Tres gramos de marihuana

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TRES GRAMOS DE MARIHUANA Eduardo José Alvarado Isunza Un cuento - relato sobre la criminalización de la juventud por la posesión de marihuana en San Luis Potosí, México.




Editorial Tintafuerte. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción de esta obra por cualquier medio (electrónico, digital, impreso, fotográfico, fotocopiado, etc.) o realizar productos derivados de la misma, sin el consentimiento por escrito del autor. 1ª. Edición. San Luis Potosí, S.L.P., Méx., abril de 2012.


TRES GRAMOS DE MARIHUANA



tRES GRAMOS DE MARIHUANA

EDUARDO JOSÉ ALVARADO ISUNZA



pRIMER TOQUE



Salí de casa con mi gran bolsa bordada. Un morral hecho por los indios. No sé de dónde o de qué pueblo. Ni me preguntes. De esos que se ponen allí por los callejones del centro. Una bolsa muy bonita a la que mis amigos pusieron por nombre: “La gran bolsa”. Iba con mis amigas a Plaza Fundadores. Esa noche tocaría “La tremenda korte”, un grupo ska, dentro del festival que todos los años organizan aquí. Como siempre, antes de salir mi papá me advirtió cuidarme de los puercos. Así les decimos aquí a los policías, porque se pasan de lanza. Son abusivos. Pueden golpearte, detenerte por cualquier cosa o sembrarte droga. Nomás porque te ven raro o no ajustarte a su imagen de normalidad, ya sea porque andas emo, ska o dark. Nomás por eso creen que eres drogadicta, vaga, malviviente o sólo pobre. Puedes ser eso, pero si andas fashion, o sea, con buenos pantalones, zapatitos de niña fresa y cabello arregladito, no te dicen nada. Quizás asocian esa imagen adentro de su cerebrito con la idea de que tu papá es influyente o eres de “buena familia”. Y si eres güera, pues menos. Ya con eso hasta te cuidan porque pareces curra. Varias veces mi papá me dijo que tuviera cuidado con mi bolsa. Decía que mis amigos, con tal de quitarse de encima una bronca, podían echar droga o cosas robadas a mi bolsa sin darme cuenta. O quizás hasta yo misma aceptaría que lo hicieran, porque de veras me paso de buena onda. Y como él sabe que soy bastante dispersa y distraída, imaginaba que eso podía pasarme. Aparte ando con chavos que a cada rato se la hacen de pedo al gobierno. Cuando se inició el festival tocó Celso Piña y la plaza estaba llena de banda. Todos mentándosela al gobernador. Pinche gobernador ratero. Es un corrupto descarado. Pero aquí en este país parece no haber leyes. Aquí políticos y empresarios roban descaradamente. Y ahí si no hay ni policías ni jueces que los castiguen. Por cierto, los puercos se pasaron, como siempre. Desde las tribunas miré cómo agarraban a macanazos a un pobre güey de mi edad, tendría unos dieciséis, y le partían la cabeza. Nomás brotaba sangre bien culero. ¿Para qué chingaos organizan esos festivales si ya saben que la banda va a echar desmadre? Pensarán que debemos comportarnos con buena conducta, como en la escuelita. Mis amigos son del “Bloque Negro” y de otros colectivos. Del “Bloque Negro” porque ese color identifica al anarquismo. Dicen que ese color representa la muerte, porque los pobres estamos muertos para quienes tienen el poder. Somos un bulto que pueden pisotear o hacer cuanto quieran. Aun así nosotros buscamos defender nuestros derechos a vivir con plenitud. Por eso somos del “Bloque Negro”. Ya el año pasado, en el desfile del Primero de Mayo, detuvieron a unos cuates que protestaban contra el gobernador. Más que nada porque ha permitido que una minera de extranjeros le dé en la madre al Cerro de San Pedro. A veces me pregunto por qué ese gobernador no tendrá cabeza, que permite a extranjeros venir a destruirnos. Por eso, mi papá siempre me pide cuidar mi bolsa y cuidarme de los puercos. Él sabe que el gobernador manda a los puercos a vigilar cada paso que damos. Ese día que iría con mis amigas a oír a “La tremenda korte”, volvió a darme su recomendación. Salí de la casa y me vi con ellas en El Carmen. Ahí estaban también los chavos de los tambores africanos. Empezaron a tocar y me dieron ganar de danzar.


