Escandinavia en autocaravana

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Segundo roce Retomamos nuestro camino. Nos vamos despidiendo del último fiordo que veremos en el viaje, pero no hay tiempo para sentimentalismos: la carretera es a tramos tan estrecha como ayer por la tarde, sólo que con bastante más tráfico. En uno de ésos me viene de frente un autobús. Primero se orilla y después se detiene para dejarme pasar. Voy avanzando lentamente, procurando no acercarme al otro vehículo ni al pretil de piedra, que tengo a escasos centímetros. Entonces roza mi espejo contra su carrocería. Lo recojo y sigo avanzando. Cuando estoy a punto de rebasarlo, en mi deseo de salir cuanto antes del atolladero giro el volante hacia el centro de la calzada, y entonces nuestro voladizo trasero roza el pretil. El chirrido me llega al alma; es el fantasma del Geirangerfjord que arrastra de nuevo sus cadenas: si voy hacia adelante, me engancho más; si voy hacia atrás... Empiezan a acumularse coches, pero yo les hago pasar para resolver el entuerto lo más tranquilo posible. Se baja Bego, y jugándose el tipo sobre el pretil da con la solución: leve giro de volante a la derecha y ligerísimo avance, lo justo para separarme por atrás de la piedra cinco centímetros. Una vez hecho esto, volante enderezado y gradual separación. Hemos salido, pero con otra cicatriz para la historia personal. Este tipo de sucesos deprimen y le hacen perder a uno su confianza de conductor. Por eso, al llegar a Odda estamos pensando en suspender la visita a Buerbre, una lengua del glaciar Folgefonna. Tomo la decisión de no andar investigando, pero si se cruza el cartel indicativo en mi camino, no le diré que no. Cuando ya salíamos del pueblo y nos creíamos exonerados, hete aquí que aparece bien clarito a la derecha: BUERBRE. En contra del parecer de Bego, que teme otro percance, obedezco la señal. Los dos primeros kilómetros prometen. Luego la carretera se estrecha, como era de esperar, y por último desaparece el asfalto. Vienen así cuatro o cinco aterradores kilómetros por un caminillo de tierra que hacen que la carretera que lleva a Briksdalbreen nos parezca ahora una autopista. Y aquí nos vemos, sin posibilidad de dar marcha atrás, con nuestro trasto de 6,5 metros suplicando al cielo que no baje nadie en ese momento. Nuestras plegarias son escuchadas, y eso que en el aparcamiento de arriba hay no menos de treinta vehículos, autocaravanas incluidas. Comemos. A la hora de subir al glaciar, Bego no se siente bien, así que me voy solo. Hasta la base de la lengua hay unos 400 metros de desnivel. El principio del recorrido es un prado llano. Aquí, al fondo del valle, los rayos de sol sólo llegan entre mayo y octubre. Me adelanta (a pie) una pareja de moteros. Con mi paso calmo, veo cómo se alejan y me siento como un viejo. Pero tras las primeras rampas localizo de nuevo sus chupas de cuero. Les dejo estar. Sólo un ratito más y ya van echando el bofe. Los adelanto y me sonríen: no 91


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