Claudia! ¿Claudia, eres tú?

3No lo podía creer. ¿Había podido reconocerla después de tantísimos años, a pesar de haber crecido y ser ahora una mujer adulta hecha y derecha? ¿Se acordaba de su nombre incluso padeciendo cierto grado de demencia? Pero lo más asombroso fue cuando dijo: 3— Sabía que vendrías. He visto tu futuro.

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CAPÍTULO 21

Solsticio de invierno Marga Sue

3En este punto del relato vamos a hacer un pequeño paréntesis para tomar conciencia de a donde habíamos ido a parar con un nombre «Claudia» y veinte palabras, una más y el peso del alma, la misteriosa cifra volvería a transitar una vez más sobre nuestras letras. Ajustemos cuentas: abeto, jengibre, dulces, muérdago, reno, luces, Oriente, uvas, nieve, regalo, turrón, campanadas, cena, calcetín, champagne, aguinaldo, carta, brindis, villancico… Creo que uniéndolas todas tendríamos el «cotillón perfecto». Continuemos con el balance…

3Un reloj de mesa fue el principal eje de la historia, había un reto que cumplir antes de que diesen las doce y entonces... el mundo se paró.

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La vida retrocedió una hora y aquel consejo de papá «Las oportunidades definen nuestra vida» nos dio una segunda posibilidad en forma de cuaderno de recetas y la magia abrió sus caminos: 3Por un lado, estaba su amor por Mike.

3Por otro, el amor al resto de su vida ¿Elegir es renunciar? Es posible. Entonces las ausencias le invadieron la sangre y el kintsugi le reparó el corazón. Pero tenía pendiente la parte más importante del camino «APRENDER A QUERERSE».

3Y ahora ha llegado el momento de explicar quién demonios está hablando y qué pinta aquí toda esta monserga. Podríais pensar que soy Santa Claus o los Reyes Magos. Los más escépticos pensaréis que soy el narrador que todo lo sabe y que por eso me permito esta licencia. Pero debo confesaros que estáis totalmente equivocados. Quien os habla es alguien que existe de verdad. Alguien en quien de una forma u otra todos creen; unos para adorarme y otros para maldecirme (casi siempre porque la ausencia de un ser querido

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les ha hecho rechazarme y desde ese mismo día renunciar a mí.)

3¿Sabéis ya quién soy? ¿Habéis escuchado hablar del Espíritu de la Navidad? Cada veintiuno de diciembre bajo a la tierra y visito a las personas de buena voluntad. Entre las diez y las doce de la noche es el momento de hacer peticiones y agradecimientos. Y con esta celebración trato de retribuir la paz, la abundancia, la riqueza y el amor a quienes siguen la tradición y ponen en práctica los rituales pautados para esta fecha.

3Es por eso que debéis saber que ayer, día veintiuno, justo en el día anterior a encontrarse con su abuela, Claudia era consciente de que tenía algo pendiente por hacer. Se acercó sigilosa como un gato al escritorio que ocupaba la mitad de su habitación, un precioso mueble colonial con su persiana, su llave y ese olor a madera que acompaña a la carpintería antigua.

Extrajo de uno de sus cajones un par de folios y escribió algo en ellos con unas letras enormes, antes de doblarlos por la mitad e introducir cada uno en un sobre. Después con toda la serenidad

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del mundo dibujada en el rostro encendió seis velas con los colores que pautaba la tradición, naranja, rojo y dorado y para acompañar el ritual unas cuantas barras de incienso con aroma a cítricos. Se sentó en la cama desde donde podía contemplar sus mejillas encendidas en el reflejo que el espejo le devolvía. Y por fin, tras lanzar un profundo suspiro «sonrió», se desprendió de las zapatillas lanzándolas por el aire y se dejó caer de un salto en la cama con una ilusión que le reventaba en el pecho. Confiaba y lo presentía, mañana sería al fin su gran día. Hizo repaso en su cabeza y contando uno a uno con los dedos como cuando era chica le salieron las cuentas en siete: siete días hacía que había pedido ver a su abuela y siete días era el tiempo que tardaría Mike en recibir la carta. Siete, siete, siete iba repitiendo y con ese mantra se durmió.