10 Mientras bailaba, una de mis amigas fue a comprar una “caguama” en una tienda. Ella tiene diecinueve años y no pueden negar venderle una cerveza. Me pidió que le diera mi gran bolsa para guardarla. Ya que regresó, nos fuimos a Fundadores. Cuando llegamos a la plaza noté que cuatro puercos, entre ellos una mujer, nos miraban extraño. Me puse nerviosa porque traíamos la “caguama” y tratamos de irnos de ahí. Quizás los policías vieron esto extraño y nos detuvieron. Les pregunté por qué y me dijeron que nos veíamos raras. Les contesté que a poco íbamos a ir de fiesta a un concierto ska. Aparte llovía durísimo. Me pidieron que les mostrara mi morral y pensé que no habría tanto pedo por una “caguama”, que además iba cerrada. Pero mi amiga se puso histérica y se resistía a que se las diera. Con tantos jalones rompieron mi pobre bolsa. Me puse triste por ella. Una puerca dio con otra bolsa más pequeña que llevaba. Y de pronto, como si fuese mago, de entre sus dedos salió una bolsita de plástico. Según eso era marihuana, y unos papelitos para hacer cigarros. Sentí un vacío en el estómago. No entendía cómo había llegado eso a mi bolsa. Enseguida nos tomaron video con un celular como si fuéramos unos pinches delincuentes. Preguntaron a mi amiga quién era su papá. Les dijo que policía. Le respondieron: “Deberías sentirte avergonzada”. Parece que eso hizo que la protegieran, porque antes de eso decían que la acusarían de perversión de menores. Entonces pidieron un número telefónico para hablar con mis papás. Me sentía muy mal y se me hizo el tiempo larguísimo, desde que hablaron con ellos hasta que llegaron. Primero llegó mi papá. Quise abrazarlo cuando lo vi. Pero me detuvo la puerca. Uno de los puercos comenzó a desesperarse cuando vio que mi papá me protegía. Incluso le dijo que los papelitos podían comprarse en las tiendas de los pasajes. Y de la marihuana dijo que él no la conocía, que a poco así era. Otro puerco comenzó a tratar de amedrentarlo, diciendo que me consignarían a la Procuraduría General de la República. Entonces llegó mi mamá y comenzó a suplicar que no lo hicieran, cosa que les valió madre, según ellos porque mi papá se había pasado. Pidieron una patrulla y llegó luego luego. Me metieron adentro y no creas que yo me sentía como criminal o por el estilo. Más bien, sentía una rabia muy grande. Estaba bien encabronada. Si alguien fuma o no fuma marihuana eso es cosa que debe valerles madres. Si yo fumo marihuana, que no es así, es mi pedo y de mis papás. Y ni que yo fuera narcotraficante. ¿Quién les da derecho de retener tu cuerpo y maltratarte así? Te sientes impotente. Como si tu cuerpo no fuera tuyo. No puedes decidir salirte de allí. Dejas de ser tú misma. Como si estuvieras partida en dos personas. Eres dos cosas en una misma. Ya no tienes el gobierno de ti misma. Me llevaron al Edificio de Seguridad Pública y me hicieron caminar por unos pasillos muy feos. Llegamos a una sala y me sentaron. Después vino un puerco y me tomó una foto con una cámara digital. Comencé a llorar muchísimo, más de rabia, como te decía. Sentía una fuerza invisible, una enorme mano en la espalda, que me secuestraba. No era yo misma. O sí era yo, pero sin tener derecho a decidir por mí, a correr a casa, a irme a dormir. Supongo que la puerca que me había detenido y que estaba a mi lado empezó a recordar que ella también era mamá o sólo porque se le movió el sentimiento maternal, porque comenzó a consolarme. “Ya, ya niña”, me dijo. “No llore. Si su papá no se hubiese puesto nena ya estaría dormidita en su cama.” Pinche puerca, creo que sentía culpa. Llegaron mis papás y platicaron con el puerco encargado. No supe qué tanto decían, porque yo estaba un poco retirada de ahí y además


11 comencé a deprimirme cuando los miraba, cuando miraba la cara de mi mamá llena de preocupación. Sentía pena por ellos. Después me platicaron que el puerco les ofrecía atención psicológica. Ellos nomás lo tiraron a león. No querían más bronca. Si supiera el puerco que en mi casa no tenemos problemas ni hay violencia ni golpes. Y que incluso mi papá es profesor. Esos puercos quieren ponerse de ejemplo, como si sus vidas fueran de santos. Cuando me entregaron a mis papás me sentí liberada de esa como fuerza invisible que me impedía ser yo misma. Solamente sentía pena con ellos. Me abrazaron y vi sus ojos muy tristes. Mi papá estuvo confundido varios días. Pensaba que quizás fueron los puercos quienes me sembraron esa droga para hacerme algún daño por mis acciones en el “Bloque Negro”. O a él porque también se dedica al periodismo y denuncia la corrupción del gobernador. Pinches puercos, ¿cómo no se meten a las colonias donde todos sabemos que hay vendedores de droga? Allí sí los agarran a machetazos y pedradas. Mi mamá ya no quería que saliera un tiempo de casa. “Plastilina Moch” tocaría al día siguiente y me fui valiéndome madres. Mi papá volvió a recordarme que me cuidara de los puercos y me dio instrucciones de cómo hacerlo. Actuar sin mostrarme nerviosa y andar tranquilamente. Incluso pasar frente a ellos sordeada. O sea, sin hacerme de delito. Mamá sólo me dio su bendición y noté que frotaba nerviosa sus manos. Ni modo que vaya a dejar de ser yo misma nomás porque los puercos o el gobierno quieran que sea de otra forma. Ni madres. Nunca aceptaré que el Estado ni nadie decidan sobre mi cuerpo. Es lo único que me pertenece. Finalmente no sé qué tanto pedo con la marihuana, si hasta Sherlock Holmes, que era policía, le ponía a la cocaína para curarse del tedio cerebral, según he visto en las novelas que papá nos pone a leer.



