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La Mirada en el Espejo Un asunto muy enrevesado: la cabeza de Enrique IV de Francia
from Maxillaris 280
by Grupo Asís
Dr. Julio González Iglesias

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Doctor en Medicina.
Dice San Pablo en su “Epístola a los Corintios, 3: 16-17”:” ¿No sabéis que sois Templo de Dios y que el espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruye el Templo de Dios, Dios le destruirá a él. El Templo de Dios, del cual sois vosotros, es Santo”. Posiblemente, estas palabras fueran dirigidas a los vivos, pero esa protección se extiende, sin duda, a los muertos, porque antes fueron parte del “Templo de Dios” y, por tanto, siguen mereciendo el máximo respeto y quien los injuria, afrenta o ultraja atraerá hacia sí la ira de Dios.
Prácticamente todas las sociedades y religiones han respetado a los difuntos e incluso han reverenciado sus restos, adorándolos, llevándoles comida, erigiéndoles túmulos, pirámides o templos. Incluso, a veces, los deudos se quitaban la vida para seguirlos en el más allá, como por ejemplo los mongoles o las viudas en la India.
En una de las islas del archipiélago de las Andamán, cuando algún varón moría, cargaban su cuerpo sobre la viuda y la mandaban a la selva, de donde únicamente podía volver cuando solo quedaran sobre su espalda los huesos del difunto.
En nuestro Código Penal, su artículo 526 dice: “El que faltando al respeto debido a la memoria de los muertos violare los sepulcros o sepulturas, profanase un cadáver o sus cenizas, o, con ánimo de ultraje, destruyera o dañara las urnas funerarias, panteones, lápidas o nichos, será castigado con la pena de prisión de tres a cinco meses o multa de seis a diez meses”.
Algo menos que la maldición de Tutankamón, o los anatemas de la Edad Media, que amenazaban a los violadores con la suerte de Judas, quien después de traicionar a Cristo se ahorcó en un árbol o según “Los Hechos de los Apóstoles 1,16-8” se compró un campo, se tiró de cabeza y su cuerpo reventó y se desparramaron sus entrañas. Otros decían que de su cuerpo salía pus y gusanos…, causando un hedor inaguantable (fig. 1). ¡Para tomarlo a broma!
Sin embargo, los caballeros del Comité de Salvación Pública, los jacobinos de Robespierre, Saint Just y otros no se arredraron ante estas execraciones y al comenzar el “Terror Rojo”, que llevó la guillotina a 50.000 víctimas, decretaron también la guerra a los difuntos, ordenando la exhumación de las tumbas reales en agosto de 1793 (fig. 2).
Dentro de este atroz contexto se desarrolló la historia que vamos a relatar a continuación, centrada en la cabeza de Enrique IV de Francia (fig. 3).


Enrique IV de Francia

A Enrique IV se le conoce como “El Grande” o como “Le Vert Galán”. En 1589 inició la Casa de Borbón en Francia. Se le recuerda también por la frase “París bien vale una misa”, cuando abandonó el protestantismo y volvió a la religión católica (no sin antes humillarse ante el Papa Clemente VII en Canosa) (fig. 4).
Fue muy querido por el pueblo, al que procuraba beneficiar. Suya es la frase “Un pollo en las ollas de todos los campesinos, todos los domingos” (La poule au pot).
Sin embargo, en mayo de 1610, François Ravaillac (fig. 5), un fanático católico, le apuñaló causándole la muerte. Se le hizo la autopsia y se le embalsamó, donando el corazón como reliquia, metida en una urna de plomo, a los jesuitas de la Iglesia de Saint Louis de la Fleche. El cuerpo fue inhumado en la Basílica de Saint Denis, junto a la mayoría de los Reyes de Francia, desde la dinastía de los merovingios.