3Soñó con dos sobres, los mismos que tendría que quemar si el deseo se realizaba o guardar para el año siguiente si no se cumplían. En uno estaba su deseo más querido; que su abuela la reconociese al verla. En el otro estaba la esperanza de su vida; ojalá Mike la quisiera.

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3Y bueno ya sabemos como la abuela gritó el nombre de Claudia nada más verla. ¿Habría «oportunidad» para quemar el segundo sobre antes de la Nochebuena?. Para cuando se despertase, un telegrama la esperaba contestando a su carta.

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CAPÍTULO 22

Te dejo libre Sandra Antón

3Cuando Claudia abrió los ojos, una tenue luz iluminaba parte de la estancia. Se desperezó, miró el móvil, 7:39 de la mañana. Esbozó una sonrisa. Al fin, después de tanto tiempo, se sentía muy feliz. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz vio en el suelo de la habitación, cercano a la puerta principal, una especie de carta. Seguramente Fer la echó por debajo de la puerta para no molestarla. El día anterior había sido muy intenso a nivel emocional, decidió de nuevo quedarse en el hotel. Fer estaba siendo realmente amable.

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3Mientras seguía remoloneando en la cama, recordó la gran emoción que supuso que su abuela Isabel la reconociera nada más verla, una sensación de felicidad infinita seguía reproduciéndose cada vez que rememoraba el encuentro. Recordó la conversación que tuvieron, sobre la vida, sin profundizar en aspectos íntimos. La enfermera del centro que entró a darle la medicación, le comentó a Claudia que se cansaba con facilidad, 85 años pesan mucho, la demencia es adicionalmente un lastre. Se le veía confundida, pero feliz. Matías, en un pequeño descanso de la reunión, le pidió encarecidamente que no le hablara del accidente de su hija. «La destrozará», le dijo con los labios temblorosos. Los aproximados 45 minutos que pudo estar con la abuela estuvieron llenos de caricias, de sonrisas, de besos sinceros. Memorizó cada una de sus arrugas, el mapa de su cuerpo curvado y marchito, la melodía de sus palabras, la mirada distraída y amorosa, su olor, a jabón limpio y talco. Se hizo una foto con ella, la imprimiría nada más pudiese para rememorar cada pequeño detalle, el resultado

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de un sueño cumplido. La abuela pensó que estaba de viaje por trabajo, tampoco sabía Claudia cuál era el desenlace de dicho viaje, así que no le negó que otra semana pudiera volver a visitarla. Tenía miles de preguntas que hacerle, pero consideró que era mejor resolverlas con Fer y Matías.

3Cuando volvió de su ensimismamiento de los recuerdos del día anterior, se levantó y cogió el sobre, era un telegrama, leyó el remitente: «Miguel Valero Miranda. Tromsø, Norway».

Claudia completó en su mente, «Mike para los amigos». Una ligera náusea y el calor se apoderaron de repente de su cuerpo. No estaba preparada para leer lo que Mike había contestado a su carta, de hecho ni tan siquiera imaginaba que fuese a contestar, ¿o sí?

3Su primer mensaje, «¿podemos vernos?»’, su carta de despedida, el sobre, aún sin quemar en el cajoncito del precioso mueble colonial. No estaba preparada para leer nada que procediera de su parte, así que guardó el telegrama en su bolso, junto con un mechero y las velas del ritual del día anterior y una de las cartas. Se dio

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una ducha y salió dispuesta a buscar la zona arqueológica de Monte Albán. Fer le explicó que allí, en el solsticio de invierno, se realiza un ritual que se denomina «Llamado de caracol».

Representa una nueva era en la cual las mujeres tendrán una energía especial. Ya era día 22, pero confiaba en que una tierra que se considera centro energético, también un día después del solsticio le sirviera de escenario para seguir este camino de reencuentro con su interior.

3Una vez bajó del autobús, encontró una pequeña tienda repleta de objetos variopintos.