SEGUNDO TOQUE



Estuve intranquilo toda esa tarde. No sé si porque el cielo estaba cargadísimo de electricidad. Por la tarde cayó una tormenta con truenos muy fuertes. O porque ya presentía algo. No soy supersticioso ni creo en premoniciones. Había tumbado de su nicho un “Sagrado Corazón de Jesús” que protegía nuestra puerta desde hacía 17 años y se había roto en tres partes. Pasó durante la limpieza. Vi aquello como un simple accidente. Sin embargo, un órgano interior, que no es la piel ni las vísceras, experimentaba cierta extraña sensación. Pero lo atribuía a que todavía no lograba adaptarme a esta casa que estrenábamos. Días antes, mi niña, que es muy distraída, trabó la cerradura de la puerta principal, mientras le enseñábamos como usar las nuevas llaves. Durante el camino también se habían muerto mis tres carpas de estanque, ya de quince centímetros de largo. No lograron aclimatarse al nuevo ambiente. Si fuese crédulo habría asociado estas y otras cosas que nos sucedían a una invisible presencia en la casa, que mostraba de esa forma su disgusto con nuestra compañía o nos daba una bienvenida a su manera. Incluso mi niña nos ha dicho que siente cómo se le pone chinita su piel y hasta tiene pesadillas. Pero se debe a lo que pasó, pobrecilla. Mi mujer y yo veíamos una película; ella quería ver películas toda la tarde. Estábamos en la sala de la casa y veíamos la segunda película de “National Treasure” con Nicolás Cage. No se oía bien porque era una versión “pirata” muy chafa, de esas que alguien, quién sabe cómo, graba con una cámara en la misma sala del cine. Siempre he pensado que eso lo hace el mismo proyectista. O quién sabe si sea así, porque en esas grabaciones de pronto alguien se levanta al baño o a comprar palomitas en la dulcería y nomás aparece su cabeza. Yo simplemente estaba allí acompañándola a ella. Dieron aproximadamente las 8:30 de la noche y sonó el teléfono celular de mi mujer. Ya para entonces había terminado la película y decidíamos cuál otra ver. Mientras ella fumaba un cigarro, de un mueble de madera donde ponemos cd´s y dvd´s tomé una película sobre el son cubano. Era más un documental histórico que una recopilación musical. Tampoco me gustó. Esperaba ver y escuchar a Compay Segundo. Advertí cómo la voz de mi mujer y su rostro se alteraban. De pronto me pasó el teléfono. Una persona que se identificaba como policía me informaba que habían detenido a nuestra niña con posesión de marihuana. Estaban detrás de Palacio de Gobierno y debíamos ir ahí de inmediato. Salimos corriendo. Debido a que ella andaba en chanclas me pidió correr hacia el sitio donde tenían a nuestra niña. Llegué en menos de diez minutos, pues esta nueva casa donde vivimos está en el centro. Iba enfurecido, no por lo que podría haber hecho la niña, sino más bien porque en mi vida he conocido infinidad de casos de abuso y corrupción policíaca. Sin embargo, no sabía con exactitud qué habría pasado. Cuando estuve en el sitio miré a mi niña cercada por policías y sentí una gran pena por ella. Más cuando intentó correr a abrazarme y una mujer policía la retuvo de inmediato. ¿Acaso no tenía suficiente cabeza esa mujer como para mirar que sólo se trataba de una niña y no de una criminal? Otros tres policías hacían un cerco. Me presenté con ellos y uno me informó que la habían detenido por traer una cerveza caguama en su bolso. Les dije que no era delito y aceptaron. Más aún, aceptaron que la botella estaba cerrada. Entonces me preguntó si identificaba un pequeño bolso de estambre, mismo que me mostró, como propiedad de mi hija, cosa que negué. No sé por qué lo hice. Quizás orientado por algún recuerdo grabado en el inconsciente. Quizás alguien me hubiese


16 aconsejado negar todo ante una acusación policíaca. Quizás porque efectivamente no era su bolso, sino que ella lo había tomado unas noches antes, durante un toquín en el Stic, que concluyó con un desmadre y cada quien tomó lo que quiso llevarse. Como fuera, le dije que no era de ella. Su prepotencia o su intoxicación le hicieron encolerizarse. Mi mujer me diría luego que él sí parecía vicioso. Me cuestionó por no saber qué cosas eran propiedad de mis hijos. Esa actitud de un individuo que para mí no tiene calidad intelectual ni moral, que ocupa uno de los escalones más bajos en la evolución humana, como es el policía, me molestó. Le respondí cuestionándole a él mismo si sabía qué calzones traían sus hijos en esos momentos. Respondió que sí y se dibujó una mueca de risa en mi cara. Enseguida abrió el pequeño bolso y me mostró unos papelitos. Me dijo que con ellos se elaboraban cigarros de marihuana. Le contesté que esos papelitos tampoco mostraban delito alguno y que incluso los vendían en tiendas del centro. Pensé en “El Holocausto”, donde venden camisetas con imágenes diabólicas, papelillos para elaborar cigarros y pequeñas pipas para fumar marihuana o lo que quieras fumar. Supongo que crack también. Noté coraje en sus ojos. Intentó cuestionar entonces mi propia conducta, diciendo con malicia si yo sabía de eso. Le respondí que en ese momento podría llevarlo a esas tiendas y que yo era más sano que muchos de ellos. Incluso que los mismos funcionarios del palacio de gobierno, a cuyas espaldas nos hallábamos. Luego me mostró lo que según ellos era marihuana en el interior de una bolsa de plástico. Le dije que eso más bien parecía polvo de cemento de construcción. Para entonces ya estaba mi mujer en el sitio. Debido a que me había identificado como periodista, ellos simplemente trataron de deshacerse de la niña. No escucharon las súplicas de mi esposa, quien inútilmente les pedía entregárnosla. Dos de ellos, con impermeables amarillos, presumieron ser abogados. Mi mujer me diría luego que intentó responderles por qué habían terminado como policías. No lo hizo por prudencia. No estábamos en condición de oponer fuerza. Y no es por dinero, nos dijeron. ¿Quién les había preguntado si era eso? Quizás sea cierto lo que dicen los psicoanalistas, que el inconsciente se revela en el habla de cada quien. Pidieron una patrulla por radio. Llegó al sitio como traída por los relámpagos que rayaban el cielo. Todavía tuvieron tiempo para aterrorizarnos con la amenaza de que sería trasladada a la Dirección de Seguridad Pública del Estado y de allí a las oficinas de la Procuraduría General de la República. Lleno de ira vi cómo se llevaban a mi niña, como si fuese delincuente. Jamás había visto plantarse frente a mí esa mano del Estado, como un puño inconmensurable y poderoso. Con impotencia veía cómo esa mano invisible me quitaba a mi niña y la secuestraba, haciendo uso de una supuesta razón de Estado. Allí se concretaba el poder en el mundo de las relaciones materiales, en nuestra incapacidad para oponernos a esos bestiales agentes del Estado, arrebatándonos a nuestra pequeña. En sus dedos invisibles, pero rígidos como tenazas de hierro, ella parecía un monito de hilacho, sin alma ni personalidad propia. Estaba partida en dos: una parte en su miedo y en su impulso por estar con sus padres; y otra en un cuerpo que entonces ya no le pertenecía, sino que había sido poseído entonces por la ideología de Estado. Me fijé en el número de la patrulla. Con la presión en las venas y la ira en la cabeza el número se convirtió de 1784 a 1748. Esto lo menciono como dato anecdótico y como orientación para quienes sufran de una situación similar. Es mejor guardar calma y fijarse detenidamente en cada signo. Mostrarse manso, acechar al error de la maquinaria del Estado y contraatacar por ahí, como si fuese una fractura del ente. De esto alguien dijo que el sistema es tan débil como su parte más frágil. Aunque admito que esto se oye muy simple. Regresamos corriendo a la casa por credenciales y papeles que nos identificaran. En esas prisas llamé por celular a un ex gobernador a quien conocía por mi oficio periodístico.


17 Estaba en casa y respondió al primer timbrazo. Ese hecho me extrañó por ser noche de domingo, pero me alivió. Me atendió cortésmente y ofreció intervenir. Salimos de la casa y llegamos al Edificio de Policía. Fuimos atendidos amablemente por un agente. O al menos eso parecía. Quizás sólo fuera un maniático jugando a ser dios. Nos recomendó atención psicológica. ¿Quién se creía este tipo cómo para recomendarnos ir a terapia? Más bien él parecía paciente de hospital psiquiátrico. No teníamos más que escucharlo sin contradecirlo. No deseábamos mover arenas. Yo sentía que cualquier expresión mía, hasta un ligero movimiento de labios, hundirían más a mi niña en ese fango. El psicópata uniformado por el Estado parecía escudriñar en cada poro de mi cara. Enseguida llegaron unos enviados del ex gobernador que conocía y el criminal uniformado les informó de la situación de mi hija. Se retiraron ya que supieron que nos la devolverían. Hicieron firmar a mi esposa un acta de devolución. Soltaron a la niña y nos abrazamos cariñosamente. Ella se mostró apenada y nos regresamos caminando a casa. Nos aseguró que desconocía el origen de la marihuana. No sé si creerle o no. Sin embargo, admito que si fuese suya eso no sería delito. Es el Estado y las corporaciones a quienes sirve, quienes nos han quitado el derecho de experimentar con nuestro cuerpo. ¿Acaso son suyas nuestras voluntades? Mi mujer y mi hija me han preguntado por qué está prohibido tener o consumir marihuana. ¿Por qué puede ser uno tratado como criminal solamente por fumar yerba? Les he dicho que el negocio de las medicinas es muy grande y que las empresas nos prohíben tenerlas en estado natural, como una maceta en el pretil de la ventana, como tenemos la manzanilla, estafiate o prodigiosa en el corredor. Por eso, en México tenemos al menos un narcotraficante entre las personas más ricas del mundo. Pensé que aquí concluiría este asunto y que mi hija no sería tratada como criminal. Sin embargo, a los pocos días nuestra existencia se vería nuevamente alterada. Un investigador de la Procuraduría General de la República apareció en la puerta de la casa. Presentó una orden de comparecencia para nosotros y para nuestra hija. Todos sentimos la sangre como acero líquido bajando hasta los pies. De pronto descubrimos nervios que jamás habíamos supuesto que existieran. Sentíamos agujas en las vertebras. Al día siguiente nos presentamos ante el investigador federal. Nos dijo que no había delito por tres gramos de marihuana. Únicamente buscaban saber la procedencia de la yerba. Mi niña negó que fuese suya. Mi mujer y yo estamos seguros que alguien se la sembró. Pienso que fue la policía, seguro querían extorsionarnos, son unos delincuentes que tuvieron sus primeros aprendizajes en las bandas de jóvenes criminales que abundan en los barrios pobres de la ciudad. Ya no sé de qué se trata. ¿Por qué nos ha sucedido esto a nosotros? Si es a causa de esta presencia que siento en la casa. Esa misma fuerza que arrebató al “Sagrado Corazón de Jesús”, con un ligero vuelo del trapo de limpieza, del nicho que ocupaba en la entrada de la casa, y lo partió justo en tres pedazos. O si esto sea parte de los ciclos que dicen deben pasarse por la vida, como si fuesen cámaras de iniciación para una forma de existencia cuyas características desconocemos. No lo sé. Pero no creo en eso. Soy materialista, científico y ateo. Sin embargo, siento algo, se respira en el ambiente, casi puede rebanarse como queso con cuchillo.