Desde bolas para el árbol de Navidad, figuras de Papá Noel rodeadas de elfos, periódicos del día y snacks. Compró una botella de agua y una chocolatina y se sentó en uno de los escalones de la estructura arquitectónica de la Plaza de la Danza, así indicaba el cartel que se encontraba en la esquina. Aún se podían ver en el suelo de la plaza restos de cenizas, de flores y un dibujo central colorido y semi borrado con unas estructuras geométricas. Al fondo un cartel rezaba «Entrada al Quinto Sol». Claudia aprovechó para sacar uno de los dos sobres que hace unos

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días elaboró. En el interior se leía «Si hay verdad, hay magia». Mientras hacía un pequeño altar y quemaba la nota con la vela dorada, los recuerdos se agolparon en su mente. Sus padres, su hermana, su abuela Isabel, su abuelo Matías, este viaje de autoconocimiento. «Esa es mi verdad, esa es la magia que me rodea, mis raíces, tanto amor», pensó. Uno de los sueños cumplidos. Las lágrimas no paraban de brotar.

3Cuando se serenó, bebió agua y abrió el telegrama de Mike. Aquel era el momento.

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«Te dejo libre.

Libre de mí, libre de mi carácter tan cambiante, libre de mis ganas locas de amarte, libre de mi afán de cuidarte como a nadie.

Ya sabes Claudia, Benedetti. Te dejo libre, pero tu carta lo dice claro, no es un adiós, es un hasta luego. Estamos a 9164 kms de distancia, si quieres, aparezco en Oaxaca.

Mike».

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CAPÍTULO 22

Dejar ir Marta Factor

3Cuando terminó de leer el mensaje de Mike, sonó a través de las paredes una guitarra eléctrica acompañada de un beat de pandereta.

Una canción nueva para ella que, a la vez, sonaba como a un sonido amigo.

3Pronto escuchó cantar a Leiva acompañado de una preciosa y delicada voz de mujer. El inconfundible tono de voz del cantante la estremeció, pero más lo que le estaba diciendo: 3«Hay algo hermoso en dejarse marchar, hay algo bueno aunque no queramos verlo.

Hay algo bueno».

3Salió al pasillo y se encontró con Fer limpiando y arreglando la cocina como si tuviese

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toda la energía del sol mexicano en sus músculos y sus huesos.

3— ¿Te gusta Leiva? — le preguntó mientras se acercaba a prepararle un café con la seguridad del que sabe qué necesita quien tiene delante sin que abra la boca.

3— Hacía mucho tiempo que no escuchaba sus canciones — respondió.

3— Esta recién ha salido. Grabó su último disco en México y estuvo aquí un par de noches. Yo no sabía quién era, pero después de desayunar se sentaba en el banco de «la fresca» como le dicen ustedes y empezaba a tocar y cantar durante horas. Él, el color de Oaxaca, el polvo de la calle, una guitarra y una libreta. Supe enseguida que era un genio y le dije al despedirnos que lamentaría mucho no seguir escuchándole cada mañana. Entonces me contó que si tanto le gustaba podía poner «Leiva» en internet y encontraría su música.

Le pedí que disculpase mi ignorancia, pero él le quitó toda la importancia. «Tan solo soy un hombre que cura sus heridas con palabras», me dijo. Se puso su sombrero y se fue andando

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con su guitarra al hombro hacia la estación.

Cuando fui a arreglar su pieza, me había dejado una de las libretas que usaba sin empezar con una dedicatoria «Fer, aquí tienes para cuando necesites cura».

3Claudia pensó que ella también era una mujer con heridas que hasta allí había llegado. Y que tal vez esa era la lección que aprendería: «Hay algo hermoso en dejarse marchar».

3— Fer, tengo que hacer algunos recados y luego iré a ver a Matías. Por favor, necesito pedirte que me consigas algunas cosas en el mercado para la cena de mañana. ¿Te importaría ayudarme?

3Sin esperar una respuesta, se volvió a meter en su habitación. Fer se quedó con una sonrisa de oreja a oreja. En ese motel que parecía perdido del mundo había conocido a tanta gente que ya sabía identificar perfectamente ese momento en el que las heridas dejaban de sangrar y comenzaban a cerrarse.