TERCER TOQUE



Vi a las niñas cuando llegaron a Plaza Fundadores. Estábamos hasta la madre de cansados, empapados y disgustados. Apenas comenzaba el concierto. Desde una noche antes se había puesto difícil controlar a los muchachos. Venían de todas partes con mochilas y bolsos. Como la cosa con los criminales se ha puesto dura, andamos todo el día estresados, con los nervios de punta, porque no sabemos qué pasará y en qué momento. Aparte que estos muchachos no son nada comportados. ¿Acaso no tienen papá que se los chingue? A mí me daban mis buenos cuerazos cuando me portaba mal o no obedecía las órdenes que me daban. Una vez mi mamá hasta me golpeó con una manguera de radiador que tomó entre los fierros del taller mecánico de mi papá, nomás por haberle contestado. Era por mi bien, aunque entonces no lo sabía. Eso lo supe hasta que ya estaba más grande. Por eso ahora tengo este empleo y me dedico a vigilar que la ley se cumpla y haya orden. Nosotros somos la autoridad en la calle. Esas niñas que detuvimos tenían una apariencia pues más bien extraña. Llevaban tenis y un aspecto en realidad feo. Los tenis rotos y las calcetas escurridas hasta los tobillos. Y esos pelos, cada vez que veo esos pelos me pongo chinita de la piel. Me da mucho coraje verlas así. Pienso si no tendrán mamás que les digan cómo deben peinárselo y cortárselo. Tan bonitas y correctas que se miran las niñas con el cabello arregladito. No que ora lo traen como si acabaran de levantarse y así pegaron para la calle, sin pasarse el cepillo por la cabeza, todo cortado a navajazos o pintado con colores chillones y extravagantes. En realidad, eso no importa. Sobre todo a mis compañeros. Ellos simplemente quieren sacar dinero. Unos días antes, en un partido de futbol, unos de ellos desnudaron a un muchacho en los baños del estadio. Llevaba pantalones cholos, aretes y tatuajes. Nomás por eso creyeron que era adicto o malviviente. Alegaban que buscaban droga. No le hallaron nada, pero le metieron en las bolsas unos gramos que ellos mismos traían para su consumo. Porque es difícil lidiar con este oficio si no te metes algo en el cuerpo, cuando menos marihuana. Si ya tienes para más, pues le pones a la coca. Esos compañeros fueron denunciados en la Comisión de Derechos Humanos. Pero ni les importa, porque no pasa nada. No pasa de que les den una recomendación y hasta allí. Y si pasa, se contratan en otras corporaciones privadas o se meten a las mismas bandas de narcotraficantes o se cambian a las fuerzas de otro Estado. Volviendo a la historia de las niñas, como los derechos humanos prohíben a los policías meter mano en las cosas de las mujeres, mi jefe de grupo me ordenó detenerlas. Estaban tranquilas en el concierto, Más bien se pusieron nerviosas cuando comenzaron a ver que las señalábamos con los dedos y caminábamos hacia ellas con ademanes. Todavía eran pequeñas. Hicimos un cerco y las sacamos de la plaza. Nos las llevamos a un rincón semioscuro, detrás del Palacio de Gobierno. Pedimos a la niña que nos diera su bolsa, un morral muy grande, tejido, de artesanía. Muy bonito de veras. Nos alegaban que ellas no habían cometido nada. Y tenían razón. Yo les dije que las deteníamos por su aspecto. Nomás por eso nos parecían sospechosas. Mientras, jaloneábamos el morral hasta que se rompió de una parte. Por fin, se lo quité. Abrí la bolsa. Descubrí una cerveza caguama cerrada. También miré un bolso más pequeño adentro. Lo saqué. Descubrí un paquete de papelitos para hacer cigarros y una pequeña bolsa de plástico. Adentro había yerba. Mi jefe inmediatamente la identificó como marihuana.


22 Es un arreglo previo que tenemos de presionar psicológicamente a los detenidos, nomás por sospechosos, por tener un aspecto o usar ropa u objetos que nos parecen extraños. De veras eso ni nos importa. Todo lo que buscamos es sacarles dinero. Aguantar turnos de 24 horas para enfrentarnos a bandas de criminales por el sueldo que nos pagan. Y todavía rifarnos la vida, como pasó con los compañeros que unos criminales mataron hace poco en el puro centro de la ciudad. Mi jefe dijo a las niñas que estaban detenidas. A la mayor le dijo que sería acusada de perversión de menores. Le preguntó a qué oficio se dedicaba su papá. Ella respondió que era policía. Debía darle vergüenza, le respondió mi jefe. Preguntó a la otra niña por el oficio de su papá. Respondió que era maestro. Le pidió un número para comunicarse con él. Luego hablaron con ellos. Mientras llegaban, la niña se veía angustiada. Nosotros solamente queríamos presionar a los papás para sacarles dinero. ¿A qué papá o mamá le gusta que su hijo sea detenido por cargar drogas en sus bolsillos? Ya teníamos calculado que les bajaríamos cuando menos mil pesos y nos repartiríamos entre los cuatro. Ya con eso habría valido la pena haber aguantado buen rato bajo el aguacero. Además había otros niños en la plaza a quienes haríamos lo mismo. En días como ese odiábamos a los demás. Mientras otros pasaban la tarde del domingo en sus casas, con sus familias, viendo televisión, nosotros debíamos andar en la calle, sin convivir con nuestros hijos, soportar temporales y estar en tensión permanente. Lo de la marihuana nomás era un pretexto para desahogar nuestras frustraciones sobre otros y tener dinero extra para llevar a nuestras casas. ¿Acaso nosotros no somos también tan miserables como los demás? Ni nos importa esa cosa de las drogas, pues como dije nosotros mismos las usamos para soportar turnos hasta de 24 horas sin dormir y tener que vérnoslas con toda clase de gente sin entrañas. Todo mundo sabe aquí quiénes son los narcotraficantes y en dónde comprar drogas. No se hace nada porque a todos nos queda raja de ese negocio. Y hablo desde el de más arriba hasta el de más abajo. Todos sabemos que el narcotráfico está arreglado con quien manda. Y las drogas circulan por todas partes, principalmente entre la gente de poder. Eso lo sabemos bien, lo sabe todo mundo. Aparte de que muchos de nuestros compañeros, además de consumidores, también son vendedores de drogas. Parecía un turno productivo. Me imaginaba con no menos de 300 pesos en la bolsa, suficientes para comprar una despensita de alimentos. Pero el papá de la niña llegó echando pleito y cuando dijo ser periodista, además de ser profesor, y ser amigo de un ex gobernador que además sigue teniendo influencias, nos cambió la jugada. No quedó más que deshacernos de la niña y remitirla a la Dirección de Seguridad Pública en una patrulla. Yo misma dije a la niña en los separos que su papá había sido culpable de todo por ponerse nena. De haber cooperado y sido amable con nosotros, a esas horas ella estaría acostadita en su cama. Sentí algo de tristeza por ella, porque también soy mamá. Pero así funcionan las cosas aquí y nadie puede cambiarlas. ¿Quién puede enfrentarse solito a esta maquinaria? Nomás un pendejo, un idealista o un loco, que todos son la misma cosa. De la otra niña mejor ni nos ocupamos y la soltamos, porque a fin de cuentas era hija de un compañero y había que protegerla. Aparte que ella no traía yerba.


CUARTO TOQUE



Cada que ella sale de casa le doy consejos de cómo comportarse. Hasta parezco disco rayado. Le digo que tenga cuidado, que se fije bien con quién anda, con qué personas se junta. Pero uno, como madre, ¿qué más puede hacer? Cada quien es dueño de su cuerpo y de su vida. O como decían antes: nadie experimenta en cabeza ajena. Cuando mucho uno puede platicar con ellos, tratar de compartirles experiencias, hacerles ver las cosas. Pero ellos hacen su vida. Ni modo de amarrarlos a una pata del comedor. Cuando habló el policía a mi celular, sentí que la sangre me bajaba hasta los pies y luego que la cabeza iba a explotarme. Estos niños van a hacerme diabética con cada susto que me dan. Sentí que el teléfono me daba calambres y se lo pasé a mi marido. Casi lo tiro al suelo. Antes de salir corriendo de la casa fui a la jarra de la alacena donde guardo lo que va quedándonos de la quincena, por si los policías querían dinero por la niña. Ni modo, pensé, nos vamos a tener que aguantar el hambre. Ahorita primero es la chiquita. Como andaba en chanclas le dije a mi marido que corriera hasta el lugar donde la tenían. Por eso llegué después que él, cuando él y los policías ya estaban encabronados. Casi sufro un infarto cuando nos dijeron que se la llevarían a la delegación de la Procuraduría General de la República. Sentí que me dejarían sin mi niña y que pararía en un Centro Tutelar. No les importaron mis súplicas. Les dije que había cargado nueve meses a mi hija en el vientre. Y les valió madre. Muchas veces he sentido impotencia ante la injusticia o el abuso. Pero nunca como esa noche, cuando me arrebataron a mi hija. ¿Quiénes son ellos para quitarnos a un hijo por decidir sobre su vida? Finalmente es bronca nuestra: de ella, de su padre y mía. No entiendo a mis amigas solteronas que hablan de adoptar a un niño porque tienen deseos de experimentar ser madres. Como si esto fuera un juego. Ser madre es una responsabilidad grandísima. No saben ni en qué se meten. Han de creer que un niño es una mascotita, un perrito que le ponen cascabeles o suetercitos cuando hace frío, o se conforma solamente con croquetas. Una verdadera madre debe estar dispuesta a morirse por sus hijos, a hacerse vieja como estoy haciéndome, a sufrir diabetes por los sustos. Quién sabe si ellas creerán que los hijos se quedan chiquitos para siempre, que es nomás ponerles pañales y talco y olerles sus células nuevecitas del cuello y de los pies. Esta niña me ha salido cabrona. Pero no importa, mejor así, que no sea pendeja como su madre. A mí me decían: quédate ahí; y ahí me quedaba por horas, toda tiesa, como estatua. Y ahí está, que después tuve que sufrirle para enfrentarme a la vida, porque a una la educan para ser muñequita. ¿Y cuál? Que el mundo no es de telenovela. Por eso, con todos mis miedos y temores, aunque vivo al borde del terror, mejor que estos niños aprendan cómo es esta vida. Yo no creo sinceramente que ella consuma marihuana o sea drogadicta. Eso se nota. Lo he estudiado y he estado observándola muy discretamente. Y menos traficante. Si vieran esto pendejos cómo vivimos, por estar dentro de la ley y no chingar a nadie. Si ha fumado es nuestro problema y no del Estado. Ni que el gobernador no sea cocainómano y ni que el presidente no tenga hijos drogadictos. Igual los policías. Si ese que vi discutir con mi marido tenía cara de vicioso. En realidad, a mí me hubiera gustado experimentar. Fumar un cigarrito de marihuana o comer peyote. Y ya ahora vieja quizás me anime. ¿Quién tiene el poder o la fuerza como para impedirte experimentar con tu cuerpo o con tu vida? Yo que padezco con frecuencia de dolores en la espalda, quizás pueda