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***

Epílogo Marta Factor

3El 31 de diciembre los aeropuertos están más vacíos de lo que Claudia se había imaginado. Existe una superstición sobre la suerte que acompañará a aquellos que cambian de año moviéndose en el sentido contrario al que gira la Tierra. Por eso se alegró tanto de que su avión no tuviese retraso y tocase tierra a media tarde, evitando esa amenaza de los aviones desaparecidos en «el tiempo de nadie».

3Llegó a su casa donde todo estaba igual que cuando decidió volar a Oaxaca, pero con una ligera pátina de polvo. Dejó en el suelo de la entrada su maleta y la abrió para sacar un marco con una foto.

3En ella se veía a Claudia con su abuela, Matías y Fer compartiendo una mesa llena de dulces y una pared con mil y una luces. Era la noche de Navidad que pasaron, por primera vez, en familia. Ella preparó para ellos el menú que su madre le había hecho durante tantas noche-

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buenas: pollo asado, ensalada con granada y galletas con piñones. Pidieron deseos, brindaron por los que estuvieron, los que están y los que estarán y entre risas y lágrimas homenajearon a su madre, a su padre y a su hermana.

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—Esta noche brindo por la suerte de haber encontrado a mi abuelo, haberme reencontrado con mi abuela y también por tenerte a mi lado, Fer, que me ayudas desde el primer momento como solo las familias lo hacen. Pero sobre todo, brindo porque aquí con vosotros he encontrado a alguien mucho más importante: a mí misma. Una mujer con heridas que necesitaba aprender una lección, el valor de dejar ir.

3Así que hoy empiezo a dejar ir los miedos que me han impedido decir te quiero. Empiezo a dejar ir la culpa con la que me he estado negando a mí misma volver a ser feliz. Empiezo a dejar ir el rencor que me estaba envenenando. Dejo ir, por fin, el pensamiento de que no he sido, no soy y no seré suficiente. Porque soy más que eso.

3Hoy, con vosotros de testigos, dejo ir el miedo, la culpa y el rencor, pero me quedo para siempre con todo el amor. El de mis padres, el de mi hermana, el de mis amores correspondidos e, incluso, el de los no correspondidos. Me quedo para siempre conmigo misma y con estas cicatrices que quiero lucir con orgullo, marcas en un corazón que ha latido y que va a seguir latiendo con pasión.

3Colocó el marco en la estantería, junto a las fotos de sus padres, el elfo manco y la nota de su padre:

“Las oportunidades definen nuestra vida, incluso las que se nos van. En tu mano está aprovecharla”.

Por primera vez, supo que ella estaba aprovechando sus oportunidades. Miró el reloj y eran las 23:00 horas. Quedaba exactamente una hora para que terminase diciembre. Un mes antes las doce campanadas que definían el inicio de diciembre casi la habían llevado a la locura.

Ahora sentía cierta melancolía al pensar que, con las próximas campanadas, acabarían los 31 días que habían sido su mejor medicina.

3O, tal vez, no acabarían nunca. ¿Podría ser esa aventura eterna? Volvió a su maleta y sacó una libreta cosida a mano, la misma que Leiva

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le había dejado a Fer y que este, a su vez, le entregó la mañana de Navidad.

3— Cuando anoche te escuchaba, pensaba en que hay personas que curan sus heridas con palabras, pero tu poder es mucho más grande.

Con tus palabras, Claudia, ayudas a que los demás curemos las nuestras.

3Y, así, Claudia pasó la última hora de este mes y este año convirtiendo su historia en un cuento, el Cuento de Navidad infinito. ***

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Cuento de Navidad inf inito POR

El Club de Escritura de las Letras Infinitas

Este cuento fue escrito por un grupo de mujeres unidas por el amor a las letras, siguiendo el método de cadáver exquisito.

Diciembre de 2021.

PRÓLOGO por Marta Factor AUTORAS: Sandra Antón, Irene Burgos, Emma Espejo, Marta Factor, Sandra Gama, Pat Gento, Marta Gil, Yolanda López, Tania Luzón, Carol Mateos, Lara Recuero (Solange Vernon), Cris Salan, Edurne Sanz, Marga Sue, Marina Villoria.

ILUSTRACIONES Marta Gil. MAQUETACIÓN Edurne Sanz.

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