26 quitármelos con unas chupadas de marihuana o un caldito de hongo. Y si no se curan, por lo menos se me olvidan. He platicado de esto con mi marido y pensamos que son las corporaciones farmacéuticas quienes nos imponen sus condiciones a través del Estado. Lo hacen para vendernos sedantes y analgésicos. Así nos convierten en clientes cautivos de sus mercancías para sedar el dolor o para experimentar un viaje sicodélico sin tener que movernos del sillón. Ahora que menos que nunca tenemos forma de viajar a las playas o a lugares hermosos y abandonar esta caja de cemento, acero y porquería en que vivimos atrapados, aunque sea por un día, también nos niegan el derecho a hacerlo con pastas, ácidos y brebajes prehispánicos, aplastados en una banca del jardín o en las azoteas, aunque sea imaginando el paraíso en las formas de las nubes. Como sea, teníamos un problema. Debíamos recuperar a nuestra niña y presioné a mi marido. Le dije: órale, para cuándo las relaciones. Pero no hacía falta. Él estaba bien encabronado y moviéndose por todas partes. Creo que en ese momento habría llegado a reventarse con unas bombas en el mero Palacio de Gobierno para reclamar el trato que el Estado daba a nuestra hija como criminal, si los verdaderos criminales están ahí adentro, son funcionarios públicos. Ya en la Dirección de Policía llegaron otras dos personas de civil. Quién sabe qué desconocidos resortes operan en el poder, ocultos para la mayoría de las personas. Noté cuando el policía que nos atendía y nos recomendaba un psicólogo para darnos terapia familiar, se cuadraba ante esas personas que habían platicado con mi marido. Después le pasaron un teléfono. Mi marido me dijo algo rápidamente y lo regresó. Segundos después nos devolvieron a la niña. Firmé unos papeles de devolución y nos regresamos a casa. Seguía lloviendo. Nos fuimos caminando, abrazados, pisando charcos y yo oliéndole a mi niña sus células del cuello. Si me la hubieran quitado le habría hecho un pleitazo al gobernador. Soy capaz de ponerme en huelga de hambre o de ponerme una bombas en el cuerpo y tronarlas junto con mi marido, cuando el gobernador vaya entrando a su Palacio. ¿Qué más muerta que perder a un hijo o verlo echarse a perder en una prisión? Luego cuando días después fue a casa un agente de la Procuraduría General de la República casi me da el infarto. Pero saqué fuerzas de quién sabe dónde y me armé de valor. Órale, mi’ja, le dije, no tenga miedo. Si quieren hacerle algo yo la saco a como dé lugar. Soy capaz de meterme de guerrillera, porque no hay peor tortura que perder un hijo a causa de la injusticia. Sirve que así hago algo útil en esta vida, pues de todas formas vamos a morirnos. Y así nos fuimos a esas oficinas para que vieran que no tenemos que esconder. Ya en la Procuraduría nos recomendaron decir que la marihuana estaba tirada en el piso y que de ahí la levantó la niña. Porque si acusábamos a los policías de violación a los derechos humanos, entonces la cosa se pondría más difícil, pues tendrían que carearlos con ella. Y pues tampoco podría culpar a otras personas de habérsela echado en su bolsa, porque sería la palabra de una contra otra. De modo que así lo hicimos y fue todo. Aunque creo que no volveré a tener hora de tranquilidad y menos como están las cosas, con policías hechos delincuentes y delincuentes hechos policías.


QUINTO TOQUE



Como siempre, nos vimos en la Plaza del Carmen. Ahí se hace un buen ambiente cada tarde. Cae banda de todas partes, lo mismo de barrios del centro que de colonias de muy lejos. Como nadie trae varo para comprar cosas o pasear ni manera de distraerse, todos caen a El Carmen y ahí se hace la fiesta. Es como si tú misma formaras parte de un espectáculo, porque llegas vestida y maquillada como si fueras actriz de película gótica o surrealista. Y así todos. Nos emociona ver muchachos en monociclos, haciendo giros sobre la plaza como pista de circo, mientras otros tocan tambores africanos y hacen una especie de salón de danza en los andadores. En otros espacios de la plaza hay emos, darketos, punketos, de distintas tribus. Entre las flores puedes ver una niña vestida de bruja y en las escalinatas del teatro un grupo de anarcos vegetarianos hablar contra las corridas de toros y la matanza de animales. Mi amiga estudia danza contemporánea y es famosa porque hace torsiones y movimientos al ritmo de los tambores. Inventa danzas en ese mismo rato. Con sus mallas de color eléctrico y sus zapatillas de color bugambilia parece bailarina de una aldea extraterrestre. Ahí todos le conocen con el nombre de “Libélula Eléctrica”. A mí no me gusta mucho su ideología porque anda con los anarcos y esos luchan contra todo lo que signifique poder. A mí eso ni me importa. Creo que se complican la vida, porque siempre habrá quien quiera joderte. Yo nomás quiero divertirme, pasarla bien, porque todo está podrido y ni modo de agüitarse. Nadie puede hacer nada. El otro día un profesor dijo que hasta la estatua de Lenin habían tirado. Si eso pasa con un revolucionario, como los anarcos dicen que fue, uno menos puede hacer algo para cambiar el mundo. Nos hicimos amigas por otra. Esta otra es un desmadre. Ya hasta la embarazaron y eso que apenas cumplió los 16. Sus papás tuvieron que hacerse cargo del niño. Ella sigue de fiesta, emborrachándose con “Agua Loca”, que es mezcal con refresco de naranja y granadina. A mí qué me importa. Muy su pedo. Cada quien su rollo. Para mí son solamente amigas para pasar el rato, tener con quien ir a los toquines o simplemente andar paseando por las calles y mirar aparadores. Esa noche íbamos a ir al concierto de “La tremenda korte”. Toda la banda comenzó a juntarse en El Carmen, sobre todo los ska. Mientras daba la hora le dije que compráramos una cerveza caguama. Me dijo que no quería tomar cerveza y entonces le pedí su bolsa prestada para ir a la tienda y guardarla. Me la dio, como es muy confiada y distraída. Y también cree de más en las personas, pues dice que es socialista. En el camino saqué de mi pantalón un paquete de papelitos para hacer cigarros y una bolsita de plástico con marihuana. Guardé eso en un bolso que ella traía dentro de la otra bolsa más grande. Como ya sabía que habría muchos policías en Fundadores y que la cosa podía ponerse cabrona con tantos skas bailando como locos, pensé que sería bueno guardar la yerba en su bolso. Compré la cerveza y volví con ella. Estaba danzando con los tamboreros. Pasó un rato y nos fuimos al concierto. Cuando llegamos a la plaza me puse nerviosa porque comencé a mirar a los policías que nos señalaban y contagié de temor a mi amiga. Entonces nos detuvieron y comenzaron a forcejear por el bolso. Yo estaba histérica y no quería que se los diera. Pero ella no sabía por qué estaba así. Para ella sólo había una cerveza adentro y además cerrada. Terminó dándosela a la policía.


30 Miré cómo sus ojos y su boca se abrían muy grandes cuando encontraron adentro la bolsa de plástico. Les decía que no era de ella. Pero los policías no le creían. Entonces llamaron a sus papás y más tarde se la llevaron en una patrulla. Como a mí no me encontraron nada y les dije que mi papá también era policía, me dejaron libre. Hay una promesa entre ellos de protegerse unos con otros, como una familia. Me fui muy nerviosa de ahí y no pude dormir ni esa ni otras noches. Creí que ella me denunciaría. Pero nada pasó. Sin información de lo que sucedía y pensando mil cosas sobre lo que había pasado, llamé a su celular hasta dos días después. No me respondió y entendí que así lo hiciera. No fui muy solidaria con ella. Pero, ¿qué quería? Estoy segura que ella hubiera hecho lo mismo. Al menos ella es menor de edad y no le pasaría nada, porque así me lo ha platicado mi papá. Pero a mi podrían acusarme de pervertir menores o de interrogarme para saber de dónde saqué la yerba. Eso significaría haber embarrado a mi propio papá, pues la tomé del buró de su recámara donde la guarda para consumirla, porque no puede dormir profundamente a causa de las tensiones y de imaginar que un día amanecerá encostalado y con la cabeza tirada en otra parte, como andan haciendo. Sólo espero encontrar a mi amiga una tarde en El Carmen y disculparme con ella. Ojalá me entienda. Y pues así es el mundo, ¿no? Cada quien se defiende y vive como puede.


“Tres gramos de marihuana” es una obra intelectual propiedad de su autor. Esta primera edición fue diseñada y producida por la Editorial Tintafuerte en la Ciudad de San Luis Potosí, S.L.P., Mex., en el mes de mayo del año 2012. En su impresión fueron utilizados los tipos Cambria, Garamond y Goudy Stout. Se tiraron 500 ejemplares.



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